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Comentarios sobre los dragones asiáticos y otros espejismos

A Alfredo Barnechea

Papeete, 25 de octubre de 1996

Breve noticia sobre el ninguneo

Sobre el libro de Alfredo Barnechea, La república embrujada (Aguilar, Nuevo Siglo, Lima,
1995) me hubiera gustado arrancar con esta frase: “la prensa ha elogiado…” O en su defecto,
con esta otra “la crítica dice que…”- Pero no es posible comenzar ni con una ni con otra. Y
eso que el libro se publicó hace dos años y nadie en Lima ignora su valor. Salvo que no se
dice en negro y blanco lo que se piensa. Sobre todo, cuando lo que se piensa es favorable.
No es temor a la sobonería o natural recato, sino otra cosa. Es ninguneo.

Ningunear es soslayar lo que íntimamente se aprecia. Es silenciar adrede lo que se estima.


Hacer como si algo o alguien no existiera. Paradójicamente, se ejerce con obras y personas
que el rumor alaba. Un “vox populi” que, sin embargo, no llega a transformarse en crítica,
acaso porque de por medio haya un uso vulgar y distorsionado de su semántica.
Contrariamente a lo que se cree, criticar no es rajar o juzgar sino reseñar e impugnar. Y es
así como dejamos de producir uno de los más viejos y necesarios ejercicios del quehacer
intelectual, tan antiguo y decisivo que casi se confunde con el mismo saber y que consiste en
ocuparse lealmente de comentar la obra de los demás. La crueldad del ninguneo es que se
emplea en lo que privadamente se respeta. El hábito del ninguneo se puede poner en la cuenta
de la flojera criolla y también del avieso cálculo, el “matarlos callando” del que ha hablado
Abelardo Oquendo a propósito del libro de Barnechea y del mío denunciado ese
procesamiento que consiste en evitar toda la controversia (La República, 14 de mayo, 1996).
Y aunque mal de muchos, consuelo de tontos, conviene decir que como defecto no es
propiamente peruano, aunque de su uso y abuso Lima haga maravillas. Octavio Paz, contando
como lo trataron después de que había escrito nada menos que El laberinto de la soledad,
dice “me ningunearon” (Itinerario, Fondo de Cultura Económica, México, 1997, p. 97).
Como es palmario, justamente se aplica a autores y personas que valen la pena. Son trucos y
mañas del medio intelectual, triste resultado de la estrechez del mercado para oficios como
los nuestros. El libro de Barnechea fue editado en 1995; ya tendría que haber provocado una
montaña de notas críticas. No las habrá. ¿Qué se pierde con el ninguneo? Al eludir la
controversia, simplemente, no se da paso al más elemental principio de producción del
pensamiento moderno que, desde las primeros ateneos y sociedades científicas, examina y
discute las innovaciones, o las que se toman por tales. La carencia de discusión formalizada
no es venial. De las ciencias exactas a las sociales, lo que llamamos conocimiento se
constituye en la comunicación y la confrontación, la más abierta. El ninguneo no es inocente,
no creo que solamente consista en eludir el debate sobre problemas de fondo como dice mi
amigo Abelardo, va mas allá. Todo saber, y el de las ciencias humanas no es excepción,
avanza cuando los investigadores se ponen de acuerdo sobre las áreas en desacuerdo (Cf.
Pierre Bourdieu). Lo diré de la manera más sencilla: el cortocircuito del ninguneo revela la
ausencia de mecanismos institucionales en el “campo” cultural. Revela que el propio campo
de la cultura adulta tarda en formarse. Nadie puede negar que en el Perú se publican trabajos
importantes. Mas las publicaciones son parte del proceso de acumulación de saber pero no
son todo el proceso. Sin campo para la controversia no hay campo cultural.

Para que no parezca que hablo en chino, pondré un ejemplo. Hace poco salió publicado un
libro del ensayista francés Alain Minc. La obra insiste en el retorno del valor de la nación,
pese a la globalización (La vengeance des nations, Grasset, París, 1994). La reinvención e la
idea nacional lo pone a contracorriente de lo que viene afirmándose. Minc, sin embargo, es
un liberal. Su postura, por irreverente, provocó inmediatamente un recuelo de exámenes y
debates. Un ejemplar entero de la importante revista “Le Débat” se dedicó a discutir sus
hipótesis y proposiciones. Lo mismo ha ocurrido con el libro de Francois Furet sobre el
comunismo, El porvenir de una ilusión, y con el reciente de Eric J. Hobsbawn sobre el siglo
XX. La crítica, vale decir, la digestión, es inmediata. No veinte o sesenta años después. Nadie
espera que se muera Minc, Furer o el profesor Hobsbawm. Cito estos casos en que la rapidez
de las tomas de posición enriquece el capital cultural de todos, aunque se pague el precio de
la notoriedad de algunos. Ahora bien, la idea de que se le dedique un número entero de una
de nuestras revistas universitarias a un investigador peruano en vida, es casi quimérico. Me
pongo en un plan absolutamente delirante: un número consagrado a Tierra baldía de
Fernando Fuensalida. Sin embargo, hay materia y calidad para ello. No ocurrirá. Acaso cien
años más tarde. En el Perú hay los que publican y los ausentes. Se considera grandes
únicamente a los que se han muerto. Hasta en esto seguimos siendo una cultura de velorio y
coronas fúnebres. Hay que pasar el Leteo para recibir reconocimiento. Con lo cual la
asimilación de la nación entera de sus creadores –Garcilaso, Guamán Poma– se retarda no en
decenios sino en siglos. Después nos quejamos de nuestras tardanzas históricas.

