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Introducción.
La pregunta se ubica y surge a partir del acontecer de la modernidad hasta nuestros días.
El proyecto de la modernidad, basado en una visión del mundo secular y racional, creía en
la ciencia, la técnica, el progreso y el futuro.
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Los discursos que se fueron conformando han tenido efectos en cuanto a constituir un
modo de pensar, sentir y actuar. Ellos se gestaron a partir de los cambios sociales y se
apropiaron de los individuos; esta comprensión estatal-institucional generó lugares de
emisión y recepción discursiva que conformaron y que, de alguna manera, todavía
constituyen nuestra “subjetividad”.
La “subjetividad”, interpretada en sentido amplio, se extiende más allá de los límites del
individuo, lo cual según la concepción de Guattari, analizada por Miguel Denis
Norambuena (1998), integra toda suerte de regímenes semióticos capitalísticos que se
cruzan entre ellos y que componen la producción de subjetividad, o sea el medio cultural
(la familia, la educación, el medio ambiente, el arte, la salud, el deporte); el consumo
cultural (los diversos elementos fabricados industrialmente por los medios de
comunicación de masas, el cine, la publicidad, el conjunto de maquinarias internacionales
que forman el registro de la subjetividad contemporánea; la arquitectura, el urbanismo (los
diferentes diseños sociales, construcciones de la vida social que regulan la sociabilidad de
manera impersonal).
Es decir que la trama, las redes de interdependencias en las que está inmerso el sujeto,
son las que van conformando la producción de subjetividad de la existencia humana.
El concepto “postmoderno”, que en otros momentos se utilizó para definir estos pasajes y
virajes, ya no expresa cabalmente el mundo actual globalizado liberal; se agotó su
capacidad de dar cuenta del mundo que se anuncia.
Se produce un cambio en “el orden de las cosas”, un viraje que alude a lo continuo-
discontinuo, de unificación y diferenciación (Marramao: 2006).
Una nueva organización social y cultural de las sociedades a nivel planetario, alude a un
cambio de ritmo vertiginoso.
Giacomo Marramao (2006:14), plantea que es necesario liberarse de la antítesis artificiosa
moderno-postmoderno por su exceso de indeterminación y de retórica. No es fructífero
colocarse en el polo de las tesis continuistas o discontinuistas, pues en el estado actual
resulta difícil prever en qué medida los argumentos presentados por una y otra parte están
en condiciones de dar lugar a dos verdaderos paradigmas teóricos recurrentes, o más bien
parecen dar cada uno de ellos, dice, verdades a medias.
Para Zibechi, los cambios los producen los movimientos, pero no porque cambien
solamente la relación de fuerzas en la sociedad –que la cambian de hecho–, sino porque
en ellos nacen-crecen-germinan formas de lazo social que son, señala, la argamasa del
mundo nuevo. No ya el mundo nuevo, sino semillas, gérmenes, brotes de ese mundo. Ni
más ni menos. (55)
La transformación social no se gesta desde la conquista del poder estatal, sino en los
cambios producidos, en rechazo de la reproducción de los modelos generados por el
capitalismo.
¿Cuáles son las dinámicas intersubjetivas emergentes que habilitan los cambios de los
modelos pre-existentes? Las nuevas prácticas, las nuevas maneras de organizarse, las
nuevas ideas, en el tapete, de las luchas de los movimientos sociales que conforman los
viejos y los nuevos excluídos de este mundo global.
En América Latina, son los movimientos de los indígenas, de las mujeres, de los sin tierra
y otros, aquellos que intentan y que marcan otros mundos posibles.
Hubo acuerdo que la concepción clásica de ciudadanía estaba relacionada con la idea de
Estado-Nación, lo que implicaba una homogeneización de la diversidad social, traducida
en un sujeto de derechos individual y universal, que tenía como referente de poder al
estado.
Era solo éste quien tenía la oportunidad para reconocer los derechos y deberes propios del
status de ciudadano.
Debido a los cambios a nivel económico, social y cultural, la ya mencionada crisis de los
Estados-Nación, el concepto de ciudadanía sufre notorios cambios. Este concepto ha sido
siempre fruto de los acontecimientos histórico-sociales y de las luchas de los grupos, los
cuales en su participación generaron derechos e instituciones, en sus variadas formas.
Se manifiestan nuevas relaciones entre los seres humanos, nuevos lenguajes, nuevos
actores y nuevas formas de acción en el campo social, lo cual genera otras prácticas, otras
narrativas, otras formas de organización y de lucha.
