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El arte de la petición: Rituales de

obediencia y negociación, México,


segunda mitad del siglo XIX

Romana Falcón

En vista de vuestra bondad característica, suplicamos a vuestra augusta


majestad que tome en consideración nuestra pobreza y sufrimientos, en
todas las épocas del pasado fatal y que se digne interceder con fuerza ante
su augusto y magnánimo consorte (nuestro dignísimo soberano) para que
obtengamos a través de vuestra maternal intercesión, una acción favorable
a nuestra petición.1

— Grupo de indios pames a la emperatriz Carlota en 1865

Estas páginas constituyen una reflexión sobre una arista de las relaciones de
poder en el México rural de la segunda mitad del largo y azaroso siglo XIX: el
desarrollado “arte de la petición”, con que pobres y marginados del campo inten­
taron, con éxito relativo, negociar y adaptar a sus necesidades los requerimientos
de su trabajo, servicios, impuestos, obediencia y sumisión. Dentro de la compli­
cada dialéctica entre dominados y quienes ejercen el mando, se esbozan algunos
de los principales mecanismos con que las clases populares dieron contenido y
mejoraron las probabilidades de éxito de sus quejas, peticiones y requerimientos.
Se ha orientado este artículo para tomar en cuenta la conciencia de los par­
ticipantes y observar a los campesinos pobres, comuneros e indígenas como
creadores de su propia historia, capaces de adelantar, hasta cierto punto, sus
demandas y esperanzas.

Agradezco la asistencia de Miguel Lara y Elena Ceja. Los dos lectores anónimos de la
revista me impulsaron a mejorar mis pruebas y argumentos.
1. “Alocución presentada por los indios Pames que viajaron a la Ciudad de México
desde San Luis Potosí en la que solicitaron el regreso de sus tierras”, 1865, Archivo General
de la Nación (en adelante AGN), Junta Protectora de las Clases Menesterosas (en adelante
JPCM), vol. 1, exp. 30.

Hispanic American Historical Review 86:3


doi 10.1215/00182168-2006-002
Copyright 2006 by Duke University Press
468 HAHR / August / Falcón

Históricamente, el grueso de las clases y grupos subalternos  — y ello, hasta


cierto punto, hermana a indígenas, peones acasillados y comuneros mexicanos
con esclavos, siervos, negros, campesinos, “intocables” de la India, prisioneros
en campos de concentración, etc. —  no se pueden dar el lujo de una actividad
abiertamente revolucionaria y ni siquiera de reto franco y metódico a las insti­
tuciones y el status quo. Por lo general, su defensa tuvo, y tiene, que conformarse
con una meta simple y modesta: conseguir que el status quo los agreda lo menos
posible.
Al mismo tiempo, las maquinarias de control nunca son absolutas y los gru­
pos subalternos siempre buscan implementar todo tipo de adecuaciones a sus
necesidades específicas, tanto en el marco institucional como en la filosofía y
los conceptos imperantes en la escena pública. Desafían parte de su destino,
aún cuando, frecuentemente, lo hacen a través de amenazas veladas, en un plano
simbólico o de pequeñas resistencias personales y cotidianas que no requieren
organizaciones formales ni planes y pronunciamientos abiertos. Dado que, nor­
malmente, son los propios sectores subordinados los primeros interesados en
que sus acciones y omisiones no sean interpretadas como retos abiertos, claros,
programados y sistemáticos, es difícil rastrear sus resistencias en los papeles vie­
jos con que los historiadores hurgamos el pasado.2
Desde las épocas modernas, cuando la autoridad ya no emana de poderes
divinos o de la continuación de añejas tradiciones, quienes controlan los apara­
tos gubernamentales intentan establecer su legitimidad ante los dominados y
ante sí mismos mediante varias estrategias, entre ellas, lo que se ha llamado
el “teatro” del Estado; por lo que revisten sus proyectos y sus políticas de un
carácter virtuoso y moral mediante el manejo del discurso y los rituales que
realzan al papel protagónico del Estado y de la nación. Para exhibir su autoridad
en la mejor luz posible, deben investir las ceremonias, los escenarios públicos, las
acciones gubernamentales y la correspondencia oficial de un halo de capacidad,
orden, persuasión y dotes carismáticas.3
Así como estos rituales públicos son de importancia crucial para simbolizar
e ir recreando la capacidad de dominio de las élites políticas y económicas, para

2. Esta escuela de pensamiento de la “resistencia” se nutre principalmente de James


Scott, Weapons of the Weak: Everyday Forms of Peasant Resistance (New Haven, CT: Yale
Univ. Press, 1985); James Scott, Domination and the Arts of Resistance: Hidden Transcripts
(New Haven, CT: Yale Univ. Press, 1990); Barrington Moore, Injustice: The Social Bases of
Obedience and Revolt (White Plains, NY: M. E. Sharpe, 1987).
3. William Beezley, Cheryl Martin y William French, Rituals of Rule, Rituals of
Resistance: Public Celebrations and Popular Culture in Mexico (Wilmington, DE: Scholarly
Resources, 1994), introducción y 13.
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los grupos populares existen también formas relativamente restringidas de expre­


sión verbal, escrita y corporal, utilización de conceptos e ideas que sirven como
estrategia de negociación. Su estudio constituye el meollo de este artículo.
Estos rituales, que buscan remarcar la obediencia y el acatamiento, per­
miten acrecentar la imagen de lealtad y apoyo, así como unidad de miras, de
valores y de ideas con autoridades, notables y acaudalados. Al limar las discordias
potenciales, los grupos subordinados ensanchan la posibilidad de obtener bue­
nos resultados para sus peticiones, tanto aquellas que hacen uso de los resquicios
legales como cuando negocian, de cara a cara, con las estrellas de poder. No hay
duda de que, aún sin escapar a los constreñimientos de lenguaje y de marcos
conceptuales, los pobres del campo en México fueron capaces de comunicar sus
peticiones y críticas con notable precisión. Ello les ayudó a escudarse en contra
de lo que juzgaban como agresiones e injusticias, así como a insertar parte de
sus demandas dentro de los escenarios regionales del poder y, en ciertos casos,
en los de la nación entera.
Por todo ello es que, como se intenta probar en estas páginas, los requeri­
mientos populares abren una ventana a la historia social que permite observar el
acontecer histórico desde la perspectiva de su fondo y sus márgenes.

Consideraciones temáticas y metodológicas

A fin de lograr una mayor concreción temática y analítica, este estudio privile­
giará el meollo de los conflictos en el campo: la lucha por preservar la propiedad y
el usufructo de la tierra y el agua. Por ello, privilegiará el análisis de sus protago­
nistas principales en el fondo de la pirámide social: pueblos comuneros y grupos
étnicos. Con menor intensidad revisará otras razones del descontento, como fue
la definición y aplicación de la justicia, así como la preservación de tradiciones.
Desde principios de la era independiente, las corporaciones civiles habían
sufrido una acometida por parte de gobernantes, intelectuales, legisladores,
ricos y poderosos que, en su mayoría, estaban seguros de que sus formas de
organización, pensamiento, supervivencia e identidad constituían uno de los
obstáculos más graves al progreso y a la felicidad de la nación. Como resumió
Luis González, los comuneros, y los indígenas en especial, fueron considerados
como “agua estancada” al lado del río. Para los gobernantes liberales del siglo
XIX, poseer terrenos y aguas en común era “como no poseerlas, pues sólo la
propiedad individual tenía un valor económico positivo. Cada indio debía ser
dueño absoluto del trozo de tierra que cultivara”.4

4. Luis González, Emma Cosío Villegas y Guadalupe Monroy, La República Restaurada


y el indio: Historia moderna de México, tomo 3 (México: Hermes, 1956), 314 y ss.
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Las ideas en favor de individualizar la propiedad corporativa y “liberar” los


recursos de la nación tenían hondas raíces en el pensamiento ilustrado de fines
de la era novohispana. De hecho, esta importante herencia habría de hermanar a
las repúblicas latinoamericanas, desde el Río Bravo hasta la Tierra de Fuego.5 Al
cortar las amarras de España, diversos estados mexicanos fueron introdu­ciendo
legislación y políticas tendientes a delimitar, de manera precisa y positiva, a la
propiedad individual y a poner a “trabajar”  — en un sentido moderno de utili­
dad económica —  todos los terrenos del país. Aún cuando hubo una gran dis­
tancia entre estos anhelos y la capacidad de irlos imponiendo en la realidad, los
procesos de desamortización y deslinde de baldíos se convirtieron en las dos
piezas clave de la política agraria hasta el advenimiento de la revolución de 1910,
que, para algunos, tuvo sus raíces más profundas precisamente en este anhelo
por modificar la cultura y organización de los comuneros mexicanos.
Este artículo mostrará algunas de las continuidades y puntos de inflexión
entre el breve segundo imperio encabezado por Maximiliano de Habsburgo
(1864 – 67) y el largo período del triunfo liberal  — la llamada “república restau­
rada” integrada por los gobiernos de Benito Juárez (1867 – 72) y Sebastián Lerdo
(1872 – 76), más la extendida era encabezada por Porfirio Díaz (1876 – 1911) que
truncó la revolución — .
Se tomará en su conjunto este largo trecho histórico por considerar que
constituye una unidad en ideario y política hacia el campo. Dicha afinidad fue
particularmente explícita en la ley elaborada por Miguel Lerdo de Tejada en
1856 y que, hasta cierto punto, se mantuvo hasta la legislación revolucionaria del
siglo XX. La “Ley Lerdo” unificó legislaciones locales e impartió una dinámica
nacional a las políticas de desamortización. Su objetivo formal fue “desaparecer
uno de los errores económicos que más han contribuido a mantener estacionaria
a la propiedad”. Prohibió a toda corporación civil o religiosa  — es decir, pueblos
e iglesia —  poseer “propiedades rústicas y urbanas”; las que estuviesen en sus
manos pasarían en propiedad a sus arrendatarios y, si no eran reclamadas, que­
darían a disposición del público.

5. Manuel Ferrer y María Bono, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo
XIX (México: Univ. Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Jurídicas,
1998), 269.
Desde 1824 Bolívar ordenó el reparto de tierras de las comunidades entre los indígenas
de Cuzco, Perú, al tiempo en que abolió el tributo indígena por considerarlo un vestigio
de la servidumbre impuesta por la dominación española. Víctor Peralta, “Comunidades,
hacendados y burócratas en el Cusco, Perú, 1826 – 1854”, en La reindianización de América,
siglo XIX, ed. Leticia Reina (México: Siglo XIX / CIESAS, 1997), 55 y ss; Marta Irurozqui,
“Las buenas intenciones: Venta de tierras comunales en Bolivia, 1880 – 1899”, en Reina, La
reindianización, 29 y ss.
El arte de la petición 471

Esta disposición liberal por excelencia no intentaba privar a los campesinos


de tierras, sino de la forma corporativa de la propiedad y el usufructo: es decir,
de lo que en muchos rincones del país constituía el fundamento de solidaridad
y subsistencia de los pueblos, particularmente en el viejo altiplano central, en
donde estaban concentradas este tipo de comunidades. Dicha ley, y la manera
como se incorporó a la constitución de 1857, creó también imprecisiones y vacíos
legales que darían pie a una aplicación un tanto casuística, así como a amplios
márgenes de interpretación que fueron utilizados por autoridades, interesados y
agraviados como armas de negociación y resistencia.
Sin embargo, esta unidad relativa de los anhelos y la política agraria de la
segunda mitad del siglo XIX no debe opacar las disparidades en el tiempo y
en el espacio. Para empezar, los gobiernos nacionales, estatales y municipales
tuvieron capacidades diversas para ir dibujando estos propósitos en la realidad.
Es muy difícil generalizar sobre el ritmo con que avanzaron y las consecuencias
que tuvieron las políticas de desamortización y de baldíos, pues cada rincón del
país tuvo su historia particular. De cualquier manera, en términos generales, el
Estado mexicano decimonónico no fue demasiado fuerte, ni eficiente, debido
a la agitación social y política imperante, más la enorme debilidad fiscal y de
las maquinarias administrativas y represivas. Los avances más significativos se
fueron dando desde la república restaurada y desde fines de 1884, cuando Díaz
retomó la presidencia y logró un régimen más fuerte y sistemático.
Por otro lado, deben considerarse ciertas diferencias en las filosofías agrarias
y sociales que imperaron durante el imperio, la república restaurada y el porfi­
riato. Es importante resaltar que el régimen de Maximiliano combinó una inspi­
ración claramente liberal  — que, como todos, buscó el tránsito de la propiedad
corporativa a la privada —  con un marcado paternalismo de viejo cuño, propio
de las casas reales europeas. De hecho, las disposiciones del imperio hacia indí­
genas y desprotegidos obedecieron tanto a un regreso a las leyes de indias como
a una vena socializante, en boga en Europa y América.6
De esta mezcla, surgieron leyes e instituciones tan significativas como la
Junta Protectora de las Clases Menesterosas (JPCM), que funcionaría por dos
años, empezando en la primavera de 1865, y que se propuso atender los reclamos
de los pobres del campo y la ciudad. Esta institución, que era de carácter consul­

