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Christian Metz, Lo percibido y lo nombrado (1975)

Traducción: Domin Choi


Revisión: Oscar Traversa

Lo propio del «mundo» consiste en remitir


indefinidamente de objeto en objeto
(Mikel Dufrenne, Phénomenologie de
l'expérience esthetique.)
Presentación

El texto de Christian Metz que presentamos a


continuación, Lo percibido y lo nombrado, si
bien guarda todas las características
proveniente del campo semiológico en el que se
movió la reflexión metziana, sorprenderá, sin
embargo, al lector desprevenido, ya que el
conocido teórico del cine, el instaurador de la
discursividad llamada "semiología del cine",
esta vez se aventura a una empresa más amplia,
que excede su objeto: el cine.
Este texto publicado inicialmente en un
volumen homenaje a Mikel Dufrenne (Pour une
esthétique sans entrave-Mélange Mikel
Dufrenne), fue recogido luego su Essais
sémiotiques y en éste Metz se "confronta"
desde la lingüística saussuriana con la
fenomenología, dando como resultado un
trabajo que intenta, sobre todo, establecer el
estatuto del significante lingüístico con
respecto al significante perceptual con sus
posibles pasajes y equivalencias.
Si publicamos en este número de Otrocampo un
texto de estas características que exceden las
problemáticas del cine es porque consideramos
que Lo percibido y lo nombrado, leído
retrospectivamente, cobra un valor de
sobrevuelo con respecto a la obra de Metz
dedicado al cine.
El espectador de la imagen experimenta la
necesidad de «reconocer» (de identificar) los
objetos que ella representa. Cuando es
figurativa, fotografía, cuadro o film, etc. ella va
al encuentro de esta necesidad y propone, a
partir de sí misma, objetos a reconocer; sin
embargo, puede suceder, incluso con imágenes
fuertemente representativas, que la demanda
del consumidor resulte más o menos
insatisfecha: el occidental que ve un film
etnográfico se queda por lo general perplejo
frente a los objetos que discierne allí, pero que
no sabría nombrar ni clasificar (utensilios de
cocina, armas de caza o de pesca, etc.).
Nombrar, clasificar: aquí comienza nuestro
problema, el de las taxinomias culturales, por
las que es necesario comprender tanto la
taxinomia de los objetos culturales (objetos de
civilización) como la taxinomia de los objetos
naturales, por ejemplo, las clasificaciones
zoológicas o botánicas, variables de una
sociedad a otra. La fenomenología ha mostrado
pertinentemente que vivimos en un mundo de
objetos, y que nuestra percepción inmediata es
una percepción de objetos, y que, además, esta
disposición no es superficial ni transitoria (es
más, agregaría que ella es profundamente
tranquilizadora y esta es sin duda una de las
raíces de su existencia). Pero, ¿cómo no
relacionar esta característica tan sorprendente
de nuestro vivido consciente con la fuerza más
subterránea de las clasificaciones culturales y
sociolingüísticas?
El caso de las imágenes no figurativas (pintura
moderna, film de «vanguardia», etc.) no hacen
más que confirmar las impresiones iniciales de
las que ha partido este estudio, ya que es
llamativo que el espectador tienda asiduamente
a introducir en ellas, por la fuerza, por la
mirada que les consagra, los objetos que el
autor no ha puesto: así las formas vagas,
curvas, difuminadas van a convertirse en nubes
o juegos de agua, los dibujos rectilíneos en vías
de tren, etc.; hay muchas menos imágenes no
figurativas en la recepción que en la emisión; y
en la emisión, la tendencia a la representación
es más fuerte de lo que se cree, incluso en
aquellos que desean evitarla conscientemente
(los libres contornos que se nos proponen son
frecuentemente variaciones involuntarias
alrededor de la forma de un objeto ya
conocido): hay muchas menos imágenes no
figurativas que imágenes queridas como tales.
Los códigos icónicos de nominación
La filosofía, la psicología de la percepción y la
observación corriente nos han enseñado desde
hace mucho que la identificación de los objetos
sensibles y su nominación lingüística están
estrechamente mezcladas entre sí. La
organización semántica de las lenguas
naturales, en algunos de sus sectores lexicales,
viene a recubrir con un margen variable de
desfasaje las configuraciones y el desglose de la
percepción; el mundo visible y el idioma están
en múltiples y profundas interacciones
estructurales, que no han sido aún estudiadas
en detalle, en términos técnicos en relaciones
intercódicas: este estudio quiere hacer una
contribución justamente por esta vía.