Marramao (2006:79) expresa que la tesis según la cual la modernidad constituiría una
amenaza para las “identidades nacionales” no es más que un mitologema romántico, pues
para él la comprensión espacio-temporal de la modernidad no provoca declinación de las
identidades, sino su proliferación. Lo que se destaca es la obsesión por la identidad, lo
cual manifiesta la demanda de identidad que aparece en su faceta nostálgica en la idea de
una comunidad imaginada, deseada, armónica, que ya no encuentra anclaje en las
políticas territoriales de los Estados-Nación y por lo que la comunidad imaginada se reedita
y se reinventa, generando nuevas tradiciones.
Con la idea de diversidad (De Souza Santos: 2007: 20) surge el problema de
la interculturalidad:lo importante es que no es una cuestión solamente cultural, sino una
cuestión política, y por eso tiene que ser tratada.
Las lógicas identitarias, con su perfil conflictivo y explosivo, que pueblan el escenario del
mundo, los diferentes grupos que en ocasiones retoman viejos ideales, redescubren sus
propias tradiciones, provocan diferenciaciones extremas y las hacen jugar en el campo
social (Marramao: 2007).
Este cotejo en la esfera pública política es un espacio que no sería tal si no está en
condiciones de incluir el conflicto de valores como dimensión constitutiva no sólo de las
distintas culturas comunitarias sino de la propia identidad personal. (80)
Y para esto se trata de pensar en una lógica narrativa, en el entendido de que es a través
de la elaboración de las experiencias vividas, propias y originales de cada individuo y del
colectivo, que pueden los valores salir de los esquemas prefijados, cerrados y
autorreferenciales de los principios; pueden ser así comparados: se permite el intercambio
en el encuentro, y aún en el silencio.
Es la preocupación por realizar una narración que re-nueve, re-mueva viejos conceptos,
que genere un nuevo lenguaje, el que parte, a su vez, de viejos lenguajes.
En este contexto ineludiblemente compartido, dependemos de las prácticas que nos ponen
en relación. En este tiempo histórico en el que nunca está asegurada o saturada su
determinación, sino que por el contrario se despliega y se revela en una alternancia no
siempre fluída la relación del ser humano con las cosas y con los otros existentes, signada
por la eventualidad del acontecer más que por la estabilidad de lo que aparece, no hay ni
habrá lugar fijo posible (Montañez: 2012, 60).
La búsqueda de reconocimiento social en la manifestación plural parece ser entonces una
ilusión, ¿ilusión, sin embargo, válida? ¿Qué tipo de reconocimiento se busca y se gesta?
¿Es una banalidad preocuparse por los conflictos de identidad, de las diferencias, los
conflictos de valores, de la subjetividad, del reconocimiento, en el escenario actual?
Las relaciones éticas de una sociedad presentan la forma de una subjetividad práctica que
está asegurada por el movimiento del reconocimiento. El nudo vital de articulación de lo
individual y lo social está dado por la prevalencia del la importancia del reconocimiento.
Cada sociedad imagina e inventa ciertas cosas y otras no. Cuando decimos que imagina,
hacemos referencia a lo que nos plantea Castoriadis sobre el imaginario social, en cuanto
a que la historia humana es consecuencia también de las diversas formas de sociedad que
conocemos en esa historia, que está definida esencialmente por la creación imaginaria.
Imaginada no significa ficticia, ilusoria, especular –dice– sino posición de forma nueva,
formas creadas por la sociedad que hacen que exista un mundo, pues mediante ellas se
constituye un sistema de normas, de instituciones, de valores, de orientaciones de
finalidades de la vida tanto colectiva como individual.
¿Es posible recrear la idea de lazo social, esa articulación de lo singular con lo colectivo,
considerando las diferencias de “subjetividades”, la fragilidad y contingencia humana? ¿Se
trata de producir ciudadanos libres y comprometidos en una sociedad moderna y liberal?
¿En sociedades democráticas? ¿Y el miedo que acompaña la interrelación social? ¿De
qué miedo hablamos?
Miedo a disgregarse, a diluirse, a que la condición de bestia animal sea lo que prevalezca.
Miedo a desangrarse, a no ser cuidado, cobijado por el mundo, miedo al no-lugar, no co-
ligar, a que los posibles sitios que abren espacios no posibiliten, a que, devueltos a sí
mismos, los seres humanos no generemos la posibilidad de abrir mundo (Montañez: 2012:
92)
Si bien los términos de “subjetividad” y “ciudadanía” pueden ser analizados por separado,
éstos están inexorablemente relacionados. No es posible que uno de ellos, aún en su
emergencia dominante en un determinado momento histórico social, destruya al otro.
Como lo expresa De Souza Santos, los procesos históricos que dieron lugar a la
conformación de la subjetividad actual y los que dieron lugar a la ciudadanía, si bien no
encajan como anillo al dedo, se acompañan, se interrelacionan.
El quid de la cosa es cómo se relacionan y cómo se expresa esa relación. Relación que
está atravesada por el movimiento del reconocimiento.