6. Jaime Del Arenal, “La protección del indio en el segundo imperio mexicano: La
Junta Protectora de las Clases Menesterosas”, en Ars Juris (México) 67 (1991): 159; T. G.
Powell, El liberalismo y el campesinado en el centro de México, 1850 – 1876 (México: Sepsetentas,
1974), 102; Manuel Fabila, Cinco siglos de legislación agraria, 1493 – 1940 (México: Industria
Gráfica, 1941), 147 – 55.
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tivo más que resolutivo, contó con una junta central en la ciudad capital y varias
juntas regionales, y logró su mayor fuerza en el viejo altiplano central, donde
el imperio fue relativamente más sólido. Además de oír las quejas de los grupos
populares, realizó numerosos y concienzudos estudios de casos y propuso solu­
ciones que con frecuencia pretendían cambiar el status quo a favor de los deman­
dantes.7 Aún cuando es imposible conocer el impacto real de esta institución, no
hay duda de que sirvió como correa de transmisión desde los grupos populares
hasta la cúspide del poder, además de que también influyó en el espíritu y el
contenido de varias leyes, por caso, la que intentó mejorar la ardua vida de los
peones de hacienda, promulgada en noviembre de 1865.
Los regímenes que sucedieron al imperio  — los encabezados por Juárez,
Lerdo y Díaz —  fortalecieron el carácter liberal de sus disposiciones agrarias.
Como en muchas otras partes del mundo, el gobierno se alejó, marcadamente,
del antiguo tono proteccionista. Todavía llegó a haber algunas piezas legislativas
que específicamente se proponían aliviar las condiciones de los miserables e indí­
genas, como la circular dada por Juárez poco después de restaurar la república
para cuidar que el deslinde de baldíos no afectase a los indígenas.8 Sin embargo,
las políticas proteccionistas fueron cada vez más escasas.

A pesar de tener que remar a contracorriente, tal y como lo venían haciendo


desde hacía siglos, las comunidades y grupos étnicos utilizaron las diversas
instancias formales e informales a su disposición para escudar el patrimonio
de sus antepasados y hacer frente a exacciones y abusos de pudientes, así como
de autoridades políticas, militares y hasta religiosas. Fue con base en un cono­
cimiento notable de la carta magna, disposiciones secundarias y otras armas
legales  — como el amparo y los litigios —  que los pobres del campo ejercieron
el arte de la petición y de la resistencia.9

7. Del Arenal, “La protección del indio”, 191 y ss; Alfonso Ángel Alfiero y Miguel
González Zamora, Índice del ramo de la Junta Protectora de las Clases Menesterosas (México:
Archivo General de la Nación, 1980), introducción; Erika Pani, El segundo imperio: Pasados
de usos múltiples (México: CIDE / Fondo de Cultura Económica, 2004), 140 – 42.
8. “Ministerio de Fomento, Colonización, Industria y Comercio. Circular de 30
septiembre de 1867”, en Legislación indigenista de México (México: Ed. Especiales, 1958),
35 – 36.
9. Véase Romana Falcón, México descalzo: Estrategias de sobrevivencia frente a la
modernidad liberal (México: Plaza y Janés, 2002), 93 – 94. Un tratado interesante sobre las
resistencias populares puede verse en Jennie Purnell, “With All Due Respect: Popular
Resistance to the Privatization of Comunal Lands in Nineteenth-Century Michoacán”,
Latin American Research Review 34, no 1 (verano 1998): 85 – 122.
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Muestra de esta cuidadosa fundamentación fueron las quejas y solicitudes


que se elevaron a la JPCM, cuyo acervo constituye una de las principales ven­
tanas a la historia social de México. Consta que las demandas de los pobres
del campo giraban en torno a la cuestión agraria, temática que representa el
66 por ciento del total de solicitudes. En orden descendente, las quejas contra
autoridades  — en su mayoría, autoridades políticas —  alcanza el 10 por ciento;
las solicitudes relativas a impuestos y aquellas que tenían que ver con el aparato
de justicia significaron 5 por ciento cada una; porcentajes aún menores mere­
cieron las quejas por abusos, las peticiones de carácter religioso, aquellas rela­
tivas a la categoría política de las poblaciones, solicitudes de ayudas a pobres y
quejas contra leva y servicio militar.10
Como se puede ver en la tabla siguiente, la petición más frecuente fue
la restitución de tierras o aguas usurpadas, así como seguridades de que no
las perderían. Si a ello sumamos otras querellas que brotaban de la misma
raíz  — quejas contra hacendados y por despojos, peticiones por nulificar o que­
dar exentos de la aplicación de las leyes desamortizadoras (tanto la celebre Ley
Lerdo de 1856 como la imperial de julio de 1864), por dotación, localización y
certificación de títulos primordiales y en relación a litigios y apoderados — , se
alcanza el 67 por ciento del total de las demandas relativas al campo.
Además de este enorme esfuerzo por recobrar o preservar sus bienes mate­
riales, los grupos populares también solicitaron se procediese al apeo y deslinde
de terrenos  — lo que podía significar tanto que se establecieran los límites con
los colindantes, como que se dividiesen terrenos del pueblo, en especial los
de común repartimiento — , que se anulasen contratos considerados ilegales
que afectaban su propiedades y servidumbres, que los propietarios vecinos les
donasen o vendiesen tierras que les eran de gran necesidad y que se derogasen
pagos y contribuciones “injustas”, como eran los réditos indebidos por la adju­
dicación de terrenos. Otros pedimentos fueron ajustar la legislación a sus nece­
sidades, retrasar o bien extender los plazos en que deberían ponerse en práctica
las leyes, así como iniciar alegatos y amparos que formalmente, y en la práctica,
interrumpían los procesos agrarios.
Como lo habían hecho antes, y continuarían haciendo durante la segunda
mitad del siglo XIX, los indígenas y campesinos comuneros hicieron uso de
todos los resquicios institucionales, a pesar de que la lógica individualista de las
élites había impuesto un grave impedimento a las corporaciones civiles, es decir,

10. Aunque el total de expedientes es de 187, incorporé las varias demandas contenidas
en ellos, por lo que el total suma 260, del cual 175 se refieren al agro. Las proporciones se
obtuvieron de Alfiero y González, Índice del ramo.
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Tabla 1. Peticiones agrarias ante la JPCM.


Clase de petición Casos Porcentaje

Restitución 33 19%
Quejas contra hacendados 25 14%
Exención y nulidad de ley de desamortización 19 11%
Dotación 11 6%
Litigio y apoderados 10 6%
Despojo 10 6%
Conflictos por agua 10 6%
Certificación de títulos 9 5%
Apeo y deslinde 7 4%
Compra y cesión 7 4%
Solicitud de individualización de tierras 7 4%
Conflicto entre pueblos 6 3%
Usufructo de tierras y aguas 3 2%
Otros 18 10%
  Total 175 100%

Fuente: Construida con base en Alfiero y González, Índice del ramo; se tomaron en cuenta
cada una de las peticiones en un expediente, por lo que el número total no concuerda con
el total de expedientes.

los pueblos. En efecto, los pueblos carecían de personalidad jurídica como actor
colectivo con derechos públicos desde la ley de 1856 y la constitución de 1857.
Ello les dificultaba los trámites más elementales, como la capacidad para ini­
ciar juicios y litigios, además de que creó un importante problema metodológico
a quienes analizamos el pasado, pues la presencia de los indígenas se desdibujó,
o francamente se borró, en la documentación decimonónica. Con el paso de los
años, los actores colectivos fueron firmando sus solicitudes a título indivi­dual,
tal y como pedía el nuevo entramado legal. En otros casos, hicieron uso del
reconocimiento parcial que el municipio y las municipalidades como institución
les permitía. Unos más simplemente siguieron presentándose como corpora­
ciones que, en los hechos, se negaban a reconocer lo que según las leyes era una
sentencia de haber dejado de formar parte fundamental de la nación.
Sin embargo, tampoco fueron extraordinarios los logros que los margina­
dos del campo tuvieron con el uso,  a veces puntual, y en otras, amañado, de la
maquinaria institucional. No sólo había más probabilidades de que perdiesen
litigios, juicios y amparos a que sí fuesen protegidos, sino que estas mismas
armas fueron utilizadas, y con ventaja, por particulares y poderosos. Sin duda,
para ellos, el siglo XIX fue extremadamente difícil.
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Al adentrarnos en el “arte” de los subalternos para pedir y reclamar, adverti­


mos varias constantes. Ellas serán los ejes de este artículo que, por lo tanto,
no guardará un orden cronológico, sino temático: la utilización de legitimi­
dades antiguas y nuevas, la defensa de “tradiciones”, las deferencias y sumi­
siones, el conocimiento y las mañas para utilizar leyes e instituciones, así como
aquellos fragmentos de la historia local que convenía a sus intereses, y su notable
capacidad de adaptación a las formas, rituales, leyes y conceptos políticamente
correctos en cada coyuntura.
Además, algunos documentos  — leídos “entre líneas” —  nos permiten
adentrarnos en los mecanismos velados de negociación, los acuerdos clientelares,
los que ocurrían tras bambalinas y las formas tradicionales del poder. Otros
papeles, los menos, hacen posible observar a indígenas y comuneros durante sus
contactos personales con los poderosos, donde resalta su uso del cuerpo, voz,
vestimenta y palabras adecuadas para ajustarse a las expectativas que de ellos se
tenían y, al mismo tiempo, plantear sus quejas y requerimientos.
Para la época que nos ocupa, sorprende cuan rápida fue la capacidad de
los actores populares para pasar de ser “humildes indígenas a la planta de SSM
Maximiliano”, esperanzados en las dotes paternalistas del emperador y la empe­
ratriz a convertirse en ciudadanos conocedores y respetuosos de la constitución
de 1857, puntillosos de sus derechos individuales. Cuando negociaban “cara a
cara”, mudaban su manera de dirigirse a los poderosos, ajustándose al vertigi­
noso acontecer político del XIX mexicano. Al formular sus exigencias, amol­
daban hasta su elección de héroes y referencias históricas. Cuidaban no estar
desfasados de las leyes en vigor y hasta detalles como las medidas agronómicas
en uso. Campesinos, comuneros y etnias no sólo iban intercalando concepciones
políticas e ideológicas sino que, además, había marcadas oscilaciones entre lo
que decían y lo que hacían, entre la ley y las tradiciones, entre lo que afirman los
documentos y lo que en realidad sucedía.
Por otro lado, de ninguna manera se puede pensar en una historia integrada
por dos bloques rígidos: gobernantes y hacendados en contra de comunidades,
carentes de fisuras y movidas por el único interés de mantener sus propiedades
comunales. La dialéctica del poder fue infinitamente más abigarrada y fluida. El
toma y daca cotidiano estaba teñido de tonos grises y acomodos. De hecho, la
historiografía reciente ha hecho hincapié en los múltiples mecanismos de nego­
ciación, adaptación y resistencia con la que los campesinos pobres, los indíge­
nas y los comuneros lograron defender e imponer algunos requerimientos en el
acontecer político, agrario y de justicia en el país.11

11. Entre los varios estudios de caso de esta historiografía, puede citarse Raymond
Buve, “ ‘Cádiz’ y el debate sobre el estatus de una provincia mexicana Tlaxcala entre 1780
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La complejidad de los nexos con que los campesinos pobres tomaron parte
activa en la formación del emergente Estado nacional está lejos de ser nove­
dosa y ha sido revalorizada por historiadores, antropólogos y politólogos. Ya
destacados analistas de la cultura y la sociedad en México  — entre ellos, Gil­
bert Joseph, Antonio Escobar, Michael Ducey, Arturo Güemez y Florencia
Mallon —  han mostrado la participación de los campesinos en varios de los
procesos que cimentaron a la nación de manera sobresaliente, en la municipa­
lización y la desvinculación de la propiedad y el usufructo de tierras y aguas
que hacían los comuneros de los pueblos a favor de la propiedad privada .12 En
suma y aún cuando estos temas no son el objetivo de las páginas siguientes, los
estudios en torno a los pobres del campo mexicano deben también dar el realce
necesario a los fenómenos de adecuación, integración e, incluso, en el caso de los
indígenas, de la desindianización.

