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Poemas de Yanis Ritsos

Texto y traducciones del original griego por Juan Ruiz de Torres.

Detrás del olvido

Lo único sólido que de él quedó fue su chaqueta.


La colgaron allí, en el armario grande. Fue olvidada.
Se pegó al fondo, detrás de nuestras ropas de verano, de invierno,
- nuevas cada año, para nuestras necesidades nuevas -. Hasta que,
un día, llamó nuestra atención - puede que por su color extraño,
puede que por su anticuado corte -. Sobre sus botones
había tres imágenes, iguales y redondas:
el muro del fusilamiento, con cuatro agujeros,
y alrededor, nuestro remordimiento.

El loco

El carro, parado frente al mar,


cargado de seis barriles de hierro, rojos,
y otro más de un estupendo verde.
El caballo
pacía en el prado. El cochero
bebía en la taberna.
El loco de la isla
se detuvo en el muelle, y gritó:
"¡Con este verde os venceré!"
Y señaló el último barril, sin tener ni idea
de su contenido o de quién fuera.

El día de un enfermo

Todo el día, un olor a tablas podridas, húmedas


- se secan y humean al sol. Los pájaros
miran un momento por los tejados y se van.
Por la noche, en la vecina taberna, se reúnen los sepultureros,
comen pescado frito, beben, cantan
una canción con muchos agujeros oscuros. -
Desde allí adentro, comienza a soplar un viento suave
y tiemblan las hojas, las luces y el papel de los anaqueles.

Teatro antiguo

A mediodía, cuando se encontró en el centro del antiguo teatro,


aquel joven griego, seguro de sí mismo,
tan hermoso como sus antepasados,
lanzó un grito (pero no de admiración; admiración
no sintió en absoluto, y si la hubiera sentido,
no la demostraría de seguro); simplemente, un grito,
puede que de la alegría indomable de su juventud,
o para probar la resonancia del lugar. Enfrente,
de lo alto de los acantilados, el eco contestó
- el eco griego que ni imita ni repite,
sino que sencillamente continúa, desde altura incalculable,
el eterno clamor del ditirambo. -

Casi prestidigitador

Desde lejos amortigua la luz, mueve las sillas


sin tocarlas. Se cansa. Se quita el sombrero y se abanica.
Después, muy lentamente, se saca tres naipes
del oído. Disuelve una estrella analgésica verde
en un vaso de agua, removiendo con una cucharilla de plata.
Se bebe el vaso y la cuchara. Se vuelve transparente.
En su pecho se ve un pescado de oro que flota.
Muy cansado, más tarde, se tiende en el sofá, y cierra los ojos.
"En la cabeza tengo un pájaro", dice. "No puedo sacarlo".
La sombra de dos grandes alas llena el cuarto.

Gesticulación ambigua

Es así, lo quiere exactamente así, y lo confiesa. Este blanco,


color, y a un tiempo luz, cuerpo incorpóreo,
superblanco, sí, en cada noche, nutritivo en cada carencia,
asequible e intransferible. También esto lo confiesa.
Y claro, hizo
un movimiento de prestidigitador vulgar, volcando
el recipiente sobre la mesa. Temimos por un momento
que se fuese a derramar la leche. Pero no; sobre la mesa
el blanco quedó solidificado, conservando perfectamente
la forma interior del recipiente, como el ídolo primitivo
de un dios conocido nuestro. Sólo alguien dijo: "Ahora
no podemos beber la leche". Él sonrió
como si ya estuviese harto. Pero, ¿harto de verdad?

Gris y blanco

Por la tarde, el café estaba vacío. Se sentó solo y esperó,


exactamente detrás del vaso de agua, sintiendo
las sillas vacías, y los cristales que se oscurecían,
los ruidos pequeños que se detenían en el primer escalón
de la puerta, sin pasar adentro: una espera que había estado tan clara,
ahora indefinida, incumplida, boca abajo. Enfrente de él,
sobre los árboles del parque, se levantó la luna grande,
profunda, oscura, detrás de los cristales; una luna también de cristal,
que puso una mancha cárdena en la frente de la mujer,
que se había sentado en silencio en el asiento contiguo.
Levantó el vaso. El agua estaba tibia. La luna, tibia también.
Tendría que vaciar las dos. La mano de la mujer estaba totalmente blanca.
Sin confirmar

Siempre creyó en aquella gran luz.


La toco – dice -, no sólo la veo, no la veo,
sólo la toco, la tengo, la soy. Y como anochecía,
y en la habitación ya no se distinguían las mesas, las bandejas,
las marinas, el reloj, nuestras formas,
él, realmente resplandecía todo entero sobre su silla,
y su silla también lucía con sus cuatro patas,
como fijas en una nube. Quisimos
tocarle para estar seguros. Pero no nos atrevimos
a levantarnos de nuestro sitio, porque estábamos agazapados
en lo más alto de una escalera sin escalones,
en una escalera altísima que no habíamos subido.

Retraso

Todavía le quedaba una hora; alcanzaría.


Podía, pues, observar el florero vacío,
parecido a una mano de cristal como esperando, parecido a un...

Cuando se acordó de irse


los otros habían acabado ya su jornada. Y él ni siquiera
había terminado sus observaciones, con la idea
de que le sobraría tiempo. Así pues, lo único que podía hacer
era coger dos flores de las coronas grandes
que estaban en la entrada -dos lirios, y nada más-
muy altos, muy blancos, para el florero vacío.

La subida

Estuvo largo tiempo en el ajeno huerto, y sólo pensaba


en subir a escondidas a la higuera desnuda, para mirar
desde lo alto al mundo, como si fuera una hoja
o un pájaro; pero siempre pasaba alguien
y siempre lo dejaba para luego.
Una tarde,
miró en derredor suyo - todo desierto -, trepó
a la rama más alta; entonces se oyeron
voces de entre las matas: "¿Qué haces, allí arriba?"
- grandes voces -, y contestó: "Un higo,
quedaba un higo". La rama se quebró.
Lo levantaron. Tenía la mano derecha agarrotada.
Cuando abrieron sus dedos, no había nada dentro.

Piedras

Llegan y se van los días, sin plan y sin sorpresas.


Las piedras se empapan de luz y de memoria.
Hay uno que coloca una piedra por almohada.
Otro que, antes de bañarse, deja su ropa debajo de una piedra,
que no la lleve el aire. Otro que usa una piedra por escaño
o mojón en su huerto, el cementerio, el establo, el bosque.

Tarde, tras la puesta del sol, al volver a casa,


cualquier piedra de la playa que pongas en tu mesa
es una estatuilla - una pequeña Niki, o el perro de Artemisa -,
y esa piedra en que a mediodía un joven posó sus pies mojados,
es un Patroclo, con pestañas cerradas y sombrías.

Chiflado

No, no, dice; todo lo demás sí, la luz no,


la luz libre no, dice, no lo soporto,
la cojo con mis manos, la tiro de la cola,
bajo la cortina, rompo el cristal,
pongo patas arriba los bancos del jardín,
veo una mancha pequeña en tu chaqueta,
veo un poco de polvo en las uñas de tus pies,
escondo la llave en tu sobaco sudoroso,
te digo que soy un hombre, subo de dos en dos los escalones,
salgo al balcón y cuelgo la bandera.
EL SIGNIFICADO DE LA SENCILLEZ

Tras las cosas sencillas me oculto para que me encontréis;


si no me encontráis, encontraréis las cosas,
tocaréis lo que tocó mi mano,
las huellas de nuestras manos se unirán.

La luna de agosto brilla en la cocina


como una olla de estaño (ocurre así también por lo que digo)
alumbra la casa desierta y su silencio arrodillado…
el silencio está siempre de rodillas.

Cada palabra es un camino


hacia un encuentro a menudo frustrado,
y es palabra verdadera, mientras insiste en el encuentro.

SEÑALES
Si sabe que lo observan desde una ventana,
cómo puede moverse de un modo tan bello, tan sencillo…
Quiero aprender en qué consiste tal simplicidad.
Bajo la persiana, me miro en el espejo.
Un orificio en la frente me lo impide.

*
No preguntes hasta cuándo durará… no durará; otros toman las decisiones.
Pon la mesa al revés; apaga la luz. El espejo
está lleno de orificios de bala. No mires a través.
Miraré –dijo el otro- por esos orificios.
Veré mi rostro robado otra vez, intacto.

Yannis Ritsos
Traducción del inglés de Abraham Gragera
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‘Siempre’, de Yannis Ritsos (1909 – 1990)


16 octubre 2009
Comenzamos una conversación

se parte por la mitad.

Comenzamos a construir un muro

no nos dejan terminarlo.

Y nuestra canción, partida.

Todo lo acaba el horizonte.

Por encima de las lonas pasan a manadas las


estrellas

a veces cansadas, a veces amargas, sin embargo

seguras

por sus caminos, y por los nuestros.

Y el día, hasta el más injusto, te deja en el

bolsillo

una banderita azul y blanca de la fiesta de la mar,

te deja una bocanada de aire limpio

te deja en la vista la gracia de los ojos

que miraban contigo la misma piedra,

que repartieron por igual el mismo dolor,

la misma nube, la misma sombra.

Todo lo hemos repartido, camaradas,

el pan, el agua, el cigarrillo, la pena,

y la esperanza.

Ahora podemos vivir o morirnos

sencillamente y con bellaza –con mucha belleza-

igual que si abrimos una puerta a la mañana

y decimos buenos días al sol y al mundo.


ATENAS 1970

En estas calles
la gente camina; la gente
se apresura, tiene prisa
por salir, por irse (¿de qué?),
por llegar (¿dónde?) —Yo no lo sé — no son rostros
—aspiradoras, botes, cajas—
Tienen prisa.

En estas calles, otro tiempo,


ellos han pasado con amplias banderas,
tenían una voz (lo recuerdo, yo la oí),
una voz audible.

Ahora,
caminan, corren, tienen prisa,
una prisa animada—
el tren llega, lo abordan, choca;
luz verde, roja;
el hombre de la puerta atrás del cristal partido;
la prostituta, el soldado, el verdugo;
el muro es gris
más alto que el tiempo.
Ni siquiera las estatuas pueden ver.
LA PAZ

El sueño del niño es la paz.


El sueño de la madre es la paz.
Las palabras del amor bajo los árboles,
es la paz.

El padre que vuelve por la tarde con una amplia sonrisa en los ojos,
Con una bolsa en sus manos llena de fruta
Y las gotas de sudor en su frente,
Es como las gotas del cántaro que congela el agua en la ventana,
Es la paz.

Cuando las cicatrices cierran las heridas en la frente del mundo,


Y dentro de las fosas que cavaron los obuses plantamos árboles,
Y en los corazones en que cavó el incendio lía sus primeros capullos la esperanza
Y los muertos pueden echarse a un lado y dormir sin dolor
Sabiendo que su sangre no se fue con el mal,
Es la paz.

Paz es el aroma de la comida por la tarde,


Cuando la parada de un coche en la calle no es miedo,
Cuando la llamada a la puerta significa amigo,
Y la abertura de la ventana en todo momento significa cielo
Celebrando festejos nuestros ojos con las lejanas campanas de sus colores,
Es la paz.