En el ninguneo hay muchas cosas. Tomar en cuanta a los demás significa no sólo un acto
cordial sino de autorrespeto a la propia cultura nacional. El ninguneo revela cosas tremendas.
Dice a gritos la poca confianza de los peruanos ante sí mismos. Para estimar hay que
estimarse. Además de las manías y antipatías personales que en todo medio y cultura nacional
existen, la inseguridad produce ese singular fenómeno que hace que los mejores sean como
extraños en su propio país. Es una pócima con algo del espíritu inquisitorial heredado del
fondo colonial y mucho del disimulo criollo Eso de fingir no ver a alguien o quitar el saludo
nos viene de cuando Luma era corte. Nunca dejó de serlo. El Perú practica desde siempre el
exilio de adentro, la esquividad ante lo que vale o brilla. La lista de los ninguneados es larga.
No es de ahora. Ocurrió cuando don Clemente Palma, el hijo del tradicionalista, se rió de los
primeros versos provincianos de César Vallejo. Y si en Paris no rescata “in extremis” los
versos de Poema humanos y no los edita con su propio peculio Raúl Porras, nos hubiéramos
quedado sin el más universal de nuestros poetas. Por sesenta años la obra en francés de
Francisco García Calderón quedó en el limbo, quienes la habían hojeado no la citaban.
¿Quién se acuerda de Ventura García Calderón? Pero en vida, las revistas limeñas le
publicaban hasta los telegramas. A Garcia de la Vega, el Inca, no se le pudo ignorar, publicó
en España. Hay a quienes no se ningunean, Mario Vargas Llosa por ejemplo no se deja.
Tampoco Pablo Macera, pero ya veremos más tarde, cuando no seamos de este mundo. El
ninguneo comienza en vida y se prolonga después de la muerte. A Haya de la Torre, como
pensador, se le ha ninguneado en vida y se hace lo imposible por olvidarlo cuando se ha ido
a descansar bajo una lápida trujillana. Lo salva de esas segundas catacumbas, tan crueles
como las primeras, la herencia política y el afecto filial de sus discípulos. A Basadre lo
exaltaron como historiados y lo ningunearon como pensador, no era marxista. A Porras lo
arrinconaron en sus últimos años por pasarse de liberal y no condenar a Cuba como pedían
los amos del norte. A Luis Alberto Sánchez no lo pudieron ningunear, otro que no se dejó.
¿Quién se ocupa de la casa de Valdelomar en Pisco? Resulta que todo el mundo era amigo
de Julio Ramón Ribeyro pero puede que no se le enseñe ni en escuelas ni en universidades.
(Ese es otro detalle, tenemos más amigos y conocidos cuando estamos criando malvas).
¿Saben nuestros escolares que Carlos Germán Belli, Rodolfo Hinostroza, Antonio Cisneros,
son poetas inmensos? ¿Y que están vivos? El ninguneo son también esas desidias. Lo
contrario del ninguneo no es la crítica ponderada y útil sino el cargamontón. Como el que
hubo en torno al libro de Hernando de Soto. El Perú intelectual se parece a sus accidentes
geográficos. Se pasa con facilidad del desierto al huaico. Tampoco es eso. La labor crítica
podría parecerse a la irrigación, a algo continuo y fecundo.

Mi crítica a la falta de critica puede parecer destemplada y no lo es. Los intelectuales


peruanos suelen tomar los estrados del ninguneo con campechanía. Confunden, sin embargo,
tener amigos con tener críticos. Unas chelitas por aquí, una comidita con conocidos por allá,
y la vida sigue. Lima todavía es una gran aldea. Vinculan no tanto las ideas o el papel impreso
sino los contactos, puede más el recinto de un restaurante o de un café que el puro talento
Eso hace a Lima, a la vez provinciana y corte, una ciudad encantadora y esquiva, que acoge
como silencia. Entre investigadores y escritores sigue vigente la hermética sociedad de unos
cuantos a la que aludía el premier Pedro Beltrán en otros tiempos, “en el Perú todos nos
conocemos”. Pues bien, no es tan cierto. Nadie sabía quién era el doctor Abimael Guzmán
hasta que fundó Sendero, o quizá lo fundó para eso. La guerra del senderismo no ha dejado
de ser, entre otras cosas, la guerra de los intelectuales provincianos contra los de Lima. Una
arrogancia contra otra. La democracia intelectual precisa de reseñas contra la otra, la de las
urnas. Y un poco más de ateneos y menos de argollas. El fin del ninguneo dará paso a una
edad adulta de la inteligencia peruana. Ninguna cultura moderna puede escapar a la regla
universal del acrecentamiento del capital simbólico por medio del doble mecanismo del
reconocimiento y la confrontación de ideas. El debate ordena y no disgrega. Un conjunto de
adobes no hace una casa. Una gran cantidad de obras de calidad no constituyen por sí solas
un campo cultural. En cambio, una golondrina sí puede anunciar el verano.

El libro de Alfredo Barnechea precede al mío. Recuerdo que me procuré un ejemplar desde
la isla de Tahití en donde resido cuando por mi parte emprendía la redacción de los últimos
capítulos de Hacia la tercera mitad. Tomé entonces una decisión draconiana, de la cual ahora
me felicito. Lo guardé, desoyendo consejos de que debería leerlo. Hice bien. Las
coincidencias y las disidencias me hubieran perturbado. Una vez en Lima, cuando me
entregaron el primer ejemplar de mi libro impreso, me puse a leer a Barnechea en la casa de
Marcos y Matilde Caplansky. Mi alborozo y sorpresa crecían a medida que avanzaba. Lo
menos que puedo decir es que su trabajo y el mío son dos lecturas paralelas del Perú –lo dice
Oquendo y también Fernando Carvallo– y que difieren en todo aquello que sus autores se
desemejan humanamente y se aproximan intelectualmente en una lectura crítica del Perú
contemporáneo, en la que hay, me parece, fascinación por indagar los motivos del error o del
retardo, según cada cual, y acaso, anticipación, una apuesta de posible enmienda colectiva.
Son sendos conjuntos de ensayos severos y a la vez optimistas. Tienen en común su propia
independencia, y la voluntad de dar mandobles sobre el cúmulo de mitos y tópico repetidos
por quienes nos preceden. Pero aquí me detengo en materia de ejercicio comparativo, ello es
tarea que corresponde establecer, según creo, a terceros. Salvo una acotación. Cesar
Hildebrandt ha dicho que mi libro es el de la madurez. Alfredo es todavía un hombre joven.
Ambos ensayos tienen, sin embargo, el entusiasmo del alba de la vida, su intransigencia.
Acaso esa iluminación no proviene ni de una doctrina ni de la edad, sino del nuevo siglo. Sin
duda han sido pensados para un público creciente de gente honesta y de mirada limpia, de
jóvenes, de nuevos intelectuales. No hay que extrañarse que la vieja guardia nos haya, a uno
y al otro ninguneado.

La república embrujada merece extenso comentario. Se trata de una reflexión


pluridisciplinaria y mayor, obra indispensable, llena de acierto, de sinceridad, de
investigación y de verdades de a puño. Arriesga una mirada global, construida desde una
perspectiva que nos concierne a todos, el Perú ante un fin de los tiempos. Su autor la concibe
después de ir a la Escuela de Gobierno de la Universidad de Harvard. Con todos esos caldos,
y una postura independiente que le permite no pagar hipotecas doctrinales ni el peso de
afiliaciones reductoras, Barnechea se ha permitido el lujo de la libertad intelectual. No lo
dice, pero él es también un herético.

