Professional Documents
Culture Documents
Romance de Fontefrida
Fontefrida, Fontefrida
sino es la tortolica,
yo sería tu servidor.»
ni menos consolación.
ROMANCE DE ABENÁMAR
-¡Abenámar, Abenámar,
moro de la morería,
el día que tú naciste
grandes señales había!
Ejemplo de los dos perezosos que querían casar con la misma mujer
Sendebar
Y la moza juró que no lo había dicho, «mas sabed que lo dijo el papagayo». Y cuando vino la
noche, fue la mujer al papagayo y descendiolo a tierra, y comenzó a echar agua desde arriba
como que era lluvia, y tomó un espejo en la mano y colocóselo sobre la jaula, y en la otra
mano una candela, y colocósela arriba y pensó el papagayo que era relámpago; y la mujer
comenzó a mover una muela y el papagayo pensó que eran truenos. Y ella estuvo así toda la
noche hasta que amaneció. Y después que fue la mañana, vino el marido y preguntó al
papagayo:
Y el papagayo dijo:
-No pude ver ninguna cosa con la lluvia y los truenos y relámpagos que esta noche hizo.
Y el hombre dijo:
-Si cuanto me has dicho de mi mujer es verdad así como esto, no hay cosa más mentirosa que
tú, y he de mandarte matar.
Y yo, señor, no te di este ejemplo sino porque sepas el engaño de las mujeres; que son muy
fuertes sus artes, y sus engaños son muchos, que no tienen principio ni fin.
SEMPRONIO.- Digo que ¿cómo puede ser mayor el fuego que atormenta un vivo que el que quemó tal ciudad y tanta multitud de
gente?
CALISTO.- ¿Cómo? Yo te lo diré. Mayor es la llama que dura ochenta años que la que en un día pasa, y mayor la que mata un
ánima que la que quemó cien mil cuerpos. Como de la apariencia a la existencia, como de lo vivo a lo pintado, como de la sombra
a lo real, tanta diferencia hay del fuego que dices al que me quema. Por cierto, si el de purgatorio es tal, más querría que mi
espíritu fuese con los de los brutos animales que por medio de aquél ir a la gloria de los santos.
SEMPRONIO.- ¡Algo es lo que digo! ¡A más ha de ir este hecho! No basta loco, sino hereje.
CALISTO.- ¿No te digo que hables alto cuando hablares? ¿Qué dices?
SEMPRONIO.- Digo que nunca Dios quiera tal, que es especie de herejía lo que ahora dijiste.
CALISTO.- ¿Por qué?
SEMPRONIO.- Porque lo que dices contradice la cristiana religión.
CALISTO.- ¿Qué a mí?
SEMPRONIO.- ¿Tú no eres cristiano?
CALISTO.- ¿Yo? Melibeo soy y a Melibea adoro, y en Melibea creo y a Melibea amo.
SEMPRONIO.- Tú te lo dirás. Como Melibea es grande, no cabe en el corazón de mi amo, que por la boca le sale a borbollones. No
es más menester. Bien sé de qué pie coxqueas. Yo te sanaré.
CALISTO.- Increíble cosa prometes.
SEMPRONIO.- Antes fácil, que el comienzo de la salud es conocer hombre la dolencia del enfermo.
CALISTO.- ¿Cuál consejo puede regir lo que en sí no tiene orden ni consejo?
SEMPRONIO.- ¡Ja, ja, ja! ¿Éste es el fuego de Calisto? ¿Éstas son sus congojas? ¡Como si solamente el amor contra él asestara sus
tiros! ¡Oh soberano Dios, cuán altos son tus misterios! ¡Cuánta premia pusiste en el amor, que es necesaria turbación en el
amante! Su límite pusiste por maravilla. Parece al amante que atrás queda. Todos pasan, todos rompen, pungidos y
esgarrochados como ligeros toros, sin freno saltan por las barreras. Mandaste al hombre por la mujer dejar el padre y la madre.
Ahora no sólo aquello, mas a Ti y a tu ley desamparan, como ahora Calisto, del cual no me maravillo, pues los sabios, los santos,
los profetas, por él te olvidaron.
Fragmentos de LA CELESTINA (Fernando de Rojas)
Calisto encuentra
https://www.youtube.com/watch?v=WPH3SHz-Hn0
Miguel de Cervantes
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
Servía en la venta, asimismo, una moza asturiana ancha de cara, llana de cogote, de
nariz roma, del un ojo tuerta y del otro no muy sana. Verdad es que la gallardía del
cuerpo suplía las demás faltas: no tenía siete palmos de los pies a la cabeza, y las
espaldas, que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo que ella
quisiera. [...]
Digo, pues, que después de haber visitado el arriero a su recua y dádole el segundo
pienso, se tendió en sus enjalmas* y se dio a esperar a su puntualísima Maritornes. Ya
estaba Sancho bizmado* y acostado y, aunque procuraba dormir, no lo consentía el
dolor de sus costillas; y don Quijote, con el dolor de las suyas, tenía los ojos abiertos
como liebre. Toda la venta estaba en silencio, y en toda ella no había otra luz que la que
daba una lámpara, que colgada en medio del portal ardía.
Esta maravillosa quietud, y los pensamientos que siempre nuestro caballero traía de
los sucesos que a cada paso se cuentan en los libros autores de su desgracia, le trajo a la
imaginación una de las extrañas locuras que buenamente imaginarse pueden; y fue que
él se imaginó haber llegado a un famoso castillo -que, como se ha dicho, castillos eran a
su parecer todas las ventas donde se alojaba-, y que la hija del ventero lo era del señor
del castillo, la cual, vencida de su gentileza, se había enamorado de él y prometido que
aquella noche, a hurto de sus padres, vendría a yacer con él una buena pieza; teniendo
toda esta quimera que él se había fabricado por firme y valedera, se comenzó a acuitar y
a pensar en el peligroso trance en que su honestidad se había de ver, y se propuso en su
corazón no cometer alevosía a su señora Dulcinea del Toboso, aunque la misma reina
Ginebra con su dada Quintañona* se le pusiesen delante.
Pensando, pues, en estos disparates, se llegó el tiempo y la hora -que para él fue
menguada- de la venida de la asturiana, la cual, en camisa y descalza, cogidos los
cabellos en una albanega* de fustán*, con tácitos y atentados pasos, entró en el aposento
donde los tres alojaban, en busca del arriero. Pero apenas llegó a la puerta, cuando don
Quijote la sintió, y sentándose en la cama, a pesar de sus bizmas y con dolor de sus
costillas, tendió los brazos para recibir a su hermosa doncella. La asturiana, que, toda
recogida y callando, iba con las manos delante buscando a su querido, topó con los
brazos de don Quijote, el cual la asió fuertemente de una muñeca, y tirándola hacia sí,
sin que ella osase hablar palabra, la hizo sentar sobre la cama. Tentole luego la camisa
y, aunque era de arpillera*, a él le pareció ser finísimo y delgado cendal*. Traía en las
muñecas unas cuentas de vidrio, pero a él le dieron vislumbres de preciosas perlas
orientales. Los cabellos, que en alguna manera tiraban a crines, él los marcó por hebras
de lucidísimo oro de Arabia, cuyo resplandor al del mismo sol oscurecía. Y el aliento,
que, sin duda alguna, olía a ensalada fiambre y trasnochada, a él le pareció que arrojaba
de su boca un olor suave y aromático; y, finalmente, él la pintó en su imaginación de la
misma traza y modo que lo había leído en sus libros de la otra princesa que vino a ver al
mal herido caballero, vencida de sus amores con todos los adornos que aquí van
puestos. Y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que el tacto, ni el aliento, ni otras
cosas que traía en sí la buena doncella, no le desengañaban, las cuales pudieran hacer
vomitar a otro que no fuera arriero; antes le parecía que tenía entre sus brazos a la diosa
de la hermosura. Y teniéndola bien asida, con voz amorosa y baja le comenzó a decir:
-¿Adónde estás, puta? A buen seguro que son tus cosas estas.
En esto despertó Sancho y, sintiendo aquel bulto casi encima de sí, pensó que tenía
la pesadilla, y comenzó a dar puñadas a una y otra parte y, entre otras, alcanzó con no sé
cuántas a Maritornes, la cual, sentida de dolor, echando a rodar la honestidad, dio el
retorno a Sancho con tantas, que, a su despecho, le quitó el sueño; el cual, viéndose
tratar de aquella manera, y sin saber de quién, alzándose como pudo, se abrazó con
Maritornes, y comenzaron entre los dos la más reñida y graciosa escaramuza del mundo.
Viendo, pues, el arriero, a la lumbre del candil del ventero, cuál andaba su dama,
dejando a don Quijote, acudió a darle el socorro necesario. Lo mismo hizo el ventero,
pero con intención diferente, porque fue a castigar a la moza, creyendo, sin duda, que
ella sola era la ocasión de toda aquella armonía. Y así como suele decirse: el gato al
ratón, el ratón a la cuerda, la cuerda al palo, daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza,
la moza a él, el ventero a la moza, y todos menudeaban con tanta prisa, que no se daban
punto de reposo; y fue lo bueno que al ventero se le apagó el candil, y, como quedaron a
oscuras, dábanse tan sin compasión todos a bulto, que a doquiera que ponían la mano no
dejaban cosa sana.
enjalma
Del mozár. y ár. hisp. *iššálma, estos del b. lat. salma, este del lat. tardío sagma, y este del gr. σάγμα ságma.
