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Civilidad
Es habitual o común representarse la idea de civilidad como la de un
término que, por el hecho de referirse a lo civil, se de ne como aquello
que es lo opuesto o lo ajeno a lo militar. Y, en efecto, no pocas son las
voces que evocan y sentencian que la civilidad es un modo de vida
alterno, incompatible y antagónico, al de la cifrada vida de los
cuarteles: una vida que no solo no contempla sino que, por su propia
condición, está obligada a rechazar. De ahí que se presuponga, por
ejemplo, que cuando se habla de la sociedad civil se esté haciendo
referencia inequívoca, aunque indirecta, a la existencia efectiva de una
sociedad militar como tal –esa a la que los populistas suelen llamar la
“gran familia”–; de tal manera que un Estado, cualquiera sea su signo
y tendencia, estaría compuesto no por una sino por dos sociedades
que, en virtud de su propia condición, no solo son distintas entre sí
sino, lo que es más importante, recíprocamente antagónicas e
incompatibles: la sociedad civil, es decir, la sociedad horizontal de “los
civiles”, y la sociedad militar, la sociedad vertical de los hombres y
mujeres que viven en los cuarteles, armados y uniformados de verde
olivo, esa exclusiva –y excluyente– sociedad de y para los militares.
Solo que, en realidad, semejante representación, propia de una
percepción de oídas o de la vaga experiencia, no se adecúa con la idea,
es decir, ni con el ser de la civilidad ni con su concepto.
No son iguales las sociedades que cumplen formalmente con las leyes
por coacción que las que lo hacen por ser conscientes de la necesidad
de cumplirlas por el bien del todo y de las partes, con ánimo rme y
por decisión propia. Las primeras atienden al derecho abstracto. Las
segundas a la civilidad. Al observar abierta una de las puertas de acceso
a la estación del tren de un país nórdico, un venezolano, asombrado, le
preguntó a una de las funcionarias si no temían que por esa puerta se
colaran los pasajeros. La funcionaria, sorprendida, le respondió: “¿Y
por qué alguien tendría que hacer eso?”. Esa es la diferencia que
muestran las sociedades en las que impera la civilidad. Es evidente que
la gran mayoría de las sociedades, a n de mantener el orden, se ven
obligadas –conducidas de la mano de la ratio instrumental– a
mantener rmes los frenos de la bestia que se lleva por dentro y que
los individuos han sido condicionados a respetar las reglas de
convivencia social más por temor que por convicción. Pero el temor no
pocas veces se convierte en violencia contenida, y la violencia
contenida pronto se expande para convertirse en crimen.