Prosa directa, clara, informada. Libro de ensayo que simultáneamente es el de un “scholar”


y el de un político. Tiene del primero la arquitectura, las citas adecuadas, la selección de la
información. Del segundo, la prioridad de los temas confrontados que son siempre materia
urgente, de actualidad, a saber, la violencia. Alan García, el nuevo orden mundial, el lugar
de América Latina (con una mirada que por momentos es sombría) y llega a Fujimori, a “la
tentación oriental”, como la llama (De nuevo las proximidades, en un trabajo en francés ha
hablado de la “tentación asiática” y vuelto a ello líneas más adelante). Se ocupa del pasado
histórico, del Conquistador (p. 145), del Incanato (p. 149), de la Republica Aristocrática y la
Patria Nueva (pp. 73-93) y de las vinculaciones entre etnicidad y violencia (p. 175), pero sus
consideraciones eruditas o culturalistas y siempre polémicas sobre el pasado no son su
principal objetivo. A lo más, un soporte, su “substratum” para un tema mayor: el asunto de
la pobreza o la riqueza colectiva. Tiene prioridad el presente. Incluso, el provenir. Ahora
bien, afirmar que es libro de hombre político, no es quitarle piso, ni negarle cientificidad o
rigor sino indicar que remata en programa, en razonada utopía. El libro se cierra proponiendo
soluciones, “el nuevo contrato nacional” (p. 351). Ante ellas, puede haber discrepancia o
enmienda, pero están ahí. Hay en La república embrujada tensión hacia el futuro, unas ganas
de salir del ominoso presente, que el autor delata en su prisa y el uso de los prefijos:
pospopulismo, posliberalismo. Ojalá. Esa lectura urgente le proporciona a Barnechea la
perspectiva del fin de siglo, y una comprobación: el Perú es un caso de pobreza. Pudiendo
caer en la temática del fracaso, el autor la evita. Su reflexión, en materia de desarrollo y de
no desarrollo, es doble. Por una parte se pregunta que condujo a la república criolla a la crisis
final del populismo, al gobierno de Alan García (p. 43), lo que a su vez le lleva a indagar por
el pasado reciente: los ciclos de la historia, desde comienzos de siglo a Velazco (p. 119). No
son las etapas históricas convencionales las que determinan los capítulos sino ciertas grandes
y capitales interrogantes, a saber, por qué no tuvimos democracia ni capitalismo, o de dónde
proviene la crisis de la violencia, en la que hay páginas acertadísimas, de sentido común,
sobre la utopía andina, que valdría la pena conduzca a una respuesta o “mea culpa” de los
envanecidos doctores que prolongan la liturgia de la misma. Pero dejemos de pedirles peras
al olmo. En fin, la segunda parte gira en torno a una gran cuestión: porqué unos países
prosperan y otros no. Obra compleja, que ingresa a examinar varios asuntos y temáticas. Es
historia, es economía, es política, y es, me parece, una reflexión severa y sin tapujos. Pero no
es un libro sencillo.

Acaso el detalle del subtítulo ha escapado a más de uno. No escribe solamente para el Perú.
La gran pregunta de este fin de siglo, al derrumbarse el Muro de Berlín, al venirse abajo las
ilusiones sobre un desarrollo tercermundista y al paralizarse en gran parte el crecimiento de
las naciones industriales (con la sola excepción del sudeste asiático), es casi la misma que
puso en circulación hace dos siglos el propio Adam Smith. A saber, ¿en qué consiste la
riqueza de las naciones? ¿Por qué unos países son pobres y otros ricos? Barnechea responde
pero, a diferencia de quienes indagan en escenarios más vastos –pienso en el libro de Paul
Kennedy que cita, en el de Jacques Attali que conoce–, él se contenta con plantearse un caso
particular, el del Perú. Esa modestia lo salva pero no debe confundirnos. No se reflexiona
acerca de las estrategias de desarrollo erradas que el país ha asumido en el curso del siglo
XX, desde la agroexportadora de los años treinta al modelo de sustitución de importaciones
de los sesenta y setenta, sin reflexionar sobre los éxitos y fracasos de los demás. No se puede
separar, en esta materia, lo particular de lo universal. Quiero con esto decir que lo que
sustenta a Barnechea no es una disciplina sino una red de ellas, aquellas que se vinculan al
tema del desarrollo de las naciones. Una telaraña de máxima complejidad que su manera de
exponer vuelve transparente. No equivocarse, el asunto no es ligero ni fácil. Es el tema del
fin de siglo y tal vez de buena parte del próximo. El asunto, nada menos, de los “milagros”
económicos y de su contrario, las numerosas frustraciones. Un tema que bien esclarecido,
conduce no a una gloria literaria, sino al bienestar común, si se acierta. No digo que en las
páginas del trabajo de Alfredo Barnechea estén las mágicas recetas, pero ya es una
contribución decisiva, e inusual, el que se establezca en que, unos y otros, erraron. Su libro,
a su manera, es como el mío, una máquina de demoler mitos. Ahora bien, los mitos que
enfrenta con particular vehemencia son los de los tópicos más al uso sobre el Estado y la
economía, precisamente aquellos que por inercia mental nos apartan del desarrollo original
y nos impiden comprender el despegue social inesperado de otras naciones. Lo central de su
trabajo se halla en esa temática, en la combinatoria de factores materiales y espirituales que
han producido, en unos casos, los “milagros” del arranque económico –él prefiere llamarlos
“los éxitos” (Corea del Sur, Taiwán)– y en otros, el estancamiento (el misterio argentino, las
políticas de Prebish, la tragedia africana). Un campo teórico vastísimo, aunque
geográficamente tenga un lugar preciso: el sudeste asiático.

Mucho de su temática, del Conquistador a Velasco, también es la mía, aunque puedo diferir
de su interpretación, en especial sobre el trasfondo social y cultural que tanto determina, a
mi modo de ver, conductas y políticas. Pero por igual me interesan las otras prioridades de
Barnechea, el debate presente, la urgencia de encontrar salidas, el desafío de nuestros días,
la necesidad de hallar un modelo de desarrollo realista y la imperiosa necesidad de evitar
nuevos espejismos. En resumidas cuentas, “La república embrujada” abre y no cierra un
debate que se sitúa, para decirlo rápidamente sobre dos ejes, por una parte, el de la identidad
nacional y cultural y por la otra, el de la mundialización y el margen de maniobra económico
y financiero para un país con las características del Perú. Estos dos niveles, a su vez, se
combinan e interactúan. Como se comprenderá, hay materia para un debate rico, vasto,
decisivo. Sin embargo, y en beneficio de la rapidez, del respeto a unas reglas canónicas que
establecen que en una reseña hay que ponerse en la lógica del autor que se comenta, voy a
ceñirme al segundo tema, dejando al azar y al tiempo el volver sobre lo primero, si la vida
me lo permite. Discutir sobre el modelo a seguir en los años venideros, sin apartarse de la
lógica del mercado adquirida por nuestro país en los noventa, y sin perder de vista los furores
de una guerra económica internacional que puede hacer trizas la recuperada democracia, y
en la que no cabe ni es propósito, en la globalización, la promoción ciudadana, me parece
una opción de utilidad pública, a la que de inmediatamente me atengo.

