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La palabra eutanasia tiene origen griego. Deriva de "eu", que significa bien", y de
thanatos, que equivale a muerte. Es decir, el buen morir o buena muerte.
En Grecia la eutanasia era entendida como una especie de muerte sin dolor y
honorable.
Es decir, no planteaba un cuestionamiento moral respecto a su práctica, ya que era
preferible a una vida mala o indigna.
En la Edad media, las creencias religiosas sentaron posturas en contra, considerando
que la vida humana era un obsequio de Dios, por tanto, solo él tenía derecho sobre
ella, y no así la persona.
La Asociación médica mundial se refiere a esta práctica en los siguientes términos:
La eutanasia, es decir, el acto deliberado de poner fin a la vida de un paciente,
aunque sea por voluntad propia o a petición de sus familiares, es contraria a la
ética. Ello no impide al médico respetar el deseo del paciente de dejar que el
proceso natural de la muerte siga su curso en la fase terminal de su enfermedad
Desde el punto de vista religioso, la Iglesia Católica condena a la eutanasia de la
siguiente forma, en la enciclica Evangelium Vitae:
La eutanasia es una grave violación de la ley de Dios, en cuanto eliminación
deliberada y moralmente inaceptable de la persona humana. Esta doctrina se
fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la
Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal.
Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del
suicidio o del homicidio. Adueñarse de la muerte, procurándola de modo
anticipado y poniendo así fin dulcemente a la propia vida o a la de otros" (n. 64)
o, más propiamente, "en sentido verdadero y propio se debe entender (la
eutanasia como) una acción o una omisión que por su naturaleza y en la
intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. La eutanasia se
sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados.
Se trata de un tema polémico que requiere un análisis profundo. Aunque para muchos
sea fácil decir, por ejemplo "cada uno tiene derecho sobre su vida, y por tanto, puede
decidir si terminarla o no". Sin embargo, ese tipo de comentarios no constituyen
verdaderos argumentos para un debate que debe ser serio y detallada.
Por ejemplo, si una persona está en depresión, y con ciertos problemas físicos, y
solicita un suicidio asistido. ¿Qué se debe hacer? ¿Se debe hacer caso a los deseos
de esa persona y ayudarla en su propósito? Mi posición, en este caso, es negarle a esa
persona lo que está pidiendo.
La cuestión es compleja y cada caso es único. El respeto a la voluntad del paciente es
importante, sin embargo, muchas veces esa voluntad puede verse afectada
emocionalmente y lleva a tomar decisiones al paciente que, quizás, en principio no
aceptaría.
Quienes solicitan terminar con su vida están ejerciendo, obviamente el ejercicio de su
libertad. Aquí se entra ya en un debate más filosófico, porque se podría cuestionar que
tan libre está siendo el deseo de esa persona de poner fin a su existencia.
Es decir, existe un alto riesgo de pervertir la eutanasia en suicidio.
La eutanasia es un tema incómodo para la ética, quizá por una concepción sacral e
idealizada de la vida y por una imagen trágica de la muerte y del miedo a la nada. Y no
debiera ser así porque, si bien la vida no es un valle de lágrimas, tampoco es un jardín
de delicias, y porque la buena muerte -ese es el significado etimológico de la palabra-
es la consecuencia lógica de la propuesta ética del bien vivir y de la calidad de vida,
defendida por todas las filosofías morales.
También resulta incómodo para una determinada ética cristiana, que considera
absoluto el valor de la vida por encima de cualquier otro valor y la defiende incluso en
situaciones en las que el sufrimiento mina al ser humano hasta sumirlo en un estado de
humillación e indignidad y convertirse en tortura. ¡La vida por encima de la felicidad!
Esa parece ser la opción recalcitrante de moralistas estrechos de miras contraria al
mensaje de las Bienaventuranzas, que anuncia la felicidad para los pobres, los que
tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los
constructores de paz, los perseguidos por la justicia, la gente infeliz.
La eutanasia es, sin duda, uno de los temas más incómodos de la agenda ética de
quienes se consideran sus legítimos y únicos intérpretes, que la condenan sin matices,
sin esfuerzo intelectual alguno, sin análisis crítico de la realidad, con argumentos que
no resisten la prueba de la hermenéutica, ni filosófica ni teológica. Desoyen las
opiniones de los expertos y adoptan posiciones dogmáticas inmisericordes. Uno de sus
argumentos para oponerse a la eutanasia es la apelación a la idea de Dios como señor
feudal, como dueño y señor de la vida que la da y la quita cuando quiere, donde quiere
y a quien quiere, sin brizna alguna de sensibilidad hacia el sufrimiento humano,
pasando de largo ante el dolor humano, ante las personas dolientes. Piensan y se
comportan como los amigos de Job, que responsabilizan a este de ser culpable de sus
sufrimientos para salvar la honorabilidad y la justicia divina diciéndole «te lo tenías
merecido».
Los moralistas de vía estrecha todavía van más allá y llegan a falsear el significado de
la palabra eutanasia, asociándola con el desprecio a la vida, la autodestrucción, la
desesperación, la cobardía, la dejación de responsabilidades sociales, la frustración
personal, identificándola con el suicidio. Así operan los obispos españoles, quienes
están haciendo una campaña contra la eutanasia como preparación a la Jornada por la
Vida convocada para hoy, fecha en la que la liturgia cristiana celebra la Encarnación de
Jesús en el seno virginal de María. En la campaña vuelven a recordar los argumentos
expuestos en la declaración del 19 de febrero de 1999, en la que califican la eutanasia
de grave mal moral, y su defensa, de «equivocada en sí misma y peligrosa para la
convivencia social». Lejos de constituir un progreso, es para ellos un retroceso que,
citando a Juan Pablo II, responde a la «cultura de la muerte». La razón de su
aceptación está, según la opinión episcopal, en el ateísmo hedonista y en una mala
comprensión de la libertad. El «derecho a la muerte digna», dicen, es un eufemismo
que, en realidad, significa «derecho a matar».
Para oponerse a la eutanasia apelan al sentido redentor del sufrimiento y recurren a los
padecimientos de Jesús de Nazaret, que los asumió voluntariamente, en toda su
crudeza, fue a la muerte sin levantar la voz, y, al decir de un arzobispo emérito español,
no necesitó cuidados paliativos. Esta interpretación es una construcción ideológica de
la moral católica que no responde al hecho de la muerte de Jesús ni a las causas que
la provocaron. Jesús no muere para cumplir la voluntad de Dios, ni entrega su vida
voluntariamente. Todo lo contrario. Cuando es detenido y se acerca el momento fatal,
siente angustia, y está a punto de la desesperación. Es ejecutado tras un juicio en el
que fue acusado de blasfemo por las autoridades religiosas de Israel y de subversivo
por las autoridades políticas.
Me permito recomendar a los obispos la lectura del libro La eutanasia, una opción
cristiana, de Antonio Monclús (GEU, Granada, 2010). Tres son las ideas principales
que expone y que me parecen difícilmente refutables:
Puedo dar testimonio de personas que, en situaciones peores que las que a veces.
Reclaman la muerte, viven su deteriorada vida con sentido positivo, porque se ven
rodeados de cariñosa ayuda. Y es que, casi siempre, las invocaciones a la muerte,
cuando se producen, son en realidad- peticiones angustiosas de asistencia y afecto.
Este es el verdadero enfoque de la eutanasia: superar el egoísmo, para proporcionar al
enfermo terminal, junto con los cuidados físicos, compañía y simpatía -"sentir con"-para
conducirle a una muerte natural digna.