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El placer en la ética

En los estudios que los filósofos han llevado a cabo acerca del mejor modo de conducirse en
la vida, es decir la ética, nos encontramos con una cantidad exorbitante de teoría acerca de
las emociones y los placeres. Esta rama de la filosofía, en su forma, parece encargarse de
desprestigiar el vicio y ensalzar la virtud. No es un secreto que la mayor parte de las teorías
tienden a la virtud, el ciudadano y el buen hombre deben buscar la excelencia, lo cual
significa que tanto obedecer las leyes como ser un buen hombre son una parte fundamental
de las preguntas que se hace quien investiga en la ética.

Tanta es la afición filosófica por ella que incluso hay seminarios donde se distinguen las
distintas teorías acerca de la buena vida que los filósofos han pensado. Ramas y distinciones
gobiernan estos estudios. Algo que es posible notar con respecto a ellos, es que el mejor
modo de vida posible siempre se encuentra cercano a la excelencia, pero el modo en que
describen cómo debe llegar ahí el hombre es algo que resulta inquietante, porque parece que
los filósofos no se dieron cuenta de la gran contradicción que ello implica: o no se dieron
cuenta, o las enseñanzas éticas no son para filósofos.

Intentaré hacer más claro lo anterior. Uno de los principales filósofos que pensaron el mejor
modo de vida posible fue Aristóteles. Aristóteles en su ética realiza una distinción entre tres
modos de vida posible: animal, intelectual y vegetal. Sin duda, el mejor modo de vida es el
intelectual, en cambio el peor es el animal, por lo menos entre los hombres. ¿Cuáles son las
razones de Aristóteles para calificar así estos modos de vida? La razón se encuentra en la
comprensión que tenemos acerca del placer, la virtud y el vicio.

El hombre que tiene un modo de vida animal, no puede ver más allá de sus placeres. Es decir,
el placer se vuelve un móvil porque mueve al hombre en sus diversas acciones. Come,
duerme y actúa según le dicte el placer. Para Aristóteles, el hombre animal no puede
gobernarse a sí mismo, lo gobiernan los placeres. El hombre con vida animal, al igual que un
animal, no puede decidir acerca de sí mismo, sino que está en la búsqueda constante de
satisfacer sus apetitos inmediatos. En consecuencia, este hombre vive atado a su mortalidad,
pues todo aquello que representa un ciclo lo mantiene atado. Este tipo de hombres, en última
instancia, resultar ser viciosos, no sólo por el mal que causa el exceso, sino por la incapacidad
de actuar ante los deseos. Es el placer que siente al saciar su hambre lo que mueven sus
acciones.

En contraste con esa vida, el hombre intelectual capaz de decidir y razonar, encuentra en sí
mismo una salida a las cadenas de la vida animal. Es la prudencia, gobernada por la razón,
aquello que lo inclina a no comer en exceso, a no lanzarse a los apetitos en exceso. La
prudencia representa lo más alto de la vida humana, no sólo por hacer patente a la razón, sino
porque indica la facultad de gobernar las pasiones. Si un hombre se ve afectado por el deseo
de comer más de lo necesario, puede evitarlo si es prudente. Esto es lo que constituye a un
hombre virtuoso y excelente: que no se deja guiar por sus pasiones, es racional y piensa antes
de actuar. No es un hombre instintivo y animalesco, es un hombre con uso de razón.

El contraste de las dos vidas permite notar que es preferible y mejor el hombre razonable.
Frente a esa comparación, cualquiera preferiría ser un intelectual, ser prudente. La prudencia
guía a la vida humana a la excelencia porque gobierna lo animalesco que hay en ella. Los
placeres y los deseos quedan adiestrados por la razón, porque ahora cuando el hombre toma
una decisión, ha pasado ya por el tamiz de la prudencia. Por ello, la diferencia entre la virtud
y el vicio es la razón. El hombre vicioso no puede usar su razón porque no decide sobre sí
mismo; en cambio, el hombre intelectual decide sobre sí y gobierna sus pasiones.

Bajo estas reflexiones se ha guiado por completo la tradición occidental en la ética.


Pensamos, sin dudar, que gobernar los deseos es algo bueno. Además, la bondad de ello se
hace patente de inmediato, porque cuando decido no excederme, decido tener un bien estar
en mi ser. El exceso trae desventajas en la vida humana, incluso el excederse al dormir o en
la vigilia. Cualquier exceso tiene sus graves consecuencias. Esta es alguna de las enseñanzas
aristotélicas. Parece que para ser excelente, para tener el mejor modo de vida posible, hay
que dejar de lado el placer, porque no es algo razonable ni es algo que nos permita orientar
nuestras acciones hacia lo mejor que podemos hacer. Es decir, si nos gobernamos a nosotros
mismos, podremos seguir el camino a la excelencia.