¿Criar Dragones? La incubación imposible

En los años sesenta se afirmaba que en la periferia del sistema capitalista era imposible la
industrialización. Como remedio se proponía la desconexión del sistema mundial. Estas
aseveraciones condujeron a estrategias tan dispares como el Estado soviético “un capitalismo
sin capitalistas” (el concepto es de Samir Amin), el desarrollismo de América Latina y las
naciones afroasiáticas del acuerdo de Bandung y la autosuficiencia de China en los días de
Mao. El desmentido de la realidad fue tajante. Ocurrió todo lo contrario, surgió el desarrollo
industrial en un bloque de naciones del sudeste asiático hasta entonces pobres. Y el
capitalismo no mermó ni desapareció sino que ingresó a una nueva edad, con la liberalización
de las fronteras y la mundialización financiera. A cada época, sus impertinencias, sus
dogmas. Y de nuevo, probables y enfáticos errores. Hoy vuelven a afirmarse con la misma
petulancia que en el pasado, postulados que no soportan ninguna discusión, a saber, las
políticas económicas no pueden contradecir el flujo de los intercambios internacionales, el
papel del Estado y de la nación resulta superfluo, la inserción nacional y regional bajo la
tutela de los organismos de financiación internacionales no sólo es deseable sino que es la
única posible. La imposición de estas y otras ideas semejantes es tal que se habla de
“pensamiento único”. De “lo políticamente correcto”.

Una nueva fiebre de vanidad y de ceguera recorre el mundo. En el centro de ese debate, el
paradigma de las naciones asiáticas, los Dragones. Pero no hay que creer en los nuevos cantos
de sirena. El nuevo catecismo del mercado a ultranza levanta resistencias. No hay consenso.
El ejemplo mismo de Corea o Taiwán es discutible. Para algunos, como Eward Luttwak, las
nuevas sociedades industrializadas en la periferia no confirman ni niegan nada puesto que se
trata de clientelas del Norte (Paradoxe de la stratégie, Odile Jacob, París, 1989). Otros
señalan que el desorden mundial conduce a una ruina próxima. Tal vez a una nueva y gran
depresión. Contrariamente a lo que se cree, la mundialización no parece ser necesariamente
la vía hacia el bienestar para todos. Afirmarlo resulta dogmático, un embuste y,
probablemente, una imprudencia. El pensamiento económico mundial está en plena
ebullición. Si el Asia es el porvenir del mundo, “la última frontera”, en ese caso hay que
incluir a China e india, economías no liberales, quedando siempre pendiente el tema de la
célebre “especificidad cultural”, tema sobre el cual volveré. En fin, bien examinada, la
historia del capitalismo señala que no hay un desarrollo sino varios. Desde el de Inglaterra
en el lejano XVIII a los más recientes. En cada caso hubo reinvención (Alain Peyrefitte,
Lecons au Collège de France, Odile Jacob, 1995).

Las líneas anteriores dibujan muy rápidamente el paisaje de un panorama mundial de ideas
de este fin de siglo, una discusión a la vez práctica y teórica en la cual viene a adscribirse el
libro de Alfredo Barnechea, con el añadido, en su caso, de vincular el drama del Perú a una
especulación mayor y más general. Con un poco de sentido común se habrá comprendido
que el tema central dista de haberse agotado, al contrario. Huyendo de los simplismos y
determinismos que hoy erosionan la mentalidad liberal como hace unos decenios la de los
revolucionarios, un economista como Denis Kessler, profesor en la Escuela de Altos Estudios
de París, propone la incorporación del riesgo y la incertidumbre a los modelos de
macroeconomía. Alguien, todavía más radical, dada la crisis de las ciencias económicas en
esta etapa pos-Keynesiana, del primado del monetarismo (que es una técnica de gestión, y
para el corto plazo, no una teoría ni sobre el valor ni sobre la acumulación), ha sugerido que
mientras dure el actual desorden mundial, “el gran Bazar planetario”, se deje de otorgar
premios Nobel de Economía.

El libro de Barnechea tiene un telón de fondo amplísimo, acaso el de los ciclos prolongados
en la economía mundial, tal vez una nueva fase (un Kondratiev de alza fundado en la
informática y la biotecnología), sobre el que se proyecta, como sombreas chinas, la escena
nacional, el fin catastrófico del último régimen populista, el de Alan García, el ascenso de
Fujimori y la tentación del autoritarismo. Puede que la huella de los Dragones sea una falsa
pista del progreso pero su invocación, a favor o en contra, ha dejado de ser exótica dado el
provecho que le saca la propaganda oficial. El debate, nuestras urgencias, quizá nuestra
candorosidad, nos la ha aproximado. La tentación oriental ¿miro o posibilidad? Ese es el gran
asunto de estos días. Ahora bien, la comparación de la evolución del Perú y la trayectoria de
los países asiáticos domina el libro de comienzo a fin. Así articulo el actual debate
internacional con la política nacional. Barnechea sostiene, en lo esencial, dos tesis. La
primera: el desarrollo, sin duda espectacular, de los países del sudeste asiático siguió caminos
muy complejos y es mejor conocerlos. No fueron obra de la magia del mercado sino de la
decisión, del Estado. La segunda: aquel esquema de inserción (afortunado, inteligente, y que
los protagonistas taiwaneses y coreanos encontraron por su propia cuenta) no puede volverse
a repetir. El mercado mundial está saturado. Se han esfumado las condiciones particulares de
los años cincuenta, las de la guerra fría. No hay por el momento capacidad para absorber
nuevas ofertas de inserción internacional de ese tipo. Hay que pensar en otra cosa. Por lo
demás, “…la pobreza no es inevitable. La riqueza puede crearse” (p. 399 y final). La manera
de encarar en nuestros días la vieja idea de Basadre, “la promesa”, conduce a Barnechea a
examinar la cuestión de por qué unos países prosperan y otros no, que es la segunda parte de
su libro (p. 211 y ss).