1. f. Especie de aparejo de bestia de carga, como una albardilla ligera.
bizma
Del ant. bidma, este del lat. epithĕma, y este del gr. ἐπίθεμα epíthema.
1. f. p. us. Emplasto para confortar, compuesto de estopa, aguardiente, incienso, mirra y otros ingredientes.
2. f. p. us. Pedazo de piel curtida o lienzo cubierto de emplasto y cortado en forma adecuada a la parte del cuerpo a que ha de
aplicarse.
quintañón, na
De quintal, por alusión a las 100 libras de que se compone.
1. adj. coloq. p. us. centenario (‖ que tiene 100 años). Apl. a pers., u. t. c. s.
albanega
Del ár. hisp. albaníqa, este del ár. clás. banīqah, y este del lat. paganĭca, t. f. de paganĭcus 'aldeano, rústico', por ser indumentaria
rústica.
1. f. Especie de cofia o red para recoger el pelo, o para cubrir la cabeza.
2. f. Manga cónica, hecha de red y cerrada por el extremo más estrecho, que se usa para cazar conejos u otros animales cuando
salen de la madriguera.
3. f. Arq. Espacio triangular comprendido entre la rosca de un arco y el alfiz.
4. f. Arq. Triángulo formado por las piezas de una armadura.
fustán
De or. inc.
1. m. Tela gruesa de algodón, con pelo por una de sus caras.
2. m. Bol., Chile, Ec., El Salv., Hond., Nic. y Perú. Enagua, combinación.
arpillera
De or. inc.; cf. fr. serpillière, arag. sarpillera.
1. f. Tejido por lo común de estopa muy basta, con que se cubren determinadas cosas para protegerlas del polvo y del agua.
cendal
Del occit. sendal, este del lat. sindon, -ōnis, con cambio de sufijo, y este del gr. σινδών sindṓn.
1. m. Tela de seda o lino muy delgada y transparente.
2. m. velo humeral.
3. m. Barbas de la pluma.
4. m. Embarcación moruna muy larga, con tres palos y aparejo de jabeque y armada en guerra por lo común.
5. m. desus. Especie de guarnición para el vestido.
6. m. pl. Algodones que se ponían en el fondo del tintero.
sandio, dia
De or. inc.
1. adj. Necio o simple. U. t. c. s.
coima1
De or. inc.
1. f. concubina.
coima2
De or. inc.
1. f. Gaje del garitero, por el cuidado de prevenir lo necesario para las mesas de juego.
2. f. Am. soborno (‖ dádiva con que se soborna).
casa de coima
pelaza
De pelo.
1. f. p. us. Pendencia, riña, disputa.
enjalma
Del mozár. y ár. hisp. *iššálma, estos del b. lat. salma, este del lat. tardío sagma, y este del gr.
σάγμα ságma.
1. f. Especie de aparejo de bestia de carga, como una albardilla ligera.
De Quevedo a Góngora
Contra Don Luis de Góngora
De Góngora a Quevedo
LAURENCIA: No me nombres
tu hija.
LAURENCIA:
https://www.youtube.com/watch?v=cgyrO9Eb0ao
Lo que sucedió a un mancebo que casó con una muchacha muy rebelde
Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le decía:
-Patronio, un pariente mío me ha contado que lo quieren casar con una mujer muy rica
y más ilustre que él, por lo que esta boda le sería muy provechosa si no fuera porque,
según le han dicho algunos amigos, se trata de una doncella muy violenta y colérica.
Por eso os ruego que me digáis si le debo aconsejar que se case con ella, sabiendo
cómo es, o si le debo aconsejar que no lo haga.
-Señor conde -dijo Patronio-, si vuestro pariente tiene el carácter de un joven cuyo
padre era un honrado moro, aconsejadle que se case con ella; pero si no es así, no se
lo aconsejéis.
El conde le rogó que le contase lo sucedido.
Patronio le dijo que en una ciudad vivían un padre y su hijo, que era excelente
persona, pero no tan rico que pudiese realizar cuantos proyectos tenía para salir
adelante. Por eso el mancebo estaba siempre muy preocupado, pues siendo tan
emprendedor no tenía medios ni dinero.
En aquella misma ciudad vivía otro hombre mucho más distinguido y más rico que el
primero, que sólo tenía una hija, de carácter muy distinto al del mancebo, pues cuanto
en él había de bueno, lo tenía ella de malo, por lo cual nadie en el mundo querría
casarse con aquel diablo de mujer.
Aquel mancebo tan bueno fue un día a su padre y le dijo que, pues no era tan rico que
pudiera darle cuanto necesitaba para vivir, se vería en la necesidad de pasar miseria y
pobreza o irse de allí, por lo cual, si él daba su consentimiento, le parecía más juicioso
buscar un matrimonio conveniente, con el que pudiera encontrar un medio de llevar a
cabo sus proyectos. El padre le contestó que le gustaría mucho poder encontrarle un
matrimonio ventajoso.
Dijo el mancebo a su padre que, si él quería, podía intentar que aquel hombre bueno,
cuya hija era tan mala, se la diese por esposa. El padre, al oír decir esto a su hijo, se
asombró mucho y le preguntó cómo había pensado aquello, pues no había nadie en el
mundo que la conociese que, aunque fuera muy pobre, quisiera casarse con ella. El
hijo le contestó que hiciese el favor de concertarle aquel matrimonio. Tanto le insistió
que, aunque al padre le pareció algo muy extraño, le dijo que lo haría.
Marchó luego a casa de aquel buen hombre, del que era muy amigo, y le contó cuanto
había hablado con su hijo, diciéndole que, como el mancebo estaba dispuesto a
casarse con su hija, consintiera en su matrimonio. Cuando el buen hombre oyó hablar
así a su amigo, le contestó:
-Por Dios, amigo, si yo autorizara esa boda sería vuestro peor amigo, pues tratándose
de vuestro hijo, que es muy bueno, yo pensaría que le hacía grave daño al consentir su
perjuicio o su muerte, porque estoy seguro de que, si se casa con mi hija, morirá, o su
vida con ella será peor que la misma muerte. Mas no penséis que os digo esto por no
aceptar vuestra petición, pues, si la queréis como esposa de vuestro hijo, a mí mucho
me contentará entregarla a él o a cualquiera que se la lleve de esta casa.
Su amigo le respondió que le agradecía mucho su advertencia, pero, como su hijo
insistía en casarse con ella, le volvía a pedir su consentimiento.
Celebrada la boda, llevaron a la novia a casa de su marido y, como eran moros,
siguiendo sus costumbres les prepararon la cena, les pusieron la mesa y los dejaron
solos hasta la mañana siguiente. Pero los padres y parientes del novio y de la novia
estaban con mucho miedo, pues pensaban que al día siguiente encontrarían al joven
muerto o muy mal herido.
Al quedarse los novios solos en su casa, se sentaron a la mesa y, antes de que ella
pudiese decir nada, miró el novio a una y otra parte y, al ver a un perro, le dijo ya
bastante airado:
-¡Perro, danos agua para las manos!
El perro no lo hizo. El mancebo comenzó a enfadarse y le ordenó con más ira que les
trajese agua para las manos. Pero el perro seguía sin obedecerle. Viendo que el perro
no lo hacía, el joven se levantó muy enfadado de la mesa y, cogiendo la espada, se
lanzó contra el perro, que, al verlo venir así, emprendió una veloz huida, perseguido
por el mancebo, saltando ambos por entre la ropa, la mesa y el fuego; tanto lo
persiguió que, al fin, el mancebo le dio alcance, lo sujetó y le cortó la cabeza, las patas
y las manos, haciéndolo pedazos y ensangrentando toda la casa, la mesa y la ropa.
Después, muy enojado y lleno de sangre, volvió a sentarse a la mesa y miró en
derredor. Vio un gato, al que mandó que trajese agua para las manos; como el gato no
lo hacía, le gritó:
-¡Cómo, falso traidor! ¿No has visto lo que he hecho con el perro por no obedecerme?
Juro por Dios que, si tardas en hacer lo que mando, tendrás la misma muerte que el
perro.
El gato siguió sin moverse, pues tampoco es costumbre suya llevar el agua para las
manos. Como no lo hacía, se levantó el mancebo, lo cogió por las patas y lo estrelló
contra una pared, haciendo de él más de cien pedazos y demostrando con él mayor
ensañamiento que con el perro.
Así, indignado, colérico y haciendo gestos de ira, volvió a la mesa y miró a todas partes.
La mujer, al verle hacer todo esto, pensó que se había vuelto loco y no decía nada.
Después de mirar por todas partes, vio a su caballo, que estaba en la cámara y, aunque
era el único que tenía, le mandó muy enfadado que les trajese agua para las manos;
pero el caballo no le obedeció. Al ver que no lo hacía, le gritó:
-¡Cómo, don caballo! ¿Pensáis que, porque no tengo otro caballo, os respetaré la vida
si no hacéis lo que yo mando? Estáis muy confundido, pues si, para desgracia vuestra,
no cumplís mis órdenes, juro ante Dios daros tan mala muerte como a los otros,
porque no hay nadie en el mundo que me desobedezca que no corra la misma suerte.
