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INTRODUCCIÓN:

Uno de los problemas que plantea la expresión "pensamiento presocrático"


es el de la diversidad de soluciones o teorías transmitidas por los filósofos que
precedieron a Sócrates. No se puede hablar de un pensamiento presocrático
sino de varios.

Cabe preguntarse, dada la existencia de diversas teorías, si las inquietudes del


pensamiento producido con anterioridad a la actividad especulativa socrática (
y, también, a la de sus inmediatos adversarios sofistas), era un pensamiento
con una serie de inquietudes recurrentes. Con los filósofos de la costa jónica se
inició una reflexión tendente a buscar la causa última del mundo. Da la
impresión de ser un pensamiento tendente al saber máximo, un pensamiento
que busca ir más allá de lo cambiante para topar con lo permanente y fundante:
el agua, el fuego, el Noús, etcétera. Incluso la famosa contraposición entre
Heráclito y Parménides, en su vertiente más caricaturesca, tendería a presentar
al primero como un radical negador de la causa fundante, reductor de la
realidad a cambio, transformación, etcétera, y a presentar al segundo como
aquel que afirmaría la imposibilidad de un conocimiento de lo cambiante y
sucesible, y defensor de un conocimiento sólo posible de lo permanente, fijo y
estable. A fin de cuentas, Parménides estaría defendiendo la obligatoriedad de
apartar la consideración especulativa de todo aquello que no gozase de estos
tres últimos atributos: permanencia, fijeza y estabilidad. Se puede afirmar que
ya en los albores de la filosofía se establece la cuestión de si es posible un
conocimiento verdadero de un modo permanente ( es decir, si es posible un
conocimiento incrementable pero no corregible): si todo lo que hay es
cambiante entonces no es posible la verdad absoluta. El hombre debería
conformarse con la verdad relativa.

Pues bien: se puede afirmar que la metafísica clásica, entendida como saber
que busca verdades definitivas, inaugurada por los filósofos presocráticos y
cultivada por una larga tradición de pensadores, viene teniendo que convivir
con persistentes afirmaciones sobre su inviabilidad. Pesa en general una triple
denuncia sobre el conocimiento metafísico, una externa a la propia metafísica,
y otras dos internas:

- la primera, externa, considera que la metafísica es un ejercicio inútil que nada


tiene que ver con las necesidades humanas, y por lo tanto que no supone un
progreso para la humanidad; si acaso se trata de un retroceso ya que se
invierten inútilmente fuerzas e inteligencias que, dedicadas a otros campos del
saber, podrían aportar conocimientos verdaderamente útiles;

- la segunda, ya interna, concierne a la misma tradición metafísica, que se


habría enquistado en unos conceptos forjados en sus orígenes, cosificándolos,
perdiendo o malentendiendo su sentido original, y perdiendo, por lo tanto, su
función aclarativa de la realidad;

- la tercera, última y también interna, se trata de aquellas filosofías (


relativamente recientes) que se han empeñado en mostrar, no ya la inutilidad
de la metafísica, sino su imposibilidad intelectual.
En los últimos años se ha venido a añadir una nueva crítica a esta lista clásica
de reproches contra la metafísica o filosofía primera. Se trata de la distinción
operada por Vattimo entre pensamiento fuerte y pensamiento débil. Vattimo no
se contenta con distinguir los pensamientos débiles de lo fuertes. Según el
profesor italiano, dado que hace ya tiempo que han fracasado los
pensamientos fuertes, no se trata tanto de dejar de pensar sin más, sino de
inaugurar una nueva forma de pensamiento: un pensamiento débil, que se
distingue del fuerte, entre otras cosas, por adoptar una técnica de
razonamiento no rígida ( como la lógica), sino flexible ( como la retórica), y ello
a pesar de que dicho instrumento flexible de razonamiento impida alcanzar
tesis tan universales como las que, en su día, conformaron el pensamiento
metafísico .

La meditación que relaciona a la retórica y a la filosofía no es ni nueva ni


reciente. Haría falta remontarse más de veinte siglos para localizar el primer
debate público en el que se discutió sobre las diferencias habidas entre retórica
y filosofía, y los beneficios que cabría certeramente esperar del cultivo de
ambas disciplinas. Pero como ocurre a menudo en la historia, los problemas,
los conflictos (y también las soluciones y los acuerdos), se repiten sin repetirse.
En lo que se refiere a nuestro caso, también ahora se dan enfrentadas filosofía
y retórica; pero no como antaño: ya no se trata de imponerse la una a la otra en
el sistema educativo, sino para lograr sustituir la primera (la filosofía) por la
segunda (la retórica). Dicho de otro modo: en la actualidad la promoción que de
sí misma hace la retórica no consiste en presentarse como agente educador
preferible a la filosofía; la retórica, en la actualidad, se presenta como un
instrumento de búsqueda de la verdad más apropiado que el filosófico.

Por muy radical que aparezca este propósito (e incluso por muy radical que
resulte ser a la postre), resultaría injusto no advertir que no se trata de un
propósito injustificado de novedad, o de revitalización de la aparentemente
extenuada tradición intelectual occidental. Para lograr emitir un juicio
ponderado acerca de la reciente pretensión de sustituir la filosofía por la
retórica, resulta necesario tener en cuenta, al menos, dos puntos:

- primero: que se trata de una pretensión que sucede al balance sobre el final
de la filosofía, entendida en el sentido clásico; tras unos primeros diagnósticos
que dictaminan el final de la filosofía (es decir, el final de esa actividad teórica
sistemática que se vino llamando filosofía), y tras una etapa de complacencia
un poco morbosa en ese resultado final, se propone ahora superar la
afirmación de la vacuidad del discurso fundamentante (es decir, filosófico),
gracias a la rehabilitación de un modo de pensar sin pretensiones sistemáticas
ni fundantes, sin arrogarse un valor de verdad definitivo, y al que cabría calificar
de retórico;

- segundo: que occidente ha sufrido y ha extendido su sufrimiento, al menos en


los primeros 50 años de este siglo, a través de prácticas políticas inspiradas y
basadas en discursos con pretensiones fundantes y con pretensiones de valor
absoluto de verdad (así por ejemplo el comunismo real, y el nacional
socialismo). Esto ha podido influir poderosamente en la intelectualidad. Más
concretamente, esas consecuencias políticas perniciosas han servido de
acicate para inaugurar una forma de pensamiento capaz de esquivar prácticas
políticas totalitarias.

Por eso para llegar a categorizar, en la medida de lo posible, un fenómeno tan


plural y variado como la actual rehabilitación de la retórica como sustituta de la
filosofía, resultaría necesario tener en cuenta tanto el discurso justificativo
sobre el final de una teoría fundante , como el pensamiento retórico como un
pensamiento probable, sin olvidar un concepto de verdad no teórico sino
práctico (es decir la verdad como algo que se da más en la praxis que en la
teoría).

A lo largo de este trabajo se va a procurar mostrar:

- que no es casual que la renuncia al pensamiento metafísico vaya


acompañada de una rehabilitación de la retórica;

- que la filosofía no es identificable con la retórica, en lo concerniente a su


versión metafísica.

1. LA POLÉMICA ENTRE FILOSOFÍA Y RETÓRICA:

1.1 La postura platónica:

a. En "La República":

En el libro X de su República, Platón, hablando de la ciudad ideal, considera


oportuna la prohibición de la poesía, exceptuando ciertas circunstancias.
Diciéndolo de un modo drástico, según Platón la poesía pervierte al ser
humano e imposibilita la conquista de un orden social justo. Sólo en el caso en
que el poeta estuviese dispuesto a prologar sus obras con advertencias acerca
del riesgo de perversión que pueda sustraerse, cabría readmitir la poesía.

Platón, a la hora de examinar la índole de la poesía, parte de sus presupuestos


metafísicos y epistemológicos, es decir, de un mundo de las Ideas, mundo real
y verdadero, y del que nuestro mundo no es sino una imitación. La filosofía es
un proceso mediante el cual el hombre, a partir del conocimiento de la
imitación, pretende elevarse hasta el conocimiento del mundo de las Ideas,
para alcanzar de ese modo la ciencia. En cambio, la poesía, al ser una
imitación de la imitación, aleja al hombre de la verdad y le engaña.

Pero la crítica de Platón a la creación poética no se limita a considerarla como


un factor que impide la justa percepción de la verdadera realidad, sumiendo, a
quien desconoce su carácter imitativo de la imitación, en el error. También
desde un punto de vista moral hay dos tipos de poesías que merecen su
especial desaprobación: la poesía trágica y la voluptuosa. Ambas son
reprobables porque incitan al hombre a desentenderse de las normas de
comportamiento inscritas en la parte racional de su ser, normas que le empujan
primero a no dejarse llevar por sus pasiones, y segundo a desembarazarse
definitivamente de ellas. La tragedia, por incitar a dar comba suelta a las
expresiones de dolor y de amargura, y la poesía voluptuosa, por incitar a
delectarse en los placeres corporales, son reprobables y no se ajustan a
justicia.

En un principio las convicciones platónicas según las cuales la poesía engaña y


pervierte, conviniendo por lo tanto su destierro de la vida social, parecen
excesivas. Pero excesivas o no, en lo referente al carácter mentiroso de la
poesía, resultan de central interés para quién estudia las relaciones que pueda
haber entre retórica y filosofía; y en lo referente a su índole perversa, resulta de
sumo interés en la reflexión en torno al tipo de discurso que se debe adoptar
para fundamentar un determinado orden político. O dicho de otro modo: la
alternativa retórica o filosofía puede ser entendida de dos modos: o bien como
dos modos de alcanzar la verdad, o bien como dos modos de vivir el hecho
político, sobre todo en su vertiente educativa.

b. En el "Gorgias":

El modo como Platón trata la retórica en el Gorgias es muy peculiar. No se trata


de una exposición hilvanada, con un discurso causalmente concatenado, y en
el que las afirmaciones nucleares estuviesen sistemáticamente expuestas, es
decir, introducidas, desarrolladas y concluidas en serie. El Gorgias, al menos
en su primera parte, aparece como un diálogo abigarrado, con intervenciones
abruptas que rompen bruscamente una conversación que no había terminado
de aclarar la cuestión en litigio, y que introducen, también bruscamente, nuevos
temas sin la debida introducción, es decir , sin exponer ni las razones que
justifican su tratamiento, ni el modo como se va a dilucidar la cuestión. Este
aparente desorden solo se supera si se entra en la dinámica dialogante
inherente al escrito platónico en cuestión: un debate que se inicia con una
cuestión determinada pero que, por su propia condición de debate, no excluye
el abandono del tema originalmente tratado, para abordar una nueva cuestión
que va consolidándose como más interesante o más grave o más perentoria.
Este carácter abrupto de las conversaciones del Gorgias ha sumido las
sucesivas interpretaciones en la duda de si había que encontrar en él la opinión
platónica acerca de, o bien la retórica, o bien la justicia. Incluso la tesis
definitivamente asentada, según la cual es un diálogo que versa sobre la
justicia, no impide admitir que se pueden encontrar discusiones y tesis acerca
de la índole de la retórica.