Por último, antes de entrar en materia, vale la pena considerar características y


problemas de la documentación del México decimonónico. Son pocos los legajos

y 1850”, en Pueblos, comunidades y municipios frente a los proyectos modernizadores en América


Latina, siglo XIX, ed. Antonio Escobar, Romana Falcón y Raymond Buve (México:
El Colegio de San Luis, Centro de Estudios y Documentación Latinoamericanos,
2002); Diana Birrichaga, “Administración de tierras y bienes comunales: Política,
organización territorial y comunidad de los pueblos de Texcoco, 1812 – 1857” (tesis
doctoral, El Colegio de México, 2003); Daniela Marino, “La modernidad a juicio: Los
pueblos de Huixquilucan en la transición jurídica. Estado de México, 1856 – 1910” (tesis
doctoral, El Colegio de México, en preparación); Romana Falcón, “Un diálogo entre
teorías, historias y archivos”, en Culturas de pobreza y resistencia: Estudios de marginados,
proscritos y descontentos. México, 1804 – 1911, coord. Romana Falcón (México: El Colegio
de México / Univ. Autónoma de Querétaro, 2005); Beatriz Urías Horcasitas, Indígena
y criminal: Interpretaciones del derecho y la antropología en México, 1871 – 1921 (México:
Univ. Iberoamericana, 2000); Mario Ruz, “Etnicidad, territorio y trabajo en las fincas
decimonónicas de Comitán Chiapas”, en Reina, La reindianización.
12. La bibliografía en torno a esta compleja interacción social es muy amplia; véase
Florencia Mallon, “Time on the Wheel: Cycles of Revisionism and the New Cultural
History”, Hispanic American Historical Review 79, no. 2 (mayo 1999); Antonio Escobar,
“Los pueblos indios huastecos frente a las tendencias modernizadoras decimonónicas”, en
Escobar, Falcón y Buve, Pueblos, comunidades y municipios; Michael Ducey, “Hijos del pueblo
y ciudadanos: Identidades políticas entre los rebeldes indios del siglo XIX”, en Construcción
de la legitimidad política en México, ed. Brian Connaughton, Carlos Illades y Sonia Pérez
(México: El Colegio de Michoacán / UAM / UNAM / El Colegio de México, 1999); Arturo
Güemez, Mayas: Gobierno y tierras frente a la acometida liberal en Yucatán, 1812 – 1847 (México:
El Colegio de Michoacán / Univ. Autónoma de Yucatán, 2005); Antonieta Pacheco,
“Vecindad y resistencia en Tepotzolan, Estado de México de 1856 a inicios del siglo XX”
(tesis de doctorado, El Colegio de México, en preparación).
El arte de la petición 477

que nos permiten conocer la actuación de indígenas y campesinos en los esce­


narios públicos y, en especial, en sus negociaciones de persona a persona, aun
cuando éstos son un tanto más frecuentes durante el segundo imperio, debido a
la fastuosidad de los rituales.
En cambio, existen ricos acervos de peticiones escritas.13 En la época que
nos ocupa, destaca el contraste entre los del imperio  — en especial, la JPCM — 
y los de los regímenes republicanos pues, al cerrarse esa fantástica ventana a la
historia “desde abajo”, no existió ni institución ni, por ende, maquinaria buro­
crática tan centralizada y eficiente que dejase constancia escrita de los nexos
entre los diversos peldaños de la escala social. Aún cuando los archivos de la
república restaurada suelen contener menos peticiones y reclamos a las máximas
estrellas de poder, bien puede ser un “espejismo” burocrático.14 Desde luego que
la carencia de evidencias históricas no prueba la falta de eventos pasados, ni que
haya disminuido la rica tradición de resistencias, negociaciones y requerimien­
tos. Simplemente, que parecen existir menos testimonios en papel de estos con­
flictos, acuerdos y derrotas.
Además, la gran mayoría de estos peticionarios eran ajenos a la lectura y
escritura en castellano y, por razones estratégicas, solían ir borrando las huellas
de sus acciones y sus ideas. De ahí, una de las principales limitantes de este tipo
de análisis: el que parte de las referencias sobre indígenas y campesinos se com­
pone de observaciones indirectas legadas por autoridades altas y medias, con el
sesgo que supone esta óptica.
Incluso, los pocos documentos que provienen de las comunidades  — y
sobre los cuales se centrarán estas páginas — , como fueron sus demandas y liti­
gios, no solían ser elaborados por ellos mismos. Aún cuando es imposible saberlo
con certeza, y cada caso particular refleja sus matices, ésto lo sugiere la notable
uniformidad de estilo, las frases protocolarias, así como la repetición de ciertas
líneas argumentales, en especial la decisión de resaltar el carácter “inmemorial”
en la posesión de sus bienes.
En efecto, muchos de estos requerimientos fueron elaborados por perso­
najes que gozaban de un buen conocimiento del español, de la maquinaria buro­

13. Sobre este tema en los archivos mexicanos, véase Jane-Dale Loyd, “Preliminar”,
Historia y Grafía, no. 13 (1999) y, en el mismo número, Laura Pérez Rosales, “Agraviados y
ofendidos: Notas sobre los registros oficiales de inconformidad social en la Nueva España
durante el siglo XVIII”.
14. Consúltese en especial el Archivo Benito Juárez (en adelante ABJ), Manuscritos
(en adelante Ms/J) en la colección especial de la Biblioteca Nacional. Algo de esta tradición
se recuperó en el porfiriato, y el Archivo de Porfirio Díaz es también rico en peticiones y
requerimientos de grupos populares.
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crática y legislativa y, sobre todo, de la forma de ver el mundo más allá de la


comarca. Algunas ocasiones, los autores fueron dirigentes, líderes y autoridades
del propio pueblo. Otras, fueron notables de la región: maestros, apoderados
legales — que en algunas entidades eran requisito indispensable para que los
pueblos pudieran litigars —, abogados y unos más que ejercían esta profesión sin
cumplir con los requisitos formales, los llamados “huizacheros”, “picapleitos”
o “tinterillos”. En el siglo XIX, estos últimos fueron definidos por la ley como
“las personas que, aún cuando tengan de que vivir, se ocupan habitualmente de
seguir pleitos con el carácter de abogados, voceros, defensores o cesionarios en
cobranza sin tener título de abogado o agente de negocios”.15
Las autoridades no sólo consideraban que los “tinterillos” carecían de apti­
tud y honradez, sino que, desde su perspectiva, eran personajes especialmente
amenazadores por excitar las rencillas y hacer presas fáciles a comunidades e
indígenas que estaban insatisfechos por, entre otras razones fundamentales, las
políticas desamortizadoras. De ahí, varias disposiciones estatales con el fin de
controlar, desautorizar y perseguir a estos personajes tenidos por peligrosos agi­
tadores.16
Hubo, además, casos en que los propios pueblos se sintieron traicionados o
robados por sus apoderados, litigantes y gestores, por lo que elevaron quejas en
su contra pidiendo, por ejemplo, que se les regresase parte del dinero que éstos
habían mal empleado.
Por último, si bien es imposible saber con certeza el papel de todos estos
intermediarios en la elaboración de los documentos, más esquiva aún es la rela­
ción entre los campesinos pobres y las demandas y argumentos de tales escritos.
A pesar de todos estos constreñimientos, como intentaré de probar, analizar el
“arte de peticionar” de los grupos subalternos no constituye una tarea estéril.

15. Jaime del Arenal, “La abogacía en Michoacán: Noticia Histórica”, Relaciones 4,
no 23 (verano 1985), citado en Larrañaga Eduardo, “El abogado y la justicia”, Vínculo Jurídico
(México) (ene. – jun. 1998): 33 – 34.
Un análisis interesante en el contexto latinoamericano es el de Andrés Guerrero, “De
protectores a tinterillos: La privatización de la administración de poblaciones indígenas
(dominadas)”, en Los pueblos campesinos de las Américas: Etnicidad, cultura e historia en el siglo
XIX, ed. Heraclio Bonilla y Amado Guerrero (Colombia: Univ. Industrial de Santander,
1996).
16. Andrés Lira, “Abogados, tinterillos y huizacheros en el México del siglo XIX”,
en Memoria del III Congreso de Historia del Derecho Mexicano, coord. José Luis Soberanes
(México: Univ. Nacional Autónoma de México, 1984), 380 – 89.
El arte de la petición 479

Trozos del pasado

Parte de la efectividad con que peticionaron los marginados consistió en encon­


trar consideraciones sobre el pasado y trozos de la historia útiles como fuerza
simbólica o respaldo jurídico. Llegaron a incluir exageraciones y hasta false­
dades, que tal vez ni los de los propios pueblos creían al pie de la letra. Como
signo de identidad, amparo y fuente de legitimidad, los indígenas arguyeron,
frente al entramado liberal, que ellos eran los verdaderos poseedores del territo­
rio de la nación y que habían sido usurpados. Para casi todas las comunidades, su
pieza clave de negociación eran los títulos recibidos desde la era colonial, o sus
bienes “anteriores a los españoles”. A pesar de ir a contracorriente de las ideas
modernizadoras y las leyes de desamortización y de baldíos, resaltaron que se
trataba de posesiones de “tiempos inmemoriales”, llegando a hacer de esta frase
un estribillo de uso casi indispensable, repetida por litigantes, voceros, abogados
y hasta autoridades. En la médula de sus argumentos se incluían aquellas partes
de su historia y de la nación que les eran convenientes.
Una vitrina de observación es el segundo requerimiento que recibió
la junta protectora por parte de los “naturales” de Santo Domingo Chimal­
huacán, quienes pidieron el apeo y deslinde de sus terrenos de comunidad y
común repartimiento, en disputa con una hacienda vecina. Reclamaron sus
pertenencias con base en sus títulos de 1570, y aprovecharon la legitimidad del
largo tiempo transcurrido para, al unísono, solicitar agua y que se les liberase
de toda contribución religiosa.17 Con el fin de resguardar sus propiedades, miles
de pueblos  — entre otros Anenecuilco, durante el segundo imperio y a fines
del porfiriato, pueblo que más tarde sería la cuna de la revolución agraria de
1910 —  buscaron la fuerza legal y la legitimidad de sus antiguos títulos. A lo
largo del siglo XIX, durante la revolución e incluso el día de hoy, miles reco­
rrieron y recorren el largo camino de buscar sus títulos originales en los archivos
de la nación. Como lo habían hecho siempre, conjugaban sus derechos antiguos
con los nuevos.
El manto de protección simbólica que otorgaba el largo tiempo transcu­
rrido incluso se utilizó durante los regímenes netamente liberales, cuando el
aparato institucional ya había suprimido la personalidad jurídica de las corpora­
ciones, así como su capacidad para poseer y administrar bienes rústicos y urba­
nos. Cuando los reclamos pasaban a acciones violentas, los campesinos solían