Pero una cosa ya me parece segura: incluso si la
relación de la lengua y de la vista no puede ser
concebida como una «copia» integral y servil de
la una con respecto a la otra (ni de la otra con
respecto a la una), hay una función de la lengua
(entre otras) que es nombrar las unidades que
desglosa la vista (pero también ayudarlas a
desglosar), y una función de la vista (entre
otras) que es inspirar las configuraciones
semánticas de la lengua (pero también
inspirarse en ellas).
Recientemente y en una perspectiva semiológica,
estos problemas, en sí mismo muy antiguos, han
sido abordados por dos vías: desde su vertiente
lingüística por A. J. Greimas (1968: 3-35), y
desde su vertiente icónica por U. Eco (1972:
217-320) (1). Por mi parte le he consagrado
algunos muy breves esbozos de análisis (2),
donde la articulación de estas dos vertientes
era el centro de interés. Porque es,
efectivamente, el centro de la cuestión. He
propuesto el término códigos icónicos de
nominación para los sistemas de
correspondencias que explican cómo en las
imágenes figurativas, inclusive esquematizadas,
se puede a la vez reconocer y nombrar objetos
(por lo tanto estos códigos están entre los
mecanismos constitutivos de la «analogía», de
la «iconicidad», de la impresión de semejanza y
de realidad que nos dan las imágenes
representativas; contribuyen a crear la ficción,
la diégesis, lo seudo-real). Ya es tiempo -y el
estado general de las investigaciones anteriores
habilita empresas de toda suerte- de intentar
una descripción más detallada y más
sistemática de estos dispositivos-pasarelas por
los que se hacen posible, entre la lengua y la
imagen, la producción objetiva de toda una red
de confluencias tan interiorizadas por la cultura
que los fenomenólogos han podido describirlas
como espontáneas (y así son en efecto), de
estos dispositivos que, por otro lado, están
profundamente ligados, en Occidente, a la
tradición aristotélica (cuantitativamente
dominante aún hoy) del arte diegético o
mimético, vale decir, el arte de la
representación.
¿Qué parte de la imagen qué parte de la lengua?
En primer lugar es necesario delimitar el objeto
de la investigación sobre dos flancos. Los
códigos icónicos de nominación no ponen en
relación el todo del lenguaje y el todo de la
imagen; su estudio no debe pretender agotar la
vasta cuestión de los lazos entre lo perceptivo y
lo lingüístico, sino concentrarse, por el
contrario, sobre uno de sus niveles para
intentar aclararlo mejor.

Léxico
Del lado de la lengua, nos limitaremos al léxico
(noción que será precisada más adelante). No
parece casi posible, por el momento, establecer
seriamente correlaciones precisas entre la
percepción de los objetos en una sociedad y las
estructuras fonológicas o gramaticales de la
lengua correspondiente. Esta dificultad, que tal
vez no será para siempre, se vincula con otra,
más general y bien conocida por los lingüistas:
a pesar de algunas tentativas interesantes (3)
no se ha podido hasta ahora poner en relación
de manera convincente los sistemas fonológicos
o sintácticos con las estructuras sociales, y es a
través de esos dos sistemas que la lengua
conserva por el momento esta fuerte autonomía
relativa con relación a otras instituciones, allí
se funda la existencia misma de la lingüística en
tanto que disciplina distinta de la sociología
(pero formando parte de las ciencias sociales,
ya que la lengua es una institución). De todos
los sectores internos de la lengua, es por el
contrario el léxico que aporta el material más
importante y más inmediatamente explotable
para todos aquellos que quieren fundar una
sociolingüística (4); es claro que las palabras
están ligadas a la civilización (y entre otras a la
vista) en un circuito más corto y más directo
que los fonemas o las reglas gramaticales.
Además, el léxico es la única parte de la lengua
que ejerce inmediatamente la función de
nominación, es decir, enumera los objetos del
mundo y le da un nombre; la dimensión
referencial que caracteriza el lenguaje en su
totalidad, aparece únicamente de manera
directa en el léxico.
Esta situación disimétrica se refleja muy bien en
las concepciones de un semántico como A. J.