A la hora de extraer qué se dice sobre la retórica conviene además tener en


cuenta que se trata de una discusión desarrollada de un modo mayeútico, es
decir, como el propio Platón pone en boca de Sócrates, desarrollada conforme
lo harían

"aquellos que aceptan gustosamente que se les refute si no dicen la verdad, y


de los que refutan con gusto a su interlocutor, si yerra" .

Pues bien: toda la porción que incluye la discusión entre Sócrates y Gorgias,
consiste en una sucesión de refutaciones y de conminaciones por parte del
primero, a fin de lograr una exposición exhaustiva acerca de lo que entiende
Gorgias por retórica, cuando afirma que se trata del arte de los discursos que
versan sobre "los más importantes y excelentes de los asuntos humanos", y
cuya máxima finalidad es la de persuadir.

Como parte fundamental de ese esfuerzo de precisión, se incluyen todos


aquellos logros de separación entre lo que la retórica es y lo que no es. O por
decirlo de otro modo: si importante resulta alcanzar una respuesta positiva, no
sobran, sin embargo, todas aquellas discusiones que consisten en delimitarla,
en diferenciarla de otras prácticas. Platón, como buen científico en el sentido
lato de la palabra, pone mucho cuidado en respetar el terreno propio de cada
disciplina. Según él, no es legítimo, en base al valor persuasivo de la retórica,
afirmar su superioridad con respecto a los demás discursos (por ejemplo
matemáticos, arquitectónicos o medicinales). Sólo quien desconoce esas
materias podrá inclinarse por el discurso persuasivo de un retórico antes que
por el más técnico de un especialista. O dicho en modo absoluto: cuando está
en juego un tema concreto, es preferible optar por las indicaciones del
especialista de turno, antes que dejarse ganar por las persuasiones de un
retórico.

El recurso a la retórica (es decir, al arte de los discursos persuasivos), sólo se


plantea cuando, sobre un tema que requiere conocimientos técnicos, tiene que
pronunciarse una multitud no necesariamente instruida. Si el sistema político
delegase las decisiones gubernativas en los especialistas competentes, la
retórica no sería oportuna; sólo cuando el régimen se atiene a la norma del
referéndum (o consulta de la voluntad popular), resulta necesaria una disciplina
como la retórica. Ésta, por su capacidad de persuasión, puede ganarse el
interés de gentes que, de otro modo, permanecerían indiferentes. Y ahí reside,
por decirlo de algún modo el carácter ambiguo de la retórica en la Atenas de
aquella época. Para aquella civilización, el sistema político democrático era
ideal: democracia, como su sentido etimológico indica, implica la intervención
del pueblo, reunido en asamblea, en las tareas de gobierno. Lo prudente,
según esta perspectiva, es la elección o decisión gubernativa tomada por el
pueblo. Para los griegos atenienses de entonces, el problema fundamental al
que se enfrentaba su democracia era la consecución de la efectiva
participación del pueblo en el gobierno y, sobre todo, decantar una mayoría
suficientemente representativa. Y para arrastrar a los concernidos, para
motivarlos e involucrarlos, surge la retórica. O dicho de otro modo: la retórica,
al menos en teoría, nace para involucrar e interesar a la gente y, así, lograr que
la democracia sea efectiva y no se convierta en un sistema político inoperante.
En cierto modo, sólo en cierto modo, cabría equiparar la retórica ateniense al
protagonismo que debería ejercer la educación republicana en la formación del
futuro ciudadano según los ilustrados franceses del siglo XVIII.

Ahora bien: si cabe considerar que la retórica es un bien, dado el atractivo que
ejerce sobre la población para que se involucre en el ejercicio de gobierno,
para que se decante, también conviene advertir que no es imposible que ese
mismo atractivo, sea subordinado a causas injustas (como lograr convencer a
la asamblea constituyente sobre la bondad o necesidad de una decisión,
cuando ésta es en realidad una decisión que beneficiará a unos pocos o que
permitirá la conquista de un bien determinado, pero a costa de la pérdida de un
bien superior).
A diferencia de lo que ocurre en La República, en el Gorgias, el debate en torno
a la retórica entra en juego la filosofía. Resulta cuando menos curioso que
Platón, el prototipo filosófico del que los miembros del pensamiento débil
procuran diferenciarse, tuviera ya en su tiempo que enfrentarse a acusaciones
que consideraban que la filosofía impedía la recta adaptación a, y la recta
gestión, de los fenómenos sociales. El debate que mantiene Sócrates en el
Gorgias, aunque empieza con el intento de determinar qué es la retórica,
termina por ser una meditación sobre la justicia. Pero la transición de un tema a
otro no se salda sin faltar, en boca del retórico Calícles, una crítica amarga de
la filosofía. En cierto modo (solo en cierto modo) el grupo de retóricos no podía
permanecer indiferente ante el intento socrático de cifrar la excelencia humana
en el comportamiento justo. Prefieren la capacidad oratoria de persuasión, la
cual parece permitir a su detentor alcanzar las cuotas de poder a las que
aspire. Como el modo socrático de adquirir esa perspectiva (mediante la cual el
hombre trasciende el ideal retórico merced a la aspiración por la justicia) es
filosófico, criticar la filosofía resulta ser el modo más eficaz de impedir que se
dé ese paso.

En su crítica, Calícles no se plantea explícitamente la cuestión de si la


aspiración al comportamiento justo termina por invalidar la pretensión de los
retóricos a un máximo protagonismo social y político. O dicho de otra manera:
Calicles no se plantea la cuestión de si es preferible la aspiración a una vida
justa o la aspiración a una técnica discursiva que garantice la consecución del
favor de los centros de poder. Sus afirmaciones se centran en advertir que la
práctica filosófica, aunque necesaria en época de crecimiento y maduración,
debe ser interrumpida en edad adulta. De lo contrario se acaba en el desfase,
en la marginación social. En vez de buscar la verdad, se trata de informarse
sobre, y de acoplarse a, las normas que vigen en los centros de poder, sean
éstos legislativos o judiciales, o de otra índole. La filosofía infantiliza; es propia
de ingenuos y de gente que no ha alcanzado la madurez:

"Por bien dotada que esté una persona, si sigue filosofando después de la
juventud, necesariamente se hace inexperta de todo lo que es preciso que
conozca el que tiene el propósito de ser un hombre esclarecido y bien
considerado. En efecto, llegan a desconocer las leyes que rigen la ciudad, las
palabras que se deben usar para tratar con los hombres en las relaciones
privadas y públicas y los placeres y pasiones humanas; en una palabra,
ignoran totalmente las costumbres" .

c. Recapitulación crítica:

El modo como Platón aborda el debate con los retóricos es polémico. Pero,
además, no es unívoco. Para captar en su justa medida el modo general como
Platón procede a la crítica de la retórica, resulta necesario tener en cuenta que
su punto de arranque no es neutro. Platón se enfrenta provisto de varias
inquietudes, inquietudes que responden a ambiciones personales originalmente
positivas:
- búsqueda de la verdad, persecución de la abstracción de este mundo para
iniciarse, siquiera sea de modo imperfecto, en la contemplación del mundo de
las ideas;

- búsqueda de la justicia personal, mediante una ascésis prudencial,


consistente en el seguimiento de las directrices racionales, y la eliminación
progresiva de las pasiones afectivas y sensuales;

- búsqueda de un sistema político ideal que garantice la consecución de una


justicia social perfecta.

En la medida en que la retórica de la Atenas que Platón heredó, y en la que


desarrolló gran parte de su actividad filosófica, estaba orientada a la
consecución del asentimiento de las asambleas de ciudadanos, el filósofo
ateniense no podía ver en ella más que un inmediato contradictor de su
concepción de la sociedad justa, y un mediato contrincante de su amor o
afición por la verdad eterna e imperecedera. A su vez, los retóricos no podían
considerar las afirmaciones de Platón más que como unas acusaciones de
demagogia con las que podían perder el prestigio sobre el que basaban gran
parte de su éxito. Pero más allá de las dificultades personales o biográficas en
que podían quedarse sumidos los participantes en la polémica, surge la
primera gran polémica de filosofía política: una visión utópica frente a una
visión pragmática.

En cuanto a La crítica que Calicles hace de la filosofía, hay que afirmar que se
repetirá sucesivamente. Desde entonces acá, la filosofía no ha dejado de
recibir críticas sobre su inutilidad práctica. Es más: en los últimos 150 años, al
menos en dos ocasiones trascendentes, se la ha interpelado para que
transformara su índole teórica en acción, o bien política o bien científico
tecnológica. Pues bien: frente a aquellos que consideran que la filosofía debe
ser abandonada en edad adulta so pena de quedar desarraigado del mundo, la
propia filosofía admite que, su práctica solo se cumple en cuanto quedan
satisfechas la necesidades de supervivencia. La filosofía sólo es posible con el
ocio, es decir con un modo de vida que no consista únicamente en el
permanente estado de búsqueda de lo necesario para sobrevivir. Pero además
hay que añadir que el ejercicio filosófico no supone la pérdida de los
conocimientos prácticos que constituyen el acerbo cultural mediante el cual una
civilización permite, a sus detentores, la satisfacción de sus necesidades. Por
poner un ejemplo: no faltan en la historia médicos, consejeros políticos,
científicos, lingüistas, matemáticos, cuyas reflexiones filosóficas no fueron
impedimento para que ejerciesen, genialmente, sus respectivas profesiones
(Tales, Séneca, Descartes, Pascal, Carrel, Heisenberg, Planck, ...).

La afirmación de gran parte de la tradición filosófica según la cual la filosofía es


una actividad que no se legitima, desde el punto de vista de la justicia social,
más que en cuanto supervivencia está garantizada, puede parecer una
afirmación demasiado general como para poder sacar de ella consecuencias
prácticas concretas. ¿Cuál es el umbral de la garantía de la supervivencia? ¿A
partir de qué logros se puede aseverar que no hay peligro de caer en grave
riesgo de inanición? ¿Acaso la supervivencia no es un reto indefinido, y por lo
tanto una meta que, a largo plazo, resulta imposible garantizar, y por ende, un
reto que jamás podrá ser aplazado? Al parecer, dado que la supervivencia
nunca podrá ser absolutamente garantizada, al hombre no le queda más
remedio que dedicarse perpetuamente a su consecución, incluso a sabiendas
que esa continua y permanente tarea, se encuentra en perpetuo peligro de
fracasar.

