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El loco
El día de un enfermo
Teatro antiguo
Casi prestidigitador
Gesticulación ambigua
Gris y blanco
Retraso
La subida
Piedras
Chiflado
SEÑALES
Si sabe que lo observan desde una ventana,
cómo puede moverse de un modo tan bello, tan sencillo…
Quiero aprender en qué consiste tal simplicidad.
Bajo la persiana, me miro en el espejo.
Un orificio en la frente me lo impide.
*
No preguntes hasta cuándo durará… no durará; otros toman las decisiones.
Pon la mesa al revés; apaga la luz. El espejo
está lleno de orificios de bala. No mires a través.
Miraré –dijo el otro- por esos orificios.
Veré mi rostro robado otra vez, intacto.
Yannis Ritsos
Traducción del inglés de Abraham Gragera
« ‘Testamento’, de Eliseo Diego (1920 – 1994) | Inicio | ‘Vaucanson’, de John Ashbery (1927) »
seguras
bolsillo
y la esperanza.
En estas calles
la gente camina; la gente
se apresura, tiene prisa
por salir, por irse (¿de qué?),
por llegar (¿dónde?) —Yo no lo sé — no son rostros
—aspiradoras, botes, cajas—
Tienen prisa.
Ahora,
caminan, corren, tienen prisa,
una prisa animada—
el tren llega, lo abordan, choca;
luz verde, roja;
el hombre de la puerta atrás del cristal partido;
la prostituta, el soldado, el verdugo;
el muro es gris
más alto que el tiempo.
Ni siquiera las estatuas pueden ver.
LA PAZ
El padre que vuelve por la tarde con una amplia sonrisa en los ojos,
Con una bolsa en sus manos llena de fruta
Y las gotas de sudor en su frente,
Es como las gotas del cántaro que congela el agua en la ventana,
Es la paz.
Es la paz.
Paz son los montones de rayos sobre los campos del verano,
Es la cartilla de la bondad en las rodillas de la aurora.
Cuando dices: hermano mío, cuando decimos: mañana construiremos,
Cuando construimos y cantamos
Es la paz.
Hermanos,
Dentro de la paz respira de par en par
Todo el mundo con todos sus sueños.
Daos las manos, hermanos,
Esto es la paz.
(Un joven oficial de la guardia ha pedido que le reciban en palacio. Su padre trabajaba desde niño en las granjas y se había
convertido, de cierta manera, en el hombre de confianza de la casa. Hoy, viejo y enfermo, envía a su hijo con un pote de albahaca
y una cesta de frutas a presentarle sus respetos y su saludo a la última representante de la gran familia exterminada. La
autorización le es concedida. El joven oficial aparece, bien ceñido su uniforme, guapo y vigoroso. Su cara respira la cordialidad
del campesino helénico, de todo su físico emana una visible sensualidad, sin duda cultivada por el contacto con la gente de la
ciudad y por la holganza de los cuarteles; parece singularmente emocionado, halagado y poco menos que turbado ante la noble
dama, muy maquillada y apretada en su corsé, que conserva no obstante el encanto indefinible de una belleza apagada y lejana.
Él deposita casi con torpeza el pote y la cesta en el piso, como si con ello cometiera una falta, y transmite el mensaje de su padre.
Ella le ofrece una silla frente a la ventana, le interroga sobre la salud de su padre, y se informa del buen estado de las granjas. Él
habla entonces de manera interminable sobre la vida en los campos; de las cosechas, los árboles, los ríos, los caballos, las vacas.
Ella, aunque distraída, da muestras del más vivo interés por todo, y repara en la inhabilidad de las recias manos, puestas sobre
las rodillas. Bello crepúsculo primaveral. La luz, vaho rosáceo, entra por la ventana abierta, y tiende lentamente al naranja, al
malva, al violeta, al ultramaro. En el jardín se escucha el canto de los pájaros. Por momentos, un reflejo de su recargado ornato
pasa sobre los muebles, sobre el espejo grande, por los cristales o por la cara del joven. De repente, éste calla. Cae la tarde. Un
silencio y una espera inexplicables. Quizás por eso ella se pone a hablar a su vez, como para llenar el vacío o para desviar la
proximidad de algo que habría que evitar pero que es sin embargo ineluctable:)
Pero mi hermana creía arreglarlo todo con sus “es preciso”, sus “no es preciso”,
habríase dicho que anunciaba esa religión futura
que partió el mundo en dos (el más acá y el más allá), que partió el cuerpo del hombre en dos, repudiando todo lo que estaba por
debajo de la cintura.