El caballo siguió sin moverse. Cuando el mancebo vio que el caballo no lo obedecía, se
acercó a él, le cortó la cabeza con mucha rabia y luego lo hizo pedazos.
Al ver su mujer que mataba al caballo, aunque no tenía otro, y que decía que haría lo
mismo con quien no le obedeciese, pensó que no se trataba de una broma y le entró
tantísimo miedo que no sabía si estaba viva o muerta.
Él, así, furioso, ensangrentado y colérico, volvió a la mesa, jurando que, si mil caballos,
hombres o mujeres hubiera en su casa que no le hicieran caso, los mataría a todos. Se
sentó y miró a un lado y a otro, con la espada llena de sangre en el regazo; cuando
hubo mirado muy bien, al no ver a ningún ser vivo sino a su mujer, volvió la mirada
hacia ella con mucha ira y le dijo con muchísima furia, mostrándole la espada:
-Levantaos y dadme agua para las manos.
La mujer, que no esperaba otra cosa sino que la despedazaría, se levantó a toda prisa y
le trajo el agua que pedía. Él le dijo:
-¡Ah! ¡Cuántas gracias doy a Dios porque habéis hecho lo que os mandé! Pues de lo
contrario, y con el disgusto que estos estúpidos me han dado, habría hecho con vos lo
mismo que con ellos.
Después le ordenó que le sirviese la comida y ella le obedeció. Cada vez que le
mandaba alguna cosa, tan violentamente se lo decía y con tal voz que ella creía que su
cabeza rodaría por el suelo.
Así ocurrió entre los dos aquella noche, que nunca hablaba ella sino que se limitaba a
obedecer a su marido. Cuando ya habían dormido un rato, le dijo él:
-Con tanta ira como he tenido esta noche, no he podido dormir bien. Procurad que
mañana no me despierte nadie y preparadme un buen desayuno.
Cuando aún era muy de mañana, los padres, madres y parientes se acercaron a la
puerta y, como no se oía a nadie, pensaron que el novio estaba muerto o gravemente
herido. Viendo por entre las puertas a la novia y no al novio, su temor se hizo muy
grande.
Ella, al verlos junto a la puerta, se les acercó muy despacio y, llena de temor, comenzó
a increparles:
-¡Locos, insensatos! ¿Qué hacéis ahí? ¿Cómo os atrevéis a llegar a esta puerta? ¿No os
da miedo hablar? ¡Callaos, si no, todos moriremos, vosotros y yo!
Al oírla decir esto, quedaron muy sorprendidos. Cuando supieron lo ocurrido entre
ellos aquella noche, sintieron gran estima por el mancebo porque había sabido
imponer su autoridad y hacerse él con el gobierno de su casa. Desde aquel día en
adelante, fue su mujer muy obediente y llevaron muy buena vida.
Pasados unos días, quiso su suegro hacer lo mismo que su yerno, para lo cual mató un
gallo; pero su mujer le dijo:
-En verdad, don Fulano, que os decidís muy tarde, porque de nada os valdría aunque
mataseis cien caballos: antes tendríais que haberlo hecho, que ahora nos conocemos
de sobra.
Y concluyó Patronio:
-Vos, señor conde, si vuestro pariente quiere casarse con esa mujer y vuestro familiar
tiene el carácter de aquel mancebo, aconsejadle que lo haga, pues sabrá mandar en su
casa; pero si no es así y no puede hacer todo lo necesario para imponerse a su futura
esposa, debe dejar pasar esa oportunidad. También os aconsejo a vos que, cuando
hayáis de tratar con los demás hombres, les deis a entender desde el principio cómo
han de portarse con vos.
El conde vio que este era un buen consejo, obró según él y le fue muy bien.
Como don Juan comprobó que el cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro e
hizo estos versos que dicen así:
Si desde un principio no muestras quién eres,
nunca podrás después, cuando quisieres.
BODA DE NEGROS
ROMANCE
Vi, debe haber tres días,
En las gradas de San Pedro,
Una tenebrosa boda,
Porque era toda de Negros.
Parecía Matrimonio
Concertado en el infierno:
Negro esposo y negra esposa
Y negro acompañamiento.
Sospecho yo que acostados
Parecerán sus dos cuerpos,
Junto el uno con el otro,
Algodones y tintero.
Hundíase de estornudos
La calle por do volvieron:
Que una boda semejante
Hace dar más que un pimiento.
Iban los dos de las manos
Como pudieran dos cuervos,
Otros dicen como grajos,
Porque a grajos van oliendo.
Con humos van de vengarse
(Que siempre van de humos llenos)
De los que, por afrentarlos,
Hacen los labios traseros.
Iba afeitada la novia
Todo el tapetado gesto
Con hollín y con carbón,
Y con tinta de sombreros.
Tan pobres son que una blanca
No se halla entre todos ellos,
Y por tener un cornado
Casaron a este moreno.
Él se llamaba Tomé,
Y ella, Francisca del Puerto,
Ella esclava, y él es clavo
Que quiere hincársele en medio.
Llegaron al negro patio
Donde está el negro aposento,
En donde la negra boda
Ha de tener negro efecto.
Era una caballeriza,
Y estaban todos inquietos,
Que los abrasaban pulgas
Por perrengues o por perros.
A la mesa se sentaron,
Donde también les pusieron
Negros manteles y platos,
Negra sopa y manjar negro.
Echóles la bendición
Un negro veintidoseno,
Con un rostro de azabache
Y manos de terciopelo.
Diéronles el vino tinto,
Pan, entre mulato y prieto,
Carbonada hubo, por ser
Tizones los que comieron.
Hubo jetas en la mesa
Y en la boca de los dueños,
Y hongos, por ser la boda
De hongos, según sospecho.
Trajeron muchas morcillas,
Y hubo algunos que de miedo
No las comieron, pensando
Se comían a sí mesmos.
Cuál por morder del mondongo,
Se atarazaba algún dedo,
Pues sólo diferenciaban
En la uña de lo negro.
Mas cuando llegó el tocino
Hubo grandes sentimientos,
Y pringados con pringadas
Un rato se enternecieron.
Acabaron de comer
Y entró un ministro Guineo,
Para darles aguamanos
Con un coco y un caldero.
Por toalla trujo al hombro
Las bayetas de un entierro,
Laváronse y quedó el agua
Para ensuciar todo un Reino.
Negros de ellos se sentaron
Sobre unos negros asientos,
Y en voces negras cantaron
También denegridos versos:
«Negra es la ventura
De aquel casado
Cuya Novia es Negra
Y el dote en Blanco».
QUEVEDO
Hierome con una flecha
enherbolada de amor,
y mi alma quedó hecha
una con su criador.
Yo ya no quiero otro amor,
pues a mi Dios me he entregado,
y mi Amado es para mí,
y yo soy para mi Amado
"Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de
fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al
sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios.
Era tan grande el dolor, que me hacía dar aquellos quejidos y tan excesiva la suavidad que me
pone este grandísimo dolor que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos
que Dios. No es dolor corporal sino espiritual aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aún
harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo al su bondad lo
dé a gustar a quien pensare que miento".
SANTA TERESA
Determinó, pues, don Alonso de poner a su hijo en pupilaje, lo uno por apartarle de su regalo,
y lo otro por ahorrar de cuidado. Supo que había en Segovia un licenciado Cabra, que tenía por
oficio el criar hijos de caballeros, y envió allá el suyo, y a mí para que le acompañase y sirviese.
Entramos, primer domingo después de Cuaresma, en poder de la hambre viva, porque tal
laceria no admite encarecimiento. Él era un clérigo cerbatana, largo solo en el talle, una cabeza
pequeña, pelo bermejo (no hay más que decir para quien sabe el refrán), los ojos avecinados
en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos, tan hundidos y escuros, que era buen sitio
el suyo para tiendas de mercaderes; la nariz, entre Roma y Francia, porque se le había comido
de unas búas de resfriado, que aun no fueron de vicio porque cuestan dinero; las barbas
descoloridas de miedo de la boca vecina, que, de pura hambre, parecía que amenazaba a
comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuantos, y pienso que por holgazanes y vagamundos
se los habían desterrado; el gaznate largo como de avestruz, con una nuez tan salida, que
parecía se iba a buscar de comer forzada por la necesidad; los brazos secos, las manos como
un manojo de sarmientos cada una. Mirado de medio abajo, parecía tenedor o compás, con
dos piernas largas y flacas. Su andar muy despacioso; si se descomponía algo, le sonaban los
güesos como tablillas de San Lázaro. La habla ética; la barba grande, que nunca se la cortaba
por no gastar, y él decía que era tanto el asco que le daba ver la mano del barbero por su cara,
que antes se dejaría matar que tal permitiese; cortábanle los cabellos un muchacho de
nosotros. Traía un bonete los días de sol, ratonado con mil gateras y guarniciones de grasa; era
de cosa que fue paño, con los fondos en caspa. La sotana, según decían algunos, era milagrosa,
porque no se sabía de qué color era. Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por de cuero de
rana; otros decían que era ilusión; desde cerca parecía negra, y desde lejos entre azul.
