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Escrituras e historias
Estudioso y benévolo, tierno como soy con todos los muertos, sigo mi ca-
mino, de edad en edad, siempre joven, nunca cansado, durante miles de
años.... El camino —"mi camino"— me recuerda esta expresión de caminante:
"Caminaba, erraba... corría por mi camino... caminaba como un viajero atre-
vido".
Caminar y/o escribir, tal es el trabajo sin tregua "impuesto por la fuerza del
deseo, por el aguijón de una curiosidad ardiente a la que nada puede dete-
ner".
Michelet, con "indulgencia" y "temor filial" multiplica las visitas a los muertos,
beneficiarios de un "diálogo extraño", con la seguridad de que "no se puede
reavivar lo abandonado por la vida". En el sepulcro en que habita el historia-
dor sólo se encuentra "el vacío".1 Así pues, esta "intimidad con el otro mundo"
no representa ningún peligro.2 "Esta seguridad me vuelve más benévolo con los
que no me pueden perjudicar". El trato con el mundo muerto, definitivamente
distinto del nuestro, se convierte cada día en algo más "joven" y atractivo.
Después de haber atravesado una por una la Historia de Francia, las som-
bras "regresaron menos tristes a sus tumbas",3 allá las lleva el discurso, las sepul-
ta y las separa, las honra con los ritos fúnebres que faltaban. Las "llora", cum-
pliendo con un deber de piedad filial, tal como pedía un sueño freudiano, es-
crito en la pared de una estación: "Se suplica cerrar los ojos".4 La ternura de
Michelet va de un lado para otro introduciendo las sombras en el tiempo, "el
todopoderoso hermoseador de las ruinas: O Time beautifying of things!".5 Nues-
tros queridos muertos entran en el texto porque no pueden ni dañamos ni ha-
blamos. Los fantasmas se meten en la escritura, sólo cuando callan para siem-
pre.
Otro duelo, más grave, se añade al primero: También el pueblo es el sepa-
rado. "Nací pueblo, tenía al pueblo en el corazón, pero su lengua.. ., su lengua
me fue siempre inaccesible, nunca pude hacerlo hablar".6 El pueblo también
es silencioso, como para ser el objeto de un poema que habla de este silencio.
Es cierto que sólo el pueblo "autoriza" la manera de escribir del historiador, pero
por esta misma razón se halla ausente. Es una voz que no habla, in-fans, sólo
existe fuera de ella misma, en el discurso de Michelet, pero le permite ser un
escritor "popular” a rechazar el orgullo; y al volverlo "grosero y bárbaro" le hace
perder todo lo que le quedaba de sutileza literaria.7
1 Jules Michelet. "El heroísmo del Espíritu" (1869, proyecto inédito de Prefacio a la Histoire de
France), en L 'Arc , núm. 52,1973, pp. 7,5 y 8.
2 J. Michelet, Proface à l’Histoire de France, ed. Morazé, A. Colín. 1962, p. 175.
3 J. Michelet, "El Heroísmo del Espíritu", op. cit
4 Cf p. 8. Cfr.pp. 306-307.
5 Michelet, "El Heroísmo del Espíritu", op. cit., p. 8.
6 Citado por Roland Barthes, "Michelet hoy", en L 'Arc, op. cit., p. 26.
7 J. Michelet, "El Heroísmo del Espíritu", op. cit., pp. 12-13.
"El otro" es el fantasma de la historiografía, el objeto que busca, honra y en-
tierra. Un trabajo de separación se efectúa en esta proximidad inquietante y
fascinadora. Michelet se coloca en la frontera, donde desde Virgilio hasta
Dante se han construido todas las ficciones que todavía no eran historia. Este
lugar señala una cuestión ordenada desde entonces por prácticas científicas,
y de la que se encarga ahora toda una disciplina. "La búsqueda histórica del
'sentido', no es sino la búsqueda del Otro",8 pero esta acción contradictoria
trata de envolver y ocultar en el "sentido" la alteridad de este extraño, o, lo que
es lo mismo, trata de calmar a los muertos que todavía se aparecen y ofrecer-
les tumbas escriturísticas.
10 Louis Dumont, "El problema de la historia" en La Civilisation indienne et nous. A. Colin, Cahiers
des Annales, 1964. pp. 31-54.
11 Cfr. Alain Delivré, Interprétation d’une tradition orale. Histoire des rols d'Imerina, París, tesis de la
Sorbona, mimeografiada, 1967, sobre todo la 2a. parte, pp. 143-227: "Estructura del pensamiento
antiguo y sentido de la historia".
