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El señor bondadoso

Subí al escenario con el premio en la mano. Debo admitir que es intimidante estar ante la mirada
de tanta gente. Le di unos golpecitos nerviosos al micrófono, mientras iniciaba mi discurso:

“Eeejem…Hola…hola a todos…gracias por acompañarme en esta noche especial…disculpen, estoy


algo nervioso…disculpen. Ejeem... Ahora sí: A veces, las cosas llegan de formas inesperadas, y nunca
se sabe lo que el destino tiene preparado para nosotros. Estoy emocionado y agradecido de recibir
este reconocimiento. Hace tres años, cuando inicié esta aventura, ni siquiera hubiera imaginado lo
que iba suceder”

Hice una pausa y respiré profundo. No podía creer estar en tan importante evento. Mi mente divagó
para refugiarse en los recuerdos. Me encontré junto a la ventana del avión, observando cómo entre
las nubes se dejaba entrever a lo lejos la ciudad. Se veía tan pequeña, comparada con la gran urbe
que en los últimos años se convirtió en mi residencia. La nave preparaba su aterrizaje a las Tierras
del Mayab, el lugar donde todo comenzó.

***

Desde pequeño supe que era diferente. Nunca encajé con los otros niños del barrio de Santiago
donde crecí, pues no me interesaba participar en sus juegos de kimbomba y sólo me la pasaba
leyendo las historietas de Kaliman que mi abuelo me regalaba. El ser tímido y curioso me hizo
descubrir más adelante la pasión por el cine y lo maravilloso que es contar historias. Sin embargo,
en esos momentos de adolescencia, nada pintaba bien. Mi aspecto autóctono y apellido maya me
hicieron ser blanco de burlas de mis compañeros, a tal grado que la crueldad de algunos hizo que
me avergonzara de mis orígenes y tuviera que refugiarme en mis historias y mundos imaginarios,
que eran los únicos lugares donde sentía que era feliz.

Ya un poco mayor, la opción más fácil fue huir. Obtuve una beca en el extranjero para estudiar una
carrera profesional como cineasta. Logré con mucho esfuerzo y dedicación, sobresalir en el arte de
hacer cine y mis primeros trabajos comenzaron a opacar mis complejos, hasta lograr olvidarlos por
un momento, así como también olvidar aquella lejana tierra donde crecí.

Pasó el tiempo y mi nombre ya se mencionaba entre los círculos de cine, y fue cuando sin saber
cómo, me llegó un ofrecimiento para entrar por la puerta grande, una casa productora de renombre
me ofreció la realización de un documental. La ironía es ese toque de humor que el destino le pone
a la vida para aderezarla: el documental se trata sobre la Guerra de Castas que sucedió al sureste
de México, en Yucatán.

***

La voz del capitán nos anunció la llegada a la capital yucateca, así como también nos advirtió de los
treinta y cuatro grados con sensación térmica de cuarenta que nos esperaba al descender del avión.

Tenía sentimientos encontrados. Sabía que el ambicioso proyecto llevaría a otro nivel mi carrera,
sin embargo, no pude evitar sentir que desenterraba todas mis frustraciones y traumas de
adolescente que había sepultado en aquella ciudad.
Muy temprano, al día siguiente me dirigí hacia Xpichil, ubicado en el estado vecino, en la zona maya
de Quintana Roo. Un lugar que forma parte de una serie de poblados que desde 1850, durante la
Guerra de Castas hasta nuestros días, se aislaron regidos por un sistema teocrático militar; por lo
que me sería muy útil como punto de investigación para el documental.

Después de algunas horas de viaje, finalmente llegué a mi destino. Esa sensación me invadió
nuevamente. Sólo que esta vez con un aire diferente. Aquel lugar estaba rodeado de vegetación que
enmarcaba los caminos blancos, y los habitantes de la comunidad salían de sus casas, observando
curiosos, el lujoso vehículo recién llegado al pueblo.

Me acerqué a un grupo de mujeres vestidas a la usanza tradicional, con hipiles de bordado


multicolor y los hombres con su clásico sombrero de huano y alpargatas. Les pedí información sobre
ciertas personas que tenía en mis registros y que sus familias habían tenido papeles importantes en
la Guerra de Castas. Nadie supo decirme mucho sobre ellos, por lo cual me sentí un poco frustrado,
pensando que iba a ser más complicado de lo que pensaba. Fui a sentarme en un montículo de
piedras, bajo un árbol de zapote para mitigar el calor, mientras buscaba en mis registros más
información sobre las personas que debía entrevistar.