El problema, sin embargo, no es tan sencillo. Cualquier supervivencia humana


implica la iniciativa de los que buscan sobrevivir. Incluso en el caso extremo,
óptimo, en el que se trate de apoderarse de los bienes puestos a disposición,
resulta necesario cumplir con ese pequeño trámite de apropiárselos
adecuadamente (con lo que ello supone tanto de iniciativa propia, como de
educación recibida para adoptar esa iniciativa y para saber hacer un uso
adecuado de los bienes dispuestos). Cuando se habla de supervivencia
humana no puede hacerse sino en sentido relativo. No hace falta preguntarse
si la supervivencia de las generaciones por venir está garantizada. Resulta
simplemente imposible; sólo si esas generaciones reciben educación y toman
iniciativas podrá decirse que sobrevivieron. En definitiva: cuando la filosofía
afirma que sólo puede ejercerse cuando están conseguidos los bienes
necesarios a la subsistencia, se entiende que se trata de una consecución
relativa, porque no puede ser de otro modo; y eso implica, a su vez, que el ocio
filosófico es relativo, no absoluto, que se ofrece no indefinidamente sino con el
tiempo contado, en espera de que resulte necesario volver a emprender la
actividad de consecución de los bienes necesarios a la supervivencia.

Todo esto resulta ilustrativo sobre el temple y la índole de la actividad filosófica.


Es ésta una operación en cierto modo gratuita, que no busca interés alguno si
se ciñe la noción de interés al ámbito de la praxis. El saber filosófico, en cuanto
saber filosófico, no tiene repercusión en el hombre en cuanto animal que debe
ganarse su supervivencia, que debe salir de sí mismo e ir hacia lo otro que sí
para perdurarse, para mantenerse. Curiosamente, frente a corriente recientes
de pensamiento, la filosofía no nace de la percepción de la condición finita del
hombre, de su condición precaria, sino en condiciones de plenitud, de limitación
satisfecha. El temple filosófico no es angustiado sino feliz, cumplido, satisfecho
(se entiende que relativamente). Y se entiende: solo desde el relativo
cumplimiento de las necesidades, sólo desde la prudente postergación del
cuidado de sí, cabe librarse a la meditación, al pensamiento desinteresado, a la
gratuidad contemplativa.

Ciertamente la crítica que el retórico Calicles hace de la filosofía no coincide del


todo con los planteamientos recientes. Si, al igual que éstos, considera que la
práctica filosófica incapacita para el tratamiento adecuado de las cuestiones
sociales, se demarca en tanto no percibe la filosofía como una práctica política.
Y se entiende. Resultaría absurdo atribuirle planteamientos (como el marxista,
o incluso, el hegeliano) que, aunque conforman de alguna manera los
desarrollos actuales, son muy posteriores a las tensas relaciones que
mantuvieron retóricos y filósofos atenienses.

La filosofía de sesgo platónico ( la de Platón, la de aquellos que adoptan


algunas de sus tesis principales, o la de aquellos que estudian los mismos
temas), sólo puede ser considerada totalitaria y despótica si impide el legítimo
ejercicio de la libertad, en especial, la libre investigación filosófica, vale decir, la
investigación de lo que uno mismo considera valioso o de interés.

Por eso cabe preguntar: ¿ cómo puede una actividad filosófica ser una coerción
o un impedimento del uso de la libertad? ¿ Puede la actividad filosófica
imposibilitar acciones libres? Filosofar no equivale a encarcelar; la filosofía no
impide ni coacciona ni castiga el ejercicio de la libertad porque mientras
filosofar es una actividad teórica, castigar o reprimir el uso de la libertad es una
actividad de orden pragmático. No cabe equiparar la filosofía ( sea ésta
platónica o no) a un ejercicio de gobierno injustamente represivo.

1.2 La postura aristotélica:

En el habla común no es infrecuente el uso despectivo del adjetivo "retórico".


Como ocurre a menudo en ese registro lingüístico fundamental, las palabras no
tienen un sentido único ni preciso ni acotado. El sentido, sin llegar a la
equivocidad, puede variar ligeramente. Algo así ocurre con el sentido
despectivo de "retórico": éste puede significar "mentiroso"; "sin sentido"; "salir
de una crítica sin tomarla en cuenta seriamente sino acudiendo a un tópico"
(algunas veces de modo irónico); etcétera; pero en todos los casos con el
objetivo de conquistar el consentimiento del auditorio, del público. Y si se abusa
de este tópico del habla común se puede llegar rápidamente a la convicción de
que para ganar el asentimiento de quien escucha al orador, éste necesita
esconder la verdad, mantenerla al margen, mentir si fuera necesario en un
caso extremado.

Contrariamente a este peligro, Aristóteles considera que el asentimiento se da


cuando se alcanza la convicción de que algo está demostrado. Por eso para el
filósofo de Estagira, en la medida en que la retórica es el arte de saber
convencer, retórica y demostración deben permanecer unidas. La función
fundamental del retórico es demostrar, ofrecer demostraciones a su auditorio.
De este modo se invierte la imagen del retórico como alguien que engaña; el
retórico, muy al contrario, es aquel que es capaz de demostrar a un auditorio
sobre la conveniencia y la oportunidad de sus propuestas. Cuanto menos
confuso sea un orador, cuanto más claras y demostrativas sean sus
exposiciones, mejor retórico será:

"(...) los argumentos retóricos son una especie de demostración (pues


prestamos crédito sobre todo cuando entendemos que algo está demostrado)" .

Esta convicción permite afirmar que hay en Aristóteles una auténtica promoción
de la retórica dentro del ámbito filosófico. La considera como un arte orador
demostrativo, capaz de argumentar y conquistar el asentimiento del auditorio
hacia la opción estimada mejor, o más prudente, o más conveniente. Pero sería
un error considerar, a partir de este indudable reconocimiento de la nobleza
retórica, que Aristóteles es un pos moderno "avant la lettre".
En la medida en que la nueva retórica contemporánea se estima como la
debida sustituta de la práctica filosófica; en la media en que esa misma
corriente percibe la filosofía como una práctica del intelecto totalitaria y abusiva;
y, sobre todo, en la medida en que Aristóteles distingue entre el silogismo
retórico (o entimema) y el silogismo lógico, atribuyendo a cada uno su medio de
influencia; en esas medidas no se puede afirmar que, para Aristóteles, la
retórica deba sustituir a la filosofía. Esto que, tanto para Platón (radical
defensor de la filosofía y crítico acérrimo de la retórica) como para los nuevos
retóricos (los cuales presentan la retórica como modo de pensamiento sustituto
del filosófico), resultaría imposible, sólo se entiende desde la distinción que
hace el propio Aristóteles entre lo verdadero y lo verosímil:

"(...) el que mejor puede considerar de qué premisas, y cómo resulta el


silogismo, ese podrá ser el más hábil en el entimema y qué diferencias tiene
respecto de los silogismos lógicos. Pues tanto lo verdadero como lo verosímil
es propio de la misma facultad de verlo, (...); por eso tener hábito de conjeturar
frente a lo verosímil es propio del que también está con el mismo hábito
respecto de la verdad " .

Para Aristóteles el uso óptimo de la argumentación retórica se da por quién


domina tanto la argumentación retórica como la lógica y, además, sabe qué
diferencias hay entre ellas. Esto quiere decir no sólo que retórica y lógica no
son incompatibles sino también que, del buen conocimiento de ambas y de su
correcta distinción, se deduce un uso óptimo del arte retórico. De esto resulta
que hay una instancia intelectual previa que puede y debe discernir cuándo y
bajo qué condiciones resulta oportuna la argumentación lógica y cuándo y bajo
qué condiciones resulta oportuno adoptar formas retóricas de argumentación.
Del texto de Aristóteles aquí citado, parece poder deducirse que la clave está
en la capacidad de distinción entre lo verosímil y lo verdadero.

Siguiendo el curso de la argumentación, se trataría de profundizar en esa


instancia previa capaz de discernir entre lo verosímil y lo verdadero. Pero antes
de pasar a cualquier análisis del intelecto humano como potencia cognoscitiva
capaz de discernir lo verdadero y lo verosímil, conviene adentrarse en esta
mima distinción. La conveniencia estriba en que, con alta probabilidad, la
posición que se adopte con respecto a lo verosímil y a lo verdadero,
determinará la ulterior opinión que merezcan la retórica y la filosofía. Por poner
dos ejemplos: si uno estima que el hombre no puede alcanzar verdades sino, a
lo sumo verosimilitudes, tenderá a pensar que sólo se puede argumentar
retóricamente (así, por ejemplo, un nuevo retórico basándose en la
epistemología de Popper según la cual las leyes científicas son aquellas leyes
que pueden ser falseadas, llegará a la conclusión que la argumentación
científico experimental es una argumentación retórica); en cambio si uno estima
que no hay más conocimiento que el conocimiento de la verdad (y por lo tanto
que le conocimiento de la verosimilitud es un pseudo conocimiento), estimará
que la única argumentación posible es la argumentación lógica. Así pues el
esclarecimiento de lo que hay que entender por verosímil y de lo que hay que
entender por verdadero, resulta crucial a la hora de contrastar la retórica con la
filosofía y viceversa.
Existen varios modos de enfrentarse a la cuestión. Un primer modo consistiría
en partir de las definiciones de lo verosímil como aquello que el intelecto cree
sin certeza, y de lo verdadero como aquello de los que el intelecto está seguro.
De este modo el intelecto en caso de duda debería adoptar modos retóricos de
argumentación; en cambio, a partir de la certeza el intelecto debería usar
modos lógicos de argumentación (un poco al modo cartesiano). En este caso,
se podría llegar a la conclusión, entre otras posibles, que la filosofía es un
cuerpo de conocimientos que se obtiene ya sea por vía retórica, ya sea por vía
lógica, y que dentro de ese cuerpo se admiten conocimientos dudosos y
conocimientos ciertos. Pero en este caso se desatiende a lo verosímil como
aquello que es creíble y a lo verdadero como aquello que se refiere a la
dimensión ontológica de la realidad.

En el fondo éste es el problema con el que hay que enfrentarse: las nociones
de verosimilitud y de verdad no pertenecen a un mismo plano formal. Lo
verosímil se refiere inmediatamente al discurso, al habla; lo verdadero, en
cambio, a la realidad, a lo existente. Cuando se afirma que un discurso es
verosímil se quiere dar a entender que es creíble, probable, plausible; en
cambio, cuando se afirma que es verdadero se quiere dar a entender que las
cosas (o los casos) son, ellos mismos, como se afirma y defiende.

Resulta importante determinar cuáles son las circunstancias en las que se


encuentra el oyente a la hora de optar por calificar un discurso como verosímil
o como verdadero. Un caso paradigmático se produce en los testimonios
históricos. Alguien que ha participado en un acontecimiento histórico, nunca
dirá si lo que otros testigos cuentan es verosímil o no. Dirá siempre que lo
relatado es verdadero o falso porque sabe, por su propia mano, qué es lo que
aconteció. A un participante de la batalla de Verdun no se le puede hacer creer
que los aliados fueron vencidos, por mucho que el modo en que se cuenta
haga pensar que esa derrota ocurrió realmente. En cambio, la cosa cambia
mucho si el que recibe el testimonio no ha asistido al acontecimiento
transmitido. Para prestar asentimiento a lo que se le cuenta, el discurso deberá
cumplir ciertas condiciones como puedan ser su coherencia interna, su
adecuación con testimonios sobre acontecimientos que precedieron y
sucedieron a lo que él relata, la credibilidad de los testimonios no orales que
pueda aportar, etcétera. Y, a menudo (es decir, a menos que los datos
aportados resulten contundentes), no se podrá sino juzgar la verosimilitud de lo
transmitido. Y, en el caso en que se trate de conformar la propia práctica en
función de lo testimoniado, admitir que se ha optado por actuar de un modo
determinado, no en base a la verdad sino en base a la credibilidad y a la
verosimilitud. Por ejemplo: ocurre a veces que alguien explica sus iniciativas o
sus omisiones en base a unos principios de actuación determinados; esto no
quiere decir, necesariamente, que se trate de principios adoptados
arbitrariamente o caídos del cielo; puede muy bien ocurrir que en la base de
esa apropiación de principios se encuentre un testimonio, una experiencia
ajena de la que no se ha sido testigo pero de la que se ha recibido noticia,
juzgada creíble.