Greimas (1966: 102-118): de los semas
propiamente dichos, que constituye el «nivel
semiológico» (es decir, allí en donde la lengua
se articula sobre el «mundo natural»), distingue
los «clasemas» cuyo conjunto forma el «nivel
semántico» (nivel de autonomía de organización
lingüística), vemos por un lado, en efecto, la
diferencia entre los semantismos como Tiene
una forma oblonga, Está hecho de cuero,
Pertenecen a la raza felina (= semas
propiamente dichos, o mejor «nucleares»), en
última instancia, tan diversos y particulares
como los objetos perceptivos de una cultura,
que ellos designan y constituyen a la vez; y por
otro lado las unidades de sentido como
Humano/No-humano, Objeto material/Noción
abstracta o Animado/Inanimado (= «clasemas»,
o «semas contextuales»), que tienen un alcance
más general en el interior del léxico,
intervienen en la nominación de numerosos
objetos sensibles y, además, muy diferentes. De
este modo, los semas son sometidos a una
segunda clasificación (en mallas mucho más
amplias que la primera, operado por las
nominaciones mismas), y que desbordan por
otro lado el lexema de la gramática, de la que
corresponden frecuentemente a marcas
formales (de este modo para «Humano/No-
humano» a ¿Quién/Qué? en español,
Who/Which en inglés, etc.). Si los clasemas, en
una lengua, son comunes al léxico y a la
gramática, los semas «nucleares» (que los llamo
de ahora en más «semas» tout court, ya que
este trabajo se limita a ellos) son propios al
léxico y únicamente a él. Una vez más, no
consideraré todos los semas lexicales, sino
únicamente aquellos que intervienen en el
léxico de los objetos visuales.
«Reconocer el objeto»
Sobre la otra vertiente, la de la imagen, los códigos
icónicos de nominación tampoco comprometen
el conjunto del material semiológico. No se
podría dar cuenta únicamente con ellos de todo
el sentido (de todos los sentidos) de la imagen
representativa. Reconocer el objeto no es
comprender la imagen, aunque sea su
comienzo. Se trata únicamente de un nivel del
sentido, al que llamamos literal (= denotación,
o representación), y no por completo. Porque la
aprehensión de las relaciones entre objetos, o al
menos de sus relaciones más factuales,
participa aún del sentido literal pero es tomado
a cargo por otros códigos, sobre todo los del
montaje en el sentido más general del término
(englobando la composición interna de una
imagen incluso única): comprender que un
objeto aparece, en la diégesis, únicamente unos
minutos tras otro objeto, o que por el contrario
estén constantemente en co-presencia, o que
uno esté a la izquierda del otro (o muy lejos
atrás, etc.), es ya otra cosa que identificar
visualmente cada uno de estos objetos. El
«reconocimiento» debe ser comprendido como
una operación que articula algunos sectores de
la actividad lingüística sobre algunos sectores
de la actividad perceptiva, y no directamente la
lengua entera sobre la percepción entera.
De la palabra al semema
Si se plantea así el problema, se vuelve esencial
saber a qué especie de unidad lingüística
corresponde en su exactitud el objeto
ópticamente identificable, ya que la lengua
comporta unidades muy diversas por su talla
como por su estatuto.
Para el sentido común no hay duda: es la palabra.
El acto de nominación, considerado en su forma
concreta y directamente observable,
corresponde muchas veces a una palabra,
aquélla que nos viene al espíritu cuando
nuestro ojo ha reconocido el objeto (= «Es un
perro», «Es una lámpara», etc.). Sin embargo,
la pertinencia de la palabra no resiste al
análisis. La palabra es una unidad de dos caras,
con su significado y su significante fónico.
Ahora bien, lo que puede «corresponder» a un
elemento icónico será forzosamente una unidad
del significado lingüístico y sólo a ella: una
unidad «mono-facial». La nominación de los
objetos visibles es un caso más de
transcodificación entre otros, y en toda
transcodificación (por ejemplo en la traducción
propiamente dicha), el único tránsito directo es
el que pasa por los dos respectivos significados.
Volveré sobre este punto, que es realmente más
complejo. La nominación es más que una
transcodificación, sin dejar de ser una. Es claro
que entre el significante de una imagen que
representa una casa y el significante de la
palabra «casa» (o «house» o «maison», etc.), no
es concebible ninguna correspondencia directa
(es una de las consecuencias de la
«arbitrariedad» del signo lingüístico), ya que
las dos materias significantes son
absolutamente heterogéneas una de la otra:
aquí los trazados, los colores, las sombras etc.,
allí una emisión de la voz humana. El aspecto
óptico de la casa no está gratuitamente en el
hecho como la palabra francesa que tiene
cuatro fonemas antes que tres o cinco. Son los
significados que se articulan el uno sobre el
otro: el objeto reconocido y el sentido de la
palabra.
El lexema (morfema lexical), otra suerte de unidad
lingüística, menor que la palabra no se adecua
más a nuestros propósitos por las mismas
razones. Es aún una unidad de dos caras que
comporta elementos fonéticos.