Estaba tan ensimismado revisando mis documentos, que no me percaté que un poco más allá del
árbol, un joven jugueteaba con un perro mestizo y sus risas despreocupadas contrastaban con los
ladridos del animal, que gustosamente le movía la cola. Cruzamos miradas y sonrío. Sin saber si era
a mí, articulé una mueca, que fue mi mejor intento de sonrisa que pude lograr, debido a la confusión
del momento.

-Puedo ayudarte con lo que buscas. -me dijo así nada más, mientras se acercaba a mí y el perro
corría hacia el monte persiguiendo algún animalillo.

- ¿A mí me hablas? – Atiné a preguntar.

-Buscas saber sobre estas tierras, ¿no es así?

-Eeh, sí. Creo. ¿nos conocemos? ¿Cómo sabes qué busco? -No respondió. Se detuvo e hizo una seña.

-Sígueme, sólo espero no te moleste que vayamos a pie. El camino es un poco pedregoso, pero
conozco los atajos, y podemos llegar justo para que presencies el Ujaanlil ko’ol.

Seguía sin comprender nada, pero por inercia le seguí, sin intentar hacer más preguntas.

-Aquí todos nos conocemos, casi nunca viene nadie de fuera, y también reconocemos a alguno de
los nuestros. Así que no tengas miedo, el Ahkin te espera.

-El … ¿qué? – Fue lo único que atiné a decir. Por su sonrisa, parecía divertirle mi extrañeza, así que
sabía que no recibiría respuesta y mejor me quedé callado.

Avanzamos sobre un camino blanco, entre matorrales del monte, donde sólo nuestros pasos y
algunos sutiles ruidos salidos de la vegetación nos acompañaban. Ninguno de los dos hablaba, sin
embargo, pareciera que nuestro silencio comenzaba a construir un lenguaje que me hacía estar
disfrutando su compañía. De pronto, un ruido más fuerte se escuchó entre las ramas de un árbol e
hizo sobresaltarme de susto. Unas alas de ave se agitaban, pero no distinguía exactamente qué
animal era. Ya un poco más de cerca, observé que era un búho, lo cual me pareció un poco inusual,
porque pensé que eran animales nocturnos.

-Qué raro, ¿no? los búhos sólo aparecen de noche. – comenté, dirigiéndome a mi extraño guía.

-Es un Tuunkuruchú, así le llamamos aquí. Y esta especie se ve durante el día. Para nuestra gente,
representa sabiduría. Cuando las cosas no son tan fáciles y hay decisiones qué tomar, siempre está
ahí, intercediendo por nosotros con kiichkeleem yumm, para que nuestro camino y nuestras
decisiones sean guiados por él. -

Escuchaba a aquel joven hablar, y no podía evitar sentir una nostalgia de mi juventud, cuando
disfrutaba conocer cosas nuevas, platicar con mi abuelo, quien me contaba historias de su pueblo,
de su gente, que ahora ya sólo eran vagos recuerdos.

Continuamos avanzando hasta llegar a una choza, típica de la usanza maya. El joven se detuvo y yo
hice lo mismo.

-Hemos llegado. – En los alrededores se veía gente que caminaba de prisa, cargaban flores,
recipientes de barro, entraban y salían a la choza. Hombres y mujeres, todos colaborando para algo,
que yo no tenía idea que era. Me quedé ahí parado, como hipnotizado por el bullicio y movimiento
del lugar. Cerca de mí, unos niños jugueteaban persiguiendo a un animal parecido a un mapache,
que ágilmente corría y saltaba, y ellos intentaban alcanzarlo. Reían y disfrutaban cómo el animal los
evadía, pero a su vez, también parecía retarlos a atraparlo.

- ¿No muerde? – me dirigí a mi joven acompañante, refiriéndome al animal con el que los niños
jugueteaban. Mi sorpresa fue mayor cuando volteé a mi alrededor y el joven que me había llevado
hasta ahí, ya no estaba. Lo busqué en los alrededores y no lo encontré. Decidí dirigirme hacia la
choza, pensando que tal vez se adelantó y entró para ayudar a los demás. Me acerqué a los niños y
les describí al joven, preguntándoles si lo habían visto. Soltaron una risita de complicidad, sin darme
una respuesta y corrieron presurosos a refugiarse hacia una mujer que intuyo era su madre,
mientras el animal se detuvo mirándome y olfateando muy cerca de mí, y unos segundos más, se
dio la vuelta y se fue corriendo también.