Llevábala sin ceñidor; no traía cuello ni puños. Parecía, con los cabellos largos y la sotana
mísera y corta, lacayuelo de la muerte. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo. Pues su
aposento, aun arañas no había en él. Conjuraba los ratones de miedo que no le royesen
algunos mendrugos que guardaba. La cama tenía en el suelo, y dormía siempre de un lado por
no gastar las sábanas. Al fin, él era archipobre y protomiseria.
De la piedra que chupa la sangre
Del deciseseno grado del signo de Aries es la «piedra que chupa la sangre». Ésta es de su
natura caliente y seca. Y hállanla en algunos lugares, en las partes de Oriente. Su color es verde
y ha en ella una mancha bermeja, y quien la toma en la mano, hállala áspera y fulana porque
es porosa. De facción es, de la una parte llana y de la otra redonda, en figura de media espera.
Su propiedad es tal, que si rompen el cuero a cual animal quiere y la ponen allí, tira la sangre
por muy gran fuerza. Y esto hace en el cuerpo vivo, más no estando la sangre apartadamente.
Y quien quisiere saber la cantidad de la sangre que tira, débela pesar cuando la hubiere tirada,
y después métala en agua caliente, y saldrá de ella toda aquella que ha tirado, y ficará como
antes era; y pésela entonces otra vez, y sabrá la cuantidad de la sangre que tiró.
Y la estrella que se abaja a la parte de mediodía, que está en el pie diestro de la mujer
cadenada, ha poder sobre esta piedra y de ella recibe su virtud. Y cuando ella es en el
ascendente muestra esta piedra más manifiestamente sus obras.
ALFONSO X
Así corrió la suerte de este espectáculo, más o menos asistido o celebrado según su aparato, y
también según el gusto y genio de las provincias que le adoptaron, sin que los mayores
aplausos bastasen a librarle de alguna censura eclesiástica, y menos de aquella con que la
razón y la humanidad se reunieron para condenarle. Pero el clamor de sus censores, lejos de
templar, irritó la afición de sus apasionados, y parecía empeñarlos más y más en sostenerle,
cuando el celo ilustrado del piadoso Carlos III lo proscribió generalmente, con tanto consuelo
de los buenos espíritus como sentimiento de los que juzgan las cosas por meras apariencias.
Es por cierto muy digno de admiración que este punto se haya presentado a la
discusión como un problema difícil de resolver. La lucha de toros no ha sido jamás una
diversión, ni cotidiana, ni muy frecuentada, ni de todos los pueblos de España, ni
generalmente buscada y aplaudida. En muchas provincias no se conoció jamás; en otras se
circunscribió a las capitales, y dondequiera que fueron celebrados lo fue solamente a largos
periodos y concurriendo a verla el pueblo de las capitales y tal cual aldea circunvecina. Se
puede, por tanto, calcular que de todo el pueblo de España, apenas la centésima parte habrá
visto alguna vez este espectáculo. ¿Cómo, pues, se ha pretendido darle el título de diversión
nacional?
Pero si tal quiere llamarse porque se conoce entre nosotros desde muy antiguo, porque
siempre se ha concurrido a ella y celebrado con grande aplauso, porque ya no se conserva en
otro país alguno de la culta Europa, ¿quién podrá negar esta gloria a los españoles que la
apetezcan? Sin embargo, creer que el arrojo y destreza de una docena de hombres, criados
desde su niñez en este oficio, familiarizados con sus riesgos y que al cabo perecen o salen
estropeados de él, se puede presentar a la misma Europa como un argumento de valor y
bizarría española, es un absurdo. Y sostener que en la proscripción de estas fiestas, que por
otra parte puede producir grandes bienes políticos, hay el riesgo de que la nación sufra alguna
pérdida real, ni en el orden moral ni en el civil, es ciertamente una ilusión, un delirio de la
preocupación. Es, pues, claro que el Gobierno ha prohibido justamente este espectáculo y que
cuando acabe de perfeccionar tan saludable designio, aboliendo las excepciones que aún se
toleran, será muy acreedor a la estimación y a los elogios de los buenos y sensatos patricios
JOVELLANOS
¿Qué diré de los disparates históricos que en muchas naciones se veneran como tradiciones
irrefragables? Los arcades juzgaban su origen anterior a la creación de la luna. Los del Perú
tenían a sus reyes por legítimos descendientes del Sol. Los árabes creen como artículo de fe la
existencia de un ave que llaman Anca Megareb, de tan portentoso tamaño que sus huevos
igualan la mole de los montes, la cual, después que por cierto insulto la maldijo su profeta
Handala, vive retirada en una isla inaccesible. No tiene menos asentado su crédito entre los
turcos un héroe imaginario llamado Chederles, que dicen fue capitán de Alejandro; y
habiéndose hecho inmortal, como también su caballo con la bebida de la agua de cierto río,
anda hasta hoy discurriendo por el mundo, y asistiendo a los soldados que le invocan; siendo
tanta la satisfacción con que aseguran estos sueños, que cerca de una mezquita destinada a su
culto muestran los sepulcros de un sobrino y un criado de este caballero andante, por cuya
intercesión, añaden, se hacen en aquel sitio continuos milagros.
FEIJOO
CASTILLA
El ciego sol se estrella
en las duras aristas de las armas,
llaga de luz los petos y espaldares
y flamea en las puntas de las lanzas.
El ciego sol, la sed y la fatiga
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
-polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga.
Cerrado está el mesón a piedra y lodo.
Nadie responde... Al pomo de la espada
y al cuento de las picas el postigo
va a ceder ¡Quema el sol, el aire abrasa!
A los terribles golpes
de eco ronco, una voz pura, de plata
y de cristal, responde... Hay una niña
muy débil y muy blanca
en el umbral. Es toda
ojos azules, y en los ojos. lágrimas.
Oro pálido nimba
su carita curiosa y asustada.
Buen Cid, pasad. El rey nos dará muerte,
arruinará la casa
y sembrará de sal el pobre campo
que mi padre trabaja...
Idos. El cielo os colme de venturas...
¡En nuestro mal, oh Cid, no ganáis nada!
Calla la niña y llora sin gemido...
Un sollozo infantil cruza la escuadra
de feroces guerreros,
y una voz inflexible grita: ¡En marcha!
El ciego sol, la sed y la fatiga...
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
-polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga.
MANUEL MACHADO
Los guerreros de Mío Cid dicen a voces que abran,
pero están dentro con miedo, y no responden palabra.
Aguijó el Cid su caballo y a la puerta se acercaba;
el pie sacó del estribo y la puerta golpeaba.
Nadie la pudo abrir, que estaba muy bien cerrada.
Una niña de nueve años se acercó y así le hablaba:
«¡Oh Campeador, que en buena hora ceñiste la espada!
Abriros lo prohíbe el rey, anoche llegó su carta
con advertencias muy graves, con lacre real sellada:
bajo ninguna razón podremos daros posada;
nos quitarán, si lo hacemos, nuestros bienes y las casas,
e incluso nos sacarán los ojos de nuestras caras.
Si nos causáis este daño, oh Cid, no ganaréis nada.
Mejor que os ayude Dios con toda su gracia santa».
Y cuando acabó de hablar, la niña tornó a su casa.
Comprende el Cid que es del rey de quien ya no tiene gracia.
Y se alejó de la puerta, por Burgos veloz pasaba;
y llegó a Santa María: allí del caballo baja,
allí se hincó de rodillas, y emocionado rezaba.
Terminada su oración, el Cid de nuevo cabalga.
Caudillo de la nueva Reconquista,
Señor de España que en su fe renace,
sabe vencer y sonreír, y hace
campo de paz la tierra que conquista.
Sabe vencer y sonreír. Su ingenio
militar campa en la guerrera gloria
seguro y firme. Y para hacer Historia
Dios quiso darle mucho más: el genio.
Inspira fe y amor. Doquiera llega
el prestigio triunfal que lo acompaña,
mientras la Patria ante su impulso crece,
para un mañana, que el ayer no niega,
para una España más y más España,
¡la sonrisa de Franco resplandece!
MANUEL MACHADO
EL CRIMEN FUE EN GRANADA: A FEDERICO GARCÍA LORCA
1. El crimen
Se le vio, caminando entre fusiles,
por una calle larga,
salir al campo frío,
aún con estrellas de la madrugada.
Mataron a Federico
cuando la luz asomaba.
El pelotón de verdugos
no osó mirarle la cara.
Todos cerraron los ojos;
rezaron: ¡ni Dios te salva!
Muerto cayó Federico
—sangre en la frente y plomo en las entrañas—
... Que fue en Granada el crimen
sabed —¡pobre Granada!—, en su Granada.
2. El poeta y la muerte
Se le vio caminar solo con Ella,
sin miedo a su guadaña.
—Ya el sol en torre y torre, los martillos
en yunque— yunque y yunque de las fraguas.
Hablaba Federico,
requebrando a la muerte. Ella escuchaba.