Entonces, ¿el significado-de-palabra?, o ¿el
significado-de-lexema? Tampoco esto. Pero esta
vez por otras razones. En el nivel de una
palabra e incluso de un lexema, el significante
puede recubrir varias unidades que sobre el
plano óptico son completamente distintos, por
ejemplo el «gato» como animal y el «gato»
como instrumento de auxilio mecánico. Es el
problema de las acepciones múltiples.
En suma, la correspondencia visual debería
establecerse con una unidad lingüística de puro
significado, y que sería más «pequeña» que el
significado-de-lexema: el significado de una
acepción de un lexema (o la acepción única de
un lexema con acepción única).
Pero por otro lado, la unidad lingüística que
buscamos puede coincidir en algunos casos con
un segmento más largo que el lexema o incluso
que la palabra, a condición de que se considere
siempre una única acepción del significado de
este segmento. El objeto que llamamos
«matambre» es reconocible en una imagen, y
corresponde en español a dos lexemas
(agrupados en este ejemplo en una sola
palabra). A lo que llamamos «queso de
chancho» corresponde a tres lexemas (que aquí
son también tres palabras), y, sin embargo,
como elementos perceptivos están
evidentemente sobre el mismo plano que el
«jamón», cuya nominación compromete un solo
lexema (que coincide con una palabra). Esto no
es azaroso, ya que en el orden lingüístico en sí,
tratándose de casos de secuencias de varios
lexemas (eventualmente de varias palabras)
éstos están lexicalmente fijados y conmutan con
un único lexema. Desde el punto de vista de
André Martinet (1967: 1-14), no son sintagmas
(= libre combinaciones sintácticas) sino
sintemas, combinaciones operado una vez por
todas y que entran en el léxico con el mismo
estatuto que los segmentos indescomponibles;
si un queso de chancho es de color rojo
hablaremos de un «queso de chancho rojo» y no
un «queso rojo de chancho». Por otra parte,
como propone Martinet, el término «tema» para
designar en común los sintemas y los lexemas
propiamente dichos, nos permite plantear a su
vez que el objeto visualmente identificable
corresponde, en el plano de la nominación, a
una acepción de un tema, es decir, exactamente
lo que Greimas (43-45, 38) (5) llama un
semema.
Taxinomia culturales de los objetos
Cada semema (unidad específica del plano del
significado) traza una clase de ocurrencias y no
una ocurrencia singular. Existen miles de
trenes, incluso en la única acepción de «convoy
ferroviario», y difieren de manera pronunciada
los unos de los otros por sus colores, sus
alturas, el número de sus vagones, etc. Pero la
taxinomia cultural implícita en la lengua ha
decidido considerar estas variaciones como
irrelevantes y los considera como un mismo
objeto (= de una misma clase de objetos); ella
ha decidido también que otras variaciones eran
pertinentes y suficientes para «cambiar de
objeto», como por ejemplo la separación entre
«tren» y «tranvía». Es la misma repartición, tan
variable según las sociedades -rasgos
pertinentes y rasgos irrelevantes, en suma, el
mismo principio «arbitrario» de enumeración
de los objetos- que preside a las clasificaciones
operada por la percepción de los objetos
correspondientes en la misma cultura. También
la vista es ligeramente incomodada cuando la
imagen no le permite decidir si se trata de un
tren o un tranvía; desde que ella ha podido
zanjar, el espectador tiene el sentimiento de
haber «reconocido el objeto»; y es notable que
una percepción defectuosa del color de este
tranvía (si es uno), o de su exacta amplitud, o
del metal con que está hecho, etc., no acarree
una obstaculización comparable, un obstáculo
del mismo nivel.
