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El verbo descarnado o hacernos cargo de la violencia

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Mara Negrón April 1,


2011

“Es cierto que los pueblos son a la larga lo que los Gobiernos los hacen ser: guerreros,
ciudadanos, hombres cuando quieren; populacho o canalla cuando les place”.

(Jean-Jacques Rousseau)

¿Cómo hablar de la violencia? Abrumadora… He


querido pensar la violencia deshaciéndome de la
“perversión teológica”, -le tomo la expresión
prestada a Nietzsche- para describir la
supremacía moral de aquel o de aquella que se
lava las manos, que piensa que tiene las manos
limpias, porque no es violento, como si fuera tan
fácil dividir el mundo entre seres violentos y no
violentos, o lo que es lo mismo, morales o
inmorales, abyectos o puros. Posicionamiento
discursivo que, de entrada, resulta, pues, violento.
Mejor no juzgar antes de enjuiciar: mejor no tener
pre-juicios. Con frecuencia se piensa que la
violencia, la agresión se produce cuando la lengua
falla, cuando la comunicación y el diálogo han
colapsado. ¿Pero, cómo sostener por largo rato
esa oposición entre lenguaje no-violento y el irse
a las manos como violento? Las fronteras de la
violencia no se dejan discernir de forma tan neta.
La trama de la violencia se urde de formas muy
sinuosas, y antes de ser física y mortal, es
discursiva. Mejor darle la palabra a la fábula, sí, porque cuando hablamos de violencia, los
animales están cerca, pero no por el bestialismo que algunos le atribuyen olvidando que
sólo los humanos podemos ser “bestias”, sino porque ellos son la vida al desnudo, el
cuerpo, sin palabras.

“La razón del más fuerte es siempre la mejor”, dice el Lobo de La Fontaine al Cordero.
Cuenta la fábula que un día el Lobo se encuentra con un pequeño Cordero. El Lobo,
amenazante, más fuerte que el pobre Cordero, tiene hambre. La suerte del Cordero está
echada. Ese Lobo, el más fuerte, «lleno de rabia», dice la fábula, acusa al Corderito de
deambular en sus predios. El Lobo, «esa bestia cruel», también dice la fábula, fabrica cargos
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acusatorios en contra del Cordero que todavía es amamantado por su madre y que no es
culpable de lo que se le acusa. El final es conocido: el Lobo, «el señor, su majestad»1, decide
que se tiene que vengar, y se come al Corderito. Lo anunciado está demostrado: “La razón
del más fuerte es siempre la mejor”. El Lobo, el más fuerte, el señor, tiene la razón. Así, dice
la fábula con su tono infantil, es que el señor racionaliza su poder. Se impone por la fuerza:
por la razón. Es decir, la razón de la razón es la fuerza. El equilibrio de fuerzas en esta
escena es desproporcionado. El Corderito es pequeño. Pero la moral de la fábula no es que
el Lobo no tiene la razón, sino que es el más fuerte el que siempre tiene la razón. La razón
sólo se hace respetar por la fuerza, la razón se legitima por medio de un acto violento, un
acto de fuerza que a su vez se explica. Pero la ley del más fuerte encuentra su apoyo en la
amenaza de muerte. Aunque esto no lo dice la fábula, toda violencia, antes de ser violencia
de los cuerpos, es violencia discursiva. Claro, la instauración de la ley discursiva se hace por
la fuerza. ¿No es eso lo que también implica Michel Foucault cuando analiza el orden del
discurso y su instrumentación por el Estado? ¿No es eso lo que él propone cuando piensa la
violencia de la normalización de los cuerpos, de la sexualidad por medio de discursos, una
violencia del poder que queda así institucionalizada y legitimada?