«Porque ayer en mi verso, compañera,
sonaba el golpe de tus secas palmas,
y diste el hielo a mi cantar, y el filo
a mi tragedia de tu hoz de plata,
te cantaré la carne que no tienes,
los ojos que te faltan,
tus cabellos que el viento sacudía,
los rojos labios donde te besaban...
Hoy como ayer, gitana, muerte mía,
qué bien contigo a solas,
por estos aires de Granada, ¡mi Granada!»
3.
Se le vio caminar...
Labrad, amigos,
de piedra y sueño en el Alhambra,
un túmulo al poeta,
sobre una fuente donde llore el agua,
y eternamente diga:
el crimen fue en Granada, ¡en su Granada!
Que es decir que ha de estudiar la mujer, no en empeñar a su marido y meterle en
enojos y cuidados, sino en librarle dellos y en serie perpetua causa de alegría y
descanso. Porque, ¿qué vida es la del aquel que ve consumir su patrimonio en los
antojos de su mujer, y que sus trabajos todos se los lleva el río, o por mejor decir, al
albañar, y que, tomando cada día nuevos censos, y creciendo de continuo sus deudas,
vive vil esclavo, aherrojado del joyero y del mercader?
Dios, cuando quiso casar al hombre, dándole mujer, dijo: «Hagámosle un ayudador su
semejante» (Gén, 2); de donde se entiende que el oficio natural de la mujer, y el fin
para que Dios la crió, es para que sea ayudadora del marido, y no su calamidad
y desventura; ayudadora, y no destruidora. Para que la alivie de los trabajos que trae
consigo la vida casada, y no para que añadiese nuevas cargas. Para repartir entre sí los
cuidados, y tomar ella parte, y no para dejarlos todos al miserable, mayores y más
acrecentados. Y, finalmente, no las crió Dios para que fuesen rocas donde quebrasen
los maridos y hiciesen naufragio de las haciendas y vidas, sino para puertos deseados y
seguros en que, viniendo a sus casas, reposasen y se rehiciesen de las tormentas de
negocios pesadísimos que corren fuera dellas.
FRAY LUIS
Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y
de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido
de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa
Basílica. La torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces
líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo diez y seis, aunque antes
comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia
y armonía que modificaba las vulgares exageraciones de esta arquitectura. La vista no
se fatigaba contemplando horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo;
no era una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas,
amaneradas, como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé; era maciza sin
perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus segundos corredores, elegante
balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzándose desde allí en pirámide de ángulo
gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones. Como haz de músculos y nervios la
piedra enroscándose en la piedra trepaba a la altura, haciendo equilibrios de acróbata
en el aire; y como prodigio de juegos malabares, en una punta de caliza se mantenía,
cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y encima otra más pequeña, y
sobre esta una cruz de hierro que acababa en pararrayos.
Cuando en las grandes solemnidades el cabildo mandaba iluminar la torre con faroles
de papel y vasos de colores, parecía bien, destacándose en las tinieblas, aquella
romántica mole; pero perdía con estas galas la inefable elegancia de su perfil y tomaba
los contornos de una enorme botella de champaña. -Mejor era contemplarla en clara
noche de luna, resaltando en un cielo puro, rodeada de estrellas que parecían su
aureola, doblándose en pliegues de luz y sombra, fantasma gigante que velaba por la
ciudad pequeña y negruzca que dormía a sus pies.
Bismarck, un pillo ilustre de Vetusta, llamado con tal apodo entre los de su clase, no se
sabe por qué, empuñaba el sobado cordel atado al badajo formidable de la Wamba, la
gran campana que llamaba a coro a los muy venerables canónigos, cabildo catedral de
preeminentes calidades y privilegios.
CLARIN
“Acabo de oír el necrófilo e insensato grito, “Viva la muerte”. Y yo, he de deciros, como
experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. El general Millán Astray
es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero desgraciadamente en España hay
actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Un
mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, es de esperar que encuentre un
terrible alivio viendo como se multiplican los mutilados a su alrededor.” En este momento,
Millán Astray no se pudo detener por más tiempo, y gritó: “¡Abajo la inteligencia!” ¡Viva la
muerte!”, clamoreado por los falangistas. Pero Unamuno continuó: “Este es el templo de la
inteligencia. Y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis
porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir.
Y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el
pediros que penséis en España. He dicho.”
UNAMUNO
1, 2, 3 y 4
En estas cuatro huellas no caben mis zapatos.
Si en estas cuatro huellas no caben mis zapatos,
¿de quién son estas cuatro huellas?
¿De un tiburón,
de un elefante recién nacido o de un pato?
¿De una pulga o de una codorniz?
(Pi, pi, pi.)
¡Georginaaaaaaaaaa!
¿Donde estás?
¡Que no te oigo Georgina!
¿Que pensarán de mi los bigotes de tu papa?
(Papaaaaaaaa.)
¡Georginaaaaaaaaaaa!
¿Estás o no estás?
Abeto, ¿donde está?
Alisio, ¿donde está?
Pinsapo, ¿donde está?
¿Georgina paso por aquí?
(Pi, pi, pi, pi)
Ha pasado a la una comiendo yervas.
Cucu,
el cuervo la iba engañando con una flor de resada.
Cuacua,
la lechuza, con una rata muerta.
¡Señores, perdonadme, pero me urge llorar!
(Gua, gua, gua)
¡Georgina!
Ahora que te faltaba un solo cuerno
para doctorarte en la verdaderamente útil carrera de ciclista
y adquirir una gorra de cartero.
(Cri, cri, cri, cri)
Hasta los grillos se apiadan de mí
y me acompaña en mi dolor la garrapata.
Compadecete del smoking que te busca y te llora entre aguaceros
y del sombrero hongo que tiernamente
te presiente de mata en mata.
¡Georginaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!
(Maaaaaa).
¿Eres una dulce niña o una verdadera vaca?
Mi corazón siempre me dijo que eras una verdadera vaca.
Tu papa, que eras una dulce niña.
Mi corazón, que eras una verdadera vaca.
Una dulce niña.
Una verdadera vaca.
Una niña
Una vaca.
¿Una niña o una vaca?
O ¿una niña y una vaca?
Yo nunca supe nada.
Adios, Georgina.
(¡Pum!)
MADRIGAL
Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué, si me miráis, miráis airados?
Si cuanto más piadosos,
más bellos parecéis a aquel que os mira,
no me miréis con ira,
porque no parezcáis menos hermosos.
¡Ay tormentos rabiosos!
Ojos claros, serenos,
ya que así me miráis, miradme al menos.
CETINA
Serían las diez de la mañana de un día de octubre. En el patio de la Escuela de Arquitectura,
grupos de estudiantes esperaban a que se abriera la clase.
De la puerta de la calle de los Estudios que daba a este patio, iban entrando muchachos
jóvenes que, al encontrarse reunidos, se saludaban, reían y hablaban.
Por una de estas anomalías clásicas de España, aquellos estudiantes que esperaban en el patio
de la Escuela de Arquitectura no eran arquitectos del porvenir, sino futuros médicos y
farmacéuticos.
La clase de química general del año preparatorio de medicina y farmacia se daba en esta época
en una antigua capilla del Instituto de San Isidro convertida en clase, y ésta tenía su entrada
por la Escuela de Arquitectura.
La cantidad de estudiantes y la impaciencia que demostraban por entrar en el aula se
explicaba fácilmente por ser aquél primer día de curso y del comienzo de la carrera.
Ese paso del bachillerato al estudio de facultad siempre da al estudiante ciertas ilusiones, le
hace creerse más hombre, que su vida ha de cambiar.
Andrés Hurtado, algo sorprendido de verse entre tanto compañero, miraba atentamente
arrimado a la pared la puerta de un ángulo del patio por donde tenían que pasar.
Los chicos se agrupaban delante de aquella puerta como el público a la entrada de un teatro.
Andrés seguía apoyado en la pared, cuando sintió que le agarraban del brazo y le decían.
¡Hola, chico!
Hurtado se volvió y se encontró con su compañero de Instituto, Julio Aracil.
Habían sido condiscípulos en San Isidro; pero Andrés hacía tiempo que no veía a Julio. Este
había estudiado el último año del bachillerato, según dijo, en provincias.
¿Qué, tú también vienes aquí? le preguntó Aracil.
Ya ves.
¿Qué estudias?
Medicina.
¡Hombre! Yo también. Estudiaremos juntos.
Aracil se encontraba en compañía de un muchacho de más edad que él, a juzgar por su
aspecto, de barba rubia y ojos claros. Este muchacho y Aracil, los dos correctos, hablaban con
desdén de los demás estudiantes, en su mayoría palurdos provincianos que manifestaban la
alegría y la sorpresa de verse juntos con gritos y carcajadas.
PIO BAROJA
El 20 de enero de 1937, aproximadamente a las once de la mañana, volaba sobre Vallecas una
escuadrilla de trimotores fascistas. Bombardearon el pueblo al pasar.
Ya fuera del núcleo de la población, sobre as casitas sueltas, diseminadas por los campos
baldíos, un junker se destacó de los otros y descendió rápidamente sobre una explanada
soleada.
Las mujeres toman el sol sentadas en sillas bajas de paja, formando un semicírculo irregular.
