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Universidad Nacional de Rosario

Facultad de Humanidades y Artes


Escuela de Antropología

1-11-2018 Problemas
Antropológicos
Contemporáneos

Ignacio Polla P-3182/8


Priscila Podoroska P-3261/1
INTRODUCCIÓN

En el siguiente trabajo procuraremos indagar en los principales cambios en los criterios


de autoridad etnográfica elaborados por los antropólogos, que constituyen a la etnografía
como un género discursivo específico.

En el siguiente trabajo procuraremos indagar en las transformaciones que atraviesa la


autoridad etnográfica en tanto género discursivo específico en relación a las distintas
corrientes teórico-epistemológicas

Como producto textual en el que la Antropología sustenta su carácter empírico, la


etnografía fue objeto de distintas estrategias narrativas orientadas a lograr un efecto de
verosimilitud en el lector, que otorguen a ese texto un status privilegiado de realidad,
distanciándolo del terreno ficcional. Para ello, además de una recursividad de tipo realista
—que por sí sola no implica una ruptura con los géneros ficcionales—, la consolidación
de la disciplina permitirá al texto ostentar una legitimidad basada en el cientificismo. Este
tipo de autoridad etnográfica, que deviene hegemónica alrededor de los años 30’, debe
ser entendida en el marco de un contexto científico signado por el paradigma positivista.
En este sentido, las teorías sociales dominantes se sirven de los principios de las ciencias
naturales, que suponen un objeto de estudio dotado de existencia objetiva y susceptible
de ser aprehendido a través del método científico, permitiendo un conocimiento neutral y
verdadero. Así, la observación adquiere un rol fundamental como base para la posterior
elaboración de modelos abstractos y leyes generales que posibiliten explicaciones
causales a los desafíos que presenta la realidad social. En Antropología, la observación
participante se constituye en la metodología distintiva, llamada a encarnar las exigencias
científicas de empírea y experticia teórica en la figura del etnógrafo. La condensación de
tal experiencia será plasmada en el relato etnográfico que se consuma como un género
estrictamente científico, elaborado de modo que comunique convincentemente la
experiencia del autor, es decir, el estar allí.

Desde fines de la segunda guerra mundial tienen lugar los llamados procesos de
descolonización, que afectan la relación entre los principales centros de poder y el
llamado tercer mundo. En este marco, la antropología resulta objeto de fuertes
cuestionamientos a su práctica científica, en tanto disciplina que emanaba de las potencias
imperiales y hundía sus raíces en el sistema colonial. Si bien este proceso no constituirá
el foco de nuestro trabajo, se trata de un momento relevante en el devenir de la autoridad
etnográfica, en tanto se pone de manifiesto el contexto de producción de una serie de
trabajos fundantes en la disciplina. La autoproclamada neutralidad valorativa exhibía sus
fracturas en el tendencioso recorte de la realidad que realizaban estos trabajos, cuyos
objetos de estudio eran sociedades inmersas en un sistema de dominación colonial del
que la presencia misma del antropólogo constituía un síntoma, a la vez que un
instrumento. El aséptico cientificismo cede lugar ante una concepción en la que el poder
toma protagonismo en la relación que se establece entre el antropólogo y la sociedad que
estudia.

Este movimiento coincide con el auge de la lingüística y de las teorías literarias en el


debate intelectual, que ponderan la centralidad del lenguaje en la construcción de la
realidad, desplazándolo de su lugar como mero instrumento de representación. El influjo
de estas teorías sobre las demás disciplinas sociales y humanísticas, conocido como giro
lingüístico, supone un conjunto de transformaciones epistemológicas a su interior. Una
de las más importantes es la referida al cambio en el estatuto de la verdad: si el lenguaje
ya no representa la realidad, sino que la construye, entonces la verdad ya no puede ser
pensada como la correspondencia entre las ideas y las cosas, sino como un producto
histórico y culturalmente determinado, en el que las interpretaciones se imponen por sobre
los hechos. Así, las posturas más radicales postulan que la ciencia no tendría una relación
privilegiada con la realidad, sino que constituiría un modo particular de invención de los
objetos culturales a través de estrategias bien definidas orientadas a la persuasión. De la
mano, surgen otros paradigmas que, partiendo del reconocimiento de esta imposibilidad,
proponen la tarea de la interpretación de las culturas y sus significados, entendiendo que
resulta ingenuo pretender la supresión total de la subjetividad del investigador y
otorgando al ejercicio estético un valor central en la construcción de la autoridad
etnográfica. Esta alteración da lugar al surgimiento de nuevas metáforas para la
comprensión del mundo social, privilegiándose las extraídas de los artefactos culturales
por sobre las provenientes de las ciencias naturales, propias del positivismo.