¿Cómo pensar la violencia? ¿Qué es? Sí. Hagamos


la pregunta epistemológica de rigor. Pues todo el
mundo parece saber de qué se habla cuando se
habla de la violencia. Todo el mundo reclama un
saber, de antemano, sobre esa manifestación
aparentemente más animal que humana. Aunque,
podríamos mejor decir que la violencia es
también un propio del hombre, como lo es la
razón, el lenguaje, la conciencia del ser o de la
muerte. Así reza el sujeto de la filosofía clásica
que avanza estableciendo los propios del hombre
para definir su humanidad. Admitamos, – creo
que hay que admitirlo -, que la violencia es
también uno de sus atributos. ¿Por lo tanto, la
violencia también sería un límite que sirve para
establecer la humanidad del hombre? En una
cierta tradición mitológica, antropológica y
literaria, el paso de la animalidad a la humanidad
supondría el dejar atrás la violencia -salvaje-,
reprimirla. Aunque los animales, -salvajes-, no
escriben, no se plantean el problema del ser en el mundo, sólo matan, sin conciencia ni
voluntad, para comer. Y los hombres, – que también matan para comer, y que destruyen el
planeta, con conciencia y voluntad -, habrían dejado atrás su animalidad, es decir, esa
ferocidad animal para entrar en el gran mundo de la cultura, pacíficamente, como
corderitos. La civilización tendría, según esta hipótesis, un precio; el hombre se
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comprometería a abandonar la garra animal y a hablar. Sigamos esa lógica. El hombre
habla para domesticar su animalidad. El hombre se domestica o se traga la violencia cada
vez que habla. En otras palabras, la civilización se instituye inicialmente como gesto de
cortadura del cuerpo, y de todo lo que en el cuerpo habla sin palabras. Para entrar en la
cultura hay que matar, sacrificar al animal en nosotros. No pretendo aquí hacer una breve
historia de las violencias originarias de la civilización y de la cultura. Pero sí recordar que no
es tan fácil repudiar la violencia, que no es tan fácil imaginar un mundo pacífico, puro de
esa fuerza caótica que supone violentar lo establecido. No lo es porque la violencia es
también una posibilidad de la cosa viva. La violencia resulta de la instauración inicial de la
ley del más fuerte. Partamos de la premisa de que vivir es violento, que se trata de una
fuerza de vida y de muerte.

¿Qué hacemos con la violencia?

La violencia puede, entre sus múltiples posibilidades, ser racionalizada. Esta racionalización
de la violencia se representa sobre todo a través del Estado que determina las condiciones
de posibilidad de la agresión o de la muerte por medio de: el ejército, las fuerzas del orden y
los tribunales. La legitimación de la muerte, su regulación, -que soslaya el precepto moral
del «no matarás»-, está a cargo del Estado: así la guerra, actividad en la que es lícito matar a
otros, o la pena de muerte, practicada por algunos gobiernos. No obstante, se prohíbe el
dar la muerte en el contexto de la eutanasia. El Estado dispone del cuerpo de sus súbditos y
organiza esta economía de la muerte, no exenta de violencia, valiéndose de la fuerza y de la
legitimidad que la produce. La ley «siempre» viene acompañada de una amenaza
aterradora. El que la hace, la paga, el que no se comporte, es castigado. Nuestras
sociedades son enormes aparatos de normalización y de domesticación; procesos que no se
logran de forma natural. La cultura se ejerce, se esfuerza por inculcar el respeto de la ley y
de la autoridad por medio de la educación y de los sistemas de moral. Quien dice moral,
dice ley y prohibición. Esta lógica que ordena y que es la condición de la sociabilidad tiene
un precio para el placer y depende de un equilibrio muy frágil.

En los Estados en los que esa violencia originaria de la ley se ha ilustrado, las alternativas a
la sublimación de la violencia son múltiples. Pues, la violencia sólo se puede sublimar, no
erradicar. De ahí que, entre el arte, de forma general, y la violencia existan estrechos lazos.
¿Qué sería de la literatura y del cine sin la escena del crimen? Así, el cine de Hitchcock, que
tan bien supo darle una forma estética a nuestras perversiones. El arte, como sabemos, es
el espacio de la trasgresión. Esto supone rupturas con la tradición que no se han hecho
nunca de forma tranquilizada, si bien no han supuesto necesariamente guerras. Por tanto,
los Estados que sólo practican la represión, que sólo saben vigilar y castigar, no son
efectivos luchando contra la violencia. Es una espiral: mientras más represión más violencia.
¿Por qué mejor no sublimarla?

