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La independencia del Perú: el país hacia

1821
Publicado por: Juan Luis Orrego Penagos

Al momento de su separación de España, el Perú contaba con poco más de un millón de habitantes.
Los indios eran más de la mitad, un 58%; los mestizos el 22%; y los negros, en su mayoría esclavos, el
4% de la población; la gente de “color libre” también bordeaba el 4%. Los blancos, tanto peninsulares
como criollos, eran poco más del 12% y vivían básicamente en la costa y en algunas ciudades del
interior como el Cuzco o Huamanga.

Lima tenía unos 64 mil habitantes. Eran pocos si consideramos que Ciudad de México contaba con
130 mil, pero más que Santiago de Chile con 10 mil y Buenos Aires con 40 mil. La capital de los
virreyes era la sede no solo de la alta burocracia sino también de la clase alta o aristocracia. Como
anota Alberto Flores Galindo, durante el periodo colonial, en Lima se otorgaron 411 títulos nobiliarios,
volumen lejanamente seguido por los 234 de Cuba y Santo Domingo y los 170 de México. En la ciudad
reside, sin exageración alguna, la elite virreinal más numerosa e importante de Hispanoamérica,
sustentada en las actividades mercantiles. Si desagregamos su población en razas, tenemos que en
Lima vivían 18 mil españoles (más peninsulares que criollos), 13 mil esclavos y 10 mil habitantes de
“color libre”; el resto eran indios que habitaban el su barrio o reducción llamado “El Cercado”.
Pero la raza o color de la piel no eran los únicos criterios de diferenciación social. Existían profundas
divisiones de orden social y económico. Es cierto que la clase alta era inevitablemente blanca pero, por
ejemplo, no todos los indios eran culturalmente indios. Un testigo de esa sociedad, Concolorcorvo,
decía que si un indio se aseaba, se cortaba sus cabellos, se ponía una camisa blanca y tenía un oficio
útil, podía pasar por cholo: Si su servicio es útil al español, ya le viste y calza, y a los dos meses es un
mestizo en el nombre. Como anota John Lynch, los propios mestizos no eran el único grupo social;
según su educación, trabajo, modo de vida, podían aproximarse a los blancos o a los indios. Los
mulatos y otras castas sufrían incluso una discriminación peor que los mestizos: se le prohibía vestir
como blancos, vivir en distritos blancos, casarse con blancas (os), y tenían sus propias iglesias y
cementerios. Pero ni siquiera le gente de color estaba inmutablemente clasificada según su raza; el
avance económico podía asegurarles una situación de blancos, bien “pasando” por tales o mediante la
compra de un certificado de blancura. Como vemos, los criterios culturales, raciales y económicos se
entremezclaban en una sociedad en plena transición al momento de la independencia.

La clase alta, cuyo poder y prestigio le venía por su posesión de haciendas, títulos nobiliarios, cargos
públicos o empresas comerciales se aferró siempre a sus privilegios. Una institución, el Tribunal del
Consulado, la representaba. Era natural que pretendiera no perder el poder que ejercían sobre un
vasto territorio como el Virreinato peruano. España le garantizaba esa hegemonía por lo que no veían
la necesidad de la independencia. Además, sentían temor ante una eventual sublevación popular que
amenazara su dominio; los levantamientos de Túpac Amaru (1780) y Mateo Pumacahua (1814) la
habían puesto en alerta. Por ello, la presencia del ejército realista les garantizaba el orden. En Lima,
además, se temía una rebelión de esclavos negros tal como aconteció en Haití en 1797.

Por ello, muy pocos aristócratas, como Riva-Agüero o el Conde de la Vega del Ren, tuvieron
sentimientos separatistas. Los criollos más ilustrados -como Baquíjano y Unanue, antiguos redactores
del Mercurio Peruano– sólo demandaban una reforma para hacer menos intolerante el gobierno de los
borbones. El resto estaba monolíticamente en favor de la Corona tal como lo demostraron los
cuantiosos préstamos que hacían los miembros del Tribunal del Consulado a los virreyes para
combatir cualquier intento separatista o subversivo.
Pero el panorama cambió para esta elite hacia 1820. Ese año, el general Riego dio un golpe de estado
en España y obligó a Fernando VII a restablecer la Constitución liberal de 1812. Cuando la aristocracia
peruana se enteró de estos acontecimientos muchos de sus miembros sintieron una profunda
inseguridad y un gran temor ante el triunfo de liberalismo en la Península. Fue a partir de ese
momento que sintieron la decisión de guardar sus privilegios pero esta vez apoyando al ejército
libertador. San Martín y Bolívar podían otorgar las garantías para conservar el orden ya que España
estaba cada vez más lejos. Pero esto no quiere decir que toda la elite apostó por la independencia en
un mismo momento. La terrible decisión fue gradual y hubo un grupo importante que permaneció
tercamente fidelista hasta el final.