Paz es un vaso de leche caliente y un libro ante


El niño que despierta.
Cuando las espigas se inclinan
La una sobre la otra conversando: la luz,
La luz, la luz,

Y rebosa de luz la corola del horizonte,

Es la paz.

Cuando las cárceles se restauran para ser bibliotecas,


Cuando una canción se eleva de umbral en umbral por la noche,
Cuando la luna primaveral sale de la nube
Igual que sale de la barbería del barrio recién afeitado
El trabajador la tarde de un sábado,
Es la paz.

Cuando el día ha pasado


No es un día que ya se ha perdido
Sino que es la raíz que alza las hojas de la alegría por la tarde,

Y es un día ganado y un sueño justo.


Cuando sientes de nuevo que el sol ata apresuradamente sus cordones,
Que da caza a la tristeza desde los rincones del tiempo,
Es la paz.

Paz son los montones de rayos sobre los campos del verano,
Es la cartilla de la bondad en las rodillas de la aurora.
Cuando dices: hermano mío, cuando decimos: mañana construiremos,
Cuando construimos y cantamos
Es la paz.

Cuando la muerte toma un poco de lugar en el corazón


Y las chimeneas muestran con dedos firmes la felicidad,
Cuando el gran clavel del crepúsculo
Lo pueden oler de igual forma el poeta y el proletario,
Es la paz.
La paz son las manos estrechadas de los hombres,
Es el pan caliente en la mesa del mundo,
Es la sonrisa de la madre.
Solamente esto.
Ninguna otra cosa es la paz.

Y los arados que trazan ranuras profundas en la tierra toda


Únicamente escriben un nombre:
Paz. Nada más. Paz.

Sobre los raíles de mis versos


El tren que avanza hacia el futuro,
Trigo cargado y rosas,
Es la paz.

Hermanos,
Dentro de la paz respira de par en par
Todo el mundo con todos sus sueños.
Daos las manos, hermanos,
Esto es la paz.

La Dama de las Viñas


III
Señora de las Viñas, ¿Cómo sostener sobre nuestros hombros tanto cielo
cómo sostener tanto silencio con todos los secretos de los árboles?

Un delfín corta como un relámpago la quietud del mar


como el cuchillo corta el pan sobre la tabla de los pescadores
como el primer rayo de sol corta el sueño.

De piedra en piedra reverbera el camino y de pájaro en pájaro sube la escalinata


y el sol, mitad en el mar, mitad en el cielo, brilla como la naranja
en tu puño y como tu oreja debajo del cabello.

Y así esbelta y fuerte en el centro del mundo


sosteniendo en tu mano izquierda la gran balanza y en la derecha la santa espada
eres la belleza y la gallardía y eres Grecia.

Cuando pasas entre la gramilla rasgando la seda del aire


las rubias fundas del maíz te rozan las axilas
como si te rozara el flamante bigote del pastor
y onda tras onda el escalofrío se pierde entre las espigas
y sonido tras sonido los plátanos se inclinan sobre las fuentes
y las montañas parecen cántaros que esperan ser llenados.

Señora de las Viñas tu rostro se refleja en nuestros pechos


como una blanca nube que ilumina las laderas boscosas
y el río te sigue como un manso león
cuando repartes los rayos en las acequias
cuando repartes a los pastores pólvora y canto
y te llaman hermana de los caballos y los corderitos.

(Traducción de Horacio Castillo)

El guante que llevas...

El guante que llevas


no puedes examinarlo
por dentro.
Tienes que quitártelo
volverlo del revés
entrada la noche
en la estrecha habitación
ya que todo el día habrás saludado
a propios y extraños
con la mano desnuda.

(Versión de Coloma Chamorro, Javier Lentini y Dimitri Papagueorguiu)


La mujer azul

Se mojó la mano en el mar.


Se volvió azul, la mano.
Le gustó.
Se zambulló desnuda en el mar.
Se volvió azul.
Azules también su voz y su silencio.
La mujer azul.
Todos la admiraron.
Nadie la amó.

(Versión de Román Bermejo)


ISMENIA

(Un joven oficial de la guardia ha pedido que le reciban en palacio. Su padre trabajaba desde niño en las granjas y se había
convertido, de cierta manera, en el hombre de confianza de la casa. Hoy, viejo y enfermo, envía a su hijo con un pote de albahaca
y una cesta de frutas a presentarle sus respetos y su saludo a la última representante de la gran familia exterminada. La
autorización le es concedida. El joven oficial aparece, bien ceñido su uniforme, guapo y vigoroso. Su cara respira la cordialidad
del campesino helénico, de todo su físico emana una visible sensualidad, sin duda cultivada por el contacto con la gente de la
ciudad y por la holganza de los cuarteles; parece singularmente emocionado, halagado y poco menos que turbado ante la noble
dama, muy maquillada y apretada en su corsé, que conserva no obstante el encanto indefinible de una belleza apagada y lejana.
Él deposita casi con torpeza el pote y la cesta en el piso, como si con ello cometiera una falta, y transmite el mensaje de su padre.
Ella le ofrece una silla frente a la ventana, le interroga sobre la salud de su padre, y se informa del buen estado de las granjas. Él
habla entonces de manera interminable sobre la vida en los campos; de las cosechas, los árboles, los ríos, los caballos, las vacas.
Ella, aunque distraída, da muestras del más vivo interés por todo, y repara en la inhabilidad de las recias manos, puestas sobre
las rodillas. Bello crepúsculo primaveral. La luz, vaho rosáceo, entra por la ventana abierta, y tiende lentamente al naranja, al
malva, al violeta, al ultramaro. En el jardín se escucha el canto de los pájaros. Por momentos, un reflejo de su recargado ornato
pasa sobre los muebles, sobre el espejo grande, por los cristales o por la cara del joven. De repente, éste calla. Cae la tarde. Un
silencio y una espera inexplicables. Quizás por eso ella se pone a hablar a su vez, como para llenar el vacío o para desviar la
proximidad de algo que habría que evitar pero que es sin embargo ineluctable:)

Venga de vez en cuando, me será placentero. Aquí,


el tiempo es lento. Nada ocurre,
como no sea esta vulgar corrupción de la madera de los muebles,
de las vigas del techo, de los pisos, de las escaleras,
del estuco, de las cerraduras, de las cortinas, de los goznes
—lento cambio, una herrumbre solapada, sobre todo en las manos y en las caras.
En los muros los grandes relojes se detuvieron —nadie volvió a darles cuerda.
Cuando a veces me paro ante ellos, no es para ver la hora,
sino mi cara reflejada en el vidrio,
extrañamente blanca, una cara de yeso, impasible, intemporal,
mientras en el fondo oscuro, las agujas detenidas
justo detrás de mi imagen son lancetas inmóviles
que no tienen más heridas que abrir, que no tienen más
nada para arrebatarme, miedo o esperanza, espera o ansiedad.

Esta lentitud multiplica la distancia


entre mí misma y yo, entre un gesto y otro,
entre un recuerdo y otro. Sería necesario todo un mes
para pasar de un aposento a otro. Una especie de vaga neblina
permanece entre las cosas. Con frecuencia, en las mañanas de invierno,
me paro allá, tras los cristales, y miro la distancia como a una amiga. Al fondo,
sucede que alguien pasa, vaporoso,
una mancha sin rostro, sin carne; ni siquiera intenta uno distinguirla,
tampoco se preocupa por saber adónde va, aquí o allá, da lo mismo.
Los árboles,
inmateriales también. Si en aquellas horas un leñador
intentara con su hacha cortar un sauce o un ciprés,
no habría sonido, ni madera, ni hacha.
Esta bella incertidumbre
es la única realidad —hace de mi una forastera
lejana, casi invulnerable, como la mancha en la bruma;
amo esta ligereza, y al mismo tiempo la temo.
Si me quitara estos brazaletes, si me soltara el cabello, en la noche,
si desanudara las cintas de mis sandalias, si tan sólo me quitara
estos pesados collares, que me aprietan la garganta como los eslabones
de una cadena,
creo que me elevaría, me volatilizaría. Y no lo quisiera.
Sin duda por eso los llevo. A su manera, me retienen,
aunque a veces me molesten, los llevo y en mi sueño, me siento como
un perro que yo misma hubiera atado a una puerta caída.

Un foso de silencio, usted lo ha dicho, rodea esta casa,


respetable o no —qué importa. En alguna parte aquí, en el fondo de mí, quizás,
existe un largo y estrecho corredor, sin claraboyas,
ni lámparas, ni puertas —no conduce a parte alguna. Huele
a tabla podrida, polvo, moho, cucarachas, a tiempo pasado.
Cruzan hombres sin decir nada, llevando sillas rotas,
grandes arcones de madera, cuadros, espejos muy antiguos...

A veces es un vaso de cristal que cae, un clavo, la mano lívida


del viejo retrato de un General o un ramo de violetas
de las manos diáfanas y delicadas de alguna dama pintada
—nadie se agacha para recogerlos, además ni siquiera los ven,
en esta dulce permanencia de la sombra, donde todo se funde
y se acomoda a la ley de lo tácito y de lo inútil,
del silencio, inclusive de las ratas.
Lo único que se escucha
es el trotecito de las ratas (de ninguna manera su roer
—aquellas cosas no tienen solidez, no pueden roerse), simplemente
se sienten correr a lo largo de los muros y sobre nuestro cuerpo,
tal vez adentro.
Es una bella ocupación
seguir en silencio este desplome
en un vacío tan vasto (sin fondo ni fin)
que produce una extraña sensación de inmensidad,
un poco a la manera de esas grandiosas ideas que mencionamos
con tanto orgullo:
libertad, inmortalidad, eternidad y algunas otras.

No tanto desplome —estas cosas no tienen adónde ni de dónde caer—,


más bien como algo colgado que no cuelga de nada,
algo con alas, si usted lo prefiere, como los pájaros, por ejemplo,
que suben y bajan, inmóviles entre sus alas. Yo diría
un gran vuelo inmóvil en la futilidad absoluta,
un equilibrio extremo —una extrema levedad
de toda la materia —y así mismo de la muerte.
Por eso usted me ve tan dichosa...
si eso se llama dicha: la ausencia de toda segunda intención,
de toda ambición —un delicioso entumecimiento invernal
con plena conciencia del frío; desde luego, estoy de corazón
con aquellos que sufren de frío, que se interrogan a propósito del frío,
que se arropan con un montón de franelas, de abrigos, de mantas
para preservarse de él. Extraña preocupación esa de preservarse
—preservarse siempre, preservarse del frío, del calor, del hambre, de la sed,
de la enfermedad, del error, de la muerte. No se nos ocurre imaginar
que el frío sube de nosotros mismos, y que de él no podemos a fin de cuentas escapar.
Con seguridad un poco de fuego en la chimenea, el invierno, representa algo
—siempre me ha gustado ver danzar las llamas. ¡Sus movimientos
son tan fáciles!
Ángeles incorpóreos, de todos los colores. Sus sombras
en el cielo raso, en los muros. La sombra del telar grande o del devanador,
la sombra de una guitarra colgada en la pilastra. Y, por sobre todo,
si los cuerpos están desnudos —las sombras agrandadas de los miembros sobre sus propios cuerpos, como otro cuerpo más sombrío
y más rojo—, la sombra del pecho bajo el pecho,
con la punta del seno subrayada, la sombra de la boca en la boca,
esa terrible certeza física, esa deliciosa aversión,
cuando los miembros se enderezan para, en definitiva, doblegarse
en un profundo recogimiento que no es de humillación.
Ceder, yo pienso,
es la medida de la grandeza. Aquellos detenidos por el miedo siempre,
no tienen la fuerza (mi hermana, por ejemplo) para inclinarse,
y permanecen crispados sobre las heladas cimas de su propia impotencia.
¿De dónde viene su orgullo, entonces? ¿Dónde está su virtud?