Sin embargo, estas nuevas teorías, si bien difieren radicalmente en sus supuestos
epistemológicos respecto al cientificismo, no implican en sí una ruptura en muchos
aspectos de la autoridad etnográfica en tanto no se modifica esencialmente la relación que
se establece entre el antropólogo y la sociedad que estudia. La construcción del estar allí,
persiste como un objetivo central de la estrategia discursiva, el texto continúa siendo un
producto monológico realizado por el antropólogo en el que los significados propios de
los sujetos pueden no aparecer más que como confirmación de un argumento. Estas y
otras críticas se postulan desde nuevos paradigmas etnográficos que proponen abrir el
género discursivo a las otras voces y exhibir en mayor medida el proceso de factura del
texto etnográfico, como resultante de una negociación permanente entre las partes.

LA FORMACIÓN DE LA AUTORIDAD ETNOGRÁFICA.

Para recorrer el devenir de la autoridad etnográfica en antropología seguiremos el análisis


de James Clifford en “Dilemas de la Cultura” (1995). Antes que la antropología se
consolide como una disciplina científica, los autores utilizaban datos recogidos sobre los
pueblos llamados primitivos por actores sin una formación específica. No existiendo aún
la figura del etnógrafo profesional, el explorador, el misionero o el administrador colonial
eran fuentes legítimas para la elaboración de teorías generales sobre la humanidad,
comúnmente de tipo diacrónicas y complementadas con un alto grado de especulación.

Frente a la ausencia de profesionales formados específicamente para la tarea, comenzaron


a emerger figuras provenientes de las ciencias naturales, suponiendo que su familiaridad
con el método científico constituiría un valor para un trabajo de campo riguroso. Este es
el caso de Franz Boas, formado en física y geografía, que desarrolló una intensa labor en
la constitución de la antropología norteamericana desde fines del siglo XIX. Él estableció
las bases para el desarrollo de la etnografía, planteando requisitos importantes como un
conocimiento profundo de la lengua vernácula y la convivencia con la sociedad estudiada.
A la vez, fue crítico de las teorías evolucionistas y difusionistas, imputándoles un escaso
valor científico a causa del abuso de la historia conjetural y la precaria recolección de
datos para alcanzar generalizaciones de gran magnitud. Las altas exigencias que planteó
para la disciplina le valieron la caracterización de un “puritanismo metodológico” (Lowie,
1981). Sin embargo,

“(…) su obra ha sido minusvalorada hasta el punto de convertirse en


el científico ecléctico incapaz de crear una teoría antropológica
sistemática más allá de la recopilación obsesiva de datos sobre los
grupos indígenas amerindios, su -filosofía de coleccionista
asistemático-, en palabras de White (1943)”

(Martínez-Hernáez, 2011, 862)

Sería Bronislaw Malinowski junto a Radcliffe Brown quienes, hacia los años 20’,
desarrollarán una metodología coherente y sistematizada, de acuerdo a una teoría social
explicativa. Impugnando el amateurismo en el trabajo de campo, reclaman para los
etnógrafos profesionales, equipados de herramientas científicas, una legítima autoridad.
Ambos vinieron a “epitomizar al profesional científico, descubridor de leyes sociales
rigurosas” (Clifford, 1995, 45) adoptando un rol crucial en la instauración del
cientificismo en la antropología y en el refinamiento de la observación participante como
su método específico para la recolección de datos. Éstos serían recogidos por especialistas
formados en las últimas técnicas de las ciencias en una tarea que fusionara la
investigación empírica con las teorías. Particularmente, sus figuras unificarían la antigua
división entre el trabajador de campo y el teórico, en tanto la recolección de datos estaría
dirigida por ciertas abstracciones teóricas que permitirían alcanzar lo esencial –la cultura,
la estructura social – a través de la observación focalizada de determinadas instituciones.
“Se consuma un nuevo y poderoso género científico y literario, una descripción cultural
sintética basada en la observación participante” (Clifford, 1995, 47). Ésta, bajo el influjo
de esta escuela, recogía algunas de las exigencias ya planteadas por Boas, como el
conocimiento de la lengua, a la vez que se permitía una mayor elaboración teórica en un
doble movimiento de acomodación de los datos a las teorías y viceversa. Uno de los
trabajos clásicos construidos en esta clave es “Los Argonautas del Pacífico Occidental”
de Malinowski.

“Los Argonautas es simultáneamente una narración compleja de la


vida de Trobriand y del trabajo de campo etnográfico. Es arquetípica
de la generación de etnografías que establecieron con éxito la validez
científica de la observación participante.”