Yo sentía lástima de ella, es verdad. Poco faltó para que me hubiera hecho daño
a mí también. Si han celebrado tanto su gloria
es porque les evitaba tener que obrar por sí mismos. Sobre su cara,
honraban su propia resistencia vencida. Se perdonaron a sí mismos,
se declararon inocentes y así quedaron tranquilos.
Si ella hubiese vivido, ¡ah!, con seguridad,
la habrían odiado. Su única idea
era morir. Ahora digo yo: a sabiendas
de que no había forma de impedir la muerte, antes que aceptarla,
día tras día, tal como es, recompensa de una vejez ingrata y estéril, prefirió
ir sola a su encuentro, inclusive provocándola, en nombre
de una grandeza de alma insolente y engañosa, haciendo un heroísmo
del miedo que sentía de sí misma y de vivir, disfrazando
su propia muerte, inevitable, con una inmortalidad fácil,
sí, sí, fácil, a pesar de todo su enceguecedor destello. ¿Cómo pudo soportarlo, Dios mío,
ella que se encolerizaba por la cosa más insignificante, tanto era su miedo,
ella siempre aterrorizada
ante la comida, la luz, los colores o desnuda ante el agua fresca?
Jamás
dejó a Hemón tocarle una mano. Siempre retraída
en un rincón
como quien no quiere perder nada, replegada sobre sí misma,
las manos metidas en las mangas,
la espalda contra el muro, fruncido el ceño,
era la primera en acudir cuando sobrevenía una desgracia,
experimentando orgullo, quizás, para su propia desgracia
—pero ¿cuál desgracia?
La infeliz joven sentía miedo de la carne y miedo del pecado —¿cuál pecado?—
¿entonces es pecado vivir acorde con su deseo? Jamás
estuvo mi hermana más bella que cuando muerta. Fui yo quien le coloreó
las mejillas,
notoriamente (tal vez recordé su rubor ante el tarro de conservas, en el comedor),
después le apliqué rojo en los labios, y negro en sus ojos inmensos,
con corcho quemado (ella nunca se maquillaba). Le puse también
un collar de cinco vueltas para esconder las horribles marcas en la garganta,
lindos aretes con dos cupidillos desnudos, sortijas, brazaletes,
y una hebilla ancha de oro en la cintura. Maquillada así, ataviada así,
se parecía a mí de manera extraña.
“Cómo se parece a Ismenia”, dijo en voz baja una niña. Ahora
había renunciado a sus decisiones terribles, a sus líneas de conducta moral,
a sus prejuicios e idiotas pretensiones masculinas. Muerta,
por fin se había convertido en mujer.
Al lado de ella su novio,
desnudo (¿cómo era posible que pudiéramos con tal precisión, en la muerte,
calificar la belleza del cuerpo? —tal vez era que
embalsamaban las flores de naranjo, con las cuales los habíamos recubierto),
y aquella juventud en edad de amar, aquella juventud plena, desprotegida, inasible...
Tal vez esos claveles habían sido enviados por su padre. Él sabía
cuánto me gustaban las flores. Cuando iba a la ciudad,
me traía siempre en su pañuelo, con un poco de tierra húmeda,
bulbos de ciclámenes salvajes. El mismo me ayudaba a plantarlos.
Yo creo que florecen todavía en la parte alta del jardín. Si usted quiere,
podremos, alguna vez, ir a verlos.
Manifiéstele
que me acuerdo siempre de él. Nada ha cambiado en el fondo de mí,
no, nada —por lo demás, eso es lo triste, en el momento en que todo cambia
afuera y alrededor nuestro —las casas y los coches, las caras, las manos,
las armas,
y las maneras de peinarse, de vestirse, hasta los sombreros que usábamos...
Tenía mi hermano pequeño la manía de las hebillas, las chapas y los broches.
Había juntado
toda una colección de diversas épocas, de hombre, de mujer,
chapas de correas militares y otras muy antiguas, muy trabajadas
—de formas raras, extrañas figuras, extrañas representaciones
de hombres, de dioses, de pájaros y de monstruos.
Cierta vez, una tarde de otoño, me las mostró,
al ponerse el sol, y adquirían toda suerte de brillos en la penumbra.
