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El arte de vivir en crisis

Por Ana María Llamazares

En los últimos tiempos, la palabra “crisis” está en boca de todos. No hay casi
un día en que no aparezca en los titulares de algún diario, en el discurso de
algún político, en la explicación de algún analista, hasta en la intimidad de
una conversación entre amigos. ¿Está todo en crisis? ¿Se acabaron los
paraísos personales? ¿Cómo es posible que la crisis afecte en forma
implacable desde la capa de ozono hasta las profundidades del alma humana,
pasando por los sistemas políticos, el dinero, la salud, la motivación de los
chicos en las escuelas y tantas otras cosas tan dispares y, a la vez, tan
comunes?

Parecería que la respuesta es inevitablemente afirmativa. No hay baches en la


continuidad de la crisis contemporánea. Sin embargo, cuando una palabra se
usa mucho y para describir situaciones muy diversas, mejor prestarle
atención. Probablemente esté nombrando, en forma rápida y sintética, algo
más difícil de comprender, de contornos aún imprecisos, pero cuyo impacto
sobre la realidad es de todas maneras muy intenso.

Talvez haya algo en común detrás de las múltiples manifestaciones de la crisis


global y eso sea una clave para entender mejor lo que está sucediendo . No
nos dejemos confundir por la aparente disparidad de las cosas que pasan; en
cambio, tratemos de mirar un poco más allá para captar -como diría Gregory
Bateson, el gran pensador sistémico- la “pauta que conecta” tanta diversidad.
Las miradas apuntan a los paradigmas imperantes, otra palabrita que
abandonó el estricto ámbito de la jerga epistemológica -o del filosofar acerca
de la ciencia- para convertirse casi en un comodín mediático. El destino
común de estos dos términos -crisis y paradigmas- no parece ser una
casualidad, sino en cambio el indicio de una relación más profunda. Si los
combinamos encontraremos la “crisis de paradigmas” (la caída de los viejos
sistemas filosóficos, científicos, éticos y religiosos) como una raíz común del
frondoso árbol de la crisis global contemporánea. Al mismo tiempo, aparece
con claridad que nos acercamos al final de un gran ciclo histórico, un cambio
de tiempo, algo que también se expresa con el advenimiento del profético
año 2012.

Mi mirada -junto con la de otros autores- apunta en particular a comprender


este momento de crisis como el agotamiento del paradigma predominante de
la modernidad, construido en Occidente bajo la visión materialista y el
modelo de la ciencia mecanicista. Aunque aún muy vigente, el ya “viejo”
paradigma moderno está llegando a su fin, y no sólo por la culminación de
sus efectos más negativos -la crisis ecológica, por ejemplo- sino por el impulso
renovador de nuevos paradigmas científicos y culturales que,
silenciosamente, están dando lugar a una visión del mundo que aspira a ser
más equilibrada y sostenible.

La metáfora del reloj resulta útil para comprender los efectos del paradigma
moderno. A mediados del siglo XIV, el reloj nace casi como una atracción que
desde los campanarios o las torres de las plazas permitía ordenar la vida de la
comunidad. Terminó adherido a nuestros cuerpos, internalizando el rigor del
tiempo métrico como el más incisivo artefacto de control social y personal.
Talvez a raíz de un miedo básico y ancestral, que al mismo tiempo nos llevó a
aferrarnos a la ilusión de un mundo real, sólido y estable, nos convencimos de
que todo puede y debe medirse y controlarse.

Pero los tiempos de crisis desafían inexorablemente estas ingenuidades


históricas. Pues el tiempo no es lineal y abstracto . Hoy, igual que siempre, el
tiempo es cíclico y concreto, ligado a procesos naturales de amplias
magnitudes, talvez difíciles de abarcar por nuestras cortas miradas humanas.
Y esta verdadera obsesión moderna por medir, controlar y acumular, bien
puede ser la “pauta que conecta” que mencionábamos antes.

Si éste es el patrón común con el que habitamos nuestro convulsionado


mundo contemporáneo, no debería sorprendernos que nos cueste vivir las
crisis como algo propio de todo proceso, incluso como un trance necesario
para dar lugar al despliegue natural de los ciclos de las cosas. Y que, en
cambio, la sola enunciación de la palabra despierte en nosotros temor e
inquietud.

Los orientales expresan el concepto de “crisis” o “cambio” con dos ideogramas


combinados: uno que significa “peligro” y otro que indica “oportunidad”.
Pero, para la mayoría de nosotros, occidentales supuestamente posmodernos,
el cambio es vivido como algo más peligroso que oportuno. Somos herederos
culturales del mito de la seguridad de lo sólido, y todo lo que se mueve o
fluye, en la superficie nos atrae, pero, en el fondo, nos espanta. Sin embargo,
es ya más que evidente que todo fluye, que nadie puede descender dos veces
al mismo río, como anticipó el filósofo griego Heráclito. Por eso, no sólo es
cuestión de acostumbrarse, sino de encontrarle “la gracia” al cambio y
aprender a vivir bailando.