Desde un punto de vista radicalmente cientificista y radicalmente positivista, y


dado que la retórica se emplea para lo verosímil (mientras que la lógica para lo
verdadero), se puede pensar que es preferible dispensarse de la retórica y
atenerse a la lógica. Más que conformarse con la credibilidad o la posibilidad,
convendría informarse o adueñarse de las condiciones necesarias para poder
afirmar si un discurso es verdadero o no. Y si no, ¿qué valor se podría
conceder a un discurso que, por muy plausible que resultase, nunca se podrá
saber si es verdadero o no? ¿Acaso no sería preferible atenerse a dos únicas
alternativas: la de la verdad o la de la ignorancia? ¿No resultaría más claro y
menos equívoco un orden social en el que el hombre sólo pudiera encontrarse
o en la verdad o en la ignorancia, un mundo completamente desprovisto de ese
terreno intermedio y equívoco, en que consiste lo verosímil?

1.3 La nueva retórica:

a. El pensamiento débil de Vattimo:

+ Desarrollo técnico y fin de la metafísica:

Según discurre Vattimo, una de las razones por las que la metafísica ha
perdido definitivamente protagonismo estriba en el desarrollo de la técnica. Por
decirlo más explícitamente: si la técnica ha sustituido a la metafísica
(usurpándole el prestigio que había conservado celosamente para sí) es debido
a que, detrás de una fachada de conocimiento sapiencial capaz de dar sentido
a toda la realidad, la perspectiva metafísica no quería más que aportar una
consolación supersticiosa (ideológica en términos marxistas) ante las
pandemias padecidas por la humanidad. Por lo tanto, ahora que la técnica
garantiza tanto una prevención eficaz contra las posibles catástrofes como una
calidad de vida que minimiza en un grado inaudito los males padecidos antaño,
no es casual que las inteligencias inquietas se hayan desentendido de la
metafísica, no sin antes haberla definitivamente sentenciado como falsa
consoladora:

"Los conceptos rectores de la metafísica - la idea de una totalidad del mundo,


de un sentido unitario de la historia, de un sujeto centrado en sí mismo y
eventualmente capaz de hacerse con ese sentido - se muestran ahora como
instrumentos de aleccionamiento y de consolación, ya no necesarios en el
marco de las capacidades que la técnica hoy nos proporciona"

Prescindiendo de un examen pormenorizado sobre el efectivo abandono de la


metafísica (es decir, admitiendo que de hecho ya no se elaboran
especulaciones metafísicas), cabe sin embargo preguntarse si la coincidencia a
la que alude Vattimo es testimonio suficiente para considerar a la metafísica
como un falso intento de consolación. Dicho de forma interrogativa: que la
técnica haya alcanzado un desarrollo tal que permite resolver y vencer
dificultades tradicionalmente consideradas insuperables, ¿basta para afirmar
que la metafísica, bajo una superficie de especulación identificatoria de
sentidos absolutos, es en realidad un burdo intento de establecer falsas
consolaciones?

Semejante conclusión no puede ser aprobada más que si se cumplen al menos


dos condiciones:

- la primera, de orden interno a la propia metafísica, consiste en equiparar la


tradición metafísica, entendida como "reflexión tendente a buscar la causa
última del mundo", con un modo falaz de consolar a la humanidad de los
graves males que la postran;

- la segunda se cumpliría siempre y cuando cupiera considerar a la técnica


como un movimiento real de emancipación y liberación, por el cual la
humanidad se curaría de los males que, hasta la explosión del desarrollo
técnico gracias al nacimiento de la ciencia moderna, la tenían postrada.

Considerar a la metafísica como un agente consolador no deja de ser un


análisis perspicaz.
Muchas son las metafísicas que se consideran a sí mismas descubridoras de
un orden de la realidad
cuya consecución supondría para el hombre la superación de un orden
estructuralmente deficitario y, a fin de cuentas, causante de infelicidad. Hay
ejemplos diáfanos: el orden del ser en Parménides gracias al cual el hombre
supera la mera opinión el camino del error y conquista la verdad; el mundo
ideal platónico, mundo que el hombre puede alcanzar mediante el cultivo de la
ascésis y la búsqueda de la sabiduría, trascendiendo el original mundo de
pálidos reflejos y realidad mínima; la filosofía primera aristotélica que satisface
el interés por la verdad que caracteriza a todo hombre; el cristianismo ( si el
cristianismo puede ser considerado como una metafísica, o si es cierto que
lleva implícita una metafísica), el cual promete una salvación transhistórica en
la que se cumplirán las bienaventuranzas anunciadas por su fundador;...

Sin embargo, Vattimo considera que se trata de una falsa consolación, falsedad
que habría sido demostrada desde fuera de la metafísica, más concretamente,
por el explosivo e inimaginado desarrollo de la técnica. La falsedad de la
consolación metafísica resulta denunciada no por un procedimiento intelectual
sino por un proceso técnico, el cual, a la par que habría paliado males y
postergaciones, habría demostrado, desde la transformación técnica de la
realidad, la inutilidad y la falsedad del pretendido carácter consolador de la
metafísica. Ahora bien: no conviene precipitarse en exceso habida cuenta de la
potencia consoladora de la técnica. Por un lado hay que afirmar que la
metafísica sólo puede ser vista como consoladora desde una perspectiva
escéptica y pesimista de la relatividad. Esto puede que se dé en Parménides y
en Platón (quienes tenían a fin de cuentas una concepción negativa de la
materia o de la corporalidad); sin embargo tal cosa no acontece en Aristóteles o
en el cristianismo (por aludir a los ejemplos citados). Desde la perspectiva de
los metafísicos, con la metafísica el hombre entra en el orden de la excelencia
y no en el orden de la consolación. La metafísica es un optimum, un logro que
se alcanza no desde la menesterosidad, desde la angustia o desde la
insatisfacción, sino a partir de la plenitud o de la satisfacción. Si la filosofía
arrancase del malestar, o de la desesperación o desde una concepción
angustiada de la limitación y la relatividad, acabaría por crisparse, por querer
vanamente sustituirse a las tareas de supervivencia y mejora del día a día,
terminando, dado el previsible fracaso de ese intento, por desesperar de sí
misma. El temple filosófico es sereno y optimista porque arranca de la
admiración.

+ El ser caduco y mortal, origen del pensamiento débil:

En un principio no cabe entender la expresión "destrucción de la metafísica" de


tal modo que se entienda por metafísica algo destrozable con los mismos
métodos empleados para destrozar un edificio, un coche o un bosque. La
metafísica es ante todo una serie de pensamientos. Es necesario argumentar
para llegar a destrozar la metafísica ( ya sea argumentar que se trata de
pensamientos erróneos, ya sea argumentar que las realidades sobre las que
versan esos pensamientos metafísicos son incognoscibles o indecibles,
etcétera). En este sentido la expresión "deconstrucción de la metafísica" es por
sí misma suficientemente significativa. No se trata, como otras veces
anteriores, de considerar imposibles las pretensiones de la metafísica clásica.
No se trata, después de concluir esa imposibilidad, de inaugurar un modo de
especulación más modesto. Ahora se trata de desbaratar la metafísica y de
convertir la misma filosofía en ese mismo desbaratamiento.

Del mismo modo, la expresión "deconstrucción de la filosofía" no cabe


entenderla como una operación de la misma índole que la empleada para
desmontar un andamio o un televisor. Al tratarse la filosofía de un saber
elaborado por una actividad de orden teórico, su supresión o aniquilamiento, no
cabe entenderlos más que como una demostración, teórica también, de su
falsedad o error.

La consideración llevada a cabo por Vattimo de la metafísica no carece de


originalidad y coherencia. A pesar de desautorizar a la metafísica en su
pretensión de saber fundamentante, no por ello considera oportuno el
abandono de la reflexión sobre el ser sino que, precisamente porque el ser
viene desvelando su carácter caduco y mortal, resulta necesario desvelar en el
saber sobre el ser una función desfudamentadora, descimentadora:

"el pensamiento de la verdad no es un pensamiento que 'fundamenta', tal como


piensa la metafísica, incluso en su versión kantiana, sino, al contrario, es aquel
pensamiento que, al poner de manifiesto la caducidad y la mortalidad como
constitutivos intrínsecos del ser, lleva a cabo una desfundamentación o
hundimiento" .

Aunque no resultaría inoportuno proceder a una atenta reflexión sobre las


razones por las que Vattimo distingue entre "pensamiento de la verdad" y
"metafísica" (dado que la metafísica ha dado origen y ha considerado siempre
como propia la meditación de la verdad en cuanto verdad), y aunque tampoco
resultaría vano preguntarse por qué el pensamiento de la verdad puede
alcanzar conclusiones sobre la índole del ser, sin embargo resulta necesario
para el propósito general del trabajo, meditar sobre la afirmación de la índole
intrínsecamente caduca y mortal del ser.

A este propósito cabe sostener que toda meditación sobre estas atribuciones
debe no sólo tenerlas en cuenta sino también advertir su pertenencia
intrínseca.

Si la mortalidad no ofrece duda alguna (al tratarse, simple y rotundamente de


un cese o, precisamente, de una pérdida del ser), no ocurre lo mismo con la
caducidad. Ésta puede ser interpretada como pérdida de actualidad, la cual, a
su vez, puede consistir: o en un abandono de la atención por parte de agentes
externos (en cuyo caso la caducidad del ser no podría ser intrínseca sino
extrínseca, por consistir en una actitud ajena); o bien en una pérdida de
procedencia, en el sentido de que aquello para lo que se le necesitaba ya ha
sido superado y no requiere ulteriores recurrencias.

Para aclarar esto último se podría recurrir al sentido que los sofistas daban a la
ley. Del mismo modo que las leyes sirven para unas circunstancias
determinadas, de tal forma que, una vez superadas dichas circunstancias, ya
no son promotoras de justicia sino legitimadoras de un statu quo injusto (si
acaso por impedir la erección de nuevas leyes para la buena reglamentación
de las nuevas circunstancias), así mismo, el ser, perdida su actualidad, no sólo
no sería promotor de aquello por lo que fue requerido, sino también su
obstáculo o impedimento.

