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LA TEMPORALIDAD FINITA Y EL CONCEPTO

HEIDEGGERIANO DE ‘MUERTE’

Sabemos que el tiempo no puede acabar, porque es lo sin fin, pero, paradóji-
camente, también sabemos que la muerte acaba con nosotros. Ya que no podemos
pensar el hombre y la conciencia más que siendo tiempo, nos tiene que costar so-
bremanera imaginar cómo puede ocurrir eso de la muerte. Con la intención de poner un
poco de cordura en el asunto, García Calvo diferencia el morirse de cualquiera, que es
infinito, de la muerte de uno, del individuo que soy y cuya muerte es para siempre, y me
fija definitivamente siendo yo mismo en «una especie de pretensión de eternidad, que es
la fijación, concepción, ideación, del Tiempo-todo, o sea la negación del tiempo y de la
infinitud»1. De la verdadera muerte, del propio morirse —sigue diciendo García
Calvo— pensamos, una vez que hemos apartado cualquier esperanza de eternidad, que
es como un ‘caer sin fin’. Sin embargo, la expresión no llega a ser acertada, pues ni en lo
sin fin puede haber caída alguna, que no tiene lugares lo que no es lugar, ni es tampoco
posible, si nos queremos librar de las referencias al tiempo con el que contamos, del
tiempo que es orden y cálculo, que la muerte acaezca en ningún momento y que de ella
yo pueda dar cuenta como si se tratase de un hecho entre otros. «No: en verdad, eso, sea
lo que sea, no puede referirse a ese lugar ni punto ni a los tramos posteriores que de-
termine, sino del todo independiente del punto de mi muerte real, del hecho (futuro) de
mi muerte»2.
De tal manera que mi ‘caer en lo sin fin’, si no se produce en un instante que
pueda concretar, porque entonces ya estaría de sobra medida y definida esa delimitación
mía, y por ello sería real y admisible, se tiene que estar produciendo en el tiempo, en el ir
siendo. Mi muerte es mi constante pérdida, el continuo alejamiento de mí más allá de
mí, el siempre imposible ser que voy siendo y voy queriendo. «Estoy pués cayendo
ahora (ni para abajo ni para arriba ni para sitio alguno) en un tiempo sin fin,
perdiéndome en un sinfín al que sólo llamo tiempo porque el Tiempo de la Realidad
está fundado sobre su doma, muerte o falsificación, pero que es en verdad la negación
del Tiempo»3. Y si, por una parte, es necesario que sea el hombre real, el que atiende a
su nombre, aquél que se desplome y se pierda, porque es su realidad lo que se pierde en
lo sin fin, también es cierto que este hombre tiene asegurada su estancia, y no hay
tiempo alguno que le pueda arruinar, y se asegura de ello perseverando en su nombre y
poniéndose la muerte más allá de sí, como uno de sus posibles, cuando en el silencio
sabe que la muerte es el imposible en el que no deja de aniquilarse. «Pero es que Yo
Fulano de Tal estoy constituido por mi muerte siempre-futura: es ella la que me otorga
la realidad y hace de mi vida un tramo de Tiempo, real, ideal, contado, lo cual
necesariamente, al centrarme y fijar mis ojos en el momento futuro de mi muerte (un
trance en verdad inimaginable, pero del que se habla y con el que se cuenta), me ciega
por ello mismo y me hace insensible a la caída en lo sin fin en la que estoy cayendo
ahora mismo»4.

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Y así, pensando con García Calvo, llegamos a la paradoja última que tratará este
escrito, y que es aquélla en la que se nos dice la necesidad de que el ser humano tome su
muerte como lo más propio de sí, cuando resulta que en la muerte se disuelve todo ser y
toda propiedad. Como podremos apreciar siguiendo las líneas de Heidegger, en este
reconocimiento de la propia muerte asienta el pensador alemán la constitución auténtica
del Dasein, y en el olvido de ella las formas que, intentando ocultarla, pretenden soslayar
la finitud y hacerse la idea de un tiempo ilimitado, el tiempo de los ahoras de la cuenta
real y sin reposo. Sin embargo, la paradoja acecha en todos los momentos de la
reflexión; para descubrir en la muerte el poder ser más personal, como quiere
Heidegger, es necesario pensar una muerte ‘real’ que otorgue sentido, esto es, una
muerte asumida, ilusoriamente aceptada, que se postula como la constante
determinación que convierte la existencia en un modo de ser. Al hilo de esta
argumentación, vamos a intentar mostrar que Heidegger acaba soñando real lo que no
puede ser de ninguna de la maneras, y que así opta por evitar y ocultar el sinsentido que
amenaza al Dasein desde su misma temporalidad constitutiva, cayendo en el mismo error
que cae la charlatanería cotidiana cuando encubre la muerte por miedo a afrontar la
angustia que le provoca su presencia. Igual de ‘inauténticos’ acaban siendo al cabo el
tiempo contado y medido, que quiere escapar a la muerte mediante la representación de
una vida que se extiende siempre, y el tiempo del ser que es de continuo para la muerte,
pues en ambos no hay más que huida. Huida del sinsentido.
Como veremos, el ‘ser-para-la muerte’ de Heidegger se acerca mucho a esa ‘caída
en lo sinfín’ que intentaba atisbar García Calvo, pues no es la muerte de la que nos
hablará el filósofo alemán un dato empírico, un hecho último, sino lo que
constantemente acecha, la continua disolución del ser temporal; aún así, mientras que
para García Calvo la muerte pone de manifiesto la insuperable infinitud de lo que es
tiempo, para Heidegger, por el contrario, va a suponer una determinación ontológica del
Dasein; todavía más, la muerte será la determinación fundamental, aquello que
individualiza en más alto grado a un ser que tiende a difuminarse en la dispersión de su
ser impersonal, el apoyo esencial de las estructuras constitutivas de la temporalidad. Por
esta razón Heidegger dispone el capítulo referente al ‘ser-para-la-muerte’ antes de
analizar la estructura temporal del Dasein, y su intención no es otra que ofrecer una
interpretación ontológica de lo que hay de original y primario en el ser, pues sólo así se
puede mostrar el sentido de unidad de la estructura total del existente.

1. Tiempo infinito y tiempo finito

Al hilo de los pensamientos que hemos podido considerar en estos últimos


capítulos sobre la fenomenología del tiempo, se nos ofrece la posibilidad de diferenciar
tres formas de entender el tiempo que conllevan también tres actitudes muy dispares a la
hora de afrontar las dificultades que la investigación nos va planteando.

En primer lugar, encontramos un tiempo ilimitado, sin fin, sin definición posible.
Indeterminado, fluyente, tiempo que sólo pasa y, por tanto, sin forma alguna, constituye
una continua alteración que no puede ser encerrada en el concepto. Por esto, el
pensamiento, o afirma la imposibilidad de dar cuenta de él, o lo rehuye, ocultándolo en

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algún tipo de representación. Estas líneas, aún queriendo ser una explicación lo
suficientemente imprecisa de lo que no admite precisión alguna, ya están incurriendo en
la falsificación. No hay acercamiento teórico posible a lo que sólo podemos definir
como diversidad en toda su diversión. Sin embargo, en cuanto parece estar a la base de
todo pensamiento sobre el tiempo, no tenemos más remedio que aceptar su radicalidad;
además, al descubrir que somos este tiempo inaprehensible, y que la pulsión de nuestro
ser, nuestro paso, sólo se puede efectuar en continua caída hacia lo sinfín, nos
descubrimos en el sin-sentido y en la ingravidez de este tiempo accidental, carente de
esencia. O sea, que nos vemos obligados a reconocer no saber bien quienes somos.

En segundo lugar, nos viene al pensamiento el tiempo manejable, el tiempo de la


Ciencia, aquél que hemos ideado para intentar explicar de alguna manera el acontecer
del ser en el tiempo. Ya que el tiempo infinito se hace intolerable, porque se burla del
pensamiento, lo imaginamos convertido en secuencia temporal, y de esta manera
conseguimos que tan esquivo fenómeno se ajuste al cómputo y a la definición.
Transformado ya el tiempo –como diría Heidegger5– en algo ‘a la mano’ y ‘ante la vista’,
en sucesión de instantes concretos, elementos discontinuos, se hace entonces factible
concebir el fluir temporal como si se tratase de una secuencia de ‘ahoras’ con los que se
puede contar, y podemos definir el tiempo, así ideado, como la medida del movimiento.
Con esto la infinitud temporal queda reducida a finitud espacial. Además, una vez
convertido el tiempo en determinación objetiva, en entidad física, parece a primera vista
ofrecérsenos la posibilidad de superar las paradojas que nos presentaba el ser inasible de
la temporalidad fluyente, de tal manera que podemos al cabo incluir también el tiempo
en el catálogo de realidades de la ontología física, y postular un modo de pensamiento
capaz de dar cuenta de los seres temporales. Y es éste uno de los momentos esenciales
de la construcción del mundo real, pues sólo tras dominar, o aparentar dominar, el ab-
surdo del tiempo, cabe hablar con seguridad del yo y de las cosas. En cuanto esta
constitución de la realidad fundada en el establecimiento de un tiempo estable, un
cronómetro, es inherente a la misma necesidad humana de disponerse en un orden
mundano, podemos decir que en cierto modo constituye una falsificación inevitable. Y
en este sentido Heidegger sostiene que «el ‘hacerse público’ del tiempo no se gesta tardía
y ocasionalmente, antes bien, porque el ‘ser-ahí’, en cuanto temporal-extático, es abierto
en cada caso ya, y porque a la existencia es inherente la interpretación que comprende,
en el ‘curarse de’ se ha hecho público también ya el tiempo. Uno se rige por él, de tal
manera que no puede menos de ser susceptible de que lo encuentre delante en alguna
forma todo el mundo»6.

Por último, también podemos hablar de un tiempo que es temporalidad, forma de


darse la conciencia, y que, si bien por una parte nos remite a la indeterminación radical
que desbarata cualquier posibilidad de que la conciencia, nacida en el doble
encantamiento del proyecto y de la negación, llegue en algún momento a ser identidad,
conciencia realizada, por otra parte también muestra la temporalidad un cuasi ser que no
puede dejar de emplearse en la búsqueda del sentido, figurándose en ocasiones,
ilusamente, haberlo alcanzado7. De dos formas intenta eludir la conciencia sus fundados
temores de, en cuanto temporalidad, tener una realidad tan leve como la de un suspiro,

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dos formas que pretenden superar la infinitud que en todo momento acecha al ser
temporal:
1) Superación de la negatividad temporal en el Absoluto, ya sea gracias a la
imaginación de una existencia trascendente al tiempo, en la figuración teológica de San
Agustín, por ejemplo, o mediante la concepción de una realidad que llega a tomar
conciencia de sí en el desarrollo temporal, histórico, como ocurre con el Espíritu onto-
teológico hegeliano. En estas filosofías de la eternidad se trata de buscar la supresión de
la indeterminación temporal –la distentio, origen del absurdo–, defendiendo la posibilidad
de que se produzca de modo real una eterna perfección del sujeto, ya sea en la santidad
o en el pensamiento. El tiempo desaparece porque se anula en la plenitud esencial, en el
Ser.
2) Intento de superación de la infinitud temporal en base a una supuesta limitación
inmanente, constitutiva, que poseería la estructura originaria de la temporalidad. En este
caso se trata de negar que el tiempo sea lo ilimitado. Es más, para el planteamiento que
nos va a ocupar a continuación, el que desarrolla Heidegger en El Ser y el Tiempo, la
conciencia de la infinitud supone una falsificación primordial que tiene su origen en el
carácter inauténtico del existente: no es más que una consecuencia de la angustia que al
‘ser-ahí’ le produce saberse un ser limitado por la muerte; la infinitud es el inagotable
‘todavía no’ que el hombre dispone para prolongar indefinidamente su tiempo, un plan
de fuga que el existente traza para escapar del hecho de la propia existencia, de la
constante evidencia del fin.

A la hora de considerar este tema de la muerte descubrimos una profunda


discrepancia entre los puntos de vista de Heidegger y los de Sartre. La teoría de este
último, aún arriesgándose a construir una ontología imposible, no quiere abandonar
nunca la temporalidad radical que muestra al para-sí en el delirio, siendo negación y falta
de ser; el hecho de la muerte no nos revela la finitud de la conciencia, y mucho menos la
finitud del tiempo, justamente porque la muerte no se puede poner como un fin propio
de la conciencia, sino como el momento en el que ésta descubre la más absurda de sus
posibilidades, el futuro que no puede suponer futuro alguno. Para aquel pensamiento
que se atreve a afirmar la infinitud de la temporalidad, incluso sabiendo la vacuidad de
tal afirmación, la muerte —el hecho impensable por antonomasia, de cualquier modo
que se intente imaginar, ya sea como final de la vida o como caída continua en lo
sinfín— no pone de manifiesto el sentido, sino el sinsentido radical de la existencia8.
En cambio, en el caso de Heidegger el planteamiento es muy distinto: la filosofía
de El Ser y el Tiempo pretende ofrecer una analítica del ‘ser-ahí’ en cuanto ser finito, esto
es, en cuanto ‘ser que se puede poner ante nuestra mirada como un todo’9. Para poder
llegar a una interpretación que muestre lo original y primario que hay en el ser del ‘ser-
ahí’, Heidegger considera necesario pensar su posible totalidad y propiedad, de tal manera
que al cabo el análisis pueda mostrar el sentido de unidad de la estructura total del
existente. Sin embargo, teniendo en cuenta los caracteres estructurales del ‘ser-ahí’ que
han sido descubiertos al atender a la cotidianidad —su ser ‘entre’ el nacimiento y la
muerte— nada asegura que pueda ser comprendido como totalidad. Esto es, «si la
existencia define el ser del ‘ser ahí’ —dice Heidegger—, y su esencia está constituida
también por el ‘poder ser’, entonces el ‘ser ahí’, mientras existe, tiene que, ‘pudiendo

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ser’, no ser aún en cada caso algo. El ente cuya esencia está constituida por la existencia se
resiste esencialmente a la posibilidad de que se lo aprehenda como un todo. La situación
hermenéutica no sólo no se ha asegurado hasta aquí el ‘tener’ el ente todo; es dudoso
incluso si es ello asequible y si una exégesis ontológica original del ‘ser ahí’ no tendrá
que estrellarse contra la forma misma de ser del ente temático»10.
Aún así, el análisis encuentra dos fenómenos gracias a los cuales se cumplen las
exigencias de totalidad y propiedad: el ‘ser-hacia-la-muerte’11 (Sein zum Tode), que
posibilita determinar como un todo el ‘ser-ahí’, y la ‘conciencia moral’ (Gewissen), que
deja ver el ser como propio, al atestiguar éste sobre sí mismo en el fenómeno del querer
tener conciencia. Nos interesa ahora prestar atención al ‘ser-hacia-la-muerte’, pues
Heidegger cifra en él el poder ser más propio que define y totaliza la unidad estructural
del existente, como si de la muerte no sólo se pudiese decir algo, sino incluso lo
fundamental12. Veamos entonces con sosiego si este planteamiento de la muerte que
hace Heidegger es en algún punto admisible.

1.1. La muerte en El Ser y el Tiempo

También Heidegger concibe la existencia como una falta de ser. Al ‘ser-ahí’, en


cuanto que es un ser que se anticipa a sí mismo, que se tiene siempre anticipadamente y
se proyecta en un ‘pre-ser-se’, le falta siempre algo que no se ha hecho real todavía y que
constituye su ‘poder ser’. En este sentido podemos decir que se encuentra esencialmente
en un constante estado de inacabamiento, en la no-totalidad. De tal manera que si al
existente deja de faltarle algo se aniquila su ser proyecto. La plena realización supone la
supresión del ser característico de lo que tiene el ser más allá de sí. «Mientras el ‘ser ahí’
es un ente que es, no ha alcanzado nunca su ‘totalidad’ —dice Heidegger—. Pero en
cuanto la gana, se convierte la ganancia en pérdida pura y simple del ‘ser en el mundo’.
Ya no es posible tener nunca más experiencia de él como de un ente »13.
Volvemos con esto a una reflexión que ya habíamos planteado líneas atrás, cuando
pensábamos la imposibilidad de la realización plena de la conciencia, esto es, la
imposibilidad de una conciencia que deviniese definitivamente conciencia de sí. El
discurso sobre la temporalidad en este punto nos conducía a un camino sin salida, pues
la aceptación de la imposibilidad de que el ser temporal llegase a ser totalidad nos
impedía ya tomar por satisfactorio cualquier pensamiento que intentase encerrar en un
concepto definitivo la realidad de lo que, quisiéralo o no, hubiera asumido trágicamente
su falta de sentido o estuviera representando una comedia para simular haberlo
alcanzado, estaba de todos modos, por propia constitución, negándose continuamente a
reconocerse en una definición esencial, en una afirmación absoluta que diese cuenta de
su ser. Así pues, ¿qué nombre podría tener el ser que siendo tiempo se burla de
cualquier nombre que quisiera retenerle? ¿No habría de ser ‘nadie’, como el de aquél que
incluso festejando el éxito de la huida todavía sigue negándose a hacerse presente,
negándose a presentarse? «¿No resulta entonces una empresa desesperada —dice
Heidegger con términos más suyos— la de leer en el ‘ser ahí’ la totalidad ontológica de
su ser?»14.
Sin embargo, pese a las dificultades insoslayables que esta pregunta pone de
relieve, Heidegger pretende no haber agotado todas las posibilidades de hacer accesible

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el ‘ser ahí’ en su totalidad. ¿Cómo es esto posible, si estamos diciendo que no hay
totalidad en la existencia? Según el filósofo alemán, no hemos hablado de ‘fin’ y de
‘totalidad’ en forma fenoménicamente adecuada al ‘ser ahí’; para encarar adecuadamente
la dificultad es preciso realizar un análisis positivo del ‘ser relativamente al fin’ y del ‘ser
a la muerte’, fenómenos de la existencia que son malinterpretados en la comprensión
cotidiana y que resultan ofrecernos, en su opinión, la posibilidad de aprehender y definir
ontológicamente el ‘ser total’ del ‘ser ahí’.

a) La muerte de los otros

La primera precisión que hace Heidegger consiste en acentuar la necesidad de que


la experiencia del ‘ser llegado a su fin’ sea una experiencia del ser propio. Sin embargo,
ya que el tránsito al ‘ya no ser ahí’ que se produce en la muerte niega al existente la
posibilidad de experimentar tal tránsito y de comprenderlo, pues justamente es la muerte
la pérdida del ser ahí, nos vemos obligados a considerar otros modos de lograr una
experiencia de la muerte. En cuanto el existente es un ‘ser con’ los otros, puede observar
la muerte de los demás. También el morir de los otros es un ‘ya no ser ahí’ en el sentido
de ‘ya no ser en el mundo’, y por tanto parece que con la muerte ajena podemos
experimentar el notable fenómeno que cabe definir como el vuelco en que un ente pasa
de la forma del ser del ‘ser ahí’ (o de la vida) al ‘ya no ser ahí’ más que ‘ante los ojos’.
Sin embargo, aunque este ser ‘ante los ojos’ del cadáver no sea el de una cosa
material, el de una simple cosa corpórea, porque lo que hace frente es algo que tenía la
vida y la ha perdido, esto es, una persona muerta, de forma que todavía se establecen con
el muerto una serie de relaciones y es objeto del ‘curarse de’, no podemos decir que la
persona muerta se halle en el modo del ser de los vivos. «En semejante ‘ser con’ el
muerto ya no es ‘ahí’ fácticamente la persona muerta misma. ‘Ser con’ siempre significa,
empero, ‘ser uno con otro’ en el mismo mundo. La persona muerta ha dejado, pero
dejado detrás de sí, nuestro ‘mundo’. Desde éste pueden los supervivientes ser con ella
todavía»15.
La observación de la muerte en el morir ajeno no puede hacerse más que desde
fuera y no nos enseña nada de la muerte que experimenta el que muere. «En el padecer
la pérdida no se hace accesible la pérdida misma del ser que ‘padece’ el que muere. No
experimentamos en su genuino sentido el morir de los otros, sino que a lo sumo nos
limitamos a ‘asistir’ a él»16.
Incluso si pudiésemos llegar a experimentar la muerte del otro, de nada serviría al
propósito de Heidegger, pues se trata de sufrir la muerte como propia. Se busca el
sentido ontológico del morir como una posibilidad del ser del que muere, y no en el ‘ser
ahí con’ y en el ‘ser ahí aún’ la persona muerta con los supervivientes.

Con lo cual, en el tema de la muerte no podemos apelar a la conmutabilidad que


se establece en el modo de la existencia impropia y cotidiana, la posibilidad de ser
representado un ser por otro, ingrediente fundamental, inherente a la relación de ser
‘uno con otro’ en la existencia pública. En la muerte no hay intercambio posible. «Nadie
puede tomarle a otro su morir. Cabe, sí, que alguien ‘vaya a la muerte por otro’, pero esto
quiere decir siempre: sacrificarse por el otro en una cosa determinada. Tal ‘morir por...’ no

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puede significar nunca que con él se le haya tomado al otro lo más mínimo su muerte.
El morir es algo que cada ‘ser ahí’ tiene que tomar en su caso sobre sí mismo»17. El
análisis de la muerte del otro, por consiguiente, no nos acerca a la comprensión del ser
propio. Sin embargo, se ha hecho patente la necesidad de separar, por un lado, el ‘salir
del mundo’ del ‘ser ahí’ en el sentido del morir, que es un fenómeno existencial, y por
otro, el ‘finalizar’ un viviente su vida, que es un hecho del ser cotidiano.

b) Inadecuación de los conceptos de ‘falta’, ‘fin’ y ‘totalidad’ para explicar la


existencia

Al ‘ser ahí’ le es inherente el inacabamiento, un ‘aún no’ que él será y que le falta
constantemente. Esta ausencia de totalidad constitutiva del existente encuentra su fin
con la muerte. ¿Es la muerte entonces el fenómeno que procura la perfección del ‘ser
ahí’y que completa sus carencias, al igual que se completa un conjunto de cosas al entrar
en él su último ingrediente?
En primer lugar, el inacabamiento del Dasein no puede compararse con el ‘aún no
ser junto’ de las cosas, la falta de reunión de lo que ya existe en conjunto de alguna
manera, y que simplemente está todavía incompleto porque no ha llegado a su fin el
proceso por el cual sus partes se han ido acumulando. Esta forma del ‘faltar’ surge
realmente como resultado de percibir el ser que está ‘a la mano’, y la falta que se
descubre no añade ni quita nada a este ser, pues su no estar completo le es en definitiva
accidental. El inacabamiento de la cosa es simplemente relativo al límite que se ponga en
el acto de percepción. En sí mismas, las cosas no son nunca incompletas. En cambio, el
‘ser ahí’ existe de tal manera que siempre está en falta; su inacabamiento es constitutivo,
porque su ser es una fuga perpetua hacia sus posibilidades. Y en el momento en el que
se alcanzase desaparecería. «El ‘ser ahí’ existe en cada caso ya justamente de tal manera,
que siempre le pertenece su ‘aún no’»18. «Es, por esencia —dice Jolivet— el ser que jamás
puede lograrse»19.
Podría ser el ‘aún no’ del ‘ser ahí’ como el madurar de una fruta, que mientras va
ocurriendo va expresando una irrealización constitutiva, la de no ser fruta madura. Sin
embargo, en nada se parece este fenómeno de la madurez como fin a la muerte como
fin. Porque con la madurez la fruta ha alcanzado su perfección, pero el ‘ser ahí’ acaba
sin haber alcanzado ‘plenitud‘ alguna. La muerte no conlleva la realización de todas sus
posibilidades, sino más bien su supresión; es más, incluso es posible que la muerte
acontezca sin que ni siquiera se haya tenido ocasión alguna de llevar nada a cabo. «Finar
no quiere decir necesariamente llegar a la plenitud. Tanto más urgente se torna la
cuestión del sentido en que debe concebirse la muerte como finar del ‘ser ahí’ —apunta
Heidegger»20.
¿Puede el ‘ser ahí’ acabar en la muerte como cesa el camino? En este caso lo que
acaba no desaparece en su ser; simplemente, se concluye, pasa a ‘no ser ante los ojos’.
Lo que ha acabado entonces es lo que ha concluido ‘ante los ojos’, pero este tipo de
plenitud no es la del ‘ser ahi’, pues éste nunca está a nuestra disposición como algo ‘a la
mano’. También podría darse el caso de que la muerte fuera como el acabarse de la
lluvia, que cuando cesa desaparece. Pero tampoco este tipo de finar es en modo alguno
adecuado al ser del ‘ser ahí‘, que en su fin ni llega a la plenitud, ni simplemente

7
desaparece, ni mucho menos queda concluido y a nuestra disposición. Con lo cual
podemos afirmar que el intento de llegar a la comprensión del finar del ‘ser ahí’ a partir
de su carácter constitutivo de ‘ser carente’, de ser que ‘aún no es’, ha resultado
infructuoso21.
Quedan además excluidas de la investigación otras formas de acceso a la muerte
que suponen ontologías derivadas de la ontología fundamental que intenta mostrar el
discurso de Heidegger. Así pues, ni la biología, ni la psicología, ni la religión, pueden
decir nada sobre la muerte que afecte a la estructura original de la existencia. «La
exégesis existenciaria de la muerte es anterior a toda biología y ontología de la vida»22. Si
el análisis quiere seguir conservando la primacía de situarse en la ontología fundamental,
no puede detenerse a considerar las formas de valorar (religión) o de tratar la vida y la
muerte (biología), pues éstas suponen una comprensión ontológica anterior de
fenómenos que sólo puede descubrir en su originalidad la analítica del ‘ser ahí’.

c) La estructura ontológico-existenciaria de la muerte

«La muerte no es algo que aún no es ‘ante lo ojos’, no es ‘lo que falta’ últi-
mamente, reducido a un mínimo, sino más bien una ‘inminencia’»23. El problema
consiste en saber qué es lo que se le hace inminente al ‘ser ahí’ en la muerte. Por
supuesto, no puede ser nada ‘ante los ojos’ o ‘a la mano’, nada que se parezca a los
hechos objetivos; tampoco puede consistir en una posibilidad del ‘ser con’ los otros,
pues Heidegger ya ha negado que la experiencia de la muerte, en cuanto propia,
pertenezca al ámbito de la cotidianidad. Lo inminente en la muerte es el mismo ‘ser ahí’
en su ‘poder ser’ más peculiar, aquél en el que le va su ‘ser en el mundo’ absolutamente.
«Su muerte es la posibilidad del ‘ya no poder ser ahí’»24. Con lo cual, la muerte se destaca
como la posibilidad más peculiar, y por tanto irreferente, en cuanto el existente no puede
tenerla con respecto a nadie que no sea él mismo; además de esto, la muerte también se
caracteriza por ser irrebasable, en cuanto consiste en la posibilidad de la absoluta
imposibilidad del ‘ser ahí’, siendo en este sentido la posibilidad última, la posibilidad más
allá de la cual ya no hay ‘ser en el mundo’, esto es, ya no hay ‘existencia’. Por supuesto,
la muerte no puede ser un hecho, el acontecimiento que ocurre tardía o tempranamente
en el curso del ser; el ‘ser imposible’ no puede ser nunca efectivo, real, sino meramente
posible, esto es, inherente a las posibilidades propias del ‘ser ahí’. Desde el momento en
que el ‘ser ahí’ existe se encuentra ya entregado a la posibilidad de su muerte.
De este constante y constitutivo ser arrojado a la muerte el ‘ser ahí’ no tiene de
inmediato un saber expreso y mucho menos teórico; sin embargo, se le revela en la
angustia, que no es un simple sentimiento de debilidad, un temor a la muerte, sino el
fundamental encontrarse del ‘ser ahí’ teniendo entre sus posibilidades constitutivas la de
‘ser relativamente al fin’, en el ‘estado de abierto’, como ser arrojado al mundo. Y el saber
o no saber fáctico que posea el ‘ser ahí’ de su inherente ‘ser relativamente al fin’ no
demuestra en absoluto nada sobre la universalidad de esta estructura ontológica; más
bien es una consecuencia de la posibilidad existencial de mantenerse de diversos modos
en el ‘estar a la muerte’. «El que fácticamente muchos no sepan inmediata y
regularmente de la muerte, no debe presentarse como una prueba de que el ‘ser
relativamente a la muerte’ no es inherente ‘universalmente’ al ‘ser ahí’, sino sólo de que

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éste se encubre inmediata y regularmente el más peculiar ‘ser relativamente a la muerte’,
fugitivo ante este ser»25. Por esto, aunque de forma impropia porque en ella se va a dar a
la fuga, el ‘ser relativamente al fin’ ha de mostrarse también en la cotidianidad, en la
inmediata concreción del ‘ser ahí’, si realmente constituye una forma de ser original y
esencialmente inherente al ser el existente.

d) La muerte y la cotidianidad

El ser cotidiano, el uno entre otros, se expresa como ser ‘público’ en las ha-
bladurías; éstas tienen que poner de relieve la forma en que el ‘ser ahí’ interpreta la
muerte en su sentir cotidiano, esto es, en el modo del encontrarse en un cierto estado de
ánimo.
En el habla cotidiana la muerte se presenta como algo que hace frente cons-
tantemente, un ‘caso de defunción’, un accidente que tiene lugar dentro del mundo y
que no se refiere a ningún existente en concreto, sino que alcanza al ‘uno’ inde-
terminado. De esta forma el morir deja de pertenecer propiamente a alguien, con lo cual
cualquiera puede decirse que la muerte, si bien está produciéndose de continuo, nunca
es asunto propiamente suyo, sino de ese uno que se muere y que es en definitiva nadie.
Así considerado el asunto, asumida la cotidiana realidad del morir, deja de consistir en
una posibilidad propia y se convierte simplemente en un hecho fortuito y común,
pasajero, quedando encubierto el carácter peculiar e irrebasable de la muerte propia. Ni
siquiera deja el ser cotidiano que surja la angustia ante la muerte, y para ello hasta
disimula ante el moribundo, o sienta reglas sobre la forma en que uno ha de conducirse
relativamente a la muerte. «El encubridor esquivarse ante la muerte domina la
cotidianidad tan encarnizadamente —afirma Heidegger— que en el ser ‘uno con otro’
se dedican los ‘allegados’ a hablarle y convencerle justamente al ‘moribundo’ de que
escapará a la muerte y de que pronto volverá a la tranquila cotidianidad de aquel mundo
de que él se cura»26.
Además de evadirse de la muerte convirtiéndola en un hecho cotidiano sin
referencias a nadie concreto, también el ‘ser ahí’ oculta la muerte en la certidumbre; en
primer lugar obteniendo una certidumbre empírica, porque está el existente convencido
de que todos los seres humanos mueren, y, en segundo lugar, logrando una certidumbre
aplazada, que asegura la realidad de la muerte, determinándola en la certeza de que
llegará en un momento concreto que es ‘tarde o temprano’, pero al mismo tiempo
disimulando con ello un aspecto decisivo del ‘estar propiamente a la muerte’: la
indeterminación de su cuándo, el ser posible a cada instante.
En estas formas de ocultamiento de la muerte como posibilidad más peculiar,
irreferente, irrebasable, cierta y en cuanto tal indeterminada, se manifiesta el ‘ser ahí’
cotidiano en la falsedad de su ‘ser fáctico’27. De tal manera que con el encubrimiento del
‘estar constantemente a la muerte’, teniendo por verdadero el hecho de una muerte que
acontecerá con seguridad en algún momento de su vida pero nunca ahora, el ‘ser ahí’ se
emplaza en una forma de ser impropia y escapa a la angustia que le provoca su propio
encontrarse ya en la muerte. De la posibilidad de superar esta forma impropia depende el
éxito de la investigación: «¿Puede el ‘ser ahí’ comprender propiamente su posibilidad más
peculiar, irreferente e irrebasable, cierta y en cuanto tal indeterminada, es decir,

9
mantenerse en un ‘ser relativamente a su fin’ propio? Mientras no se ponga de
manifiesto ni se defina ontológicamente este ‘ser relativamente a la muerte’ propio,
padecerá de una deficiencia esencial la exégesis existenciaria del ‘ser relativamente al
fin’»28.

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e) El ‘ser relativamente a la muerte’ propio

El ‘ser relativamente a la muerte’ propio no puede encubrirse su posibilidad más


peculiar; por el contrario, constituido por el ‘estado de abierto’, tiene que disponerse a la
comprensión de la muerte propia en cuanto en ella descubre una posibilidad que no
puede disimular ni en el ámbito de las cosas ‘a la mano’ ni en el ámbito del ‘ser público
cotidiano’.
Pues el ‘ser relativamente a la posibilidad’ de la muerte no posee indudablemente
el carácter del ‘ser saliendo fuera de sí para cuidarse’ de la realización de lo que está ‘ante
los ojos’ o ‘a la mano’. La muerte no es nada disponible que puedo tener al alcance y
cuya posibilidad realizo en su utilización, pues no tiene el ser de lo ‘a la mano’, sino el
ser del ‘ser ahí’. Por otra parte, mientras que en la utilización de la cosa, esto es, en la
realización de su posibilidad como ‘ser para...’, queda confirmado el ser de lo que está ‘a
mano’, en cambio con respecto a la posibilidad de la muerte la realización, esto es, el
efectivo dejar de vivir, llevaría consigo la supresión del ser que ‘está a la muerte’.
Otros modos que tiene el ‘ser ahí’ de tomar en cuenta sus posibilidades son el
‘detenerse cabe a’ y el ‘esperar’, pero igualmente se puede demostrar que ninguno de
ellos afecta al ‘estar en la posibilidad de la muerte’. Detenerse ante la posibilidad de la
muerte, por ejemplo, en el ‘pensar la muerte’, puede consistir en un cavilar cuándo y
cómo se realizará la posibilidad, que aunque no la niega como posible, sí la debilita
«queriendo disponer de ella al calcularla»29. En definitiva, el pensar que calcula el tiempo
de la muerte ya supone una forma impropia de ser, pues hace que se pierda el carácter
de posibilidad absoluta, nunca determinada, de la muerte propia. Por otra parte, en la
espera vuelve a mostrarse el modo de ser ‘ante lo ojos’, en cuanto lo que se espera es ver
realizado lo posible, verlo hacerse efectivo. Luego la espera también representa un
modo inadecuado de plantearse la posibilidad de la muerte, otra forma de evasión, que
se imagina poder tener en algún momento al alcance lo que propiamente no puede llegar
nunca a ser alcanzado. Porque la muerte es una imposibilidad de imposible realización.
«La muerte como posibilidad no da al ‘ser ahí’ nada ‘que realizar’, ni nada que como real
pudiera ser él mismo. La muerte es la posibilidad de la imposibilidad de todo conducirse
relativamente a..., de todo existir. En el ‘precursar’ de esta posibilidad, ésta se hace ‘cada
vez mayor’, es decir, se desemboza como una posibilidad que no conoce en general
medida, más ni menos, sino que significa la posibilidad de la imposibilidad sin medida
de la existencia»30.
La forma de ‘ser relativamente a la posibilidad’ con respecto a la muerte, que es
posibilidad irrealizable, no puede radicar entonces en el pensar ni en la espera, sino en
un modo de ser que Heidegger denomina ‘precursar’ (Vorlaufen), y que viene a significar
la comprensión que tiene el existente sobre su posibilidad constante de no existir, esto
es, su ser, desde que existe, una anticipación de su muerte como algo siempre posible.
Desde esta perspectiva, no hay medida ni cálculo que pueda concretar tal anticipación,
porque ya no se trata de un hecho, sino de una trama de la estructura ontológica de la
existencia. Existir es ‘estar a la muerte’, o como dice, Peñalver, «existir es existir sobre el
fondo de que existir es imposible»31.
Esta peculiar posibilidad de la muerte es irreferente en cuanto hace comprender al
‘ser ahí’ que únicamente desde sí mismo puede afrontar la más intransferible de sus

11
posibilidades; y es irrebasable, de tal manera que esto le posibilita para entender en todo
momento determinadas por el fin, comprendidas como finitas, sus posibilidades más
peculiares. Una vez que la anticipación de la muerte ha puesto de manifiesto al ‘ser ahí’
la posibilidad extrema de su absoluta pérdida, «rompe todo aferrarse a la existencia en
cada caso»32. Esto es, ante la muerte, el ‘ser ahí’ se pone en libertad para no ser ya
determinado por las posibilidades fácticas que la posibilidad irrebasable ha limitado y, en
cierto modo, relativizado. Podríamos decir que la seriedad de la muerte, en cuanto
posibilidad única e incomparable, resta seriedad a cualquier posibilidad que pueda
acontecer. En otras palabras: comprendiendo el ‘ser ahí’ la muerte como lo único
insuperable, abre la posibilidad de superar todas las demás posibilidades que están
antepuestas a ella. Y en este sentido desvela al ‘ser ahí’ en su totalidad como pudiendo
ser todo hasta la muerte. Aislado en sí mismo, el existente también tiene la posibilidad de
reconocer la singularidad de los otros, con lo cual se libra del peligro de inmiscuirse en
la manera propia que tienen los demás de entender la existencia, e incluso, evita el
peligro de imponer su propia concepción a cualquier otro.33

Y si la existencia descubre en la muerte su ser propio, de tal manera que por ella se
singulariza el ‘ser ahí’ en sí mismo, curiosamente al mismo descubrimiento de la
determinación del ‘ser ahí’ en su ser va unida la afirmación de la nada que le amenaza
constitutivamente. ¿Qué clase de ser es éste que cuando se sabe lo hace en la
confirmación de su poder no ser nada? «En el ‘precursar’ la muerte indeterminadamente
cierta se expone la existencia a una amenaza constantemente surgente de su ‘ahí’ mismo
—dice Heidegger»34. Si todo comprender es un encontrarse, resulta que el existente se
encuentra con la constante amenaza de la muerte en la angustia, que al mismo tiempo
que le desvela su ser más propio le anticipa su posibilidad de no ser. En la angustia se
encuentra el ‘ser ahí‘ ante la nada de la posible imposibilidad de su existencia. En la
angustia, al cabo, el ‘ser ahí’ se libera definitivamente del anonimato en que
cotidianamente se pierde siendo ‘uno entre otros’, y se pone ante la posibilidad de ser él
mismo, él mismo en «la apasionada LIBERTAD RELATIVAMENTE A LA MUERTE, desligada
de las ilusiones del uno, fáctica, cierta de sí misma y que se angustia»35.

f) Muerte, tiempo y sentido

En el ‘estar a la muerte’ se le hace posible al ‘ser ahí’ comprender su ser propio.


Asimismo, también se desvela el poder-ser total del ‘ser-ahí’ sobre la base del fenómeno
del anticipar la muerte como posibilidad límite, irreferente e irrebasable. El testimonio
existencial del poder-ser propio capaz de confirmar que el ‘estar a la muerte’ no es
simplemente una posibilidad ontológica ficticia o impuesta por la fuerza al existente,
sino un modo de ser que el ‘ser ahí’ asume como propio, una exigencia, lo ha
encontrado Heidegger en el ‘querer-tener-conciencia’ y en el ‘estado de resuelto’36. A
partir de este momento la investigación existenciaria se dispone a dar cuenta del
fenómeno de la totalidad del todo estructural del ‘ser ahí’.
Habrá, pues, que dirigir el análisis hacia las condiciones que hacen posible este
‘poder ser’ total, esto es, debemos preguntar por el sentido ontológico del ser del ‘ser
ahí’. Según la investigación sobre el comprender que hace Heidegger en el parágrafo 32

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de El Ser y el Tiempo, «es sentido aquello en que se funda la comprensibilidad de algo, sin
presentarse ello mismo a la vista expresa y temáticamente. Sentido —sigue diciendo—
significa el ‘aquello sobre el fondo de lo cual’, la proyección primaria partiendo de la
cual puede concebirse la posibilidad de algo en cuanto es aquello que es»37. Buscamos,
por consiguiente, aquello que constituye al ‘ser ahí’ en un ‘poder ser total y propio’.
Este sentido, en cuanto propio del existente, tiene que ser aquél ‘sobre el fondo
del cual’ pueda comprenderse no sólo la estructura ontológica radical de la existencia, el
‘estar al cuidado de’ y sus diversos modos, sino también aquellas experiencias con los
entes —el conocimiento científico positivo, por ejemplo— que se derivan del ser de la
cura. Además, Heidegger va a insistir en que el sentido de este ser no se puede hallar
fuera de él, pues tiene que consistir en una condición de posibilidad propia, una clave de
comprensión por la que el ‘ser ahí’ se vuelva accesible en su ser. «El sentido del ser del
‘ser ahí’ no es otra cosa, que flote en el vacío y ‘fuera’ de él mismo, sino el ‘ser ahí’ mismo,
que se comprende a sí mismo»38.
Pero recordemos que la posibilidad más propia del ‘ser ahí’, aquella por la cual el
‘ser ahí’ se desvela como ‘un ser propio y total’, no es otra que el ‘estar a la muerte’. De
tal manera que la pregunta por el sentido, esto es, por aquello ‘sobre el fondo de lo cual’
se hace posible y accesible el ser del ‘ser ahí’ y con él su existencia fáctica, tiene que
traducirse también en la pregunta por el sentido de la muerte. Ya que el ‘ser ahí’ se
pregunta por el sentido porque es abierto en su ser, y esto significa que su ser es el de un
‘poder ser’, el de un ente al que le va su ser, al constituir la muerte su más peculiar
posibilidad se le abre en ella al ‘ser ahí’ su más propio ‘poder ser’, aquel en el que le va
absolutamente el ser. Con lo cual, resulta que el sentido del ‘ser relativamente a la
muerte’ tiene una primacía ontológica con respecto a cualquier otro modo de ser el ‘ser
ahí’. Y si la temporalidad es aquello que da sentido y hace posible el ser de la cura, lo
que sea la temporalidad ha de orientarse por el ‘estar a la muerte’ y será al cabo este ser
originario el que la defina, o sea, aquella posibilidad a partir de la cual la temporalidad se
podrá interpretar como finita.

Tenemos, con esto, que el tiempo entendido como temporalidad es el sentido del
ser del ‘ser ahí’, la condición de posibilidad de la existencia. Y si lo que hace posible un
ser es también lo que lo hace accesible en su ser, entonces podemos decir que el tiempo
es esencial; así, en su comentario a la Fenomenología del espíritu de Hegel, como ya hemos
señalado en otro lugar, Heidegger define el tiempo como «la esencia originaria del ser».
Empero, teniendo en cuenta las consideraciones sobre el tiempo que nos ha ofrecido la
reflexión fenomenológica en este capítulo, no podríamos más que extraer una lectura
desquiciante de estas afirmaciones heideggerianas. Pues resulta que hasta ahora se nos
ha presentado la temporalidad como una trama fundamental de la existencia y de la
conciencia, efectivamente, pero absurda por impensable, por no admitir ninguna
sujeción al concepto, e infinita por su falta de determinación, de medida, de límite, en
definitiva, por su desmesura. De acuerdo con estos pensamientos, nos vemos obligados
a concluir que, de ser el tiempo el sentido, como asegura Heidegger, la existencia
entonces no tendrá sentido alguno, o dicho de otra forma, su sentido será el sinsentido.
Para sostener lo contrario, en primer lugar, hay que conseguir negar el carácter de
infinitud a la temporalidad, esto es, hay que determinar el tiempo de alguna manera,

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propósito al que Heidegger cree haber llegado cuando asegura que la existencia humana
tiene un fin propio que la determina necesariamente porque este fin es inherente y en él
se revela la misma esencia de su ser. En tal caso, nos tenemos que preguntar si esta
temporalidad finita que ha trazado Heidegger, que no sólo es pensable sino que se le
hace accesible al ‘ser ahí’ como sentido de su ser, supone verdaderamente un tiempo
radical, ‘auténtico’, o por el contrario sólo nos revela a la postre otra de las ficciones que
imagina el pensamiento que pretende concebir el tiempo. Si se da este último caso, si la
reflexión de Heidegger sólo puede afirmar la posibilidad de que el tiempo constituya una
esencia a costa de limitar el tiempo, esto es, de ocultar su indeterminación constitutiva,
entonces la filosofía de Heidegger cae en la misma ilusión que cae la Ciencia o el sentido
común cuando creen haber logrado dominar el tiempo, y en ella, por consiguiente, sólo
llega a hacerse patente una concepción impropia del tiempo, la de la filosofía, la que
trata el tiempo como si de él hubiera concepto posible. Si bien a estas alturas de indaga-
ción tenemos que admitir que la reflexión sobre el tiempo es la reflexión fundamental,
también por lo dicho hasta ahora cada vez se nos hace más difícil asegurar que esta
reflexión sea de algún modo factible.

En segundo lugar, después de poner en tela de juicio si un tiempo limitado que


propicia la unidad de la estructura ontológica del existente puede ser tiempo alguno,
también cabe preguntarse si podemos admitir que aquello que limita al tiempo, el ‘estar a
la muerte’, sea algo de lo que pueda haber noción; porque quizás eso no sea nada más
que un absurdo enorme, y cuando nos creemos que lo estamos de algún modo
pensando, no pensemos sino otra cosa muy distinta que por alguna razón nos conviene
pensar. Las críticas de Sartre al ‘ser relativamente a la muerte’ heideggeriano van a ser
feroces, pero no sólo las suyas, sino también las de muchos otros que se han acercado a
la obra, como Wahl, Jolivet, Ricoeur, o Derrida.
Es indudable que la indagación de Heidegger intenta llegar a la misma entraña de
la experiencia de la muerte, de tal manera que, bien mirado, puede llevarnos a
vislumbrar una muerte muy cercana a la ‘caída en lo sin fin’ de la que hablábamos al
principio de este capítulo. En definitiva, la muerte acaba siendo para Heidegger la
conciencia de que existir es constantemente imposible. Sin embargo, en lugar de aceptar
esta derrota, que otra cosa no es, el filósofo alemán pretende que pueda tal conclusión
imposible servir de fundamento al ser ‘propio y total’, cuando por el contrario lo que
está poniendo de manifiesto la muerte, y el mismo Heidegger lo reconoce al analizar la
temporalidad, es que la pretendida propiedad y la totalidad se están continuamente
disolviendo en la nada. Ser propio y ser total se desvanecen en el reino de las quimeras
Por supuesto que hay que estar de acuerdo con Heidegger cuando sostiene que el ser
que existe está siempre a morir; pero no vemos que esto nos sirva para establecer
conclusión alguna. En todo caso, quizás lo único que nos provoque tal afirmación sea el
recuerdo de sentencias del teatro barroco, o aquélla que escuchamos en los versos de
Píndaro: «Sueño de una sombra, el hombre»39.
En cierto modo Heidegger estaría cayendo en el mismo error que él achaca a la
concepción inauténtica del tiempo. Situándose en ésta, el hombre se hurta a su
temporalidad propia, que es conciencia de la muerte como lo más propio, convirtiendo
el tiempo finito en un tiempo infinito que está constituido por una sucesión ‘infinita’ de

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ahoras. Con ello olvida, oculta, la finitud de su condición. Sin embargo, Heidegger
también olvida el absurdo de la muerte al convertirla en el ser propio del Dasein. Lo
tremendo de la muerte y del tiempo es que, si tenemos que tratar con ellos, no parece
haber posibilidad de un pensamiento conciliador, un pensamiento de la esencia y del
sentido. Y Heidegger es al cabo un pensador optimista. No parece estar dispuesto a
aceptar que el ser, temporal en su esencia, por esto no tenga sentido alguno, que sea
simplemente una ilusión, un producto de un encantamiento, de una maquinación atroz
de dos hechiceros, «que uno quita lo que otro pone». La filosofía de Heidegger en El Ser
y el Tiempo no es consciente de la imposibilidad de un pensamiento satisfecho de sí
mismo si el ser es tiempo y muerte40.

g) Temporalidad y concepción impropia del tiempo

En el poder ‘advenir’ a sí en su posibilidad más peculiar, en el ‘ser relativamente a


la muerte’, el ‘ser ahí’ se hace propiamente advenidero. Y «‘advenir’ —dice Heidegger—
no mienta aquí un ahora que aún no se ha vuelto ‘real’, pero que llegará a ser, un buen
día»41, sino la forma de ser del ‘ser ahí’ por la cual, existiendo, adviene a sí ya siempre.
No es el ‘advenir’, por tanto, el futuro vulgar, sino la capacidad del ‘ser ahí’ de
mantenerse siempre como ser posible en su ser general, esto es, independientemente de
la forma en que tome de ello consideración, propia o impropiamente.
En segundo lugar, el ‘ser ahí’ existiendo no tiene más remedio que aceptar la
deuda o la culpa de no ser su propio fundamento; en la facticidad el ‘ser ahí’ toma sobre
sí el ‘estado de yecto’, esto es, existe siendo ‘como en cada caso ya era’, un sido. Pero este
tomar sobre sí el ser sido sólo es posible sobre la base del ‘advenir’, pues por este modo
de ser se le abren al ‘ser ahí’ sus posibilidades. En este sentido, «el ‘ser ahí’ sólo puede ser
sido propiamente en tanto es advenidero»42.
Por último, a la caída corresponde el fenómeno temporal del ‘ser cabe’ lo ‘a la
mano’, el presentar, estructura ontológica por la que el ‘ser ahí’, en el dejar hacer frente,
permite que el mundo circundante del que se apodera obrando se haga presente.
Los tres fenómenos de la temporalidad poseen una articulación interna; en cuanto
el sido surge del advenir, y el advenir sido va presentándose cabe los entes que hacen
frente, la temporalidad puede reducirse a un fenómeno unitario que habría que
caracterizar como un ‘advenir presentando que va siendo sido’. De tal manera que esta
unidad va a asegurar la unidad misma de las diversas dimensiones ontológicas del ‘ser
ahí’, es decir, la unidad de la existencia, la facticidad y la caída. Si el ‘ser ahí’ es
constitutivamente un ‘ser al cuidado de’ como ‘pre-ser-se-ya-en (un mundo) como ser-
cabe (entes que hacen frente dentro del mundo)’, vemos que en el advenir se funda la
posibilidad del ‘pre-ser-se’, que no se refiere a la determinación en un tiempo futuro,
sino a la constante apertura del ‘ser ahí’ hacia su ‘poder ser’; igualmente en el ser sido se
pone de manifiesto el sentido existenciario del ser de un ente que, en tanto es, es en cada
caso ya, no como un hecho ‘ante lo ojos’ que con el tiempo surge y pasa, como cree la
errónea consideración vulgar del pasado, sino como un encontrarse ya siempre siendo sido;
por último, la íntegra temporalidad del advenir y del sido incluye el hacerse presente en
un mundo, ante los entes que hacen frente.

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Siendo, entonces, la temporalidad el sentido del ‘ser ahí’, no consiste ni en un ente,
ni en una determinación cerrada en sí misma, homogénea; por el contrario, la
temporalidad es extática, el original ‘fuera de sí’ en y para sí mismo. Esto significa que en
cualquiera de las modalidades fenoménicas de la temporalidad propia, en cada uno de
los éxtasis, el ‘ser ahí’ se pone más allá de sí: en su posibilidad, en lo sido fáctico, en los
entes que hacen frente, en definitiva, en un mundo. «Por lo mismo que el Dasein se
temporaliza, hay también un mundo. Si no existiese el Dasein dejaría de haber un mundo —
comenta Jolivet»43. La imposibilidad de que se dé el ‘ser ahí’ sin darse como ‘ser-en-el-
mundo’, que ya se hace patente en el carácter extático de la temporalidad, va a tornar
superfluos e inexistentes los problemas de la objetividad o subjetividad del tiempo. De
tal manera, dirá Heidegger, que el tiempo mundano es más ‘objetivo’ que todo posible
objeto, porque, como condición de posibilidad de los entes intramundanos, resulta
‘objetivado’ ya con el ‘estado de abierto’ del mundo; y, por otra parte, es más ‘subjetivo’
que todo posible sujeto, pues contribuye a hacer radicalmente posible el ser fáctico del
existente44.
El tiempo de la comprensión vulgar, que es la forma en que se expresa la
temporalidad impropia constituida a partir de la ocultación de la muerte, resultará de
una nivelación del carácter extático del tiempo original, y de una conversión del tiempo
propio finito en pura secuencia de ahoras sin principio ni fin45. Y ambos fenómenos
serán en definitiva consecuencia del despliegue de la unidad extática de la temporalidad,
despliegue que va a producir lo que Ricoeur llama una «disposición ‘estratificada’ del
tiempo»46, una jerarquización de niveles de manifestación de la temporalidad que
requieren distintas denominaciones: temporalidad cotidiana, historicidad, intratemporalidad,
concepción vulgar del tiempo o tiempo del mundo. Al cabo, en el tiempo vulgar, queda
encubierta la finitud de la temporalidad propia, pues, en la medida en que el ‘ser ahí’ cae
en una relación pragmática con lo dado en el mundo oculta su ser propio, esto es, su
finitud. Y también, en la medida en que esa caída es ineludible, en cuanto forma parte de
la misma estructura ontológica del ‘ser ahí’, la reflexión sobre el tiempo deberá atender a
la tematización del tiempo vulgar, cuyo modelo, como vimos ya en un capítulo anterior,
se encuentra en la definición aristotélica del tiempo47.
¿Qué es lo que se encubre en el ‘tiempo de los ahoras’, en el tiempo que ha
perdido los rasgos fundamentales de la fechabilidad y la significatividad, y simplemente
discurre como un homogéneo e inacabado paso de instantes semejante a una eternidad?
La respuesta es obvia: se encubre la muerte que define la temporalidad propia.
El ‘ser ahí’ existe finitamente por su temporalidad propia. Si en algún momento
podemos decir que el tiempo prosigue aunque ya no sea ahí yo mismo, o que el advenir
puede proyectar una infinidad de cosas, no es porque la temporalidad deje de ser finita,
sino porque estamos considerando algo diferente de ella, algo que no es la constitución
original del ‘ser ahí’. «La tentación de pasar por alto la finitud del advenir propio y
original y con ella la temporalidad, o de tenerla a priori por imposible, surge del
constante ponerse por delante la comprensión vulgar del tiempo»48.
Con lo cual, la pregunta tradicional sobre el tiempo se invierte en la reflexión de
Heidegger. Ya no se trata de intentar explicar cómo es posible el tiempo finito de la
existencia a partir de la infinitud, ya sea entendida ésta como eternidad o como tiempo
sin fin que surge y pasa ‘ante los ojos’, sino de mostrar cómo surge de la temporalidad

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propia la impropia, y cómo desde ésta se gesta la idea derivada de un tiempo infinito.
«Sólo porque el tiempo original es finito puede temporaciarse el ‘derivado’ como in-finito
—sostiene Heidegger»49. Sin embargo, nosotros defendemos justamente lo contrario:
porque el tiempo original es in-finito, en el sentido de no-delimitado, de sin límite ni definición, cualquier
tentativa de determinar un tiempo finito, esto es, cualquier pretensión de describir ontológicamente el
tiempo, no puede más que verse abocada a la paradoja.
Y en el caso que nos ocupa ahora, la paradoja crucial a la que se ve llevado el
análisis heideggeriano es aquélla que se produce al limitar el ser propio a partir del ‘estar
a la muerte’, cuando resulta que tal vez sea la muerte la imposibilidad de límite alguno.
Pues sólo puede ser comprendida la muerte como un ‘límite’ en la comprensión vulgar50
del tiempo, en definitiva, en aquella comprensión que, aún llegando a considerar el
tiempo siempre inacabado, no puede dejar de representárselo como limitado y ‘ante los
ojos’, comprensión ésta con la que, asombrosamente, Heidegger coincide, aunque su
pretensión sea del todo opuesta, al no ser otra que la de definir la temporalidad del ser
propio y original del ‘ser ahí’. Vamos a prestar atención a este ‘estar a la muerte’
heideggeriano desde posiciones críticas, a sabiendas de que es el concepto que soporta
toda la construcción del análisis de la temporalidad.

1.2. Imposibilidad de que la muerte sea un fin

Eugenio Trías51 rechaza con ardor la noción de ‘ser-para-la-muerte’ de Heidegger,


ya que en ella ve una inaceptable concepción del ‘límite’, el límite negativo que es
conciencia de la infinitud y de la culpa, conciencia angustiada cuya existencia se enmarca
entre la nada del principio y la muerte del fin. «La cultura nihilista se evidencia por un
culto histérico a la vida y por una convicción radical, una fe epistémica en la Muerte
(como ‘mi propia muerte’), es decir, en una fe absoluta en la propia yoidad e identidad.
Y en la correlativa creencia de que los muertos ‘están bien muertos’ y nada tienen que
ver con el mundo de la vida, y en consecuencia el límite entre vivos y muertos es
pensado como muro infranqueable, absoluto, como barrera, obstáculo y límite negativo
absoluto e inflexible (nihil negativum)»52. En definitiva, según Trías, en esa concepción de
límite se revela el nihilismo de la modernidad, pensamiento desdichado que tiene que ser
superado por una filosofía capaz de entender el límite y el tiempo como espacio
fronterizo y de comunicación. El tiempo hace posible la apertura de la existencia hacia
el ser que se extiende más allá del pensar y de la palabra, en los indeterminados lugares
donde reposa lo que no tiene forma y no tiene voz. Ser fronterizo el tiempo, en el límite,
por tanto, con un pie en lo real y con otro pie en lo infinito, superando la finitud, se
hace gozne, oscilación metafísica, mediación hermenéutica: «Hermes habita ese espacio
como Ángel de la anunciación y como conductor de las ‘almas muertas’ hacia el
Hades»53.
También el discurso de García Calvo nos descubre una concepción del tiempo y
del límite muy diferente a la de Heidegger, pues el Tiempo de la Realidad, que se quiere
limitado y concluido, está revelando en sus deficiencias y en sus contradicciones el
tiempo infinito y salvaje, aquél que no se rinde a límite ni medida, y que se hurta al
concepto y a cualquier lazo que quiera atraparle, como un duende huidizo y cicatero. De
tal manera que, si bien el Tiempo real se ha construido para intentar negar y limitar el

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otro, el indomable, no por ello deja de ponerle de manifiesto, «pues es la ordenación
temporal de la Realidad, es el fracaso constante de la empresa de determinación de lo sin
fin, de casar los incasables, es el constante estropicio de los órdenes y los
reordenamientos consiguientes, lo que nos hace sentir por debajo de todo ello algo
como un pasar sin orden ni sentido del que nada saben relojes ni calendarios, a la
manera de un vendaval de fuera que se cuela por los resquicios de la construcción
siempre renovados...»54.
Desde otra perspectiva Jacques Derrida, comentando el texto heideggeriano, se
pregunta qué sentido puede tener un discurso sobre la muerte y una experiencia de la
muerte cuando se ha evitado mostrar en el Dasein cualquier referencia a la vida. Y la
interrogación, según ha planteado Heidegger el ser del ‘ser ahí’, es sin duda demoledora,
pues es cierto que para un ser que no es un viviente, sino una estructura ontológica, y
que no tiene ningún aspecto animal o humano, no sabemos qué pueda significarle la
palabra ‘muerte’55.
Por otra parte, J. Wahl considera que el carácter límite de la muerte, como modo
esencial de Dasein, implica de alguna manera la eliminación del tiempo, la remisión de la
autenticidad del ‘ser ahí’ a un modo de ser último, intemporal, en él que se disuelve la
posibilidad del ‘advenir’, en cuanto la muerte es el ‘poder ser’ que desvela la
imposibilidad de la existencia, la negatividad constitutiva del ‘ser ahí’. Desde este punto
de vista lo más propio del ‘ser ahí’ ya no puede ser el tiempo, al cabo una ilusión del
Dasein, sino la posibilidad de su anulación, la «eternidad de la nada»56.
Jean-Paul Sartre, en las páginas de El Ser y la Nada dedicadas a la muerte,
desmonta con especial cuidado los argumentos que Heidegger ha tejido para mostrar la
muerte como lo más propio e irrebasable. Ya que Heidegger ha puesto en el ‘ser
relativamente a la muerte’ la clave de la temporalidad finita del Dasein, del tiempo como
sentido del ser del ‘ser ahí’, se hace necesario investigar en qué medida podemos aceptar
tal noción57.
El error de Heidegger, sostiene Sartre, se halla en la forma de individualizar al ‘ser
ahí’ en la muerte; el razonamiento traza un ostensible círculo, y de ningún modo llega a
demostrar que el existente pueda tener noción alguna de su propia muerte. Heidegger
comienza individualizando la muerte de cada uno apoyándose en la individualidad que
ha supuesto de antemano en el Dasein, para después determinar con ella la ‘propiedad’
del Dasein mismo, de tal manera que a la postre viene a considerar que es la muerte lo
que puede determinar el ser propio e intransferible del Dasein, «lo único que nadie puede
hacer por mí». Sin embargo, no podemos hablar de la referencia de la muerte a mi
persona antes de haber demostrado que la muerte tiene el poder de definirme como
semejante individualidad.
Y, «¿cómo probar que la muerte posee esa individualidad y el poder de confe-
rirla?» —se pregunta Sartre. En primer lugar, desde el punto de vista subjetivo, es del
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todo incorrecto afirmar que la muerte es «lo único que nadie puede hacer por mí», pues
todos mis actos son igualmente propios en este sentido, ya sea en una existencia
auténtica o inauténtica. Nadie puede experimentar mis emociones o sentir lo que yo
siento cuando actúo, ni proyectar ninguna de mis posibilidades, de tal forma que la
propiedad de todos mis actos en cuanto referidos a mí es del todo independiente de la
existencia cotidiana, y conlleva únicamente la posibilidad de que el Dasein pueda

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atribuirse sus acciones como propias. «Así, desde este punto de vista, el amor más trivial
es, como la muerte, irreemplazable y único: nadie puede amar por mí»59. Sin embargo,
consideradas las conductas por su función o por su resultado, ninguna es enteramente
propia, pues cualquier otro puede hacer lo que yo hago persiguiendo idénticos fines.
Incluso el morir por una razón o por una causa es transferible en cuanto que yo no soy
el único que puede dar sentido a la muerte: cualquiera puede morir en mi lugar, si
simplemente se trata de alcanzar algún objetivo.
Por otra parte, tampoco puedo esperar algo que sea mi muerte. Yo no puedo estar
esperando, como si de un acontecimiento se tratase, lo que se pierde en la
indeterminación más absoluta. La muerte, «está del lado del impedimento imprevisto,
inesperado, con el que siempre hay que contar, sin hacerle perder por ello su específico
carácter de inesperabilidad, pero que no es posible esperar (aguardar), pues se pierde por
sí mismo en lo indeterminado»60. La muerte sorprende al que la espera, y desbarata
cualquier intento de previsión, de tal manera que puede ocurrir que se muera antes de lo
anunciado, y la espera sea un engaño, o sobrevivir a las expectativas y, por tanto,
sobrevivirse a sí mismo, pues no se era más que lo que conjeturaba el cálculo.
«Tenemos, en efecto, todas las probabilidades del azar de morir antes de haber cumplido
nuestra tarea o, al contrario, de sobrevivir a ella»61. Y la sujeción de la muerte al azar
impide que el fin del hombre pueda consistir en un fin armonioso, en una resolución
que culmine la vida. La muerte, por el contrario, niega la realización del final esperado, y
por esto suprime toda posibilidad de sentido, en cuanto, siéndome ajena, anula todos
mis proyectos y niega todas mis posibilidades, esto es, me niega a mí, al negarme como
la posibilidad que yo soy.
Ser y temporalizarse son lo mismo para la existencia humana, ya que ésta no se
encuentra dada de una vez por todas, sino que es en la medida en que viene a sí. El
para-sí no consiste, por tanto, más que en continuo estado de espera de sí mismo,
situación de alerta que permanece pendiente de la realización de un futuro que a su vez
será reasumido en el pasado y reinterpretado a la luz de un nuevo proyecto. Cada acto
encuentra sentido siempre más allá de sí, siempre a la espera de un nuevo
acontecimiento que provocará otra interpretación y, con ello, también la apertura de un
nuevo tiempo. Estamos a la espera de las posibilidades que aún no se han desvelado y
que pueden ofrecer explicación a los acontecimientos que nos ocurren; el pasado toma
del presente su sentido, y el presente del futuro inmediato, y éste de futuros lejanos. Se
podría pensar entonces que el tiempo es una trama coherente que espera en suspenso
hasta una resolución final donde se lograse la clave última capaz de completar la
totalidad de la serie. Pero esto no es así. Pues, por una parte, esta espera del tiempo en la
que van ingresando nuevos futuros que quedan a su vez en suspenso no ofrece sino la
imagen del laberinto, y no la de la línea; además, si el último acontecimiento de la
pretendida totalidad del tiempo no se produce por una libre determinación, entonces no
puede terminar la vida y darla sentido, siendo tan exterior a ella. «Puesto que la muerte no
aparece sobre el fundamento de nuestra libertad, no puede sino quitar a la vida toda signifi-
cación. Si soy espera de esperas de espera y si, de golpe, el objeto de mi espera última y el
mismo que espera son suprimidos, la espera recibe retrospectivamente el carácter de
absurdo»62.

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Y si la muerte no es el término que da sentido al conjunto de expectativas que va
despertando el vivir, si no es la razón última de la existencia humana 63, entonces no
podemos considerar que el ser del existente tenga su límite propio en el ‘ser-para-la-
muerte’. Por el contrario, nada más alejado de la subjetividad que mi muerte: no puede
constituir mi posibilidad propia, porque ni siquiera puede estar entre mis posibilidades.
En cuanto el para-sí es un ser en pos de sí mismo reclama siempre un después, de tal
manera que cualquier acto suyo no es tal sin la posibilidad de un futuro que se abre en la
misma proyección de la acción, y que dispone la vida hacia una nueva espera.
Ya que mi muerte, como posibilidad indeterminada de no realizar ya presencia en
el mundo, como destrucción de todos mis proyectos, supone la imposibilidad del futuro,
no puedo aceptarla como proyecto, esto es, no forma parte de mi propia temporalidad.
Y con esto tenemos que ni como hecho de la condición humana puede definir ni limitar
la muerte mi tiempo, porque como hecho general pertenece al común de los mortales, y
no a mí mismo, ni como muerte concreta puede suponer fin o término alguno, pues así
comprendida es simplemente un hecho puro, radicalmente contingente y absurdo, ajeno
a mi subjetividad64, azaroso y fáctico como el nacimiento, y destructor de todas mis
posibilidades.

Profundizando aún más la crítica del concepto de ‘ser para la muerte’ heide-
ggeriano, Sartre niega rotundamente que, aún admitiendo que la muerte pueda
descubrirse en vida, consista en alguna forma de acabamiento que únicamente concierna
a la misma subjetividad que se representa su fin. Efectivamente, cuando Heidegger
planteaba el ‘estar a la muerte’, no quería expresar con él el acontecimiento del final de
la vida, sino el modo de ser que revela constantemente el ser más propio e irreferente, la
presencia continua de la propia finitud. Aún así, Sartre sostiene que la muerte que puedo
descubrir como mía sólo compromete a otro que no soy yo. «En efecto, en tanto que es
nihilización siempre posible de mis posibles, está fuera de mis posibilidades, y yo no
podría, por consiguiente, esperarla, o sea, arrojarme hacia ella como hacia una de mis
posibilidades. No puede, pues, pertenecer a la estructura ontológica del para-sí»65.
La muerte representa la definitiva caída en la indeterminación absoluta. Viene
desde afuera y me transforma en afuera, y porque me es tan exterior, tan ajena, no
puedo ni descubrirla, ni esperarla, ni adoptar actitud alguna hacia ella. Cualquier
previsión o supuesta certeza de mi muerte no consigue sino encubrir la imposibilidad de
hacerme noción alguna de tal acontecimiento. Y al mismo tiempo que me oculto al
sinsentido de la muerte, también encubro la imposibilidad de tenerme a mí mismo en
una idea, incertidumbre constitutiva que asedia de continuo a la conciencia y que,
paradójicamente, intentamos enmascarar, siendo justamente la inseguridad que nos
sujeta a la vida y gracias a la que estamos siendo un ser que consiste en proyectarse su
ser. Cuando el ser humano logra imaginarse su muerte como acto final propio, y logra
anticipar ese fin en la conciencia de saberse temporalmente limitado en el sentido
heideggeriano, o sea, sabiéndose un ser total y finito, ya puede contarse a sí mismo
como el que va siendo «entre el nacimiento y la muerte», y encontrarse en el tiempo del
relato. Pero el tiempo del relato no es más que la ilusión que nos hacemos para ocultar
la otra temporalidad, la radical, que no es sino una caída sin tregua en lo sin fin, una

20
inagotable búsqueda del sentido que se mantiene en tensión por la misma ausencia del
sentido.
Con lo cual, no es mi muerte lo que me ofrece los límites de mi ser, aquello sobre
el fondo de lo cual me determino y totalizo, limitando mi temporalidad como constante
‘ser para la muerte’, sino el absurdo que me deja sin posibles, y que no puedo pensar, ni
esperar, ni anticipar de ningún modo. En mí, por tanto, no hay ‘ser para la muerte’, sino
una temporalidad laberíntica que me va arrojando de continuo en la indeterminación, en
el no-ser que voy siendo, que me hace perder mi realidad en lo sin fin, y que, en lugar de
concretarme, me desbarata y me enajena.

21
Notas
1 GARCÍA CALVO., Agustín, Contra el Tiempo, op. cit., pg. 100.
2 Ibid., pg. 105.
3 Ibid., pg. 105.
4 Ibid., pg. 150-151.
5 «El ‘tiempo público’ se manifiesta como aquel tiempo ‘en que’ hace frente lo ‘a la mano’ y ‘ante los
ojos’ dentro del mundo» (HEIDEGGER, M., El Ser y el Tiempo, op. cit., pg. 444).
6 Ibid., pg. 443.
7 Estos tres tipos de tiempos, a los que en expresiones habituales se alude de forma confusa y sin
hacer distinción alguna que permita no confundirlos, en la obra Contra el Tiempo de GARCÍA CALVO
reciben las siguientes caracterizaciones: a) el tiempo que es la infinitud, la inestabilidad, la cuantía bruta, que se
presenta, por pura negación, como no-definido, in-finito, in-interrumpible (no discontinuo), no-ordenado;
b) el Tiempo de la Realidad, «contado por números de momentos, y antes por el ritmo, y por ende medido
por intervalos de duración, un Tiempo por tanto ideal y concebido, lo cual implica que se ha convertido
en un espacio, y como un mero refinamiento y confirmación del mismo Tiempo real, el Tiempo sub-real
de los átomos y la teoría y cálculos de la Ciencia; c) el tiempo lógico, que no es ni uno ni otro de los
anteriores, pero es intermedio entre ambos, «el tiempo del decir o razonar, que evidentemente no es el
Tiempo real, pues que es él el que trata de la Realidad, la calcula, la ordena y la desordena, pero que está
por otro lado en guerra originaria y constante con la infinitud, siendo lo que dice NO a la infinitud y así,
de paso, constituye la Realidad, imposible o contradictoria». GARCÍA CALVO ve en estas dispares
alusiones de la palabra ‘tiempo’ que hacen los mortales «el engaño, para la confusión de ‘tiempo’s que su
provisional contentamiento necesita, para la falsificación que es el fundamento mismo de las ideas de la
Realidad y a la vez para ocultar la falsificación, para dificultar el descubrimiento de la contradicción
inherente a la Realidad» (GARCÍA CALVO, A., Contra el Tiempo, op. cit., pg. 253).
8 «Ante todo, ha de advertirse el carácter absurdo de la muerte. En este sentido, toda tentación de
considerarla como un acorde de resolución al término de una melodía debe ser rigurosamente deshechada.
A menudo se ha dicho que estamos en la situación de un condenado entre condenados, que ignora el día
de su ejecución, pero que ve ejecutar cada dia a sus compañeros de presidio. Esto no es enteramente
exacto: mejor se nos debiera comparar a un condenado a muerte que se prepara valerosamente para el
último suplicio, que procura por todos los medios hacer un buen papel en el cadalso y que, entre tanto, es
arrebatado por una epidemia de gripe española» (SARTRE, J. P., El Ser y la Nada, op. cit., pg. 775). Sartre
va a aplicar una dura crítica a la pretensión de Heidegger de haber encontrado el ser propio del Dasein en
la muerte; para el francés la teoría de la muerte de Heidegger es únicamente un juego de prestidigitación.
9 HEIDEGGER, M., El Ser y el Tiempo, op. cit., pg. 255.
10 Ibid., pg. 255.
Nos hemos quedado en esta ocasión con la traducción de «Sein zum Tode» que hace Patricio
11

PEÑALVER en su obra sobre Heidegger titulada: Del Espíritu al Tiempo, Barcelona, Anthropos, 1989. José
GAOS, en la edición de El Ser y el Tiempo que preparó para el Fondo de Cultura Económica y que

22
Notas

nosotros estamos manejando en este escrito, vierte la expresión alemana como ‘ser relativamente a la
muerte’. Félix DUQUE, por su parte, traduce ‘estar a la muerte’. Los franceses suelen utilizar la expresión
‘être-pour-la-mort’, que en las traducciones castellanas da el muy habitual ‘ser-para-la-muerte’. En cambio,
la versión inglesa de MACQUARRIE y ROBINSON opta por ‘Being-toward-death’, que coincide con la
que nos ofrece el arriba mencionado PEÑALVER. De cualquiera de las maneras, todo esfuerzo es inútil.
Tendríamos que dar un circunloquio inmenso en castellano para lograr que la expresión significase lo que
quiere dar a entender Heidegger cuando dice que «Sein zum Tode» es el ser que está siendo ya siempre su
muerte. Nosotros utilizaremos varias de las expresiones mencionadas, según nos pueda interesar resaltar
un matiz u otro en cada caso concreto.
12 Ibid., pg. 256.
13 Ibid., pg. 259.
14 Ibid., pg. 259.
15 Ibid., pg. 261.
16 Ibid., pg. 261.
17 Ibid., pg. 262.
18 Ibid., pg. 265.
19 JOLIVET, Régis, Las doctrinas existencialistas, Madrid, Gredos, 1976, pg. 122.
20 HEIDEGGER, M., El Ser y el Tiempo, op. cit., pg. 267.
21 PEÑALVER sintetiza la dificultad de la siguiente manera: «‘Fin’ como simple acabamiento,
‘totalidad’ como conjunto de elementos, ‘falta’ como lo que le queda a un ser para determinarse, son
categorías para explicar procesos objetivos, no la existencia» (PEÑALVER, P., Del Espíritu al Tiempo, op.
cit., pg. 167).
22 HEIDEGGER, M., El Ser y el Tiempo, op. cit., pg. 270.
23 Ibid., pg. 273.
24 Ibid., pg. 273.
25 Ibid., pg. 275.
26 Ibid., pg. 277.
27 «El ‘ser ahí’ cotidiano encubre regularmente la posibilidad más peculiar, irreferente e irrebasable de
su ser. Esta fáctica tendencia al encubrimiento prueba la tesis de que el ‘ser ahí’ es en cuanto fáctico en la
‘falsedad’. Según esto tiene que ser la certidumbre perteneciente a semejante encubrir el ‘ser relativamente
a la muerte’ un inadecuado ‘tener por verdadero’, no precisamente una falta de certidumbre en el sentido
de dudar. La certidumbre inadecuada mantiene aquello de que es cierta en el ‘estado de encubierto’.
Cuando ‘uno’ comprende la muerte como un accidente que hace frente en el mundo circundante, la
certidumbre referente a este accidente no concierne al ‘ser relativamente al fin’» (Ibid., pg. 280).
28 Ibid., pg. 283.
29 Ibid., pg. 285.

23
Notas
30 Ibid., pg. 286.
31 PEÑALVER, P., Del Espíritu al Tiempo, op. cit., pg. 170.
32 HEIDEGGER, M., El Ser y el Tiempo, op. cit., pg. 288
33 JOLIVET apunta que el ‘ser ahí’, por la posibilidad radical del ser-para-la-muerte, «acepta que el otro
sea lo que él quiera» (JOLIVET, Régis, Las doctrinas existencialistas, Madrid, Gredos, 1976, pg. 126). Parece
como si, en lugar de ir cargando el existente con su propia vida, fuese cargando con su propia muerte, y el
reconocimiento de la libertad del Otro sólo consistiese en un ‘¡ahí te mueras!, expresión sin duda
despectiva, pero que viene a describir muy bien lo que quiere significar el ‘estar a la muerte’ propio,
porque con tal exabrupto no se le desea a nadie el hecho de la muerte, sino simplemente se le abandona a
la posibilidad de ‘ser-para-la-muerte’ como a él le venga en gana.
34 Ibid., pg. 289.
35 Ibid., pg. 290.
36 Ibid., parágrafos 54-60, cap. II: «La atestiguación, por el ‘ser ahí’ mismo, de un ‘poder ser propio’ y
el ‘estado de resuelto’» (pgs. 291-328).
37 Ibid., pg. 351.
38 Ibid., pg. 352.
39 «’ » —Efímeros somos,
¿qué es uno? ¿qué no es? Sueño de una sombra, el hombre— (PÍNDARO, Pítica, VIII, 95-96).
40 Patricio PEÑALVER señala una autocrítica de Heidegger en la que el autor manifiesta el talante
teórico excesivamente desenvuelto de El Ser y el Tiempo: avanzó «demasiado pronto demasiado lejos». Para
Peñalver una nueva lectura de la obra tiene que demorarse en la aporía, «en la imposibilidad de caminar
especulativamente, conceptualmente, hasta el tiempo como sentido del ser» (PEÑALVER, P, Del Espíritu
al Tiempo, op. cit., pg. 259).
41 HEIDEGGER, M., El Ser y el Tiempo, op. cit., pg. 353.
42 Ibid., 353.
43 JOLIVET, Régis, Las doctrinas existencialistas, Madrid, Gredos, 1976, pg. 137.
44 «‘El tiempo’ no es ‘ante los ojos’ ni en el ‘sujeto’, ni en el ‘objeto’, ni ‘dentro’, ni ‘fuera’, y ‘es’
anterior a toda subjetividad y objetividad, porque representa la condición misma de la posibilidad de este
‘anterior’» (HEIDEGGER, M., El Ser y el Tiempo, op. cit., pg. 452). No nos vamos a detener en la crítica a
la forma en que Heidegger muestra la objetividad como siempre ya dada en la estructura del Dasein.
Simplemente apuntar que estamos de acuerdo con las apreciaciones de JOLIVET, cuando asegura que la
objetividad del mundo no pasa nunca de ser un ‘trascendental’, una objetividad ‘para mí’: «Sí, en efecto, el
Dasein no se constituye más que al constituir el mundo, la ‘trascendencia’ de éste es interior al Dasein mismo. Poco
importa aquí que el Dasein pueda captarse únicamente en un mundo siempre-ya constituido, porque esto
explicará (¡quizá!) en el Dasein la ilusión de la trascendencia del mundo, pero no hará jamás de esta
trascendencia una realidad» (JOLIVET, Régis, Las doctrinas existencialistas, op. cit., pg. 137).

24
Notas
45 Paul RICOEUR se pregunta si el tiempo impropio es una forma derivada de la temporalidad, o es
simplemente otra forma de expresar su carácter extático. Pues, ¿no son la intratemporalidad y la
historicidad las formas en que se concreta fenoménicamente la unidad extática original? «...se puede ver en
el fuera-de-sí de la temporalidad original el principio de todas las formas posteriores de exteriorización y
nivelación que les afectarán [a las formas de historicidad y de intra-temporalidad]. La cuestión, pues, se
centra en saber si la derivación de los modos menos auténticos no disimula la circularidad de todo el
análisis. El tiempo derivado, ¿no se anuncia ya en el fuera-de-sí de la temporalidad original?» (RICOEUR,
Paul, Temps et réçit, op. cit., pg. 130. La traducción es mía).
46 Ibid., pg. 116.
47 «No es que el análisis aristotélico sea rigurosamente fiel a la experiencia, al fenómeno del tiempo
del mundo —señala el profesor Peñalver—. Al contrario, es una interpretación, una conceptuación que
prescinde de, o mejor, que encubre los rasgos fundamentales de la fechabilidad y la significatividad del
tiempo. Pero es un encubrimiento necesario, un encubrimiento que se deduce del comprender el tiempo
en el horizonte exclusivo del tiempo del mundo, esto es, cuando no se considera la temporalidad del ser-
ahí o tiempo original» (PEÑALVER, P, Del Espíritu al Tiempo, op. cit., pg. 227-228).
48 HEIDEGGER, M., El Ser y el Tiempo, op. cit., pg. 358.
49 Ibid., pg. 358.
50 Esta comprensión vulgar no es sólo la del hombre de la calle que cuenta el tiempo en el calendario
y en el reloj; también es la de la Ciencia, y la de la Filosofía que dice comprender el tiempo; en suma,
ocultando el fenómeno, llevándonos continuamente a la paradoja, no tenemos más remedio que
reconocer que tal comprensión vulgar es la única que puede hacernos fingir la realidad del tiempo, aunque
su realidad sea la de un castillo en el aire, pues la otra, aquélla en la que el tiempo aparece como
verdaderamente infinito, ésa es de suyo incomprensible. La imposibilidad de poner coto a esta forma
informe del tiempo, incluso tomando en cuenta el extremo de la muerte, va a provocar también la
imposibilidad de que este escrito concluya con la esperanza de haber encontrado algún modo de pensar el
tiempo. Sin embargo, para entrar en relación con este tiempo infinito quedan abiertas todas esas
posibilidades que no son estrictamente pensamiento conceptual, por ejemplo, la Poética, la Dialéctica, o la
misma vida.
51 TRÍAS, E., Lógica del límite, op. cit., pg. 346.
52 Ibid., pg. 354.
53 Ibid., pg. 354.
54 GARCÍA CALVO, Contra el Tiempo, op. cit., pg. 89.
55 «¿Qué es el ser-para-la-muerte? —se pregunta Derrida—. ¿Qué es la muerte para un Dasein que no
se define jamás de modo esencial como un viviente? ¿No se trata aquí de oponer la muerte a la vida, sino
de preguntarse qué contenido semántico se le puede dar a la muerte en un discurso según el cual la
relación con la muerte, la experiencia de la muerte, se mantiene sin relación alguna con la muerte»
(DERRIDA, J., De l’esprit. Heidegger et la question, París, 1987).
56 WAHL, J., Études kierkegaardiennes, pg. 470, núm. 3.

25
Notas
57 «En tanto que el Dasein decide de su proyecto hacia la muerte, realiza la libertad-para-morir y se
constituye a sí mismo como totalidad por la libre elección de la finitud. Tal teoría —dice Sartre—, a
primera vista, no deja de seducirnos: al interiorizar la muerte, sirve a nuestros propios designios; ese límite
aparente de nuestra libertad, al interiorizarse, es recuperado por la libertad. Empero, ni la comodidad de
tales concepciones ni la incontestable parte de verdad que encierran deben confundirnos. Es necesario
retomar desde el comienzo el examen de la cuestión» (SARTRE, J.P., El Ser y la Nada, op. cit., pg. 775). La
noción de ‘ser-para-la-muerte’ es crucial en el análisis de Heidegger, y en este sentido Paul RICOEUR no
ha visto bien que el ‘ser total’ del Dasein reclama un límite. RICOEUR sostiene que «si la posibilidad del
ser-ahí de ser un todo cesa de ser gobernada únicamente por la consideración del ser-para-la-muerte, el
‘poder ser-un-todo’ podrá, como novedad, ser conducido a la potencia de unificación, de articulación y de
dispersión del tiempo» (RICOEUR, Paul, Temps et réçit, op. cit., pg. 124. La traducción es mía). Pero esta
solución, indudablemente, está muy lejos de las miras de Heidegger. Además, con lo dicho hasta aquí, no
se nos ocurre ya cómo podemos concebir un ‘ser total’ inmanente al desarrollo del tiempo sin dar una
noción falsa de tiempo.
58 SARTRE, J. P., El Ser y la Nada, op. cit., pg. 776.
59 Ibid., pg. 777.
60 Ibid., pg. 779.
61 Ibid., pg. 780.
62 Ibid., pg. 783.
63 «Así, la muerte no es nunca lo que da a la vida su sentido: es, al contrario, lo que le quita por
principio toda significación. Si hemos de morir, nuestra vida carece de sentido, porque sus problemas no
reciben ninguna solución y porque la significación misma de los problemas permanece indeterminada»
(Ibid., pg. 784).
64 La muerte, según la opinión de Sartre, es tan poco propia que justamente coincide con la caída en
poder del Otro para pasar a ser definitivamente significación objetiva. La diferencia entre la vida y la muerte
estriba en que, mientras el para-sí vive, puede defenderse de la objetivación, asumiendo la responsabilidad
de su propio sentido, que se encuentra siempre aplazado, siempre a la espera, como un ‘aún no’; sin
embargo, la muerte, dejando en lo indeterminado la realización de sus fines, le arroja al existente hacia una
totalización que ya no puede ser suya, sino vivencia de los demás.
65 Ibid., pg. 792.

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