(Clifford, 1995, 50)

Como adelantamos en la introducción, el texto generado a partir del trabajo de campo


hace uso de distintas estrategias narrativas para alcanzar un efecto de verosimilitud y
cientificidad. La autoridad etnográfica así construida basa su criterio en la experiencia del
trabajo de campo que sería plasmada en un texto que pretende ser representacional. El
estar allí se articula a través de descripciones vívidas en las que se privilegia el sentido
visual para transmitir la experiencia del autor al lector, que es presentada como la
transcripción directa de los hechos objetivos que tuvieron lugar durante su estadía. A su
vez, se narran múltiples situaciones construidas como paradigmáticas a través de cuyas
enseñanzas el antropólogo proclama haber accedido a un conocimiento profundo de la
cultura en cuestión, haber desarrollado una sensibilidad hacia el estilo del pueblo y su
sentido común, que lo habilita en adelante a desplegar todo tipo de conjeturas (Clifford,
1995).
Está claro que, por aquellos años, esta meta-reflexión sobre la construcción del texto
etnográfico no formaba parte de los ejes del debate intelectual. En consonancia con el
paradigma positivista dominante, en estos autores no se halla una problematización sobre
el estatuto de la realidad y las posibilidades de aprehenderla objetivamente, sino que esto
formaba parte de sus profundos supuestos epistemológicos: las sociedades se constituían
en un objeto de estudio susceptible de ser estudiadas con el afán de formular leyes y
modelos explicativos. Una de las características estilísticas predominantes es el amplio
uso de metáforas provenientes de las ciencias naturales y la tecnología (organicistas y
mecanicistas en las que el imperativo social era el funcionamiento y equilibrio).

Bajo el impulso de estos ilustres iniciadores, y la adopción por una importante generación
posterior de investigadores, esta metodología devino hegemónica en la disciplina.

“Es posible trazar un período aproximado, delimitado por los años


1900 y 1960, durante el cual se estableció una nueva concepción del
trabajo de campo como la norma de la antropología europea y
norteamericana. El trabajo de campo intensivo, llevado a cabo por
especialistas entrenados en la universidad, emergió como una fuente
de datos sobre los pueblos exóticos privilegiada y sancionada. (…) a
mediados de la década de 1930 se podía hablar ya de un consenso
internacional en pleno desarrollo: las abstracciones antropológicas
válidas debían estar basadas, de ser posible, en descripciones
culturales intensivas hechas por estudiosos calificados. A esta altura
de las cosas el nuevo estilo se había hecho popular, y estaba
institucionalizado y corporizado en prácticas textuales específicas.”

(Clifford, 1995, 42)

El creciente prestigio del teórico-trabajador de campo y sus teorías “explicativas” llevó


al descuido de ciertos procesos propios de la producción antropológica. En primer lugar,
el trabajo de observación y análisis es sucedido, en todos los casos, por un ejercicio de
transcripción textual que implica siempre un recorte de la realidad, y una actividad
creativa que, sin embargo, no era problematizado. Por otro lado, el elemento dialógico
representado por los informantes e intérpretes privilegiados fue relegado en beneficio del
monologismo autoral que no pone en escena las voces de los actores sino en tanto
contribuyen a la ratificación de sus hipótesis. (Clifford, 1995) Estas y otras críticas se
verán intensificadas por dos frentes simultáneos: los profundos cambios epistemológicos
que traerán aparejados las teorías lingüísticas y hermenéuticas de la cultura y el
desvelamiento de las condiciones particulares de producción del trabajo antropológico en
el marco de los procesos de descolonización.

GIRO LINGÜÍSTICO Y EL “QUIEBRE” DE LA AUTORIDAD ETNOGRÁFICA

A partir de la década del 60 el desarrollo de nuevas teorías lingüísticas y literarias toman


el centro del debate intelectual introduciendo un quiebre en el modo de concebir el
vínculo entre el lenguaje y la realidad: el lenguaje ya no es un instrumento de
representación que comunica prístinamente una realidad objetiva exterior a él, sino que,
por el contrario, aparece como creador mismo de la realidad. La idea del lenguaje como
un sistema de significantes que generan significado a través de sus oposiciones, y no en
una relación con una realidad meta-textual —esto es, un referente empírico— altera el
problema de la verdad, conociéndola más como una adecuación entre enunciados o
interpretaciones, que entre enunciados (palabras) y cosas –que ahora devienen
inaccesibles. En este sentido, el relativismo cultural recibe un nuevo impulso en tanto los
contextos cultural e histórico son los determinantes del criterio de verdad. De ellos el
sujeto recibe un conjunto de pre-interpretaciones del mundo que constituirán su sentido
común.

“El ser humano no puede sustraerse a su cultura, a su mundo histórico,


a su comunidad para ver las cosas desde una mirada a-cultural o a-
histórica. El sujeto es el heredero de un lenguaje histórico y finito, que
hace posible y condiciona su acceso a sí mismo y al mundo.”

(Vattimo, citado en Scavino, 1999, 44)

En este marco en que las verdades universales desaparecen en favor de un


constructivismo, irrumpen dimensiones del lenguaje que habían sido relegadas: la
persuasión, el poder y el ocultamiento. Se trata de cierta reivindicación del sofismo y su
retórica persuasiva frente al idealismo de Platón y su búsqueda de la verdad (Scavino,
1999)

“Los filósofos del giro le llaman ilusión metafísica: haber pensado en


un pensamiento sin pre-juicios, o en un contacto infinito con las
cosas.”