Pero mi hermana creía arreglarlo todo con sus “es preciso”, sus “no es preciso”,
habríase dicho que anunciaba esa religión futura
que partió el mundo en dos (el más acá y el más allá), que partió el cuerpo del hombre en dos, repudiando todo lo que estaba por
debajo de la cintura.

Yo sentía lástima de ella, es verdad. Poco faltó para que me hubiera hecho daño
a mí también. Si han celebrado tanto su gloria
es porque les evitaba tener que obrar por sí mismos. Sobre su cara,
honraban su propia resistencia vencida. Se perdonaron a sí mismos,
se declararon inocentes y así quedaron tranquilos.
Si ella hubiese vivido, ¡ah!, con seguridad,
la habrían odiado. Su única idea
era morir. Ahora digo yo: a sabiendas
de que no había forma de impedir la muerte, antes que aceptarla,
día tras día, tal como es, recompensa de una vejez ingrata y estéril, prefirió
ir sola a su encuentro, inclusive provocándola, en nombre
de una grandeza de alma insolente y engañosa, haciendo un heroísmo
del miedo que sentía de sí misma y de vivir, disfrazando
su propia muerte, inevitable, con una inmortalidad fácil,
sí, sí, fácil, a pesar de todo su enceguecedor destello. ¿Cómo pudo soportarlo, Dios mío,
ella que se encolerizaba por la cosa más insignificante, tanto era su miedo,
ella siempre aterrorizada
ante la comida, la luz, los colores o desnuda ante el agua fresca?
Jamás
dejó a Hemón tocarle una mano. Siempre retraída
en un rincón
como quien no quiere perder nada, replegada sobre sí misma,
las manos metidas en las mangas,
la espalda contra el muro, fruncido el ceño,
era la primera en acudir cuando sobrevenía una desgracia,
experimentando orgullo, quizás, para su propia desgracia
—pero ¿cuál desgracia?

Nunca usó joyas. Hasta el anillo de compromiso,


lo había sepultado en un cofre, paseando
entre nuestras juveniles risas su sombría arrogancia,
esgrimiendo su áspera mirada por encima de nuestra despreocupación,
como una espada prestigiosa y vana.
Y si a veces la veíamos ayudar en la mesa,
traer un plato, un cántaro,
hubiérase dicho que tenía en las manos una cabeza de muerto
que colocaba entre las ánforas. Nadie seguía embriagándose.

Una noche en que nos divertíamos, muchachos y muchachas, uno de nosotros,


en el ímpetu del juego,
tuvo la idea de que intercambiáramos vestidos, los muchachos se vestirían
de mujer
y nosotras de hombre. Qué rara plenitud, qué desmañada libertad
había en ese cambio —como extraños en la piel, aunque éramos
los mismos. Sólo mi hermana
había conservado su vestido negro y permanecía apartada, petrificada,
reprobadora y agresiva. Nosotros bajamos como una tromba las escaleras,
salimos al jardín y nos dispersamos. Las muchachas,
vestidas de hombre, eran más audaces que los muchachos. Había luna...
una gran luna brillando como un plato de cobre. De las ventanas subía
la música, filtrada por el follaje.
Hemón
tenía puesto mi vestido y era tan mío, aquella noche,
que bailé en el estanque bajo los surtidores y el agua me chorreó
por los cabellos, los hombros, las mejillas,
como si llorara, después me sentí helada de pies a cabeza y tuve la impresión
de que me había convertido
en la estatua dorada de mí misma, iluminada por la luna,
ante los ojos ciegos del padre. Todavía me estremezco hoy.

Fue en esa ocasión cuando mi hermana desapareció durante tres días.


Seguro se refugió en casa de su padre. Fue él quien la trajo,
en un mulo. Colgados cabeza abajo de la albarda,
dos gallinas blancas y un gallo multicolor, yo me sorprendí al ver
que parecían estar cómodos en esa posición invertida, la fatiga, quizás,
¿o la resignación? ¿Sabiduría y dulzura de lo inevitable? Ella
ni siquiera se fijó en eso.

Parecía que mi hermana hubiera tenido vergüenza de ser mujer. Es posible


que fuera esa
su desdicha. Tal vez por eso está muerta. Cada uno de nosotros quisiera,
sin duda,
ser una cosa distinta de la que es. Unos lo soportan más o menos bien,
otros no. El destino, como se dice, nos retiene prisioneros en el círculo
de lo imposible,
giramos en derredor del pozo, en cuyo fondo permanece encerrada,
enigma sombrío e insoluble, nuestra cara. Mi hermana, rechazaba todo consejo, toda concesión —inflexible y desesperada.

Un verano, sin embargo, mientras todos dormían


y yo bajaba descalza por la escalera, la vi
junto a la despensa del comedor, una escudilla de uvate a sus pies,
comiendo grandes cucharadas de pan remojado. Me retiré de inmediato.
No se escuchó, de súbito, más que el canto de las cigarras en el jardín. Ella no me había visto.
Jamás se lo dije. Nada supo. Le tenía mucha lástima.
Porque también sentía hambre (y ella lo sabía). Quizás sentía
también necesidad de amar. No soportaba la idea
de tener que doblegarse ante su propio deseo, que no era, evidentemente,
obra suya, y que no dependía de ella para nada. La muerte nada más... no,
sólo la hora y la manera de acabar eran lo único que se podía elegir.
Es un hecho, ella las eligió. Y su “sin amigos, sin nadie que me llore”,
y sobre todo su “sin haber conocido hombre” fueron su única verdadera confesión,
su primera bella humildad, su única generosidad de mujer,
su última y única sinceridad, como para justificar, de alguna manera,
su amarga presunción. Eso la perdonaba a mis ojos.

Y aquella otra vez, cuando quisimos abrir el tarro de conservas


y lo encontramos medio vacío (todos lo miraron, asombrados),
ese rubor que brotó en sus mejillas. Yo miré para otro lado. En las ventanas,
el día era de una blancura deslumbrante y tenaz, tanto, que deseé,
de todo corazón,
el enceguecimiento de todos frente a todo. Algunas estúpidas rosas del jardín
crecían hasta el alféizar. Sentí por primera vez que la muerte
no era negra, sino blanca —uno no puede esconderse en ella. Dos sirvientas
fueron castigadas por esa fechoría. Estoy segura de que, desde ese momento, ella había tomado la decisión de morir. Sólo esperaba
el momento.

La infeliz joven sentía miedo de la carne y miedo del pecado —¿cuál pecado?—
¿entonces es pecado vivir acorde con su deseo? Jamás
estuvo mi hermana más bella que cuando muerta. Fui yo quien le coloreó
las mejillas,
notoriamente (tal vez recordé su rubor ante el tarro de conservas, en el comedor),
después le apliqué rojo en los labios, y negro en sus ojos inmensos,
con corcho quemado (ella nunca se maquillaba). Le puse también
un collar de cinco vueltas para esconder las horribles marcas en la garganta,
lindos aretes con dos cupidillos desnudos, sortijas, brazaletes,
y una hebilla ancha de oro en la cintura. Maquillada así, ataviada así,
se parecía a mí de manera extraña.
“Cómo se parece a Ismenia”, dijo en voz baja una niña. Ahora
había renunciado a sus decisiones terribles, a sus líneas de conducta moral,
a sus prejuicios e idiotas pretensiones masculinas. Muerta,
por fin se había convertido en mujer.
Al lado de ella su novio,
desnudo (¿cómo era posible que pudiéramos con tal precisión, en la muerte,
calificar la belleza del cuerpo? —tal vez era que
embalsamaban las flores de naranjo, con las cuales los habíamos recubierto),
y aquella juventud en edad de amar, aquella juventud plena, desprotegida, inasible...

Nadie o casi nadie prestó atención al cuerpo de Eurídice. Las mujeres


tardaron mucho en el acicalamiento de Hemón, insistían
en lavarle otra vez, cuidadosamente, uno por uno los dedos de los pies y
de las manos, las axilas, el pecho, el vientre,
y ese movimiento de él (cuando lo volteaban), ese dulce gesto de abandono,
más bien de rendición, me recordó la noche en el jardín,
la gran luna, el agua que me calaba hasta los huesos. —Hubiera querido poder
ponerle de nuevo mi vestido. Pero no me atreví.
Una mariposa color naranja con manchas negras
entró por la ventana,
y se posó en su sexo. Las mujeres entonaron de repente los cantos funerarios
y lo vistieron atropelladamente. Entonces murió de verdad.

Afuera, bajo el peristilo, se escuchó el lamento salvaje de Creón,


y el tintineo de su sable tornaba más impresionante el silencio de sus guardias.
A veces me pregunto si no nacimos simplemente
para admitir de una vez por todas el hecho de que vamos a morir. Y que,
por tanto, en el intervalo
de este dilema injusto, está nuestra vida.
Hemón
se había alejado de todos. Ya no le pertenecía a mí hermana,
ni a sus amigos. Una gran calma lo había invadido, casi una satisfacción
—la irreparable pérdida física—, una certeza tranquila:
nadie puede ya quitarnos lo que no existe,
tan sólo la memoria lo guarda intacto en el fondo de sí, muy para ella,
y, con seguridad, lo adapta a veces a los demás. Usted tiene algo de Hemón,
esa timidez de la gente fuerte e íntegra. La barbilla también,
con ese surco en el medio.
Por las tardes cuando me quedo aquí,
me pregunto por qué los pájaros del jardín cantan todavía
—por eso, quizás,
por el nuevo surco que traza el arado...

Los muertos, sabe usted,


ocupan siempre mucho espacio —por pequeños e insignificantes que sean,
se crecen y llenan toda la casa. Pronto no queda
ni un rincón para sí. Mi propia madre,
tan respetable, siempre tan reservada, tan a la sombra,
adquirió de súbito una autoridad indiscutible
sobre los floreros, los utensilios de cocina, la ropa blanca
y los postigos más cerrados, los largos finales de tarde
en que comienza a llover y su largo ganchillo de tejer brilla lóbrego rebasando
la vieja cesta de labor
—aquí está el lugar de la madre, allá la sonrisa que tenía,
y sus maneras, su pensamiento... todo eso, ahora, que sólo pertenece
a los muertos.