Yo nada entendía de esto. Y aunque él me explicaba, tenía la impresión
de que hablaba para esconder algo, seguía sin entender lo que quería decirme,
y era precisamente eso lo que me gustaba. Quizás era lo mismo que él buscaba,
una puesta en evidencia de lo inexplicable.
La mayoría de ellos tenía un chispazo rojo oscuro como la sangre, o un color verde-gris
como las entrañas del hombre. Pero yo experimentaba sobre todo la sensación
de cuerpos desnudos y robustos, en la flor de su edad, después del gesto impaciente
de soltar un cinturón. Cuando se lo dije, montó en cólera (¿pero hay en el mundo
algo más inexplicable, más inconcebible incluso, alguna cosa
más tangible y —quizás por eso— más inasible que el cuerpo humano?).
Fue él quien se marchó adonde los argivos. Mi hermana tenía debilidad por él.
Ambos eran absolutos, susceptibles, injustos. Quiero decir
que ambos tenían una concepción muy personal de la justicia. No veían
la justicia de los demás ni la injusticia general. Eso los perdía,
y perdía con ellos a los demás. No obstante, yo guardo las chapas y los broches. Es la única cosa
que ha quedado de él. Como me di cuenta más tarde,
los había encontrado en cinturones de muertos. Esa precisión no alteró en modo alguno mi sentimiento primero, al contrario, lo
fortaleció.
Extraño sin embargo cómo, en medio de todos estos cambios, estas vicisitudes,
estas puestas en orden, como se dice,
no queda al final, destacándose claramente sobre todos los muertos,
sino el cuerpo humano indefenso, despreocupado, obstinado, maravilloso.
Yo creo
que la única belleza está ahí, en la ignorancia, y la virtud única en la juventud
—¿pero cuánto dura ésta?
¿Y cuánto duramos nosotros mismos? Ésta se renueva, dirá usted,
con las generaciones que se levantan —pero no para nosotros, no,
no para nosotros. ¿Dónde está pues tal renovación?
Recuerdo, cuando recogíamos las sobras de la mesa —huesos, semillas
de frutas, migas de pan;
yo atrapaba con el rabillo del ojo, sabe usted, a esas espirales de oro,
magnéticas, elásticas —las cáscaras de naranja— como si hubiesen querido
retomar y guardar su forma primera. Un grito antiguo subía hasta mis labios,
“no, no”. —Nada decía. Miraba. Arrojábamos las mondaduras
por encima de la baranda al fondo del patio. ¿Nunca le pasa eso a usted?
Un grito que se retiene. Y las noches olían a piel de naranja.
A lo mejor su padre le habrá narrado los años tan difíciles que conocimos nosotros.
¿De qué ha servido todo eso, Dios mío? ¿Qué es lo que han ganado?
—Obligaciones, molestias sin fin,
heroísmos sin objeto— grandes puertas se abrían y cerraban en las mismas tinieblas.
Máscaras de yeso, de bronce, de oro y terciopelo.
Ardides y adulaciones, disfraces, —¿para esconderse de quién? ¿De ellos mismos? ¿De otros? ¿Del destino? Y esta infame
glotonería de la gloria
—yo creo que toda gloria reposa sobre cierto número de equívocos,
y de seguro sobre un rechazo a la vida—, ¿a quién puede servirle eso, la gloria?
Un hombre gritaba en la parte baja de los peñascos —o quizás en el fondo de nosotros mismos—
gritaba, gritaba. Nadie oía. Todos se apresuraban a ir — ¿adónde?—, a hacer
— ¿qué? No tenían un instante para ellos
para desvestirse, acostarse, soñar con sus propios cuerpos, mirarse en un espejo o mirar a otro.
Se veían solamente en los ojos de los demás —¿pero qué ver ahí dentro?
acaso lo que deseaban, pero de ningún modo lo que eran.
Un día, un pájaro entró al comedor. Todos quedaron boquiabiertos.
No sabían qué responder, aunque nadie les había preguntado nada. La cólera
se apoderó de ellos.
“Sáquenlo, sáquenlo”, gritaban. Se levantaron de sus sillas, agitaron los brazos,
quebraron dos vasos. El pájaro salió por la ventana.
Los sirvientes habían bajado, recogían las trizas de vidrio. Yo los observaba:
sonreían solos —el pájaro, lo conocían. Les guiñé el ojo
y sonreí con ellos. Son siempre los inocentes (¿no cree usted?)
los que tienen aspecto de culpables. Usted también lo sabe —estoy segura.
