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14/05/2019
Opción B
Ya se sabe que la Red otorga a las noticias una vida cíclica e infinita, lo cual puede ser una
ventaja o un castigo. En esta ocasión, el agitado océano de Internet ha llevado hasta mi
ordenador una historia sobrecogedora. Acabo de leer, porque me lo han reenviado, un
reportaje de Darío Menor en el diario Ideal en el que habla de un libro que ha publicado una
forense italiana, Cristina Cattaneo, que se dedica a intentar descubrir la identidad de los
inmigrantes ahogados en el canal de Sicilia, para poder honrar a los muertos con la dignidad
de sus nombres, cuando menos.
Este meticuloso empeño ya es en sí mismo muy conmovedor, pero el interés de la noticia
queda eclipsado por el protagonismo de uno de los casos que cuenta la forense. Fue durante
un naufragio en abril de 2015, una de las catástrofes mayores, porque murieron más de mil
personas, y entre ellas estaba el cuerpecito desmedrado de un niño de Malí de 14 años
vestido con chaqueta, chaleco, camisa y vaqueros. Al levantar el liviano cadáver advirtieron
que llevaba algo pesado y duro cuidadosamente cosido en la chaqueta. Era un pequeño taco
de papeles: sus boletines de notas escolares. Matemáticas, física… Todo con magníficas
calificaciones, por supuesto. Cuando decidió emprender el épico, aterrador, quizá suicida
viaje de más de 3.000 kilómetros hacia la Tierra Prometida, este chaval de Malí sólo llevó
consigo ese tesoro: la prueba de su esfuerzo y su rendimiento escolar, la demostración de que
era un chico bueno y aplicado. Quizá pensó que esos boletines valían más que un pasaporte.
Puede que hasta imaginara que, al ver sus impecables notas, las autoridades de la rica Tierra
Prometida incluso le ayudarían a seguir estudiando. Se ahogó con su esperanza amorosamente
cosida al pecho.
Es uno de los casos más sobrecogedores que conozco de fe en la educación y en el valor del
conocimiento. Recuerdo ahora a la gran Malala, a la que los talibanes metieron un tiro en la
cabeza por reclamar su derecho al estudio. Por seguir empeñada en ir a la escuela. “El lápiz es
más poderoso que la espada”, dijo Malala ante la ONU, parafraseando al autor inglés Edward
Bulwer-Lytton. Sí, la educación y el conocimiento son piedras angulares de la cultura
occidental, y las democracias se llenan la boca de grandes proclamas en defensa de ello. Pero
parece que no todos los lápices valen lo mismo; o quizá son más fuertes que la espada, pero
no que el dinero.
La historia del buen estudiante de Malí ya se convirtió en viral en Italia hace algún tiempo,
porque tiene un filo de autenticidad y de inmediatez que nos acongoja. Si estudias, serás
recompensado; si te aplicas, te irá bien. Reconocemos esas palabras mentirosas, esas
promesas imposibles en la inocente credulidad del niño de Malí. Es como si todos le
hubiéramos engañado.
Embotados como estamos ante el horror constante (es una instintiva defensa psicológica), no
podemos ni pensar en los miles de inmigrantes y de refugiados muertos, en los desplazados,
en los desaparecidos. (…) A veces tengo la sensación de que la verdadera vida sólo llega a
atisbarse en los rincones, en las menudencias, en un movimiento apenas intuido por el rabillo
del ojo, en un destello que se cuela por una fisura. Nuestro buen estudiante de Malí es ese
repentino chispazo. Murió hace cuatro años y ahora su fulgor nos deslumbra. Pero enseguida
volverá a apagarse porque, por desgracia, creo que hemos tirado la toalla. No sabemos cómo
arreglar el infierno y preferimos adquirir la costumbre del ciego.
8. Tema de literatura: Tema 8. El teatro de posguerra. Teatro social de los 50: Buero
Vallejo. (2 puntos).