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LLAMADA EN ESPERA ›

Prohibir las fotos en los museos


Más vale mirar las obras y saborearlas que despeñarse por los 'selfies'
ESTRELLA DE DIEGO

16 OCT 2014 - 13:27 CEST

Una visitante, en pleno 'selfie' delante de 'Le Viol' de Magritte en el MOMA de Nueva York. J. L. REUTERS

No hay remedio, parece. Hasta las instituciones más reticentes han acabado
claudicando frente a la manía actual de ir al museo pertrechado de móvil, sacando
fotos a las obras expuestas y, sobre todo, haciéndose selfies con las más populares
como telón de fondo. La decisión es irremediable, me parece, porque daría igual
prohibirlo: los visitantes, en masa, se lanzan a fotografiarse y fotografiar aquello que a
veces no pueden siquiera ver, como ocurre con la Gioconda del Louvre. Antes la
superstar se moría de éxito bajo los flases no permitidos y ahora sobrevive asaeteada
por los móviles y las tabletas que, colocadas por encima de las cabezas de los
propietarios —qué agobio de visita, caramba—, intentan ver lo que no alcanza la vista
en medio del gentío. En tiempos de la cámara fotográfica era más sencillo controlar la
circulación de las imágenes. Ahora ocurre tan deprisa que parece un juego de
prestidigitador: visto y no visto y ya están los selfies.

Será la edad, no les digo que no, pero me gustan cada vez menos las fotos en los
museos o, al menos, esas fotos que tienen regusto de fotomatón, arrancadas a toda
prisa, tomadas sin buen encuadre, documentos para subir a Facebook, prueba
irrefutable de que estuvimos allí, muy cerca de la Gioconda… sin llegar a verla en
realidad. Son fotos rapidísimas, constatación más que recuerdo del viaje, que ahora
no tienen sólo de protagonista al paisaje con la Torre de Londres al fondo o al cartel
anunciador de Carnaby Street, sino las estatuas del Británico, el museo más visitado
del mundo, siempre atestado de personas que se hacen selfies o se sacan fotos
abrazadas a las obras (literalmente).

Fotos muy cerquita del Guernica de Picasso o del David de Miguel Ángel; fotos a veces
robadas a la vigilancia que, en algunas instituciones, tienen por tanto el sabor dulce de
lo prohibido —que no deja de ser un aliciente para algunos—. Son las grandes obras
convertidas en monumento de consumo, testigos de unos viajes en los que miramos
sólo a través del encuadre del móvil o la tableta —estaba a punto de decir qué horror.

Y es aquí donde surge mi perplejidad, ya que no acierto a entender el porqué de la


abundancia de fotos en las salas, frente a las obras, más allá del papel de testigo para
Facebook. Pues quienes hacen —o roban— las fotos hoy en los museos no son
profesionales que las necesitan para su trabajo por diferentes motivos, algo que
ocurría en mis tiempos de estudiante, cuando las postales con frecuencia no
reproducían sino las obras más populares, aquellas que compraría el público. En la
actualidad son numerosísimas las obras que se encuentran en la web y, en especial,
esas grandes obras que persigue buena parte del público. Y es que no es el cuadro lo
que interesa, sino el “yo” con el cuadro. O sea, el “yo” allí también. ¿O sería más justo
decir el “yo” sin más?

Pero siempre he creído que el que saca fotos de cada cosa que ve se pierde el
acontecimiento mientras ocurre. Lo comprobé en mi primer viaje a Islandia cuando mi
madre me pidió que le trajera fotos porque le intrigaban aquellos paisajes. Como
nunca había visto unos cielos tan bellos y tan cambiantes, saqué las fotos solicitadas,
si bien luego, al revelarlas, mi decepción fue inmensa: no estaba detenida la belleza
que había disfrutado. En el fondo, hacer fotos de cada instante de la vida es dejar de
vivirla, y por eso estoy en contra de las fotos en los museos. Más vale mirar las obras y
saborearlas que despeñarse por los selfies para dejar constancia del paso por las
salas. Facebook puede esperar, créanme.
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Museo del Louvre · Fotografía · Museos · Arte · Cultura

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