17. Casi idéntica reclamación hicieron los vecinos de Achichipico, Morelos, que
pidieron la posesión de sus antiguos terrenos, según sus títulos originales; 1866, AGN/
JPCM, vol. 1, exp. 2, ff. 6 – 21, y vol. 4, exp. 6, ff. 36 – 41.
480 HAHR / August / Falcón

argumentar que solamente estaban usando las tierras que legal y legítimamente
les correspondían desde hacía mucho, como argumentaron los del pueblo de
Pachuquilla, cuando en 1896 invadieron la hacienda de Chiltepec, en el Estado
de México.18
Al caer el segundo imperio y cerrarse la JPCM, los pueblos siguieron bus­
cando sus títulos originales. Algunos hubieron de canalizar, a través de los veri­
cuetos de la burocracia republicana, los expedientes que habían ido a parar a
la junta protectora, pidiendo que les hiciera valer o les devolviese los títulos y
ocursos ahí entregados. En cuanto Juárez restableció los poderes republicanos,
en el verano de 1867, se reanimaron estas solicitudes. Tal fue el caso de los
vecinos de Santa María Nativitas, que solicitaron al Archivo Nacional remitir
su expediente y devolverles unos títulos de terrenos que habían sido entregados
a la junta, petición que, aparentemente, fue coronada con éxito. Fueron tantos
los requerimientos de títulos primordiales, mercedes, planos y demás documen­
tos originales de los pueblos, que en el archivo de la nación hubo de crearse
un nuevo fondo: el de “buscas”, al tiempo en que se contrataron traductores al
nahuatl para ayudar en la tarea.19
Buena parte de los requerimientos formulados ante las instancias imperia­
les fueron signadas por actores colectivos: “naturales”, “indígenas”, “comunidad
indígena”, “el común” o “los pueblos”, frecuentemente representados por “veci­
nos”, apoderados, patronos y autoridades menores, como jueces de paz, alcaldes
o bien notables, como “indios principales”. Los menos, si fueron suscritas de
manera individual, ya fuera por “vecinos”  — regularmente los notables de los
pueblos —  o simplemente a nombre personal.
En contraste, cuando estos actores se dirigían a las autoridades juaristas,
lerdistas y porfiristas, solían adoptar la manera individual y ciudadana de peti­
cionar, de acuerdo con los valores y normas prevalecientes. Si bien en algunas
instancias se siguió utilizando la fórmula intermedia de “vecinos de los pueblos”
de manera excepcional, hubo peticiones entabladas en tanto actores colectivos:
“común de naturales” o “representantes de la comunidad”. En una era en que
las instituciones buscaban borrar la adscripción de los actores colectivos para
alcanzar el título homogenizador de “ciudadanos”, todavía hubo requerimientos

18. Carta del presidente municipal de Coatapec Harinas, 29 oct. 1896, Archivo
Histórico del Estado de México (en adelante, AHEM), caja 079, vol. 159, exp. 39, fol. 6.
19. Ocurso en que los vecinos del pueblo de Santa María Nativitas piden se les
devuelvan “unos títulos de terrenos que entregaron a la que se llamó Junta Protectora de
las Clases Menesterosas”, 14 ago. 1869, AGN/Buscas, vol. 1, exp. 28, ff. 254 – 57. En épocas
anteriores, este tipo de solicitudes se agrupaban en el ramo Traslado de Tierras y en el
Archivo Fundaciones.
El arte de la petición 481

firmados por grupos étnicos, como la que formularon “varios indígenas de Pén­
jamo” en octubre de 1867.20

Defensa de moral, símbolos y tradiciones

Entre las estrategias campesinas sobresale el empeño por no limitar sus dispu­
tas y reclamos a las cuestiones materiales  — derechos de propiedad, impuestos,
te­rrenos, cosechas, comercio, etc. — , sino formular sus peticiones de manera
que hicieran prevalecer algo de sus valores y su moral. Su aceptación o rechazo al
status quo tuvo mucho que ver con sus nociones del bien y del mal, de lo que para
ellos era lo acostumbrado, preferible, “moral”, socialmente aceptable, “humano”,
“decente” y “justo”. Por ello, parte esencial de sus requerimientos  — y es posible
encontrar miles ejemplos que lo prueban —  fue la defensa de ideas y símbolos,
expresados en las concepciones que tenían de la justicia y la protección de recur­
sos y derechos tradicionales, como el uso del monte o el de recibir raciones en
las haciendas.
En esta guerra por la apropiación de valores, fueron decisivos los esfuerzos
de las comunidades por identificar causas, señalar culpas y dar significado a su
historia local. Sus interpretaciones del mundo daban coherencia a su presente,
su pasado y su porvenir, y constituyen parte fundamental y poco explorada de
sus cartas de negociación.21
Un ejemplo de esta defensa de tradiciones tuvo lugar en 1877, cuando el
pueblo de Villa de Hidalgo, Estado de México, entró en conflictos con el ayun­
tamiento de Texcoco, ya que éste les quitó su antigua prerrogativa para dedicar
los fondos que obtenían de un rancho propiedad del pueblo, a la instrucción de
los niños. Fundamentaron su alegato en el largo tiempo transcurrido  — argu­
mentaron que estas tierras databan de 1674 y su producto se ofrendaba desde
entonces con ese fin —  y que estos fondos deberían seguir la antigua costumbre,
pues se trataba de una “suma impuesta por nuestros abuelos al sagrado objeto
de su destino”, mismo que, además, ayudaba al “engrandecimiento de la patria”.
Varios campesinos “humildes” declararon en el mismo tenor. Para fortalecer sus
argumentos, llamaron a algunos ancianos. Un labrador de 75 años aseguró que,
“desde que tiene noticia, porque sus padres se lo comunicaban”, estas tierras se

20. Solicitud de Indígenas de Pénjamo, 25 oct. 1867, AGN/Buscas, vol. 2, exp. 37, fol. 8.
21. Hay un ejemplo en Romana Falcón, “Límites, resistencias y rompimiento del
orden”, en Don Porfirio presidente . . . nunca omnipresente: Hallazgos, reflexiones y debate,
1876 – 1911, comp. Romana Falcón y Raymond Buve (México: Univ. Iberoamericana, 1998),
400.
482 HAHR / August / Falcón

destinaban a este noble fin, y un jornalero de 86 años recordó esta costumbre


“de los indios de este pueblo en años anteriores.”22
Los peticionarios solían resaltar la miseria y otras penurias que soportaban
siguiendo, en buena medida, las argumentaciones novohispanas. Particularmente
interesantes son las quejas formuladas por los peones de hacienda que  — debido a
su falta de autonomía y a los peligros que encerraban sus denuncias en el estricto
sistema paternalista en que estaban envueltos —  rara vez dejaron constancias en
los archivos.23 Baste señalar la protesta extraordinaria  — en la JPCM sólo existe
un par de denuncias por maltrato y otros abusos que fueran formuladas por
peones de haciendas —  de los trabajadores acasillados de la hacienda del Pozo,
en San Andrés Chalchicomula. Señalaron que su situación era “desgraciada pues
nos vemos reducidos a peor condición que la de los esclabos [sic]”. Se explayaron
en las penurias de día a día, como el hacerlos “...trabajar desde las cuatro de la
mañana asta las ocho de la noche, dándonos para comer un rato tan corto, que
tenemos que pasarnos con la tortilla en la mano á la voz del arriador, aciendonos
trabajar en varios dias de fiesta medios dias, sin que se nos pague nada, y el que
no ba lo encierran en la trapisquera, de lo que necesariamente resulta que nos
tienen seriamente descuidados, hambrientos y aniquilados con nuestras familias
[sic]”.24
Con frecuencia, para defender sus tradiciones, campesinos e indígenas uti­
lizaron la ductilidad que caracteriza el punto de convergencia entre costumbre
y ley para ubicarse en los resquicios del aparato legal e institucional. Se trata de
una práctica común a muchos grupos populares del mundo entero, como han
recalcado varios historiadores, en especial Edward P. Thompson, en su análisis
de la “política plebeya” en Inglaterra.25 Al igual que otros pueblos campesinos
de todo el orbe, los del altiplano central resguardaron celosamente su uso de
montes, terrenos y pastizales, el acceso a los lugares de donde obtenían leña,

22. En especial, ver la carta de Homobono Encino, el maestro del pueblo al


gobernador, 27 sep. 1877, y acta ante el juez conciliador, 12 oct. 1877, AHEM, caja 071.2,
vol. 130, exp. 2, fol. 34.
23. Para esta compleja relación, véase Herbert Nickel, ed., Paternalismo y economía moral
en las haciendas mexicanas del porfiriato (México: Univ. Iberamericana, 1989); Herbert Nickel,
Relaciones de trabajo en las haciendas de Puebla y Tlaxcala, 1740 – 1914: Cuatro análisis sobre
reclutamiento, peonaje y remuneración (México: Univ. Iberoamericana, 1987).
24. Queja de los trabajadores de la hacienda El Pozo, feb. 1866, AGN/JPCM, vol. 3,
exp. 25, ff. 367 – 81.
25. Edward P. Thompson, “Custom, Law, and Common Right”, en Customs in
Common: Studies in Traditional Popular Culture, ed. E. P. Thompson (New York: The New
Press, 1993), 97 – 99.
El arte de la petición 483

tequezquite y otros productos, los terrenos donde llevaban a pastar a sus ani­
males, sus fuentes de agua y la explotación de ciénagas y canales. Protegieron
sus derechos de servidumbre, en especial, el tránsito por caminos vecinales o el
acceso a recursos naturales. Además, lo hicieron reformando sus costumbres
según las muchas variaciones ideológicas, institucionales, políticas y legislativas
de un país aún en difícil proceso de formación.
Una muestra de esta defensa al uso del bosque es la de los naturales de
Acuautla que, al peticionar, resaltaron los símbolos morales y del pasado acos­
tumbrado. Ante Maximiliano alegaron poseer “desde tiempo inmemorial… el
privilegio de cortar madera y otros renglones de los montes… y de hacer pastar
allí sus animales”. El argumento recaía en que este derecho había sido ratificado
por el virrey en 1817, quien había permitido “a los indios… que saquen de los
montes de aquella finca… cuanta madera necesiten para sus propios usos y para
sus cosas, como también lo que hubiera menester para su Iglesia;… y leña de
cuenta para vender…”26
Para evitar la erosión de sus tradiciones, alegaron que, no obstante que
habían disfrutado de manera “quieta y pacifica la posesión de tal goce”, la
ha­cienda pretendía ahora “innovar y alterar la primitiva concesión en condicio­
nes muy duras”. Por ello, “suplicaron” a S.M. impidiese “alteración alguna que
ponga en grande conflicto al pueblo”. El requerimiento tuvo efectos. El mismo
presidente de la JPCM, Faustino Chimalpopoca, consideró que Acuautla había
probado tener “derecho a la costumbre o servidumbre de cortar madera no sólo
para su uso particular, sino aún para venderla” y pidió ordenar a la hacienda no
hacer “innovación alguna sobre la servidumbre que reportan los montes… para
que no se les borre la esperanza que… han concebido de que S. M: Y. los ampararía en
justicia, como se los ha prometido”.27

Rituales de la sumisión y el acatamiento

Para quienes ocupan posiciones subordinadas, es importante mostrar congruen­


cia con los supuestos compromisos, ideas, leyes e instituciones que animan al
régimen y sus autoridades. De ahí que, en las ceremonias y rituales propios del
status quo  — ya fuese el orden gubernamental o bien los universos privados y
restrictivos de haciendas y plantaciones — , tenían cuidado especial de no hacer
explícita diferencia alguna, tanto en las manifestaciones verbales, escritas o