De acuerdo a algunas de las hipótesis planteadas por Ricoeur (2006: 11), la dinámica que
va del reconocimiento-identificación, del reconocimiento de sí, del ser reconocido al
reconocimiento mutuo, está colocada justamente en la voz pasiva del verbo “reconocer”, o
sea el “pedido” de ser reconocido; es allí donde se da la posible articulación de lo particular
y lo social. El pedido de ser reconocido implica la necesidad de vínculo: siempre se dirige a
otro.
El problema está planteado entre lo “uno” y lo “otro”, entre el existir “con” otros y el existir
“entre” otros, que es el punto neurálgico, y es de naturaleza política. La lucha por el
reconocimiento en la “relación a sí” y la “relación a otro” en el ámbito de la vinculación
social es el movimiento y eje del conflicto. A su vez, es la posibilidad de interacción y/o
articulación de lo singular y lo colectivo, de lo “uno” y lo “otro”.
El deseo de ser reconocido y la lucha por el reconocimiento hacen frente y ocupan el lugar
de la muerte violenta en la confrontación por la supervivencia, planteada por Hobbes
(Ricoeur: 2006: 223).
Para que tenga lugar la posibilidad del pedido de ser reconocido y la posibilidad del
reconocimiento mutuo, que alude al carácter insuperable de la pluralidad humana en las
transacciones intersubjetivas, es necesario que se gesten los espacios para la acción en
un espacio público habitable.
La perspectiva de este recorrido inestable, discontinuo, que también puede, en ocasiones,
contar con cierta estabilidad en el cotejo social, genera miedo y sufrimiento.
Trabajo y reconocimiento.
Los que tienen trabajo también sufren, pues detrás de la vidriera del progreso técnico, de
la modernización, frente a la actual organización del trabajo siguen existiendo los
trabajadores que hacen “el trabajo sucio”: es el ejemplo de aquellos trabajadores que
limpian las cañadas de la ciudad, las bocas de tormenta y que no siempre cuentan con las
condiciones necesarias para protegerse de una labor contaminante y riesgosa. Aquellos
que trabajan en mataderos industriales, en la construcción, en los criaderos de pollos, los
que están en contacto con sustancias tóxicas y/o en peligro de contacto con virus,
infecciones; y la lista podría ser interminable.
En ocasiones las personas se ven forzadas a trabajar mal, o a trabajar en soledad, debido
a la excesiva competencia y al temor de perder el lugar; en otras ocasiones se les
obstaculiza la tarea, por diferentes vías, entre otras por la falta de cooperación entre
compañeros, o también por sentirse exigidos en el cumplimiento de procedimientos y/o
reglamentos burocráticos que coaccionan e inhiben la capacidad de reflexión.
Ante estas situaciones se construyen defensas individuales y colectivas, a las que Dejours
les da el nombre de “estrategias colectivas de defensa”, las cuales se sostienen para no
volverse “loco”, para mantener una supuesta “normalidad” en el intento de luchar por una
aparente estabilidad psíquica ante los requerimientos que no se consideran aceptables
pero son aceptados por temor a perder el trabajo.
Estas defensas, las cuales son variadas, generalmente constituyen una trampa, tienden a
desensibilizar, a provocar no sentir, no pensar, no tomar decisiones que podrían facilitar
cambios, trampa que desestimula la posibilidad de movilización en pos de mejoras
colectivas.
La “banalidad del mal” que Hannah Arendt describió al asistir al juicio de Eichmann en
Jerusalem, implica la abolición de la facultad de juzgar, la voluntad de no discriminar y no
enfrentarse a las situaciones particulares consideradas injustas. Estas tendencias actúan
en el plano de las relaciones laborales, pues en ese ámbito específico se aprecia cómo
juega el miedo a la exclusión, al “no lugar”, el temor a la precarización y a su vez las
amenazas, las manipulaciones que sufren los trabajadores, lo cual coadyuba a la
generación de sujetos banales, en ese sentido del término.
Si bien sabemos que existen las reacciones individuales y colectivas, lo que está en juego
es la posibilidad de contactar con el sufrimiento, analizar, expresar, juzgar y actuar,
cabalgando con las contradicciones, contra este proceso de neutralización y paralización
que produce el sistema neoliberal.
Como dice Marramao, hay doble contingencia del campo y de la actividad de los sujetos
particulares. La actividad de unos y otros es recíproca y en esa fluctuante interacción se
estructura, moldea el lazo social, en cotejo permanente, pues cada uno de los particulares
sostiene el escenario referencial en el que históricamente ha nacido y a su vez ejerce
presiones con su presencia, su modo de sentir, pensar y actuar, y fuerza los cambios.
El juego interactivo de las fuerzas individuales necesita adaptarse y vincularse, hay tensión
y conflicto, necesidad de transacciones, para permanecer e incidir.