Me acerqué a aquella mujer y tratando de entablar conversación, le pregunté:

- Qué bonito animal, veo que los niños no le temen. ¿Es un mapache?

-Es un pizote. Ronda entre los árboles y vive en el monte. A veces se acerca a la gente, sobre todo a
los niños. Es un mensajero de los dioses, ya que representa la astucia y cuando está entre nosotros,
es una señal de cambio, inspira nuestra mente para entender lo que a simple vista no logramos
distinguir. – Escuchaba entre asombrado e incrédulo a aquella mujer de tez morena y ropa maya,
quien con su sonrisa y amabilidad me infundía confianza. No me dio tiempo de preguntarle nada
más, ya que me hizo señales para pasar a la choza.

Con un poco de recelo y temor, avance hacia aquel lugar.

Al entrar, quedé sorprendido de lo que encontré. Habían montado una especia de altar, diferente
al típico de día de muertos, el piso se encontraba lleno de flores y las mujeres iban y venían de prisa
acomodando todo. De entre todas las flores, sobresalían tres cruces de piedra, con una tela bordada,
a manera de bufanda, de vívidos colores, mismos que lucían las mujeres en sus hipiles.

La mujer que me había invitado a entrar me indicó:

-En un momento iniciamos el Ujaanlil ko’ol.

- ¿Qué es eso? – Interrumpí, esta vez dispuesto a obtener una respuesta.

-La celebración de dar gracias, porque los dioses fueron bondadosos y nos dieron buena cosecha en
la milpa y tendremos abundancia este año.

- ¿Y esas tres cruces? ¿Por qué les ponen esas telas?

-Representan a las Tres Cruces Parlantes que aparecieron en el cenote cuando nuestros
antepasados estaban en guerra. Ellas hablaban y les daban instrucciones a los rebeldes.

- ¿no las cruces representan la crucifixión?

-Nosotros les llamamos crustun, cada punta de la cruz representa a uno de los cuatro puntos
cardinales; les preparamos ofrendas de k'ool de masa para que los buenos espíritus sepan de
nuestro agradecimiento –

Tanta información que no conocía y tantas cosas nuevas de los mayas que estaba aprendiendo.

-No te retrases más, pasa ahí, donde están los hombres, los rezos comenzarán.

- ¿Tú no vienes?

– No. Las mujeres no tomamos parte en los rezos del Ujaanlil ko’ol, sólo nos encargamos de tener
listas las ofrendas. Ve con los demás, ahí te esperan. -

Caminé hacia la habitación adjunta, y el grupo de hombres, con alpargatas y ropa de manta,
realizaban lo que parecían oraciones, en una mezcla entre maya y latín. Cuando entré, algunos
notaron mi presencia, pero nadie pareció sorprenderse.

Mientras observaba lo que acontecía, por la puerta de atrás de la choza, me pareció ver algo en el
monte que se movió rápidamente. Me acerqué con discreción para echar un vistazo y no encontré
nada. Era un patio grande lleno de flores, se escuchaba el canto de los pájaros y se respiraba mucha
tranquilidad. De pronto, nuevamente percibí esa presencia, un movimiento rápido pasó a un
costado mío. Pensé que podía ser algún perro, pero sus movimientos parecían más ágiles y sutiles.
Traté de seguir hacia donde creí verlo, y a lo lejos di con otra choza, más pequeña que las demás, y
parecía estar aislada de la comunidad. Avance poco a poco, y estando a escasos metros, un animal
corrió por detrás… primero pensé, por sus movimientos, que era un gato, pero no, era mucho más
grande… ¡era un jaguar! Únicamente lo había visto en fotografías y videos, pero nunca uno en la
vida real. Pasó tan de prisa que no estaba seguro hacia donde se fue, pero parecía haberse dirigido
a la choza. Corrí pensando que podía haber gente dentro y el animal les haría daño. Entré
sigilosamente y todo era oscuridad. Sólo al fondo se veían velas encendidas y un aroma muy
agradable como a flores y miel inundaba todo el ambiente.