Su argumentación avanza por eliminación. Explicando el caso de Corea del Sur señala que
la colonización japonesa no dejó gran cosa, con lo cual no puede ser tomada como un
antecedente. En cambio, prefiere mostrar que corea fue siempre una nación independiente y
que supo mostrarnos inventiva en sus relaciones con otras naciones, “junto a una mano de
obra civilizada y barata”. Cuando se proclamó la Primera República, después de la II Guerra
Mundial, el presidente Syngman Rhee era un cosmopolita, casado con una austriaca y con
título de Harvard. El primer gesto fue tomar un camino parecido al latinoamericano, de
sustitución de importaciones. Pero Rhee fue apartado del poder por el general Park Chung
Hee, el cual no se sustentaba en el liberalismo económico, y por el contrario admiraba las
reformas del periodo Meiji en Japón, de Kemal Ataturk en Turquía y de Nasser en Egipto, es
decir, gobierno modernizadores y nacionalistas. ¿Cómo pudo Park imponerse? La hipótesis
que avanza Barnechea no es económica sino política. “Park carecía de verdaderos
adversarios” (p. 222). Y aunque no explica los estragos de fondo dejados por la colonización
y la guerra mundial, deja en claro las consecuencias: nobles terratenientes sin poder,
campesinado sometido después de una reforma agraria, industriales devotos al Estado al que
debían su regeneración. El Estado carecía de opositores. Tuvo autonomía. Este hecho le
merece atención por encima de cualquier otro. El establecimiento de un poder de Estado y
no las políticas económicas. Señala de paso que en Taiwán también hubo una reforma agraria
y que hubo en ese caso una “política hacia adentro”. Lo que cuenta es que Corea del Sur o
Taiwán tenían dirigentes e inteligente orientación. Así es como en Corea del Sur decidieron
inclinarse hacia una política de exportación. Esta habría comenzado en 1961, según Walt
Rostow, y con ella, la fase de despegue o de “take-off”. Ahora bien, las exportaciones como
política, lo que le valdrá su rango entre las naciones a Corea y el bienestar de su pueblo, las
inspiran preocupaciones de seguridad nacional. Pesaba la amenaza del comunismo en el Asia.
Las exportaciones cambiarían a Corea. Una paradoja: un régimen militar anticomunista y
nacionalista va a generar consecuencias liberadoras. ¡Qué orígenes tan poco liberales tiene
el liberalismo! Es “peccata minuta” qué política exportadora se siguió, al comienzo, en
efecto, de materias primas, pero en el segundo plan quinquenal (sí, planes quinquenales)
exportan textiles confecciones y madera, mas manufacturas. Un primer periodo de
explotación de industrias de mano de obra masiva, de tecnología simple, entre 1965-1975. Y
luego, el resto, desde química a automóviles. En veinte años, Corea se transfiguró. En el
mismo lapso en que nosotros en el Perú corríamos tras las liebres inalcanzables del desarrollo
dependiente.

Ahora bien, la receta coreana –según Barnechea– sigue apartándose de las reivindicaciones
del neoliberalismo si se aborda el tema de los capitales de desarrollo. En efecto, ¿de dónde
sacaron los capitales para el despegue? No del ahorro interno (como en Japón) que en Corea
fue insuficiente, no de la inversión extranjera ni de la ayuda norteamericana, otro mito que
se derrumba. Resulta sorprendente: Corea se financió gracias a su deuda externa, la que
aplicó a inversiones en proyectos de largo plazo y a la crisis permanente de su balanza de
pagos. No quiero remover viejas heridas, pero esa política recuerda los años idos de la
“heterodoxia”. La republica embrujada no deja ver una Corea prisionera ni del mercado ni
del Fondo Monetario Internacional, todo lo contrario. El enrumbamiento de la economía,
hacia la industria pesada y comercialmente a los sectores no agrícolas (que es hoy el 90% de
su PBI) no se detuvo ni cuando se desencadenó en el mundo el “shock” petrolero, que era lo
peor que podía pasar a países como los del sudeste asiático sin petróleo y, en general, sin
recuerdos naturales. Corea se endeudó más todavía, siguiendo impertérritamente su
progresión industrial. Y en conclusión, cambió hacia la política liberal y a la ortodoxia del
Fondo cuando le dio la gana. En lo que describe Barnechea se presiente una fuerte
personalidad cultural y nacional, un Estado poderoso y una “intelligentsia” endógena, y no
el reino de los funcionarios del Fondo Monetario. Como lo dice el autor, “el desarrollo
coreano fue emprendido desde arriba. Fue un triunfo de la política antes que una magia de
mercado” (p.231). Hasta mis oídos llega el ruido del castillo de naipes y de embustes en torno
al milagro asiático que se derrumba.

El caso Taiwán, en esta descripción, es el de un país que en materia de progreso material


hace su aprendizaje en la escuela de Occidente, pero sin sometimiento, al contrario, se
presiente un ser nacional inventivo e independiente con creaciones “es nihilo”. Como en
Corea, el sector privado fue una virtual creación del Estado (p. 233). Nada hacía menos aún,
en una de las más prosperas del mundo. Pero dos millones de exiliados y soldados siguen al
Kuo Ming Tang a la diáspora en Taiwán. El primer gesto de esta invasión de reformadores
fue llevar a cabo una reforma agraria, acaso el eco, sugiere el autor, de la lección maoísta que
los había derrotado desde el campesinado. El impacto de esa reforma fue enorme y sostuvo
el proceso de desarrollo ulterior. Esa agricultura con éxito, produjo alimentos baratos que no
fue necesario importar (como es nuestro caso) y aquel fue un mercado para la industria
naciente debido a la demanda de fertilizante e insumos y, su he entendido bien, el Estado se
constituyó en socio y en explorador de los exitosos agricultores taiwaneses, obligándose a
comprar su arroz e imponiéndoles impuestos. En fin, los factores culturales entran en cuenta.
Taiwán fue construido por una cultura de emigrantes. Entre los huidos de la China continental
había no sólo soldados sino comerciantes. Estos extranjeros trajeron sus hábitos de
frugalidad, disciplina y ahorro (nos parece estar escuchando a la antropóloga Adams
explicando la migración andina sobre Lima) y de esta manera, el capital para el desarrollo
vino del ámbito doméstico (p. 239). Y lo de siempre, cuando Taiwán decide reconvertirse
orientando su producción “hacia afuera” –el único aspecto que perciben los neoliberales
peruanos– no es porque lo determinaba el mercado sino el Estado. Cierto, les ayudó la
coyuntura de la guerra de Vietnam. Cierto, el mercado norteamericano como fuente
involuntaria de progreso.

El milagro asiático, con ser cierto, acumula perezas tópicos o lugares comunes, lo que
Barnechea llama mitos, vale decir, metáforas del progreso en extremo simplificadas,
seudoexplicaciones. Se entre tiene en desbaratarlas. El desarrollo en el Asia no se produce
porque sean racialmente homogéneos, en Singapur hay malayos, hindúes y chinos. El país
homogéneo es China y le cuesta arrancar. Los asiáticos no tienen ninguna particular
disposición a hacer dinero, ni menos ni más que otros pueblos. Algunas de sus naciones han
sido y son exponentes de la más terrible y degradante combinación de resignación social y
abyecta miseria a lo largo de los siglos. El otro mito que corre es el del desarrollo económico
como una consecuencia del confucionismo. Barnechea se demora en analizarlo pero termina
por descartarlo (un punto en el que no estoy totalmente de acuerdo, volveré). Sostiene que el
confucionismo, por su gusto por el sentido de la jerarquía y su desinterés hacia los derechos
individuales a los que considera como egoísmo, lo que habría hecho en realidad es echar las
bases para una cultura política autoritaria. Cuarto mito, la ayuda norteamericana. Sí la hubo,
en efecto. Pero ¿por qué no jugó el mismo resultado en la América Latina de los sesenta con
la Alianza para el Progreso? La pregunta tiende a enrumbarnos hacia las circunstancias y
valores domésticos. Si es así, la conclusión cae por su propio peso, la de nuestro retardo.
Faltaron (¿faltan?) élites movilizadoras, mano de obra educada, hábitos de ahorro… y
sistemas institucionales.