No hay cristalización garantizada, no hay una modalidad formalizada que sea propia de
ese contexto: hay pugna, puja, la cual tendrá diferentes laudos en la agonística social.
Siempre habrá un núcleo humano que se resiste a la imposición de una socialización como
sistema de determinación. El lazo social, fruto de un cotejo multívoco entre particulares, es
dependiente de una actitud correlativa vinculante, y no el fruto de una realidad previa que
tenga una consistencia obligatoria.
En medio del proceso de globalización se abren las grietas que dan lugar a las tensiones y
conflictos; en este universo pluridiverso, las formas se crean y recrean continuamente, se
expresan de diferentes modos; sus enunciados pueden asumir una forma nostálgica que
evoca un pasado glorioso, o discursos políticos explícitos que remiten a una tradición que
debe ser superada. La sensación de pérdida de sentido de la existencia, en alguna de sus
versiones se vuelca hacia los fundamentalismos, el retorno de lo religioso, la afirmación de
identidades étnicas, tribales, que aluden al rechazo de la globalización, partiendo de la
creencia de que esa sea la causa de la pérdida de las raíces auténticas del existir.
En este escenario actual, ¿qué es lo que irrumpe en la posible articulación del lazo social?
El horizonte narrativo es aquel que generamos con nuestra manera de actuar, expresar y
decir, en lo inesperado, lo irruptivo; es la fuerza crítica de la iniciativa que empuja hacia lo
novedoso, se sale de los esquemas prefijados, cerrados, que habilita la comparación y el
intercambio, y se encamina hacia vías posibles de emancipación.
Con palabra y acto nos insertamos en el mundo humano, y esta inserción es como un
segundo nacimiento, en el que confirmamos y asumimos el hecho desnudo de nuestra
original apariencia física (Arendt: 2004: 207)
Tal vez no estamos frente a una catástrofe, siempre y cuando consideremos a las
personas en su acción y discurso capaces de juzgar, aunque no posean reglas y criterios
preexistentes (Arendt: 2005).
La narratividad incluye las historias de vida, con sus variados universos de sentido y las
diferentes prácticas sociales expresivas en el escenario público; las narratividades son
facilitadoras y mediadoras de la creación de novedad en la relación subjetividad-identidad-
reconocimiento-ciudadanía: son mediadoras de nuevos discursos que encarnan la acción
participativa.
participación activa que está en lucha en el entramado social, siempre en cotejo inestable,
en medio de relaciones intersubjetivas en tensión y en conflicto, en encuentro y
desencuentro. Narración-acción facilitadora de novedad y emancipación, facilitadora de las
dos patas, la de la subjetividad y la de la ciudadanía, en el entramado social contingente.
Es necesario un espacio público, que por supuesto incluye lo considerado “privado”, donde
el ejercicio de la acción y de la facultad de pensamiento permitan la posibilidad de la
“socialidad”, que es- al decir de Arendt- la condición humana de la pluralidad.
En ese “ipse” –al decir de Ricoeur– en el que siempre se genera la carencia, en el que
nunca se alcanza el decir pleno, nunca se dice exactamente lo que se quiere decir y nunca
se es totalmente comprendido, no hay horizonte de sentido pleno.
No hay comunicación plena en el vínculo dialógico: sin embargo, los seres humanos en su
vulnerabilidad y “fallos” se inclinan hacia el intercambio y hacia la búsqueda de
entendimiento. La amenaza de no ser escuchado, de ser excluído, de no tener lugar
puede llevar a la búsqueda de un orden, y en ocasiones incluso puede producir el deseo
de un orden totalizador.
Los movimientos sociales presentes manifiestan, sin embargo, la puja por la creación, en
el acierto o en el error, y la emergencia de nuevos valores, de otras maneras de expresión.
En América Latina despunta el surgimiento de una ética que no se dirige hacia una visión
totalizadora sino heterogénea y contingente, que aprecia la singularidad en la diversidad
de manifestaciones plurales, y configura una búsqueda para generar las condiciones de
posibilidad de una construcción ética que intenta habilitar la inclusión en la diversidad, sin
desconocer la particularidad en su emergencia.
Todo esto será quizá posible mediante una narrativa de acción y participación que rescate
lo viejo y potencie lo nuevo, pero no dentro de un marco totalizante o sistémico, sino en el
entendido de que el entramado de la subjetividad de las diferencias y de la ciudadanía es
prerrogativa de una libertad contingente.
En síntesis
Este análisis se enfoca desde una perspectiva que se sitúa en la modernidad y llega hasta
nuestros días.
Nos detuvimos en la relación entre trabajo y reconocimiento, por considerar estas variables
relevantes para abordar los tópicos planteados.
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Editores: Clacso.