-kiichkeleem yumm te guarde.


Una sensación electrizante traspasó mi cuerpo cuando escuché aquella voz. No fue miedo. No sé
bien cómo explicarlo, pero hizo que me paralice por un segundo.

- Acércate. Eres bienvenido a tu hogar.

Al final de la choza, entre las velas y humo que despedía aquél delicioso olor, distinguí una figura
sentada en el piso. Me acerqué con pasos vacilantes y vi como un anciano, de cuerpo pequeño, piel
morena oscura y curtida por el sol, me tendió la mano e invitó a sentarme. Entre sus dedos largos y
arrugados sostenía una jícara con un líquido blanquecino y con una sonrisa en su rostro, me invitó
a beberlo. Se dio cuenta de mi confusión y desconfianza al recibir la bebida y me dijo:

-Balché, bebida sagrada de los dioses. La preparamos con el alma del árbol de Saká, que, a través
de su corteza, los dioses nos la regalan para entrar en comunión con ellos. Bébela, te sentará bien.

Un sabor dulce con tonos de madera inundó mi boca. Era realmente buena. Di un par de sorbos más
y sentí confianza para preguntarle al anciano, y tratar de obtener alguna respuesta que saciara un
poco todas mis dudas.

-No comprendo lo qué está sucediendo, todos parecen conocerme, pero yo no sé ni porqué estoy
aquí, no sé de qué se trata todo esto. Además, creí ver un jaguar entrar a esta choza y pensé que
alguien podía estar en peligro.

-Balam. Él te guío aquí. Representa la fuerza, y le pedí que te señalara el camino.

- ¿Usted le habló al jaguar? ¿Así le llama? – Mi confusión le hizo sonreír.

-Cuando iniciamos el viaje, quién mejor que los balames y los canules para guiarnos. Necesitamos
fuerza, sabiduría y astucia para no perdernos en el camino.

- ¿De qué viaje habla?

- Tu viaje interior, el que estás iniciando.

-No le estoy entendiendo nada. Vengo de la ciudad, y llegué a este lugar porque necesito encontrar
a unas personas para hacer una investigación sobre un documental y nadie me da informes de nada.
No sé qué esté pasando desde que encontré a ese joven y ahora me pregunto por qué decidí
seguirlo. – Dije en un tono enojado y con un poco de desesperación que pareció inmutarlo.

- El Balam nos muestra la mejor versión de nosotros mismos. Ha llegado tu momento y te lo contaré
todo. –Mi respiración estaba un poco agitada y tratando de contenerme, le di un sorbo más a aquella
bebida tan agradable.

-Todo tiene dueño. Nuestros antepasados lo sabían, y entendían que la naturaleza y sus dueños
guiaban nuestro camino. Lo hacían a través de las estrellas. El firmamento está custodiado por los
Bacabes, uno en cada punto cardinal desde donde observan todo, porque al final del Universo,
cuando no se vean más estrellas, están los que no tienen nombre. Pero los bacabes siempre nos
protegen y nunca nos abandonan.

Sin embargo, los humanos somos seres pequeños, muchas cosas de los dioses no comprendemos,
y para eso están los balames y los canules, que se les conoce como yumtziles, los Señores del Monte.
Son espíritus que tienen comunicación directa con los dioses, pero también pueden interactuar con
los hombres. Se comunican con la naturaleza y toman diferentes formas, puede ser de algún animal,
de algún joven, mujer, o niño. Siempre nos guían y están en todos lados.

-y usted, ¿cómo sabes todo eso? – interrumpí de pronto, interesado en saber más de esa historia
que el anciano me narraba.