Entre los fo de Dahomey, la historia es remuho, "la palabra de los tiempos
pasados" —palabra (ho), es decir presencia que viene de arriba y lleva hacia
abajo.
No tiene nada en común con la concepción (aparentemente cercana, pe-
ro de origen etnográfico y museográfico) que al separar la actualidad de la
tradición, al imponer, pues, la ruptura entre un presente y un pasado, y al con-
servar la relación occidental cuyos términos invierte, define la identidad como
el regreso a una "negrura" pasada o marginada.12
Es inútil multiplicar ejemplos que dan testimonio, fuera de nuestra historiogra-
fía, de una relación distinta con el tiempo, o lo que es lo mismo, de una rela-
ción distinta con la muerte. En Occidente, el grupo (o el individuo) se da auto-
ridad con lo que excluye (en esto consiste la creación de un lugar propio) y
encuentra su seguridad en las confesiones que obtiene de los dominados
(constituyendo así el saber de otro o sobre otro, o sea la ciencia humana). Sa-
be que toda victoria sobre la muerte es efímera; fatalmente, la segadora vuel-
ve y corta. La muerte obsesiona a Occidente. Desde este punto de vista el
discurso de las ciencias humanas es patológico: discurso del pathos—
calamidad y acción apasionada—en una confrontación con esa muerte a la
que nuestra sociedad ya no considera como un modo de participación en la
vida. Por su cuenta la historiografía supone que es imposible creer en este tipo
de presencia de los muertos que ha organizado (u organiza) la experiencia de
civilizaciones enteras, y por lo tanto ya es imposible "tenerlos en cuenta", de-
bemos, pues, aceptar la pérdida de una solidaridad viva con los desapareci-
dos, trazar un límite irreductible. Lo perecedero es su base; el progreso, su afir-
mación. En uno está la experiencia que compensa y combate el otro.
La historiografía trata de probar que el lugar donde se produce es capaz de
comprender el pasado, por medio de un extraño procedimiento que impone
la muerte y que se repite muchas veces en el discurso, procedimiento que nie-
ga la pérdida, concediendo al presente el privilegio de recapitular el pasado
en un saber. Trabajo de la muerte y trabajo contra la muerte.
Este procedimiento paradójico se simboliza y se efectúa con un gesto que
tiene valor de mito y de rito a la vez: la escritura. En efecto, la escritura sustituye
a las representaciones tradicionales que autorizaban al presente con un traba-
jo representativo que articula en un mismo espacio la ausencia y la produc-
ción. En su forma más elemental, escribir es construir una frase recorriendo un
lugar que se supone en blanco: la página. Pero la actividad que re-comienza,
a partir de un tiempo nuevo separado de los antiguos y que se encarga de
construir una razón en el presente, ¿no es acaso la historiografía?
Me parece que en Occidente, desde hace cuatro siglos, "hacer historia" nos
lleva siempre a la escritura. Poco a poco todos los mitos de antaño han sido
reemplazados por una practica significativa. En cuanto práctica (y no como
discurso, que es su resultado), es el símbolo de una sociedad capaz de contro-
lar el espacio que ella misma se ha dado, de sustituir la oscuridad del cuerpo
vivido con el enunciado de un "querer saber" o de un "querer dominar" al
cuerpo, de transformar la tradición recibida en un texto producido; en resu-
men, de convertirse en página en blanco, que ella misma pueda llenar. Prac-
12Sobre este último punto, cfr. Stanislas Adotevi, Négritude et négrologues, colección 10/18,1972,
Pp.148-153
tica ambiciosa, activa, incluso utópica, ligada al establecimiento continuo de
campos "propios", donde se inscribe una voluntad en términos de razón. Esta
práctica tiene el valor de un modelo científico, no le interesa una "verdad"
oculta que sea preciso encontrar, se constituye en un símbolo por la relación
que existe entre un nuevo espacio entresacado del tiempo y un modus ope-
randi que fabrica "guiones" capaces de organizar prácticamente un discurso
que sea hoy comprensible —a todo esto se le llama propiamente "hacer histo-
ria". Hasta ahora inseparable del destino de la escritura en el Occidente mo-
derno y contemporáneo, la historiografía conserva, sin embargo, la particulari-
dad de captar la creación escriturística en su relación con los elementos que
recibe, de operar en el sitio donde lo dado debe ser transformado en construi-
do; de construir representaciones con material del pasado, de situarse final-
mente en la frontera del presente donde es necesario convertir simultánea-
mente la tradición en un pasado (excluirla), y no perder nada de ella (explo-
tarla con métodos nuevos).