Todo sucede como si los rasgos que no participan
en el desglose de los objetos fueran
culturalmente experimentados como una suerte
de cualidades segundas, determinaciones
agregadas y no indispensables en la intelección
inmediata, vale decir, cualidades adjetivas antes
que substantivas. Y es cierto que las más de las
veces la expresión lingüística de estas
particularidades visuales pasa por los adjetivos
(= «un extenso tranvía»), o por algunos
determinantes de tamaño mayor, pero
sintácticamente intercambiables con los
adjetivos, como por ejemplo la proposición
subordinada relativa (= «un tranvía que viajaba
muy rápido»; cf. «muy veloz»). Por el contrario,
las cualidades visuales pertinentes, aquellas
que por su agrupamiento en «paquetes»,
determinan la lista de los objetos a reconocer,
se expresan en la lengua por sustantivos. Como
se sabe desde hace tiempo, la nominación de
los objetos -porque también está la de las
acciones, volveré sobre este tema- procede por
nombres. Las gramáticas tradicionales decían
que el sustantivo corresponde a un objeto, el
adjetivo a una «cualidad», el verbo a una
acción. Simplemente, los objetos no son más
que unos conjuntos de cualidades considerados
como definitorios, y lo que llamamos cualidades
recubre únicamente algunas cualidades, y cuya
propiedad es no entrar en las definiciones de
los objetos. Los objetos ópticamente
identificables son por lo tanto clases de
ocurrencias, como los sememas que los
nombran; es por eso que A. J. Greimas propone
llamarlos «figuras visuales» (son las unidades
pertinentes), y distinguir de ello los «signos
visuales» que serían las ocurrencias singulares
(6-7) (6): cada dibujo de una casa, cada
fotografía de un árbol, etc. Pero el término
signo, en la tradición lingüística, evoca en
demasía la unidad pertinente para que podamos
tener alguna posibilidad de hacer designar lo
contrario. Me parece preferible no adoptar
términos especiales y hablar simplemente de
objetos visuales reconocibles, oponiéndolos a
las ocurrencias visuales.
Acerca de la «nominación»
Vemos que el fenómeno fundamental de la
nominación está en sí mismo muy mal llamado.
En el término (francés) «nomination», el
semema nom (nombre) que aparece es al que
corresponde a name en inglés, y no al noun
inglés; pero designa de todas maneras una
unidad lingüística que pertenece al orden de la
palabra. Ahora bien, es únicamente en el nivel
de la superficie que la nominación procede por
palabras. Las verdaderas correspondencias
entre el mundo visible y la lengua se establecen
en el nivel de los rasgos pertinentes, unidades
más profundas y no-aparentes, y la palabra (el
«nombre») que designa el objeto óptico sólo
constituye la parte emergida del sistema, la
consecuencia manifiesta del juego de los rasgos
pertinentes y su organización interna: cuando
una superficie icónica comporta todos los
rasgos definitorios requeridos para que
podamos reconocer una lámpara (eléctrica) y
que a su vez accedemos al semema
correspondiente (= «lámpara» en tanto que
accesorio de electricidad), éste último nos lleva
al lexema del que contribuye a articular el
significado (aquí, «lámpara» en todas las
acepciones –que además forma una palabra en
sí mismo), y esta palabra, a su vez, funciona
como una entidad de dos caras, que también
tiene un significante propio y por ende puede
pronunciarse: el espectador exclamará «Es una
lámpara». En el proceso completo de la
nominación, la palabra habrá jugado un papel,
pero únicamente al final del recorrido.
El término «nominación» no es propio de la
lingüística y de las semiologías modernas. Viene
de muy lejos: del pasado de la lengua, y
también de toda una tradición filosófica. Lleva
condensado en él una cierta concepción de
vínculo entre el lenguaje y el mundo, una
concepción que ya criticaba Saussure, o el
lógico Gilbert Ryle, es decir, el «realismo
ingenuo». Para éste, habría una suerte de lista
de objetos, prexistiendo a su denominación, y
las palabras vendrían a «nombrar» estos
objetos a destiempo, y uno por uno. Aunque nos
atengamos durante mucho tiempo al nivel de la
superficie estamos atraídos indefectiblemente
hacia creencias de este tipo. La palabra, y el
lexema (y sobre la otra cara del problema el
objeto visual una vez reconocido) no son más
que productos terminales, mientras que el
desglose del mundo en objetos (y de la lengua
en sememas) es un procedimiento complejo de
producción cultural en el seno del cual el papel
central es atribuido a los rasgos pertinentes:
rasgo de identificación (Eco) y semas
lingüísticos por otro (Greimas).
Determinación por la práctica social
Este doble desglose no preexiste a la actividad
social y a las características de cada
civilización. Está determinado por ellas,
formando parte de éstas al mismo tiempo. Se
sabe que los Esquimales disponen de una
docena de lexemas diferentes (y por ende de
sememas diferentes) para designar la nieve,
según sea desmenuzable, endurecida,
deslizante, amontonada, etc. (Shaff, 1965: 153-
175) Cada una de estas unidades consiste en un
lexema indescomponible, mientras que las
lenguas de la Europa occidental están obligadas
-para designar los «objetos» correspondientes-
a formar un sintagma nominal que combine
cada vez el adjetivo apropiado (= «derretida»,
etc.) con un sustantivo nieve como invariante (o
snow, Schnee, o neige, etc.). De este modo,
nuestras culturas ven un único objeto con
determinaciones variables allí donde los
Esquimales ven diez objetos distintos. Un rasgo
semejante como «desmenuzable» o
«endurecida» (con el sema correspondiente) es
considerado como irrelevante en nuestras
lenguas -al menos cuando se trata de nominar
la nieve-, mientras que es pertinente para los
Esquimales.