Pero ¿para qué mentir? —como decía también su padre. En ese cuerpo ablandado que menciono,
una cosa permanece intacta, dura, pertinaz; es el deseo, y el sentimiento
de una injustificable tardanza. Y aquello es inconcebible. Con frecuencia
las mujeres, en tales momentos,
toman en sus brazos a las estatuas, las besan en la boca de piedra —sueñan
que pasan la noche con ellas. Si alguna vez ha visto usted húmedos
los labios de las estatuas, ve saliva de mujeres abandonadas.
La memoria, claro, es una especie de refugio. Y,
sin embargo, también se agota, necesita nuevas representaciones, así sean
del azar —e incluso extrañas.
Yo, elegí esta ventana. Cuando me asomo así, mitad adentro, mitad afuera,
miro y recuerdo. Nada me pertenece. Todo está en calma.
Vuelvo a observar los árboles, los pájaros, los colores, los pies pesados
de los cazadores que regresan con la tarde —y soy libre.
Ellos tienen algo qué decirme, qué confiarme. A veces me avergüenzo de esta nueva ternura —esta casi nueva infancia que
se instala sin que yo lo quiera
en el borde de mis labios, como si fuese
una golondrina que hace nido en un techo derrumbado.
Extraño, aun así, cómo el ruido se ha calmado
—no se podía escuchar otra cosa—,
cómo se ha extinguido en lontananza. Pero, ¿soy yo todavía? ¿Era yo?
En aquel entonces había gente que subía, bajaba,
alguien insinuaba algo al oído de otro, —gestitos espasmódicos,
políticos, militares, diplomáticos, —ah qué gentes execrables, Dios mío,
como reproducidas en serie y numeradas, copiadas las unas de las otras.
Ya no se sabía ni el mes, ni la hora, ni el año.
Cerrábanse los ojos como se cierra una puerta en una casa ajena,
para no ver, para no pensar. Maquinaciones, tráfico de influencias, traiciones.
Los más flexibles espinazos se mantenían todos los días muy derechos.
Tebanos, argivos, corintios, espartanos, atenienses —¿cuáles eran
los verdaderos amos?
—parecía que un poder secreto hubiera tirado los hilos desde lejos.
Hombres enmascarados salían a media noche provistos de linternas sordas,
algún personaje conocido tuyo se volvía de repente un reflejo blanco o el ruido de una caída.
Y todos, en el miedo, parecía que se juntaran de nuevo.
Una tarde, arriba, en el desván de un pobre estudiante, se oyó una flauta. Las mujeres
se apiñaron rápidamente en la calle. Se arrodillaban, lloraban. El loco, desaliñado,
se golpeaba el pecho con una piedra. “Mamá, mamá”, gritaba.
“Mamá, quiero morir, quiero morir”, gritaba.
Pasó un camión carpado. La gente se apartó. La flauta quedó en silencio.
El loco orinó en medio de la calle. Se dispersó la gente, de nuevo,
desconocida, incómoda, extraña.
Pero yo era muy joven entonces, tan joven
que ni siquiera lo sabía. Olvidaba con facilidad. En esta ventana,
estaba colgada, en suave balanceo, atada a un trozo de cuerda,
una rosita. Nada más que eso. Pronto se secó, también ella.
Sonaban las campanas, luego enmudecían. Llegaban hombres, volvían a irse apurados.
Caían lluvias diluviales. En las casas las cisternas se desbordaban.
Hubiérase dicho que el agua iba a llevárselo todo, arrastrarlo hacia el mar
y lavarlo todo.
El sol volvía. Lo secaba todo. Nada había cambiado. El jardín
se hacía el inocente. Sólo brillaban los claveles. En lo alto del jardín
resonaban las imprentas, las máquinas de escribir. Los mismos hombres,
con otras máscaras,
en actitud mecánica entraban a las salas, se sentaban
como en los tribunales ante grandes mesas negras, lustrosas,
sus manos eran grandes arañas linfáticas y ávidas que desplegaban
gruesos rollos de papel, leían, escribían, sellaban,
enviaban otros papeles, gesticulaban, abrían desmesuradamente la boca,
ni voz ni grito salían —un agujero negro en el vacío.
Tal vez gritaban “viva” o “abajo” —yo nada distinguía.
Sólo se percibía el miedo. Aunque yo ignoraba en ese tiempo cuál.