Con todo, los largos años de dudas e indefiniciones le costaron caro a estos aristócratas. Perdieron
mucho dinero financiando la contrarrevolución. Incluso prestaron su flota mercante a los virreyes para
convertirla en buques de guerra. Por ello, cuando las tropas de San Martín llegaron capturaron estos
navíos limeños y el Callao fue cediendo poco a poco su antiguo dominio del Pacífico sur.

Lima en el siglo XIX (Juan Bromley)

La aristocracia indígena era prácticamente inexistente. Ya no había curacas pues el cargo había sido
abolido luego de la rebelión de Túpac Amaru. Cuando llegaron los ejércitos libertadores no había
descendientes de los incas reconocidos legalmente, por lo que San Martín y Bolívar tuvieron que
negociar con la élite blanca. El proyecto de instalar una monarquía bajo un soberano de sangre incaica
era imposible.

Es evidente, de otro lado, que la Iglesia como institución jugó un papel importante durante estos
años. La mayor parte de su jerarquía era fidelista aunque, en un primer momento, se tranquilizó con
la moderación de San Martín quien apreció en todo momento el valor del catolicismo como elemento
integrador de la sociedad. Así lo notó el entonces arzobispo de Lima, Bartolomé de las Heras, al
conocer las intenciones del Libertador. Al interior del país, los párrocos y lo que podríamos llamar
“bajo clero”, apoyaron en su mayoría la causa independentista. Muchos de ellos eran criollos y
también mestizos.

Hubo el caso del arzobispo de Arequipa, José Sebastián de Goyeneche, que se mantuvo fidelista hasta
el final. Hasta 1835 fue el único obispo peruano reconocido por Roma ya que el papa León XII había
ordenado a los americanos la obediencia a Fernando VII. Recordemos que el Vaticano no reconoció la
independencia de estos países hasta bien avanzado el siglo XIX. Con todo, habría que decir que con
las guerras la Iglesia intentó defender sus propiedades y privilegios tradicionales. También dio
algunos políticos como Toribio Rodríguez de Mendoza o Francisco Javier de Luna Pizarro quienes
junto a otros sacerdotes integraron el primer congreso peruano.
Arzobispo de Arequipa José Sebastián de Goyeneche y Barreda

De otro lado, en vísperas de la independencia la economía no andaba del todo mal. Es cierto que había
una crisis agrícola, sobre todo en la costa, que se arrastraba del siglo XVIII, pero la minería y el
comercio pasaban por un relativo auge. Si bien las reformas borbónicas afectaron los intereses de los
comerciantes limeños todavía controlaban los mercados del Perú, el Alto Perú, y en cierta medida los
de Santiago y Quito. La minería, por su parte, se había recuperado gracias a la producción de plata en
los yacimientos de Cerro de Pasco, Hualgayoc (Cajamarca) y Huantajaya (Tarapacá).

Pero esta economía aparentemente estable empezó a desplomarse por la revolución independentista:

En primer lugar, los comerciantes del Tribunal del Consulado empezaron a desfinanciarse por la
cuantiosa ayuda que tuvieron que hacer a la contrarrevolución desde los tiempos de Abascal. La
Corona nunca devolvió los préstamos.

En segundo lugar, la misma guerra destruyó muchos centros productivos como minas, obrajes y
haciendas.

En tercer lugar, la población, tanto los de mayor fortuna como los más pobres, tuvo que dar cupos de
guerra durante los 6 años que duró la lucha. Recordemos que durante este tiempo dos ejércitos -unos
20 mil hombres- transitaban por el país. A ellos había que alimentarlos, vestirlos, armarlos y pagarles.
El dinero y los productos para sostenerlo salieron de los propios peruanos.

Cabe mencionar que España nunca ayudó económicamente al ejército realista. Realmente la guerra fue
una sangría económica para el Perú, una situación de la que tardaría muchos años en recuperarse.

Recuperado de: http://blog.pucp.edu.pe/blog/juanluisorrego/2008/07/03/la-independencia-


del-peru-el-pais-hacia-1821/

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