A veces me detengo ante un espejo,


y peino mis cabellos. La luna de cristal
está por entero llena de sus cuerpos. Sólo cuando abren sus enormes brazos
como para impedirme pasar, alcanzo a ver por instantes,
bajo las axilas, tirado en un rincón, un pequeño trozo de mi cara,
o uno de mis ojos como si estuviera tuerta. En las gradas de la escalera,
todas las mañanas, encontraba las huellas polvorientas
de sus pies desnudos, y agrandados. Era difícil
subir o bajar sin pisarlas.
Hasta que un día,
escuché a nuestro nuevo jardinero subir de cuatro en cuatro las escaleras
—“señora, señora, florecieron los claveles”, gritaba, sin aliento,
hubiérase dicho que a punto de llorar. Sus cabellos goteaban,
recién mojados. Era el mes de mayo. Entonces bajé las gradas.

En efecto, los claveles habían florecido. El surtidor de agua estaba allá,


un poco más lejos.
Sacamos las jaulas de los canarios a las bancas del jardín,
lavamos sus platillos, les pusimos agua fresca y cañamón,
y desayunamos bajo los árboles. Comenzaba a calentar.
Puse un clavel en mis cabellos. El pan tenía un sabor a vida.

Tal vez esos claveles habían sido enviados por su padre. Él sabía
cuánto me gustaban las flores. Cuando iba a la ciudad,
me traía siempre en su pañuelo, con un poco de tierra húmeda,
bulbos de ciclámenes salvajes. El mismo me ayudaba a plantarlos.
Yo creo que florecen todavía en la parte alta del jardín. Si usted quiere,
podremos, alguna vez, ir a verlos.
Manifiéstele
que me acuerdo siempre de él. Nada ha cambiado en el fondo de mí,
no, nada —por lo demás, eso es lo triste, en el momento en que todo cambia
afuera y alrededor nuestro —las casas y los coches, las caras, las manos,
las armas,
y las maneras de peinarse, de vestirse, hasta los sombreros que usábamos...

Recuerdo los paseos de aquel entonces en coche, por las tardes


—esos sombreros nuestros, con flores, espigas, cerezas de cera,
y esas largas cintas que flotaban, lejos detrás de nosotros,
y nos rozaban a veces las orejas, como riendas amistosas, que el viento halaba
suavemente, obligándonos
a mantener la cara levantada, alisando la piel de nuestras mejillas, tirándola también
hacia atrás, en una profunda sonrisa (tal vez imitábamos sin querer a los caballos
que nos arrastraban) —cintas azules, amarillas y rosadas,
raíces multicolores— como si hubiésemos sido árboles,
árboles celestes y libres que se desplazaban.
Y la bufanda de nuestra madre batía sus alas
detrás de nosotros como un enorme pájaro malva y transparente.

Y mientras se levantaba la estrella vespertina, me pareció, era extraño,


que el ruido de su bufanda había cambiado de repente.
Se había convertido, no sé cómo, en mal augurio. Temía
que se enrollara en su garganta y la asfixiara, que la envolviera por completo,
como se hacía en otros tiempos con los muertos.
Cuando llegamos a casa, nos apresuramos a encender
las lámparas, a hacer cualquier cosa.
Ante el portal, los dos faroles montaban guardia. Mas tarde,
cuando apareció la luna, parecía la hebilla de un cinturón invisible,
sobre la cual temblaba la sombra de un cisne o mejor, sí, la bufanda de mi madre.

Tenía mi hermano pequeño la manía de las hebillas, las chapas y los broches.
Había juntado
toda una colección de diversas épocas, de hombre, de mujer,
chapas de correas militares y otras muy antiguas, muy trabajadas
—de formas raras, extrañas figuras, extrañas representaciones
de hombres, de dioses, de pájaros y de monstruos.
Cierta vez, una tarde de otoño, me las mostró,
al ponerse el sol, y adquirían toda suerte de brillos en la penumbra.
Yo nada entendía de esto. Y aunque él me explicaba, tenía la impresión
de que hablaba para esconder algo, seguía sin entender lo que quería decirme,
y era precisamente eso lo que me gustaba. Quizás era lo mismo que él buscaba,
una puesta en evidencia de lo inexplicable.
La mayoría de ellos tenía un chispazo rojo oscuro como la sangre, o un color verde-gris
como las entrañas del hombre. Pero yo experimentaba sobre todo la sensación
de cuerpos desnudos y robustos, en la flor de su edad, después del gesto impaciente
de soltar un cinturón. Cuando se lo dije, montó en cólera (¿pero hay en el mundo
algo más inexplicable, más inconcebible incluso, alguna cosa
más tangible y —quizás por eso— más inasible que el cuerpo humano?).

Fue él quien se marchó adonde los argivos. Mi hermana tenía debilidad por él.
Ambos eran absolutos, susceptibles, injustos. Quiero decir
que ambos tenían una concepción muy personal de la justicia. No veían
la justicia de los demás ni la injusticia general. Eso los perdía,
y perdía con ellos a los demás. No obstante, yo guardo las chapas y los broches. Es la única cosa
que ha quedado de él. Como me di cuenta más tarde,
los había encontrado en cinturones de muertos. Esa precisión no alteró en modo alguno mi sentimiento primero, al contrario, lo
fortaleció.

Extraño sin embargo cómo, en medio de todos estos cambios, estas vicisitudes,
estas puestas en orden, como se dice,
no queda al final, destacándose claramente sobre todos los muertos,
sino el cuerpo humano indefenso, despreocupado, obstinado, maravilloso.
Yo creo
que la única belleza está ahí, en la ignorancia, y la virtud única en la juventud
—¿pero cuánto dura ésta?
¿Y cuánto duramos nosotros mismos? Ésta se renueva, dirá usted,
con las generaciones que se levantan —pero no para nosotros, no,
no para nosotros. ¿Dónde está pues tal renovación?
Recuerdo, cuando recogíamos las sobras de la mesa —huesos, semillas
de frutas, migas de pan;
yo atrapaba con el rabillo del ojo, sabe usted, a esas espirales de oro,
magnéticas, elásticas —las cáscaras de naranja— como si hubiesen querido
retomar y guardar su forma primera. Un grito antiguo subía hasta mis labios,
“no, no”. —Nada decía. Miraba. Arrojábamos las mondaduras
por encima de la baranda al fondo del patio. ¿Nunca le pasa eso a usted?
Un grito que se retiene. Y las noches olían a piel de naranja.

Agradezca a su padre de mi parte por estos magníficos regalos


que me ha enviado hoy. Espero
que su mal no sea grave. Nos hizo pasar buenos momentos en las granjas
—nuestros mejores veranos. Allí conocimos los caballos, los frondosos plátanos, los manantiales; puedo decir que hasta las estrellas.
Allá aprendimos
los nombres de las plantas y de los pájaros —abejarucos, mirlas, jilgueros.
Un día me trajeron una perdiz en una jaula. Murió al poco tiempo,
de manera tan inexplicable como puede morir un hombre. La enterré debajo
de dos manzanos. No pude llorar. Poco más lejos gritaban
los muchachos bañándose en el río. Después, desnudos, todavía mojados,
galoparon a pelo sus monturas y se internaron en el bosque.

Tal vez era usted uno de ellos. A mí, no me lo permitían.


A mí, me enseñaban por separado la equitación en una especie de picadero,
un campo cerrado pleno de ortigas, de hierbas secas y flores de malva.
Era una bella época.
Pero lo que más me gustaba eran las vendimias, cuando todo estaba impregnado del olor a uva exprimida,
la casa, el aire y el agua, las vestimentas, las ventanas. Yo miraba
los pies de aquellos que aplastaban la uva, rojos, muy rojos,
como recubiertos de sangre en ese combate pacífico
al que no faltaba cierto salvajismo. Y le decía a mí madre:
“Faltaría que sus mujeres les laman los pies
para que tanto buen jugo no haya corrido en vano”. Y mi madre reía.

Esas tardes eran inmensas. La creación entera


aromaba como a jalea de mosto, espesa y líquida que miríadas de estrellas,
por encima de las cisternas, espolvoreaban de fina canela blanca.
Un caballo
relinchaba en nuestro sueño.
El caballo de Hemón, sabe usted, cuando desapareció Hemón, no quiso volver a moverse de
su tumba.
Yo le llevaba de comer y de beber, yo le ofrecía azúcar en la palma de la mano
—nada le llamaba la atención. Al cabo de una semana murió también. Después todo se volvió tranquilo.
Nos repartimos las vestimentas, cerramos sus habitaciones con llave. Nadie
volvió a pronunciar sus nombres. También cubrimos los espejos.

A lo mejor su padre le habrá narrado los años tan difíciles que conocimos nosotros.
¿De qué ha servido todo eso, Dios mío? ¿Qué es lo que han ganado?
—Obligaciones, molestias sin fin,
heroísmos sin objeto— grandes puertas se abrían y cerraban en las mismas tinieblas.
Máscaras de yeso, de bronce, de oro y terciopelo.
Ardides y adulaciones, disfraces, —¿para esconderse de quién? ¿De ellos mismos? ¿De otros? ¿Del destino? Y esta infame
glotonería de la gloria
—yo creo que toda gloria reposa sobre cierto número de equívocos,
y de seguro sobre un rechazo a la vida—, ¿a quién puede servirle eso, la gloria?
Un hombre gritaba en la parte baja de los peñascos —o quizás en el fondo de nosotros mismos—
gritaba, gritaba. Nadie oía. Todos se apresuraban a ir — ¿adónde?—, a hacer
— ¿qué? No tenían un instante para ellos
para desvestirse, acostarse, soñar con sus propios cuerpos, mirarse en un espejo o mirar a otro.
Se veían solamente en los ojos de los demás —¿pero qué ver ahí dentro?
acaso lo que deseaban, pero de ningún modo lo que eran.
Un día, un pájaro entró al comedor. Todos quedaron boquiabiertos.
No sabían qué responder, aunque nadie les había preguntado nada. La cólera
se apoderó de ellos.
“Sáquenlo, sáquenlo”, gritaban. Se levantaron de sus sillas, agitaron los brazos,
quebraron dos vasos. El pájaro salió por la ventana.
Los sirvientes habían bajado, recogían las trizas de vidrio. Yo los observaba:
sonreían solos —el pájaro, lo conocían. Les guiñé el ojo
y sonreí con ellos. Son siempre los inocentes (¿no cree usted?)
los que tienen aspecto de culpables. Usted también lo sabe —estoy segura.

Jamás me ha abandonado el temor a que me sienten un día en el trono.


Para buscar honores es preciso tener algo de qué huir, de sí mismo o, más aún, de los hombres y de la vida. Me habría gustado
mucho
no ser famosa, no tener más sombra que un lugar, cualquier parte,
en donde estar sola, quitarme despacio las sandalias,
y jugar, qué se yo, con las llaves de mis gavetas en la mano despreocupada
que dejaría colgar por fuera de la cama.
La cara de mi pobre padre —me acordaré siempre—
hubiérase dicho una mano crispada, aferrada
a un gran telón negro para hacerlo caer. Tanto, que a veces me digo,
que tal vez no ha sido un mal el que él se haya cegado —porque así, es probable,
ha podido observar su propio interior, y acordarse poco a poco
de las cosas que no había visto, tal vez así las habrá visto de veras, puesto que
hasta ese momento,
era la mirada de un amo (adulado, por supuesto) la que para él se reflejaba
en los ojos
de esos sujetos desorientados por temor —a él y a ellos,
yo los veía desde niña y daba lástima verlos.
Porque ¿qué podemos contra esa servidumbre que conlleva el gobernar y dar orden sobre orden,
cuando cada uno, en definitiva,
obedece a lo que gobierna, en efecto —y primero a esa inmensa desconfianza
que se extiende sobre todos y sobre todo?— si por la sala pasa la sombra
de un pájaro,
a la hora del crepúsculo, es un puñal que se esgrime, hecho de metal silencioso.
Por eso los tiranos son todos los días más tiránicos. Desde el momento en que los otros tienen miedo o necesidad de usted, ¿qué se
puede esperar de ellos?