Esta diferencia de organización lexical está
evidentemente en relación con una diferencia
de percepción de la nieve, que es más fina y
diferenciada en los Esquimales. Cada sociedad
lexicaliza las distinciones que ella percibe más
nítidamente, e inversamente percibe con
particular nitidez las distinciones que ella
lexicaliza. Sería en vano una querella de
anterioridad: intentar saber si en el comienzo
es la lengua que ha provisto a la percepción o la
percepción a la lengua. De hecho tanto la una
como la otra han sido formadas por la sociedad
(Shaff, 1965) (7) En nuestra civilización, los
modos de producción y el trabajo son de un
modo tal que la nieve no juega en ellos más que
un pequeño papel, ya que una atención precisa
llevada a sus diferentes estados no tendría una
utilidad inmediata, mientras que el Esquimal
que caza y que pesca en paisajes ampliamente
nevados, y cuya supervivencia depende de ello,
está obligado a conocer bien la nieve en sus
diferentes variedades: las que permiten la caza,
las que representan un peligro de hundimiento,
las que anuncian la tempestad, etc. Una
sociedad lexicaliza y percibe las distinciones de
acuerdo a las necesidades más urgentes.
Los rasgos pertinentes de la identificación
perceptiva.
El esquematismo
La visión no identifica un objeto según el
conjunto de su cariz sensible (ni según el
conjunto de la superficie de papel, si se trata de
un mismo objeto en estado de «representación»
en un dibujo o en una fotografía, es decir, el
objeto visual trasmitido por los códigos de la
analogía). Así se explica que las
representaciones esquematizadas de los
objetos, donde la mayor parte de las
características sensibles ha sido
deliberadamente suprimida, sean tan
reconocibles (y a veces mucho más) que las
representaciones más fieles y completas en el
plano de la materia de la expresión (= respeto
más exhaustivo del detalle, de las formas, de los
colores, etc.), representaciones cuyo grado de
esquematización es menor y mayor el grado de
iconicidad, para retomar los términos de
Abraham Moles (1968: 22-29). Ahora bien, es
notorio que las imágenes fuertemente
esquematizadas sean muy bien identificables
(todo el arte de la caricatura reposa sobre este
asunto). Es que el reconocimiento visual se
funda sobre algunos rasgos sensibles del objeto
o de su imagen (con exclusión de otros),
aquéllos que conservan justamente -y esta vez
aislándolos materialmente- el esquema y la
caricatura: si ellos son a veces más «parlantes»
que una figuración detallada, es porque evitan
el riesgo de ahogar estos rasgos en medio de
otros y retardar de este modo el punto de
referencia; por el contrario, una imagen
detallada se convierte a veces en una imagen
confusa.
Los rasgos que retiene el esquema -o al menos el
esquema figurativo, ya que hay otros
(diagramas, etc.)- corresponden exactamente a
los rasgos pertinentes de los códigos de
reconocimiento muy bien descrito por Umberto
Eco (1972: 217-320) que cita diversos ejemplos
(8). Otros podrían ser sacado de la caricatura:
los brazos levantados por encima de la cabeza y
una buena talla, son suficientes para que
reconozcamos a de Gaulle; unas cejas tupidas,
un rostro redondeado, y es el presidente
Pompidou; en algunos dibujos cómicos cuando
un personaje presenta dos protuberancias de un
lado y del otro, consideradas como senos y
nalgas, son suficientes para reconocer a una
«mujer» (es inútil decir que esta elección de
rasgos pertinentes se debe a una ideología a la
vez misógina y maternalista, bastante
característico del mundo en que vivimos; los
códigos son máquinas formales, pero es
justamente como tales que tienen un contenido
histórico y social; en este ejemplo como en
otros la oposición entre la forma y el contenido
lleva a un punto muerto).
