Para su versión de La última cena (2000), Hiroshi Sugimoto
fotografió las figuras de un diorama del Museo de Cera de Tokio, que a su vez intentaba recrear el famoso y multirreproducido mural de Leonardo Da Vinci en Milán.
Perpetuamente momificados en los gestos sobreactuados de ese
neoclasicismo tan común en las artes recreativas del Siglo 20, los personajes de Sugimoto despiden irrealidad.
No es para menos: el políptico en blanco y negro está compuesto
de cinco imágenes independientes, cada una tomada desde un ángulo frontal a las estatuas, sin ninguna intención de componer jamás una escena unificada. De ahí que Cristo y sus apóstoles no sólo tengan esa apariencia ligeramente monstruosa con que los rostros europeos aparecen en las representaciones japonesas: padecen, por así decirlo, un rigor mortis visual donde se ha desvanecido por completo el encadenamiento de gestos y signos que han hecho tan famosa la pintura de Leonardo. La imagen está rota como en un mosaico, al mismo tiempo que el fotógrafo ha hecho cuanto ha podido por disimular la falta de continuidad. El resultado es que las imágenes no alcanzan jamás a sugerir su pertenencia a un mundo imaginario. Son la copia inerte de una representación igualmente despojada de espíritu.
Al contrario del cine de terror o la tradición surrealista que, como
con las imágenes de la muñeca de Hans Bellmer, jugaban a confundir lo muerto y lo vivo, lo fantasmagórico y lo museístico, la cosa y el deseo, la fotografía de Hiroshi Sugimoto es notable por haber creado una serie de tácticas que tienden a brindarnos a la fotografía como un arte que emana una sensación no sólo de detención, sino de esterilidad. En los retratos que Sugimoto hace en los museos de cera de todo el mundo, la Reina Isabel, la Princesa Diana o Gorbachov se ven como personajes huecos, fabricados por la sed de imágenes de la modernidad. Estos retratos son todo lo opuesto del producto que nos hacen consumir los paparazzi: parecen los animales disecados por un taxidermista técnicamente irreprochable, pero incapaz de disimular que sus creaciones son sólo trozos opacos y muertos de piel. Más que provocar terror o sugerir muerte, parecieran jamás haber estado vivos en realidad; son simplemente acumulaciones de cera, ataviadas de trajes e iluminadas cuidadosamente en un escenario, con un lejano parecido a sus modelos originales. La exposición de Estática en el Museo Tamayo parte de la idea de que la fotografía de Sugimoto se ocupa de proponer una detención del tiempo que nos invita a explorar "la interminable duración de las estatuas". Pero esa observación del tiempo no es la prolongación de un instante al que nos acostumbró la cámara lenta del cine o la fotografía de alta velocidad.
Al contrario, busca por diversos medios generar una fotografía que
no esté en modo alguno relacionada con la noción de un "evento". Quizá la obra que de modo más claro opera en esta dirección sea la famosa serie de Sugimoto sobre salas de cine. Prolongando la exposición por un largo tiempo, Sugimoto ha venido fotografiando las pantallas de salas cinematográficas y autocinemas a fin de registrar el paisaje o el escenario enmarcando una pantalla completamente borrada, convertida tan sólo en un cuadrado blanco. Ocasionalmente, las fotos guardan el registro del paso del tiempo, en la forma del rastro de las luces de un avión en el cielo o el aspecto borroso del follaje.
Sugimoto nos presenta la pantalla como una especie de altar
suprematista, el cuadro blanco derivado de la supresión absoluta de la abstracción. Uno sabe que en esa superficie sobreexpuesta están captados paisajes, besos, rupturas amorosas, guerras o dibujos animados. Pero el obturador abierto ha hecho desaparecer por completo la función de la pantalla como lugar donde pueden ocurrir narraciones e imágenes: es tan sólo un objeto bañado por la luz continua de un proyector.
La afinidad de esta fotografía con el minimalismo no sólo está en
su carácter sistemático, o en concebirse bajo el modelo industrial de "la serie", sino en expresar el interés contemporáneo por una estética de rigor e inhumanidad. De igual modo, sus fotografías de arquitectura, tomas siempre borrosas y centradas en obras clásicas del canon arquitectónico moderno, nos muestran espacios que reconocemos sin dificultad, pero despojados de espíritu. Son edificios en los que no alcanzan a habitar los fantasmas. Daría lo mismo si fueran maquetas, fotos de otras fotografías, incluso fabricaciones digitales. La fotografía de Sugimoto es un ejercicio deliberado de desilusión, en que un arte que supuestamente busca luchar contra la muerte confiesa su función gélidamente monumental. Este es un fotógrafo que ha hecho todo cuanto le es posible por permitir que sea la lente y el mecanismo de la cámara, y no su ojo, quien construya un repertorio de visiones maquinales de un mundo igualmente maquinal.
Dobladillo
El título que la curadora Magali Arriola había dado a la exposición
sobre arte nórdico que por años venía preparando para el Museo Tamayo no pudo ser, en retrospectiva, más irónico: Pero si aquí no hay caos. Hace unos días, Arriola tuvo que cancelar el evento: no hay quien se pueda hacer cargo de llevar a término el proyecto.
Obviamente, esto no es Suecia: aquí el caos es el rasgo
generalizado de la gestión cultural de una administración que, por lo visto, es incapaz de comprender que en materia de cultura hay el mismo grado de responsabilidad de gobierno y exigencia pública que en cualquier otra área del estado. A más de dos meses de la caída del director del museo, ha habido de todo: la destitución por vía de la puñalada trapera de un director del INBA, la incapacidad de la autoridad cultural y educativa de dar respuesta a la exigencia colectiva de explicaciones por el ejercicio de arbitrariedad que caracteriza al CNCA. Que la incompetencia y grilla afectan al público y al presupuesto es por demás evidente. Comentarios: cmedin@yahoo.com