26. Expediente de San Francisco Acuautla, nov. 1865, AGN/JPCM, vol. 2, exp. 5, ff.
41 – 49.
27. Ibid. (cursivas mías).
484 HAHR / August / Falcón

actuadas.28 De igual manera, por lo menos formalmente, las autoridades sólo de


manera excepcional se podían negar a dar una contestación positiva a las deman­
das populares, en especial cuando entrañaban el ámbito de la justicia, que tanto
compromete la legitimidad de los poderosos.
Los rituales públicos fueron particularmente elaborados durante la era
monárquica, cuándo los pueblos utilizaron como argumento sistemático la pro­
tección que esperaban de los emperadores y cuidaron todos los símbolos de obe­
diencia y respeto. Como ilustra el epígrafe de este trabajo, escrito por los indios
pames de San Luis Potosí, sus peticiones resaltaron la sumisión a Maximiliano y
Carlota, figuras reales que solían ser ornamentadas con todo género de virtudes
y bondades: “La absoluta ignorancia de nuestra parte, la falta de un apoderado
entendido y honrado, y la desgracia en una palabra que pesa sobre nosotros…
nos ha hecho estar viendo con dolor esas usurpaciones sin poderlas remediar,
hasta que la noticia de vuestra virtudes y el interés con que ve a nuestra raza, nos
ha hecho a resolvernos venir a pedirle a V.M. justicia y protección…”29
Esta marcada deferencia al protocolo imperial contrasta con las formas
como los subalternos solían lidiar con los juaristas, en especial después de su tri­
unfo en el verano de 1867. Muchos campesinos y muchas comunidades se adap­
taron a los nuevos conceptos liberales y republicanos y resaltaron las nociones
más preciadas por el régimen, como eran las garantías constitucionales, su apoyo
a las instituciones liberales y su carácter de propietarios privados y ciudadanos.
Algunos de quienes habían perdido el disfrute de estos derechos los reclamaron,
como fue el caso de unos indios pápagos y pimas, del distrito de Altar, Sonora,
que en 1875 solicitaron participar en elecciones y que se les otorgasen todos los
derechos de ciudadano y el ejercicio de éstos.30
Los sectores plebeyos invocaron los paradigmas republicanos y liberales,
en especial la constitución de 1857, así como el haberse sacrificado por la causa
liberal. Un caso, entre otros, tuvo lugar en Chihuahua a fines de 1866, cuando la
gran contienda entre imperialistas y republicanos empezaba a decidirse a favor
de estos últimos, pues había ya empezado la retirada del ejército francés y Juárez
había ya obtenido una carta fundamental: el reconocimiento por parte de los
Estados Unidos. Dos pueblos solicitaron entonces al presidente se les otorgasen
terrenos, argumentando los servicios que había prestado a la causa nacional. La

28. Scott, Domination and the Arts of Resistance.


29. Solicitud de Casimiro Tovar, gobernador de los indígenas Pames de Pinihuan, 22
jul. 1865, AGN/JPCM, vol. 1, exp. 23, ff. 413 – 14.
30. El Siglo Diez y Nueve, 7 sep. 1875, en Teresa Rojas, coord., El indio en la prensa
nacional mexicana del siglo XIX: Catálogo de noticias, tomo 3 (México: CIESAS, 1987), 343.
El arte de la petición 485

petición fue formulada a través de un dirigente local, miembro del ejército jua­
rista. Su presentación formal era impecable, signada en calidad de ciudadanos,
así como de los ayuntamientos recién constituidos  — el de “la nueva villa del
General Zaragoza” y el de “Río Blanco” — , es decir, llenando a la perfección las
categorías ideales por las que los liberales estaban en armas.31
Se debe destacar que, cuando la solicitud contrariaba directamente la nor­
mativa vigente  — y aquí, incluso caben leyes de capital importancia, como eran
las de desamortización de bienes de corporaciones y la reducción de baldíos — ,
la petición de excepción solía formularse de manera que permitiera, al mismo
tiempo, asegurar la obediencia. Tal es el caso de las demandas que en 1893 for­
muló el pueblo de Tultitlán, Estado de México, con el fin de oponerse al frac­
cionamiento de sus ejidos. Buena parte del vecindario  — que en un momento se
autodefinió como “corporación” —  pidió a las autoridades “la merced de que no
se fraccionara dicho ejido”, lo que iba en contra de la constitución de 1857. Pero,
al mismo tiempo, aseguraron que “las juntas no tuvieron por objeto oponerse a
las órdenes de esa superioridad, ni contravenir a la Suprema Circular del 12 de
mayo de 1890 porque jamás esta corporación podía no debía mostrarse desobe­
diente a las supremas disposiciones…”32
El inevitable traslape entre momentos, legitimidades y fórmulas aceptables
daba lugar a combinaciones complejas de identidad y de franco sincretismo
político, como la de “ciudadanos indios” que utilizaron huastecos en Yahualica.33
En ocasiones, los actores colectivos llevaban las líneas argumentales ade­
cuadas a su extremo lógico. Entre los alegatos de los pueblos, sobresalió uno de
impacto a oídos liberales: que poseían sus terrenos en forma de estricta propie­
dad privada, por lo cual no estaban sujetos a la desamortización. Este fue el
corazón de la defensa que presentó el pueblo de San Gerónimo en Metepec,
cerca de Toluca. Desde 1868 solicitó que se titularan de manera individual sus
bienes “a fin de poder utilizar libremente de nuestra propiedad”, pero argu­

31. Felipe Martínez a Benito Juárez, 1 dic. 1866, ABJ, Ms/J, 12 – 1678.
32. Presidencia municipal de Tultepec a jefe político de Cuautitlán, 12 mayo 1893,
AHEM, caja 079.0, vol. 163, exp. 23, subrayado mío. La petición fue negada y se ordenó
fraccionar al ejido. “Circular de la Secretaria de gobernación, dirige excitativa a los
Gobernadores de los Estados para que se reduzcan a propiedad particular los ejidos y los
terrenos de común repartimiento de los pueblos del 12 de mayo de 1890,” en La legislación
mexicana de Manuel Dublán y José María Lozano, comp. Mario Téllez y José López (México:
El Colegio de México / Escuela Libre de Derecho / Suprema Corte de Justicia de la Nación,
2004). Cursivas mías.
33. Antonio Escobar, De la costa a la sierra: Las Huastecas 1750 – 1900. Historia de los
pueblos indígenas de México (México: CIESAS / INI, 1998), 153.
486 HAHR / August / Falcón

mentó que sus tierras no podían ser desamortizadas, ni debían pagar contribu­
ción municipal, ya que las poseían desde antes de los españoles “desde épocas
tan remotas que ni hay memoria” y de “manera quieta y pacífica”. El as bajo la
manga era una premisa especialmente cara a los gobernantes: que esos terrenos
siempre los habían tenido como su más “absoluta propiedad” y así los querían
conservar: “pudiendo de consiguiente empeñarlos, enajenarlos, y disponer de
ellos como todo dueño lo hace con sus cosas”.34
Un paso más lejos dieron aquellas comunidades que alegaron que, justo
por poseer sus bienes como propiedad privada, tenían el derecho de disponer
de ellos como quisieran, ¡incluso de manera comunal! Tal fue el argumento de
la solicitud de amparo del pueblo de San Guillermo, en el estado de Hidalgo.
Su razonamiento era de impecable ideología liberal: poseían sus propiedades
“desde tiempo inmemorial”, pero no por cesión, sino por la compra que hicieran
los “naturales” en 1713. A partir de entonces, los poseían “en pleno dominio y
propiedad”, “sin reconocer a nadie renta, pensión o prestación de algún servicio
personal, vecinal o municipal”. El pueblo había mantenido esta propiedad privada
según su conveniencia: una parte dedicada “al uso inmediato” de cada vecino,
mientras que los “bosques y pastos quedaron indiviso disfrutándolos todos en
común”. Como eran “dueños absolutos” de sus terrenos y los mantenían “libres
de todo gravamen como si los acabáramos de comparar”, tenían el derecho de
conservar este arreglo si así les parecía. Por todo ello, alegaron, no era posible la
pretensión de aplicarles la ley de desamortización. Señalaron no tener obligación
alguna de denunciar sus tierras “para que se nos adjudicase en propiedad lo que ya era
nuestro”. Bajo esta lógica, era el gobierno el que minaba los principios liberales.
De hecho, los atacaba en tanto individuos y no en tanto “el común” y les afectaba
“en nuestras posesiones, nuestros legítimos derechos de propietarios, en nuestras
garantías individuales”. Debe resaltarse que la efectividad de esta argumentación
ayudó al pueblo a ganar el amparo solicitado, tanto local como federal.35
También fue frecuente que los pueblos, con el fin de conservar sus propie­
dades, algunas usufructuadas y poseídas en común, se ampararon bajo crite­
rios legalmente aceptables. Sobresale el caso de los condueñazgos, fórmula
muy utilizada en la región de la huasteca como paraguas para conservar sus

34. Expediente de San Jerónimo, Metepec, Estado de México, 1872 – 1885, AHEM,


caja 078.2, vol. 156, exp. 6, 27 ff.
35. Amparo promovido contra los intentos de adjudicación de los terrenos del pueblo
de San Guillermo Hidalgo, Semanario Judicial de la Federación, tomo 2 (1872), 699 – 713,
citado en Falcón, México descalzo, 96 – 97. Cursivas mías.
El arte de la petición 487

bienes de manera indivisa, o bien, el de las Sociedades Agrícolas en el Estado


de México.36
En suma, los miserables del campo requerían, solicitaban y pactaban adap­
tándose a los rituales y al contexto ideológico apropiado a cada caso. Desde
luego que sus prácticas de utilizar para su conveniencia los hechos del pasado, las
mañas para aducir argumentos y desechar aquellos hechos o leyes inadecuadas a
sus intereses, el uso de símbolos que diesen significado conveniente a la historia
local no tienen principio ni fin. Son recursos utilizados siempre, por todos. En
todo caso, la difícil tarea para los historiadores es comprender la procedencia de
los argumentos, así como desentrañar hacia donde apuntaban.
Dentro de estas “estrategias de obediencia”, debe recalcarse que por lo
menos algunas peticiones formales no eran más que un acto ritual y estaban lejos
de convertirse en verdaderas sujeciones. Ello es evidente, entre otras instancias,
cuando estaban en cuestión aspectos decisivos como la defensa de conmemo­
raciones religiosas. Las comunidades preservaron estas costumbres de trascen­
dencia simbólica e identidad ante la filosofía secularizadora en práctica desde la
segunda mitad del siglo XIX. De hecho, desde el ocaso de la era virreinal, algunas
comunidades fueron criticadas por sus gastos “excesivos” en comidas, cohetes,
fuegos pirotécnicos, cera y bebidas embriagantes usadas en este tipo de celebra­
ciones. En el caso de los pueblos mixtecos y chocholtecos de Oaxaca, las jefaturas
políticas intentaron disminuir las fiestas, “gastos superfluos” y dispendios que, en
su opinión, significaban las fiestas patronales. Parte vital de la defensa consistió
en simplemente ignorar un mar de disposiciones. Como aseguró con un dejo
de irritación un funcionario de Oaxaca, a pesar de las “providencias legales del
go­bierno”, algunos pueblos ni permisos pedían; simplemente “subsistían en su
costumbre… de hacer comilatonas y grandes dispendios acompañados de inmode­
rado uso de pulque, tepache, mezcal y otros licores, pero igualmente intrigante
son las funciones… de donde resulta que no solamente les arruina a las familias
de los erogantes gastos sino que concientes pierden el tiempo abandonando sus
trabajos por varios días… entregándose a la más escandalosa embriaguez que
produce regularmente muertos y heridos y otros excesos”.37

36. Antonio Escobar, “Los condueñazgos indígenas en las huastecas hidalguense


y veracruzana. ¿Defensa del espacio comunal?”, en Indio, nación y comunidad en el México
del siglo XIX, coord. Antonio Escobar (México: Centro de Estudios Mexicanos y
Centroamericanos / CIESAS, 1993).
37. Bando enviado por el gobernador de Teposcolula a los alcaldes de los pueblos,
citado en Edgar Mendoza, “Poder político y económico de los pueblos Chocholtecos de
Oaxaca: Municipios, cofradías y tierras comunales, 1825 – 1890” (tesis doctoral, El Colegio
de México, 2005), cap. 4.
488 HAHR / August / Falcón