La fábula da la palabra a los animales, es decir, humaniza a los animales, y de paso nos
advierte que la humanidad del hombre pasa por la lengua. Los animales en la fábula
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pierden su animalidad para darle voz al mundo
de las pasiones humanas que no es otra cosa que
una escena de guerra. Hay un advenimiento a la
lengua que supone una transformación de la
violencia. No su desaparición. Ha habido una
lenta domesticación de la mano que ha supuesto
su sujeción a la cabeza, a la razón, al logos hecho
verbo. Resulta que la mano violenta se rebela, el
cuerpo se excede y excede, arremete, agrede a la
carne. Entonces las cosas suceden cuerpo contra
cuerpo hasta la sangre. El verbo que se había
hecho cuerpo, entiéndase tomado el lugar del
cuerpo, vuelve al cuerpo. Lenta, pero sobre todo
violenta domesticación del cuerpo al logos, tan
vieja como el cristianismo que ha obrado para
separar la carnalidad del cuerpo –cuerpo que
deviene sobre todo cabeza, sobre todo espíritu,
del verbo. Paco Vidarte y Cristina de Peretti, en un
texto titulado Llegar a las manos: la lengua de la
violencia2, en el que escrutan la violencia que
convierte la mano en aquella que escribe, una mano muy limpia, que no golpea, para
relacionarla con esta traducción forzada de la mano al verbo, advierten lo siguiente sobre la
dificultad de definir la violencia:

La violencia, esa noción sin lugar a dudas equívoca, esa especie de cajón de sastre en el que
caben muchas cosas, se define repetidamente no ya sólo como desencadenamiento de la
fuerza, de la agresividad, etc.… sino como aquello que, siendo siempre abusivo, excesivo,
desmedido, implica inevitablemente la idea de ruptura, la idea de una perturbación o
desajuste más o menos momentáneo o duradero del orden de las cosas, la idea de una
infracción respecto de las reglas que determinan las situaciones que se consideran
naturales, normales y legales. Según esto, señalan los diccionarios, la violencia, en alguna de
sus acepciones, puede definirse como aquello que va en contra del modo natural de
proceder. Ahora bien, ¿es la violencia algo antinatural porque no se atiene a una cierta
medida? Pero ¿cuál es esa medida?, ¿en qué consiste? […] ¿No será, entonces, más bien que
se considera la violencia como algo antinatural no ya porque carece de mesura sino porque
no respeta las medidas dictadas por las normas, las leyes”, ¿qué significa esto que, dentro
de la norma, de la ley, no se puede cometer violencia?

Yo he estado aquí privilegiando la violencia que establece la legitimidad de la ley soberana


del estado y la que marca la entrada del sujeto a la cultura, al lenguaje. Vidarte y Peretti se
centran en esta segunda, en la violencia de la traducción, esa operación logocéntrica que
convierte al cuerpo en lengua. Pero recalcan algo que merece retener nuestra atención: los
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discursos sobre la violencia, los que la combaten, suponen esa noción de fuerza antinatural
que no confiesa tener una deuda con la noción de norma y de legitimidad. El escándalo ante
la escena de violencia doméstica, ante el crimen homofóbico o la violencia criminal, -no
necesariamente la política-, estriba no sólo en la
pérdida de vida, siempre trágica, sino en que el que
la acomete parece hacer algo que contradice su
supuesta humanidad “natural”.

En este punto, hay que preguntarse si estas formas


de la violencia son aprendidas o son naturales, es
decir, legitimadas por el orden de la cultura. En una
escena de violencia machista u homofóbica se
desplazan dos planos. Se ejerce sobre el cuerpo de
la víctima la fuerza singular del agresor, una
violencia marcada por la biografía, pero también se
cierne la violencia de la cultura que encuentra su
legitimidad en la negación del cuerpo y de la
sexualidad diferente. Una violencia milenaria que
reivindica la razón del más fuerte y que se ha hecho
discurso. Discursos que son vehiculados por las
iglesias, por las escuelas y por todos los medios de
comunicación. ¿Dónde comienza o termina la
legitimidad de la violencia? ¿Qué tipos de violencia
se legitiman y cuáles no? En este sentido, los
Estados siguen siendo todopoderosos porque poseen la fuerza del Lobo soberano. Los
Estados son responsables de esa violencia en la medida en que reproducen discursos y
políticas que no modifican sustancialmente el equilibrio de las fuerzas. En el caso de la
violencia política, de los episodios revolucionarios, la violencia proviene del hecho de que
implican el establecimiento de una nueva legitimidad, un nuevo orden, por parte de
aquellos que no son tan fuertes.