Cosen y charlan, y de vez en cuando, una de ellas se levanta, penetra en una de las casitas
cercanas y da una ojeada a la comida. Alrededor de ellas un enjambre de chiquillos que juegan
sobre la tierra dura.
No hay hombres. Unos se fueron al frente, otros al trabajo en Madrid. Ahorrando duro,
todos ellos, habían llegado a ser dueños de las casitas humildes que rodean la explanada.
Algunas fueron construidas por la propia mano del hombre en los domingos y las horas libres.
Se destacan de las demás por las líneas algo abombadas de los muros y este defecto se
convierte en orgullo para sus dueños. Casi todos emigraron de las tierras áridas de la Mancha y
habían venido, años hacía, a conquistar Madrid. De esta corriente emigratoria nació Vallecas.
No se puede saltar de un pueblo de barro, perdido en la meseta, a la capital. Los emigrantes se
paraban en las puertas de Madrid y allí acampaban, tomaban fuerzas y planeaban el asalto.
Así, Vallecas, en principio, fue un grupo de ventas de arrieros. Después, un grupo de barracas
de latas y maderas viejas. Más tarde, a la vez que Madrid se extendía y se aproximaba al
arroyo Abroñigal, sucia frontera sobre la que había un puente mísero, Vallecas creció, edificó
calles sólidas, cegó el arroyo y se convirtió en uno de los barrios obreros más populosos de
Madrid. Aquellas casitas de las afueras eran patente de independencia.Sus dueños eran
modestos comerciantes y obreros especializados.
Las explosiones recientes y el rápido descenso del avión sobre la explanada proyectaron a
las mujeres y los chicos en todas direcciones. Algunos se tiraban al suelo. Otros buscaron el
cobijo de sus casitas. De una de aquellas salió una mujer con un niño de pecho en brazos,
llamando a sus hijos. Los cinco hijos venían ya corriendo hacia la casita, cogidos a su hermana
mayor.
En aquel momento el avión vació su carga sobre la explanada y las casitas.
Tomó nuevamente altura y desapareció del horizonte.
ATURO BAREA
Tu voz regó la duna de mi pecho
en la dulce cabina de madera.
Por el sur de mis pies fue primavera
y al norte de mi frente flor de helecho.
Pino de luz por el espacio estrecho
cantó sin alborada y sementera
y mi llanto prendió por vez primera
coronas de esperanza por el techo.
Dulce y lejana voz por mí vertida.
Dulce y lejana voz por mí gustada.
Lejana y dulce voz amortecida.
Lejana como oscura corza herida.
Dulce como un sollozo en la nevada.
¡Lejana y dulce en tuétano metida!
LORCA
¿No es verdad, ángel de amor,
que en esta apartada orilla
más pura la luna brilla
y se respira mejor?
Esta aura que vaga llena
de los sencillos olores
de las campesinas flores
que brota esa orilla amena;
esa agua limpia y serena
que atraviesa sin temor
la barca del pescador
que espera cantando al día,
¿no es cierto, paloma mía,
que están respirando amor?
ZORRILLA
«Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. Los mismos cueros
tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se
complace en variarnos como si fuésemos de cera y en destinarnos por sendas diferentes al
mismo fin: la muerte. Hay hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las
flores, y hombres a quienes se les manda tirar por el camino de los cardos y de las chumberas.
Aquéllos gozan de un mirar sereno y al aroma de su felicidad sonríen con la cara del inocente;
estos otros sufren del sol violento de la llanura y arrugan el ceño como las alimañas por
defenderse. Hay mucha diferencia entre adornarse las carnes con arrebol y colonia, y hacerlo
con tatuajes que después nadie puede borrar ya».
CELA
En teniendo con qué alimentarnos y con qué cubrirnos, estemos con eso contentos.
Los que quieren enriquecerse caen en tentaciones, en lazos y en muchas codicias
locas y perniciosas que hunden a los hombres en la perdición y en la ruina, porque la
raíz de todos los males es la avaricia, y por eso mismo me será muy difícil perdonarte,
cariño, por mil años que viva, el que me quitases el capricho de un coche. Comprendo
que a poco de casarnos eso era un lujo, pero hoy un Seiscientos lo tiene todo el
mundo, Mario, hasta las porteras si me apuras, que a la vista está. Nunca lo
entenderás, pero a una mujer, no sé como decirte, le humilla que todas sus amigas
vayan en coche y ella a patita, que, te digo mi verdad, pero cada vez que Esther o
Valentina o el mismo Crescente, el ultramarinero, me hablaban de su excursión del
domingo me enfermaba, palabra. Aunque me esté mal decirlo, tú has tenido la suerte
de dar con una mujer de su casa, una mujer que de dos saca cuatro y te has dejado
querer, Mario, que así qué cómodo, que te crees que con un broche de dos reales o
un detallito por mi santo ya está cumplido, y ni hablar, borrico, que me he hartado de
decirte que no vivías en el mundo pero tú, que si quieres. Y eso, ¿sabes lo que es,
Mario? Egoísmo puro, para que te enteres, que ya sé que un catedrático de Instituto
no es un millonario, ojalá, pero hay otras cosas, creo yo, que hoy en día nadie se
conforma con un empleo. Ya, vas a decirme que tú tenías tus libros y “El Correo”, pero
si yo te digo que tus libros y tu periodicucho no nos han dado más que disgustos, a ver
si miento, no me vengas ahora, hijo, líos con la censura, líos con ls gente y, en
sustancia, dos pesetas. Y no es que me pille de sorpresa, Mario, porque lo que yo
digo, ¿ quién iba a leer esas cosas tristes de gentes muertas de hambre que se
revuelcan en el barro como puercos?. Vamos a ver, tú piensa con la cabeza, ¿quién
iba a leer ese rollo de “El Castillo de Arena” donde no hablas más que de filosofías?
Tú mucho con que si la tesis y el impacto y todas esas historias, pero ¿quieres
decirme con qué se come eso? A la gente le importan un comino las tesis y los
impactos, créeme, que a ti, querido, te echaron a perder los de la tertulia, el Aróstegui
y el Moyano, ese de las barbas, que son unos inadaptados.
DELIBES
Que es decir que ha de estudiar la mujer, no en empeñar a su marido y meterle en
enojos y cuidados, sino en librarle dellos y en serie perpetua causa de alegría y
descanso. Porque, ¿qué vida es la del aquel que ve consumir su patrimonio en los
antojos de su mujer, y que sus trabajos todos se los lleva el río, o por mejor decir, al
albañar, y que, tomando cada día nuevos censos, y creciendo de continuo sus deudas,
vive vil esclavo, aherrojado del joyero y del mercader?
Dios, cuando quiso casar al hombre, dándole mujer, dijo: «Hagámosle un ayudador su
semejante» (Gén, 2); de donde se entiende que el oficio natural de la mujer, y el fin
para que Dios la crio, es para que sea ayudadora del marido, y no su calamidad
y desventura; ayudadora, y no destruidora. Para que la alivie de los trabajos que trae
consigo la vida casada, y no para que añadiese nuevas cargas. Para repartir entre sí los
cuidados, y tomar ella parte, y no para dejarlos todos al miserable, mayores y más
acrecentados. Y, finalmente, no las crio Dios para que fuesen rocas donde quebrasen
los maridos y hiciesen naufragio de las haciendas y vidas, sino para puertos deseados y
seguros en que, viniendo a sus casas, reposasen y se rehiciesen de las tormentas de
negocios pesadísimos que corren fuera dellas.
FRAY LUIS DE LEÓN: La perfecta casada
Ya desde el principio, en el primer libro de la Biblia, la cosa empieza empieza mal para la
mujer, a la que el mismo Dios sitúa por debajo del hombre:
"A la mujer le dijo: Multiplicaré los dolores de tu preñez, parirás tus hijos con dolor; desearás a
tu marido, y él te dominará."
En efecto, la mujer le dio la manzana al varón, se la lió parda, algo parecido a cuando Pandora
abrió la caja con todos los males de la humanidad. Por tanto:
"Que la mujer aprenda sin protestar y con gran respeto. No consiento que la mujer enseñe ni
domine al marido, sino que debe comportarse con discrección. Pues primero fue formado
Adán, y después Eva. Y no fue Adán el que se dejó engañar, sino la mujer que, seducida,
incurrió en la transgresión. Se salvará, sin embargo, por su condición de madre, siempre que
persevere con modestia en la fe, el amor y la santidad."
Uno de los libros considerados más “sabios de la Biblia” suelta esta perla sobre el género
femenino:
"Por más que busqué no encontré; entre mil se puede encontrar un hombre cabal, pero mujer
cabal, ni una entre todas."
La mujer que da a luz es impura, pero si encima da a luz a una niña, doblemente impura:
"El Señor dijo a Moisés: - Di a los israelitas: la mujer que conciba y dé a luz un varón, quedará
impura durante siete días, como cuando tiene la menstruación."
Aquí Dios se pone en plan comerciante y se dedica a tasar a las personas en gramos de plata, y
por supuesto, la mujer vale mucho menos:
"El Señor dijo a Moisés: - Di a los israelitas: Cuando alguien haga al Señor una promesa
ofreciendo una persona, la estimación de su valor será la siguiente: el hombre entre veinte y
sesenta años, quinientos gramos de plata, según las pesas del santuario; la mujer, trescientos;
el joven entre los cinco y los veinte años, si es muchacho, doscientos gramos, y si es muchacha,
cien; entre un mes y cinco años, si es niño, cincuenta gramos, y treinta gramos de plata si es
niña; de sesenta años para arriba, el hombre, ciento cincuenta gramos y la mujer, cincuenta."