Mejor entonces no mandar, y no ser mandado, (¿es esto imposible?)


—ya es suficiente con todo lo que nos ha marcado desde antes de nacer,
ya es más que suficiente
con la muerte acechándonos. —Con ella, al menos, uno se familiariza, digamos,
y lo que ocurre entre ambos pierde su acerbidad. El cuerpo se relaja,
los cabellos, las ventanas, los ojos pierden su color,
se abre la mano en cuya palma habíamos colocado
una pieza grande de oro macizo, pues toda nuestra vida
no ha sido otra cosa que una crispación para conservar esa moneda, el miedo
a dejarla escapar, a perderla. Uno de nuestros brazos se volvía inútil,
la mitad de nuestra vida, toda nuestra vida se volvía inútil.
Ahora la mano se abre sola, libre.
La moneda ha caído. Nos la han quitado. Sólo nos queda en la palma
la profunda marca del esfuerzo interminable. La carne se ha relajado,
y reposa. Desde ahora puedes agitar
con libertad las dos manos. Puedes caminar
y agitar sin temor las manos vacías en el vacío
—un nadar lento y liviano en una maravillosa gratuidad, hasta que te ponen
otra moneda, de bronce, entre los dientes.

Pero ¿para qué mentir? —como decía también su padre. En ese cuerpo ablandado que menciono,
una cosa permanece intacta, dura, pertinaz; es el deseo, y el sentimiento
de una injustificable tardanza. Y aquello es inconcebible. Con frecuencia
las mujeres, en tales momentos,
toman en sus brazos a las estatuas, las besan en la boca de piedra —sueñan
que pasan la noche con ellas. Si alguna vez ha visto usted húmedos
los labios de las estatuas, ve saliva de mujeres abandonadas.
La memoria, claro, es una especie de refugio. Y,
sin embargo, también se agota, necesita nuevas representaciones, así sean
del azar —e incluso extrañas.

Yo, elegí esta ventana. Cuando me asomo así, mitad adentro, mitad afuera,
miro y recuerdo. Nada me pertenece. Todo está en calma.
Vuelvo a observar los árboles, los pájaros, los colores, los pies pesados
de los cazadores que regresan con la tarde —y soy libre.
Ellos tienen algo qué decirme, qué confiarme. A veces me avergüenzo de esta nueva ternura —esta casi nueva infancia que
se instala sin que yo lo quiera
en el borde de mis labios, como si fuese
una golondrina que hace nido en un techo derrumbado.
Extraño, aun así, cómo el ruido se ha calmado
—no se podía escuchar otra cosa—,
cómo se ha extinguido en lontananza. Pero, ¿soy yo todavía? ¿Era yo?
En aquel entonces había gente que subía, bajaba,
alguien insinuaba algo al oído de otro, —gestitos espasmódicos,
políticos, militares, diplomáticos, —ah qué gentes execrables, Dios mío,
como reproducidas en serie y numeradas, copiadas las unas de las otras.
Ya no se sabía ni el mes, ni la hora, ni el año.

Guerras, revoluciones, contrarrevoluciones (¿cuántas veces ocurrió lo mismo?),


—la ceniza vuela sobre las plazas, resto de los fuegos que se encendieron
para las grandes fiestas o para los muertos —la misma ceniza.
A veces eran quemados también aquellos que, aún en la víspera, merecían
el nombre de héroes.
Las hojas de laurel ya no querían decir nada.

Cerrábanse los ojos como se cierra una puerta en una casa ajena,
para no ver, para no pensar. Maquinaciones, tráfico de influencias, traiciones.
Los más flexibles espinazos se mantenían todos los días muy derechos.
Tebanos, argivos, corintios, espartanos, atenienses —¿cuáles eran
los verdaderos amos?
—parecía que un poder secreto hubiera tirado los hilos desde lejos.
Hombres enmascarados salían a media noche provistos de linternas sordas,
algún personaje conocido tuyo se volvía de repente un reflejo blanco o el ruido de una caída.
Y todos, en el miedo, parecía que se juntaran de nuevo.
Una tarde, arriba, en el desván de un pobre estudiante, se oyó una flauta. Las mujeres
se apiñaron rápidamente en la calle. Se arrodillaban, lloraban. El loco, desaliñado,
se golpeaba el pecho con una piedra. “Mamá, mamá”, gritaba.
“Mamá, quiero morir, quiero morir”, gritaba.
Pasó un camión carpado. La gente se apartó. La flauta quedó en silencio.
El loco orinó en medio de la calle. Se dispersó la gente, de nuevo,
desconocida, incómoda, extraña.
Pero yo era muy joven entonces, tan joven
que ni siquiera lo sabía. Olvidaba con facilidad. En esta ventana,
estaba colgada, en suave balanceo, atada a un trozo de cuerda,
una rosita. Nada más que eso. Pronto se secó, también ella.

Sonaban las campanas, luego enmudecían. Llegaban hombres, volvían a irse apurados.
Caían lluvias diluviales. En las casas las cisternas se desbordaban.
Hubiérase dicho que el agua iba a llevárselo todo, arrastrarlo hacia el mar
y lavarlo todo.
El sol volvía. Lo secaba todo. Nada había cambiado. El jardín
se hacía el inocente. Sólo brillaban los claveles. En lo alto del jardín
resonaban las imprentas, las máquinas de escribir. Los mismos hombres,
con otras máscaras,
en actitud mecánica entraban a las salas, se sentaban
como en los tribunales ante grandes mesas negras, lustrosas,
sus manos eran grandes arañas linfáticas y ávidas que desplegaban
gruesos rollos de papel, leían, escribían, sellaban,
enviaban otros papeles, gesticulaban, abrían desmesuradamente la boca,
ni voz ni grito salían —un agujero negro en el vacío.
Tal vez gritaban “viva” o “abajo” —yo nada distinguía.
Sólo se percibía el miedo. Aunque yo ignoraba en ese tiempo cuál.
Me asombraba
que puedan tener miedo las máquinas, las mesas, las sillas,
la boca de una chimenea, el vino dejado en el fondo del vaso,
la gallina cocinada, en la bandeja, un tenedor levantado por encima del plato
—que se quedaba allí, frío, paralizado.
Guapos mensajeros llegaban, abrían también la boca: no emitían sonido.
Pero, en su caso, era distinto. Estaban sin aliento. Nos gustaba mucho
su manera de acezar. Se podía ver su lengua
roja, muy roja, como un hermoso verano pleno de ríos y árboles.

Es entonces cuando mandan a buscar al viejo adivino, el ciego. Un niño


lo tomaba gentilmente de la mano. Majestuoso, socarrón como un simio,
tenía bello porte
con su luenga barba que le bajaba hasta las rodillas, sus grandes ojos vacíos
(yo estaba segura de que fingía estar ciego y de que su barba era postiza),
y su bastón de mando, —respiraba calma y beatitud, —plenitud.
Conocía —ese era el comentario— el lenguaje de las aves, del fuego, del silencio y de los vientos.
Una paloma se mantenía en su hombro.
Mi hermana sentía miedo, se escondía a sus espaldas o se iba para la otra habitación,
yo tenía la certeza de que, desde allá, escuchaba a hurtadillas. Yo, la amaba
de veras. Un día,
él, me sujetó por la barbilla, me levantó la cabeza. “Serías más hermosa
—me dijo—
si hubieras sido un muchacho”. “¿Y si fuera uno?” le respondí.
Y nos reímos ambos,
cómplices. Los demás montaban en cólera contra con él,
como si fuera responsable de todo lo que debía sucederles. Él, golpeaba el suelo con su bastón y se iba.
Tras de sí volvían a caer algunas plumas negras, blancas o rosa dorado.

Se hacía un gran silencio por unos instantes, como si todo hubiera perdido
su peso y su significación. Las rodillas se volvían
suavemente algodonosas. Nadie rechazaba
a la gata que se subida en la mesa mordisqueaba un pescado.
Por los cristales de la ventana
se filtraba una luz blanquecina, acrecida. Y, de inmediato, los tambores tocaban frenéticos. Una trompeta en lo alto de la
fortaleza,
otra enfrente, en los olivares. Por la noche,
encendían fogatas de colina en colina. Pasaba gente con antorchas.
Un agujero prodigioso se abría en la oscuridad. Se percibía el caos. Y otra vez
la noche se ocultaba en la noche. Todos se ocultaban. Yo nada entendía.

Se nos pedía a veces recitar poemas delante de extraños.


Nosotros, los niños, no queríamos. Llorábamos. A veces se nos pedía ofrecer
un ramo de flores a un horrible viejo flaco de dientes postizos. Otras,
se nos empujaba al balcón para que saludáramos también nosotros a la multitud. O se nos escondía
abajo, en los subterráneos, con las grandes jarras. Nosotros observábamos
las arañas.
La vela goteaba. Cogíamos las gotas todavía cálidas. Hacíamos con ellas
liebres, arados, barcas y hombrecitos desnudos. Otras veces nos enviaban
de noche, con una escolta, a las granjas, junto a su padre.

Ni siquiera teníamos tiempo de quitarnos las sandalias, de vagabundear en el verdor,


de coger solos una manzana. Ellos nos mantenían a su lado.
Las banderas habían cambiado sobre las fortalezas, los edificios públicos. ¿Quién era el vencedor? ¿Quién el vencido?
Los jinetes se apeaban de sus cabalgaduras, retiraban sus sillas, las llevaban
al corredor, se sentaban en los taburetes, se quitaban los cinturones,
se quitaban las botas. Tenían pies grandes.
Olían a pino y a chivo. Las mujeres fingían catarros.
Hacían girar sus molinos de café ante las ventanas hasta el aparecer de la luna.
Entonces, yo creo, fue cuando los zorros y los lobos descendieron del bosque.
La noche resplandecía como si la hubiesen pasado entera por cal.
El río había cesado de correr. Las piedras eran blancas.
Junto a las camas bostezaban las grandes botas de los jinetes.
El más joven tenía mucho calor. Se desvistió por completo,
pasó por detrás de la cortina, la cortina estaba luminosa.
Hojas de oro caían sobre las terrazas. Los gallos cantaban.

Es en esta época, más o menos, cuando mi padre se pincha los ojos. De golpe todo volvió a ser rojo, rojísimo con manchas
verdes,
y los platos fueron rojos también con un agujero en el medio. Un poco más tarde,
se oyeron de nuevo las trompetas. Los hombres se sobresaltaron en su sueño,
ciñeron sus espadas, saltaron a los caballos. Una sombra inmensa
quedó en el patio —tal vez la de la luna del alba,
o tal vez las alas inmóviles del león de mármol sobre la antigua torre.