***
De este modo, el esquematismo desborda
ostensiblemente a la esquematización. Esta
última es una actividad social específica que
consiste en producir esquema materialzadas (=
esquemas propiamente dichos). Por el
contrario, el primero es un principio mental,
perceptivo y sociolingüístico de alcance muy
general, que hace posible la comprehensión de
los esquemas de las imágenes detalladas con
alto grado de iconicidad así como de los
espectáculos de la vida real. Si, fuera de toda
esquematización, las ocurrencias visuales
incluso difiriendo por casi todos los rasgos
pueden ser percibidos como ejemplos múltiples
de un mismo objeto y no como objetos distintos,
es porque algunos rasgos importan únicamente
para la identificación. Y si muchos dibujos
llevan en común los rasgos definitorios del
objeto visual clave (= una cabeza y un tallo,
cierto tipo de festón, etc.), pueden por otro lado
–y sin inconveniente para la permanencia socio-
taxinómica del ítem «clave»- diferir muy
ampliamente por su talla, su color, el diámetro
de la cabeza, la profundidad del escote, etc.
En la percepción ordinaria, o en las imágenes
fuertemente figurativas, es el sujeto social, el
espectador mismo quien elabora el esquema,
por sustracción mental de los rasgos no
pertinentes; en los casos de esquematización,
es un especialista (dibujante, etc.), un
«emisor», quien opera materializándola antes
de la misma sustracción. La diferencia está en
que el proceso de abstracción y de clasificación
-la «sustracción»- en un caso interviene en el
nivel de la recepción y en otro en el nivel de la
confección; el primero está ausente del
estímulo pero es reintroducido por el acto
perceptivo, en cambio el segundo está
integrado al estímulo artificialmente construido
(Metz, 1971: 207-209) (9).
Exclusiones e inclusiones perceptivas
Es una vez más el esquematismo -y de manera más
general la existencia misma de los rasgos
pertinentes y clases de ocurrencias- que es
responsable de una particularidad estructural
bastante sorprendente, común a los desgloses
perceptivos y a los desgloses lexicales: dos
«objetos» pueden estar incluidos el uno en el
otro, y, sin embargo, valer, cada uno por
separado, para un ítem autónomo y distinto. De
este modo no se podría saber si son o no del
mismo rango. Desde el punto de vista de la
teoría de los conjuntos, se diría que se trata de
dos clases que mantienen a la vez relaciones de
exclusión y de inclusión: por ejemplo los
sememas (y los objetos visuales) automóvil y
rueda, la rueda es una parte del automóvil y
podría ser mencionada en el artículo
«automóvil» en un diccionario de nominaciones
icónicas, pero la rueda es también una unidad
completa y del mismo «rango» que el automóvil,
y nuestro diccionario los consideraría como dos
entradas exteriores respectivamente y del
mismo nivel.
Esta aparente rareza, que se constata de manera
general y permanente, se debe a la naturaleza
fundamentalmente clasificatoria y «arbitraria»
de las nominaciones. Cuando el objeto
considerado es el automóvil (visto o dicho), la
rueda no interviene más que como rasgo de
reconocimiento, lo mismo que el volante por
ejemplo. Pero si el objeto considerado es la
rueda en sí misma, en otras circunstancias de la
vida (como en el caso de pinchadura y
reparación): entonces, es ella la que funciona
como objeto reconocido, o a reconocer, y que
lleva a su vez rasgos de reconocimiento (=
forma exterior circular, localización de un
«centro» y una estructura radial, etc.).
En suma, un único y mismo elemento material
puede operar en dos niveles distintos de
codificación: como sema y semema, como
«identificantes» y «identificantum» (o
«identificandum»). Constantemente, los objetos
que hay que reconocer sirven para reconocer
otros en él. Según las exigencias múltiples y
diversas de la práctica, la percepción y el léxico
se reservan el derecho de reagrupar de modo
distinto sus rasgos de base, en «paquetes»
variables por su contenido y por su tamaño;
pero todo paquete que aparece de manera un
poco estable y frecuente es un objeto, y los
objetos son todos iguales como objetos, incluso
si es susceptible de «perderse» en ocasiones -y
únicamente en ocasiones- entre los rasgos de
otro objeto: es cuando el segundo permanece
como objeto mientras que el primero, dejando
por un momento de serlo, se contenta con
participar en el desglose del segundo. Es por
eso que jamás existe, hablando con propiedad,
objetos que estén incluidos en otros: lo que
encontramos son elementos (semánticos y
perceptivos) que el código hace jugar unas
veces como objetos y otras veces como partes
de objetos, ya que de todas maneras este mismo
código dispone soberanamente la lista de los
objetos, y no únicamente aquéllos que tienen
eclipses.