4. Deuteronomio 21:11-15.
"Si ves entre los prisioneros una mujer hermosa, te enamoras de ella y deseas hacerla tu
esposa, la llevarás a tu casa, se rapará la cabeza y se cortará las uñas, se quitará el vestido de
cautiva, se quedará en tu casa y llorará a su padre y a su madre durante un mes. Luego podrás
unirte a ella. Si deja de gustarte, le darás la libertad, pero no la venderás por dinero ni sacarás
provecho alguno, pues ya la has humillado."
El pene es sagrado:
"Si dos hombres se están pegando, se acerca la mujer de uno de ellos y, para liberar a su
marido del que lo golpea, mete la mano y agarra al otro por sus partes, le cortarás a ella la
mano sin compasión."
El libro de los Jueces cuenta que se produjo una guerra civil entre los propios israelitas,
enfrentándose todas las tribus contra la de Benjamín. Tras la derrota de los benjaminitas, a sus
hermanos les dio pena ver que no tenían mujeres, y siguiendo el ejemplo de lo que tantas
veces el Señor les había dicho que hicieran, tomaron esta bonita determinación:
"- Id y pasad a cuchillo a todos los habitantes de Yabés de Galaad, incluidas mujeres y niños.
Consagraréis al exterminio a todos los varones y a todas las mujeres casadas, pero dejaréis con
vida a las vírgenes."
Problema, no había vírgenes suficientes para todos. Así que un poco más adelante les dijeron a
los benjaminitas:
"Id y escondeos entre las viñas. Os quedáis observando, y cuando veáis que las jóvenes de Siló
salen a bailar, salís a las viñas, os lleváis cada uno una muchacha de Siló y volveís a vuestra
tierra."
"Que las mujeres guarden silencio en las reuniones; no les está pues, permitido hablar, sino
que deben mostrarse recatadas, como manda la ley. Y si quieren aprender algo, que pregunten
en casa a sus maridos, pues no es decoroso que la mujer hable en la asamblea."
Génesis 2:18
Versículos Conceptos
Y el SEÑOR Dios dijo: No es bueno que el hombre esté solo; le haré una ayuda idónea.
Salmos 73:26
Versículos Conceptos
Proverbios 31:10-31
Mujer hacendosa, ¿quién {la} hallará? Su valor supera en mucho al de las joyas. En ella confía
el corazón de su marido, y no carecerá de ganancias. Ella le trae bien y no mal todos los días de
su vida.
Proverbios 11:16
Versículos Conceptos
Colosenses 3:18
Versículos Conceptos
Proverbios 14:1
Versículos Conceptos
La mujer sabia edifica su casa, pero la necia con sus manos la derriba.
Génesis 2:24
Versículos Conceptos
Por tanto el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán una sola
carne.
Proverbios 19:13
Versículos Conceptos
El hijo necio es ruina de su padre, y gotera continua las contiendas de una esposa.
Proverbios 21:9
Versículos Conceptos
Mejor es vivir en un rincón del terrado que en una casa con mujer rencillosa.
Proverbios 21:19
Versículos Conceptos
Proverbios 31:10
Versículos Conceptos
Mujer hacendosa, ¿quién {la} hallará? Su valor supera en mucho al de las joyas.
1 Timoteo 3:11
Versículos Conceptos
De igual manera, las mujeres {deben ser} dignas, no calumniadoras, sino sobrias, fieles en
todo.
1 Pedro 3:1-2
Asimismo vosotras, mujeres, estad sujetas a vuestros maridos, de modo que si algunos {de
ellos} son desobedientes a la palabra, puedan ser ganados sin palabra alguna por la conducta
de sus mujeres al observar vuestra conducta casta y respetuosa.
1 Crónicas 16:11
Versículos Conceptos
Asimismo, que las mujeres se vistan con ropa decorosa, con pudor y modestia, no con peinado
ostentoso, no con oro, o perlas, o vestidos costosos; sino con buenas obras, como corresponde
a las mujeres que profesan la piedad.
Proverbios 31:30
Versículos Conceptos
Engañosa es la gracia y vana la belleza, {pero} la mujer que teme al SEÑOR, ésa será alabada.
1 Timoteo 2:9-15
Asimismo, que las mujeres se vistan con ropa decorosa, con pudor y modestia, no con peinado
ostentoso, no con oro, o perlas, o vestidos costosos; sino con buenas obras, como corresponde
a las mujeres que profesan la piedad. Que la mujer aprenda calladamente, con toda
obediencia.
Asimismo vosotras, mujeres, estad sujetas a vuestros maridos, de modo que si algunos {de
ellos} son desobedientes a la palabra, puedan ser ganados sin palabra alguna por la conducta
de sus mujeres al observar vuestra conducta casta y respetuosa. Y que vuestro adorno no sea
externo: peinados ostentosos, joyas de oro o vestidos lujosos
Proverbios 12:4
Versículos Conceptos
La mujer virtuosa es corona de su marido, mas la que {lo} avergüenza es como podredumbre
en sus huesos.
Tito 2:3-5
Asimismo, las ancianas deben ser reverentes en {su} conducta: no calumniadoras ni esclavas
de mucho vino, que enseñen lo bueno, que enseñen a las jóvenes a que amen a sus maridos, a
que amen a sus hijos, {a ser} prudentes, puras, hacendosas en el hogar, amables, sujetas a sus
maridos, para que la palabra de Dios no sea blasfemada.
Génesis 3:16
Versículos Conceptos
A la mujer dijo: En gran manera multiplicaré tu dolor en el parto, con dolor darás a luz los hijos;
y con todo, tu deseo será para tu marido, y él tendrá dominio sobre ti.
Mateo 19:26
Versículos Conceptos
Pero Jesús, mirándo{los,} les dijo: Para los hombres eso es imposible, pero para Dios todo es
posible.
Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero
hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo
El cual aún todavía dormía. Pidió las llaves a la sobrina del aposento donde estaban los
libros autores del daño, y ella se las dió de muy buena gana. Entraron dentro todos, y el
ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes muy bien
encuadernados, y otros pequeños; y así como el ama los vió, volvióse a salir del
aposento con gran priesa, y tornó luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y
dijo: tome vuestra merced, señor licenciado; rocíe este aposento, no esté aquí algún
encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten en pena de la que les
queremos dar echándolos del mundo. Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y
mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué
trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego. No, dijo la
sobrina, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores,
mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, y hacer un rimero de ellos, y pegarles
fuego, y si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo. Lo
mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte de aquellos inocentes;
mas el cura no vino en ello sin primero leer siquiera los títulos. Y el primero que maese
Nicolás le dió en las manos, fue los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura: parece
cosa de misterio esta, porque, según he oído decir, este libro fue el primero de
caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen
de este; y así me parece que como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos sin
excusa alguna condenar al fuego. No, señor, dijo el barbero, que también he oído decir
que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto, y así, como a
único en su arte, se debe perdonar. Así es verdad, dijo el cura, y por esa razón se le
otorga la vida por ahora. Veamos ese otro que está junto a él. Es, dijo el barbero, Las
sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula. Pues es verdad, dijo el cura,
que no le ha de valer al hijo la bondad del padre; tomad, señora am, abrid esa ventana y
echadle al corral, y dé principio al montón de la hoguera que se ha de hacer. Hízolo así
el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián fue volando al corral, esperando
con toda paciencia el fuego que le amenazaba. Adelante, dijo el cura. Este que viene,
dijo el barbero, es Amadís de Grecia, y aun todos los de este lado, a lo que creo, son del
mismo linaje de Amadís. Pues vayan todos al corral, dijo el cura, que a trueco de
quemar a la reina Pintiquiniestra, y al pastor Darinel, y a sus églogas, y a las
endiabladas y revueltas razones de su autor, quemara con ellos al padre que me
engendró, si anduviera en figura de caballero andante. De ese parecer soy yo, dijo el
barbero. Y aun yo, añadió la sobrina. Pues así es, dijo el ama, vengan, y al corral con
ellos. Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró la escalera, y dió con ellos por la
ventana abajo. ¿Quién es ese tonel? dijo el cura. Este es, respondió el barbero, Don
Olicante de Laura. El autor de ese libro, dijo el cura, fue el mismo que compuso a
Jardín de Flores, y en verdad que no sepa determinar cuál de los dos libros es más
verdadero, o por decir mejor, menos mentiroso; solo sé decir que este irá al corral por
disparatado y arrogante. Este que sigue es Florismarte de Hircania, dijo el barbero.
¿Ahí está el señor Florismarte? replicó el cura. Pues a fe que ha de parar presto en el
corral a pesar de su extraño nacimiento y soñadas aventuras, que no da lugar a otra cosa
la dureza y sequedad de su estilo; al corral con él, y con ese otro, señora ama. Que me
place, señor mío, respondió ella... y con mucha alegría ejecutaba lo que era mandado.