Me asombraba
que puedan tener miedo las máquinas, las mesas, las sillas,
la boca de una chimenea, el vino dejado en el fondo del vaso,
la gallina cocinada, en la bandeja, un tenedor levantado por encima del plato
—que se quedaba allí, frío, paralizado.
Guapos mensajeros llegaban, abrían también la boca: no emitían sonido.
Pero, en su caso, era distinto. Estaban sin aliento. Nos gustaba mucho
su manera de acezar. Se podía ver su lengua
roja, muy roja, como un hermoso verano pleno de ríos y árboles.
Se hacía un gran silencio por unos instantes, como si todo hubiera perdido
su peso y su significación. Las rodillas se volvían
suavemente algodonosas. Nadie rechazaba
a la gata que se subida en la mesa mordisqueaba un pescado.
Por los cristales de la ventana
se filtraba una luz blanquecina, acrecida. Y, de inmediato, los tambores tocaban frenéticos. Una trompeta en lo alto de la
fortaleza,
otra enfrente, en los olivares. Por la noche,
encendían fogatas de colina en colina. Pasaba gente con antorchas.
Un agujero prodigioso se abría en la oscuridad. Se percibía el caos. Y otra vez
la noche se ocultaba en la noche. Todos se ocultaban. Yo nada entendía.
Es en esta época, más o menos, cuando mi padre se pincha los ojos. De golpe todo volvió a ser rojo, rojísimo con manchas
verdes,
y los platos fueron rojos también con un agujero en el medio. Un poco más tarde,
se oyeron de nuevo las trompetas. Los hombres se sobresaltaron en su sueño,
ciñeron sus espadas, saltaron a los caballos. Una sombra inmensa
quedó en el patio —tal vez la de la luna del alba,
o tal vez las alas inmóviles del león de mármol sobre la antigua torre.
El vacío de los cuerpos en las camas permaneció cálido todavía por un momento. Después se enfrió.
Las mujeres se reclinaban y lloraban allí. Mi hermana
adelgazaba cada día más. Se tornaba más dura, más pálida.
Nos eludía, a Hemón y a mí. Salía sola, tarde.
Quizás iba hasta las puertas de Tebas, quizás iba a hablar,
allí, con esa mujer de cuerpo de león cuya mirada paralizaba
con dos preguntas glaciales, inclusive cuando no estaba mirándote.
Esperaba, es evidente, algo excepcional. Por la noche, no dormíamos.
En la parte de afuera de las murallas de la ciudad, los muertos eran legión. Siempre he tenido curiosidad
por los muertos —no por tratar de domesticar a la muerte,
ni por habituarme a ella. A veces escapaba a la vigilancia de mi madre
y mis preceptores. Trepaba hasta la fortaleza. Miraba
a través de las aspilleras —transportaban a los muertos en carretillas, en parihuelas, sobre escaleras.
Otros quedaban tirados abajo en la planicie, en actitudes espléndidas,
tranquilas, jóvenes y hermosos al lado de sus corceles que habían muerto debajo de ellos.
Yo los miraba
sin la menor tristeza, —hermosos, consagrados al amor.
Hasta que llegan nuestros propios muertos. Y entonces hemos crecido.
Vi a mi hermana al alba, en el patio, marcada por el destino —lívida. Las manos, el vestido, el cabello, cubiertos de tierra. El
cierzo matinal nos traspasaba. Tiritábamos. El amanecer descendía,
en toda su blancura, acribillado de cuervos negros.
¿Pero todo eso para qué, Dios mío? ¿Qué han ganado? El resto lo sabe usted.
Nada quedó. Tan sólo la Esfinge de piedra,
indiferente y siempre ahí, en su peñasco, a la entrada de las puertas de Tebas.
—Ya no hace preguntas. El vano ruido se acabó. El tiempo se ha vaciado.
Un domingo de nunca acabar con las ventanas cerradas. Increíble
cómo, en las tardes de verano, todavía regamos los jardines.
Esta obra fue escrita por Yannis Ritsos en Atenas, septiembre-diciembre de 1966, y en Samos, diciembre de 1971.
Si damos un repaso a los nombres de los personajes que para enfrentar la lectura de Ismenia nos atañen, podemos decir en forma
sumaria que ésta era hija de Edipo y Yocasta, reyes de Tebas; hermana de Polinices, Teocles y Antígona; sobrina de Creón; prima de
Hemón, novio éste de Antígona e hijo de Creón y Eurídice. Edipo, a su vez, por una jugarreta de la fatalidad, era hijo de Yocasta y
Layo, o sea, también hermano de sus propios hijos, esposo de su propia madre y asesino de su padre.
