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Con el corazón Abierto:

Un espíritu que nos vuelve especialistas en las cosas de Dios

¿Quién eres Tú, dulce luz, que me llena


e ilumina la oscuridad de mi corazón?
E. Stein.

Celebramos y revivimos el misterio de Pentecostés, la plenitud del misterio Pascual con la efusión
del Espíritu Santo. “Celebramos el fuego de amor que el Espíritu encendió en la Iglesia para que
arda en el mundo entero”: ¡fuego que no se apagará jamás! (Fidel Oñoro). Es la fiesta de la “llama
de amor viva que tiernamente hiere” (S. J. de la Cruz).
Celebrar hoy la fiesta del espíritu, indudablemente es abrir el corazón. El corazón, abarca toda la
persona, es decir, el yo íntegro, su centro y como lo expresa S. Juan de la Cruz: “el centro del alma
Dios es, al cual habiendo ella llegado según toda la capacidad de su ser y según la fuerza de su
operación, habrá llegado al último y profundo centro del alma” (LB, 1,12). De ahí que, “el mayor
pecado de una persona es vivir con un corazón cerrado y endurecido, un corazón de piedra y no de
carne… quien vive cerrado, no puede acoger el Espíritu de Dios; no puede dejarse guiar por el
Espíritu de Jesús” (Pagola).
Para los orientales, los seres humanos pensamos con el corazón, allí se toman todas las decisiones,
todos los días y a toda hora. Un corazón cerrado carece de comprensión, es incapaz de tener los
mismos sentimientos de otros, en un nivel más profundo. Un corazón cerrado no siente el
sufrimiento de los demás, por eso es insensible a la injusticia. Olvida a Dios. Un Corazón Cerrado,
sufre de “sklerocardía”: esclerosis en el corazón, lo cual se asocia con la violencia, con la
brutalidad, con la ambición devoradora del mundo.
Si el corazón no se abre, morimos. Se necesita la eclosión del corazón, abrirse a Dios en los
hermanos. Vida nueva. Por ello el anuncio de Jesús es tajante: reciban el espíritu santo”; espíritu
que “viene en ayuda de nuestra flaqueza” (Mons. Alfonso U.), para volvernos especialistas en las
cosas de Dios De modo que, necesitamos ejercitarnos en él. Este proceso lo hace el Espíritu de
Dios, obra donde el ser humano le deja espacio.
Por eso, ejercitarse en el Espíritu, consiste en abrirle cada día mayor espacio al resucitado. Este
ejercicio implica una continua actitud de discernimiento, es decir, buscar cada momento la voluntad
de Dios. Y, el ejercicio se percibe no solo en cada persona o comunidad, sino también en la
capacidad de salir al encuentro de los demás: “Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a
hablar en otras lenguas” porque el Espíritu obra allí donde los seres humanos tomamos las
decisiones, y de ellas hacemos uso todos los días. “Dios obra todo en todos”. Por ello, la praxis de
cada día pone al descubierto cuál es nuestro fundamento, si en verdad estamos entrenados en el
“Espíritu”. La acción del Espíritu nos vuelve un crucificado – resucitado; hacia fuera aparecemos
como crucificados.
Una praxis sin Espíritu, nos hace caer en una tibieza espiritual. Hacemos todo muy bien, pero no
convertimos a nadie, no somos signo de contraste para nadie, no atraemos. No fascinamos ni
contagiamos a nadie, olvidamos que “la Iglesia crece por “atracción”( Benedicto XVI).
Recibir el Espíritu, es caer en la cuenta de que él, el Espíritu, ordena nuestros afectos para que
sean según el querer de Dios, lo cual nos recuerda el anhelo más grande del corazón humano y la
Fuente última donde se apaga toda sed.

Hernán Sevillano C.

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