Bajo esta perspectiva, ¿qué sucede con el estudio de la filosofía? Lo que más me sorprende,
para decirlo en pocas palabras, es que la exposición de Aristóteles no parece prestar atención
a la condición especial del filósofo, del verdadero intelectual. Si uno lee a Aristóteles,
preferirá sin duda ser virtuoso, excelente y gobernar sus pasiones. Pero no podrá darse cuenta
que la filosofía no requiere de gobernar la pasión, sino de soltarla y amar el saber, porque no
hay nada mejor ni más placentero que ello.

Cuando aceptamos la división aristotélica, cancelamos la filosofía, porque de entrada


admitimos que el placer nos orilla al extremo del exceso. Cancelar exceso es malo para la
filosofía, porque sin la pasión que nos lleva a buscar el saber, nos convertimos en
intelectuales eruditos, memoriosos y magnánimos, pero sin saber pensar. La enseñanza de
Aristóteles hace que el filósofo no pueda admitir su pasión por el saber, porque debe controlar
sus pasiones. Estudiar ética, sin esta advertencia, nos lleva a una concepción demasiado
ingenua sobre las pasiones, la virtud y la excelencia, porque dejamos de lado que para ser
sabios, debe estar en nosotros la llama del amor por el saber.

No hay palabras que sobre Platón, ya sea sobre sus doctrinas o su vida, puedan decirse con
la certeza de que sean algo novedoso. Sin duda la vida de este filósofo, en lo que podemos
saber, se encuentra detallada por los mejores historiadores de la filosofía, así como la
totalidad de su obra se encuentra comentada e incluso organizada. No es un secreto la división
de la obra Platónica en los diálogos de acuerdo a su composición, por el tema, por la fecha o
por la edad que tenía Platón al escribirlo.

A pesar de que no es posible derramar más tinta sobre Platón, aún resulta misterioso cómo
es posible acercarse a su obra. Me refiero a las complejidades que un texto en forma de
diálogo representa para el lector. Un diálogo, por lo menos el Platónico, es muy detallado, al
grado de dotar de drama e intenciones, incluso de eros a sus personajes. El drama que se
plasma en el diálogo es un aspecto importante para el lector, pues cómo se comprende un
problema, depende de si le presta atención a quién es el interlocutor, si se sonroja, si se ríe,
si se enoja o si está despreocupado. Un lector al acercarse a Platón es como Hipócrates, nos
acercamos de noche y a oscuras a sus textos, Platón es la guía para que salga el sol y entonces
haya luz en nuestra comprensión.

La complejidad de la comprensión de Platón, además de la forma de escritura, son las mismas


complejidades acerca de los temas que trata. Si nos concentramos en el problema de la
escritura y la lectura, podemos observar en el Fedro que Sócrates piensa que un texto tiene
muchas desventajas, ya que no incentiva la memoria y porque le dice lo mismo a todo el
mundo. Cuando uno lee ese pasaje, puede preguntar: entonces ¿por qué escribió Platón? Si
hay doctrinas que sólo pueden enseñarse en privado, no queda claro por qué Platón elige la
escritura en vez de tomar la vía de la enseñanza oral. Esto nos arroja la posibilidad de que
Platón haya superado de algún modo esa complejidad. La posibilidad de superarla está en la
genialidad de Platón para escribir, así como en la habilidad del lector para pensar.

La genialidad del diálogo platónico se hace patente de inmediato. Cualquier lector puede
reconocer las partes explicitas, lugares que Platón remarca con especial atención: es decir, la
forma explícita del texto. Pero eso que se muestra a simple vista es apenas un guiño del
laberinto que representa el diálogo platónico. Si un texto es esencialmente un todo, no
podemos guiarnos por las partes. Debemos buscar el modo en que las partes concuerdan y
articulan el todo. Si el diálogo resulta ser un laberinto, no cabe duda que en realidad
recorremos son nuestros propios pensamientos. Al recorrer el diálogo, recorremos los
rincones más profundos de nosotros mismos. Sólo evaluándolos y sopesándolo con las
enseñanzas platónicas, podremos, ciertamente, conocernos a nosotros mismos.

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