(Scavino, 1999, 79)


A su vez, estas corrientes teóricas introducen un viraje fundamental en el modo de
comprender la dinámica que los individuos establecen con su sociedad, poniendo fin a la
hegemonía que ostentaba el estructuralismo desde algunas décadas atrás. Si para éste, los
sujetos eran hablados por la estructura social, condenados a reproducirla, el llamado giro
hermenéutico supone que los actores sociales, en su calidad de hablantes, mantienen una
capacidad de agencia de acuerdo al carácter creativo del lenguaje (aunque dentro de
ciertos límites establecidos por los contextos culturales).

Entre las fuentes filosóficas de este movimiento se halla el pensamiento de Wittgenstein,


Heidegger, Nietzsche y Bajtin, entre otros. Nosotros sólo nos ocuparemos de este último,
en tanto sus conceptos resultan particularmente interesantes para pensar la situación
etnográfica en el marco de las corrientes hermenéuticas.

Bajtin y su grupo se preocuparon por el contexto en que el lenguaje entra en escena, es


decir, en su dimensión de acción social. Esto colocaría el análisis bajtiniano en el marco
de lo que Saussure llama habla relegando el análisis de la lengua en tanto sistema. En
este sentido, los hablantes se adecúan a los contextos en que tienen lugar los intercambios,
modificando su enunciación en función del fondo aperceptivo del interlocutor y de la
situación específica, propiciando la utilización de géneros discursivos determinados
(Biselli, 2002).

A su vez, el lenguaje juega un rol fundamental en el proceso de subjetivización y


socialización de los sujetos:

“(...) el lenguaje actúa como dispositivo de sostén de la experiencia


subjetiva en tanto que, al mismo tiempo, opera como principal vehículo
de los procesos de socialización,”

(Biselli, 2002, 5)

Finalmente, Bajtín desarrolla el concepto de dialogismo que consiste en una modalidad


semiótica en donde el funcionamiento discursivo se sustenta en la superposición de
valoraciones que dialogan entre sí, entendiendo los enunciados como eslabones en una
cadena de comunicación e inseparables de los enunciados anteriores que lo determinan y
del horizonte de reacciones que se sucederán. “El concepto de dialogismo le permite traer
la ‘palabra ajena’ al interior de la ‘palabra propia” (Biselli, 2002, 6).

Una de las corrientes predominantes dentro de estos nuevos enfoques es la hermenéutica,


que propone la interpretación de los productos culturales frente a las perspectivas
positivistas y su afán explicativo. Si bien varios exponentes del interpretativismo
sostienen que es posible una ciencia hermenéutica, en líneas generales se reconoce un
alejamiento de los principios científicos como la objetividad, la formulación de leyes y la
posibilidad de formulaciones predictivas. El gran influjo de estas corrientes le permite
decir a Vattimo en 1991 que “la hermenéutica en un sentido amplio se ha convertido en
una suerte de lengua común en la cultura occidental” (Vattimo citado en Scavino, 1999,
44).

Al respecto de la situación en las ciencias sociales en general, Geertz advierte en 1980


que está teniendo lugar una refiguración del pensamiento social: los principios por los
cuales se organizaban los trabajos en las respectivas disciplinas están siendo alterados en
favor de construcciones heteróclitas que responden primordialmente a los objetivos
particulares de cada autor. De modo que los géneros antes establecidos, en mayor o menor
medida, se confunden en favor de una indeterminación. (Geertz, 1980)

Una consecuencia de esta situación es la emergencia de innovaciones en una de las


herramientas heurísticas más importantes del pensamiento teórico: las analogías. Así
como en un principio las ciencias naturales se sirvieron de analogías con el mundo de la
industria y los oficios, las ciencias sociales utilizaron analogías tomadas de las primeras,
como las emblemáticas referidas a la evolución, la biología y la mecánica. Sin embargo,
en este periodo caracterizado por una drástica alteración de la imaginación sociológica,
Geertz señala la adopción generalizada y sistemática de metáforas tomadas de los mismos
artefactos culturales: el teatro, la pintura, la gramática, los juegos, etc. En la aplicación de
estas metáforas para la interpretación de la realidad social subyacen dos concepciones
centrales:

“(...) un fuerte sentido de ordenamiento formal de las cosas (1) con un


sentido igualmente fuerte de la radical arbitrariedad de ese orden (2):
inevitabilidad de las movidas de ajedrez, que podrían asimismo
haberse desarrollado de otra manera.”