Nos falta y no nos sobra Estado. Con decirlo, el autor se echa a la espalda media derecha que
lo leeré con asombro y disgusto cuando afirma que los tan admirados países del Asia no se
desarrollaron únicamente gracias a las fuerzas del mercado. El Estado, afirma, fue “el agente
económico principal” (p. 253). Salvo una excepción: Hong Kong. ¡Pataplún el fujimorismo!
La conclusión no es menos brillante: la emergencia de este grupo de nuevas naciones
industriales, para utilizar la nueva jerga de moda, “es una anomalía”. ¿En qué consiste?
“Estos países asiáticos carecían de una burguesía industrial, sus sistemas económicos estaban
en ruinas en el momento de iniciar sus experimentos, de modo que el Estado tuvo que ser el
agente básico del cambio”. Un Estado, “a la vez, planificador y empresario”. No dejaron la
economía a su libre albedrío.
Después de haber echado por la borda una serie de simplificaciones sobre lo Dragones al uso
de la política criolla y de un neoliberalismo de andar por casa, el autor se enfrenta a la
obligación de explicar qué es entonces lo que realmente produjo el desarrollo asiático. Es
entonces cuando, su enfoque se complica y se vuelve más rico, más interesante a mi juicio,
al enfrentar los particularismos de la sociedad y devolverle a la historia s poder de sorpresa
(lo que se acomoda a mis propios paradigmas, del orden y del desorden). Los llama “factores
situacionales” y son en realidad muchas cosas: la ayuda norteamericana, la destrucción del
viejo orden (los paradójicos estragos de la guerra) la urgencia, la mano de obra disponible,
la familiaridad con el modelo japonés. Sigue en ello a Erza Vogel, quien no halla una única
perspectiva. Y a Lawrence Whitehead quien añade el centralismo, una propiedad rural que
ignoró los extremos, regímenes con perspectiva a largo plazo y mirada clara (vaya usted a
pedirle eso al general Odría).

De ese haz de causas, cuentan las económicas: la mano de obra barata, el trabajo dirigido al
mercado exterior, la existencia de un primer y gran mercado, la perspectiva de largo plazo,
sin duda, pero no demasiado. Cuentan las políticas: el poder del Estado (como el del Kuo
Ming Tang), la unidad nacional (como la que esos pueblos habían aprendido del empleo
japonés). De todos estos elementos, el autor prioriza el papel de un Estado con un grado de
autonomía que no existió en América latina. La clase obrera débil, sin élites industriales, sin
adhesiones populistas. Nada lo “estorbaba”. Concede que tal autonomía del Estado se afirma,
además, hacia “adentro”, distribuyeron riquezas (p. 266). No hubo nada sobrehumano,
concluye. La política adaptada, pudo ejecutarse por otros países (p. 168).

Más adelante, cuando se enfrenta no al pasado ni a ese capítulo particular de la historia del
capitalismo mundial que es la emergencia de los Dragones sino a la actualidad, a “las nuevas
tendencias internacionales”, establece por qué hay que dejar de soñar con una receta que no
puede volver a repetirse. En el nuevo orden mundial, “con un imperio norteamericano
autosuficiente pero no todopoderoso”, en la globalización, con nuevos actores que se llaman
Rusia, China e India, los países subdesarrollados se hacen menos necesarios, los NIC,
crecieron en una fase de expansión de la economía internacional y cuando los mercados no
eran como hoy, restringidos. Sobre si habrá nuevos Dragones es concluyente. No los habrá.
Los recién llegas precisan mercados de primer acceso. Y en Europa y Japón –donde soplan
vientos proteccionistas–, no parecen dispuestos a reemplazar a los Estados Unidos en el papel
de la locomotora y mercado de nuevos adherentes al club de los más ricos. Hay que dejar de
soñar.

Síntesis brillante, la de La republica embrujada, observación informada del mundo


internacional, y en cuanto al Perú, con una lucidez que linda con la soledad política. Los
pronósticos que contiene acerca de la evolución de la actual economía-mundo, son altamente
probables. Sin embargo, y después de la reseña, quisiera establecer algunas perplejidades, así
como el trazo de lo que me parece incompleto. Que se me permita, pues, una duda, una
objeción, una curiosidad.

En primer lugar, mi dudad. Entiendo las razones de donde de los propósitos críticos de
Alfredo Barnechea, cómo le sale al paso a las simplificaciones del caso de los Dragones al
uso en el debate nacional. En ese dominio, doméstico, comparto sus distancias ante el
liberalismo facilón puesto al servicio del fujimorismo. Pero, no estoy seguro de que la
realidad evolucione en el sentido que lo dice, acaso el mundo del inmediato porvenir gira por
donde ni a él, ni a mí, nos gusta. Hago pues estado de mis observaciones, a despecho de mis
propias preferencias. Para comenzar, no me parece que el “milagro singapuriano” y otros, no
pueda repetirse. El Asia del sudeste es hoy la región más vital del mundo, su expansión no
ha concluido y por el contrario, a ese esquema adhieren muchas naciones. A los cuatro
Dragones iniciales, se suman en los días que corren otros seis, a saber, Indonesia, Vietnam,
Filipinas, Tailandia, Malasia, Brunei, los llamados “Tigres”. Esa parte del mundo cuenta con
por lo menos unos 200 millones de personas que ya tienen niveles de vida comparables a los
europeos y norteamericanos. Su parte en la economía-mundo era en 1960 de 4%, en el 2000
será de 30%. Hablamos de una región extremadamente heterogénea, pero es esa misma
diversidad ña que plantea un problema teórico, a mi manera de ver, irresuelto. No estoy
seguro de que el método del comparatismo económico e histórico entre esa familia de
naciones y cultura y las latinoamericanas lo autoriza la masa de particularismos de diverso
cuño, étnicos, religiosos, geográficos, que las separa. Acaso a un cierto nivel de abstracción,
pero no me fío. Bien puede ser que la comparación con los Dragones no sea sino una metáfora
del poder de la mundialización. Un ejercicio impuesto desde afuera.