Resumiendo: según Vattimo si la filosofía es un pensamiento


desfundamentador, ello se debe a que desvela el presunto carácter mortal y
caduco del ser. Bien puede encontrarse aquí la raíz o punto de partida del
pensamiento débil: si Parménides había inaugurado una tradición especulativa
fundamentante y cimentadora gracias a su caracterización del ser como algo
eterno, siempre igual a sí mismo, no sometido a movimiento, factor de un
conocimiento incrementable pero no corregible, ahora, mediante una llamada
de atención sobre el carácter caduco, mortal, siempre sometible a revisiones y
correcciones del ser, se inaugura una tradición especulativa
desfundamentadora o descimentadora (se entiende que en comparación con lo
anterior, y no en sentido absoluto). O dicho de otro modo: la opción por la
retórica en detrimento de la lógica, o del pensamiento débil en detrimento del
pensamiento fuerte, dependerá fundamentalmente de la concepción del ser
que se tenga.
Queda por preguntarse si la crítica a la concepción parmenídea del ser es
intrínseca o extrínseca a la nueva retórica. ¿Se puede llegar a la nueva forma
de pensamiento ahora promovido, sin antes haber pasado por el abandono de
la práctica intelectual anterior? O dicho de otro modo: ciertamente la
reivindicación de un pensamiento elástico, permanentemente atento a los
cambios sufrido por lo analizado y, por lo tanto, en permanente predisposición
a la rectificación, ha sucedido históricamente a un pensamiento apodíctico,
seguro de sí, que avanzaba por asimilación de los hallazgos anteriores. Pero
una cosa es lo históricamente acaecido (y por lo tanto contingentemente
sucedido), y otra cosa es lo lógico. O dicho en forma interrogativa: ¿hay algo en
el pensamiento humano que no le permita acceder a formas relativas de
producción intelectual más que mediante la elaboración y posterior superación
de formas absolutas de pensamiento?

Hay un dato fundamental, un testimonio recurrente que en principio inclina a


pensar que la estimación que debiera tener el hombre de su propio
pensamiento es inversa a lo que, si nos atenemos a lo defendido por la
corriente del pensamiento débil, ha acontecido en la historia: ese dato es que el
hombre no nace sabiendo y que su adquisición de conocimientos es
progresiva. Si el hombre es una inteligencia que, en su origen, no sabe nada; si
para adquirir conocimientos necesita la ayuda de quién ya está en posesión del
conocimiento a adquirir; si, en principio, el conocimiento adquirido puede ser
incrementable indefinidamente; entonces todo progreso intelectual debe ser, en
principio, consciente de su limitación, de su condición de mejorable. Esta
perspectiva permite alejarse tanto de las convicciones según las cuales el
saber humano puede ser absoluto, y por lo tanto obturado; como de aquellas
que vierten sobre el pensamiento humano un radical escepticismo consistente
en afirmar que todo pensamiento, toda adquisición de conocimiento deberá ser,
tarde o temprano, abandonado, rectificado, sustituido en su totalidad.

Otro de los modos por los que la corriente denominada "pensamiento débil"
procede a la condena de las teoría metafísicas, consiste en reprocharles su
grado de abstracción. De este modo las tesis metafísicas serían falsas no por
metafísicas, sino por abstractas. En este contexto cabe entender la hostilidad
del pensamiento débil tanto por el platonismo ( defensor de las ideas
universales) como hacia la lógica. También cabe entender, desde este mismo
punto de vista, que esos mismos promotores del pensamiento débil acusen a la
filosofía clásica de desvitalizar la vida. La reflexión filosófica sobre la vida, a
causa de sus abstracciones, no sólo no conduciría a conocer qué es la vida,
sino que además llevaría a cometer toscos errores: suprimir las características
específicas de la vida, marginar y desatender aquello que define lo vivo como
vivo. Se acabaría por definir lo vivo precisamente mediante categorías que no
son específicas de lo vivo sino que son atribuibles a realidades que no son
vida.

Cabe preguntarse si es posible pensar lo realmente existente ( si es posible


pensar acerca de lo que existe o acontece realmente) sin abstraer. Pensar es
una actividad que recurre a conceptos y los asocia, y luego vuelca esa misma
asociación sobre casos realmente existentes, para comprobar si la asociación
mental se adecua a la realidad o no. El pensamiento concibe lo real como
casos en los que se cumple una idea.

Si pensar es una actividad que recurre, por su misma índole, a nociones


generales que no tienen existencia real, entonces lo que se plantea no es si
cabe pensar lo real, lo vivo, sin abstraer. Lo que se plantea entonces es si cabe
pensar lo real sin más. Uno de los más importantes reproches que se han
venido vertiendo sobre aquellas filosofías que se consideraban a sí mismas
como pensamientos fuertes, es el de su grado de abstracción. La razón de esa
descalificación de tan alta abstracción, estribaría en considerar que se trata de
un procedimiento intelectual que termina por ignorar la singularidad y
concreción propias de la realidad en general, y de la realidad humana social en
particular. Los pensamientos fuertes, por abstractos, terminarían por erigir
sistemas teóricos inadecuados para la realidad. Por lo tanto: o bien
imposibilitarían la práctica social, o bien la tergiversarían. En suma, se trataría
de no abstraer, de atenerse rigurosa y escrupulosamente a lo particular, a lo
concreto, y todo ello para poder realizar descripciones pegadas a la realidad y
que diesen cuenta justificada y suficiente de lo que realmente acontece.

Sin embargo cabe preguntarse qué interés hay en apropiarse descriptivamente


de la realidad, es decir, qué interés hay en introducir en la propia intimidad
todos y cada uno de los elementos de la realidad (admitiendo que esto sea
posible). La asimilación intelectual de la realidad, la toma de posesión
intelectual de la realidad o su asimilación, incluyendo todos y cada uno se sus
ingredientes, no hace sino postergar su efectivo conocimiento. Conocer la
realidad no es lo mismo que tener en la intimidad su copia exhaustiva. En este
caso (siempre y cuando se admita que así funciona la mente humana),
quedaría por analizar la copia. Si en esto consistiese el pensamiento débil
habría que afirmar que no se trata sino de una mera descripción, de una mera
repetición. Al hombre le quedaría aún por darse cuenta, por orientarse, y poder
entonces actuar con sentido; y sobre todo, se trataría de un ejercicio en el que
el hombre no se manifestaría como un ser pensante capaz de sustraer las
causas de lo real, y a su vez, un ejercicio que no le permitiría sustraerse a la
idea de que todo es azaroso, caótico, o a la idea de que las cosas son y podían
haber sido, llegando hasta una completa equiparación del ser con el no ser,
con la nada.

b. La nueva retórica:

En su libro La filosofía como una de las bellas artes, Innenarity sale al paso de
aquellas actitudes que recelan de la retórica por considerarla una destreza por
la cual, gente sin escrúpulo alguno, puede lograr confundir las mentes y
conquistar su apoyo para causas inconfesables y, a la postre, opresoras.
Ciertamente, vistas así las cosas, no cabe responsabilizar al arte retórico de los
engaños que puedan ser realizados mediante su uso. La retórica puede ser
usada tanto para fines abusivos como para fines loables. Y, no por ser posible
el abuso nos vamos a privar de un saber hacer mediante el cual se pueden
conseguir progresos reales (como no nos vamos a privar de los poderes
curativos de la cocaína por ser ésta un alucinógeno que, tomado en dosis
excesivas o en condiciones que no requieren su consumo, puede provocar una
penosa e irreversible degradación cerebral).

Pero la defensa que lleva a cabo Innenarity de la retórica no consiste en


resguardarla del desprestigio que la amenaza debido a todos aquellos que la
usan para fascinar a las mentes, y de ese modo, conquistar su apoyo para
empresas ruines, e incluso, pavorosas. El asunto es mucho más delicado. Si
Innenarity insiste en la necesidad de la retórica es porque cree que, para
ciertos asuntos, y en determinadas circunstancias, el discernimiento teórico no
es posible y, sin embargo, necesario:

"(...) pues la influencia retórica no es la opción alternativa a un conocimiento


que también se podría tener, sino a una evidencia que no se puede tener, o
todavía no, o no aquí y ahora. Ante esta dificultad, surge la ineludible retórica.
De la necesidad de no poder decirlo todo surge la virtud de hablar
convincentemente" .
En estos casos ante la imposibilidad de un razonamiento lógico mediante el
cual se pueda
alcanzar la verdad, hay que echar mano de la retórica, renunciando a la
demostración científica, pero aspirando a la conquista del asentimiento sino
general, al menos suficiente.

Desde esta perspectiva, la retórica no comparece como un sustituto de la


lógica, principalmente porque una y otra no están ordenadas al mismo fin.
Pero, aparte de esta lacónica constatación, conviene hacer una advertencia
fundamental: el recurso a la retórica proviene de la consideración de que hay
alternativas que, aún sin admitir un discernimiento sobre la conveniencia de
una opción frente a otra, requieren una determinación, una elección. Ante
semejante aporía sería bueno echar mano del arte de convencer por la palabra.

La perspectiva de Innenarity invita a pensar que hay un genio retórico. Pero


queda la duda de si ese genio consiste en sacar una mente de un estado inicial
de perplejidad para instalarlo en un estado de convencimiento; o si más bien
consiste en sustituir un discurso que, en determinadas cuestiones, desemboca
en la aporía, por un discurso que, aún perdiendo en evidencia o en
contundencia, salva la aporía. En el primer caso, no encontraríamos con la
noción clásica o tradicional de la retórica, es decir, la retórica como arte que
permite convencer, ganar la aquiescencia del auditorio. En el segundo caso, la
retórica no aparece como un arte del convencimiento, sino como un tipo de
discurso que se presenta idóneo para sustituir al discurso lógico (o al discurso
científico) cuando desemboca en situaciones aporéticas, es decir, incapaz de
discernir cuál de las diferentes alternativas disponibles es la correcta (siendo
esas alternativas incompatibles entre sí).

En la segunda de las hipótesis se plantea si es posible tal discurso; si el


discurso lógico, discurso riguroso y coherente, no puede sino culminar en una
situación de suspensión del juicio, de no pronunciamiento, ¿cómo puede un
discurso, ajeno a las prerrogativas del discurso lógico, esquivar las
insuperables dificultades con las que pueda topar otro discurso rigurosamente
atenido a las leyes lógicas? El único modo que parece permitir semejante logro
consiste en la debilitación del principio de no contradicción, es decir, una
especie de débil identificación entre el ser y el no ser; o mejor dicho: admitir y
consentir la identificación mínima necesaria entre ser y no ser para no caer en
la aporía, en la perplejidad, en la irresolución del problema planteado. Pero
esto no se hace sin un precio a pagar, sin una consecuencia que repercute
sobre el discurso mismo, en este caso el discurso retórico: la pérdida de
sentido. La admisión de ciertas equiparaciones entre ser y no ser, terminan por
minar el sentido, por privar de contenido al discurso, de tal forma que un mismo
contenido termina por decir una cosa y su contraria.