(Geertz, 1980, 4)

A su vez, la irrupción de este tipo de metáforas constituye intentos por responder a los
desafíos que presenta la realidad social entendida de una forma distinta, a la luz del
llamado giro lingüístico:
“(...) se trata de una concepción de la vida social como algo que está
organizado en términos de símbolos cuyo significado debemos captar
si queremos comprender esa organización y formular sus principios.
(...) intentos para formular la forma en que este pueblo o aquél, este
período o aquél, esta persona o aquélla tienen sentido para sí mismos,
y, comprendiendo eso, qué podemos comprender nosotros sobre el
orden social, el cambio histórico o el funcionamiento psíquico en
general.”

(Geertz, 1980, 2).

Lógicamente, Geertz encarna en Antropología la concepción descripta en tanto reconoce


la relevancia de los símbolos y sus significados en la vida social y tiene la voluntad de
captarlos en lo que representan para los mismos sujetos que les dan vida. Para ello, Geertz
participa de la utilización de metáforas culturales, pero no de las lúdicas (Goffman) o las
dramáticas (Turner), sino de la textual.

Uno de los primeros autores en comparar la comprensión de las culturas con la lectura de
textos es Dilthey, quien a su vez es una de las fuentes más importantes de la corriente
hermenéutica. Dilthey se preocupó por el problema de la verstehen afirmando que es
posible la inter-comprensión subjetiva en tanto coexistimos en un mundo compartido. Sin
embargo, el antropólogo se halla en una situación particular al acometer la interpretación
de las culturas, puesto que no pertenece a ella. De modo que es necesario que el etnógrafo
constituya, a través de la participación en la cultura, ese mundo significativo común que
le permitirá el desarrollo de interpretaciones estables (Clifford, 1995).

Mirar las culturas como ensamblados de textos sugiere la comparación del etnógrafo con
el crítico literario. Ambos tendrían la tarea de interpretar los textos constituidos por un
conjunto de significados desordenados e ingobernables, para vislumbrar en ellos algún
tipo de orden que los integre. Lo susceptible de ser textualizado e interpretado por el
antropólogo engloba, no solo lo dicho o lo escrito, sino también la acción —instituciones,
costumbres, rituales, etc. —, que llevarían inscriptas en sí un significado (Geertz, 1980).

“Hacer etnografía es como tratar de leer un manuscrito extranjero,


borroso, con incoherencias, y escrito en los ejemplos volátiles de la
conducta modelada.”

(Geertz, 1973, 24)


Como vimos, las ideas de Geertz implican una concepción distinta de la cultura, y por
tanto, de la antropología, que rompe abiertamente con los fundamentos del paradigma
anterior. Se abandona la pretensión de hallar los determinantes de las conductas
culturales para ocuparse del sentido que conllevan: no sólo cambian los métodos, sino
también los objetivos. (Geertz, 1980).

“La Antropología es una actividad de interpretación: el análisis


consiste en desentrañar las estructuras de significación (códigos
establecidos) y en determinar su campo social y su alcance.

(Geertz, 1973, 27)

“La cultura es un sistema en interacción de signos interpretables


(símbolos). No es una entidad, algo a lo que puedan atribuirse de
manera causal acontecimientos sociales, modos de conducta,
instituciones o procesos sociales; la cultura es un contexto dentro del
cual pueden describirse todos esos fenómenos de manera inteligible, es
decir, densa.”

(Geertz, 1973, 41)

De esta forma radicalmente distinta de concebir la disciplina y la tarea antropológica, se


desprenden profundas transformaciones en la construcción del relato etnográfico y en sus
criterios de autoridad, a la vez que críticas a los criterios anteriores.

En primer lugar, contrariamente a las corrientes cientificistas que vimos, desde estas
posturas emparentadas con la crítica literaria, las construcciones narrativas del relato
etnográfico son problematizadas. En tanto el lenguaje es puesto en el centro y se reconoce
su opacidad, es decir, su capacidad de construir una realidad textual independiente, se
revela que los objetos culturales presentados como objetivos por los antropólogos
positivistas, son productos de procesos autorales creativos. Entonces, la primacía del
sentido visual y las largas descripciones constituirían herramientas destinadas a construir
esa entidad cultural de un modo particular —y tendencioso— y no la transcripción
objetiva de lo que el antropólogo experimenta. Librados de la pretensión de objetividad,
los antropólogos interpretativistas aproximan la etnografía a un ejercicio estético,
entendiendo que la realización de una descripción convincente constituye un valor en sí
mismo. A su vez, las interpretaciones esgrimidas deben persuadir al lector y ser, sobre
todo, interesantes. De allí que, en ocasiones, sus composiciones se asemejen más a los
géneros literarios (biografías, cuentos, novelas, etc.) que a las etnografías tradicionales.
Se observa claramente un desplazamiento desde criterios pretendidamente objetivos hacia
un subjetivismo asumido (en diversos grados según cada autor).

