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Presentación
1 Punto de inflexión
Hubo dos momentos en que el desarrollo político pudo desviarse de su curso posterior: el
ibañismo, que pudo provocar la transformación del caudillismo en cesarismo, entrando en una fase de
nacional-populismo; y el alessandrismo, que habría permitido consolidar un camino conservador
tecnocrático. Del fracaso de ambos surgieron los experimentos radicalizados de 1964 y 1970.
Alessandri aglutina la votación derechista, evitando su dispersión hacia el centro (Frei). Ganó
porque el centro no pudo, como antaño, atraer el apoyo de la izquierda.
Su discurso electoral se articuló en términos de la oposición entre política partidaria y política
tecnificada. Igual que en 1952, los partidos fueron identificados con la privatización del a política. Pero el
papel carismático del personaje fue sustituido por el referente abstracto de la técnica.
Durante tres años logró llevar adelante un plan económico que buscaba la modernización
industrial sobre la base de la “iniciativa privada”. Sin embargo, falló en dos aspectos esenciales: en la
mantención de una imagen exitosa de la política económica y en el manejo de la sucesión presidencial. A
causa de ello, se radicalizaron las opciones políticas. Esto se originó en el descalabro, en 1962, de la
estrategia de desarrollo basada en la liberalización del comercio exterior y la “congelación” del precio del
dólar.
La “profundización” del desarrollo capitalista, efectuada sin necesidad de una “revolución”, hizo
posible una readaptación de las antiguas clases dominantes dentro de un nuevo bloque de poder. La
simbiosis entre industriales y terratenientes, coronada por el predominio de los segundos en la
representación política del conjunto, constituye el eje explicativo del conservadurismo relativo de las
clases dominantes. Si durante 1938-64 no se suscita una fisura interna entre “conservadores” y
“modernos” es porque los terratenientes habían logrado unificar ideológicamente al conjunto. Los
industriales tenían intereses diferenciados, pero no lograron llegar a expresarlos en un proyecto
autónomo. Es que el desarrollo pleno del mercado interno requería la modernización del campo; y éste la
liquidación del latifundio. La industrialización dependió, entonces, de la protección estatal, limitando la
competencia y estimulando tendencias monopólicas. La estrategia de Alessandri suponía la existencia de
una burguesía al estilo Weber. El empresariado chileno, estaba habituado a vivir del Estado.
El fracaso del programa económico acentuó el desprestigio de las soluciones “capitalistas” y
amplió el eco de las tesis que saciaban crecimiento económico sostenido con “reformas estructurales”. A
esto se suma el desarrollo de la Democracia Cristiana, una opción de centro con imagen “progresista”.
El candidato demócrata-cristiano no se iba a retirar para evitar que ganara Allende: no era
“vulnerable” al argumento de la “amenaza popular”. Ese miedo fue el mayor handicap que tuvo la
derecha en el manejo de la sucesión presidencial: la obligó a jugar la carta del “mal menor”.
La derecha tuvo una oportunidad con Alessandri. Su fracaso fue básicamente político y significó
cancelar el camino de la modernización conservadora. El éxito de esa estrategia requería crear la imagen
que el capitalismo liberal era capaz de superar el subdesarrollo.
Para interpretar la radicalización política se acude a conceptos como los de “frustración de las
masas” o “radicalización social”, producida por la percepción de agotamiento del “camino de reformas”.
Sin embargo, el análisis del conjunto de decisiones políticas que condujeron a la elección presidencial de
1970 muestra que el problema real fue la estructuración de un determinado tipo de oferta política. (Tesis
general).
Cerrado el camino del caudillismo populista o el de la modernización tecnocrática, la
Democracia Cristiana tuvo su oportunidad.
Este policasismo necesita como mecanismo de unidad una ideología de “integración”, categoría
opuesta a las ideologías excluyentes de clase, papel que era asumido por la doctrina social de la Iglesia,
combinada con la filosofía política de Maritain. Sin perjuicio de lo cual presentaba un carácter
“alternativista”, dado que criticaba al capitalismo.
La combinación de policlasismo, “populismo” e ideología “fuerte” diferenciaba a la Democracia
Cristiana de los típicos partidos “catch all”, que se caracterizan por la carencia de un cuerpo ideológico
coherente. En ella los elementos utópicos y la dimensión “fundamentalista” eran elementos importantes, y
sirvieron como unificador de los componentes heterogéneos.
Una formación política con estas características no puede analizarse como “nueva cara de la
burguesía”. Se pasa por alto la naturaleza de su ideología y de su programa, su estable capacidad de
movilización de sectores populares y sus relaciones de antagonismo con la derecha.
El gobierno de Frei representó una etapa decisiva en la historia del reformismo desarrollista y
modernizador. Ni los gobiernos de centro-izquierda de la década del cuarenta ni la administración Ibáñez
pudieron, pese a sus discursos, coronar este proceso. El papel de Frei fue cerrar el ciclo de las reformas
antioligárquicas.
