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Todo niño como sabemos se opondría a querer hacer otras cosas que no tengan
que ver con sus juegos y más aún si se trata de aprender algo que le cuesta trabajo
captar o que le resulta difícil. En este capítulo el autor nos hace una de las tantas
preguntas que podemos encontrar a lo largo del libro: ¿Es acaso cierto que
obligamos a los niños a estudiar por su propio bien? Para empezar a hondar la
pregunta, nos damos cuenta que cuando les exigimos a los niños que estudien,
y dejen de jugar nos responden con alguna quejas, molestias y en otros y peores
casos hasta insultos de mal agrado, clásicos indicios de que existe una rebeldía y
pues tenemos que corregir esa conducta.
El papel del profesor es fundamental y por tanto debe estar comprometido, en sus
manos está el “cómo” enseñar. Pues la humildad del maestro se demuestra con el
olvido de que uno está ya arriba y por lo tanto enfocarse más en ayudar a subir a
otros. Para despertar esa curiosidad en los alumnos hay que estimularla mediante
una didáctica creativa. El profesor tiene que fomentar las pasiones intelectuales, así
el alumno se sentirá motivado y le encuentre el gusto a este tipo de aprendizaje, el
cual es todo lo contrario de la apatía que se refugia a veces en la rutina de la
enseñanza y que es lo más opuesto a la cultura.