CRITICAS A LA ANTROPOLOGÍA INTERPRETATIVA

El fuerte influjo que produjo Geertz en antropología, como ilustre exponente del
interpretativismo, e incluso extendiéndose hacia otras disciplinas, lo pone en el centro de
múltiples críticas provenientes de corrientes muy diversas. Lógicamente, los practicantes
de una antropología más convencional, o científica —como la llama Reynoso (1995)—,
atacan los principios epistemológicos interpretativistas y su metodología, que difieren
radicalmente de los suyos. Entre los problemas más resonantes en la teoría de Geertz, se
halla la imposibilidad de la evaluación de las diferentes interpretaciones plausibles sobre
una misma cultura o institución. Esto bloquearía el paso a cualquier verificación
contrastante y, al mismo tiempo, al progreso del conocimiento sobre el objeto en cuestión.
Por otro lado, su metodología no explicita un conjunto de reglas susceptibles de ser
utilizadas por los demás antropólogos; siquiera muestra el camino que lleva de los datos
hasta los significados que les atribuye. Por el contrario, las significaciones que presenta
se fundan primordialmente en el talento autoral y la inspiración estética: virtudes
difícilmente transmitibles a través de un programa (Reynoso, 1995).

En ese sentido, Watson, posicionado claramente en las corrientes posmodernas, le achaca


sobre todo el modo cerrado de presentar las interpretaciones sin exhibir los elementos que
la hicieron posible.

“El lector, a fin de cuentas, no dispone de ninguna información que le


pueda servir para fundar una interpretación distinta.(...) en sus
escritos etnográficos, en especial en los más recientes, hay cada vez
menos espacio para que los lectores manifiesten su aquiescencia o su
desacuerdo y para que tracen sus propias conexiones”.

(Reynoso, 1995, 16)

Sin embargo, las críticas que nos resultan más interesantes son las que se plantean desde
las entrañas de la misma corriente hermenéutica ya que, incluso compartiendo los
principios generales del programa geertziano, entienden que Geertz exhibe un conjunto
de continuidades respecto a los paradigmas tradicionales, particularmente en el tipo de
autoridad etnográfica que construye, a la vez que contradicciones entre su práctica
concreta y su teoría. Muchas de estas fueron desarrolladas con ocasión del seminario de
Santa Fe (México) en 1980, que algunos entienden como el acontecimiento fundacional
de la antropología posmoderna y cuyas principales exposiciones fueron compendiadas
por Clifford y Marcus en el volumen “Writing Cultures”.

Creemos que una de las críticas más poderosas es la que impugna directamente el carácter
hermenéutico de la práctica de Geertz: en sus escritos no hay comprensión del nativo
desde su propio punto de vista. Así, se aleja de la idea fenomenológica de identificarse
con él, de meterse bajo su piel. (Reynoso, 1995) Sus etnografías exhiben interpretaciones
elaboradas por el antropólogo como observador externo e incluso basadas solo en la
conducta manifiesta de los actores. “Las construcciones de Geertz parecerían no ser más
que proyecciones (o confusiones) de su punto de vista, de su subjetividad, sobre la
pantalla proyectiva de un nativo abstracto.” (Reynoso, 1995, 13)

Según Crapanzano (1980) la etnografía se desarrolla hasta tal punto de este modo que
nunca aparece una relación o un diálogo entre el antropólogo y el indígena, sino que los
sujetos concretos son ocultados tras el colectivo (“los balineses”), al que se le adjudican
características no fundadas —al menos dentro del mismo texto. A su vez, Crapanzano
observa que, si la hermenéutica apunta a la comprensión en los propios términos del
nativo, la idea de una construcción monoglósica de la subjetividad de todo un pueblo o
de significados unánimes resultarían inconducentes. Aquí es posible rastrear las ideas
bajtinianas que observan en las relaciones dialógicas, esto es, en la superposición de
valoraciones, el sustento de las tramas culturales.

En este punto la crítica puede ser potenciada remitiendo a un matiz en el concepto de


dialogismo de Bajtin. En cierto momento de su pensamiento “la distinción monologismo
/ dialogismo pasa al olvido: las relaciones dialógicas devienen una dimensión ineludible
del sentido de cualquier enunciado” (Biselli, 2002, 10). En esta clave, la exclusión de los
actores en los textos, que pierden protagonismo ante las clarividentes interpretaciones,
representaría una actitud tendiente a reforzar un monologismo —por otro lado,
imposible—, en tanto que aquellos objetos que sustentan las interpretaciones (los
balineses, la riña de gallos, etc.) son también construcciones autorales en las que los
actores no tienen voz.