Lengua/percepción: su doble relación, intercódica y
metacódica
Las reflexiones precedentes muestran que la
correspondencia entre visión y lengua se
establece en dos niveles diferentes: por un lado
entre los sememas y los objetos ópticamente
identificables, por otro entre los semas y los
rasgos pertinentes de reconocimiento visual. El
alcance de esta dualidad merece ser tratado
con mayor amplitud.
El tránsito por los significados
En la medida en que los sememas corresponden a
los objetos ópticos (o viceversa), el tránsito
intercódico -la articulación recíproca del código
lingüístico y del código perceptivo- pasa por los
dos significados. El semema, en la lengua, es
una unidad específica del plano del significado;
para la actividad perceptiva, el «objeto» es
igualmente un significado: significado ya
encontrado si se trata de un objeto una vez
reconocido, significado buscado cuando el
objeto no está identificado aún pero que es
sentido como identificable (es decir, como
siendo un objeto). En el código de
reconocimiento visual, el significante no es
nunca el objeto (señalado o sospechado), sino el
conjunto del material gracias al que podemos
señalarlo o sospecharlo: formas, contornos,
trazados, sombreado, etc.: es la sustancia visual
en sí misma, la materia de la expresión en el
sentido de Hjelmslev.
Si se consideran las correspondencias entre la
lengua y la visión como resultante de un
proceso social de producción intelectual que
consiste justamente en establecerlas de modo
activa, el tránsito por los significados
representa el nivel terminal, directamente
observable, es el producto final de este
conjunto de procesos. Gracias a los rasgos
pertinentes del significado icónico, el sujeto
identifica el objeto (= establece el significado
visual); de ahí, pasa al semema correspondiente
en su lengua materna (= significado
lingüístico): es el momento preciso de la
nominación, el franqueamiento de la pasarela
intercódica; disponiendo del semema, puede
pronunciar la palabra o el lexema al que se
vincula éste semema: puede producir el
significante (fónico) del código lingüístico. De
este modo se ha rizado el rizo.
También ella puede ser recorrida en el sentido
contrario, desde el significante fónico hasta la
marca perceptiva, hasta un complejo
espectáculo visual -el objeto correspondiente y
por ende los rasgos ópticos pertinentes- o aún
(en ausencia de todo «estímulos», real o
icónica) hasta la evocación mental del objeto, es
decir, de nuevo: sus rasgos ópticos pertinentes.
Estas dos operaciones son muy usuales, en la
vida cotidiana, a tal punto que ni siquiera se
piensa en ello. Sin embargo, sin ellas no se
podría comprender cómo cuando digo a un
amigo «¿Podrías pasarme el sacapuntas que
está en algún lugar de la mesa?», éste llega a
encontrarlo y me lo alcanza, o también cuando
me dicen «Mi hermana tiene puesto unos
anteojos de sol», soy capaz de representarme
en el espíritu un objeto-anteojos incluso si la
hermana de mi interlocutor está ausente e
ignoro por ende el modelo exacto que ella lleva
puesto.
Cuando el trayecto va del significante perceptivo
(rasgos de reconocimiento) al significante
lingüístico (emisión fónica, real o mental), es la
nominación propiamente dicha; cuando va del
significante lingüístico al significante visual,
como los ejemplo de hace un momento, tenemos
una circunstancia de visualización, que siendo
el correlato inseparable de la nominación es lo
contrario (es por eso que este último término,
en un sentido un poco más amplio, puede
designar sin inconveniente el fenómeno de
conjunto independientemente de su orientación
en cada caso). El punto común a las dos
orientaciones, consiste en que el pasaje de lo
lingüístico a lo perceptivo, o inversamente,
tiene lugar en el nivel de los dos respectivos
significados, semema y objeto:
Aunque demos vueltas sobre este aspecto -que si
bien no es el más profundo tiene su realidad
propia- la relación entre el léxico visual y la
percepción visual queda del lado del la
transcodificación ordinaria. Como rasgo
definitorio de esta última, propongo retener el
hecho del tránsito por los significados. La
transcodificación es una operación socio-
semiológica muy común; su forma más típica es
la traducción: sub-caso de transcodificación en
que los dos códigos son lenguas.
El tránsito por los significados no es una
particularidad empírica o un hecho excepcional;
por el contrario reposa sobre un dato
permanente y fundamental: si los diversos
códigos en uso se distinguen entre sí -si son
simplemente variados-, es por la materia y la
organización interna de su significante (códigos
visuales, códigos auditivos, etc.), o bien
únicamente por su organización cuando la
materia es idéntica (ejemplo: la pluralidad de
las lenguas), y por ende y de todas maneras por
la organización de su significado (=

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