Si bien ciertos pueblos solicitaban autorización para celebrar sus fiestas


patronales, en caso necesario simplemente se saltaban los límites impuestos
desde fuera. En 1852, se concedió licencia a la república de Tequixtepec para
que, siguiendo su “costumbre”, utilizara de los fondos del común 15 pesos para
fuegos pirotécnicos y diversiones en la fiesta titular. A pesar de que no se aprobó
la compra de ornamentos, Tequixtepec dio rienda suelta a su gusto por la festivi­
dad y gastó mucho más de lo solicitado.38
Por último, sobresale el que los pobres del campo solían entreverar su cui­
dado en las formas y los conceptos con amenazas encubiertas. Con frecuencia,
el tono deferente y sumiso sólo estaba separado por una línea leve e imprecisa de
palabras y acciones que involucraban algún grado de violencia o la amenaza de
usarla. En realidad, sólo en momentos extremos tomaron las armas, por lo gene­
ral, cuando habían fallado otros mecanismos y, además, se conjuntaban condi­
cionantes estructurales y de coyuntura. Mucho más frecuentes eran los desafíos
velados e intimidaciones.
Así, en 1871, cuando los vecinos de Calimaya exigieron al gobernador del
Estado de México liberar a “veintiocho ciudadanos”, pidieron suspender este
ataque a “las garantías individuales” y advirtieron que las medidas violentas ejer­
cidas por la jefatura podrían llevar a que se alterara la “tranquilidad pública”.39
En ocasiones, los campesinos se veían obligados a actuar primero y, después,
ofrecer explicaciones y fundamentos de su legitimidad. Caso notable es el de los
“indígenas” de San Gaspar, distrito de Tenancingo, Morelos, que desde hacía
años litigaban tierras contra la hacienda e ingenio azucarero de Cocoyotla. En
la primavera de 1882, el jefe político se quejó de cómo 50 indígenas “se repar­
tieron” atrabiliariamente los terrenos que consideraban propios. Era tal su
“altanería” que sólo la fuerza pública podría “recuperar” dichas propiedades.
Por su lado, los comuneros aclararon al gobernador que era la hacienda la que
les había usurpado sus tierras, “atropellando abiertamente los principios más
obvios del derecho, justicia y equidad universales”. Más aún, si les estorbaban
sus siembras, morirían de hambre. Seguros de la legitimidad de sus acciones,
fustigaron a las autoridades que “creen al dueño de Cocoyotla bajo su simple
dicho, sin prueba alguna, para luego intimarnos, sin siquiera citarnos ni oírnos,

38. Mendoza, “Poder político”, cap. 4.


39. Vecinos de Calimaya al gobernador, 29 mayo 1871, AHEM/Fondo Gobernación,
Serie Gobernación, vol. 72, exp. 18, citado en Gloria Camacho, “Resistencias cotidianas ante
la intervención estatal o federal: Dos motines en torno al manejo de los recursos hidráulicos
en el Estado de México, 1870-1900”, en Falcón, Culturas de pobreza, 275.
El arte de la petición 489

que le entreguemos terrenos que nunca hemos usurpado y de que es pública y


notoria nuestra inmemorial propiedad y posesión”.40

Etnicidad y pobreza

No sólo la falta de recursos sino incluso la etnicidad fue arma de negociación.


Durante el imperio, lo “indígena” se convirtió en un talismán legitimador que
esgrimieron los actores colectivos en su trato epistolar y personal ante las estre­
llas de poder. Tal es el caso de los habitantes de Santa Catarina Ayotzingo, que,
al solicitar que sus terrenos “se repar[tiesen] entre los indios del pueblo”  — el
anhelo liberal por excelencia — , dijeron formular sus peticiones en el “nombre
de S. M. y de nuestra Prinsesa que Dios N. S. los quede muchos años para el
amparo de los pobres indios desbalidos como nosotros [sic]”.41
Es más, pidieron que les fuese “admitida esta nuestra suplicatoria en este
papel por ser mucha nuestra pobreza y estar ausentes de nuestras familias”.42 De
hecho, siguiendo una vez más la tónica novohispana, era frecuente terminar los
trámites oficiales solicitando la exención de estampillas u otros requerimien­
tos formales, debido a la falta de recursos, lo que solía ser atendido de manera
positiva.43
Los alegatos en torno a la miseria frecuentemente iban unidos a consi­
deraciones morales y sobre la antigüedad de las propiedades y las costumbres. A
principios del siglo XX, los vecinos de Tezompa, Estado de México, suplicaron
al gobernador les regresasen sus tierras usurpadas, señalando que creían “a no
dudar, que siempre resulta en los vecinos un despojo, por quitarnos la mayor
parte de nuestros intereses en que sembramos cuanto podemos, para alimentar
a nuestras familias; y considerando que resulta perjuicio de tercero, por quitar­
nos el pan de la boca, tal vez ya no tendremos la dicha como nuestros padres
en tiempos pasados, de alimentarnos con más descanso”.44 Pidieron les defen­

40. Carta del jefe político de Tetecala, Morelos, 15 abr. 1882; Naturales y vecinos del
pueblo indígena de San Gaspar a gobernador, 20 mayo 1882, ambos en AHEM, caja 048.45
vol. 117, exp. 27, 29 ff.
41. Solicitud de Santa Catarina Ayotzingo, 6 jun. 1865, AGN/JPCM, vol. 1, exp. 18.
42. Ibid.
43. Un ejemplo en el ocurso de originarios y vecinos de Tultepec al jefe político de
Cuautitlán, 23 ene. 1893, AHEM, caja 079.0, vol. 163, exp. 23.
44. Ocurso de los vecinos de Tezompa dirigido al gobernador del Estado de México,
15 ene. 1902, AHEM/Fondo Fomento, Serie Aguas, vol. 2, exp. 26, fol. 35, citado en Gloria
Camacho, “Resistencias cotidianas”, en Falcón, Culturas de pobreza, 280.
490 HAHR / August / Falcón

diese “encarecidamente” y tendiese “una mirada compasiva a sus hijos, tanto


más cuanto estamos adictos o conformes a pagar cuantos pedidos se nos haga o
impongan por nuestros terrenos que somos los legítimos dueños hace trescien­
tos nueve años según la tradición de nuestros abuelos”.45
Los campesinos esgrimieron una y otra vez la obligación de las autoridades
de ayudar a los pobres, a los menesterosos, a los indígenas. Un ejemplo interesante
es el de los vecinos de Huixquilucan y Ayotusco (o Yautusco), en el Estado de
México, que hicieron “valer su miserable condición y el oficio de carboneros con
la cual son tan útiles a la población” para solicitar, en el verano de 1865, que se les
exentase de “las penosas faenas del servicio militar”. Como ello iba en contra de
las obligaciones generales en el imperio y de las órdenes del ministerio de gober­
nación, los indígenas supieron anteponer las jerarquías adecuadas que obraban
en su favor. Alegaron contar ya con un mandamiento expedido nada menos que
la emperatriz Carlota, quien en ausencia del emperador había ordenado se “les
recogieran las armas y se les dejase en libertad de dedicarse a su ejercicio favorito”,
disposición que ya había sido acatada por “el general en jefe del ejército francés”.
La petición fue certera: la JPCM abogó por que se hiciese una excepción
con estos indígenas por su miseria notoria. “Con sólo verlos”, podía asegurarse
que no había “situación más conmovedora que la de esos hombres que trabajan
constantemente... y apenas puedan alcanzar lo muy indispensable para vivir”.
Aún cuando se contravenía la norma general sobre la guardia rural, la junta
protectora consideró que era un caso especial y logró convencer al ministerio
de Gobernación de exceptuarlos, tal y como la emperatriz dispusiese. Alegó que
todos los que pertenecían “a la raza indígena son por lo regular miserables y
poco aptos para el servicio de las armas; pero entre ellos hay algunos de condi­
ciones menos favorables, y a ésta clase… corresponden los que representan el
oficio penoso y poco lucrativo que ejercen... los carboneros”.46
La propia junta recalcó la importancia que tenía acceder a algunas de los
requerimientos de los más miserables a fin de corresponder a sus exigencias
morales y solidificar su apoyo. Más aún, el gobierno imperial había hecho “a
estas pobres gentes las promesas más solemnes de mejorar su condición, promesas que no
deben ser ilusorias porque experimentarían una de las muchas decepciones que en
las administraciones pasadas han tenido;... la política actual exige hacerles palpar
y sentir los benéficos efectos del régimen... para tener en ellos los más adictos
súbditos del Imperio”.47

45. Ibid.
46. Expediente de los vecinos de Huixquilucan, ago. 1865, AGN/JPCM, vol. 1, exp. 28.
47. Ibid. Cursivas mías.
El arte de la petición 491

Una forma aún más enfática de imponer su condición étnica la intentaron


estos mismos pueblos, meses más tarde. Seguramente entusiasmados por la
importante exención que habían logrado del servicio de las armas, pidieron que
“se les pusiese una autoridad de su raza”.48 De hecho, estas dos comunidades
de Huixquilucan y Ayotusco fueron consumadas solicitantes de una amplia
gama de requerimientos, según consta en los documentos, por lo menos hasta
la década de 1920.
Este tipo de argumentaciones, cargadas de tonos morales y recordatorios
sobre el deber de las autoridades hacia los pobres, tenían cierta efectividad. Por
lo menos en la correspondencia, los discursos y los escenarios públicos, y a veces
también en las acciones, no era posible dejar totalmente de lado estos valores,
más aún en los momentos de carestía extrema, comunes en la segunda mitad del
siglo XIX. La presión moral fue especialmente obvia en las acciones, incluso aque­
llas cargadas de violencia que brotaban de la miseria. Precisamente este escenario
se suscitó en el pueblo de Sultepec, en 1877. Ante la hambruna, los “naturales
armados” se posesionaron de la mina de El Rosario y “arrojaron” a todos los tra­
bajadores. Aceptaron la autoría de estas acciones, pero arguyeron haberse visto
orillados por carecer de trabajo y medios de subsistencia. Por lo menos en esta
ocasión, las autoridades adoptaron una perspectiva poco rigurosa y sólo los con­
minaron a buscar otras salidas a sus difíciles condiciones.49

Escenarios públicos

Como han puesto de manifiesto varios estudios contemporáneos, buena parte


del dominio descansa sobre el control y disciplinamiento del cuerpo en el
tiempo y en el espacio. Esto significa marcar límites en la manera de conducirlo
y vestirlo, y en sus actitudes, ritmos, voces y otras modalidades que, sobre todo
en las sociedades no modernas y contemporáneas, caracterizan no sólo quienes
pertenecían a las élites y quienes a los grupos subordinados, sino también sus
formas de dependencia personal.50

48. Expediente de los vecinos de Huixquilucan, 1866, AGN/JPCM, vol. 5, exp. 46, ff.
299 – 300. Esta solicitud fue turnada al subprefecto de Tlanepantla.
49. Expediente de Ayotusco, Sultepec, 31 oct. 1877, AHEM, caja 092.1, vol. 187, exp.
40, fol. 8.
50. El texto clásico es el de Michel Foucault, Discipline and Punish: The Birth of the
Prison (Harmondsworth: Penguin, 1977), 117 y ss. Un examen sobre la interacción de
“plebeyos”, gente “ordinaria”, negros, esclavos y castas en Chile puede consultarse en
Alejandra Araya, “Gestos, actitudes e instrumentos de la dominación: Élites y subordinados.
Santiago de Chile 1750  — 1850” (tesis de maestría, Univ. de Chile, 1999).
492 HAHR / August / Falcón

Durante la centuria decimonónica, en México y en casi todo el resto del


orbe, estaban claramente delimitadas las capas superiores e inferiores de la
pirámide social. Se intentaba controlar su interacción física y las transgresiones
eran consideradas disruptivas por las capas dominantes. Hay pocas confirma­
ciones más claras que los cuidados extremos que recomendó un manual para
administradores de hacienda para vigilar que toda la gama de peones no tuviese
ingerencia ni roce alguno con el amo, su familia, ni sus aposentos. En este tra­
tado, interesante por su claridad en las formas para imponer un dominio de
clase, se consideraba que estas “libertades”, además de impropias y fuentes de
chismes, “mengua[ban] el respeto y las consideraciones debidas al superior”.
Este tipo de eventos causaban verdadera “grima… pues los sirvientes, sin más
facultades que las propias, se introducen hasta las piezas más interiores de la casa
principal, dizque, en busca del administrador, sorprendiendo conversaciones
privadas o interrumpiendo muy contados momentos de descanso, tan sólo para
demandar licencias, préstamos, contar chismes o preguntar simplezas”.51
Entre las mil formas de marcar físicamente los contrastes entre clases, las
diferencias en la vestimenta seguían siendo trascendentes a fines de la centu­
ria decimonónica. Una comprobación dramática tuvo lugar en 1893, cuando
el gobierno impuso nuevos impuestos sobre los vecinos de San Juan Quiahiji,
Oaxaca. Ello condujo a una revuelta al grito de “Guerra contra los de pantalón”,
ya que los opresores fueron claramente identificados como aquellos que vestían
a la usanza moderna de occidente. Cuando la insurrección fue aplastada y sus
dirigentes pasados por las armas, como un castigo general, el jefe político obligó
a todos los campesinos a usar pantalones.52 Esta bandera no fue única entre las
insurrecciones populares, como prueba aquella encabezada por Juan Santiago
en la huasteca potosina al inicio de la administración porfirista.53
Dados estos parámetros de sujeción, cuando los miembros de comunidades
y grupos étnicos se encontraban físicamente dentro de los escenarios públi­
cos del poder, solían adoptar los conceptos y las formas apropiadas en el vestir,
hablar, mirar y demás usos del cuerpo. Cuando les era posible, elevaban sus peti­
ciones directamente ante las estrellas locales de poder, pues mayor era la fuerza
que tenía una petición cuando lograban acompañarla de una entrevista.