El vacío de los cuerpos en las camas permaneció cálido todavía por un momento. Después se enfrió.
Las mujeres se reclinaban y lloraban allí. Mi hermana
adelgazaba cada día más. Se tornaba más dura, más pálida.
Nos eludía, a Hemón y a mí. Salía sola, tarde.
Quizás iba hasta las puertas de Tebas, quizás iba a hablar,
allí, con esa mujer de cuerpo de león cuya mirada paralizaba
con dos preguntas glaciales, inclusive cuando no estaba mirándote.
Esperaba, es evidente, algo excepcional. Por la noche, no dormíamos.

Las banderas caían al suelo. Con frecuencia yo fingía dormir


y la observaba —acostada más allá, en actitud inmutable. Una noche,
el claro de luna había invadido la habitación y la bañaba hasta el talle.
La vi mover los dedos iluminados, como una bailarina, como una sacerdotisa,
como trenzando una cuerda invisible, como escribiendo cifras en el aire.
Contaba algo, tal vez los años que había vivido (o, mejor, ¿su inexistencia?),
después los llevó a su garganta y los dejó allí, argentados, de repente
se sobresaltó, como si hubiera tenido miedo. Se levantó,
cogió una sombrilla blanca de nuestra madre, con sus encajes, la abrió,
y se sentó debajo, acurrucada en la cama, como para protegerse
de la luna, o de las sombras de la noche. Parecía así como agujereada
por pequeños meandros azul plata.

Entre tanto, debí dormirme. Cuando reabrí los ojos,


vi las patas fundidas de las camas, todopoderosas, peludas, brutales.
Oí al cacharrero que pasaba por la calle. Iba a trabajar. Miré por la ventana.
En el suelo había paquetes vacíos de cigarrillos, banderitas, pañuelos de papel,
casquillos.
Tras los cipreses se alcanzaba a ver el cercado de la marmolería,
con un enorme jinete de bronce a la entrada. En el comedor,
en medio de la mesa puesta para el desayuno, la gran lámpara
se había hecho añicos. En lo sucesivo podía esperarse cualquier cosa.
Sólo quedaban pedazos de vidrio y de luz. En la puerta estaban dos cojos,
muy altos, en muletas.
Los sirvientes los echaron. Los hombres se habían ido.
Entonces no hubo nadie más allí. Las mujeres no volvieron a maquillarse.
Arrastraban hasta tarde sus pantuflas. Olvidaban encender las lámparas.
Hacían signos de la cruz, con disimulo, bajo sus cabellos. Las ortigas crecían alto en el jardín.
Las llaves habían sido escondidas en la hiedra. El caballo de mi padre, viejo,
se fue una tarde. Nunca volvió. Encontramos una de sus herraduras
y la colgamos en la puerta de la cava. Su cabestro fue extendido
entre dos árboles para secar la ropa.
De vez en cuando, en medio de la confusión general, se hacía un silencio prodigioso, terriblemente transparente. Todo
adquiría otra óptica, otra acústica, otro interés,
pleno, éste sí, de indiferencia. Todo se veía en los ojos, todo se escuchaba.
Las gallinas entraban al cementerio, escarbaban el suelo todo el día,
dejaban huevos enormes en cualquier parte, en las margaritas,
bajo un matorral de romero, en la carretera o sobre las sillas. Una mano invisible
retiraba uno tras otro los grandes clavos oxidados de las puertas.
Las moscas despertaban temprano y chocaban con rudeza contra los vidrios.

En la parte de afuera de las murallas de la ciudad, los muertos eran legión. Siempre he tenido curiosidad
por los muertos —no por tratar de domesticar a la muerte,
ni por habituarme a ella. A veces escapaba a la vigilancia de mi madre
y mis preceptores. Trepaba hasta la fortaleza. Miraba
a través de las aspilleras —transportaban a los muertos en carretillas, en parihuelas, sobre escaleras.
Otros quedaban tirados abajo en la planicie, en actitudes espléndidas,
tranquilas, jóvenes y hermosos al lado de sus corceles que habían muerto debajo de ellos.
Yo los miraba
sin la menor tristeza, —hermosos, consagrados al amor.
Hasta que llegan nuestros propios muertos. Y entonces hemos crecido.

Vi a mi hermana al alba, en el patio, marcada por el destino —lívida. Las manos, el vestido, el cabello, cubiertos de tierra. El
cierzo matinal nos traspasaba. Tiritábamos. El amanecer descendía,
en toda su blancura, acribillado de cuervos negros.

¿Pero todo eso para qué, Dios mío? ¿Qué han ganado? El resto lo sabe usted.
Nada quedó. Tan sólo la Esfinge de piedra,
indiferente y siempre ahí, en su peñasco, a la entrada de las puertas de Tebas.
—Ya no hace preguntas. El vano ruido se acabó. El tiempo se ha vaciado.
Un domingo de nunca acabar con las ventanas cerradas. Increíble
cómo, en las tardes de verano, todavía regamos los jardines.

Un foso de silencio, usted lo ha dicho. Mire, la luna acaba de aparecer.


Se oye también, afuera, el surtidor de agua. ¿Usted no lo oye? Sus manos
son hermosas con sus callos de trabajar la tierra. Espero
que no vaya usted a quedarse en el ejército. Cuando termine su servicio,
vuelva a la granja al lado de su padre. ¿Ve usted esa puerta, aquí?
Conduce a mis aposentos. El corredor que da al sur jamás está vigilado. Golpee siete veces. A media noche, yo le abriré.
—Espere, tengo varias cosas para mandarle a su padre.

Algunos vestidos de Hemón —los he guardado en el armario—


le irán de maravilla, me imagino. Y su última espada, tenga, es de oro, con marfil y rubíes, —ni siquiera tuvo tiempo
de ceñirla a su talle. Váyase, la noche es bella. Y tenga cuidado en la escalera.
(Está oscuro. Ella entra en su apartamento mientras en la escalera se escuchan todavía los pasos del joven oficial que se aleja.
Ella busca a tientas los fósforos en la mesa de noche, enciende las tres velas del candelabro, golpea un disco de metal. La nodriza
aparece. “No comeré esta noche”, dice. “No necesitaré de ti. Puedes ir a acostarte. Espera. Tráeme un vaso con agua y dale cuerda
a ese reloj del salón, lo habíamos olvidado. Coge también esta cesta con frutas. La planta la pondrás en la ventana”. La sirvienta
trajo el agua y se fue. De nuevo el silencio. Ella cierra las dos puertas con llave. Se oye ahora el reloj de al lado. Las nueve. Las
nueve y cuarto. Las diez. Las diez y media. Ante el espejo, ella se quita el maquillaje. Se desviste. Pecho caído. Marcas de corsé en
el vientre. Las huellas digitales del tiempo en los muslos. Las once. Se quita los collares. La piel, fláccida, pende bajo al maxilar.
Once y cuarto. Toma el candelabro con la mano izquierda. Se aproxima al espejo. Con el dedo anular de su mano derecha estira la
piel bajo los ojos. El globo ocular turbio, con una fina red de venas rojas. Después se lleva las manos a los cabellos tinturados. Las
raíces blancas. Expresión de náuseas en el rostro inmóvil. Estirados los extremos de los labios. Once y media. Comienza a
maquillarse. Se viste de rojo. Vuelve a ponerse las joyas. Se tiende sobre el sillón de terciopelo rojo, ante el espejo. Cierra los ojos.
Medianoche. Siete golpes discretos en la puerta. Silencio. De nuevo siete golpes, más fuertes. Silencio. Y otra vez los golpes.
Después nada. Un largo silencio. El cristal brilla. Ella se levanta, se aproxima al espejo. Vuelve a maquillarse. Blanca como el
yeso. Los ojos inmensos, muy negros. Una máscara de yeso. Se cambia, se pone un vestido de su hermana, estrecho, que cae recto,
plisado, de color marrón. Se pone un cinturón de ancha hebilla. Abre la gaveta de la cómoda. Coge algo. La espalda vuelta contra
el candelabro y el espejo, bebe agua a sorbitos irregulares, como si tomara aspirinas. Se echa vestida sobre la cama, con sus
sandalias. Inmóvil. Tranquila. Cierra los ojos. Sonríe. ¿Se ha dormido? En la pieza de al lado, se oye el reloj.)

Esta obra fue escrita por Yannis Ritsos en Atenas, septiembre-diciembre de 1966, y en Samos, diciembre de 1971.

Notas sobre Ismenia


Durante la traducción de este monólogo poético, para comprender mejor la intención del poeta Yannis Ritsos al escribir sobre
Ismenia,me fue preciso refrescar la memoria en lo referente a los acontecimientos que narra Sófocles en sus tragedias. Leer un poco
de historia griega me ayudó también a explicarme por qué en el transcurso del poema encontramos a una Ismenia de la antigüedad
que aparece en el siglo XX de manera simultánea. Los siguientes fueron apuntes personales tomados durante esas lecturas.

Si damos un repaso a los nombres de los personajes que para enfrentar la lectura de Ismenia nos atañen, podemos decir en forma
sumaria que ésta era hija de Edipo y Yocasta, reyes de Tebas; hermana de Polinices, Teocles y Antígona; sobrina de Creón; prima de
Hemón, novio éste de Antígona e hijo de Creón y Eurídice. Edipo, a su vez, por una jugarreta de la fatalidad, era hijo de Yocasta y
Layo, o sea, también hermano de sus propios hijos, esposo de su propia madre y asesino de su padre.

Los griegos clásicos, anteriores a Esquilo y Sófocles, “...tomaban los asuntos para sus tragedias como se toman los motivos para
modelar estatuas o bajorrelieves, idénticos en el fondo por la repetición de escenas y de tipos; pero en los que cada escultor —
retocando un grupo, entreabriendo un labio, acentuando una mirada, corrigiendo un gesto, acompasando una actitud en distinto
ritmo— obtenía, a su vez, una expresión diferente y un rasgo nuevo. Su originalidad se desenvolvía holgadamente en este círculo
sencillo. No innovaban más que en los detalles: no perseguían más objeto que obtener un grado mayor de perfección”.1 A la manera
de esos clásicos griegos, Ritsos vuelve a escribir la tragedia, esta vez desde la óptica de Ismenia.

Podría decirse que Ismenia tiene un papel secundario en las tragedias originales de Sófocles, creadas en torno a la leyenda de la
infortunada familia del rey que, al descubrirse esposo de su madre y asesino de su padre, se revienta los ojos con los broches de oro
del vestido de aquella, antes de emprender el viaje a Colona, camino al destierro, cumpliendo así el castigo que él mismo había
decretado contra el asesino de Layo, en compañía de su hija Antígona quien le servirá abnegadamente de lazarillo y consuelo.