Los griegos clásicos, anteriores a Esquilo y Sófocles, “...tomaban los asuntos para sus tragedias como se toman los motivos para
modelar estatuas o bajorrelieves, idénticos en el fondo por la repetición de escenas y de tipos; pero en los que cada escultor —
retocando un grupo, entreabriendo un labio, acentuando una mirada, corrigiendo un gesto, acompasando una actitud en distinto
ritmo— obtenía, a su vez, una expresión diferente y un rasgo nuevo. Su originalidad se desenvolvía holgadamente en este círculo
sencillo. No innovaban más que en los detalles: no perseguían más objeto que obtener un grado mayor de perfección”.1 A la manera
de esos clásicos griegos, Ritsos vuelve a escribir la tragedia, esta vez desde la óptica de Ismenia.
Podría decirse que Ismenia tiene un papel secundario en las tragedias originales de Sófocles, creadas en torno a la leyenda de la
infortunada familia del rey que, al descubrirse esposo de su madre y asesino de su padre, se revienta los ojos con los broches de oro
del vestido de aquella, antes de emprender el viaje a Colona, camino al destierro, cumpliendo así el castigo que él mismo había
decretado contra el asesino de Layo, en compañía de su hija Antígona quien le servirá abnegadamente de lazarillo y consuelo.
Ritsos revive —o rescata— a Ismenia en el siglo XX narrando su drama no magnificado por Sófocles quien, respecto a esta leyenda,
puso todo su énfasis en tres conocidas tragedias: Edipo el tirano (Edipo Rey), Edipo en Colona y Antígona. Ya no es Ismenia la
mujer en segundo plano, sometida por la desgracia como consecuencia de los actos involuntarios de sus progenitores; la antiheroína
que flaquea cuando Antígona le pide compañía para dar sepultura a su hermano Polinices, ni la que decide acatar el mandato de
Creón, que lo había condenado a permanecer insepulto con el fin de impedirle ingresar a la vida después de la muerte por haber
atacado la ciudad de Tebas, sino el testigo ocular único capaz de narrarnos aspectos de la íntima personalidad de los desventurados
parientes que vivieron a su lado. En Sófocles, muere Edipo en el destierro; Yocasta, Antígona, Hemón y Eurídice, cada uno en su
momento, se suicidan; Teocles y Polinices mueren en el enfrentamiento por el poder en Tebas; Creón, nuevo tirano, partícipe de lo
acontecido, destrozado e iracundo ruge y se lamenta en el peristilo de palacio, sin poder obrar contra el destino. Nuestra nueva
protagonista, Ismenia, presenciaba y sufría aquel derrumbamiento familiar. La tragedia batió alas a su lado y Ritsos nos hace
partícipes de esa otra visión.
La nueva Ismenia, simultáneamente en el poema, recuerda cómo de niña, en la antigüedad, observaba el mundo exterior a través de
las aspilleras de una fortaleza tebana, y cómo lo ha mirado en el presente desde una ventana de la casa apenas habitada por ella, su
mucama y la presencia intangible de los muertos. Intemporal, esta Ismenia sin edad definida desconcierta en un principio al lector:
tanto permanece su recuerdo en el pasado, cuanto, en medio de una aparente vesania, nos remite al presente con reflexiones sobre
un tiempo lento, de relojes detenidos y herrumbrados, de máquinas de escribir y oficinistas presurosos que envían y reciben papeles
y papeles en tiempo de guerra, mientras, afuera, los sobrevivientes socorren presurosos a los heridos y acarrean a los muertos en
camillas y parihuelas. La gente come, las gallinas escarban y ponen huevos en los cementerios; hay naranjas, leñadores, claveles;
pero siempre, interpolados con el tejido de las cosas elementales de todas las épocas, como un paradigma del comportamiento
humano, palpitan los hechos y la leyenda de la antigüedad griega: Creón, Hemón, los argianos, Tiresias, la Esfinge, el suicidio de
Antígona o el pincharse los ojos de Edipo, a quien se cuida de no llamar por su nombre tal vez para hacerlo también intemporal.