Resulta interesante que uno de los grandes rehabilitadores de la retórica en


este siglo, y forjador de la expresión "nueva retórica", Ch. Perelman, haya
iniciado su trabajo tras constatar que el ámbito de los valores no admite una
argumentación apodíctica o rígida:
"(...) que no existía lógica específica alguna para los juicios de valor (...).
Constatamos que, en los ámbitos en los cuales se trata de establecer lo
preferible, lo aceptable y lo razonable, los razonamientos no son ni
deducciones formalmente correctas, ni inducciones que fueran de lo particular
a lo general, sino argumentaciones de todo tipo, destinadas a ganarse la
adhesión de las mentes a las tesis presentadas para su asentimiento" .

Perelman, conforme a la tradición positivista de la que procedía, intentó


investigar si la
lógica rígida o fuerte en la que ciblaba el conocimiento científico, era aplicada
en la judicatura. Y se dio cuenta que, a fin de cuentas, los tribunales de justicia
tenían en cuenta juicios de valor, principios de comportamiento, que no podían
ser obtenidos gracias al tipo de discernimiento que el positivismo consideraba
válido. Desde el punto de vista positivista, sólo quedaban dos alternativas: o
afirmar, en última instancia, la arbitrariedad de los juicios de valor, y en
consecuencia, de los dictámenes de cualquier judicatura; o dar por imposible
esos mismos juicios, debiendo renunciar a la institución judicial.

Tras abandonar la perspectiva positivista, Perelman llegó a la conclusión de la


peculiaridad de los juicios de valor. Y esto es lo que aquí interesa. Para
Perelman, el ámbito de lo justo y de lo injusto no admite argumentaciones
apodícticas: lo que sirve para un caso no sirve necesariamente para otro, y
sobre todo, no es posible establecer argumentaciones rígidas, lógicamente
correctas. Dado que es imposible dar, mediante inferencias lógicas, con la
verdad, sólo se puede recurrir al convencimiento, a tácticas de argumentación
destinadas a convencer, a inclinar los asentimientos en un sentido o en otro.

En el fondo de todo este asunto está la generalidad de los juicios de valor. En


sus fórmulas más generales o abstractas, los juicios de valor son evidentes.
Resulta muy extraño, o muy infrecuente que haya alguien que se manifieste
contrario a principios del tipo: "hay que hacer el bien y evitar el mal", "haz al
otro lo que quisieras que te hiciera a ti", "hay que dar a cada uno lo suyo". Se
trata de principios que no admiten demostración. Sólo pueden ser intuidos. El
único modo de contrarrestar a quien los niega, es mediante la demostración del
absurdo de su postura. El problema es la práctica. Por poner un ejemplo: hay
casos en que dar de comer pueda ser hacer el bien (a un hambriento, a un
huésped, a alguien que esté bajo la propia providencia,...), y hay casos en que
dar de comer sea obrar mal (a alguien que padece una enfermedad por la cual
no le conviene comer más que de un modo muy limitado a pesar de su hambre
y de sus peticiones,...). Además los juicios de valor no se refieren únicamente a
cuestiones de moral o de ética. Por ejemplo, en el dominio artístico. Un caso
muy próximo es el de los cubos de Moneo que se están construyendo en el
terreno del Kursaal. La obra de Moneo es de un indudable valor arquitectónico
y artístico. Sin embargo cabe preguntarse si se puede intervenir tan
violentamente en un contexto con sus propias características, características a
las que no se atiene el diseño del arquitecto. La respuesta no es fácil. Pero lo
que importa es que no se puede obtener la verdad práctica. Hay que optar. Y
de ahí surge la retórica, como ese arte de convencer que se intercala entre el
conflicto o la duda, y la toma de decisión. Es aquí como aparece la retórica
como un elemento consuetudinario (o si se prefiere cultural) que el ingenio
humano inventa para paliar tanto las inevitables limitaciones de su inteligencia,
como ese margen de indefinición propio a la realidad misma y sin el cual cabría
preguntarse si sería posible la libertad humana.

Volviendo al trayecto intelectual de Perelman, no está de más la advertencia de


que no se limitó a rehabilitar una práctica que había caído en desuso, y que
podía ser considerada por el medio académico al que había pertenecido y del
que se estaba desmarcando como demagoga. Si, finalmente, decide acuñar la
expresión "nueva retórica", ello es debido a que opta por extender la retórica de
los clásicos griegos y romanos allende los discursos destinados a convencer, o
a ganar el asentimiento, de un público más o menos numeroso:

"Pero la nueva retórica, en oposición con la antigua, concierne a los discursos


dirigidos a cualquier género de auditorio, ya se trate de una masa reunida en la
plaza pública ya de una reunión de especialistas, ya se dirija a un único
individuo ya a toda la humanidad (...) Teniendo en cuenta que su objeto es el
estudio del discurso no demostrativo (...) la teoría de la argumentación
concebida como una nueva retórica (o como una nueva dialéctica) cubre todo
el terreno del discurso orientado a convencer o a persuadir, cualquiera que sea
el auditorio al que se dirige y cualquiera que sea la materia sobre la que versa"
.

***

El objetivo del filósofo, a diferencia del comerciante, del candidato electoral, del
proselitista o del letrado no es convencer sino la verdad. Convencer equivale a
conseguir que nuestro oyente asienta a nuestras afirmaciones, mientras que
argumentar es aportar razones, justificar nuestras tesis mediante causas. La
filosofía es una búsqueda, un proyecto, un esfuerzo por conquistar la sabiduría.
La sabiduría es el premio, el bien deseado y perseguido. En rigor la persuasión,
la capacidad de ganar la aquiescencia son ajenas a su propio
desenvolvimiento. El filósofo no aspira, en cuanto filósofo, a que le crean, a que
asientan a sus tesis. La filosofía no es consensual: su objetivo final no es la paz
social sino la verdad, el conocimiento último de la realidad. Ahora bien: la
actividad filosófica es procesal, es una continua prosecución, de tal forma que
ni puede ser concluida, ni puede prescindir de los hallazgos anteriores.
Resultan sospechosas todas aquellas filosofías que se consideran a sí mismas
como culmen insuperable de la actividad filosófica o que descalifican
sistemáticamente como equivocados los intentos anteriores. El diálogo
filosófico es posible en forma de atención y en forma de oferta: en este sentido
debería ser un diálogo sereno porque su logro no está supeditado a la
conquista de un consenso; para que haya diálogo filosófico bastan la atención y
la generosidad, la escucha de lo hallado por otro y la publicación de lo
alcanzado por sí. En rigor no es posible otra forma de diálogo: cualquiera que
estuviera involucrado en él y quisiera concluirlo, obturarlo, estaría atentando
contra la filosofía por partida doble: por querer agotarla y por negar a los demás
sus aportaciones, sus búsquedas.

Si el objetivo de la retórica es convencer, cabe considerarla como un tratado


del convencimiento. Como un tratado que expone los modos de convencer.
Dicho tratado atenderá a la argumentación en la medida en que sea útil para
convencer.

El objetivo de la filosofía no es convencer. En esto se diferencia de la retórica.


Mientras que el retórico busca el asentimiento de sus oyentes, el filósofo busca
la verdad. Para éste último el diálogo no es un modo de llegar a un acuerdo,
sino una táctica para dar con la verdad ( verdad que no consiste en que el
acuerdo sea lo más extenso posible sino en la adecuación de las tesis emitidas
con aquello acerca de lo cual son emitidas esas mismas tesis).

Cuando alguien transmite en filosofía unos conocimientos, unas tesis, unas


argumentaciones, lo hace para instrucción de los que le escuchan. Ahora bien:
puede ocurrir que sus oyentes juzguen la verdad o el error de lo que se les
transmite. Si el que escucha es filósofo ( o lee y medita temas filosóficos), no
va a asentir a lo que se le dice a menos que lo juzgue verdadero. Es decir:
alguien con actitud filosófica no va a asentir a teorías, tesis y argumentaciones
porque quien las transmite es su amigo, o su compañero de negocios, o porque
le resulta simpático, sino porque juzga que esas mismas teorías, tesis y
argumentaciones son verdaderas.

2. CONTINGENCIA Y NECESIDAD:

2.1 La distinción entre filosofía primera y filosofías segundas:

Se puede afirmar que en Parménides se encuentra la primera formula explícita


del principio de contradicción: "el ser es y el no-ser no es". Dicha afirmación no
constituye sólo una ley lógica. Constituye más bien un salto enorme de la
filosofía. Ésta queda, con la nueva tesis, elevada al nivel metafísico ya que con
ella la especulación filosófica no se detiene con el hallazgo de causas físicas o
materiales (como el agua, el aire, la tierra o el fuego de los filósofos jónicos)
sino que cibla el núcleo de lo real en algo supra sensible: el ser. Gracias a
Parménides, y en particular a este hallazgo suyo del ser, la filosofía, sin perder
su condición de búsqueda de la causa universal de lo real se eleva hasta lo
inteligible, hasta lo que no es objeto aprehensible inmediatamente por los
sentidos sino por el intelecto.

En línea con este hallazgo fenomenal, Parménides deja bien claro el carácter
supra sensible del ser al afirmar que: "pues lo mismo es ser y pensar". Esta
tesis, sacada del contexto de la obra poética de Parménides (por ejemplo leída
desde una perspectiva cartesiana o hegeliana) puede llevar a considerar que
nuestro autor es un antecesor de la tesis idealista según la cual sólo se puede
atribuir el ser a lo pensado. Pero, como se ha dicho con anterioridad, más bien
se trata de entenderla como la afirmación según la cual el ser sólo comparece
explícitamente mediante un ejercicio del intelecto. O dicho de otro modo: que el
ser no puede ser alcanzado mediante el ejercicio de los sentidos. O si se
prefiere: el ser puede ser entendido pero no visto, ni olido, ni tocado, etcétera.

Esto nos lleva a pensar que en Parménides además de un explícito


descubrimiento del ser (y de su consiguiente distinción del no-ser), se
encuentra, al menos implícitamente, una estratificación de las operaciones
cognoscitivas humanas. Hay operaciones cognoscitivas como las sensitivas
que permiten "conocer" un cierto tipo de aspectos de la realidad, pero que no
acceden a estratos más profundos de lo real. En cambio hay otras operaciones,
fundamentalmente el pensar, al que quizás no le sea posible captar lo que
captan los sentidos, pero que tiene acceso al núcleo fundamental de la
realidad: el ser. Es más: esa estratificación parmenídea del pensamiento
humano no se detiene en atribuir a cada estrato un tipo determinado de
conocimiento (sensitivo, intelectivo), sino que llega a diferenciar dichos tipos de
conocimientos en su calidad: mientras ciertas actividades cognoscitivas sólo
permiten alcanzar opiniones, hay otro tipo, como el pensar, que alcanza la
verdad. O dicho de otro modo: hay un terreno (el de los sentidos y de lo móvil),
en el que el hombre permanece dubitativo y en el que no le es posible saborear
ni apoyarse con absoluta serenidad en sus hallazgos, dado el carácter frágil y
movedizo de los mismos; y hay otro terreno (el del ser), sobre el que la
inteligencia puede descansar y aquietarse dado el carácter permanente, fijo y
estable de lo conocido. Incluso se puede incluir, siguiendo el discurrir de la
especulación parmenídea, una tercer esfera que se caracteriza por permanecer
absolutamente incognoscible: el no-ser (con lo que ello supone de
contradicción, ya que afirmar que el ser es cognoscible, es admitir que se
puede conocer esa privación de ser en que consiste el no-ser).