51. J. B. de Santiesteban, Indicador particular del administrador de hacienda: Breve manual


basado sobre reglas de economía rural inherentes al sistema agrícola en la República Mexicana
(Puebla: Imprenta Artística, 1903).
52. William Beezley, “The Porfirian Smart Set Anticipates Thorstein Veblen in
Guadalajara”, en Beezley, Martin y French, Rituals of Rule, 82.
53. Sobre la rebelión de Juan Santiago, ver Leticia Reina, Las rebeliones campesinas en
México, 1819 – 1906 (México: Siglo XXI, 1980), 271 – 88.
El arte de la petición 493

Así, en 1868, los vecinos de Acayuca, pueblo cercano a la ciudad de Pachuca,


consiguieron destrabar una solicitud agraria después de lograr entrevistarse con
el presidente de la república. Habían encontrado varias dificultades burocráticas
cuando solicitaron al Archivo de la Nación los títulos de sus terrenos origi­
narios; entre otras, no se había aceptado su acreditación de insolvencia pecu­
niaria. Después de la entrevista, Juárez mismo ordenó dicha expedición sin el
pago de derechos, pues el “gobierno” ya había calificado a los solicitantes como
“pobres”.54
Los indios kikapús muestran los esfuerzos en que se empeñaron ciertos
grupos étnicos para acceder a las más elevadas autoridades. Vinieron a México
desde mediados del siglo XIX, huyendo de las campañas en su contra sufridas
dentro de Estados Unidos. Habían sido expulsados del sur del lago Michigan,
donde antiguamente ocupaban las mejores tierras, hacia Missouri, Texas y, más
tarde, México. Se establecieron en calidad de “guardianes de la frontera”, es
decir, como aliados de autoridades y habitantes en contra de otras etnias semi­
errantes más aguerridas, como comanches, mescaleros y lipanes. A cambio, reci­
bieron apoyos y terrenos. En varias ocasiones, tuvieron la habilidad de lograr ser
recibidos por el máximo representante de la nación. Sellaron con su presencia
los acuerdos básicos. Negociaban con quien tenían que hacerlo. En octubre de
1864, fueron hasta Paso del Norte para pedir al presidente Juárez  — quien en
ese momento estaba arrinconado por la guerra en este recodo de la república — 
permiso para establecerse definitivamente en México.55
Meses más tarde, cuando aún se debatían la república y el imperio, juraron
lealtad a éste. En efecto, en 1865 unos dirigentes kikapús realizaron un “dilatado
viaje” al corazón de México. Al recorrer desde Coahuila hasta la ciudad capital,
fueron recibidos y hospedados por diversas autoridades, entre otros, por Maxi­
miliano, quien los recibió en el Castillo de Chapultepec, lo que levantó cierta
ámpula en la prensa. En diversos puntos, fueron recibiendo auxilios como
dinero, caballos, comidas y alojamiento en cuarteles, como sucedió en la ciudad
de Monterrey, donde incluso fueron invitados al circo, mismo que se llenó de
gente interesada en verlos.
Su fin era solicitar al emperador que se les permitiese mantenerse en pose­
sión de los cuatro sitios de tierra que habitaban desde mediados del siglo y que
habían sido otorgadas originalmente por el presidente Mariano Arista a cambio
de su apoyo militar en contra de los llamados “indios belicosos”. Pero no lo

54. Expediente sobre solicitud de Acayuca, ago. 1868, AGN/Buscas, vol. 12, exp. 41.
55. Felipe A. Latorre y Dolores L. Latorre, The Mexican Kickapoo Indians (Austin: Univ.
of Texas Press, 1976), 18 – 19.
494 HAHR / August / Falcón

expresaron de esta manera directa, sino con el uso de símbolos del pasado y de
la fraternidad que los enlazaba: “Nuestros antepasados están enterrados lejos de
aquí, pero nuestros hijos y nuestros hermanos viven ahora con vosotros y por
eso queremos vuestro país... Los kikapoos son guerreros y siguen vuestra senda.
Nosotros con nuestros compañeros de la tribu que quedan atrás, hemos defen­
dido vuestro suelo del enemigo, sembrando la tierra y fijado nuestros hogares
con vosotros. Esperamos vuestra protección”.56
En Monterrey, cuando comparecieron ante el jefe político y gobernador,
asistieron ataviados vistosamente, “los rostros pintados de verde y rojo, con pena­
chos de plumas... y otros adornos de piel de tigre y cuentas de vidrio de co­lores”.
Si todos debían cuidar su atuendo y lenguaje corporal, su dirigente Mascuá, un
hombre delgado de 80 años y “airoso ademán”, se adornó con elementos de pro­
fundo simbolismo. Se presentó “erguido como una estatua, con la mano izqui­
erda descansando sobre el pecho” e iba ataviado justamente con una muestra de
su conocimiento y respeto a la casa real francesa: ¡portaba una medalla de plata
con el busto de Luis XV, rey de los franceses, al reverso de la cual se leían las
palabras “honor y justicia”! Su alocución frente a la autoridad  — traducida por
un intérprete el castellano —  recalcó las batallas conjuntas y el sentido de perte­
nencia a un todo mayor. Pidieron la seguridad de sus territorios, solicitando
amparo a los mexicanos: “Hermanos... Venimos a buscar amparo y protec­
ción, a extenderos la mano y a dar nuevo brillo a la cadena de la amistad. Desde
que residimos en vuestro país, nuestra amistad ha sido firme como una roca.
Vosotros ofrecisteis ampararnos. Hoy venimos a recordaros vuestra promesa...
El Gran Espíritu creó esta tierra para vosotros. Los kikapoos son vuestros her­
manos y os piden parte de ella”.57 A Porfirio Díaz también lo visitaron en varias
ocasiones. Una de ellas tuvo lugar en la primavera de 1893, cuando el dirigente
kikapú pidió que se les tratase con justicia y protección ante la amenaza de que
les expropiaran y deslindaran sus tierras.58
Otro botón de muestra fue el de los representantes de varios pueblos pames
de San Luis Potosí, que el 26 de julio de 1865 fueron recibidos en el Palacio de
Chapultepec por el emperador. Habían realizado el “dilatado viaje para obtener la
audiencia” y poder “presentar su adhesión” a Maximiliano y a su “augusta esposa
la Emperatriz”. A “nombre de todos los habitantes”, no sólo hicieron patentes
“los sentimientos más vivos de respeto y adhesión”, sino que pidieron “algunas
concesiones”. Hablaron ante Maximiliano, “fiados en la proverbial accesibilidad

56. El Pájaro Verde, 6 ene. 1865.


57. Ibid.
58. El Monitor Republicano, 17 mar. 1889.
El arte de la petición 495

de V.M”. En buena medida, su petición se basó en su condición étnica y mis­


erable: “La protección que V.M. dispensa a nuestra raza [armoniza] con nuestra
constante solicitud de hacernos menos pesada nuestra triste condición nos ha
hecho creer que asoma para nosotros la aurora de felicidad después de una noche
de trescientos años de ignorancia y postración…”.59 Solicitaron el regreso de
las tierras que les habían usurpado, “descarada o fraudulentamente”, los terrate­
nientes vecinos. Al salir de la audiencia, dijeron estar confiados en la protección
paternal de los emperadores, ya que “con tanta abnegación se [habían] dignado
abrirnos el rico tesoro de sus bondades... La Providencia se digna mandar a
V.M. para que cicatricen nuestras heridas; y en esta creencia… esperamos el
remedio de las vejaciones y despojos de que estamos siendo víctimas y por lo
que venimos a quejarnos… Descansando tranquilos en la justicia que nos asiste
esperamos que ella le proponga a V.M. la medida que en nuestro favor estime
conveniente”.60
La audiencia con el emperador vino a reforzar los trámites que habían ini­
ciado unos días atrás ante la JPCM con el fin de recuperar sus tierras usur­
padas por las haciendas de Estancita, Amoladeras y Tamalote. Según aclara­
ron, estos terratenientes habían contado con la ayuda de un gobernador y entre
todos habían abusado “miserablemente de nuestra ignorancia”. Jurando “no pro­
ceder de malicia”, los pames formularon una crítica de fondo sobre el “referido
gobierno de San Luis Potosí”: el que éste no tenía derecho ni facultades para
disponer de las propiedades de sus pueblos, pues “concedérsela sería minar la
sociedad por su base, por consiguiente, cualquier título que haya expedido al
usurpador no vale ni puede valer”.
La justicia que demandaban no provenía de la simple aplicación de determi­
nadas leyes, sino que emanaba de sus antiguos “títulos de fundación de nuestro
pueblo en que se marcan los linderos y dentro de los cuales quedan los terrenos
que reclamamos”. Alegaron que estos títulos no podían prescribir, menos aún
en el caso de indígenas, pues “daría origen al despojo completo y escandaloso de los
pocos terrenos que restan a los de nuestra raza, quedando por nuestra ignorancia,
por la aversión natural e irresistible a andar en litigios,… a merced del pri­mero
que quisiera apropiárselos”.61 Los trámites y la entrevista tuvieron ciertas con­
secuencias, por lo menos, en un primer momento. Menos de un mes más tarde,
el emperador pidió a la junta que solicitase a estos indígenas los comprobantes

59. Diario del Imperio, 28 jul. 1865.


60. Ibid.
61. Bruno Luna representante de la comunidad de indígenas pames a la JPCM, 22 jul.
1865, AGN/JPCM, vol. 1, exp. 22, fol. 403. Cursivas mías.
496 HAHR / August / Falcón