Este es El caballero Platir, dijo el barbero. Antiguo libro es ese, dijo el cura, y no hallo
en él cosa que merezca venia; acompañe a los demás sin réplica... Y así fue hecho.
Abrióse otro libro, y vieron que tenía por título El caballero de la Cruz. Por nombre tan
santo como este libro tiene, se podía perdonar su ignorancia; mas también se suele decir
tras la cruz está el diablo: vaya al fuego. Tomando el barbero otro libro, dijo: Este es
Espejo de Caballerías. Ya conozco a su merced, dijo el cura: ahí anda el señor
Reinaldos del Montalban con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco, y los
doce Pares con el verdadero historiador Turpin; y en verdad que estoy por condenarlos
no más que a destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte de la invención del famoso
Mato Boyardo, de donde también tejió su tela el cristiano poeta Ludovico Ariosto, al
cual, si aquí le hallo, ya que habla en otra lengua que la suya, no le guardaré respeto
alguno; pero si habla en su idioma, le pondré sobre mi cabeza. Pues yo le tengo en
italiano, dijo el barbero, mas no le entiendo. Ni aun fuera bien que vos le entendiérais,
respondió el cura; y aquí le perdonáramos al señor capitán, que no le hubiera traído a
España, y hecho castellano; que le quitó mucho de su natural valor, y lo mismo harán
todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua, que por mucho
cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen
en su primer nacimiento. Digo, en efecto, que este libro y todos los que se hallaren, que
tratan de estas cosas de Francia, se echen y depositen en un pozo seco, hasta que con
más acuerdo se vea lo que se ha de hacer de ellos, exceptuando a un Bernardo del
Carpio, que anda por ahí, y a otro llamado Roncesvalles, que estos, en llegando a mis
manos, han de estar en las del alma, y de ellas en las del fuego, sin remisión alguna.
Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada, por entender
que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la verdad, que no diría otra cosa por
todas las del mundo. Y abriendo otro libro, vió que era Palmerín de Oliva, y junto a él
estaba otro que se llamaba Palmerín de Inglaterra, lo cual, visto por el licenciado, dijo:
esa oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden de ella las cenizas, y esa
palma de Inglaterra se guarde y se conserve como cosa única, y se haga para ella otra
caja como la que halló Alejandro en los despojos de Darío, que la diputó para guardar
en ellas las obras del poeta Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos
cosas: la una porque él por sí es muy bueno, y la otra, porque es fama que le compuso
un discreto rey de Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguarda son
bonísimas y de grande artificio, las razones cortesanas y claras que guardan y miran el
decoro del que habla, con mucha propiedad y entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro
buen parecer, señor maese Nicolás, que este y Amadís de Gaula queden libres del fuego,
y todos los demás, sin hacer más cala y cata, perezcan. No, señor compadre, replicó el
Barbero, que este que aquí tengo es el afamado Don Belianís. Pues ese, replicó el cura,
con la segunda y tercera y cuarta parte, tienen necesidad de un poco de ruibarbo para
purgar la demasiada cólera suya, y es menester quitarles todo aquello del castillo de la
fama, y otras impertinencias de más importancia, para lo cual se les da término
ultramarino, y como se enmendaren, así se usará con ellos de misericordia o de justicia;
y en tanto tenedlos vos, compadre, en vuestra casa; mas no lo dejéis leer a ninguno. Que
me place, respondió el barbero, y sin querer cansarse más en leer libros de caballerías,
mandó al ama que tomase todos los grandes, y diese con ellos en el corral. No lo dijo a
tonta ni a sorda, sin o a quien tenía más gana de quemarlos que de echar una tela por
grande y delgada que fuera; y asiendo casi ocho de una vez, los arrojó por la ventana.
Por tomar muchos juntos se le cayó uno a los pies del barbero, que le tomó gana de ver
de quién era, y vió que decía: Historia del famoso caballero Tirante el Blanco. Válame
Dios dijo el cura, dando una gran voz; ¡que aquí esté Tirante Blanco! Dádmele acá,
compadre, que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de
pasatiempos. Aquí está don Kirieleison de Montalván, valeroso caballero, y su hermano
Tomás de Montalván y el caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante
hizo con Alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores y
embustes de la viuda Reposada, y la señora emperatriz enamorada de Hipólito su
escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que por su estilo es este el mejor libro del
mundo; aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen
testamento antes de su muerte, con otras cosas de que todos los demás libros de este
género carecen. Con todo eso, os digo que merecía el que lo compuso, pues no hizo
tantas necedades de industria, que le echaran a galeras por todos los días de su vida.
Llevadle a casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto de él os he dicho. Así será,
respondió el barbero; pero ¿qué haremos de estos pequeños libros que quedan? Estos,
dijo el cura, no deben de ser de caballerías, sino de poesía; y abriendo uno, vió que era
la Diana, de Jorge de Montemayor, y dijo (creyendo que todos los demás eran del
mismo género:) estos no merecen ser quemados como los demás, porque no hacen ni
harán el daño que los de caballerías han hecho, que son libros de entretenimiento, sin
perjuicio de tercero. ¡Ay, señor!, dijo la sobrina. Bien los puede vuestra merced mandar
quemar como a los demás, porque no sería mucho que habiendo sanado mi señor tío de
la enfermedad caballeresca, leyendo estos se le antojase de hacerse pastor, y andarse por
los bosques y prados cantando y tañendo, y lo que sería peor, hacerse poeta, que, según
dicen, es enfermedad incurable y pegadiza. Verdad dice esta doncella, dijo el cura, y
será bien, quitarle a nuestro amigo este tropiezo y ocasión de delante. Y pues
comenzamos por la Diana de Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se
le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada, y casi todos los
versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa y la honra de ser primero en
semejantes libros. Este que se sigue, dijo el barbero, es la Diana llamada Segunda del
Salmantino; y este otro, que tiene el mismo nombre, cuyo autor es Gil Polo. Pues la del
Salmantino, respondió el cura, acompañe y acreciente el número de los condenados al
corral, y la de Gil Polo se guarde como si fuera del mismo Apolo; y pase adelante, señor
compadre, y démonos priesa, que se va haciendo tarde. Este libro es, dijo el barbero
abriendo otro, los diez libros de Fortuna de Amor, compuesto por Antonio de Lofraso,
poeta sardo. Por las órdenes que recibí, dijo el cura, que desde que Apolo fue Apolo, y
las musas musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado libro como ese no
se ha compuesto, y que por su camino es el mejor y el más único de cuantos de este
género han salido a la luz del mundo; y el que no le ha leído puede hacer cuenta que no
ha leído jamás cosa de gusto. Dádmele acá, compadre, que precio más de haberle
hallado, que si me dieran una sotana de raja de Florencia. Púsole aparte con grandísimo
gusto, y el Barbero prosiguió diciendo: Estos que siguen son el Pastor de Iberia, Ninfas
de Henares y Desengaño de Zelos. Pues no hay más que hacer, dijo el cura, sino
entregárselos al brazo seglar del ama, y no se me pregunte el porqué, que sería nunca
acabar. Este que viene es el Pastor de Filida. No es ese pastor, dijo el cura, sino muy
discreto cortesano; guárdese como joya preciosa. Este grande que aquí viene se intitula,
dijo el barbero, Tesoro de varias poesías. Como ellas no fueran tantas, dijo el cura,
fueran más estimadas; menester es que este libro se escarde y limpie de algunas bajezas
que entre sus grandezas tiene; guárdese, porque su autor es amigo mío, y por respeto de
otras más heroicas y levantadas obras que ha escrito. Este es, siguió el barbero, el
Cancionero de López Maldonado. También el autor de ese libro, replicó el cura, es
grande amigo mío, y sus versos en su boca admiran a quien los oye, y tal es la suavidad
de la voz con que los canta, que encanta; algo largo es en las églogas, pero nunca lo
bueno fue mucho, guárdese con los escogidos. Pero ¿qué libro es ese que está junto a
él? La Galatea de Miguel de Cervantes, dijo el barbero. Muchos años ha que es grande
amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro
tiene algo de buena invención, propone algo y no concluye nada. Es menester esperar la
segunda parte que promete; quizá con la enmienda alcanzará del todo la misericordia
que ahora se le niega; y entre tanto que esto se vé, tenedle recluso en vuestra posada,
señor compadre. Que me place, respondió el barbero; y aquí vienen tres todos juntos: la
Araucana de don Alonso de Ercilla; la Austríada de don Juan Rufo, jurado de Córdoba
y el Montserrat de Cristóbal de Virués, poeta valenciano. Todos estos tres libros, dijo el
cura, son los mejores que en verso heroico, en lengua castellana están escritos, y pueden
competir con los más famosos de Italia: guárdense como las más ricas prendas de poesía
que tiene España. Cansóse el cura de ver más libros, y así a carga cerrada, quiso que
todos los demás se quemasen; pero ya tenía abierto uno el barbero que se llamaba Las
lágrimas de Angélica. Lloráralas yo, dijo el cura en oyendo el nombre, si tal libro
hubiera mandado quemar, porque su autor fue uno de los famosos poetas del mundo, no
sólo de España, y fue felicísimo en la traducción de algunas fábulas de Ovidio.