La filosofía del ser en Aristóteles, adelantándonos ya a futuras tesis, flexibiliza


la concepción parmenídea. Por tal flexibilidad hay que entender la no privación
de la condición de ser a todo aquello en lo que se da el cambio accidental, es
decir, a todo aquello que puede cambiar permaneciendo el mismo. Como se
puede ver, en cierto modo, con Aristóteles la teoría del ser se enriquecerá con
una serie de adquisiciones teóricas sobre el movimiento y sobre la identidad.

Se puede afirmar que Aristóteles fue un gran erudito. Así lo testimonia la


diversidad de los temas que trató y la diversidad de los tratados que legó a la
posteridad. Pero ciñéndonos al tema que aquí nos interesa deberemos
centrarnos primordialmente en el contenido de su Metafísica, conjunto de
breves opúsculos en los que expone, entre otras cosas, su teoría sobre el ser.

Como se ha dicho, hay en Aristóteles una concepción del ser mucho menos
monolítica e inmovilista que en Parménides. Si se quiere exponerlo de otro
modo: a diferencia de Parménides y a diferencia del propio Platón, Aristóteles,
dada la versatilidad y agilidad de sus conclusiones, no necesita suponer de
entrada un mundo trascendente al nuestro, completamente separado y aislado,
en cuyo conocimiento nuestra inteligencia alcanza verdades permanentes y
fijas. Y sobre todo: al distinguir varias modalidades de ser, o mejor dicho, al
descubrir que el ser, permaneciendo ser, puede adquirir diversas modalidades,
lo introduce en el mundo del que Parménides lo había sustraído.

¿Cómo logra Aristóteles introducir el ser en el mundo? ¿Cómo logra


compatibilizarlo con una realidad en la que se dan cambios, variaciones,
nacimientos y defunciones, apariciones y desapariciones? Aristóteles logra
compatibilizar ser y movimiento (cosa que no hubiera aceptado Parménides,
por la inevitable implicación del no-ser en el movimiento) gracias a su
descubrimiento sobre los múltiples sentidos del ser:

"El ser se entiende de muchas maneras, pero estos diferentes sentidos se


refieren a una sola cosa, a una misma naturaleza, no habiendo entre ellos sólo
comunidad de nombre; mas así como por sano se entiende todo aquello que se
refiere a la salud, lo que la conserva, lo que la produce, aquello de que es ella
señal y aquello que la recibe; (...); en igual forma el ser tiene muchas
significaciones, pero todas se refieren a un único principio" .

Si se compara el ser aristotélico con el ser parmenídeo se puede llegar a


pensar que, con su consagración en detrimento del segundo, la noción de ser
pierde la nitidez y la claridad que poseía, y por lo tanto, también su capacidad
de concentrar y retener la atención de la mente. Ahora bien: esta precisión
resultaría incompleta sin dos añadidos ulteriores. El primero de ellos estriba en
que la claridad y nitidez del ser parmenídeo obliga a postular un costoso mundo
trascendente del que, por lo demás, no se tiene noticia inmediata; el segundo
consiste en subrayar que Aristóteles, al subrayar que el ser se dice de muchas
maneras, añade que se trata de diferentes sentidos que tienen como
paradigma o referente, un mismo principio, una misma naturaleza: De este
modo, al advertir que cualquier uso que se haga del ser debe ser remisible a un
mismo origen, elude la homonimia (como la que se da, por ejemplo, en el caso
de la palabra "vela", que puede referirse al instrumento de navegación
marítima, o al palo de cera que se usa para alumbrar, cosas ambas que no
tienen nada que ver entre sí); pero también elude la equivocidad (cosa que no
se da en absoluto en
el uso correcto del lenguaje, siempre y cuando dentro del uso correcto del
lenguaje se incluya la elusión de dos sentidos contradictorios para una misma
palabra).

Cuando Aristóteles afirma que el ser se dice de muchas maneras abre la


posibilidad de que pueda ser atribuido a un mundo como aquel en el que nos
desenvolvemos, o a una realidad como la que somos los nacidos de mujer.
Desde luego la posibilidad no es la garantía; pero al menos queda incoada la
oportunidad de superar tan radical dicotomía como la que establece
Parménides entre ser y no-ser, y todo ello sin tener que renunciar a la lógica, al
planteamiento coherente. En efecto: si, siguiendo a Parménides, no resulta
posible atribuir el ser a quien sufre la limitación (una forma de no-ser), parece
que queda imposibilitado cualquier tipo de discurso, ya que se habla sobre el
no-ser, sobre la nada (y sobre la nada, nada se puede decir; o todo: una cosa y
su contraria). En cambio, gracias al hallazgo aristotélico, queda la posibilidad
de si el ser se puede dar junto a algún modo de no-ser, es decir, si queda la
posibilidad de atribuir el ser a lo limitado, a lo finito (y no únicamente a lo infinito
e ilimitado), abriéndose de este modo, una posibilidad al discurso sobre lo
finito, sobre lo relativo.

La distinción que realiza Aristóteles con respecto a la noción de ser (distinción


capital por el progreso que supone con respecto a la noción parmenídea del
ser) es la diferenciación entre lo que es en sí (o por sí) y lo que no es en sí (o
por sí). Se trata de la famosa clasificación de la realidad en sustancias y
accidentes. Sustancia (ousía en griego), es lo que es por sí, lo que es
propiamente, lo que entendemos primordial y principalmente por ser. Accidente
es lo que es en otro, lo que no es por sí sino por otro, lo que no existe en sí
mismo sino que sólo existe en la medida en la que inhiere una sustancia. No
existe la blancura o la belleza en sí o el bien en sí (como quería Platón), sino
que existen cosas blancas o bellas o buenas.

Pero para nuestro propósito, más importante aún es el descubrimiento de lo


potencial, es decir de aquello que compatibiliza la actualidad con la
temporalidad o con la sucesión:

"¿Existe sólo lo actual? No. ¿Y qué se contrapone a lo actual? Lo temporal.


Esta es una diferencia que se ha de tener en cuenta, ya que muchas
dimensiones de la realidad no se explican sin el tiempo. Dicho de otro modo, el
tiempo no es un defecto, una nulidad o irrealidad completa. La noción
aristotélica de potencia permite incorporar el tiempo a la filosofía" .

La dicotomía parmenídea entre lo que es y lo que no es, de algún modo


prolongada por el mundo ideal platónico, aunque da cuenta del interés original
de la filosofía por lo actual y permanente, no se compadece de la realidad
cambiante y en movimiento a la que pertenecemos, y en la que se
desenvuelven, a fin de cuentas los asuntos humanos. Con Parménides y
Platón, la filosofía se encuentra ante la imposibilidad de explicar la realidad en
la medida en que implica cambio, finitud, movimiento, etc. Lo temporal, es
decir, aquello que no está dado de golpe sino que se despliega
progresivamente, queda inexplicado. Pero Aristóteles, al descubrir el par
potencia-acto, introduce la especulación filosófica en el marco de aquellas
realidades (entre las que se incluye el ser humano) que comprenden en el
origen capacidades, virtualidades en estado de mera posibilidad, es decir, no
actualizadas pero aptas para un desenvolvimiento o crecimiento progresivo. Así
se explica que la filosofía primera, vertida hacia lo actual, termine por ser
completada por filosofías segundas (como la física, la antropología, la
sociología, la historia,...).

2.2 El pensamiento débil, pensamiento de lo contingente:

El anuncio del fin de la metafísica suele por un lado estar justificado por el
supuesto carácter totalitario y dogmático de la metafísica, y por otro lado, suele
ir acompañado de la reivindicación de la retórica como instrumento adecuado al
pensamiento filosófico.

Esta coincidencia puede ser interpretada de varios modos. Pero no parece


mera casualidad
que la renuncia al pensamiento sobre "las causas primeras y los principios" ,
según expresión aristotélica, vaya acompañada, en el ámbito filosófico, de una
rehabilitación de la retórica.

Si el hombre acude a la retórica cuando se trata de debatir acontecimientos o


situaciones sometidas continuamente a cambio ( como pueden ser la tasa de
paro, el juego de un equipo de fútbol o la bravura de los toros de lidia,
etcétera), y si renuncia a alcanzar un conocimiento sobre lo incondicional y
necesario, no debe sorprender que una disciplina que decide centrarse
únicamente en lo relativo, contingente y dependiente de muchos factores
circunstanciales, termine por interesarse por la retórica. Aristóteles, hablando
del entimema ( que define como "la demostración retórica") afirma: " las
proposiciones de que hablan los entimemas, algunas son necesarias pero la
mayor parte sólo frecuentes" .

Cuando se afirma que el mundo de los lugares comunes ( como pueden ser los
refranes o las sentencias populares) es el mundo de lo probable, se quiere dar
a entender que aquello sobre lo que versan los lugares comunes ni es
necesario ni es absolutamente imprevisible o absolutamente azaroso. Los
juicios sobre lo contingente no tienen una validez universal apodíctica sino una
validez circunstancial. Entonces resulta importante defender los juicios emitidos
atendiendo a las circunstancias particulares.

En este contexto conviene analizar la tesis según la cual para evitar dogmatizar
filosofando, hay que recurrir a la retórica. Dogmatizar equivaldría a afirmar que
una tesis es verdadera y cuyo valor de verdad no se pierde nunca y permanece
para cualquier circunstancia, época y pensamiento. Es decir: la filosofía que
recurriese a la lógica y no a la retórica, sería dogmática por pretender alcanzar
un saber verdadero para cualquier país y época. Se trataría de un pensamiento
de lo universal, de lo que permanece a través del paso del tiempo y a través del
acaecimiento de los más diversos acontecimientos. En este sentido los
filósofos actuales que abogan por el uso de la retórica, negarían, o bien que la
filosofía fuese un saber sobre lo universal ( con lo cual quedaría por determinar
qué nombre poner al saber de lo universal ), o bien que no hay nada universal,
vale decir, que todo lo que hay es contingente azaroso, lo suficientemente
cambiante como para no poder afirmar nada como no pasible de continua
rectificación. Es decir: admitiendo que la filosofía fuese un saber sobre
realidades de las que sólo cabe un conocimiento parcial, transitorio, válido
dentro de ciertas circunstancias efímeras, caducas e irrepetibles, quedarían por
resolver otras dos cuestiones: en la hipótesis de que hay una realidad
universal, igual a sí misma, de tal forma que lo que de ella se predique con
acierto no puede ser, en verdad, corregido sino sólo aumentado, ¿cuál es el
saber que versa sobre ella? Al contrario, si las afirmaciones de que la filosofía,
tradicionalmente considerada como un saber absoluto, no es un saber de tal
índole, sino a lo sumo un saber probable, ¿ello no equivale a defender que no
hay nada absoluto?

