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30 DE MAYO DE 2019 12:08 AM José Rafael Herrera

Civilidad
Es habitual o común representarse la idea de civilidad como la de un
término que, por el hecho de referirse a lo civil, se de ne como aquello
que es lo opuesto o lo ajeno a lo militar. Y, en efecto, no pocas son las
voces que evocan y sentencian que la civilidad es un modo de vida
alterno, incompatible y antagónico, al de la cifrada vida de los
cuarteles: una vida que no solo no contempla sino que, por su propia
condición, está obligada a rechazar. De ahí que se presuponga, por
ejemplo, que cuando se habla de la sociedad civil se esté haciendo
referencia inequívoca, aunque indirecta, a la existencia efectiva de una
sociedad militar como tal –esa a la que los populistas suelen llamar la
“gran familia”–; de tal manera que un Estado, cualquiera sea su signo
y tendencia, estaría compuesto no por una sino por dos sociedades
que, en virtud de su propia condición, no solo son distintas entre sí
sino, lo que es más importante, recíprocamente antagónicas e
incompatibles: la sociedad civil, es decir, la sociedad horizontal de “los
civiles”, y la sociedad militar, la sociedad vertical de los hombres y
mujeres que viven en los cuarteles, armados y uniformados de verde
olivo, esa exclusiva –y excluyente– sociedad de y para los militares.
Solo que, en realidad, semejante representación, propia de una
percepción de oídas o de la vaga experiencia, no se adecúa con la idea,
es decir, ni con el ser de la civilidad ni con su concepto.

Conviene recordar, en primer término, que los llamados Estados


modernos conforman un bloque de poder –un “bloque histórico”,
como lo denomina Gramsci–, que ya Maquiavelo, en su momento,
había observado y expuesto en sus tratos generales. En efecto, los
Estados se componen de una sociedad política y de una sociedad civil,
cabe decir, de un cuerpo jurídico-político que sustenta la legalidad, la
burocracia, la seguridad y defensa del Estado (del cual el estamento
militar forma parte), y de un cuerpo en movimiento continuo,
complejo, multiforme, en n, un cuerpo productivo, tanto material
como espiritual, al que los políticos suelen designar bajo el título de
“las fuerzas vivas”, y en el que no pocas veces impera la competencia,
el interés personal y el provecho propio. Hegel lo denomina “el reino
animal del espíritu”, precisamente porque en él predomina una
continua confrontación de intereses de la más diversa índole. Pero,
paradójicamente, es en la sociedad civil donde se desarrollan
constantemente las artes, las ciencias, las letras –¡las “tres gracias”!–
y, por supuesto, las creencias religiosas. De tal modo, el Estado no se
compone de una sociedad de los militares y una sociedad de los civiles,
en la que se contraponen el militarismo y la civilidad. Se compone de
una sociedad política y de una sociedad civil. Cuando ente ambas hay
adecuación, reciprocidad y consenso, cuando la una se identi ca
plenamente con la otra, la ciudadanía crece y se desarrolla, haciendo
estable y próspero al Estado. Cuando, por el contrario, entre la una y la
otra se abre un período de no correspondencia recíproca, de fractura
dialógica, de desgarramiento, de dominio y coerción, entonces se
genera una crisis profunda que termina en una confrontación entre lo
viejo y lo nuevo de imprevisible magnitud y duración. Esta es, por
cierto, la actual situación que padece Venezuela, secuestrada por una
banda criminal que nada sabe –y que por esa misma razón, no le
interesa saber– ni de desarrollo ni de prosperidad, atada como está a
sus bajas y muy tristes pasiones.

La civilidad es el resultado de la adecuación de la sociedad política y de


la sociedad civil, no la contrapartida de una supuesta “sociedad
militar”. Su de nición más precisa es la de eticidad (Sittlichkeit). Se
trata de la forma de vida, de costumbres, normas y valores, que una
determinada sociedad se da a sí misma, y que son los fundamentos de
la legitimidad de un Estado. Se diferencia del corpus legal por el hecho
de que no se derivan de la imposición de los tribunales sino de las
convicciones que comparte con el resto de los ciudadanos. Es lo que no
comprenden quienes creen que el decretar una determinada ley, manu
militari, modi cará sustancialmente el espíritu de un determinado
pueblo para, como dice Spinoza, sujetarlo como se sujeta un caballo
con un freno. La ley será acatada sustentándose en la coerción, pero no
en el consenso. Y mientras mayor sea su rigidez e incompatibilidad con
las costumbres, mayores serán las argucias que hallarán los individuos
para sortearlas. De ahí el adagio popular: quien inventa la ley inventa
la trampa.

No son iguales las sociedades que cumplen formalmente con las leyes
por coacción que las que lo hacen por ser conscientes de la necesidad
de cumplirlas por el bien del todo y de las partes, con ánimo rme y
por decisión propia. Las primeras atienden al derecho abstracto. Las
segundas a la civilidad. Al observar abierta una de las puertas de acceso
a la estación del tren de un país nórdico, un venezolano, asombrado, le
preguntó a una de las funcionarias si no temían que por esa puerta se
colaran los pasajeros. La funcionaria, sorprendida, le respondió: “¿Y
por qué alguien tendría que hacer eso?”. Esa es la diferencia que
muestran las sociedades en las que impera la civilidad. Es evidente que
la gran mayoría de las sociedades, a n de mantener el orden, se ven
obligadas –conducidas de la mano de la ratio instrumental– a
mantener rmes los frenos de la bestia que se lleva por dentro y que
los individuos han sido condicionados a respetar las reglas de
convivencia social más por temor que por convicción. Pero el temor no
pocas veces se convierte en violencia contenida, y la violencia
contenida pronto se expande para convertirse en crimen.

De las anteriores consideraciones derivan algunas conclusiones de


interés, a la hora de establecer los lineamientos fundamentales para la
elaboración de un eventual Plan País. No existe tal cosa como una
“sociedad militar”, alterna a una “sociedad civil” o “civilista”. Estas
presuposiciones carecen de todo rigor. Lo militar es parte de la
sociedad política y, en tal sentido, está obligado a formar parte de la
construcción de la civilidad. Las sociedades no se rigen por un modelo
exclusivo, porque no atienden a razones matemáticas ni meramente
instrumentales. Los procesos sociales no son unívocos. El causa-
efectismo es, apenas, una mínima parte del proceso de comprensión
de la historia de la humanidad. No hay forma de superar la barbarie y
de colocarse a la altura de los tiempos sino mediante la concreción de
un proyecto sostenido, de largo alcance, de educación estética, es
decir, de formación cultural (Bildung), cuyo n es la conquista de la
civilidad. Porque no habrá ni libertad ni prosperidad efectivas, reales,
si no hay civilidad.

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