13 Cfr., para no citar sino este caso, Dieter Gemhicki, Jacob-Nicolas Moreau y su Mémoire sur les
fonctions d'un historiographe de France" (1778-1779), en Dix-huitième siècle. núm. 4, 1972, pp.
191-215. La re!ación entre una literatura y un "servicio del Estado” seguirá siendo un punto cen-
tral en la historiografía del siglo XIX y de la primera mitad del XX.
fracasos y los éxitos esboza una ciencia de las prácticas del poder. No se con-
tenta con justificar históricamente al príncipe ofreciéndole un blasón genealó-
gico. Se trata más bien de un técnico de la administración política que nos da
una "lección".
Desde el siglo XVI —o, para tomar puntos de referencia más exactos, desde
Maquiavelo y Guicciardini—,14 la historiografía deja de ser la representación de
un tiempo providencial, es decir, de una historia decidida por un sujeto inac-
cesible al cual sólo podemos descifrar a través de los signos de su voluntad.
Esta nueva historiografía toma la posición del sujeto de la acción —la posición
del príncipe, y desde allí trata de "hacer historia". Otorga a la inteligencia la
función de encontrar las modalidades posibles de distinción entre un querer y
otras realidades. Una razón de estado le está dando su propia definición: la
construcción de un discurso coherente que enuncie con detalle las "acciones"
que un poder es capaz de realizar en función de datos concretos, gracias a un
arte de tratar los elementos que le impone un "ambiente". Esta ciencia es estra-
tégica por su objeto: la historia política. Lo es también, en otro terreno, por su
metodología en el manejo de datos, archivos o documentos.
Sin embargo, por una especie de ficción el historiador se ha colocado en
este lugar. De hecho no es el sujeto de la operación de la que es el técnico.
No hace la historia, lo único que puede hacer es una historia. El indefinido indi-
ca la parte que toma en una posición que no es la suya y sin la cual un nuevo
tipo de análisis historiográfico no le sería posible. Él únicamente está "al lado"
del poder, del cual recibe, bajo formas más o menos explícitas, las directivas
que en todos los países modernos influyen en la historia —desde las tesis hasta
los manuales— y constituyen la tarea de educar y movilizar. Su discurso será
magisterial sin ser el del maestro, también dará lecciones de gobierno sin co-
nocer las responsabilidades ni los riesgos. Piensa en un poder que no tiene. Su
análisis se desarrolla, pues, "al lado" del presente, con una escenificación del
pasado, parecida a la que, desfasada en lo que se refiere al presente, produ-
ce el futurólogo en términos de futuro.
Por encontrarse cercano a los problemas políticos, pero no en el lugar don-
de se ejerce el poder político, el historiógrafo se halla en una condición ambi-
valente que se manifiesta, más visible, en su arqueología moderna. Esta extra-
ña situación, crítica y ficticia a la vez, se indica con una nitidez particular en los
Discorsi y en las Istorie Florentino de Maquiavelo. Cuando el historiador trata de
establecer, desde el sitio donde se ejerce el poder, las reglas de la conducta
política y de las mejores instituciones políticas, está jugando al príncipe que no
es; analiza lo que debería hacer el príncipe. Esta es ^ficción, que proporciona
un espacio donde se escribe el discurso. ¡Curiosa ficción, que es a la vez el dis-
curso del amo y del servidor! Permitida por el poder y separada de él, crea
una posición donde el técnico puede, constituyéndose en amo del pensa-
miento, representar todos los problemas del príncipe.15 Depende del "príncipe
14 De hecho, es preciso remontamos más arriba, hasta Commynes (1447-1511), hasta los cronistas
tlorentinos, y finalmente hasta la transformación lenta de la historia que produjeron, hacia el fin
de la Edad Media, la emancipación de las ciudades, sujetos de poder, y la autonomía de los
juristas, tecnlcos, pensadores y servidores de dicho poder.
