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El Ojo Breve / El arte pop de Gironella

Por

Cuauhtémoc Medina

(24-Dic-2003).-

Alberto Gironella. "Barón de Beltenebros", Museo del Palacio de


Bellas Artes, hasta febrero 15 del 2004.

Hacia fines de los años 50 Alberto Gironella dejó atrás el estilo


figurativo más o menos cubista, heredado de Picasso y de sus
estudios con pintores españoles refugiados como Rodríguez Luna,
para emprender un doble desplazamiento hacia fuera y hacia
dentro del cuadro. En paralelo a Robert Rauschenberg, Gironella
transgredió el dogma modernista de la pureza mediática del plano
pictórico, para expandir la práctica pintura a un territorio
intermedio entre el collage, el objeto, la escultura y el mueble que
servía además como espacio de interrogación a la tradición.

Ensambles como Festín en palacio (1958), verdaderos altares del


tamaño (y con la apariencia) de un trastero, incluían además de
escenas en telas pintadas, fotografías intervenidas, reproducciones
artísticas, y fragmentos de toda clase de objetos, desde santos
coloniales, estatuas, animales disecados, textiles, papeles tapices,
ropajes, botellas y latas de comestibles. Esas obras guardaban una
serie de analogías con las prácticas que en las metrópolis pronto
serían referidas como "neo-dada" y/o arte pop. Para empezar,
retomaban de Dada y el Surrealismo la sugestión de la obra total
ambiental y la utilización de desechos, invadiendo de nuevo el
espacio físico y emocional del espectador.

En segundo lugar, no sólo contradecían la noción lineal de la


historia del arte y la supuesta superioridad del arte abstracto, sino
que se ocupaban de todo aquello que el "alto modernismo" había
condenado como kitsch. En una forma similar a Andy Warhol,
Gironella sabía que el arte ya no era el espacio donde se tenía
acceso a la virginidad de una experiencia directa, sino un
departamento más de la cultura visual mercantil e industrial
definida por la multiplicación técnica de las imágenes fotográficas
y fílmicas, y por el reinado del objeto de consumo.

Una corriente de afinidades une las latas de sopa Campbells y las


Marilyn Monroe de Warhol con las reinas marianas y latas de
sardina de Alberto Gironella. Pero trazado el paralelo, éste sólo
realza las diferencias. Gironella debiera ser un punto de referencia
obligado para examinar las tensiones entre el arte de México y el
del Centro. En lugar de ocuparse del extendido imperio de los
media, Gironella centró su atención en la historia: por un lado, la
función de las imágenes del poder en España y México, su antigua
colonia, y por el otro en la fotografía como mecanismo de
transmisión de la cultura artística del museo.

Ese examen venía enmarcado por la noción de corrupción carnal


católica: el ataque físico contra la dignidad de la pintura no era en
Gironella un mero gesto antiformal, sino una referencia constante
a la vanidad y esplendor del placer y la vida, una especie de pop
contrarreformista. Finalmente, no es casual que Gironella haya
integrado a sus ensambles lo mismo latas y empaques de
productos como aceite de oliva, caviar y chorizos, que
reproducciones intervenidas de las obras claves de Velazquez y
otros maestros españoles. Ambos dispositivos definían
melancólicamente la distancia que separaba a la comunidad
española expatriada en México de las fuentes de la cultura
europea. Eran las señales de identidad de una cultura ultramarina.

Esas y otras cuestiones podrían ser el objeto de una retrospectiva


tras el lustro transcurrido desde la muerte del pintor. Es en la
medida de la urgencia que tiene revisar el rol artístico y cultural de
Gironella y su entorno que la exhibición que actualmente se
presenta en el Palacio de Bellas Artes produce una cierta
insatisfacción. Ajustada a la rutina museográfica nacional del
"homenaje" más que a una curaduría intelectualmente ambiciosa,
esta "muestra antológica" está organizada en unidades temáticas
que el museo define como "obsesiones", que desdibujan a
propósito toda secuencia histórica, la discusión de cualquier
contexto histórico o político, e incluso los avatares de la fortuna
crítica y cultural del autor.

En lugar de transmitir una discusión, sus secciones están


formuladas en clave literaria: cada sala está presidida de un
epígrafe que opera como un gesto de reverencia a autores como
Octavio Paz o Ernst Junger más que como un anclaje argumental.
Por lo demás, como viene ocurriendo con demasiada frecuencia en
exhibiciones locales, el museo parece demasiado interesado en
garantizar una cierta dosis de diversión: las cédulas están
impresas en latas de sardinas, como si fueran parte de los
cuadros, y se exhiben videos de Madonna o fragmentos de
películas de Luis Buñuel que en sentido estricto se desligan y
sobrepasan al discurso museográfico. Finalmente, la muestra
incluye una fotoinstalación con la mascarilla mortuoria y la urna
funeraria del artista que rebasa con mucho la representación de la
obra de Gironella, para crear una especie de monumento efímero.

No estoy seguro que toda esa parafernalia, que evoca vagamente


la ambientación de Esto es Gallo, la notable muestra que Gironella
presentó en 1984 en el Museo Tamayo, contribuya a revalorar al
artista. Mucho más eficaz, entre otras cosas por plantear una
distancia histórica, es el acceso que la muestra brinda a cierto
material documental: por ejemplo, la proyección de la película La
creación artística (ca. 1964) de Juan José Gurrola que retrató a
Alberto Gironella presidiendo a varios de los miembros de la
llamada Ruptura comiendo mole sobre un cuadro inconcluso.
Mientras uno ve cómo Beatriz Sheridan se pasea maquillada y
disfrazada de reina mariana, invadiendo un departamento
modernista en la ciudad de México, es imposible no pensar que el
momento cultural que esa película retrata es suficientemente
extravagante para requerir además una aproximación diletante,
devota y personal.

Comentarios: cmedin@yahoo.com

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