Con todo, juguemos el juego, y preguntémonos. ¿Qué explica su prodigiosa energía? ¿Acaso
las virtudes de la “pax americana”? (pocos gastos en defensa). ¿O cuenta en especial lo que
se llama “la diáspora china”? Un factor que se menciona cada vez con mayor fuerza es el
papel que juegan los chinos de ultramar, en tanto que élites modernizadoras. Son, tengo
entendido, el tercio de la población de Malasia, el 75% de los de Singapur, pero solo un 4%
en indonesia y menos de 1% en Filipinas. ¿Es qué con ellos viajan los valores asiáticos?
¿Aquellos que niegan la universalidad de los derechos del hombre y justifican entonces, y en
nombre de una especificidad local, temibles modelos de crecimiento con “éxito económico
y democracia restringida” como en Singapur, en Malasia? No lo sé, no está claro, y supongo
que es el fantasma tras el proyecto a largo plazo del presidencialismo de Alberto Fujimori.
Entiendo el reparo ideológico y moral de Barnechea, lo comparto. Salvo que añado: los
Dragones están teniendo sus pequeños, los Tigres. Las ASEAN (Association os South East
Asian Nations) son ya once naciones. Para los años venideros, los observadores esperan que
esas naciones, un mundo en emergencia de Dragones y Tigres, tendrán sus primeras grandes
crisis de crecimiento, dado el aumento de las desigualdades internas que producen la rapidez
de la expansión económica y mayores tensiones sociales (ya han aparecido, en Corea del Sur
con grandes huelgas de sus obreros), pero nadie dice que su expansión se detendrá, al
contrario.

El libro de Barnechea usa el contraste entre el caso latinoamericano y los asiáticos para
reducir al nivel de mitos muchas solemnes afirmaciones de políticos y dueños de opinión
locales. Ya es un mérito. Pero el caso del Japón requeriría mayor abundamiento. Dice poco
de China, cuya ejemplaridad es inquietante, Ese inmenso país confirma que un régimen de
libertades económicas no trae consigo forzosamente uno de libertades políticas. Como lo ha
sospechado en el pasado más de un teórico liberal, el capitalismo no siempre necesita del
componente democrático. La China pos-maoísta, la de Deng Xiao Ping que acaba de morir,
es la de un sistema cerrado y a la vez abierto que permite la aparición de millares de nuevos
ricos y masacra a la oposición democrática en la explanada de Tiananmen (4 de junio de
1989) y es capaz de tener, a la ve, regiones costeras con un dinamismo económico asombroso
y crear centenas de millones de parados, un campo cada vez más pobre y unas urbes cada vez
más modernas. Y si bien algunos la señalan como la potencia mundial ascendente (1200
millones de seres humanos y 12% de crecimiento anual), otros dicen que no tardará en estallar
en luchas centrífugas, rompiéndose en varios países. ¿La potencia del siglo XXI o el caos
anómico a una escala nunca vista? Su combinación de apertura y centralismo, de crecimiento
galopante y democratización a cuentagotas, abona en el sentido de que la tentación asiática
está en la orden del día. La China de hoy, en donde el poder político se guara en pocas manos
y no admite contestación, igual permite hacer grandes inversiones y negocios a las 20 mil
grandes empresas extranjeras que en su inmenso territorio operan. A primera vista, parece el
método de Franco y de Pinochet –desarrollo sin libertades– llevado a la enésima potencia. El
asunto merece mejor consideración, el arte de la administración en la cultura china es un arte
liberal como la pintura o la música. Estamos hablando de una apertura a la modernidad para
más de mil millones de seres humanos, y se entiende, a esa escala, las prudencias de un poder
que sigue siendo a la vez provisor y autoritario. Leía hace poco al profesor Li Peilin, del
Instituto de Sociología de Beijín, China. Lo que están llevando a cabo, transformando una
sociedad cerrada en una semiabierta y, en ciertas regiones costeras, completamente abierta,
es asombroso. ¡Están dejando nacer una economía liberal bajo planificación! En China lo
que nos parece antagónico, mercado y centralismo político, se reúne. Y el experimento n
corre el riesgo de las derivas que conocen los rusos. En el próximo siglo, Alfredo, la metáfora
del poder eficaz y despótico no la proporcionarán a nuestros conservadores, sedientos de
estos malos ejemplos, los Dragones, que para entonces se habrán democratizado, sin el
ejemplo chino. ¿Los excusa la inmensidad?

Volviendo al tema del comparatismo entre Asia y América Latina, cabe señalar que existe
otro ángulo de entrada al espinoso problema de las relaciones ambiguas entre autoritarismos
y desarrollo, y es el preguntar por las características específicas que en una nación permitan
hablar de “una economía emergente”. Modélicamente, una economía emergente posee,
siguiendo a Carlos Quenan (Cf, Amérique Latine, tournant de siècle, La Découverte, París,
1997), un acrecentamiento definitivo del ingreso per cápita de su población y, en
consecuencia, de su parte en el ingreso mundial. Por otro lado, la integración a la economía
mundial no es la única característica requerida, sino una integración doble, productiva y
financiera. Como el lector lo sospechará, estas condiciones no las cubre ni el Perú ni país
alguno en América Latina. No se trata, pues, de producir para afuera y pagar la deuda, sino
de añadir otro tipo de condiciones. Una diversificación de la base productiva y en especial,
una capacidad para movilizar recursos con vistas a financiar el desarrollo. Cuando se
articulan estos elementos, la cosa marcha. Una economía emergente, dice un banquero
internacional con criterio irónico, en una que emerge… El modelo tiene sus exigencias.
Tigres y Dragones asiáticos cuidan como oro los sutiles equilibrios internos entre etnias,
capas sociales y regiones. Algunos de ellos tienen tendencia a ser “economías de casino”
como Tailandia. Ese es el país que precisamente por su retardo en la educación, no será el
quinto Dragón, sino, la China… del sur. Como se lee, apertura, cierto, pero por etapas, por
provincias. Las viejas prudencias.

¡Qué diferencia con nuestros cambios de humor! Del “todo Estado” al “nada de Estado”.
Criollismo, extremismos, ligereza.

Aquí se pueden situar las objeciones de Barnechea al efecto Fujimori. Un crecimiento que
no genera empleo (p. 384), sin promoción de las exportaciones, con un Estado que no es
agente de cambio, un retorno al modelo de los años cincuenta mientras se difunde la ilusión
de que se sigue el camino de los Tigres asiáticos. No crece el ahorro. El modelo está
entrampado, dice. Añadiré por mi lado que casi todos los países del área latinoamericana
tienen dificultades para salir de los ajustes y pasar a ser economías emergentes; Venezuela y
Ecuador siguen siendo economías petroleras. El Perú no deja de tener un destino minero y
agrícola sin que aparezca una estructura productiva compleja y abierta. Incluso Chile no ha
diversificado su estructura industrial. La sorpresa pude venir del Brasil, en el que se observa
una preservación del parque industrial, aquel que sacaron adelante en los días del modelo de
crecimiento autosuficiente y del Estado populista. Va a ser divertido ver la casa de los
neoliberales cuando la nación que más rápidamente se desarrolle en el nuevo modelo sea
aquella que menos se abrió al exterior.