15. Cfr. Claude Lefort, Le Travall de l’oeuvre Machiavel, Gallimard, 1972, pp. 447-449.
de hecho" y produce al "príncipe posible".16 Debe actuar como si el poder
efectivo fuera dócil a sus lecciones, siendo así que, contra toda verosimilitud,
las lecciones esperan que el príncipe las introduzca en una organización de-
mocrática. Así pues, esta ficción pone en tela de juicio —y vuelve quimérica—,
a la idea de que el análisis político puede encontrar su prolongación en prác-
tica efectiva del poder. El "príncipe posible", construido por el discurso, nunca
será el "príncipe de hecho". Nunca será llenado el espacio que separa al dis-
curso de la realidad, y que condena al discurso, en la misma medida en que
es más riguroso, a la futilidad.17
Frustración de origen que volverá fascinante para el historiador la efectivi-
dad de la vida política. Por el contrario, el hombre político se verá tentado de
tomar la posición del historiador y a contemplar lo que ha hecho para acredi-
tarlo al "pensarlo". Esta "ficción" se expresa también en el análisis que hace el
historiador de situaciones que eran sólo objetivos por alcanzar para los pode-
res del pasado. El historiador recibe como hecho por otro, lo que el político
debe hacer. El pasado es aquí la consecuencia de una falta de articulación
sobre el hecho de "hacer la historia". Lo irreal se insinúa en esta ciencia de la
acción juntamente con la ficción que consiste en proceder como si uno mismo
fuera el sujeto de la operación. También se insinúa con la actividad que reha-
ce la política en un laboratorio y sustituye el sujeto de una operación historio-
gráfica por el sujeto de una acción histórica. Los archivos forman el "mundo"
de este juego técnico, un mundo donde se encuentra la complejidad, pero
clasificada y miniaturizada, y por lo tanto, capaz de ser formalizada. Espacio
precioso, en todos los sentidos del término; yo vería en él, el equivalente profe-
sionalizado y escriturístico de lo que representan los juegos en la experiencia
común de todos los pueblos; es decir, prácticas por medio de las cuales cada
sociedad explícita, miniaturiza, formaliza sus estrategias más fundamentales, y
se juega ella misma sin los riesgos ni las responsabilidades que trae consigo la
composición de una historia.
En el caso de la historiografía, la ficción se encuentra al final en el producto
de la manipulación y del análisis.
La narración se presenta como una dramatización del pasado, y no como
el campo restringido donde se efectúan operaciones desfasadas, relaciona-
das con el poder. Tal es el caso de los Discorsi: Maquiavelo los presenta como
un comentario de Tito Livio. De hecho, esto es sólo una "apariencia". El autor
sabe que los principios en cuyo nombre presenta las instituciones romanas
como modelo, "hacen pedazos" a la tradición y que su empresa "no tiene pre-
cedentes".18
La historia romana, referencia común y materia agradable en las discusio-
nes florentinas, le proporciona un terreno público donde puede tratar de polí-
tica en lugar del príncipe. El pasado es el lugar de interés y de placer que co-
loca, fuera de los problemas actuales del príncipe, y del lado de la "opinión" y
16 Cfr. p.456.
17 Esta futilidad toma sentido, en último lugar, de la relación del historiador-filósofo con la Fortu-
na: el número infinito de relaciones y de interdependencias impide al hombre la hipótesis de
controlar o aun de influenciar los acontecimientos. Cfr. Félix Gilbert, "Entre la Historia y la Política"
en Machiavelli and Guicciardini, Princeton, Princeton University Press. 1973. pp. 236-270.
18 Cfr. Claude Lefort, op. cit., pp. 453-466.
la "curiosidad" públicas, la escena donde el historiador representa su papel de
técnico-sustituto del príncipe. La distancia que lo separa del presente marca el
lugar donde se produce la historiografía: al lado del príncipe y cerca del públi-
co, representando lo que hace uno y lo que agrada al otro, pero sin identifi-
carse ni con uno ni con otro. Así el pasado nos resulta ficción del presente; lo
mismo pasa en todo trabajo historiográfico verdadero. La explicación del pa-
sado nunca deja de marcar la distinción entre el aparato explicativo, que es
presente, y el material explicado: los documentos que se refieren a curiosida-
des de los muertos.
Una racionalización de las prácticas, el gusto de contar leyendas de antaño
("el encanto de la historia", diría Marbeau),19 las técnicas que permiten mani-
pular la complejidad del presente, y la curiosidad tierna que rodea a los muer-
tos de la familia, se combinan en el mismo texto para realizar simultáneamente
la "reducción" científica y la metaforización narrativa de las estrategias de po-
der características de una actualidad.