En la misma línea apuntan las críticas sobre la práctica geertziana de utilizar símiles
literarios para comprender las situaciones que tienen lugar en la cultura estudiada. En
primer lugar, Reynoso (1995) señala que se trata de una práctica etnocéntrica que
descuida el mismo relativismo cultural que la hermenéutica debiera privilegiar, puesto
que nada garantiza que exista una pieza literaria del mundo occidental que pueda
brindarse como analogía para comprender cada acción o institución de otra cultura —
menos aún en el reducido mundo literario en el que, necesariamente, se puede mover un
autor. Por otro lado, esta práctica puede ser también entendida en el marco de lo que
resalta Crapanzano acerca del afán de Geertz de establecer una relación de complicidad
entre él y los lectores —que supone cultos, occidentales, etc. —que, por supuesto, excluye
a los actores etnografiados, en tanto no son considerados como potenciales lectores y
carecen de esas características.

Habiendo considerado estas críticas efectuadas a la práctica de Geertz, observamos que


muchas de ellas radican en las continuidades que éste mantiene con los modos
antropológicos convencionales. Específicamente, la construcción de la autoridad
etnográfica ha sido modificada sólo en parte. En primer lugar, el criterio experiencial
sigue siendo el decisivo, ya que el autor se basa en ella para sustentar sus interpretaciones
que aparecen fundadas en tanto desarrolló un conocimiento de la cultura a raíz del tiempo
vivido en ella. A su vez, persiste el prestigio del antropólogo como fuente de legitimidad,
si bien ya no tan ligado a los poderes de la ciencia, sí como experto intérprete de los
significados culturales.

“En otras palabras, Geertz elicita una lectura singular (o sea, genera
una reseña definitiva) persuadiendo al lector de que él es un guía digno
de confianza a través de una realidad a la que él ha tenido un acceso
privilegiado: él ha sido, después de todo, un testigo de primera mano,
y nadie puede negar que sea un observador experto”

(Reynoso, 1995, 14)

En este sentido, también persiste el estar allí y las descripciones destinadas a probarlo,
aunque, en el caso de Geertz, éstas adquieran un vuelo literario mayor, logrando pasajes
estéticamente atractivos. En este ejercicio adjudica estados psicológicos a los actores,
realiza comparaciones perspicaces y exhibe verdaderas iluminaciones interpretativas,
presentando retratos acabados y, a primera vista, satisfactorios, pero que no hallan sus
fundamentos en el texto, y difícilmente lo hagan en la experiencia.
“(...) esta hermenéutica es fraudulenta: se disipa en favor de una
retórica que impregna un discurso literario infinitamente alejado del
discurso indígena en que dice originarse y al que afirma traducir.
Queda la sospecha entonces, concluye Crapanzano, de que su objetivo
no es el objeto de investigación sino el método, a través del cual sólo
se busca reafirmar, de la manera más convencional, la autoridad del
autor.”

(Reynoso, 1995, 13)

INNOVACIONES EN ETNOGRAFÍA

Llegado este punto en las críticas a quien fuera uno de los más influyentes exponentes del
interpretativismo, hallamos a la etnografía, y al modo en que construye su autoridad, en
una verdadera encrucijada, aguijoneada por el etnocentrismo, la imposición de los puntos
de vista del antropólogo, el monologismo autoral y hasta el abandono del protagonismo
de los sujetos y las culturas estudiadas. En este sentido, es que se plantean los
innovaciones etnográficas como modos de retornar a los sujetos y hacer sonar su voz.

Retomando el concepto de cultura de Bajtín, como diálogo abierto y creativo de


subculturas y facciones diversas, desde estos experimentos etnográficos se inicia una
búsqueda por abrir los textos etnográficos a la conversación, a la negociación entre
subjetividades múltiples que resuenan en contextos específicos. De modo que las
estrategias de control sobre el discurso son relegadas en favor de las citas directas y del
diálogo entre las partes, dando lugar a la intersubjetividad propia de toda elocución, junto
con su contexto performativo inmediato. (Clifford, 1995).

“Mientras la escritura etnográfica no puede escapar enteramente al


uso reduccionista de dicotomías y esencias, puede por lo menos
esforzarse autoconscientemente para no retratar ‘otros’ abstractos y
ahistóricos. Ahora es más crucial que nunca que los diferentes pueblos
formen imágenes complejas y concretas de los demás, y de las
relaciones de conocimiento y poder que los conectan.”

(Clifford, 1995, 41)

Como horizontes de estas tendencias aparece la conformación de textos en los que se cita
textual y extensamente a los actores con el objetivo de que sus propios sentidos se
impongan sin la intromisión del antropólogo. De allí, el énfasis en representar los
contextos de investigación y las situaciones de diálogo, donde el etnógrafo incluso puede
no aparecer. Yendo más lejos aún, se elaboran volúmenes de autoría colectiva en los que
el antropólogo aparece como uno más junto a actores nativos que exponen su propio punto
de vista, dando como resultado un producto estilísticamente heterogéneo.