El gran giro paradigmático dado desde comienzos del siglo XX -primero por la
física y luego por las demás ramas de la ciencia y las humanidades- ha
marcado el fin del determinismo y la caída de la ilusión fundamentalista de la
certeza y el control. Hemos entrado decididamente en la era de la
incertidumbre y esto, que sin lugar a duda significa una fuerte conmoción
existencial y filosófica -la tan mentada caída del fundamento-, también abre
otras posibilidades epistemológicas y plantea el desafío de llevarlas a la
práctica.

Desarrollar el arte de vivir en crisis es un ejercicio de creatividad constante.


Asumir la incertidumbre, no desde la angustia sino como una condición de
posibilidad, implica reconocer que la existencia se juega en la constante
dinámica de los vínculos que establecemos con lo desconocido. Podemos
agradecer a los tiempos que nos toca vivir, pues parecería que fluir
espontáneamente en la incertidumbre -algo que sin duda está a la orden del
día- es también un secreto de plenitud y gozosa longevidad.

Rastreemos, de todas maneras, en la etimología, una clásica costumbre


occidental, para ayudarnos a entender e inspirarnos a vivir un poco más
lúcidamente el momento.

Las distintas acepciones de una misma palabra y su relación con otras


familiares, tomadas en conjunto, suelen dar cuenta de la rica complejidad
inherente a todo concepto. Desde el antiguo sánscrito encontramos una raíz
afín entre kri , que significa dispensar, limpiar o purificar, y kriterio , que alude
al juicio necesario para tomar una decisión . El griego krisis -latinizado como
“crisis”- proviene del verbo krinein, que remite a la acción de separar o decidir
y a algo que se rompe.

El término crisis se aplica también para referirse al momento culminante de


una enfermedad, cuando ésta remite y el paciente empieza su recuperación o
se produce un desenlace de la vida. Siempre indica una contienda entre dos
fuerzas contrarias, una que se resiste y otra que quiere cambiar: la ancestral
dialéctica entre lo viejo y lo nuevo, lo que conserva y lo que transforma. La
crisis es el punto culminante de esa tensión, que necesariamente se resuelve -
como una buena frase musical- en un nuevo estado de reposo o distensión.
Esta puede ser una calma transitoria o el primer paso de un nuevo camino. El
sentido de aquello que se bifurca y cambia de rumbo lo encontramos también
en la expresión “punto crucial” o de “inflexión” de una curva.

Hoy sabemos, gracias a la teoría del caos -uno de los nuevos paradigmas en el
campo de las matemáticas y la ciencia de los sistemas- que la tensión no
siempre es negativa, sino que en los sistemas complejos tiene un papel
altamente creativo como disparador de súbitos reordenamientos de los que
emergen cualidades nunca vistas anteriormente y nuevas configuraciones
más apropiadas para enfrentar las mismas condiciones que dieron lugar a la
tensión.

La crisis funciona entonces como un crisol -otro termino emparentado-, el


caldero alquímico donde se separaba el oro de su escoria más pesada. Gran
simbolismo de purificación, donde todo aquello que oscurecía el brillo del
metal precioso se terminaba desincrustando. Después de ese penoso proceso,
la luz del oro resplandecía con mayor esplendor. “Después de cualquier crisis -
dice el filósofo brasileño Leonardo Boff- ya sea corporal, psíquica o moral, ya
sea interior y religiosa, el ser humano sale purificado, liberando una serie de
fuerzas para una vida más vigorosa y llena de renovado sentido”.

Podemos decir que el arte de vivir en crisis es una forma de alquimia


contemporánea. Hay algo paradójico en esto: decidir cambiar dejando al
mismo tiempo que el cambio haga su curso requiere una sutil combinación,
difícil pero imprescindible, de discernimiento y entrega.

La lúcida razón nos enseña a separar lo que ya no sirve de lo que podemos


conservar, lo que tiene que hacer espacio para lo nuevo, de lo que puede
quedar. Necesitamos discriminar y decidirnos a tirar. El proceso requiere
lucidez y estar alerta para evitar las tentaciones de retención, de fijarnos a
nuevas certezas. No podemos prever el resultado de una crisis. Son
demasiados los factores en juego y cualquier movimiento, por pequeño que
sea, puede generar grandes e inesperados efectos.

De modo que llega también aquello que más nos cuesta, porque sólo se logra
desde el corazón: entregar, soltar el control. No rendirse y bajar los brazos,
sino confiar y acompañar. No retener, pues nada hay peor y más doloroso
que impedir el curso natural de aquello que puja por nacer.

Ya sabemos cuál es la manera de trascender las paradojas: subiendo a una


atalaya más alta. Lo que abajo nos parecía imposible, desde arriba se ve con
más claridad. Vivir en crisis es también una incitante invitación a crecer.
Nuestra actitud frente a las tempestades es lo que define cómo salimos de
ellas. Conquistar la serenidad no es estar libres de tormentas, sino
permanecer en paz en medio de ellas.

© La Nación
La autora es antropóloga y epistemóloga. Investigadora del Conicet, escribió Del reloj a la flor
de loto. Crisis contemporánea y cambio de paradigmas (Del Nuevo Extremo, 2011)

Fuente: www.lanacion.com.ar/1440823-el-arte-de-vivir-en-crisis

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