-Algunos tenemos dones. Los Señores del Monte nos eligen. Detectan nuestra conexión con el Todo,
y nos enseñan a comunicarnos con los dioses. Nos eligen desde pequeños, cuando aún somos niños
y vivimos en la villa maya. Sentimos su llamado y ellos nos llevan para entrenarnos, con ayuda de
los aluxes. Nos entregan la piedra sastun, que es una especie de amuleto que representa nuestro
poder. Aprendemos las artes cósmicas mayas a través de ella. Nuestra familia nos da por perdidos.
Sin embargo, pasan algunos años, cuando nuestro entrenamiento concluye, y aparecemos de
nuevo. La gente nos conoce como h’men, que en otros lugares se les llama chamanes. Se dice que
tenemos poderes sobrenaturales, pero realmente lo que hacemos, es invocar a los yumtziles. Nos
convertimos en protectores de la naturaleza, de los hombres y del Todo. Somos respetados entre la
comunidad, ya que recurren a nosotros cuando se enferman, nos piden que oremos para que la
cosecha sea buena, y que intercedamos por el pueblo para evitar catástrofes. Dentro de los h’menes,
tenemos rangos y diferentes poderes. Han pasado muchos ciclos desde que mi familia sigue el
llamado de los dioses, y se me ha dado el rango más alto entre los hombres. Soy un Ahkin. Puedo
invocar a los yumtziles y a través de ellos, hacer que caiga un rayo, controlar la lluvia, hablar con los
animales y sentir el dolor de la naturaleza cuando el hombre le hace daño. Es una gran
responsabilidad.

-Y ¿hay más como usted aquí?

-Desafortunadamente nuestras costumbres se están perdiendo. La gente está olvidando a los


dioses. Las ciudades se hacen cada vez más grandes y en las comunidades, los pequeños tienen más
interés en otras cosas que en conocer sus raíces. Incluso muchos de ellos se avergüenzan de lo que
son. –

Baje la mirada sonrojado, sintiendo como si lo hubiera dicho por mí. En este momento un vacío en
el estómago se hizo presente y sentí un poco de reproche contra mí mismo, por todo el tiempo que
negué mis raíces y me avergonzaba de mi origen.

-El padre de mi tatarabuelo tuvo dos hijos, pero su hermano decidió renunciar a la enseñanza de
sus ancestros y rechazó las bendiciones de los dioses para ir a la ciudad y perseguir lo que creía su
sueño. Por lo tanto, soy el único Ahkin que queda. Hay algunos h’menes menores, pero nadie con
mi sangre para darle continuidad al linaje. Ya soy anciano y muchos ciclos han pasado ante mis ojos.
Mi presencia en este mundo no será para siempre y el conocimiento ancestral se está perdiendo. Es
por eso por lo que te llamé. –

No sé si fue por la extraña historia, o por lo que me acababa de decir, pero me pareció entre los
árboles nuevamente ver la silueta del jaguar. No podía articular palabras y no entendía a qué se
refería. Antes que pudiera decir algo, continuó.

-Te he seguido de cerca, y sé que sabes contar historias. Utilizas los artefactos modernos para llegar
a mucha gente, por lo cual, las estrellas me han aconsejado una solución, y creo es el camino para
que nuestras costumbres no se pierdan. Necesito que cuentes esta historia, requerirás sabiduría,
astucia y fuerza -

Mi corazón latía muy acelerado. Sin embargo, entendí a lo que se refería. Y era un deber para
conmigo y mis raíces responder al llamado.

***

Tan vívidos recuerdos todavía en mi mente se esfumaron de pronto, y regresé a mi realidad, en


medio de aquel escenario, con las miradas de la multitud sobre mí. Aclaré la garganta y continué mi
discurso:

... “lo que comenzó como un proyecto sobre guerra y odio, me llevó a un viaje a mi lugar de origen,
donde entendí lo que soy y mi posición en el Universo. Cambiar el proyecto original y contar sobre
lo grandiosa y espiritual que es la cultura maya, es lo que hoy presento, lo que ha alcanzado a tanta
gente, y lo que me tiene en este escenario. Han pasado tres años después de que todos me daban
por perdido, desde aquel viaje al sureste de México donde nadie volvió a saber de mí, hasta ahora.
He regresado. En aquel momento me fue entregada mi piedra sastun y a partir de ahí, el
entrenamiento fue intenso.

Hace unas semanas que mi maestro, el último Ahkin de aquella villa maya, nos mira desde las
estrellas, su tiempo en este mundo ha terminado.

Siendo el último descendiente de su linaje, de aquel hermano de sus antepasados que decidió no
seguir con las enseñanzas de los dioses, ahora me corresponde continuar con su legado. Los Señores
del Monte me han concedido el rango de Ahkin, y me acompañan en esta misión para llevar el
mensaje de mis ancestros a todo quien pueda escucharlo.

Kiichkeleem yumm los guarde, el señor bondadoso los proteja.”

Y así, entre ovaciones del público, los yumtziles me acompañan, mientras cae una suave llovizna en
toda la ciudad.

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