La emergencia de estas nuevas prácticas se relaciona con el hecho notable de que las
comunidades estudiadas se constituyen, cada vez en mayor medida, en potenciales
lectores de estos trabajos y, por tanto, en posibles críticos y censores, cuando antes esta
posibilidad era impensada. A su vez se da el caso de que las comunidades editan sus
propios trabajos sobre sí mismos, disputando la hegemonía ostentada por la antropología
respecto de las representaciones sobre sus propios pueblos.

“Las palabras de la escritura etnográfica, por lo tanto, no se pueden


construir como si fueran monológicas, como afirmaciones autoritarias
sobre, o como interpretaciones de una realidad abstracta y
textualizada. El lenguaje de la etnografía está afectado por otras
subjetividades y por resonancias contextuales específicas, puesto que
todo lenguaje, en la concepción de Bajtín, es ‘una concreta visión
heteroglósica del mundo’”

(Clifford, 1995, 62)

CONCLUSIÓN

A través de este recorrido por distintas corrientes con fundamentos teóricos y


epistemológicos disímiles pudimos analizar la evolución de la autoridad etnográfica y los
recursos utilizados para su construcción. En este sentido, observamos que aun cuando
tuvo lugar un quiebre epistemológico agudo, en relación con el giro linguístico, la
experiencia de campo, central como fundamento de la autoridad etnográfica bajo la etapa
cientificista, en tanto satisfacía su imperativo empírico, continuó siéndolo bajo el
paradigma hermenéutico, al menos en su versión geertziana. Esto sin menospreciar las
valiosas reflexiones que el interpretativismo aporta sobre los problemas de la objetividad
y el reduccionismo —entre otros—, revelando algunas ingenuidades de las teorías
anteriores. A su vez, vimos que, en ocasiones, el interpretativismo de Geertz actúa
inconducentemente otorgándole incluso menos protagonismo a las voces nativas que las
etnografías más convencionales, deviniendo el texto en un monologismo autoral.
Por otro lado, el prestigio del científico como aporte a la autoridad etnográfica, que tenía
lugar bajo el positivismo, se diluye en la hermenéutica en favor de un prestigio
interpretativo o literario. De modo que podríamos decir que el prestigio autoral se
mantiene, aunque cambie de tipo, y que, en ambos casos, el autor persiste en una posición
de poder en tanto es el que pone la palabra en escena. De estas consideraciones se
desprende que, para nosotros, la distinción realizada por Clifford (1995) entre un modo
de autoridad experiencial y otro interpretativo, es factible sólo hasta cierto punto, en tanto
se hallan importantes continuidades. Puesto que la experiencia como criterio es una de
ellas, quizá el nombre de experiencial elegido para la primera no sea del todo afortunado,
siendo más preciso, en cambio, el de cientificista adoptado durante este trabajo, en tanto
denota el valor de lo científico para tal criterio.

Finalmente, exploramos brevemente innovaciones —que al día de hoy ya tienen varias


décadas— en el campo de la etnografía, que proponen formas de descentralizar la
autoridad etnográfica, haciendo sonar en mayor medida las voces de los sujetos, o
invitándolos a participar de la factura del texto mismo.

Por supuesto que, como observa Clifford (1995), los distintos criterios enunciados operan
en grados diversos en cada etnografía, con una relevancia mayor de uno que de otro, pero
que indudablemente coexisten y hasta se complementan. Acaso ninguno quede obsoleto,
sino que lo único que es vedado a través de estas reflexiones es su uso de forma ingenua
y discrecional.

Quizás no esté de más aclarar que los procesos revisados aquí, y presentados de forma un
tanto sintética, no se suceden de modo simple y esquemático, sino que se trata de
corrientes teóricas complejas, que persisten a la vez que surgen otras, y susceptibles de
ser presentados en mucho mayor detalle, como lo que aquí hemos analizado como
positivismo o cientificismo y hermenéutica.
BIBLIOGRAFÍA

BISELLI, Rubén (2002) “Semiótica Bajtiniana y ‘Giro Hermenèutico’ en las ciencias


sociales: espacios de intersección”.

CLIFFORD, JAMES (1995) “Sobre la autoridad etnográfica”, en Dilemas de la Cultura.


Barcelona, Gedisa.

GEERTZ, Clifford (1980) “Géneros confusos: la refiguración del pensamiento social”.

GEERTZ, Clifford (1973) “La Interpretación de las culturas”.

LOWIE, Robert H. (1981) “Historia de la etnología.” México: Fondo de Cultura


Económica.

MARTÍNEZ-HERNÁEZ, Angel. (2011) El dibujante de límites: Franz Boas y la


(im)posibilidad del concepto de cultura en antropología. História, Ciências, Saúde –
Manguinhos, Rio de Janeiro, v.18, n.3, jul.-set., p.861-876.

REYNOSO, Carlos (1995) “El lado oscuro de la Descripción Densa”. En Revista de


Antropología 16 (X): 17-43. Buenos Aires.

SCAVINO, Dardo. (1999) “La filosofía actual. Pensar sin certezas.” Editorial Paidós.

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