Lo real que se inscribe en el discurso historiográfico, proviene de determina-
ciones de un lugar. Las relaciones efectivas que parecen caracterizar a este
lugar de escritura son las siguientes: dependencia de un poder establecido por
otros, dominio de las técnicas que se refieren a las estrategias sociales, juego
con los símbolos y las referencias que tienen autoridad ante el público. La his-
toriografía moderna francesa, colocada del lado del poder y apoyada en él,
pero a una distancia crítica, tiene en la mano, copiados por la misma escritura,
los instrumentos racionales de operaciones que modifican equilibrios de fuerzas
en el nombre de una voluntad conquistadora. Esta historiografía se une a las
masas de lejos (detrás de la separación política y social que las "distingue"), al
reinterpretar las referencias tradicionales que las vivifican, y es casi totalmente
burguesa y —¿cómo no admirarnos?— racionalista.20
Esta situación de hecho, se escribe en el texto. La dedicación, más o menos
discreta (hay que mantener la ficción del pasado para que "se realice" el jue-
go erudito de la historia), confiere al discurso una condición de deuda con
respecto al poder, que ayer era el del príncipe, y hoy, por delegación, el de
una institución científica del Estado, o de su epónimo: el patrón. Esta "referen-
cia a otra cosa" nos indica el lugar que autoriza, el detector de una fuerza or-
ganizada, en cuyo interior y en función de la cual se realiza el análisis. Pero el
mismo relato, cuerpo de la ficción, marca también, por los métodos emplea-
dos y por el contenido tratado, por una parte una distancia que lo separa de
la deuda, y por otra parte los dos puntos de apoyo que permiten esta separa-
ción: un trabajo técnico y un interés público. El historiador recibe de la misma
actualidad los medios para realizar su trabajo y los elementos de determina-
ción de su interés.
Partiendo de esta estructuración triangular, la historiografía no puede pen-
sarse en los términos de una oposición o de una adecuación entre un sujeto y
un objeto; eso sólo sería el juego de la ficción que ha construido. Tampoco se
podría suponer, como la historiografía a veces trata de hacérnoslo creer, que
un "comienzo" más antiguo en el tiempo explicaría el presente. Por lo demás,
21 Lucien Febvre, "Prólogo" a Charles Morazé, Trois essais sur Historie et culture, A. Colin, Cahiers
des Annales, 1948, p. VIII
22 Cfr. infra, pp. 78-79.
23 Sean T. Desanti, F. Les idéalités mathématiques, Seuil, 1968, p. 8
24 Cfr. p. ej., Félix Thürlemann. Der historische Diskurs bei Gregor von Tours. Topoi und
ordo convenio ne si figmentis istis aurium graliam captit, fider perdat" (De inventione dialéctica
libritres cum scholiis loannis Malthaei Phrisseni Phrisemli, Parisiis, apud Simonem Colinaeum. 1529,
in, VII, p. 387). El subrayado es mío. Debemos notar también el fundamento de ese sistema histo-
riográfico: el texto supone que la verdad es creíble y que, por consiguiente, presentar lo verda-
dero es hacer creer, producir una fides en el lector.
tica". La idea de "producción" trasciende la concepción antigua de una "cau-
salidad" y distingue dos tipos de problemas: por una parte la remisión del "he-
cho" a lo que lo ha hecho posible; por otra, una coherencia o un "encadena-
miento" entre los fenómenos comprobados. La primera cuestión se traduce en
términos de génesis y otorga grandes privilegios a lo que está "antes"; la se-
gunda se expresa en forma de series, cuya formación exige al historiador el
cuidado cuasi obsesivo de llenar las lagunas, y hace las veces, más o menos
metafóricamente, de una estructura. Los dos elementos, reducidos a menudo
a una filiación y a un orden, se conjugan en el "cuasi concepto" de temporali-
dad. Desde este punto de vista es verdad que "sólo en el momento en que se
dispusiera de un concepto específico y plenamente elaborado de la tempora-
lidad se podría abordar el problema de la Historia".26 Mientras llega ese mo-
mento, la temporalidad sirve para designar la conjugación necesaria de los
dos problemas y para exponer o representar en un mismo texto los modos con
los que el historiador satisface a la doble demanda de decir lo que está antes
y de colocar los hechos en las lagunas. La temporalidad proporciona el cua-
dro vacío de una sucesión linear que responde formalmente a la pregunta so-
bre el comienzo y a la exigencia de un orden. No es tanto el resultado de la
investigación, sino más bien su condición; es la trama que trazan apriori los dos
hilos sobre los que avanza el tejido histórico por el solo hecho de tapar los agu-
jeros. Al no poder convertir en objeto de su estudio a lo que es su postulado, el
historiador "sustituye el conocimiento del tiempo por , el conocimiento de lo
que está en el tiempo".27
Desde este punto de vista, la historiografía sería solamente un discurso filosó-
fico que se ignora a sí mismo; ocultaría las terribles interrogantes que lleva con-
sigo al reemplazarlas por el trabajo indefinido de hacer "como si" respondiera.