“que ameritan la queja” formulada contra las haciendas. Aún cuando no se sabe
el desenlace, por meses continuaron los trámites y ocursos de este grupo étnico,
así como las solicitudes gubernamentales para que presentasen los documentos
probatorios.62
El antropólogo Clifford Geertz ha llamado el “teatro del poder” a los ritua­
les y ceremonias públicas orquestadas por los gobernantes.63 En los escenarios
del imperio, en especial en el castillo de Chapultepec, la deferencia marcaba
profundamente las comunicaciones. Las crónicas de entrevistas entre grupos
plebeyos y las estrellas del poder mostraban una deferencia acartonada y pre­
decible. Solían recalcar la “gran alegría” que los viajes del emperador provoca­
ban entre “todas las clases sociales”. Típicas eran las reseñas de cómo la gente
del campo, con su “franqueza natural”, abrazaban “con efusión al Emperador,
demostrando en sus semblantes y en todos sus actos un gran contento”. Aún
cuando él “ordenaba” a las autoridades locales e intermedias que “no forzaran”
celebración alguna, eran frecuentes los “arcos, flores, músicas, cohetes, repiques,
adornos, iluminaciones, poblaciones enteras de indígenas saliendo al camino á
ofrecer flores y vitorear á S. M.” También era común la celebración de bailes
típicos, serenatas, cantos infantiles, corridas de toros y otras suertes del campo
en su honor. Los hacendados, “con todos sus dependientes”, solían recibirlo “de
manera espontánea”, dando “rienda suelta a su entusiasmo y manifiestan[do]
de todas maneras su alegría”. Algunos poblados, como San Juan del Río en
Querétaro  — donde para recibir a los emperadores se adornaron todas las calles
y casas “hasta las más miserables” — , nombraron a Carlota su “protectora”.
A juzgar por los eventos oficiales, Maximiliano y su esposa estaban atentos
a establecer lazos con los más necesitados. En sus viajes, con frecuencia “invi­
taban” a su mesa a representantes de los pueblos indígenas, acto que servía para
resolver algunas de las muchas — acaso las más sencillas — peticiones populares,
como era rebajar el precio del maíz o hacerlo llegar desde puntos distantes. Maxi­
miliano, “penetrado de los padecimientos de aquellos infelices habitantes”, solía
dar instrucciones precisas para traer los alimentos básicos desde otras pobla­
ciones, frecuentemente pagando de su peculio para la adquisición de granos o

62. Desgraciadamente, no se sabe que tantos efectos, si es que alguno tuvo este
requerimiento. Véase solicitud de la comunidad de indígenas pames de Río Verde, 28 jul.
1865, AGN/JPCM, vol. 1, exp. 22, fol. 399; Notificación del ministerio de Gobernación, 20
ago. 1865, AGN/JPCM, vol. 1, exp. 22, fol. 402; dictamen de Faustino Chimalpopoca, 9 feb.
1866, AGN/JPCM, vol. 1, exp. 22, fol. 404.
63. Clifford Geertz, Negara: The Theater-State in Nineteenth-Century Bali (Princeton,
NJ: Princeton Univ. Press, 1980).
El arte de la petición 497

bien para la compra de equipos escolares, para las casas de beneficencia o los
hospitales.64
Una prueba más de la efectividad que, en ocasiones, tenía la presentación
de quejas mediante el contacto directo con los poderosos se puede apreciar en
una de las esferas de mayor complejidad y que diera pie a enormes tensiones: la
definición y aplicación de la justicia. En efecto, en México, al igual que en todos
los países de occidente, el siglo XIX fue uno de transición en el que la justicia,
antiguamente definida como la atribución y la capacidad para hacer prevalecer lo
“bueno”, lo “justo” y lo “humano”, fue siendo constreñida y suplantada por una
concepción equivalente a la simple aplicación de la ley  — una ley que, cada vez
más, fue dictada de manera jerárquica y única por las instancias de gobierno de
los Estados nacionales modernos —. Se trató de un proceso complejo y de gran
significación en los nexos entre los gobernantes y la sociedad que, por cuestión
de espacio, será imposible explorar aquí.65
Muchos pueblos y campesinos se negaban a perder la antigua flexibilidad
en las fuentes y formas de la justicia. Lo demandaban, con insistencia, cuando
podían entrar en contacto directo con algún alto funcionario o personaje pode­
roso. Así, cuando Maximiliano llegó a Maravatío el 20 de octubre de 1864, un
grupo de señoras se le acercó para presentar el caso de una viuda cuyo hijo, su
único sostén económico, estaba preso por un delito leve, y solicitar su indulto.
Esa misma noche, después de pedir información, el Emperador “dio la orden
que se le pusiese en libertad”, misma que se aplicó de manera inmediata.66 El
caso estuvo lejos de ser excepcional. Fue común, hasta entrado el siglo XX, que
quienes ostentaban poder de facto lo ejercieran de manera inmediata según los
requerimientos y presiones locales  — sobre todo, en épocas extraordinarias
como los cambios de régimen o durante rebeliones, cuando las instituciones
estaban lejos de haberse afianzado — .
En 1867, al caer Maximiliano y restaurarse el régimen republicano y liberal,
el trato de los pobres a las principales piezas del ajedrez político se despojó de
los excesos de humildad y protocolo tan propio del ritual imperial. No obstante,

64. El Pájaro Verde, “Diario del viaje del emperador”, 27 ago. 1864.
65. Ver el destacado artículo de Jaime Del Arenal, “El discurso en torno a la ley:
El agotamiento de lo privado como fuente del derecho en el México del siglo XIX”, en
Connaughton, Illades y Pérez, Construcción de la legitimidad; Victoria Chenaut, “Uso del
derecho y pluralidades normativas en el medio rural”, en Las disputas por el México rural:
Transformaciones de prácticas, identidades y proyectos, ed. Sergio Zendejas y Pieter de Vries, 2
vols. (Zamora: El Colegio de Michoacán, 1998).
66. L’Estafette, 10 nov. 1864.
498 HAHR / August / Falcón

subsistió mucho de esa cortesía halagadora con que aquellos carentes de poder
suelen protegerse y negociar. Es imposible saber cuanto de estas representacio­
nes públicas eran genuinas, interesadas, simples costumbres, acciones forzados
por las circunstancias o bien, por orden concreta de alguna autoridad o una
mezcla de todo ello. En ocasiones, y para sorpresa de nadie, consta la falsedad
de las “demostraciones de cariño” populares: el propio ¡Diario Oficial! publicó
la molestia de los naturales de Xochimilco y Tlalpan, que se vieron obligados
a contribuir a las “manifestaciones de aprecio y gratitud” al presidente Lerdo,
“haciéndoles tocar en balde, cortar flores y ramaje y trabajar sin retribución”.
Además de quejarse de estos abusos, pidieron se les compensase con fondos
públicos. Según el diario, se habían visto forzados a cumplir órdenes, pues
“pobres y miserables han contribuido por las fuerzas a dar a entender que quie­
ren al gobierno actual, cuando tal vez no saben como se llama su personal, ni si
es distinto del de Miramón, Santa Ana y Maximiliano, porque hasta allá llega
su ignorancia”.67
A nivel local, los grupos étnicos multiplicaban, cuanto podían, esta presión
ejercida de viva voz y de cuerpo presente. De ello dan testimonio las varias comi­
siones de indígenas del cerro de la Malinche, Tlaxcala, quienes acompañados de
su abogado se entrevistaron con el ministro de gobernación en defensa de las
tierras que les habían despojado.68

Conclusiones

Existen, pues, restricciones metodológicas y de información cuando intenta­


mos comprender que anhelaron, pensaron e hicieron los pobres del campo. No
obstante, sus peticiones, tanto orales como escritas, constituyen una fuente
histórica útil para vislumbrar el denso fondo de la pirámide social. Los rituales
de obediencia, respeto y unidad que les dan forma y sustancia constituyen, hasta
cierto punto, un reflejo del “teatro del poder” del Estado, de la nación, de las
autoridades y de los poderosos. Con el fin de aumentar su efectividad, comu­
nidades, pobres e indígenas se dirigían en los términos de etiqueta y conceptos
a tono con los poderosos en turno. A través de ellos podemos escudriñar las
imposiciones en las formas lingüísticas, la capacidad para reflejar y anticipar las
expectativas de los poderosos, así como la utilización de la retórica y los símbo­
los convenientes.

67. Diario Oficial, 24 feb. 1874. Cursivas mías.


68. El Monitor Republicano, 5 sep. 1888.
El arte de la petición 499

Pero los sectores plebeyos no peticionaron de manera mecánica y vacía. Por


el contrario, lograron comunicar, con bastante precisión, sus quejas y demandas.
Sus reproches y requerimientos  — escritos y orales, así como la actitud corporal
en los escenarios públicos —  no son constancias vacías. A pesar de que estos
escenarios solían ser sofocantes por la rigidez del ritual, les sirvieron como arma
de negociación. Como todos los rituales, tenían su propósito, su función y su
significado más allá de sus constreñimientos.
Al emplear como parte de su argumentación los fundamentos morales
y políticos en que los regímenes buscaban su legitimidad, estos peticionarios
“forzaban” a los gobernantes en turno a formular respuestas que, por lo menos
en el plano formal, debían mostrar su apertura y generosidad, así como su apego
a las instituciones y valores fundacionales. Por otro lado, sus quejas con frecuen­
cia bordeaban esa orilla, delgada e imprecisa, que separa las formas pacíficas de
la amenaza y el uso de la violencia dosificada. Los anuncios de presiones colecti­
vas, amagos e intimidaciones  — así como los acompañamientos físicos de estas
intenciones —  solían hacer más apremiante y efectiva la solicitud.
Cuando se analiza todo este entramado de acciones y actitudes, es arduo
saber cuanto el investigador debe poner el acento en los procesos de “inte­
gración”, o en los de “manipulación”. Por un lado, no hay duda de que los grupos
subalternos cambiaban, a conveniencia, sus conceptos e identidades según lo
adecuado al momento y la circunstancia, como si eligiesen de un “menú a la
carta”, según la atinada frase de Guy Thompson.69 Esta flexibilidad política e
ideológica ha sido resaltada por varios historiadores, entre otros, por Eric Van
Young quien, al estudiar la insurgencia popular independentista, concluyó que
el interés central de los campesinos en armas giraba en su entorno inmediato
y la defensa de sus antiguas comunidades más que en el establecimiento de un
Estado-nación moderno, lo cual constituía un anhelo más bien propio de los
sectores ilustrados. Había pues una autonomía importante entre las diversas
agendas.70
Pero no todo eran manejos interesados. Con el correr de los años y la nego­
ciación de día a día, también se fue dando cierta integración de valores e iden­

69. Ponencia de Guy Thompson, presentada en el Primer Congreso Europeo de


Latinoamericanistas, Salamanca, España, 1996.
70. Eric Van Young, “La otra rebelión: Un perfil de la insurgencia popular en México.
1810 – 1815”, en Los ejes de la disputa: Movimientos sociales y actores colectivos en América Latina.
Siglo XIX, coord. Antonio Escobar y Romana Falcón (Madrid: Iberoamérica / AHILA,
2002), 29.
500 HAHR / August / Falcón

tidades. Autores como Mallon, Guardino y Escobar han resaltado la capacidad


de los pueblos para adoptar  — después de adaptar a sus necesidades —  algunos
conceptos y propuestas de los discursos de la nación.71
Las referencias ideológicas, así como la manera en que estos actores se veían
a sí mismos dentro del complicado proceso de formación del Estado nacional,
no eran puntos de referencia cristalizados en épocas pretéritas. Más bien, las
ideas y los valores del ayer y del presente se fueron entrecruzando. Así, dada la
mezcla de identidades, los marginados del campo podían ser  — y, sobre todo,
presentarse a sí mismos como —  “naturales” e “indios” a la vez que “ciudadanos”
y “liberales”.
En suma, es difícil y en buena medida arbitraria la elección del verbo con
que el historiador nombra y, a través de ello, califica estas acciones e intencio­
nes. Un extremo del espectro resalta la unidad y la renovación de identidades y
conceptos; el otro, las tramas y los engaños. Debió haber habido elementos de
todo eso a la vez.
A fin de cuentas, los indios y comuneros de México lograron hacer del “arte
de la petición” un arma relativamente eficiente de comunicación y de acomodo.
Aún cuando este arte algo les sirvió de defensa, no debe darse una visión exage­
rada y romántica de sus capacidades de negociación. Para ellos, la construcción
del México independiente fue un proceso difícil y peligroso. A pesar de que ya
no se les reconocía como parte fundamental de la nación, buen número de ellos
se las arreglaron para seguir integrando el país que hoy llamamos México.

71. Florencia Mallon, Campesino y nación: La formación en los Estados nacionales (México:
CIESAS, 2003); Peter Guardino, Peasants, Politics, and the Formation of Mexico’s National
State: Guerrero, 1800 – 1857 (Stanford: Stanford Univ. