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MISTERIO DE DIOS
GUILLERMO HERRERA
MEDELLÍN 2011
I. FICHA TÉCNICA
Sin querer minusvalorar la dificultad y mérito de sus obras, vemos que son muchos
quienes se han sentido con el ánimo necesario para dedicarse a la renovación de
elementos y ámbitos particulares o fragmentarios de la reflexión teológica. Sin embargo,
son pocos los que han afrontado el punto central: el discurso sobre Dios. Es como si
delante de un mecanismo muy difícil de reparar y con múltiples elementos
descompuestos, los mecánicos decidieran comenzar por resolver las averías más
externas y de acceso más sencillo antes de afrontar la reparación del engranaje principal
de todo el mecanismo. Actuando de este modo se piensa que así se logra adquirir
familiaridad con el sistema y ganar experiencia. Y sin embargo, permanece la conciencia
de que el problema central sigue sin solución, y que posiblemente cuando se consiga
arreglarlo, habrá que modificar también las partes en las que ya se había trabajado antes
por separado.
mientras que las cristologías y eclesiologías llegaban por decenas, en la última década de
este milenio se han hecho más frecuentes los ensayos e incluso los textos de estudio
sobre Dios. Sin duda que una dosis de ánimo la ha aportado el magisterio de Juan Pablo
II con la «trilogía teológica» constituida por las encíclicas: Redemptor hominis, Dives in
misericordia, Dominum et vivificantem a fines de los años setenta e inicios de los
ochenta.
Nos parece que con el paso del tiempo la confianza en la validez de la fe en Dios va
marcándole a la teología una ruta clara, un camino a recorrer. Y a la vez, se presenta
como un punto de ruptura o una disyunción ante la cual nos encontramos: por una parte
está deseo y la fuerza de creer en Dios, y por tanto de creer en Cristo como Hijo de Dios;
por la otra, está un lento deslizarse de la cristología hacia una especie de doctrina
gnóstica, es decir, algo como una propuesta, un camino o un modelo entre muchos otros
posibles, pero igualmente intra mundano, nada más. Repetimos que se trata de fe y de
confianza que se traducen en ánimo porque el patrimonio de que disponen los cristianos
es riquísimo, y la heredad es un gran tesoro; no se trata de una presunción, una
pretensión o un querer saber y ser más que los demás; la fe es una revelación que nos
sorprende y que no podemos dejar de transmitir, aunque esto deba hacerse con toda
humildad e indignidad.
Este planteamiento supone una antropología que presenta a un hombre que mira a Dios,
y no un hombre recurvado sobre sí mismo, como si ahí encontrara la única certeza de
que dispone. La confianza en la validez de la realidad de Dios y del conocimiento cierto
de Él constituye el punto de partida de este planteamiento. La idea de un hombre que se
mira a sí mismo y que conoce a Dios como una eventual posibilidad más allá del límite
alcanzado, posibilidad que ha de integrarse en el propio campo de experiencia, en caso
de que Él desee asomarse, nos parece un reductivismo cultural del cual ya es tiempo de
salir.
El plan que hemos concebido parte, por tanto, de nuestra posibilidad de conocer y de
abrirnos al misterio de Dios; entra en este misterio, dejándose fascinar por él e
intentando mostrarlo, teniendo presentes las grandes aportaciones de la tradición
cristiana, y sin perder jamás de vista la insuficiencia de todo lo que se puede decir; y
concluye finalmente en la comunión con Dios y en su contemplación.
IV. COMPETENCIAS
El estudiante que siga este curso será capaz de reconocer las características propias del
tratado de la teología dogmática Dios Uno y Trino, interpretar su riqueza y adquirir
herramientas para fomentar un diálogo lógico y racional con aquellos que nos piden
razones de nuestra esperanza
El estudiante rastrea por medio del ejercicio de lectura el por qué el fenómeno religioso
se ha constituido en base fundante para las distintas religiones en el mundo.
V. BIBLIOGRAFÍA
Catecismo de la Iglesia Católica, Libreria Editrice Vaticana - Asociación de Editores del
Catecismo 1992.
Didaché, Doctrina apostolorum, Epístola del Pseudobernabé, Ciudad Nueva, Madrid 1992.
BALTHASAR, H.U. VON, Sólo el amor es digno de fe, Sígueme, Salamanca 1990.
CODA, P. – TAPKEN, A., edd., La Trinità e il pensare, Città Nuova, Roma 1997.
CIOLA, N., Teologia trinitaria. Storia - Metodo - Prospettive, Bologna, EDB 1997.
FEINER, J. - LÖHRER, M., Mysterium Salutis, Cristiandad, Madrid 1969. Volumen II, Tomo I,
333-358. Artículo de Magnus Löhrer.
HEMMERLE, K., Partire dall’unità. La Trinità come stile di vita e forma di pensiero, Città
Nuova, Roma 1998.
LOSSKY, V., La teologia mistica della Chiesa d’Oriente. La visione di Dio, EDB, Bologna
19852.
RAHNER, K., Método y estructura del tratado «De Deo Trino», en Mysterium Salutis, III.
Ed. Cristiandad, Madrid 1969, 360-389.
SAN BUENAVENTURA, Obras, I. Itinerario del alma a Dios, B.A.C., Madrid 1968.
SAN GREGORIO DE NISA, Sobre la vida de Moisés, Ciudad Nueva, Madrid 1993.
SAN IRENEO DE LIÓN, Adversus haereses, V, en ORBE, A., Teología de San Ireneo.
Comentario al Libro V del «Adversus haereses», I-III, B.A.C., Madrid 1985.
SANTO TOMÁS DE AQUINO, La potenza di Dio, Nardini, Firenze 1991, qq. I-III.
SANTO TOMÁS DE AQUINO, La Suma Teológica, B.A.C., Madrid 1965, I, qq. 2-38.
UNIDAD I
CONOCER A DIOS
OBJETIVOS ESPECÍFICOS
Conocer la relación intrínseca entre el conocimiento humano y la Revelación
Asimilar los conceptos esenciales del mecanismo del conocimiento humano como
puerta de acercamiento al hecho revelado
INTRODUCCIÓN
Comenzamos nuestro tratado sobre Dios partiendo de la posibilidad del conocimiento de
Dios por parte del hombre. En la Sagrada Escritura, en particular en el Nuevo
Testamento, se presentan tres modos de dicho conocimiento: el conocimiento natural; el
conocimiento por fe, que procede de la revelación; y el conocimiento directo de la visión
beatífica. Nos detendremos en primer lugar a examinar el conocimiento natural de Dios.
El conocimiento natural de Dios es un conocimiento indirecto y limitado, aunque cierto, a
causa de su procedencia de la experiencia sensible; de donde, a su vez, nace su
necesidad de proceder por abstracción y a través de comparaciones. Tales limitaciones se
reflejan consecuentemente en el lenguaje, cuyo uso hace ulteriormente más complicado.
A pesar de dichas limitaciones, sin embargo, el espíritu humano muestra una capacidad
de conocer a Dios con certeza, aunque indirectamente, a través del uso particular de la
analogía.
¿Qué puede conocer el hombre acerca de Dios? ¿si existe (existencia)?, ¿quién y cómo es
(esencia)?
¿Cómo lo puede conocer nuestro espíritu humano? Es decir, ¿cuáles son los modos por
los que se puede conocer a Dios?
1. EL CONOCIMIENTO HUMANO
Debemos ahora detenernos a comentar más ampliamente los tres tipos de conocimiento
antes indicados, sirviéndonos de la reflexión teológica y de la ayuda de la filosofía. Para
comenzar debemos presentar cómo es el conocimiento humano. Muchos filósofos se han
ocupado de este tema desde la antigüedad clásica, como Sócrates, Platón y Aristóteles.
En la filosofía medieval, el tema siguió siendo de gran interés, especialmente con la
disputa entre «realistas» y «nominalistas». A partir del Renacimiento (1500 d.C.) el tema
del conocimiento humano se convirtió en el punto fundamental de la filosofía. Tomamos
como base fundamental la sistematización que santo Tomás de Aquino ofrece de este
problema, sin detenernos en los particulares. Prácticamente todas las posiciones pueden
aceptar lo que ahora diremos, dado que se trata de conceptos elementales en torno a los
cuales resulta difícil no estar de acuerdo. Partimos de la afirmación general de que el
conocimiento humano «implica un proceso de abstracción a partir de lo sensible».
Todo lo que el intelecto humano conoce tiene relación con una comparación; es decir,
todo conocimiento llega a un punto en que se lo somete a una comparación. Ciertamente
podemos decir que este modo de conocer es válido y adecuado, pero reconocemos que
también es limitado, como lo habíamos evidenciado anteriormente. En conclusión, todo lo
que el hombre conoce se somete a un proceso de comparación que permite descubrir la
adecuación entre el producto del conocimiento (los conceptos y juicios) y la realidad
conocida. Como veremos después, lo que el intelecto humano no logra conocer
directamente en sí se reconduce de todos modos a una comparación, aunque ésta sea de
carácter particular, que sirve de referencia y al mismo tiempo pone de manifiesto la
diferencia (es decir, la no-adecuación) entre el producto del conocimiento y la realidad
conocida.
Recapitulando, podemos afirmar que nuestro conocimiento presenta una limitación triple:
la referencia a lo sensible, la abstracción, y la característica de que procede mediante
comparaciones, todo lo cual lleva al conocimiento adecuado de la realidad o, en el caso
de las realidades no accesibles directamente, significa que sa da un conocimiento
analógico. Para ser conocida por el hombre, cada realidad debe someterse a estas
condiciones. De aquí surge la triple dificultad en el conocimiento de Dios:
Dios no es sensible
EL LENGUAJE HUMANO
Por lo que respecta a las realidades que no conocemos directamente, sino sólo
indirectamente, tenemos nombres que las indican indirectamente. También tenemos la
cuestión de la propiedad de los «términos» o «nombres» para indicar la realidad de las
cosas conocidas (es decir, la cuestión de si los nombres son apropiados para indicar las
realidades nombradas). Esto depende de tres factores, que son: el sujeto que conoce la
cosa, el nombre mismo y la realidad conocida. Se dice que el nombre o término es
apropiado si el sujeto conoce bien la cosa y se refiere a ella al usar el término, incluso
cuando en la realidad el término tiene un significado parcial o marginal respecto a la
cosa2. Igualmente se dice que el nombre o término es apropiado sobre todo si en su
significado inmediato indica precisa y exclusivamente la esencia de la cosa conocida, y tal
sería el caso ideal. Finalmente, la realidad conocida, en caso que no pudiese ser conocida
perfectamente por la mente humana, puede ser indicada sólo de modo impropio por
nombres o términos, es decir, mediante analogías que se refieren a efectos y
propiedades que tienen manifestaciones sensibles.
2. RESUMEN Y VALORACIONES
De este modo podemos decir que el hombre puede conocer a Dios verdaderamente y con
certeza en cuanto a su existencia; y con certeza pero imperfectamente en cuanto a su
esencia. Este conocimiento se adquiere indirectamente.
Resulta muy importante no perder de vista tanto las limitaciones del conocimiento
humano como la finalidad del hombre, del espíritu humano, que es un claro indicio de la
existencia del absoluto. Nos es útil reconocer estas limitaciones. Redimensionamos así el
conocimiento en cuanto tal y lo consideramos en función del ser, lo que también nos
ayuda a salir del subjetivismo que absolutiza la capacidad de la mente humana. Esta
1
San Agustín y san Anselmo decían: «Si comprehendis, non est Deus». Dios es el ser en su totalidad, y
suesencia no es una forma finita, ni pura ni sensible. La mente humana no puede alcanzar a Dios
paraconceptualizarlo del modo como alcanza una forma sensible.
2
Tomemos el término «piedra» como ejemplo: etimológicamente deriva de «pie», porque el pie se apoyasobre
la piedra o se tropieza con ella. Pero el hombre, al usar ese término, se refiere a la esencia de la piedra yno sólo
al hecho de que ésta se halla bajo el pie.
Se hace evidente una «aporía», una desproporción: Dios es mayor que la creatura
espiritual, es más que el hombre, pero éste es para Dios. Es una equivocación decir que
somos como Dios, pero sí podemos decir con verdad que somos para Dios. Esta
desproporción se ve en el hombre mismo: aun tendiendo a conocer a Dios directamente
(lo que es manifestado por el deseo), carece de la luz de la gloria para poderlo conocer
así, y en cambio siempre se halla dirigido hacia lo sensible. El hombre está privado de la
luz de la gloria; esta luz es el don que le falta y que debe recibir, y es precisamente esta
privación la que constituye al hombre en un «estado de viandante», es decir, en la
condición de la temporalidad.3
3
Tendremos la oportunidad de hablar del «tiempo», si bien de modo disperso. El sentido que ahora damosa este
término es: parcialidad (finitud), comparación y apertura a causa de su falta de plenitud. Cuando estotermina,
con la visión beatífica, termina el tiempo y el inicio de la participación en la eternidad en la que elmovimiento ya
no es una expresión de la falta de plenitud.
UNIDAD II
PRINCIPIOS PARA LA REFLEXIÓN TEOLÓGICA
SOBRE EL MISTERIO TRINITARIO
OBJETIVOS ESPECÍFICOS
Conocimiento amplio y preciso de los diversos criterios que conforman el método
teológico
Introducción
Después de haber visto las diversas posibilidades del conocimiento de Dios por parte del
hombre es menester fijar los principios metodológicos que deben regir la reflexión
teológica sobre la fe. Veremos también que dicho principios cumplen una función similar
a la de la lógica respecto del conocimiento natural. El teólogo no prescinde de la lógica
humana, sino que, en el terreno específico de la fe, por tanto, por encima de todo
razonamiento lógico, descubre ante nuestra vista otros principios derivados de la
especificidad del conocimiento revelado, es decir, de la fe. Estos principios, codificados
por una larga tradición en la Iglesia, y especialmente por los Padres, son tres: la certeza
de que el Dios revelado es el verdadero Dios; la jerarquía u orden de las verdades; y el
nexo de los misterios o conexión de las verdades reveladas. Pretendemos mostrar la
necesidad de respetar tal método como guía que garantiza una mejor comprensión de la
fe y que evita el incurrir en desviaciones de la revelación. Para concluir el capítulo
expondremos un breve parágrafo sobre los diversos sentidos de la expresión «analogía
de la fe».
En este tratado, ¿a qué tipo de conocimiento de Dios nos referimos? Es decir, ¿qué
conocimiento usamos y pretendemos exponer?
Por lo tanto, así como sucede también en el conocimiento natural, la fe sigue usando
imágenes recogidas de las formas sensibles, y haciendo comparaciones que se puedan
después aplicar a Dios; estas comparaciones, incluso en el modo de conocimiento
completamente nuevo que Cristo aporta a la fe, serán de «afirmación, negación y
eminencia», es decir, según aquel “rodeo” o "acomodamiento forzado" particular de la
proporción y de la atribución que se requiere para poder indicar la realidad de Dios de
algún modo.
Usaremos conceptos y los expresaremos con términos del lenguaje; a estos términos se
les dará el significado que la fe les atribuye y no sólo (o no solamente) aquél que les
atribuye la razón natural. Se ve claramente que los conceptos y el lenguaje usados para
la reflexión sobre la fe se deben comprender en el sentido de la misma fe y, por lo tanto,
dentro del ámbito de la fe. Ciertamente el lenguaje sigue siendo humano, pero su
significado se carga de un nuevo sentido para expresar la fe en algún modo. Es también
cierto que ni los conceptos ni el lenguaje expresan la fe plenamente, pero cuando la fe es
viva e intensa, siente necesidad de conceptos y del lenguaje, y capta su importancia. La
alusión de san Basilio al martirio nos hace comprender claramente que la fe es confesión
de Cristo, del Dios que conocemos en Cristo, confesión real y actual. Cuando es
auténtico, el esfuerzo teológico no disminuye el asentimiento y la adhesión de la fe (la
piedad), sino que lo aumenta y lo testimonia.
4
Cfr. STh I, 1, a.6, c: «Lo más genuino de la doctrina sagrada es referirse a Dios como causa suprema, y nosólo
por lo que de Él se puede conocer a través de lo creado (y que en este sentido ya lo conocieron los filósofos[...]);
sino también por lo que sólo Él puede saber de sí mismo y que comunica a los demás por revelación».
ahora nos ocupa, es decir, el discurso acerca de Dios, y naturalmente también el discurso
sobre Cristo, al mismo tiempo y de modo totalmente ligado puesto que, como ya lo
habíamos afirmado antes, la fe es el conocimiento de Cristo como Dios, y de Dios como
Cristo lo reveló.
El principio fundamental para dar cauce a nuestra reflexión sobre Dios es el que nos lleva
a acoger la realidad de Dios tal como se ha revelado en la historia, en la «plenitud de los
tiempos», en Jesucristo. Dios es realmente así como se ha revelado en Jesucristo. Este
principio constituye la columna vertebral del kerygma cristiano, de las primeras
catequesis, del Nuevo Testamento, y de toda la teología de los Padres.6
2.1.1. Mantener este primer principio metodológico significa perseverar en la fe. Siempre
que esta primera certeza pierde vigencia, también la fe pierde su carácter específico y se
degrada convirtiéndose en una forma de conocimiento natural que, en lugar de ser
iluminado por la fe y de ayudarla a expresarse, termina por deformarla y destruirla
A este propósito resulta muy ilustrativa la historia de las herejías en el camino recorrido
por la Iglesia hasta nuestros días. También en la actualidad la raíz de todas las
desviaciones en materia de fe se encuentra exactamente en el abandono de este primer
principio. Tal abandono, antes de su formulación explícita, tiene siempre una fase previa
en la práctica de la vida de los cristianos quien ya no cree que Cristo es verdadero Dios,
o que Dios es así como Él lo ha revelado, probablemente en ese momento ha cesado de
adherirse a Él y de amarlo como Dios único y verdadero. Estos dos elementos no se
pueden separar. Quien piensa que en último análisis resulta casi indiferente conocer a
Dios en Jesucristo y como Jesucristo lo ha revelado, o conocer otras experiencias
naturales de Dios, probablemente ya desde antes ha debilitado su adhesión a Él.
También recordamos aquí lo que antes hemos referido del evangelio de Mt 11,25-27: la
sabiduría de este mundo no es la que conoce al Hijo de Dios y al Padre, sino la
simplicidad de quien se hace pequeño.
Esta realidad, es decir, que haya sucedido y que sucede ahora lo que afirma el evangelio,
se puede comprender con gran claridad en las palabras de san Hilario de Poitiers, quien
después de haber hallado el puerto seguro de la fe, resiste y se niega a recaer en un uso
de la razón humana que ofusque la fe y apague la luz que la fe ha encendido en él. «Una
fe perseverante rechazó las cuestiones capciosas e inútiles de la filosofía, y de este modo
5
Cfr. Vaticano II, Unitatis Redintegratio, 11: se habla de los criterios para la exposición de la doctrinacatólica;
el primero de los tres principios está implícito en todo el texto, y los otros dos principios se expresande modo
explícito: «existe un orden o “jerarquía” en las verdades de la doctrina católica, ya que su nexo con
elfundamento de la fe cristiana es diverso». Cfr. también W. Kasper, El Dios de Jesucristo, Sígueme,
Salamanca1990, 308-315.
6
Todo intento de discernir los elementos de la revelación sobre Dios que se hallan presentes en las
otrasreligiones debe armonizarse y subordinarse necesariamente a este primer principio del conocimiento de fe,
quepermanece invariable para los primeros discípulos como para los Padres de la Iglesia, como también
paranosotros hoy. Este principio nos caracteriza como cristianos y en la práctica consiste en ese primer acto de
feque es constitutivo del creyente: «Jesucristo es el Señor, el Hijo del Dios vivo».
Debe haber una permanencia en la fe en Cristo, como dice san Hilario, justamente
cuando se reflexiona sobre ella, evitando que su luz caiga prisionera de los
razonamientos y de las imágenes de raíz exclusivamente terrena. El peligro es real y la
lucha del teólogo en este sentido refleja la lucha de todo cristiano por perseverar en la
fe: en otras palabras, significa permanecer unidos al Dios verdadero, conocido en la fe.
De cualquier modo debemos decir que el sentido de esta identidad propuesta por Rahner
no es exactamente el que hemos visto en los Padres, porque el problema de fondo que
Rahner busca resolver es el de reconducir la doctrina trinitaria, considerada como
«abstracta» y carente de incidencia en la vida concreta de los cristianos, a una doctrina
que pueda tener un significado accesible para los hombres de hoy. Rahner pensaba, bajo
el influjo de los estudios bíblicos predominantes en su tiempo, que en el Nuevo
Testamento no se hallaba ninguna referencia a la realidad de Dios en sí mismo, es decir,
a la Trinidad inmanente
Bajo tal luz los conceptos trinitarios elaborados a lo largo de tantos siglos podían
aparecer ante sus ojos como una «vieja carrocería» inútil, fruto de elucubraciones
filosóficas.
El segundo principio que debe guiar el método de la reflexión teológica sobre Dios,
elaborado explícitamente sobre todo por la tradición patrística, es el que se denomina
como «la jerarquía de las verdades». La revelación, acogida en la fe, no permite que la
7
Hilario de Poitiers, De Trinitate, I,13. Se recomienda la lectura del párrafo completo.
8
Idem, I,18.
9
H. de Lubac, El misterio del Sobrenatural, Madrid 1991, 194-197; N. Ciola,Teologia trinitaria. Storia -
Metodo - Prospettive, Bologna, EDB 1997, 113-117.
10
K. Rahner, Método y estructura del tratado «De Deo Trino», en Mysterium Salutis, III. Ed.
Cristiandad,Madrid 1969, 360-389. Cfr. especialmente 370-371.
reflexión elabore libremente los datos, sino que impone un orden y una secuencia del
pensamiento sobre los datos mismos. En pocas palabras, existe una jerarquía, un orden
inalterable que forma parte del contenido revelado. El misterio trinitario nos hace
comprender que existe este orden inalterable en la revelación y que la fe misma se altera
si el orden se modifica: por ejemplo, la espiración del Espíritu Santo no puede ser
pensada sin la filiación y sin la unión del Padre y del Hijo. Cualquier imagen que se desee
usar, y cualquier concepto o razonamiento que se utilice para presentar la revelación,
debe adecuarse a ese orden fijo.
Podemos decir que el orden inalterable de las verdades, la jerarquía, es la forma misma
del misterio revelado, dado que no existe otro elemento que pueda favorecer la
inteligibilidad del misterio. El orden lo impone la autoridad divina que revela, y no la
evidencia de los datos captados por el entendimiento. Tenemos que distinguir por tanto
entre un orden inalterable que constituye la revelación misma en su forma, un orden de
exposición de esa revelación en el que puede haber legítimas diferencias según culturas,
sensibilidades y circunstancias que requieren la acentuación de algunos aspectos antes
que otros. Pero este orden expositivo tiene que respetar en su contenido ese orden
inalterable de las verdades. Solamente en base a esta jerarquía de las verdades podemos
distinguir lo que es más importante y lo que es secundario en el diálogo ecuménico.
Este orden de las verdades reveladas no es temporal (no implica un antes y un después
en el tiempo), ni es de operación (no implica relación de causa-efecto y todo lo que pasa
de la potencia al acto). Es más bien un orden de tipo jerárquico, en el sentido de que
existe un principio y un siguiente y así en adelante, y que son elementos que nosotros
conocemos solamente en ese orden que se refiere a algo de su misma realidad; y esto
quiere simplemente decir que se lo debe aceptar así sin pretender explicarlo. Es un orden
«superior», misterioso, inmutable, que no se puede comparar con el orden que se
encuentra en los seres creados. La mente iluminada por la fe lo capta y los respeta. El
orden inmutable viene a ser una expresión para nosotros de lo que caracteriza a la
verdad inmutable que Cristo vino a hacernos accesible. Precisamente por el hecho de que
hemos entrado en la verdad con Cristo y en Cristo, ya no debemos cambiarla bajo el
influjo de lo mutable. Muchos Padres expresan su ardiente deseo de la verdad como
«participatio Verbi»11, que es la eterna Verdad de Dios, la única capaz de conceder la paz
y el reposo estable al ardor del deseo.
Lo que hemos expuesto ahora nos introduce al tercer principio de la reflexión teológica
sobre el misterio de Dios. Si queremos respetar la revelación en su integridad, debemos
considerar cada una de las verdades en conexión con las demás, y con la posibilidad de
pasar de una a otra gracias a la iluminación (luz de la fe) que la consideración de una
11
Cfr. S. Agustín, De Trinitate, 4,2,4. Cfr. también S. Gregorio Niseno, Homilía 14, sobre el Cantar delos
Cantares.
verdad aporta a otra verdad. No se trata de una jerarquía y de un orden sin conexiones y
sin ningún sentido. Con este principio se afirma que la conexión y el sentido son propios
de la revelación misma, internos a ella, y no hay que buscarlos fuera de ella. La fe que
acoge la revelación los descubre y los respeta.
Tampoco creemos que Cristo y el Espíritu Santo, aun siendo verdaderos, sean
divinidades menores, o simplemente un hombre y una fuerza. Sabemos que Cristo es
Dios como el Padre, aun siendo hombre, y que el Espíritu es Dios como el Padre y el Hijo.
Finalmente, tampoco creemos que sean tres dioses, sino un solo Dios, aun siendo tres
personas o relaciones.
UNIDAD III
OBJETIVOS ESPECÍFICOS
Comprender la relación que existe entre el acto libre divino de crear y la
posibilidad del hombre de conocer a Dios
INTRODUCCIÓN
El primer gran aspecto de la fe en Dios, que puede ser llamado el punto de partida y la
óptica correcta, es el reconocimiento de su condición de Creador y de la nuestra
condición de criaturas. Comenzaremos, pues, el tratamiento de Dios en este capítulo
explicando la fe en el Creador y la condición de las criaturas en relación con el Creador.
Presentaremos en primer lugar la acción divina de crear según la fe cristiana y su
resultado, la criatura, en su relación con el Creador. Veremos además diversos aspectos
que completan el cuadro de las relaciones entre creador y criatura: la providencia divina
y la predestinación en orden a la plena realización de la creación; la mediación del Verbo
para la creación y plenitud de ella; la existencia del mal en la creación; la colaboración
con Dios de la criatura espiritual, como acto de obediencia (cual elemento constitutivo de
su libertad) y como misión para colaborar a la realización plena de todas las otras
criaturas espirituales y no espirituales.
Los puntos principales resumen el contenido de la fe cristiana sobre la creación son los
siguientes:
Dios crea las criaturas con un acto de libre voluntad, y éstas existen realmente en sí
mismas, fuera de Dios
Las creaturas que están fuera de Dios pertenecen a Dios, son totalmente suyas; se dice
que mantienen una relación verdadera con Dios en el sentido de que son suyas
Dios cuida de las craturas según su designio providencial, dando a cada una la
oportunidad de realizarse según lo que Él ha establecido para ellas.
Podemos y debemos reconocer en Dios una potencia activa y por tanto podemos hablar
de una naturaleza divina, empleando el término «naturaleza» en sentido analógico
respecto de su uso acerca de las criaturas. Vemos diversos efectos que tienen su causa
en Dios: las criaturas, su finalidad intrínseca, su conservación, la salvación, etc. Por
tanto, debemos afirmar que en Dios hay una potencia activa que produce efectos.
También debemos considerar la «naturaleza divina» de Dios como su principio de acción.
Sin embargo, no podemos limitar la acción de Dios a aquello que una naturaleza finita
puede hacer, y pensar así que hay actos que no puede llevar a cabo y efectos que no
puede realizar. Ésta es la razón por la que decimos que la naturaleza divina es diferente
de todas las demás. En lugar del término «potencia», usamos el término
«omnipotencia». Con esta expresión se afirma que Dios tiene una naturaleza, es decir,
una potencia operativa concentrada en sí, y se niega todo límite en las capacidades y a la
extensión de tal naturaleza, porque es infinita.
Ahora debemos de intentar aclarar qué quiere decir que Dios lo puede todo. Santo Tomás
afirma que Dios puede todo lo que es «posible». Debemos excluir la limitación de los
efectos porque admitiríamos una limitación de la naturaleza. En efecto, el hombre puede
hacer todo aquello de lo que es capaz. Pero Dios puede hacer todo lo que es posible en
sentido absoluto. Es decir, Dios puede hacer todo lo que puede ser concebido como ente.
Dios no puede hacer el mal, porque es contradictorio. En efecto, el mal no se puede
concebir como ente, sino más bien como la carencia de ser en un ente. Por tanto, Dios
no lo concibe y no lo hace, simplemente porque no puede ser hecho.
Dios de hecho no crea todo lo que puede crear, pero es libre de poder crear siempre
nuevas cosas. Hay infinitos entes posibles que Dios no crea actualmente. Esto lo
determina su libre voluntad. Por tanto, Dios puede hacer lo que no hace.
Toda creatura tiene un bien que Dios le ha dado y por eso mismo tiene una perfección
relativa a su esencia. Con su operación, la creatura persigue esa perfección como su
finalidad. Esto no quiere decir que en otras criaturas exista una bondad mayor o menor.
El bien relativo a cada criatura es el máximo para cada criatura. Pero al hacer
comparaciones entre las criaturas se puede ver un diverso grado de bondad, y por tanto
un diverso grado de perfección en ellas.
Se dice que la creación es «el hacer las cosas de la nada». Se emplea el término
«hacer», pero en un sentido muy analógico, pues hay que evitar el concepto de
«mutación»: no hay mutación en la criatura, porque se pasa inmediatamente del no ser
al ser. Antes de la creación, la creatura no existe en absoluto. Y no hay mutación en Dios
porque Dios no cambia, no pierde ni gana nada. Por tanto, no hay movimiento alguno, ni
físico ni temporal. Instantáneamente hay el ser que Dios ha querido. La creación reside
12
Cfr. STh I, 25; De potentia Dei, q.2.
Esto no quiere decir que el hombre sea un dueño despótico de las criaturas, sino que
toda la creación adquiere sentido en la finalidad propia del hombre, que es Dios. El
hombre que sabe reconocer su propia finalidad en Dios, y no egoísticamente en sí
mismo, es el hombre que sabe también respetar y admirar la finalidad de todas las
criaturas, y colaborar con Dios para su conservación y para el cumplimiento de su fin13
13
La doctrina de la creación está a la base de la verdadera ecología.
UNIDAD IV
OBJETIVOS ESPECÍFICOS
Comprensión amplia de este tema central para la elaboración de todo el concepto de Dios
Uno y Trino
Relación y síntesis de lo visto hasta ahora desde la perspectiva de la relacionalidad de las
Personas Divinas y su acción en la vida del hombre
INTRODUCCIÓN
Tras el estudio de la infinita transcendencia divina y de la condición de la creaturalidad de
las criaturas, las «misiones divinas» constituyen el segundo punto fundamental de la
teología, es decir, del tratado sobre Dios según la revelación divina y según la profesión
de fe.
1. SIGNIFICADO DE «MISIÓN»
Después de la noción de la infinita trascendencia y de la condición creatural de las
criaturas, la presentación de las «misiones divinas» es el segundo punto fundamental de
la teología, es decir, del discurso sobre Dios según la revelación cristiana y según la
profesión de la fe.
«Misión» es un término que viene del latín «missio - mittere» que quiere decir «envío».
Hoy la palabra misión ha adquirido más bien el sentido de «encargo», sea recibido o por
iniciativa propia, que hay que realizar. No se excluye este significado, pero no es el
sentido principal de la «misión divina», que simplemente indica el «envío» de alguien a
alguien, es decir, el envío del Hijo y del Espíritu Santo a los seres humanos.
También hemos enfatizado que en el caso de las criaturas espirituales, esta dependencia
de Dios se ratifica libremente precisamente por el hecho de que son criaturas espirituales
y por tanto más autónomas. Por esta razón, el fin de las criaturas espirituales no puede
ser otro que Dios mismo, conocido y amado, y esto vale también para el hombre. El
hecho de ser el fin de la criatura espiritual determina un modo diverso en el que Dios
está presente en la criatura. Y también esta presencia es querida y realizada por Dios.
que Dios mismo se nos haga accesible como objeto de conocimiento y de amor (es decir,
que se haga don para nosotros);
que nosotros hayamos sido habilitados para recibirlo directamente; y esto también debe
ser un don que Dios nos concede porque, aun tendiendo hacia Él, de hecho no somos
capaces de recibirlo.
Mediante este gran misterio de las misiones, conocemos a Dios que envía, y tal misterio
es en su origen el Padre14; y conocemos a Dios que es enviado, y son el Hijo y el Espíritu
Santo.
Por lo tanto, las «misiones divinas» son dos: el envío del Hijo y el envío del Espíritu
Santo.
De estas dos misiones, de estos dos envíos, de estas dos visitas, se nos da a conocer la
Trinidad. En efecto, si Aquéllos que nos son enviados son Dios mismo, resulta que Dios
es Padre, Hijo y Espíritu Santo. El cristiano es consagrado a este misterio divino, y
accede, entra en la vida misma de este misterio divino; su bautismo es una purificación
que lo separa de todo lo demás, y sobre todo del mal, y lo consagra a Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo: «Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»,
según el mandato que Cristo dio a sus discípulos antes de ascender al cielo (cfr. Mt
28,19).
14
El Espíritu Santo es enviado juntamente por el Padre y el Hijo.
La misión del Hijo se hace visible por su encarnación, o por su nacimiento según la
naturaleza humana, como hombre. Santo Tomás dice que se trata de un nuevo modo de
estar presente personalmente en la creación, siendo Él mismo criatura. El Hijo de Dios se
ha hecho hombre, encarnado en el seno de la Virgen María. Su persona divina de Hijo, es
también el sujeto de su humanidad. Aquél hombre es verdaderamente el Hijo de Dios,
generado desde toda la eternidad.
A la pregunta acerca de cómo es posible que la naturaleza divina del Verbo esté junto
con la naturaleza humana, se responde con la formulación del dogma de la unión
hipostática. Se excluye una mutación, es decir, que Dios se transforma en hombre
mediante una metamorfosis. No se trata de la adopción de un hombre, que realmente no
sería Dios, sino sólo un hombre bendecido y visitado especialmente en su espíritu por
Dios. Y tampoco se trata de un semblante de que Dios se reviste para comunicarse con
nosotros, pero sin que sea Él mismo. Y tampoco se trata de una creación de la persona
del Hijo, es decir, del Verbo, como decía Arrio, aunque con ello se quiera designar una
criatura del todo especial, la primera criatura.
Los cristianos creen que la persona del Hijo, que es Dios, asume la naturaleza humana,
creada, y permanece Él mismo como sujeto personal de Aquél que es verdaderamente
Dios y verdaderamente hombre.
La persona divina del Hijo es enviada para ser el sujeto de esa humanidad creada en el
seno de María. Aquél que es increado, Dios eterno, se presta y se abaja para ser el
sujeto de lo que es creado, y para ser Él mismo creado aun siendo el increado. La
creación de esa humanidad destinada a unirse a la divinidad es obra inmediata de Dios,
sin mediación de semen humano, en el seno de la Virgen María.
El modo en que las dos naturalezas se unen se ilustra mediante varios ejemplos e
imágenes: el fierro que arde en el fuego, usada por san Juan Damasceno, y también
llamada pericóresis de las naturalezas16; la comparación con el hombre compuesto de
dos naturalezas, la humana y la animal, que sin embargo tienen un sujeto único, la
persona17
15
Reportamos aquí las expresiones de san Juan Damasceno, La fe ortodoxa, nº 177: «antes de laencarnación, la
hipóstasis del Dios verbo era simple y no compuesta, incorpórea e increada. Después de queasumió la carne, por
el contrario, se hizo también hipóstasis para la carne, y se hizo compuesta por la divinidadque siempre tenía, y
por la carne que había asumido; y lleva las propiedades de las dos naturalezas, puesto queella es conocida en las
dos naturalezas, de modo que la única hipóstasis es increada en cuanto a la divinidad ycreada en cuanto a la
humanidad, visible e invisible. Si no fuera así, quedaríamos obligados a dividir al únicoCristo, diciendo que es
dos hipóstasis, o a negar la diferencia de las naturalezas y a introducir la mutación y laconfusión».
16
Citamos nuevamente las palabras del Damasceno, La fe ortodoxa, nº 155: «Es conveniente saber que se
diceque la carne del Señor ha sido divinizada [...]. Esto sucedió no por una transformación de naturaleza, sino
porla unión económica -quiero decir, la hipostática- por la que la carne se une inseparablemente al Verbo de
Dios,y por la pericóresis de las naturalezas, la una en la otra, similar a esa otra que, como hemos dicho, se
verificacuando el hierro se inflama. [...] Efectivamente, el fierro arde no porque tenga la facultad natural de
arder, sinoporque ha llegado a poseerla en virtud de su unión con el fuego».
17
Santo Tomás también usa esta comparación, a su vez tomada de los Padres, entre los que figura elDamasceno.
Sin embargo, en esta comparación hay que notar la consideración que se hace de la persona: lapersona humana
El Padre se nos revela en Cristo, con el envío del Hijo. Cristo personalmente es Dios
encontrado y conocido por nosotros; es el Verbo, la Verdad, y no sólo en sí, sino que se
hace experimentable y accesible a nosotros. Él es el Bien, y no sólo en sí, sino también
para nosotros, es decir, el Bien que nosotros captamos y amamos. Esta es la razón por la
que la visita de Cristo, que es Dios hecho don para nosotros, significa una experiencia
personal que cada ser humano puede hacer de Él, seguida por el amor a Él que se
enciende en nosotros. Así sucede de hecho para quienquiera que lo encuentra en su
propio espíritu.
Él es la Verdad y el Bien, sea como Dios que como hombre: Cristo es la Verdad de Dios,
y Cristo es la Verdad del hombre. Cristo revela Dios al hombre y a la vez revela el
hombre al hombre. El hombre, hecho para Dios, permanecía desconocido para sí mismo
porque había perdido de vista su fin; en Cristo aparece nuevamente y de modo claro el
hombre unido a Dios.
Toda adhesión del hombre a Dios se da en Cristo y gracias a Cristo, porque Él es el Dios
para nosotros, la revelación de Dios. Todo camino espiritual comienza con Cristo, pasa
por Cristo y encuentra su término en Cristo, porque en Cristo encontramos al Padre y al
Espíritu Santo. El hombre que acoge a Cristo se enciende de amor, porque Cristo busca
todo su ser.
es por naturaleza también animal; en cambio, el Verbo divino es hombre por libre concesión,por su
disponibilidad y abajamiento. Pero en el ejemplo del fierro y del fuego aparece más claro el concepto
de«asunción» de una naturaleza que no es la propia.
18
Cfr. STh I, 43, a. 5, ad 2.
Y esta efusión de amor hacia el Verbo de Dios no se puede realizar sino bajo la guía y el
estímulo del Amor por excelencia, el Espíritu Santo. Él nos guía y nos sostiene en el amor
de Cristo.
La conformidad con Cristo: San Juan deja claro que la filiación es el nuevo modo de ser
hombres; nacidos de Dios, como Cristo. En efecto, dice que no se nace de sangre y de
carne, sino de Dios. Precisamente como Cristo (Jn 1,18 ss). Y así también Cristo le dice a
Nicodemo que es necesario nacer nuevamente, pero esta vez hay que nacer del agua y
del Espíritu Santo (Jn 3,1 ss), justamente a semejanza de Jesucristo. Por tanto, la figura
del Hijo hecho hombre inaugura un nuevo modo de ser hombres, un modo que nos
contagia. El vínculo con Él, la unión con Él, es determinante para nuestra suerte. Aquí
reside todo el misterio del vínculo con Cristo: Él es la Cabeza del Cuerpo, Él es el Modelo,
Él es el Pastor del Pueblo, Él es el Salvador, es el Esposo para la esposa, es decir, Aquél
que nos une a sí y que produce el cambio en nosotros. Esta es la gracia santificante.
c. El Padre nos ama en Cristo. Que el Hijo haya sido enviado a asumir la naturaleza
humana, muestra que el Padre ama la creación, la humanidad entera, en Cristo. El Padre
ha querido que también la humanidad participe de algún modo en el amor infinito y único
que Él tiene por el Hijo. Hemos sido reunidos en torno al Hijo, estamos unidos a Él y en
Él somos amados. El Hijo ha sido bendecido con la efusión del Espíritu Santo, y el Padre
lo ha declarado su predilecto, su amado, en el bautismo en el Jordán y en otras
circunstancias. En consecuencia, el Espíritu Santo se derrama sobre nosotros en cuanto
que estamos unidos a Él, como ya hemos dicho.
Cristo, el Hijo, es el centro del amor divino, y nosotros en Él. Sería equivocado
atribuirnos un valor autónomo respecto a Cristo: Cristo es «para nosotros», pero
nosotros somos «para Cristo y en Cristo y con Cristo». Nosotros hemos sido admitidos a
participar en este inmenso amor del Padre a Cristo: nos ha unido a Él «para que pudiese
amar también en nosotros lo que ama en Él»19
Somos herencia del Hijo, somos pueblo de ese Rey, somos cuerpo de esa cabeza, somos
siervos de ese Señor de la viña. Existimos para Él y por Él. Y toda esa finalidad nuestra
quedaba oculta, no realizada, por no poder dar nuestro sì, por estar separados de . La
misión de Hijo hace posible de nuevo toda esta finalidad de ser para Él, unidos a Él, tal
como nos quiere el Padre, en esa vida divina sin fin, en ese amor eterno entre el Padre y
el Hijo.
19
Misal romano, VIII prefacio dominical.
Y sin embargo en la misión del Hijo descubrimos también que aquel que debería ser el
punto de referencia se acerca y se abaja para recogernos consigo: no pudiendo ir a Él
entonces viene Él a nosostros: lo que es complemento, pasa a ser considerado al igual
que lo principal, poque el Hijo es igualado a los esclavos, para que los esclavos no se
pierdan y más aún sean hijos en el Hijo. Se trata de un misterio grande del amor divino,
ante el cual debemos adorar.
En relación con los hombres, la misión visible del Espíritu Santo se expresa mediante
algunos signos visibles obrados en presencia de los apóstoles y de otros santos de la
Iglesia primitiva, para que se manifestara el envío del Espíritu Santo también a ellos, y
que se obraba su santificación y la inhabitación de Dios en el hombre:
El soplo de Cristo sobre sus discípulos, el viento: esto significa de modo más directo la
transmisión del poder sacerdotal de santificar, puesto que Cristo afirma que podrán
perdonar los pecados;
Las lenguas de fuego: esto significa la transmisión del magisterio, puesto que tal signo se
completa con el hecho que los discípulos comenzaron a hablar en todas las lenguas.
Se consideran también como signos visibles del Espíritu Santo los demás prodigios
obrados en la Iglesia naciente de muchos modos, mediante dones especiales concedidos
al primer grupo de discípulos21 Estos signos externos indican el inicio del envío del
Espíritu Santo a los hombres, y de los frutos invisibles que consisten en la santificación
de los hombres mediante la inhabitación en ellos. Esta santificación trae consigo la visita
de Dios en persona en los hombres.
Los efectos invisibles de la misión del Espíritu Santo hacia los hombres y la Iglesia
consisten en la santificación mediante la inhabitación. La santificación implica el don de la
gracia santificante que permite la divinización del hombre y la inhabitación de Dios en el
hombre. Dios no sólo nos concede los dones, sino que Él mismo se hace don. Sucede así
que la santificación es el hombre santo, pero junto a Dios, unido a Dios. El Espíritu Santo
es Aquél que personifica esta inhabitación de Dios en el hombre. Sin embargo, es todo
Dios, toda la Trinidad, quien inhabita en el hombre. Por esta razón se dice que el hombre
es templo del Espíritu Santo, templo de Dios, como dice san Pablo. El Espíritu Santo es
Aquél que siendo Dios, se confunde más con nosotros, con nuestro espíritu, y se hace
nuestra fuerza; por tanto, Él desciende en nosotros y nos acompaña: es nuestro
Abogado, nuestro Consolador, nuestro Guía al hablar, al comprender, al actuar; pero
sobre todo es quien inspira el amor. Al experimentar la presencia del Espíritu Santo
logramos percibir bien de qué modo Dios se hace don y «se regala» a nuestro espíritu.
Por esta razón se define al Espíritu Santo como «Don».
El Espíritu Santo es el Amor, e inhabita en el hombre sobre todo como Amor. Por esta
razón es el primer don, porque el amor es el primer don 22
20
Cfr. también Juan Pablo II recuerda esta interpretación de la nube sobre el Tabor en su exhortación post-
sinodal Vita consecrata, sobre la vida consagrada.
21
En los Hechos de los Apóstoles se renuevan los prodigios de Pentecostés en varias ocasiones; por ejemplo,en
la casa del centurión Cornelio (10,44-46; 11,15), en Éfeso (19,6-7). También a partir de las cartas
apostólicaspercibimos una abundancia de dones extraordinarios concedidos por el Espíritu Santo en ese periodo
parademostrar su presencia viva en ellos.
22
STh I, 38, a. 2, c: «el amor por naturaleza es el primer don».
Entre los dones propios de la gracia que nos concede, la caridad es el mayor y el más
característico del Espíritu Santo. La caridad nos hace similares al mismo Espíritu Santo.
Es propiamente la expresión más clara de la santidad. Al hacernos similares a Dios, la
caridad obra una especie de fusión querida entre nosotros y Dios, llena de armonía, que
permite a Dios tomar la dirección de nuestro espíritu; más bien, Él mismo se convierte en
el protagonista, y nosotros, en sus colaboradores. A este propósito recordamos la
doctrina de las virtudes infusas y de los dones del Espíritu Santo. Las virtudes teologales
infusas son dones de Dios, del Espíritu Santo, en el sentido que vienen con la gracia
santificante y son sus manifestaciones. Son dones divinos y principios operativos infusos
que permiten que nuestra humanidad obre en su estado de santificación. Pero aun
después de ser santificados, la dirección de nuestras acciones humanas queda en
nuestras manos. Por el contrario, los Dones del Espíritu Santo son aquellos principios
operativos en los que nosotros no dirigimos la dirección de nuestras operaciones. Las
dirige directamente el Espíritu Santo que habita en nosotros. Resulta así que nosotros
venimos a ser «utilizados por Él», aunque somos nosotros los que actuamos, pero como
una especie de instrumento. Esta posibilidad de iniciativa del Espíritu Santo no elimina el
valor de la gracia santificante y de las virtudes infusas. Es más, la requiere con mayor
urgencia para que el «instrumento» -por llamarlo así- sea adecuado y consciente en su
colaboración. Cuanto más fuerte y consciente es la unión con Dios, es decir, en cuanto
más intensa es la caridad, tanto más aparecen los Dones del Espíritu Santo porque Dios
se permite cada vez más tomar la iniciativa en quien es completa y libremente suyo; y
así los dones abren horizontes que sólo la iniciativa divina directa puede concebir.
Para ayudar a comprender las virtudes infusas y los dones, conviene dar el ejemplo del
aprendiz del artista: el artista (la virtud) instruye y prepara al aprendiz comunicándole su
técnica, y así mete mano en la obra; pero cuando la compenetración entre el aprendiz y
el maestro se ha consumado, el maestro se permite tomar la mano del aprendiz y dar
retoques que hacen que la obra sea una obra de arte (los dones), porque cuando el
aprendiz la hace junto con el maestro, quien toma la mano del aprendiz, éste realiza
ciertas perfecciones que no habría logrado incluso con todo el adoctrinamiento. Sucede
así que el Espíritu Santo se vuelve un socio, un compañero, en la santificación; es más,
el alma santa permite que sea Él quien indica la dirección, y sigue sus inspiraciones
dejándose mover por sus dones, convirtiéndose en un colaborador, en socio del Espíritu
Santo. La doctrina de la inhabitación de Dios en el alma del hombre hace evidente
también el primado de la caridad entre las virtudes teologales en la relación entre el
hombre y Dios, como enseña san Pablo (1Cor 13,13). En esta misma línea, santo Tomás
hace evidente de qué modo en el caso de las cosas sensibles, el primado pertenece al
conocimiento que motiva al amor. La verdad y el bien conocidos son la causa de la
adhesión de amor. Por el contrario, en relación con Dios sucede al revés. En el caso de
Dios, lo que no conocemos es más que lo que conocemos; es decir, lo concebimos más
bien como misterio. Nuestra forma de conocer, aunque lo busca, no es adecuada a Él,
porque Dios nos supera. Pero el amor se adhiere a Él y lo experimenta como el bien
supremo, y esto trae consigo una creciente certeza en la fe, es decir, en la aceptación de
Él en su misterio, fomentando cada vez más el deseo y la esperanza en Él.
En esta relación de amor, llena de respeto, el espíritu del hombre no renuncia a conocer,
pero experimenta cada vez más el infinito misterio de Dios. Tal vez así también en el
cielo, la visión beata, esa visión especial que se dona en la posesión total de Dios, no
eliminará el misterio infinito de Dios: no sucederá jamás que Dios y nosotros estaremos
en una condición de paridad. Podemos concluir diciendo que la caridad es la que guía a
las demás virtudes teologales, y que es la que más se puede adentrar en la realidad de
Dios.
Los dones del Espíritu Santo son tradicionalmente siete, como se ve en el libro del
profeta Isaías (11,2): sabiduría, entendimiento, ciencia, consejo, piedad, fortaleza y
temor de Dios. El desarrollo de los dones compete al tratado de antropología teológica y
a la teología espiritual. Aquí sólo deseamos hacer notar que el don de sabiduría, que
corresponde a la virtud de la caridad, es el don supremo.
f. Las atribuciones
Para completar la visión de la relación entre Dios y las criaturas, conviene que en esta
sede hablemos de otro concepto que usan los teólogos y el Magisterio: las atribuciones.
Las acciones divinas «ad extra» son de toda la Trinidad, y en el caso de las misiones
divinas expresan su donarse, su darse. Pero las diversas acciones conservan
características que presentan las connotaciones -por decirlo de algún modo- de cada una
de las personas de la Trinidad. Así también en la salida hacia afuera, determinadas
acciones se atribuyen a aquella persona, porque la revelan de modo particular.
La redención al Hijo
Conviene también aclarar una duda que se suele presentar frecuentemente. El principio
del obrar único «ad extra» de toda la Trinidad parecería estar en contradicción al menos
con el hecho de la encarnación, porque es la segunda persona, y no la Trinidad, la que se
encarna. Pero se trata de una confusión entre «acción» y «misión». La misión es una
presencia personal, a la que siguen una serie de acciones. Tal presencia se realiza por el
hecho de que la persona es dada en don a a criatura, y esto se refiere más bien a un
modo de ser de Dios. De hecho, decimos que el donado, el enviado, es el Hijo Dios y el
Espíritu Santo Dios. La acción, en cambio, se refiere a un efecto en la criatura, y dicho
efecto será siempre de toda la Trinidad, es decir, de Dios. Por cuanto se refiere a la
misión del Hijo y el misterio de la encarnación, es importante comprender bien el
significado de la «asunción de la naturaleza humana». No nos detendremos con detalle,
porque el tema corresponde a la cristología, pero nos vemos en la necesidad de llamar la
atención sobre los siguientes puntos en relación con la cuestión planteada. La naturaleza
humana de Cristo no es entendida como un sujeto humano autónomo en el que se
insertaría un sujeto divino, el Hijo.. Por tanto, tampoco el Hijo unido a la naturaleza
humana debe ser pensado como un individuo que se separa de Dios y que,
autónomamente, desciende sobre un hombre. El misterio de la encarnación se refiere,
más bien, a la asunción de la naturaleza humana en la naturaleza divina. Tal asunción es
realizada por la por la Trinidad y dirigida, destinada, por así decir, a la persona del Hijo,
que viene a ser el sujeto de tal asunción. El Padre, que lo ha engendrado, crea para Él la
humanidad y la unión de tal humanidad a Él, y el Espíritu Santo realiza/lleva a cabo tal
creación y tal unión para el Hijo.
También todos los efectos de la encarnación son llevados a cabo por la Trinidad en Cristo
mismo y en la humanidad entera, es decir, la obra de la redención y de la salvación. Pero
son atribuidos al Hijo, porque Él es el sujeto de la encarnación y de la unión hipostática.
CONCLUSIONES
Las misiones divinas son la base y el corazón de toda la teología trinitaria. Dan a conocer
a Dios Trinidad al hombre; revelan al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. En efecto, el
Cristo que nosotros conocemos y recibimos es verdaderamente el Hijo eterno de Dios; y
el Espíritu Santo que nos ha sido enviado es el Espíritu del Padre y del Hijo.
El intento de presentar también la realidad misma de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo se
deriva de la doctrina de las misiones divinas. ¿Qué quiere decir que Cristo es el Hijo del
Padre? ¿Y qué quiere decir que el Espíritu Santo es el Espíritu que procede del Padre y
del Hijo? Esta es la teología intratrinitaria que ocupará nuestra atención.
UNIDAD V
LA TRINIDAD EN LA SAGRADA ESCRITURA
OBJETIVOS ESPECÍFICOS
Recorrido amplio por las diversas fuentes de la Sagrada Escritura que nos llevan a
descubrir el sentir de Dios sobre este tema de la teología dogmática
INTRODUCCIÓN
Después de haber considerado la visita personal de Dios a nosotros, que nos ha revelado
su ser trino, como Padre, Hijo y Espíritu Santo, podemos pasar a profundizar en el
estudio de esta identidad divina trinitaria. Haremos en primer lugar un estudio de las
fuentes sobre las que se basa la transmisión de la fe y la reflexión de los cristianos,
comenzando por la Sagrada Escritura, pasando por al magisterio y finalizando con las
imágenes que, en el intento de esclarecer el misterio trinitario, han utilizado los Padres y
los grandes teólogos.
El punto de partida de la doctrina trinitaria reside en la fórmula bautismal que Cristo dijo,
y que refiere el Evangelio de Mateo: «Id, pues, y haced discípulos de todas las naciones,
bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Hemos ya indicado
su importancia, porque es la fórmula de la consagración de todo hombre a Dios, según la
fe predicada y dada por Cristo: el bautismo o consagración se hace en el nombre de
Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. San Ireneo observa que el «nombre» está en
singular, y las personas responden a un único nombre, una única identidad divina23
Esta fórmula bautismal contiene toda la originalidad de la fe cristiana en Dios, y este
hecho queda confirmado también por la Didaché, que es una especie de primer manual
para catequistas, que se remonta al tiempo de los apóstoles. En efecto, en la Didaché se
manda usar esta fórmula bautismal, o también otra, la de «bautizar en el nombre de
Jesucristo», como se ve también en los Hechos de los Apóstoles (2,38). Esto demuestra
dos cosas: la fórmula trinitaria, al lado de la fórmula del nombre de Jesús, se deriva de
Jesucristo mismo, contiene todo el espíritu y la originalidad de su enseñanza, y es
adecuada para expresar el acto con que una persona se hace su seguidor, abrazando la
nueva fe que es distinta de la fe hebrea. El hecho, además, de que hubiera dos fórmulas
bautismales posibles demuestra que la fórmula explícitamente trinitaria era bastante
chocante para el mundo hebreo, y tal vez en algunos casos se podía hacer más accesible
mediante una adhesión algo más genérica a Jesucristo24
23
San Hilario en De Trinitate comenzó a tratar sistemáticamente el dogma trinitario en el libro II, justamentea
partir de la fórmula bautismal de Mt 28,19, que considera perfecta. Cfr. La Trinidad, B.A.C., Madrid 1986,II,1.
24
Cfr. Didaché, VII, 1, sobre la fórmula trinitaria, y IX, 5 sobre la fórmula «en el del Señor»; en
Didaché,Doctrina Apostolorum, Epístola del Pseudobernabé, Ciudad nueva, Madrid 1992.
Los cuatro evangelistas describen el Bautismo de Jesús en el río Jordán (Mt 3,11-17; Mc
1,8-11; Lc 3,16-22; Jn 1,32-34) y tenemos también una mención de este evento en los
Hechos de los Apóstoles (10,37-38). Mediante algunas referencias bíblicas, los evangelios
de Mateo y Marcos evidencian la nueva creación que se obra y se inaugura en Cristo, y
que se manifiesta ahora con el signo del Bautismo en el Jordán. Jesús sale de las aguas,
como la primera creación salió de las aguas; la creación, especialmente la humanidad, se
renovó después de las aguas del diluvio. Ahora en Cristo se realizan de modo definitivo la
nueva creación y la nueva humanidad, que salen regeneradas de las aguas. Sobre esto
mismo, según algunos autores, es significativo el signo de la paloma, que sella el
restablecimiento definitivo de la paz entre Dios y la humanidad, y por tanto la puesta en
marcha de una era de paz en el mundo. Por lo que se refiere a los sinópticos, hemos
ofrecido las referencias escriturísticas incluyendo los versículos que preceden
inmediatamente a la narración del Bautismo de Jesucristo. En ellos, el Bautista alude en
su discurso al nuevo Bautismo que Cristo inaugura y en el que también nosotros seremos
bautizados: «Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Mt 3,11). El fuego se refiere
directamente al Espíritu Santo, dado por Cristo para una purificación y una renovación
mucho más radicales, que sólo la acción de Cristo y del Espíritu Santo son capaces de
cumplir, como Cristo mismo atestigua en Lc 12,49-50: « Fuego he venido a arrojar un
fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido! Con un bautismo
tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!». San Juan
explica bien el sentido de las palabras del Bautista, explicitando en su intervención la
función mediadora de Cristo, quien recibe y da el Espíritu Santo: «El que me envió a
bautizar con agua me dijo: “Aquél sobre quien veas que baja el Espíritu y permanece
sobre él, ése es quien bautizará con Espíritu Santo”. Y como lo he visto, doy testimonio
de que él es el Hijo de Dios» (Jn 1,33-34). Desde una perspectiva soteriológica, es decir,
en el sentido de una renovación de la creación y de una divinización del hombre, de una
alianza definitiva y sin distancias entre Dios y la humanidad, se nosda a contemplar el
misterio de Dios. El Hijo de Dios es amado del Padre y enviado entre nosotros, y el
Espíritu Santo obra junto a Él. San Lucas subraya fuertemente el hecho de estar «entre
nosotros» (3,21-22): «Un día en que se bautizó mucha gente, también Jesús se bautizó.
Y mientras Jesús oraba se abrió el cielo, y el Espíritu Santo bajó sobre él en forma
corporal, como paloma, y se oyó una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me
complazco”». El cielo se abrió finalmente, y la complacencia del Padre se mostró hacia el
Hijo que estaba entre nosotros y junto a nosotros, que somos pecadores reunidos en
torno a Él, que nos bautiza en el Espíritu Santo y así entramos en la complacencia del
Padre.
En el contexto de la teofaníaeal Padre es reconocido mediante una voz que proviene del
cielo y que proclama que Cristo es su «Hijo predilecto». El vínculo especial entre el Padre
y el Hijo queda sellado por el envío del Espíritu Santo sobre el Hijo, y se muestra como
una paloma que desciende del cielo sobre Él. La Iglesia siempre ha querido subrayar el
carácter de revelación y de manifestación de Dios, aclarando que la filiación divina se
muestra en este momento, pero que no se trata de un acto por el que Cristo queda
constituido en Hijo, realidad eterna declarada por las palabras del Padre. También por lo
que se refiere a la humanidad de Cristo, hay que aclarar que ésta se une al Hijo en el
momento de la encarnación, y no ahora. Así también el descenso del Espíritu Santo es
manifestación de una realidad que le corresponde al Hijo por naturaleza divina, y que ha
sucedido ya en el momento de la encarnación en cuanto a toda su humanidad.
«Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los
sabios y discretos y las has revelado a los pequeñuelos. Sí, Padre, porque así te plugo.
Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie
conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quisiere revelárselo» (Mt 11,25-27).
En relación al Hijo, se hacen evidentes las siguientes características: Él lo recibe todo del
Padre, incluyendo la supremacía sobre todo, la cual no le proviene del mundo, sino
directamente del Padre25; su libre voluntad que se manifiesta en la potestad de revelar; y
es capaz de revelación, precisamente porque es Dios, pues ella es completamente
inaccesible para quien no lo es, y accesible gracias a su benevolencia.
En relación al Espíritu Santo, en este texto del Evangelio sólo se dice que Cristo exultó en
el Espíritu Santo y así manifiesta a los sencillos el secreto de su relación con el Padre.
Aquí el Espíritu Santo se caracteriza en la «fruición», en la plenitud exuberante de esta
relación entre el Padre y el Hijo, relación que se desborda en la creación.
Como primer elemento notamos que Nicodemo admite la procedencia divina de Cristo
(«venido de Dios») y que reconoce la revelación obrada por Él.
Sigue a continuación la pregunta que Cristo mismo provoca sobre el Reino de Dios:
¿cómo se puede renacer para entrar en el Reino de Dios? (Jn 3,2-4). Encontramos aquí el
mismo esquema que sigue el encuentro entre Jesús y el joven rico, narrado por los
sinópticos26: también este joven reconocía la divinidad de Jesús, y le preguntaba de qué
modo se podía entrar en la vida eterna, o en el Reino de Dios -como dice Jesús a menudo
en sus discursos. Cristo le habla a Nicodemo de entrar en el Reino de Dios y de renacer a
una vida nueva, y Nicodemo le pregunta qué debe hacer para lograrlo.
25
San Juan desarrolla mucho el tema de la supremacía o señoría sobre todo que Cristo recibe del
Padredirectamente y no del mundo, bajo el tema de la gloria: el Hijo no recibe la gloria del mundo, sino del
Padre.Por esta razón consiste en la disposición divina, absoluta, establecida desde la eternidad, y no es fruto
decircunstancias humanas históricas (Cfr. Jn 5,36-47). Este carácter divino y absoluto de la señoría de Cristo esla
mejor prueba de que Él es Dios.
26
Mt 19,16-22; Lc 18,18-23; Mc 10,17-22.
«Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo unigénito, para que quien crea en Él
no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3,16). La vida que el hombre recibe no
viene del mundo, sino de Dios, «de lo alto» (ánothen): se trata de un acto creador de
omnipotencia divina, es decir, «nacer del agua y del Espíritu» como en el momento de la
primera creación, y después del diluvio.
El Padre es Aquél que ama y que envía al Hijo después de haber decidido dar la vida
divina al mundo. El Hijo es Aquél por cuya mediación se salva el mundo (Jn 3,17), así
como por medio de Él fue creado (Jn 1,3). El Espíritu es la fuerza divina en la cual se
renace a la vida divina y en la que el hombre es recreado para una vida nueva, más allá
de la es trasmitida a nivel humano, y que perece.
En este texto se pone de relieve el mundo de Dios en contraposición con nuestro mundo,
mundo de la muerte y del pecado; y cómo el acceso a este mundo divino se da mediante
la salvación obrada por el Padre con el envío del Hijo y del Espíritu Santo. Se describe
también la salvación como un nuevo nacimiento, y se la compara a la creación, es decir,
como una nueva creación. Se trata de un acto de soberanía absoluta de Dios, porque se
escapa totalemnte a nuestra posibilidades humanas. Pero a la vez el hombre debe dar su
consentimiento y su colaboración (cfr. Jn 3,18-21).
Notamos que aquí también se reafirma que la revelación viene «de lo alto», creando un
contraste entre la ignorancia y la inseguridad del hombre «sabio» que a pesar de todas
las leyes y las escrituras no sabe (Nicodemo), y la seguridad de Cristo que lo sabe todo
«de lo alto», por experiencia directa (Jn 3,11); entonces el hombre no puede saber sólo
mediante sus fuerzas, sino que debe creer en el Hijo.
La centralidad del evento pascual como revelación plena de Dios domina todo el Nuevo
Testamento. La narración de la pasión, muerte y resurrección ocupa la parte más
consistente de los Evangelios sinópticos; los demás aspectos de la vida de Cristo
aparecen en función de esta narración. San Pablo y san Juan subrayan el carácter
revelador del misterio pascual.
Para san Pablo, Cristo resucitado y sentado a la derecha del Padre, a quien todavía
podemos conocer (se apareció vivo en el camino a Damasco), nos abre a la dimensión
divina. Habiendo recibido la visita del Resucitado y unidos a Él por la efusión del Espíritu
Santo en nuestros corazones (Rm 5,5; Gal 5,22), somos criaturas nuevas en Cristo, y
hemos experimentado la misericordia del Padre. En efecto, la luz del Resucitado nos hace
ver la grandeza del amor del Padre, recibido por el Hijo, quien se abaja y se humilla para
hacerse uno de nosotros y para servirnos (Flp 2,6-11).
Para san Juan, quien subraya la pasión del Señor, la cruz de Cristo es precisamente lo
que muestra su gloria, la soberanía de Dios sobre el mundo, la victoria del amor del
Padre y del Hijo sobre el pecado y la muerte, que irrumpe de un modo totalmente
inesperado. Los ojos del creyente pueden «ver» esta gloria al contemplar al crucificado.
El Cristo resucitado tiene los signos de la crucifixión, que son los signos de su amor, y se
le reconoce gracias a esos signos. El Espíritu Santo es dado a los hombres como fruto de
la pasión.
5. LA RELACIÓN PADRE-HIJO
La manifestación de la relación entre el Hijo y el Padre es particularmente frecuente y
evidente en el Nuevo Testamento. Podemos resumir esta relación en las dos
consideraciones siguientes.
El uso de la expresión Abbá en la oración que Cristo dirige al Padre, muestra una
intimidad con el Padre desconocida hasta ese momento en la historia de las relaciones
entre Dios y el hombre. Esta expresión hebraica era la usada por los niños para llamar al
«papá». Tal expresión humana, empleada por Cristo para dirigirse a Dios, abre una
ventana sobre su relación, tan particular, de filiación con Dios. Se trata de una dimensión
que escapa al alcance del hombre y coloca a Cristo en una dimensión superior a la
humana. Los Evangelios hacen notar que Cristo solía orar siempre en la soledad, lo que
subraya aún más la exclusividad total de esa relación. Cristo repite esta expresión en el
momento de su agonía en Getsemaní, cuando ninguno de los discípulos pudo orar junto
con Él, y poco antes de su muerte en la cruz. Pero no excluye esto que la usara con
frecuencia. Tanto es así que se convirtió en el punto de referencia para la nueva relación
entre Dios y los discípulos de Cristo. San Pablo dice que gracias al Espíritu también
nosotros podemos llamar a Dios Abbá, como lo hacía Cristo. Evidentemente no se trata
de pronunciar un sonido con la voz, sino de dar a entender una realidad a la que sólo
somos admitidos en cierto modo en Cristo.
En segundo lugar, Cristo subraya a menudo las expresiones «Padre mío» y «Padre
vuestro», como si pretendiera significar la diferencia que existe entre la relación que Él
mantiene con el Padre, y la que nos resulta posible a nosotros. Jamás dice «Padre
nuestro» en un sentido que lo incluya a Él a nosotros. Sin embargo, en este sentido, y
por ser Cristo Aquél que conoce al Padre de un modo totalmente especial, es
precisamente Él quien nos incita y nos invita a entrar en una relación de filiación llena de
confianza y de amor: nos enseña a rezar con confianza, a pedir, a confiar totalmente en
su misericordia.
6. EL ESPÍRITU SANTO
Recordamos la mención del Espíritu de Dios que lleva a cabo la creación (Gn 1,2); de la
Sabiduría que guía y aconseja a Dios en la creación (Sab 9,2.9); y del espíritu sutil que
hay en la sabiduría, emanación de la potencia de Dios y efluvio de su gloria, que invade a
todos los espíritus (Sab 7,22-8,1). Son muy numerosas las prefiguraciones cristológicas y
mesiánicas, y su tratamiento corresponde al curso de cristología o a cursos monográficos
de teología veterotestamentaria.
El texto del Antiguo Testamento que sin duda ha tenido mayor éxito para la presentación
catequética, pastoral y artística del misterio de la Trinidad, ha sido el de la aparición o
teofanía bajo la encina de Mambré (Gn 18,1-21). Dios visita a Abraham en su tienda,
desplegada bajo una encina, cerca de Mambré, bajo la forma de tres ángeles, y le
muestra su benevolencia. Le promete una descendencia sin límites, anunciando y
concediendo una concepción milagrosa de parte de Sara, y renueva su elección de
Abraham como su elegido. Por su parte, Abraham ofrece un ternero cebado y pan al
Huésped. Hay abundantes elementos para una catequesis sobre Dios, sobre el misterio
de Cristo y sobre el misterio de la salvación y de nuestra filiación divina. La teofanía de la
encina de Mambré ofrece también una ocasión inmejorable para unificar la historia de la
revelación y de la salvación en un único y grandioso proyecto, captada aquí en su inicio y
llevada a término en Cristo. Este principio de la profunda unidad entre la revelación y la
salvación caracteriza fuertemente la teología de los Padres, y la Dei Verbum del Concilio
Vaticano II también la pone de relieve.
27
Cfr. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, 97.
UNIDAD VI
LA TRINIDAD EN EL MAGISTERIO
OBJETIVOS ESPECÍFICOS
Conocimiento amplio y profundo a través del depósito de la fe sobre el Misterio de
Dios Uno y Trino.
INTRODUCCIÓN
En este capítulo queremos presentar las intervenciones del magisterio de la Iglesia sobre
el misterio de la Trinidad. Aun intentando hacer una presentación exhaustiva, sólo
ofreceremos un elenco de los principales pronunciamientos magisteriales en orden
cronológico. Nuestro criterio de selección ha sido doble: la importancia del documento, y
la elección de aquellas intervenciones que podemos considerar como innovadoras, es
decir, que añaden algún elemento nuevo a la definición del dogma. Recordamos también
que las intervenciones magisteriales en esta materia, sean colegiales (concilios y
sínodos), sean de los pontífices, sean de obispos particulares, han surgido especialmente
debido a la necesidad de aclarar o corregir expresiones provenientes de interpretaciones
heréticas o que podían prestarse a una interpretación errónea.
1. LA ANTIGÜEDAD
Carta a Dionisio, obispo de Alejandría. Esta carta, escrita al obispo Dionisio de Alejandría,
ha sido datada entre el 260 y el 268 d.C., y tiene un valor doctrinal porque es aceptada y
citada como argumento de autoridad por san Atanasio en el Concilio de Nicea (De
dectretis Nicaenae synodi, 26). La carta se dirige a los triteístas y los sabelianos, y
presenta por primera vez aunque de forma apenas delineada el contenido de lo que más
adelante será la doctrina de la pericóresis. Citamos algunas partes notables:
Éste fuera el momento oportuno de hablar contra los que dividen, cortan y destruyen la
más venerada predicación de la Iglesia, la unidad de principio en Dios, repartiéndola en
tres potencias e hipóstasis separadas y en tres divinidades; porque he sabido que hay
entre vosotros algunos de los que predican y enseñan la palabra divina, maestros de
semejante opinión, los cuales se oponen diametralmente, digámoslo así, a la sentencia
de Sabelio. Porque es necesario que el Verbo divino esté unido con el Dios del universo y
que el Espíritu Santo habite y permanezca en Dios; y, consiguientemente, es de toda
necesidad que la divina Trinidad se recapitule y reúna, como en un vértice, en uno solo,
es decir, en el Dios omnipotente del universo» 28
28
DS 48.
Concilio de Nicea I (1º ecuménico). Este concilio fue convocado en el 325 d.C. por el
emperador Constantino el Grande para poner orden en las controversias de la Iglesia;
fue llamado «el Grande y santo Sínodo de los 318 Padres». En realidad este número es
simbólico y es una reminiscencia bíblica de los 318 siervos de Abraham (Gn 14,14) con
los cuales el patriarca luchó en victoriosa batalla contra los reyes extranjeros que habían
saqueado la tierra de Canán y capturado a Lot, a quien logró liberar. Los Padres
conciliares aparecían como los grandes defensores de la fe de la Iglesia bajo la violenta
persecución de Diocleciano, concluida pocos años antes, y de la cual muchos Padres
llevaban marcas en el cuerpo. Ahora ellos derrotaban también las herejías. El número
real de los participantes en este concilio no debió superar los 250, como refiere Eusebio
de Cesarea. Provenían empero de todas partes de la ecumene cristiana. Ya que el
pontífice Silvestre era muy anciano, envió varios presbíteros como representantes suyos.
El gran concilio se ocupó principalmente de condenar la herejía de Arrio, quien se hallaba
presente y que contaba con el apoyo de 17 secuaces, entre los que se contaba Eusebio
de Nicomedia, obispo de corte del Emperador. El partido de la ortodoxia tenía como
líderes al obispo Marcelo de Ancira (Ankara), Eustaquio de Antioquía, y el diácono
Atanasio que acompañaba a Alejandro, obispo de Alejandría. El concilio de Nicea puso las
bases fundamentales de la formulación del dogma trinitario con la doctrina de la
consustancialidad (homoousía) del Hijo. Referimos aquí las palabras recogidas en el
Símbolo, que recitamos todavía hoy:
Creemos en un solo Dios Padre omnipotente, creador de todas las cosas, de las visibles y
de las invisibles; y en un solo Señor Jesucristo Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre,
es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios
verdadero; generado, no hecho, consustancial al Padre, por quien todas las cosas fueron
hechas, las que hay en el cielo y las que hay en la tierra [...]; y en el Espíritu Santo. Mas
a los que afirman: Hubo un tiempo en que no fue y que antes de ser engendrado no fue,
y que fue hecho de la nada, o los que dicen que es de otra hipóstasis o de otra sustancia
o que el Hijo de Dios es cambiable o mudable, los anatematiza la Iglesia Católica29
29
DS 54 (Versión sobre el texto griego).
Creemos en un solo Dios, Padre omnipotente, creador del cielo y de la tierra, de todas las
cosas visibles o invisibles. Y en un solo Señor Jesucristo, el Hijo unigénito de Dios, nacido
del Padre antes de todos los siglos, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, nacido,
no hecho, consustancial con el Padre, por quien fueron hechos todas las cosas; que por
nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió de los cielos y se encarnó por
obra del Espíritu Santo y de María Virgen, y se hizo hombre, y fue crucificado por
nosotros bajo Poncio Pilato y padeció y fue sepultado y resucitó al tercer día según las
Escrituras, y subió a los cielos, y está sentado a la diestra del Padre, y otra vez ha de
venir con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos; y su reino no tendrá fin. Y en el
Espíritu Santo, Señor y vivificante, que procede del Padre, que juntamente con el Padre y
el Hijo es adorado y glorificado, que habló por los profetas. En una sola Santa Iglesia
Católica y Apostólica. Confesamos un solo bautismo para la remisión de los pecados.
Esperamos la resurrección de la carne y la vida del siglo futuro. Amén 30
Nótese en especial la doctrina sobre el Espíritu Santo: se le llama Señor, como el Hijo,
indicando su divinidad, y dador de vida, como prerrogativa suya; la procesión del Padre
será sucesivamente completada en occidente con el añadido «y del Hijo» (Filioque),
como veremos más adelante; derivan de Él la Iglesia, la gracia y la economía
sacramental, el cumplimiento definitivo.
30
DS 86.
del Hijo, por lo que toca al Espíritu Santo. Por tanto, esta diferenciación no establece un
rango diverso entre ellos (como en el arrianismo), sino que reafirma la igualdad.
El 11º sínodo de Toledo (DH 525) y el 16º (DH 568) profundizaron aún más el tema de la
paridad entre las personas divinas en la unidad sustancial y por este motivo se propone
continuamente la doctrina del Filioque en la procesión del Espíritu Santo. Resulta
particularmente relevante el cambio de acento en la diferenciación de las personas
divinas llevada a cabo en el 16º sínodo toledano, centrándola en las «relaciones»; se nos
da la definición de relación en los siguientes términos: «se habla de “relación” en cuanto
una persona se refiere a otra; en efecto, cuando se dice “Padre” se designa también la
persona del Hijo, y cuando se dice “Hijo”, aparece que sin duda el Padre está en Él».
3. EL CONSISTORIO DE REIMS
Después de la aportación de la España de los visigodos, debemos indicar una
intervención importante del Magisterio en la Francia cristiana.
4. El IV Concilio Lateranense
El IV Concilio Lateranense (1215) se ocupó de refutar la doctrina de Joaquín de Fiore en
materia trinitaria, con tendencias al triteísmo. Dios no debe ser pensado como una
colectividad, sino como una única esencia. «Pero esta unidad confiesa no ser verdadera y
propia, sino colectiva y por semejanza, a la manera como muchos hombres se dicen un
pueblo» (DS 431). «Aunque uno sea el Padre, otro, el Hijo, y otro, el Espíritu Santo; sin
embargo, no son otra cosa, sino que lo que es el Padre, lo mismo absolutamente es el
Hijo y el Espíritu Santo» (DS 432). Hay una analogía en el concebir la unidad de los fieles
con Dios y entre ellos, y la unidad de Dios: «la expresión “una sola cosa”, en cuanto a los
fieles, se toma para dar a entender la unión de caridad en la gracia, pero en cuanto a las
personas divinas, para dar a entender la unidad de identidad en la naturaleza» (DS 432).
El concilio es claro en la exposición de la doctrina, aunque también muestra gran respeto
por las intenciones profundas del abad de Fiore (DS 433):
No deseamos, sin embargo, quitar nada al monasterio de Floris, cuyo fundador ha sido el
mismo Joaquín, como quiera que en él se imparte una formación regular y se vive una
saludable observancia; sobre todo cuando el mismo Joaquín mandó que todos sus
escritos nos fueran remitidos para ser aprobados o también corregidos por el juicio de la
Sede Apostólica, dictando una carta, que firmó por su mano, en la que firmemente
profesa mantener aquella fe que mantiene la Iglesia de Roma, la cual, por disposición del
Señor, es madre y maestra de todos los fieles.
5. EL CONCILIO DE LYON
En el Concilio de Lyon (1274), decimocuarto de los ecuménicos, en presencia del Papa
Gregorio X, en el que participaron también muchos representantes griegos y el mismo
6. EL CONCILIO DE FLORENCIA
El Concilio de Florencia es considerado el 17º de los ecuménicos juntamente con los de
Basilea y Ferrara, de los cuales es una continuación, bajo el pontificado de Eugenio IV.
Iniciado en Basilea en 1431, fue un concilio muy accidentado a causa de las
maquinaciones de la facción cismática que proclamaba la supremacía del concilio por
encima del papa, y que eligió un antipapa. Por este motivo se interrumpió y se trasladó
primero a Ferrara y después a Florencia, donde se desarrolló la mayor parte de los
trabajos, y finalmente a Roma, donde se concluyeron los trabajos en 1445. Fue un
concilio verdaderamente ecuménico, con la participación de muchos representantes de
las iglesias orientales y de otros ritos. Se proclamó la comunión con Roma de los griegos
y de las otras iglesias de ritos diversos: armenos, coptos, sirios, caldeos y maronitas. La
comunión de estas últimas iglesias se llevó efectivamente a término, y no se interrumpió
sucesivamente, mientras que la comunión de las iglesias griegas fue letra muerta.
Desde el punto de vista de la doctrina trinitaria, el concilio fue importante por tres
razones:
En el decreto Laetentur caeli sobre la unión con los griegos se reafirma la procesión del
Espíritu Santo del Padre y del Hijo (Filioque): «Definimos que [...] el Espíritu Santo
procede eternamente del Padre y del Hijo, y del Padre juntamente y el Hijo tiene su
esencia y su ser subsistente, y de uno y otro procede eternamente como de un solo
principio, y por única espiración» (DS 691).
Se declara igualmente válida la fórmula per Filium que los griegos utilizaban para indicar
la procesión eterna del Espíritu Santo: «Declaramos que lo que los santos Doctores y
Padres dicen que el Espíritu Santo procede del Padre por el Hijo, tiende a esta
inteligencia, para significar por ello que también el Hijo es, según los griegos, causa y,
según los latinos, principio de la subsistencia del Espíritu Santo, como también el Padre»
(DS 691).
Dios, en su vida íntima, «es amor» (1Jn 4,8.16), amor esencial, común a las tres
Personas divinas. El Espíritu Santo es el amor personal como Espíritu del Padre y del
Hijo. Por esto «sondea hasta las profundidades de Dios» (1Cor 2,10), como Amor-don
increado. Puede decirse que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino se
hace enteramente don, intercambio de amor recíproco entre las Personas divinas, y que
por el Espíritu Santo Dios «existe» como don. El Espíritu Santo es pues la expresión
personal de esta donación, de este ser-amor (S. Tomás, Summa Theologiae I, qq.37-38).
Es Persona-amor. Es Persona-don. Tenemos aquí una riqueza insondable de la realidad y
una profundización inefable del concepto de persona en Dios, que solamente conocemos
por la Revelación.
Aconsejamos al estudiante que lea nuevamente este capítulo después del siguiente, que
expone las herejías trinitarias; será muy conveniente tenerlo presente durante el estudio
de la doctrina trinitaria que se desarrollará en los siguientes capítulos.
UNIDAD VII
LAS HEREJÍAS TRINITARIAS
OBJETIVOS ESPECÍFICOS
Comprensión de los diversos errores en torno al tema del misterio trinitario. Sus
exponentes, el ambiente histórico en el que se desarrollaron y las diversas
respuestas que la Iglesia dio a las mismas
INTRODUCCIÓN
La historia de las intervenciones del Magisterio sobre el misterio trinitario reflejan la
historia de las herejías aparecidas durante la historia de la Iglesia. Presentamos en este
capítulo las principales herejías trinitarias. A su luz el estudiante podrá releer también el
capítulo anterior sobre las intervenciones magisteriales. La comprensión de las herejías
ayuda también a comprender los esfuerzos que la reflexión teológica ha hecho para, al
servicio del Magisterio, lograr una presentación adecuada y una formulación precisa de la
fe hasta donde laa capacidad humana puede llegar.
Podemos identificar tres grandes grupos de herejías que se han repetido a lo largo del
tiempo con diversos matices, pero sustancialmente identificables en uno de estos tres
grupos: el monarquianismo, el subordinacionismo y el triteísmo.
1. EL MONARQUIANISMO
La característica de esta herejía es la de concebir un monoteísmo rígido, de tipo hebreo,
sin admitir la existencia real de las personas en Dios, reduciendo en consecuencia al Hijo
y al Espíritu Santo a «fuerzas divinas» (este tipo recibe el nombre de monarquianismo
dinámico) o a «modos» en que Dios se presenta a los hombres en la historia (y este tipo
recibe el nombre de monarquianismo modalista). Se llama monarquianismo porque
propone la existencia de un solo principio y de un único gobierno (el término griego
«monarchia» se compone de dos palabras: mone-solo, y arché-principio).
Las sectas judaizantes, presentes desde el primer siglo y que operaban ya desde el
tiempo de los apóstoles. Contra ellas tuvieron que intervenir en repetidas ocasiones san
Pablo, san Juan, y sus discípulos inmediatos. Se consolidaron como sectas claramente
antitrinitarias hacia el final del primer siglo, en torno a un personaje llamado Cerinto y la
secta de los Ebionitas. El nombre de estos últimos significa «los pobres» (ébion),
precisamente porque acogían en sus filas a grupos de hebreos pobres, cuya conversión al
Pablo de Samosata y sus secuaces, en Antioquía de Siria, hacia la mitad del tercer siglo
(260) incurrieron en una herejía similar. La reina Cenobia de Palmira quería hacer
florecer más el comercio de la región, y para ello buscaba promover a los hebreos y
amalgamándolos de algún modo a los cristianos que habitaban en esa región. Por este
motivo apoyó y promovió al obispo cismático Pablo de Samosata, quien propugnaba una
doctrina cristiana más aceptable para el mundo hebreo. Un discípulo sobresaliente de
este obispo fue Celso, contra quien Orígenes dirigió un escrito polémico (Contra Celsum).
Entre los puntos más sobresalientes de la doctrina de Pablo de Samosata recordamos los
siguientes: el Verbo no es un Hijo subsistente de Dios, sino una fuerza impersonal de
Dios mismo, que entra en un hombre. De este modo Dios adopta a un hombre y le
infunde esta fuerza que recibe también los nombres de «principio» y «fuerza de arriba».
Jesús es un hombre que nació de María y del Espíritu Santo, y por esto es un hombre
especial. No está unido consustancialmente al Verbo (como dice la doctrina católica de la
unión hipostática), sino que sólo posee las cualidades, como un profeta, es decir, que
está unido al Verbo (que es una fuerza divina) justamente «según la calidad». Por este
motivo, su doctrina herética recibió el nombre de adopcionismo. El «Verbo de arriba»,
que es una fuerza divina, recibía el título de consustancial a Dios (homoousios) en la
doctrina de Pablo de Samosata. A causa del origen herético de esta palabra, hubo
muchos problemas antes de que se admitiera en la doctrina oficial católica, como sucedió
sucesivamente en otro contexto; mientras tanto, el Concilio de Antioquía del 268
condenó esta expresión.
Noeto, con su doctrina del Patripasianismo: afirma que existe un único Dios, que es el de
siempre, el Padre. Por tanto, Dios, el Padre, es el que sufre y muere en la cruz bajo la
apariencia de un hombre. De aquí el nombre dado a su doctrina.
Práxeas actúa en Roma, donde junta a sus secuaces hacia mitades del segundo siglo. El
Papa Eleuterio (176-193) lo condena. Contra él también entra en acción el africano
Tertuliano, que escribe el Contra Praxeam, obra importante desde el punto de vista del
desarrollo de la teología latina ya que expone las primeras propuestas y las reflexiones
sobre el concepto de «persona» en Dios.
Sabelio vino de la Libia a Roma, y actúa en la primera mitad del tercer siglo (su muerte
se sitúa hacia el año 260). Él considera que Dios es una mónada con tres modos o
máscaras; en griego, máscara se dice prósopon, nombre que en su versión latina se
usará sucesivamente para significar «persona» y para indicar «las personas» en Dios.
Conviene notar que también en este caso la doctrina oficial de la Iglesia aceptará una
terminología que inicialmente se había usado en un contexto herético.
EL SUBORDINACIONISMO
Un segundo gran grupo de herejías trinitarias recibe el nombre de subordinacionismo, y
sin duda es el que ha tenido mayor incidencia y persistencia en el cristianismo. Nació a
inicios del cuarto siglo en oriente, en ambientes de lengua y cultura griega. Su doctrina
se desarrolla y ramifica en varios puntos del credo, pero siempre permanece ligada a un
único brote original, el arrianismo, extendiéndose por todo el orbe cristiano y gozando a
menudo del favor de los mismos Emperadores y de los poderosos tanto de oriente como
de occidente. Su influjo se hará sentir notablemente hasta el siglo IX, solicitando un
trabajo constante y vigilante del Magisterio de la Iglesia. La lucha contra el arrianismo y
sus desarrollos se convertirá indirectamente en la causa de numerosas incomprensiones
entre las iglesias de oriente y occidente, desde el tiempo de san Basilio el Grande (+379)
hasta la grande crisis del cisma del siglo XI (1054).
2.1 Arrio
Arrio sostenía que las hipóstasis divinas (interpretadas como «sustancias» divinas) no
están en Dios, sino que son creadas o hechas fuera de Dios. El Hijo (Verbo) es la primera
creatura, la más excelsa de todas, pero no es Dios. Siguiendo la terminología de san
Luciano de Antioquía y de Orígenes, decía que sólo el Padre es el ingénito, sin inicio, y
que por tanto sólo Él es Dios. El Hijo es generado, y por tanto se deriva del Padre y es
una creatura ya que tiene un inicio. El orden y el origen se ven como si fueran diferencias
de naturaleza, y no en el sentido de las procesiones y de las misiones divinas. Por este
motivo los arrianos fueron llamados anomeos, porque dicen que el Hijo es «diverso» (en
griego, anomóios) del Padre. El Concilio de Nicea del 325, el primero de los ecuménicos,
convocado por Constantino el Grande, en presencia de los legados del Papa y bajo la guía
del entonces diácono san Atanasio y la colaboración de otros grandes obispos (como el
mismo Alejandro de Alejandría, Eusebio de Cesarea, Marcelo de Ancira -hoy Ankara-, y
Eustaquio de Antioquía) condenó las doctrinas de Arrio y definió la «consubstancialidad»
del Hijo con el Padre, insistiendo en la identidad de naturaleza divina entre el Padre y el
Hijo. Para decir «consubstancial», el concilio ecuménico de Nicea usó el adjetivo
homooúsios, compuesto de dos palabras: hómos (igual) y ousía (sustancia, naturaleza).
Recordamos que este término había sido condenado por el concilio de Antioquía
cincuenta y siete años antes, a causa del uso que hacía de él Pablo de Samosata,
aplicándolo a las fuerzas divinas.
Parecía que la victoria de la ortodoxia estaba asegurada, y para reforzarla más, se elevó
a rango de cátedra patriarcal, como Roma, Antioquía y Constantinopla, la sede de
Alejandría de Egipto, para la cual fue elegido Atanasio, y a la cual se adscribieron todas
las diócesis de Egipto, Libia y Tebaida. Arrio fue excomulgado, pero esto no le impidió
continuar su obra, ya que mantuvo el favor del Emperador Constantino, quien hizo que
Atanasio fuera exiliado al norte del imperio, a Tréveris 31, y que Arrio fuera readmitido a
la comunión eclesial; pero esto no se llevó a cabo porque Arrio murió en el 336.
Constantino no supo distinguir el problema de fondo en campo de fe precisamente
porque no era un hombre de fe, y pensó que podría resolverlo con provisiones
disciplinarias e intromisiones inoportunas.
2.3 EL MACEDONIANISMO
Es una doctrina que se desarrolló después del concilio de Nicea, y que aplica los
principios de la herejía arriana a la doctrina sobre el Espíritu Santo. Macedonio era obispo
de Constantinopla, depuesto en el año 336, y murió en el 364; siendo semiarriano,
extendió de modo explícito el subordinacionismo al Espíritu Santo (doctrina que de
cualquier modo ya estaba implícita en el arrianismo). De este modo, el Espíritu Santo
sería de naturaleza similar, pero inferior, a Dios, como un ángel, en base a una
interpretación equivocada del texto de Heb 1,14. Los secuaces de Macedonio también
recibieron el nombre de pneumatomacos, es decir, «adversarios del Espíritu Santo».
Contra ellos se alzaron, en defensa de la ortodoxia, el mismo san Atanasio y Dídimo el
ciego, y después los grandes Padres de la Capadocia, san Basilio, san Gregorio Niseno y
san Gregorio Nacianceno. Esta herejía fue condenada en el sínodo de Alejandría del 362
bajo Atanasio, y sobre todo en el segundo concilio ecuménico, en Constantinopla (381),
en el cual estuvo presente Gregorio Nacianceno, y en el sínodo romano del año 382.
31
Durante su exilio en Tréveris san Atanasio escribó la famosa Vida de Antonio, dando así a conocer
enoccidente la vida monástica que florecía en Egipto. De este modo dio inicio también en occidente a una de
lasformas más bellas y fecundas de la vida cristiana. El éxito de esta obra de Atanasio se puede captar con todo
supoder fascinante en las Confesiones de san Agustín (8,6,15).
32
En griego, «igual» se dice hómos, y «similar» se dice homóios.
3 EL TRITEÍSMO
El tercer gran grupo de herejías trinitarias está constituido por el Triteísmo. Consiste en
considerar tres entidades divinas distintas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. También
en este caso tenemos errores filosóficos de fondo, sobre todo el «nominalismo» y el
«historicismo», aplicados a Dios sin respetar las exigencias de la fe.
3.1 MARCIÓN
Vivió alrededor del año 150 en época «subapostólica», y propugnaba un rechazo radical
del hebraísmo, rechazando todo el Antiguo Testamento y aceptando en su «canon» de
las Escrituras sólo los escritos del Nuevo Testamento, después de purificarlos por la
eliminación de los textos que hacían referencias al Antiguo Testamento. Este
planteamiento le llevó también a rechazar el monoteísmo y a proponer como fe cristiana
la existencia de tres dioses, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Podemos considerar que esta
secta herética se opone directamente a la de los Ebionitas, que hemos visto ya al tratar
el monarquianismo.
En el ámbito del Nominalismo, que no admite la naturaleza o esencia real, sino sólo el
individuo existente en acto sin naturaleza, Roscelino de Compiégne (+1120) postula que
en la Trinidad hay tres realidades individuales y separadas entre ellas, unidas sólo por
armonía, voluntad y poder, pero no por naturaleza; de otro modo -según Roscelino- no
existirían. En consecuencia, la Trinidad aparece como una colegialidad33
obispo de Poitiers (llamado el Porretano, +1154) postulaba una distinción real entre las
personas y la esencia divina, de modo que identificaba cuatro realidades en Dios, las tres
personas y la divinidad que sería no-personal. San Bernardo de Clairvaux combatió
fuertemente sus doctrinas e hizo que las condenara el concistorio de Reims del año 1148.
Joaquín de Fiore (+1202) fue un monje calabrés que fundó un famoso monasterio en
Fiore (Calabria), caracterizado por una espiritualidad muy ascética y severa. Desde el
punto de vista teológico propone una visión colegial de las tres personas divinas: unitas
collectiva et similitudinaria. Ellas se manifiestan sucesivamente en la historia, de modo
que se considera primero una época del Padre que llega hasta el momento de la
encarnación de Cristo, seguida por una época del Hijo que se prolonga en la Iglesia
jerárquica hasta los días del mismo Joaquín; y finalmente una época del Espíritu Santo
que parece surgir místicamente desde Joaquín, marcada por la aparición de hombres
totalmente espirituales, plenamente semejantes a Cristo y dóciles al Espíritu Santo, sin
necesidad de un gobierno temporal. Las aspiraciones de Joaquín son profundamente
espirituales, y sus reflexiones tienen por trasfondo exactamente este objetivo.
El IV Concilio Lateranense (1215), aun reconociendo las buenas intenciones del monje y
los frutos positivos de su monasterio, y alabando la docilidad del monje que entregó y
sometió voluntariamente todos sus escritos al juicio de la Iglesia, no pudo dejar de
condenar sus expresiones en materia teológica. Las tesis milenaristas de Joaquín que
33
Hacemos notar que en los momentos de mayor escepticismo del pensamiento y del conocimiento, apareceuna
tendencia a refugiarse en la «certeza» que ofrece el individuo; el pensamiento nominalista, y la tentación
depensar a Dios como colegialidad, brota también en nuestros días, y se encuentra más difundida de lo que
sepodría pensar.
invocaban la llegada de una era del Espíritu que debería durar mil años antes del fin del
mundo, una era de los hombres espirituales listos para entrar en la comunión total con
Dios, ejercitaron una fascinación notable; en esto se inspiró una parte del movimiento
franciscano, y después numerosos movimientos idealistas y revolucionarios, aunque esta
ciertamente no era la intención del manso monje y ermitaño. Joaquín gozó de gran
consideración entre los idealistas alemanes del siglo XIX, y actualmente se han
multiplicado los estudios sobre él. Aun en la «rudeza» (por usar una expresión de santo
Tomás) de las formulaciones teológicas, las intenciones profundas de Joaquín de Fiore
tuvieron sin duda alguna el mérito de representar un signo profético, precisamente por
haberse expresado en el momento de mayor esplendor del poder temporal de la Iglesia.