La economía emergente requiere de paz social. Poca puede prometerse en donde los gastos
sociales se han recortado brutalmente, los desequilibrios internos debido a la desigualdad se
acrecientan, y no se invierten “en recursos humanos”. No es mucho, sin embargo, lo que
separa a países que como el Perú han roto con el modelo populista, de un esquema continuo
de progreso. Pero lo que dice Barnechea, o creo entenderlo así, es que no basta con los ajustes,
las bajas arancelarias o las privatizaciones. Habrá que alcanzar una relación
deuda/exportación comparable a los países asiáticos, las inversiones deben colocarse en
actividades exportadoras. No se ve cómo pueda hacerse esto sin vincular Estado y mercado,
gobierno y esferas económicas y financieras. Fujimori es el motor y el obstáculo de esa
transformación. La reproducción del principio del caudillismo del pasado en regímenes de
reclamo liberal es un sueño de despotismo tardío. No menos liberal es un sueño de
despotismo tardío. No menos ilusorio que, creernos, en el día siguiente de la II Guerra
Mundial.

La objeción prometida es más bien de método, y me temo que maneras de proceder. Yo no


descuidaría el componente cultural en los casos particulares de despegue capitalista (¡pero
todos son particulares!). Después de haber estado de moda, Max Weber desciende en la cota
de valores académicos. Immanuel Wallerstein decía hace poco que si el último grupo de
naciones que han entrado en el mundo capitalista avanzando no fueran las naciones asiáticas
sino Bagdad, estaríamos buscando explicaciones del éxito en el Corán. Es cierto que se ha
llevado y traído aquello de la ética protestante y su lazo con los inicios del capitalismo. Pero
la respuesta a Wallerstein, con todo el respeto que se le debe, es que si los países musulmanes
tuvieran éxito porque son musulmanes, en efecto, alguna lógica y secreta relación existiría
en ese caso entre religión y racionalidad económica, ética y comportamiento, creencia y
mercado. Y habría que ponerla en claro. Yo no sé en cuanto el confucionismo prepara o no
para seguir ese proceso especifico que es el capitalismo, no soy un orientalista. Pero lo que
resulta evidente es que hay alguna vinculación entre cultura, comportamiento de los actores
económicos e historia. ¿El confucionismo ha frenado esas sociedades? Puede que luego las
haya acelerado. Le recuerdo a Alfredo un solo rasgo de comportamiento económico en esos
países: la propensión al ahorro. Las tasa de ahorro interno en Taiwán y Malasia son más
elevadas que en Japón, y en conjunto, que en Estados Unidos (Paul Kennedy, op cit, p. 243).
Como tienen ahorros, tienen capitales internos, no necesitan endeudarse, etc. A puntos
precisos como al que me refiero con la articulación cultura y economía. Ciertamente el debate
se articula sobre una interrogación inmensa: el doble papel de la cultura, que al igual
mantiene el orden y también lo acelera. La cultura andina, la del esfuerzo y el ahorro y la
capacidad de asociarse ¿no mantuvo en coherencia durante siglos a las comunidades andinas?
Esa misma cultura (Jürgen Golte, Norma Adams) ¿no ha permitido la inserción de
provincianos en la gran Lima? La cuestión es que si admitimos el lugar central de los
comportamientos culturales en otras economías, tenemos que preguntarnos por lo que pasa
en casa. Es eso lo que Alfredo no hace, al menos en este libro, y eso es lo que he hecho en
Hacia la tercera mitad, examinando el papel de los criollos coloniales, la huachafería, el
achoramiento y ahora, el del ninguneo. Todo eso entra en liza. Una cultura es un reservorio
de estrategias, que pueden jugar para conservar o modificar (o para tomarse por salvadores,
véase la Carta sobre la guerrilla). Lo específicamente nacional no existe, o es el resultado de
una combinatoria, una interacción en la que entran diversos aspectos de la realidad, y la
función de lo cultural, cada vez estamos más convencidos, no es la menor de las esferas.

En fin, mi curiosidad

He dicho que La república embrujada posee una doble entrada al debate nacional. Es libro
de “scholar” que ventila un asunto en el cual se ha acumulado una serie de tópicos fáciles
que permiten justificar políticas gubernamentales a las cuales el autor se opone. Es libro
también de un actor político. La cuestión que se plantea, sin embargo, es la de saber a qué
campo conduce a Alfredo su estupendo trabajo. Está claro que lo coloca en una postura
antifujimorista. Una sociedad de conformismo y de despotismo a la manera asiática no es su
ideal. Pero no es eso todo. Voy a decirlo con llaneza y franqueza: su libro tiene un ángulo de
enfoque que lo distancia de las fuerzas políticas constituidas. Su punto de partida es un
postulado social-demócrata al cual no adhiere todavía gran parte de la izquierda. Este consiste
en reconciliarse con la cultura del capitalismo, es decir, con la empresa y los empresarios, el
mercado y el esfuerzo individual, los precios reales y todo aquello que constituye el mundo
real. Esa es la mutación, por momentos dolorosa, seguirá por los socialistas europeos, por
Felipe González, por los hombre del presidente Mitterrand. Eso no está todavía muy claro en
el campo de las accidentadas izquierdas peruanas. La mutación hacia la socialdemocracia no
la han emprendido tampoco los apristas. Ahora bien, su versión socialdemócrata no lo sitúa
en las derechas. Desde el campo de los conservadores peruanos, incluso los más abiertos e
inteligentes, me temo que se le lea con mortificación. Su lectura del “milagro” asiático insiste
en el primado del Estado, la nación, la identidad y carácter nacional, y no solamente “en la
magia del mercado”. ¡Anatema! Su postura no es la de los epígonos de Milton Friedman y la
Escuela de Chicago. Lo que entienden por “modelo liberal” elimina toda jactancia de poder
nacional, considerada como un obstáculo al crecimiento y a la integración al mercado
mundial. Con lo cual, el caso de Alfredo y su excelente libro da que pensar. Y como él mismo
dice, el centro en política no existe, es una tensión. ¿Debemos deducir lo evidente? Si ante el
liberalismo extremo ha optado por una postura socialdemócrata, antes sus propalados mitos,
por la prudencia y la razón, resulta que esas dos virtudes lo llevan en política,
paradójicamente, a una cierta soledad. Espero que esta no dure demasiado. Cuando cesen los
cantos de sirena, se acrecentará el valor de su ensayo por haber rechazado los excesos del
presidencialismo mientras invitaba a pensar el tema del esquema de una inserción exitosa en
la economía-mundo, pero desde las potencialidades de la sociedad peruana misma y no desde
el fraude de los espejismos que pueden conducir, de nuevo, a otra desilusión.

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