De hecho, estos rechazados reaparecen continuamente en el trabajo del his-
toriador, y él los reconoce, entre otras señales, por la referencia a una "pro-
ducción" y/o al cuestionamiento que se pone bajo el signo de una "arqueolo-
gía".
A fin de evitar que en producción nos contentemos con señalar una rela-
ción necesaria aunque desconocida, entre términos conocidos, es decir, indi-
car lo que forma la base del discurso histórico pero que no constituye el objeto
del análisis, es preciso reconsiderar lo que Marx indicaba en sus Tesis sobre
Feuerbach, a saber: "el objeto, la realidad, el mundo sensible", deben ser cap-
tados "como actividad humana concretan, "como práctica".28 Un regreso a lo
fundamental: "Para vivir, es necesario ante todo beber, comer, tener un aloja-
miento, vestirse y algunas cosas más. El primer hecho histórico (die erste ges-
chichtiiche Tai) es pues la producción (die Erzeugung) de medios que permitan
satisfacer esas necesidades, la producción (die Produktion) de la misma vida
material, y allí nos encontramos con un hecho histórico (geschichtiiche Tai),
una condición fundamental (Grundbedingung) de toda la historia, que debe-
29 K. Marx y F. Engels.L 'Idéologie altemande, Ed. Sociales, 1968, p. 57, y K. Marx, Die Frühschriften,
Ed. Landshut, Stuttgart, A. Króner, 1853, p. 354.
30 K. Marx, "Introducción general a la crítica de la economía política" (1857), en Oeuvres, Eco-
nomie, Gallimard, Pléiade, 1965, p. 237. Se encuentra allí (pp. 237-254) la exposición más desarro-
llada de Marx acerca de la producción junto con las que le dedica en Le Capital, l, 3a. sección
(ibid., 1.1, pp. 730-732) y en los Matériaux pour l'Economie (ibid t. II. p. 399-401).
31 K. Marx, "Principios de una crítica de la Economía Política", en Oeuvres Pléiade. op. cit., 1.11, p.
242.
32 ibid.
minarlo. Este "análisis" permitía al mismo tiempo reconocer en el trabajo pre-
sente un "trabajo pasado acumulado" y todavía determinante. Usando este
modo, que hacía aparecer, en el sistema de prácticas, continuidades y distor-
siones, hacía yo mismo mi propio análisis. Este análisis no tiene interés autobio-
gráfico, pero al restaurar en otra forma la relación de producción que un lugar
mantiene con un producto, me llevó a un examen de la historiografía en sí
misma. Entrada del sujeto en el texto: no con la maravillosa libertad que permi-
te a Martín Duberman convertirse, durante su discurso, en el interlocutor de sus
personajes ausentes y de explicarse a sí mismo al contar sus historias, 33 sino más
bien a la manera de una infranqueable laguna, que en el texto muestra siem-
pre una carencia y obliga sin cesar a caminar, a escribir todavía más.
Esta laguna, marca del lugar en el texto y cuestionamiento del lugar por el
texto, nos lleva finalmente a lo que la arqueología designa sin poder decirlo: la
relación entre el logos y una arché, "principio" o "comienzo" que constituye su
otro. La historiografía se apoya en este "otro" que la vuelve posible y puede
colocarlo siempre "antes", remontarlo siempre más atrás, o bien designarlo
como lo que autoriza la representación de "lo real" sin serle jamás idéntico. La
arché no es nada que se pueda decir, sólo se insinúa en el texto por el trabajo
de división o con la evocación de la muerte
Así el historiador sólo puede escribir uniendo en la práctica al "otro", que lo
impulsa a andar, con lo "real", al que sólo representa en ficciones. Es, pues, his-
toriógrafo.
Endeudado con la experiencia que he adquirido, yo quisiera rendir home-
naje a la escritura de la historia.
33 Cfr. Martín Duberman, Black Mountain, An exploration in community, New York: Dutton, 1973