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Pinturas, fibra de vidrio, candados, cadenas, plásticos, cemento, yeso y hasta una
junta de lavadora. Todo se integra en unas obras que van hacia el más puro de los
informalismos, que caminan, por comparar, hacia Antoni Tàpies, que al igual que
ahora hace Ssagar trabajaba el lienzo colocado en horizontal sobre dos caballetes. Ese
informalismo matérico y gestual en lo que lo de menos es la obra sino sus
componentes, en el que se buscan formas y texturas más allá de los significantes.
Y Ssagar ha emprendido ese camino sin saber el final. Ha ido recogiendo todo lo que
tenía a mano para crear sus obras. Y en esta ocasión ha decidido dejarlo allí todo,
todas esas materias. Como ejemplo nos sirve que si bien en obras anteriores utilizaba
plásticos para crear efectos ahora los usa para crear texturas, relieves y formas que
además no se quedan en su estado natural sino que al tratarlos directamente con
fuego pasan a formar parte del cuadro, se fusionan con la pintura creando nuevos
colores, formas y pigmentos que no están en la paleta del artista.
Ssagar se deja dominar por los elementos, juega con ellos. Ella los dispone sobre el
lienzo y luego deja que sean ellos los que se conviertan en arte. Es en realidad tan sólo
una observadora de su propio proceso creativo. El óleo y el barniz reaccionan con el
fuego, toman vida, se mueve, respiran y se agotan hasta que el agua decide que todo
ha terminado. Son obras primigenias, de agua y fuego, de las llamas que dan vida y del
líquido que pone fin a ese baile de máscaras de la combustión de los elementos.
Y así se va creando prácticamente sola, podríamos decir que por combustión inducida
pero que tiene mucho de espontánea, una colección en la que Ssagar da una vuelta de
tuerca más y se la juega al blanco, al rojo y al negro. Un blanco que se ensucia, se
quema, se deteriora hasta llegar al ocre de las cuevas originarias, hasta crear paisajes
que recuerdan los mundos más antiguos, las montañas volcánicas o los cráteres
lunares.