Entre 1964 y 1970 se modificaron por fin las estructuras agrarias y las relaciones sociales
campesinas; desapareció el latifundio; se organización, en parte “desde arriba”, un significativo
movimiento sindical campesino; de desarrolló asistencia técnica para los pequeños propietarios. Esto
permitió corregir una clara injusticia social y crear condiciones para impulsar el desarrollo capitalista del
campo y par ampliar las dimensiones del mercado interno, favoreciendo la profundización de la
industrialización.
Estas reformas provocaron una restructuración interna de la clase dominante: se cerraba el
período de predominio de los terratenientes. Se corría el riesgo, al exigir el debilitamiento del derecho de
propiedad, de abrir una brecha ente las clases dominantes y la Democracia Cristiana. El riesgo se
concretó, pese a que el gobierno de Frei no tuvo una orientación anticapitalista. El empresariado, el
electorado derechista y las capas medias amantes del orden, desertaron de la Democracia Cristiana apenas
volvieron a contar con una alternativa conservadora. Era infundada la esperanza de vincular al
empresariado, por lo menos a los grandes capitalistas, a una formación política “pluralista” de carácter
reformador y propensión populista.
Desde la reconstitución política autónoma de la derecha, era imposible contrarrestar el proceso
de radicalización. Incluso si la Democracia Cristiana hubiera girado a la derecha. El centro se vio
obligado a reforzar su identidad “alternativista” y su imagen “revolucionaria”, lo cual no buscaba, como
hubiese sido lógico, la alianza con la izquierda, sino más bien sustituirla.
La derecha, traumatizada por la reforma agraria y por el impuesto patrimonial, no estaba
dispuesta a ningún “mal menor”, y prefirió apostarlo todo al candidato Jorge Alessandri (independiente),
aun cuando su victoria en 1958 había sido muy estrecha. Por otra parte, en 1969 la Democracia Cristiana
había demostrado capacidad de retener parte del electorado de 1965. Todo esto permitía prever un
enfrentamiento a “tres bandas”.
3 De la radicalización a la polarización
La primera tesis de este artículo es que la crisis de 1973 puede ser considerada coyuntural, pese a
su intensidad, y que no afectó los fundamentos del sistema democrático. Pero debe complementarse con
otra: se trataba de una crisis del gobierno, y no del sistema, pero la situación fue definida, por las fuerzas
decisivas y especialmente por las “triunfantes” como una crisis social global, cuya superación exigía una
“revolución” y una “dictadura duradera”. Por esto se hace necesario separar en el análisis, el período
1958-1970 del período 1970-1973. Durante el primero, incluso en su fase más radicalizada (1964-1970),
el balance entre factores de estabilidad y tensión es ampliamente favorable a los primeros.
La base de este balance era: un sistema equitativo de oportunidades, la percepción de
“alternatividad”, la noción de representatividad, la “accesibilidad” y, por último, una estructura
contrabalanceada de poderes, es decir, un sistema que impida una excesiva concentración de atribuciones.
La percepción del sistema chileno como una estructura equitativa de oportunidades explica que
las fuerzas sociales significativas hayan preferido establemente (1932-1973) la acción política
institucionalizada. Es importante anotar que no fueron exitosos los intentos golpistas prematuros entre
septiembre y noviembre de 1970, a lo que se suma la abstención política de las fuerzas armadas,
revelando la legitimidad del sistema político. Por eso la Democracia Cristiana creía, y la derecha
aceptaba, que se podía enfrentar a Allende “desde adentro”.
Aunque es evidente que el triunfo de Frei favoreció el desarrollo de los impulsos centrífugos, la
crisis como tal solamente se produjo durante el gobierno de Allende.
El problema real no era el de los partidos o las ideologías socialistas, que existían desde 1922,
sino por el desarrollo del “esencialismo revolucionario”. Se atropellarán las reglas de equidad y de
reciprocidad sin las cuales no puede existir verdadera competencia por el poder.
Pueden existir dentro de un sistema político partidos que aspiren al socialismo, que postulen
propuestas ideales de cualquier tipo. Aún más, ese tipo de organizaciones, que plantean una crítica radical
del orden, pueden ser la conciencia lúcida que el sistema necesita. Pueden tener efectos “integradores”.
Pero hay algo que es destructivo de la competencia democrática: la negación de la legitimidad formal,
basada en principios de obediencia a las reglas, oportunidades “abiertas” y tolerancia recíproca. (Careta!)
Hasta 1973 en Chile no habíamos conocido el significado exacto de la palabra “revolución”.
Solamente después del golpe militar se impuso un “partido único”, que combinaba la creencia que las
ideas propias eran verdades absolutas con el manejo del poder total del Estado. (¿Revolución =
totalitarismo?...)
Necesidad de cambios profundos en la cultura política de los “productores”.