2.3 El pensamiento fuerte, pensamiento de lo necesario:

Plantearse la cuestión de los fundamentos supone que se cree que hay algo
fundado, que hay cosas que, siendo, carecen de la razón de ser en sí. Son
seres que dependen intrínseca y ontológicamente de algo que no son ellos
mismos. Aquello de lo que dependen no está, en definitiva,
fundamentado. La índole fundamental de los conocimientos filosóficos clásicos
se debe a la índole o
naturaleza de aquello por lo que se interesan. La filosofía primera se interesa
por lo fundante, por lo
no fundado, por lo que permanece idéntico a sí mismo, por aquello de lo que
depende lo efímero, lo
móvil, lo pasajero. Dice Aristóteles que " la ciencia primera tiene por objeto lo
independiente y lo inmóvil" . Así pues, si se admite la perspectiva aristotélica,
hay una ciencia que se ocupa de algo que es, llanamente, independiente e
inmóvil. La independencia a la que alude aquí Aristóteles no es la propia de
quien se gana la vida, o la de quien no vive a costa ajena porque se costea el
alimento, la vivienda, la vestimenta, etcétera. Es más bien la independencia de
lo incausado, de lo que no tiene origen, y de lo que no es fruto de la obra de un
primer y ajeno agente. Se trata de una independencia metafísica u ontológica,
más que de una independencia moral o práctica. Del mismo modo la
inmovilidad a la que se refiere Aristóteles no es una inmovilidad estática propia
del móvil que no se desplaza localmente, propia del móvil que, además de no
moverse de un sitio a otro, está quieto. Es más bien la inmovilidad de lo que
permanece idéntico a sí mismo, sin experimentar cambios ya de incremento ya
de empequeñecimiento (entendiendo por éstos, no unas ganancias o unas
pérdidas de tipo exclusivamente espacial, sino de otros muchos tipos, como
puedan ser ganancias de conocimiento o ganancias de libertad).

El conocimiento de una realidad semejante ( es decir inmóvil e independiente)


admite añadidos, incrementos, pero no correcciones o rectificaciones, o si se
prefiere, suplantaciones. En efecto, tratándose tanto de una realidad siempre
idéntica a sí misma, como de un conocimiento verdadero, acertado, lo
descubierto en un momento dado acerca de ella seguirá siendo válido en otro
momento sucesivo. Por lo mismo ese conocimiento verdadero de esa realidad
inmóvil sólo será pasible de aumento, y ello a expensas de que lo hallado con
anterioridad no sea exhaustivo o no agote la realidad en cuestión.

Resulta obvio que semejante tipo de conocimiento no puede ser calificado de


débil, ya que este tipo de atributo más bien parece aludir a un conocimiento
dudoso, a lo sumo probable, pero en ningún caso contundente o definitivo. Por
la misma no cabe hablar de un pensamiento débil más que cuando se trata de
un pensamiento que no versa sobre realidades inmóviles e independientes, ya
que todo pensamiento acertado de realidades inmóviles e independientes
siempre guardará su validez, y por lo tanto sólo será pasible de incremento y
no de corrección. En este sentido se puede ya precisar que al hablar de
pensamientos fuertes y de pensamientos débiles, no se trata de remitirse a
potencias especuladores más (o menos) poderosas. Lo que determina que un
pensamiento sea fuerte o débil no es la potencia o la debilidad del sujeto que
conoce, sino la índole del objeto de conocimiento. Si el objeto por el que se
interesa el sujeto es un objeto cambiante, sometido, al menos potencialmente,
a evoluciones, el conocimiento que se obtendrá de él, será siempre provisional,
pasible de rectificaciones, débil. En cambio si el objeto conocido es siempre
igual a sí mismo, o si lo que de él se examina, permanece invariable, entonces
se asiste a un conocimiento fuerte.

En la perspectiva aristotélica, además de la supuesta inmovilidad del objeto de


la ciencia primera, cabe hacer hincapié en su independencia, independencia
que hay que entender, dentro de la obra aristotélica, más como incausalidad
que como emancipación. Ello implica que dicho objeto no puede ser conocido
mediante el conocimiento de sus causas ( no por incognoscibles sino porque
no las hay). A lo sumo, y siempre y cuando no quepa un conocimiento directo
de dicho objeto, cabrá alcanzarlo o aprehenderlo mediante sus efectos, es
decir, mediante el conocimiento de lo que , en alguna medida, depende de él
como de su causa. Por contraste, lo relativo es lo dependiente, aquello que
depende esencial y ontológicamente de otro que él. El punto de partida de la
metafísica es el pensamiento de lo relativo ( o de lo dependiente), en cuanto
relativo (o en cuanto dependiente). Por eso, si se procede al abandono de la
metafísica, se procede o bien a dejar de pensar lo relativo ( en
este caso se trataría de empezar a pensar lo absoluto), o bien a dejar de
pensar lo relativo en cuanto relativo.

Aquí se encuentra una de las grandes claves de este tema. Resultaría


contradictorio afirmar que la corriente débil, en la medida en que preconiza un
pensamiento débil, un pensamiento relativo consciente de su propia caducidad,
no atiende a lo relativo en cuanto relativo; pero no se trata de la relatividad en
el orden del ser, ni de una relatividad estudiada como remitente a un orden
necesario, incausado, impropio de este mundo y al que trascendería. Es más
bien una relatividad inmanente (poniendo mucho cuidado en no identificar esa
inmanencia con la subjetividad del sujeto de conocimiento). Es la relatividad
propia de los seres de este mundo. Estos, aún permaneciendo sí mismos,
cambian. Por ende, hay que subrayar la consecuente relatividad resultante de
la mutua compenetración entre esos tipos de realidades, de tal forma, por
ejemplo, que lo que influye de una manera dada en un momento, a la vista de
sus propios cambios, influye de manera muy distinta en otro. El abandono de la
relatividad como remitente a la necesidad, o su posible equivalente de estricto
atenimiento a la relatividad, llevan, muy probablemente, a un tipo de reflexión
consciente de su interinidad, de su precariedad: dado que aquello sobre lo que
se vierte el pensamiento está sometido tanto a propio cambio como a la
influencia de lo que le rodea y cambia, lo afirmado hoy puede no ser válido al
poco tiempo.

Así detrás de no pocas habilitaciones del pensamiento débil, y de no pocas


descalificaciones del pensamiento fuerte, se encuentran tristes experiencias
políticas, experiencias fundamentadas, promovidas y justificadas por
exposiciones teóricas, mal avenidas, en su rigidez, con la movilidad, la riqueza
y la pluralidad de los fenómenos sociales. Pero detrás de una reacción tan
justificada (se entiende que para evitar abusos políticos como los sufridos, se
procure promocionar un tipo de pensamiento mucho más flexible, y con
pretensiones mucho menos totalizantes), puede que se esconda una crítica
excesiva. En el fondo, para quien persiste, a pesar de las sentencias de
invalidez, en la vigencia del discurso filosófico clásico (discurso sobre lo
fundante y con pretensiones de verdad plena), el atenimiento de la nueva
corriente retórica a lo relativo, supone que deberá insistir en el carácter de lo
relativo como remitente a lo absoluto y necesario. O dicho de otro modo: si
algún debate es posible entre quienes consideran que no es posible el discurso
filosófico y que hay que sustituirlo por el discurso retórico, y entre quienes
consideran que el discurso filosófico sigue siendo posible, será un debate en
torno a la relatividad, y más concretamente, en si ésta remite a lo necesario y
fundante o no. Conviene tener en cuenta que, en este debate no está en juego
únicamente la afirmación o la negación de la existencia de algo fundante y
necesario (sea esto lo que sea: Dios, Inteligencia, Espíritu de la historia,
Aquello mayor de lo cual no se puede pensar, etcétera), sino la índole misma
de lo supuestamente relativo y contingente. En efecto: si lo relativo es
puramente relativo, entonces puede muy bien que no se trate más que de un
puro azar, un puro caos; y en este caso, podría quedar invalidado incluso el
propio discurso retórico, ya que una tesis y su contraria, dada la índole caótica
del objeto sobre el que son vertidas, serían verdaderas a la vez, o también
falsas a la vez. Y, en este caso, habría que terminar o bien por suspender
definitivamente el discurso, o bien por estimarlo como un conjunto de voces
vacías, voces sin sentido ni contenido.

Aunque en muchos casos la teoría del pensamiento débil aparece como una
corriente que reacciona contra los abusos políticos en que consistieron las
puestas en práctica de determinadas ideologías recientes (por ejemplo los
susodichos casos del marxismo real o del nacional socialismo alemán de los
años 30 y principios de los 40), sin embargo, el prototipo al que se remite esa
teoría como ejemplo a combatir y a evitar es el de la filosofía platónica, o el de
la filosofía de sesgo platónico. Por eso, independientemente de que en Platón
se puede hallar una teoría política de sesgo más o menos totalitario, no cabe la
menor duda que resulta pertinente la atención filosófica a este tema. Aquí no
está en juego únicamente la teoría de la praxis política; en verdad está en
juego la tradición filosófica en su conjunto. En el fondo conviene tener muy en
cuenta el significado secreto que se da aquí a la filosofía, so pena de no
advertir que no se trata solamente de impulsar y promover un nuevo modo de
entender la acción política, sino que se trata de hacerlo partiendo de la
convicción de que la filosofía consiste y ha consistido siempre en un ejercicio
de teoría política. O dicho de otro modo: para los padres del pensamiento débil
promover una nueva racionalidad política equivale a promover una nueva
racionalidad filosófica. En cierto modo, y adelantando posibles desarrollos
ulteriores, cabe descubrir una secreta (y por cierto monumental) paradoja: la
coincidencia en la convicción de la vocación política de la filosofía inherente
tanto a las ideologías políticas que se denuncian, como al renacimiento del
discurrir político en que quiere consistir el pensamiento débil como denuncia y
alternativa de esas mismas ideologías rebatidas. En rigor, si uno se instala en
el seno del acerbo cultural que inspira el denominado pensamiento débil, la
disyuntiva "retórica - filosofía" no plantearía tanto la duda de si la retórica es
capaz de un conocimiento más acertado del que alcanza la filosofía, sino la
alternativa entre dos formas de hacer política.

CONCLUSIÓN:

A lo largo de este trabajo se ha procurado mostrar:


- que el abandono de los temas metafísicos termina por centrar la atención del
filósofo únicamente en lo contingente y cambiante, es decir, en aquello sobre lo
cual no es posible un conocimiento universal y necesario;
- que la retórica, considerada como el arte de convencer, no puede satisfacer al
filósofo, ya que éste no busca tanto el asentimiento de su auditorio como la
verdad.
El pensamiento débil resulta necesario para el filósofo en la medida en que
vierte su reflexión sobre lo cambiante y contingente. Pero por otra parte le
induce a renunciar a conocer lo eterno, lo permanente, lo absoluto: le induce a
adoptar la retórica como instrumento de reflexión, y lo contingente y azaroso
como tema exclusivo de meditación.

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