¿Cuál será entonces el sexo de ese verbo que se hace cuerpo o de esa fuerza de la
soberanía en nuestra tradición Occidental? ¿No será en cierto sentido que todas las formas
de violencia, incluso aquellas implementadas por los Estados a través de sus aparatos de
represión y de orden, son violencias que implican la diferencia de los sexos? Cuando leo la
frase de La Fontaine no puedo dejar de pensar en el sexo de la fuerza. Desde los griegos en
nuestro Occidente cristiano la división del espacio público respondió a una división de los
sexos. La escena de la gloria, la de la guerra heroica, la del hacer político ha estado
reservada a los hombres. Solapadamente, la fuerza parece ser el elemento que determina
mudamente esta organización. La guerra es medición de fuerzas, y éste es un valor en
nuestra civilización. Las mujeres, – ¿que no tienen tanta fuerza? -, por su parte, han ocupado
el espacio privado, el llamado espacio doméstico – palabra que supone domesticar las
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fuerzas caóticas del eros por medio de la reproducción. Su responsabilidad ha sido la de
parir hijos para la ciudad. El duelo de las madres es cosa de cuidar y debe ser mantenido en
sordina pues desorganiza la polis. Eso, al menos, pensaban los griegos3. ¿Nos preguntamos
si a estas alturas del siglo XXI en que las mujeres han alcanzado la dignidad de la
representación a puestos políticos esta vieja organización ha dejado de tener vigencia a
pesar de lo que se diga? ¿No sigue siendo en nuestro mundo el más fuerte el que “siempre”
tiene la razón? ¿Una razón cuya fuerza sigue siendo más masculina, o al menos más
falogocéntrica, pues el sexo del poder, aun cuando el cuerpo del soberano es femenino,
sigue respondiendo a la misma estructura?

Se puede quizá decir que las violencias que


vivimos son el colapso de la palabra, su fracaso.
Ahora bien, hay que decirlo sin creer en la
candidez de que el lenguaje está exento de
violencia, que es un lugar que nos impide herir al
otro, a veces mortalmente. Pensemos que
también los puños o las armas hablan, que una
agresión es una manera de significar algo. Según
Freud otrora, en una época mítica, la tribu de
hijos habría matado al padre. Nuestra
sociabilidad nacería con esa escena en la que los
hijos pactan, sacralizan al padre como un tótem y
acuerdan no tocar a las mujeres. Esta escena de
crimen comienza, entre otras cosas, por una
repartición de mujeres; el más fuerte, el padre,
tiene el mayor número de mujeres. El
psicoanálisis no puede hacer la economía de ese
asesinato inicial. Si le creemos a Freud, y luego a
Lacan, el sujeto no adviene al mundo simbólico
sin superar un cierto deseo de matar al padre. La
violencia de la castración es central: se renuncia al deseo de trasgresión incestuosa con la
madre y se acepta la ley, del Padre, garante de la cultura. En esta escena las mujeres están
representadas en el cuerpo castrado y prohibido de la madre, y por otro lado son el objeto
de codicia y de intercambio entre los hombres. El discurso psicoanalítico afabula sobre el
origen violento de la prohibición que supone, una vez más, el paso de ese estado natural a
la cultura. Esta transición entre naturaleza y cultura ha sido interrogada por muchos
pensadores de la posmodernidad. Aunque sucede que cada vez que hablamos de este
origen nos estamos mordiendo la cola. Pues nadie asistió a ese origen, y sólo podemos
hablar de él cuando ya hablamos, es decir, cuando ya la cultura y sus prohibiciones se han
instalado.

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El viejo y pícaro Jean-Jacques Rousseau, el autor del Contrato social y de El origen de la
desigualdad entre los hombres, que no tenía problemas con el concepto de naturaleza y que
más bien pensó con detenimiento, como buen ilustrado, esa noción, decía que el hombre
no nace perverso sino que la sociedad lo pervierte. Para Rousseau, quien también
desarrollara un pensamiento pedagógico, sólo los gobiernos son culpables de la perversión
de sus pueblos. En un Puerto Rico en el que la vida ha dejado de ser un bien preciado, al
igual que las formas alternas de sublimación de la violencia como son la educación y el
trabajo, fallamos en no ver que nuestro problema es, antes de ser moral, un problema
político. La violencia de género es un problema político, como lo es la violencia criminal,
como lo es la violencia política. ¿Y no es lo político ético? Sí lo es, aunque no necesariamente
tiene que ver con una escala de valores que calcula el bien y el mal. Es político y ético en el
sentido de un respeto a la vida y a la diferencia, es político y ético en la medida en que se
interroga sobre la Justicia. Pensar la violencia supone entonces pensar la justicia.

Los artistas saben que existe una violencia creadora, que destruye pero que, a su paso,
marca un nuevo renacer. ¿Es que acaso no hemos visto el cuerpo de una mujer en pleno
trabajo de dar vida? La violencia y el dolor haciéndose vida.

*Las imágenes utilizadas son del fotógrafo español Cayetano Ferrandez

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