Ritsos revive —o rescata— a Ismenia en el siglo XX narrando su drama no magnificado por Sófocles quien, respecto a esta leyenda,
puso todo su énfasis en tres conocidas tragedias: Edipo el tirano (Edipo Rey), Edipo en Colona y Antígona. Ya no es Ismenia la
mujer en segundo plano, sometida por la desgracia como consecuencia de los actos involuntarios de sus progenitores; la antiheroína
que flaquea cuando Antígona le pide compañía para dar sepultura a su hermano Polinices, ni la que decide acatar el mandato de
Creón, que lo había condenado a permanecer insepulto con el fin de impedirle ingresar a la vida después de la muerte por haber
atacado la ciudad de Tebas, sino el testigo ocular único capaz de narrarnos aspectos de la íntima personalidad de los desventurados
parientes que vivieron a su lado. En Sófocles, muere Edipo en el destierro; Yocasta, Antígona, Hemón y Eurídice, cada uno en su
momento, se suicidan; Teocles y Polinices mueren en el enfrentamiento por el poder en Tebas; Creón, nuevo tirano, partícipe de lo
acontecido, destrozado e iracundo ruge y se lamenta en el peristilo de palacio, sin poder obrar contra el destino. Nuestra nueva
protagonista, Ismenia, presenciaba y sufría aquel derrumbamiento familiar. La tragedia batió alas a su lado y Ritsos nos hace
partícipes de esa otra visión.

La nueva Ismenia, simultáneamente en el poema, recuerda cómo de niña, en la antigüedad, observaba el mundo exterior a través de
las aspilleras de una fortaleza tebana, y cómo lo ha mirado en el presente desde una ventana de la casa apenas habitada por ella, su
mucama y la presencia intangible de los muertos. Intemporal, esta Ismenia sin edad definida desconcierta en un principio al lector:
tanto permanece su recuerdo en el pasado, cuanto, en medio de una aparente vesania, nos remite al presente con reflexiones sobre
un tiempo lento, de relojes detenidos y herrumbrados, de máquinas de escribir y oficinistas presurosos que envían y reciben papeles
y papeles en tiempo de guerra, mientras, afuera, los sobrevivientes socorren presurosos a los heridos y acarrean a los muertos en
camillas y parihuelas. La gente come, las gallinas escarban y ponen huevos en los cementerios; hay naranjas, leñadores, claveles;
pero siempre, interpolados con el tejido de las cosas elementales de todas las épocas, como un paradigma del comportamiento
humano, palpitan los hechos y la leyenda de la antigüedad griega: Creón, Hemón, los argianos, Tiresias, la Esfinge, el suicidio de
Antígona o el pincharse los ojos de Edipo, a quien se cuida de no llamar por su nombre tal vez para hacerlo también intemporal.

Y, más que revivir a un personaje literario y algunas situaciones históricas, el poema Ismenia es una verificación de que la
humanidad representada allí, su sicología y sus pequeñas-inmensas ambiciones, si no han permanecido vigentes e inmutables, en la
práctica han tenido en realidad muy pocas variantes. Nuestra protagonista es una mujer vieja pero bien conservada, de memoria
intacta, que guarda todas sus experiencias almacenadas en el recuerdo como si la antigüedad hubiera sido apenas ayer y no
mediaran siglos entre página y página de la historia. Ismenia, viva otra vez hoy, mira, a través de la ventana, pasar camiones
militares por una calle cotidiana, que podría ser una de las nuestras, ambientada de contemporaneidad con paquetes de cigarrillo
desocupados y casquillos de balas. Al mismo tiempo, recuerda, admirada y sensual, a los guerreros tebanos de espada al cinto
montando sus fogosas cabalgaduras, y nos señala con sorna y casi iracunda el lugar de las marmolerías en donde se han tallado las
estatuas que han inmortalizado a los protagonistas de la guerra. Al modo surrealista, la mano del retrato de un general cae como si
fuera un objeto cualquiera, y nadie se agacha para recogerla.

Después del rey Constantino, gobernaron en Grecia los militares. En Ismenia no se descuida una evidente intención crítica. Cabe
anotar a ese respecto que Antígona, prototipo de la heroína griega, desobedeció los decretos promulgados por el tirano Creón y que,
por ser tan vigorosas las palabras que Sófocles puso en sus labios, fueron prohibidos sus discursos en el teatro durante la dictadura
del general Metaxas2 (1936-1941).

Anotemos también que Ritsos, paralelamente a su labor literaria, registró una intensa actividad política de izquierda que le trajo
aparejado el confinamiento en varios campos de concentración. Entre 1948 y 1952 estuvo en el islote rocoso de Makrónicos y en Ai
Stratis, y en 1967, al instaurarse la “dictadura de los coroneles”, fue deportado a los campos de Yaros y de Leros, en donde escribió
gran parte de su Muro en el espejo. Después de dieciocho meses de prisión allí, se lo trasladó a la isla de Samos, siendo liberado, por
su estado de salud, a fines de 1970.

“Hemos escogido tú vivir, yo morir”, le dice Antígona a Ismenia en la obra de Sófocles. “Cobra valor, a ti te toca vivir; en cuanto a
mí, tengo muerta el alma desde hace mucho tiempo y ya no puede ser útil más que a los muertos”. En efecto, Ritsos ayuda a que se
cumpla el deseo de Antígona: haciendo a Ismenia contemporánea de todos los tiempos, logra no sólo reescribir la tragedia vista en
toda su plenitud desde un personaje secundario para Sófocles, sino, también, dar vigencia a la manera de ver la vida humana
experimentada por los griegos de la antigüedad, que fue el origen de la metáfora trágica. Ismenia sigue estando triste en el
monólogo poético de Ritsos, tal cual la imaginó también el Dante: “Ismenia sobrevivirá, irreconciliada e inconsolable,
languideciendo en el umbral del sepulcro que la ha rechazado [...] El Dante la muestra en los limbos ensombrecida por el eterno
duelo. ‘Ahí’, dice Virgilio a Estacio que lo encuentra en el purgatorio, ‘ahí se ven las que tú has cantado. Antígona, Argía e Ismenia
triste aún cual ella fue’:

Et Ismene si trista como fue”.3


Pero la Ismenia de Ritsos, sin intimidarse al estilo de la antigua, superando la tristeza causada por lo trágico, podríamos decir que
manifiesta una pesadumbre existencial y crítica. Llegando incluso a la confesión de sentimientos íntimos, son oportunas sus
apreciaciones sobre el poder, la gloria, la muerte; incluso sobre las vivencias más elementales de las otras personas, como las de su
hermana Antígona, a quien nadie mejor que ella vio actuar; desesperarse en medio de su heroico individualismo, quebrarse a pesar
de su carácter rígido, sentir hambre a sus horas a pesar de la aparente plenitud, presa de las vejatorias servidumbres a las que está
sometido el Ser humano, para, luego, retraerse como efecto de una reflexión silenciosa que desafía al tirano Creón, aun a costa de
propinarse ella misma la muerte.

Esta Ismenia, que se confiesa sobria de gustos y de ambiciones en el monólogo de Ritsos, dice temer que algún día la sienten en el
trono. Pero aun así, ha ocurrido: ahora está en el trono como una nueva heroína, viviendo, en la edad contemporánea, la prisión
ineludible de la antigua Fatalidad. Pienso que ahora está en el trono de la alta literatura; un gran sitial en la poética universal que
dejará improntas de profundo humanismo en el pensamiento de todos los que tengamos oportunidad de conocerla.

Elías Mejía
Calarcá, enero de 1998.

Notas

1. Paul de Saint Victor. Sófocles, las dos carátulas, Biblioteca de los Grandes Maestros, Vol. III, Editorial El Ombú, Buenos
Aires, 1933, p. 40.
2. W. A. Heurtley, H. C. Crawley y C. M. Woodhouse. Breve historia de Grecia, Colección Austral, Nº 1.417, Espasa-Calpe, S.A.,
Madrid, 1969, p. 164.
3. Paul de Saint Victor. Op. cit., p.143.
LA SONATA AL CLARO DE LUNA