Y, más que revivir a un personaje literario y algunas situaciones históricas, el poema Ismenia es una verificación de que la
humanidad representada allí, su sicología y sus pequeñas-inmensas ambiciones, si no han permanecido vigentes e inmutables, en la
práctica han tenido en realidad muy pocas variantes. Nuestra protagonista es una mujer vieja pero bien conservada, de memoria
intacta, que guarda todas sus experiencias almacenadas en el recuerdo como si la antigüedad hubiera sido apenas ayer y no
mediaran siglos entre página y página de la historia. Ismenia, viva otra vez hoy, mira, a través de la ventana, pasar camiones
militares por una calle cotidiana, que podría ser una de las nuestras, ambientada de contemporaneidad con paquetes de cigarrillo
desocupados y casquillos de balas. Al mismo tiempo, recuerda, admirada y sensual, a los guerreros tebanos de espada al cinto
montando sus fogosas cabalgaduras, y nos señala con sorna y casi iracunda el lugar de las marmolerías en donde se han tallado las
estatuas que han inmortalizado a los protagonistas de la guerra. Al modo surrealista, la mano del retrato de un general cae como si
fuera un objeto cualquiera, y nadie se agacha para recogerla.
Después del rey Constantino, gobernaron en Grecia los militares. En Ismenia no se descuida una evidente intención crítica. Cabe
anotar a ese respecto que Antígona, prototipo de la heroína griega, desobedeció los decretos promulgados por el tirano Creón y que,
por ser tan vigorosas las palabras que Sófocles puso en sus labios, fueron prohibidos sus discursos en el teatro durante la dictadura
del general Metaxas2 (1936-1941).
Anotemos también que Ritsos, paralelamente a su labor literaria, registró una intensa actividad política de izquierda que le trajo
aparejado el confinamiento en varios campos de concentración. Entre 1948 y 1952 estuvo en el islote rocoso de Makrónicos y en Ai
Stratis, y en 1967, al instaurarse la “dictadura de los coroneles”, fue deportado a los campos de Yaros y de Leros, en donde escribió
gran parte de su Muro en el espejo. Después de dieciocho meses de prisión allí, se lo trasladó a la isla de Samos, siendo liberado, por
su estado de salud, a fines de 1970.
“Hemos escogido tú vivir, yo morir”, le dice Antígona a Ismenia en la obra de Sófocles. “Cobra valor, a ti te toca vivir; en cuanto a
mí, tengo muerta el alma desde hace mucho tiempo y ya no puede ser útil más que a los muertos”. En efecto, Ritsos ayuda a que se
cumpla el deseo de Antígona: haciendo a Ismenia contemporánea de todos los tiempos, logra no sólo reescribir la tragedia vista en
toda su plenitud desde un personaje secundario para Sófocles, sino, también, dar vigencia a la manera de ver la vida humana
experimentada por los griegos de la antigüedad, que fue el origen de la metáfora trágica. Ismenia sigue estando triste en el
monólogo poético de Ritsos, tal cual la imaginó también el Dante: “Ismenia sobrevivirá, irreconciliada e inconsolable,
languideciendo en el umbral del sepulcro que la ha rechazado [...] El Dante la muestra en los limbos ensombrecida por el eterno
duelo. ‘Ahí’, dice Virgilio a Estacio que lo encuentra en el purgatorio, ‘ahí se ven las que tú has cantado. Antígona, Argía e Ismenia
triste aún cual ella fue’:
Esta Ismenia, que se confiesa sobria de gustos y de ambiciones en el monólogo de Ritsos, dice temer que algún día la sienten en el
trono. Pero aun así, ha ocurrido: ahora está en el trono como una nueva heroína, viviendo, en la edad contemporánea, la prisión
ineludible de la antigua Fatalidad. Pienso que ahora está en el trono de la alta literatura; un gran sitial en la poética universal que
dejará improntas de profundo humanismo en el pensamiento de todos los que tengamos oportunidad de conocerla.
Elías Mejía
Calarcá, enero de 1998.
Notas
1. Paul de Saint Victor. Sófocles, las dos carátulas, Biblioteca de los Grandes Maestros, Vol. III, Editorial El Ombú, Buenos
Aires, 1933, p. 40.
2. W. A. Heurtley, H. C. Crawley y C. M. Woodhouse. Breve historia de Grecia, Colección Austral, Nº 1.417, Espasa-Calpe, S.A.,
Madrid, 1969, p. 164.
3. Paul de Saint Victor. Op. cit., p.143.
LA SONATA AL CLARO DE LUNA
Yannis Ritsos