Yannis Ritsos

Traducción: Dimitris Kyriakou

(Noche de primavera, salón grande de una casa vieja


Una mujer, entrada en años, vestida de negro, está hablando con un hombre joven –no han encendido las luces. Implacable la luna invade
atravesando la ventana. Me olvidaba de decir que la mujer ha publicado un par de interesantes colecciones de poemasde tono religioso
La mujer está dirigiéndose al joven)
Déjame ir contigo
Qué luna esta noche…
Es buena esta luna, no se marcarán mis canas
La luna hará que mi pelo vuelva a ser dorado –no te darás cuenta
Déjame ir contigo
En noches bañadas por la luna
las sombras se engrandecen en mi casa
Manos invisibles corren las cortinas
Un dedo tenue escribe palabras olvidadas en el polvo que cubre el piano
No quiero oírlas… Cállate
Déjame ir contigo
Sólo un rato, hasta la valla de la fábrica de ladrillos
Hasta donde la calle se esconde tras la curva y aparece la ciudad de cemento, de aire
Blanqueada de cal lunar
Tan indiferente y etérea
Tan positiva que parece metafísica
Tanto, que finalmente puedes creer que existes y que no existes
que jamás has existido, que el tiempo y sus secuelas no han existido…
Déjame ir contigo
Nos vamos a sentar un rato sobre la acera, en la pequeña colina
y como nos llegue el soplo de esta brisa de primavera
puede que nos imaginemos volando
porque a menudo, incluso a estas alturas, el chasquido de mi falda
llega a mis oídos como el aletazo de dos alas potentes
Y cuando te envuelves en este sonido de vuelo
notas tu nuca, tus costillas, tu carne apretándose
Y así apretado por los músculos del viento azul
en las vigorosas neuronas de la altura
no importa si te vas o te vuelves
y tampoco importa que mi pelo se haya vuelto blanco
(no es esto lo que me atormenta, lo que me atormenta es que mi corazón no se vuelve
blanco…)
Déjame ir contigo
Lo sé que todos seguimos nuestros caminos solitarios
en el amor, en la gloria, y en la muerte
Ya lo sé. Lo he probado. No sirve…
Déjame ir contigo
Esta casa está encantada, me está echando a patadas, quiero decir, es demasiado vieja
Los clavos se sueltan
Los cuadros caen buceando en el vacío
El yeso se desploma en silencio
como los gorros abandonados de los muertos que caen de su percha en el pasillo oscuro
como el desgastado guante de lana del Silencio cae de sus rodillas
o como cae un pedazo de luna sobre esta vieja silla destripada
Una vez ésta también fue joven… No, no la foto que estás mirando incrédulo
Hablo de la silla, muy cómoda
Podías sentarte, ojos cerrados, hora tras otra, y soñar… bueno, cualquier cosa
Una playa de arena suave, mojada y resplandeciente, pulida por la luna
Más pulida que mis viejos zapatos elegantes, que entrego cada mes en la tienda de la
esquina para que me los limpien
Más pulida que una vela de barco velero que desaparece en la distancia, movido por su
propio respiro, una vela triangular, como un pañuelo doblado, una vez solamente
como si no tuviera nada que encerrar, nada que atesorar,
ni despedirse, saludando desplegado
Desde siempre me han fascinado los pañuelos
No para guardar cosas, semillas de flores, o manzanilla recogida en el campo al atardecer
Ni tampoco para hacerle cuatro nudos y llevarlo como hacen los albañiles que trabajan
allí enfrente
Ni tampoco para limpiar gafas –jamás las he necesitado
Los pañuelos son sólo un capricho
Hoy en día los doblo 4, 8, 16 veces, así para mantener mis dedos ocupados
Y acabo de recordar que solía medir la música así, cuando iba al conservatorio
En mi uniforme blanquiazul, y con mis trenzas rubias –8,16,32,64…
Agarrando la mano de mi pequeña amiga, un árbol de melocotón lleno de luz y flores
rosadas
Perdóname esta palabrería… mala costumbre –32,64…
Y mis padres albergaban grandes esperanzas por mi talento musical
Pues, te estaba hablando de la silla, destripada, la paja y los muelles mohosos a la vista
Pensaba llevarla al taller aquí al lado para que la arreglaran, pero… No hay ni tiempo,
ni dinero, ni ánimo
Por dónde empezar arreglando...
Pensaba cubrirla con una sábana
Pero me impresionó la idea de una sábana blanca bajo esta luna
Grandes hombres se han sentado en ella, gente de altos vuelos y aspiraciones, como tú
y yo, también
Y ahora descansan bajo tierra, sin que les preocupe ni la lluvia ni la luna…
Déjame ir contigo
Nos vamos a sentar un rato en el rellano de la escalera de mármol de la iglesia
Y después tú seguirás y yo volveré con el calor del toque fortuito de tu chaqueta a mi
costado izquierdo
Y también unas luces cuadradas a través de las pequeñas ventanas del barrio
Y esta rociada tan blanca de la luna, que es como una gran procesión de cisnes plateados
Y no me asusta esta expresión porque yo, en tiempos, muchas noches de primavera
conversé con Dios, que se presentó envuelto en el halo y la gloria de tal claro de luna
Y muchos jóvenes, aún más bellos que tú, sacrifiqué por Él
Así blanca e inasequible, rociándome por mi propia llama blanca, por la blancura del
claro de luna
Incendiada por los insaciables ojos de los hombres, y el indeciso éxtasis de los
adolescentes
Asediada por exuberantes cuerpos bronceados, poderosos brazos y piernas
entrenados en natación, remo, atletismo, fútbol –piernas y brazos que fingía no ver–
frentes, labios, rodillas, dedos y ojos, troncos, bíceps y muslos…
Y de verdad no los veía, sabes, a veces, admirando, te olvidas del que estas admirando
Te basta la mera admiración
Dios mío, qué ojos todos estrellas
Y me levantaba hacia una apoteosis de estrellas rechazadas
Porque así asediada, por dentro y por fuera, no me quedaba otro camino sino hacia
arriba o hacia abajo
No, no es suficiente...
Déjame ir contigo
Ya es tarde, lo sé… Déjame ir contigo, porque tantos años, días y noches y atardeceres
carmesíes, he estado sola, implacable, sola e inmaculada
Hasta en mi lecho conyugal inmaculada y sola
Escribiendo versos gloriosos en las rodillas del Señor
Versos que te lo aseguro, quedarán como grabados en mármol impecable
Más allá de mi vida, y de la tuya también, mucho más allá
No es suficiente…
Déjame ir contigo
Esta casa no me soporta más
No aguanto llevarla encima
Tienes que estar siempre atento, atento
Sostener la pared con el gran aparador
Sostener el aparador con la antediluviana mesa cincelada
Sostener la mesa con las sillas
Sostener las sillas con tus manos
Meter tu hombro bajo la viga que se está descolocando
Y el piano, cerrado como un féretro negro… No te atreves a abrirlo
Siempre atento, atento, que no caiga nada, que no te caigas tú... No lo soporto…
Déjame ir contigo
Esta casa, a pesar de todos sus muertos, no se deja morir
Insiste en vivir con sus muertos, vivir de sus muertos y de la certeza de su muerte, y
en ordenar todavía sus muertos cuidadosamente en armarios y decrépitas camas…
Déjame ir contigo
Aquí, no importa cuán silenciosamente camine en el vaho de la noche, en mis zapatillas
o descalza, algo va a crujir
Algún cristal se esta rajando, o algún espejo
Se oyen pasos –no son los míos
Puede que fuera, en la calle, no se oigan estos pasos –dicen que el arrepentimiento
lleva zapatos de madera…
Y si te pones a mirar en este espejo, o en el otro, por detrás del polvo y las rajas
Divisas tu rostro cada vez más borroso y fragmentado
Tu rostro, por el que no pediste nada más en la vida: sólo que fuera límpido e íntegro
Los labios de la copa brillan en el claro de luna como una navaja circular –¿cómo puedo
llevarlo hasta mis labios?
Aunque tenga tanta sed, ¿cómo puedo?
¿Ves? Todavía me quedan ganas de símiles…
Eso es lo que me queda, es eso lo que me asegura todavía que sigo presente…
Déjame ir contigo…
Aveces, al anochecer, tengo la sensación de que detrás de la ventana pasa una osa con
su dueño
Está vieja y pesada – su pelo lleno de espinas y cardos
Levanta polvo en las calles del barrio
Una nube de polvo solitaria, incienso para el anochecer
Y los niños han vuelto a casa para cenar, y ya no les dejan salir, aunque a través de
las paredes pueden divisar los pasos de la vieja osa
Y la osa, cansada, camina en la sabiduría de su soledad, sin saber adónde ni por qué
Está menos ágil, ya no puede bailar sobre dos piernas
No puede llevar su gorrito de encaje y entretener a los niños, a los vagos, a los exigentes
Y solo quiere tumbarse en el suelo, dejando que le pisen el vientre
Jugando así su última carta
Demostrando su impresionante fuerza para resignarse
Su desobediencia a los intereses de los demás, a los aros en sus labios, a la indigencia
de sus dientes
Su desobediencia al dolor y a la vida, con la complicidad de la muerte – incluso una
muerte lenta
Su desobediencia final a la muerte, a través de la continuación y el conocimiento de
la vida, la vida que sigue cuesta arriba
Aprendiendo y actuando, superando la esclavitud
Pero ¿quién puede seguir este juego hasta el final?
Así la osa se levanta otra vez, y camina obedeciendo a su correa, a sus aros, a sus
dientes
Sonriendo con sus labios desgarrados
a las moneditas que le echan los niños, tan bellos y confiados (bellos precisamente
porque son confiados), diciéndoles gracias
Porque las viejas osas lo único que han aprendido a decir es: gracias, gracias…
Déjame ir contigo
Esta casa me está ahogando
Pues la cocina es como el fondo del mar
Las cazuelas colgadas brillan como grandes ojos redondos de peces increíbles
Los platos se mueven lentamente como medusas
Algas y ostras se atascan en mi pelo –no puedo librarme de ellos después
No puedo subir a la superficie –la bandeja cae de mis manos muda
Me derrumbo y veo las burbujas de mi aliento subiendo, subiendo
E intento entretenerme mirándolas
Y me pregunto qué diría alguien que las viera desde arriba
Quizás que alguien se está ahogando
O que un buceador está explorando los fondos del mar…
Y, de verdad, no pocas veces descubro allí, en el abismo del ahogamiento
Corales y perlas y tesoros de naufragios
Encuentros imprevistos, del pasado, del presente y del futuro
Casi una comprobación de la eternidad
Un respiro, una sonrisa de inmortalidad, como dicen
Una cierta felicidad, embriaguez, hasta entusiasmo…
Corales, perlas, y zafiros; sólo que no sé darlos
No, los doy; sólo que no sé si pueden recibirlos…
Yo sin embargo los doy
Déjame ir contigo
Espera un momento, déjame coger mi chaqueta
De este tiempo tan imprevisible no hay que fiarse
Hay humedad por la noche, y parece que la luna hace la noche más fría ¿verdad?
Déjame abrochar tu camisa –qué fuerte es tu pecho…
Eh, qué fuerte esta luna… digo, la silla…
Y cuando levanto la taza de la mesa se desvela un agujero de silencio
Lo tapo inmediatamente con mi mano para no mirar adentro
Vuelvo a dejar la taza donde estaba
Y la luna como un agujero en el cráneo del mundo
No mires adentro, es una fuerza magnética que te atrae
No mires, no miréis, escuchadme, ¡vais a caer dentro!
Este vértigo bello y etéreo –¡te vas a caer!
Un pozo de mármol la luna
Sombras que se agitan y alas mudas, voces misteriosas, ¿no las oís?
Profunda, profunda la caída
Profunda, profunda la escalada
La estatua de aire apretada en sus alas abiertas
Profunda, profunda la despiadada beneficencia del silencio
Luces que parpadean desde la otra orilla
Mientras tambaleas en tu propia ola, soplo del océano
Bello y etéreo este vértigo –cuidado, ¡te vas a caer!
No te fijes en mí… Para mí eso es mi lugar: el tambaleo, el exquisito vértigo
Así que cada noche tengo un poco de dolor de cabeza, náusea
A menudo voy a la farmacia de enfrente por alguna aspirina
Otras veces me da pereza y me quedo con mi dolor de cabeza
Escuchando el hueco ruido de las tuberías
O preparo café, y, distraída, siempre preparo dos tazas –¿quién tomaría el segundo?
Tiene gracia…
Lo dejo sobre el alféizar y se enfría
O a veces tomo el segundo también
Mirando por la ventana la bombilla verde de la farmacia
Como la luz verde de un tren silencioso que viene a llevarme con mis pañuelos, mis
zapatos malgastados, mi bolso negro, mis poemas…
pero sin maletas – ¿para qué las necesitas?
Déjame ir contigo
Ah, ¿te vas? Buenas noches. No, yo no voy. Buenas noches.
Yo voy a salir más tarde. Gracias.
Es que, por fin, tengo que salir de esta casa machacada
Tengo que ver la ciudad un rato
No, no la luna, la ciudad con sus manos marcadas de callos
La ciudad asalariada, la ciudad que jura por sus puños y su pan
La ciudad que nos lleva sobre sus espaldas, soportándonos a todos nosotros
Con nuestras pequeñeces, nuestras maldades, nuestras enemistades
Nuestras ambiciones, nuestra ignorancia, y nuestra vejez…
Tengo que escuchar los grandes pasos de la ciudad
Y que deje ya de escuchar los tuyos, los del Dios, y los míos.
Buenas noches.
(El salón se está oscureciendo. Parece que alguna nube habrá cubierto la luna. De
repente, como si una mano hubiera subido el volumen de la radio del bar del barrio,
se escucha un tema musical muy conocido. Entonces me doy cuenta de que toda esta
escena la acompañaba sotto voce la sonata de claro de luna, solamente el primer
movimiento.
El joven estará bajando la calle, con una sonrisa preñada de ironía y compasión en sus
cincelados labios, y sintiéndose liberado. Cuando llegue a la iglesia, antes de bajar por
la escalera de mármol, se echará a reír –su risa fuerte, imparable no sonará para nada
inadecuada bajo la luna. Que no suene para nada inadecuada es quizás lo único que
sea inadecuado. Dentro de poco el joven se callará, se pondrá serio y dirá: “La decadencia
de una época”. Así, completamente tranquilo, desabrochará su camisa y continuará
su camino.
En cuanto a la mujer, no sé si al final salió. La luz de luna brilla otra vez. Y en las
esquinas de la habitación las sombras se ahogan en un insoportable, desgarrador arrepentimiento,
casi un furor, no tanto por la vida, pero sí por esa inútil confesión…
Escuchad, la radio sigue sonando…)

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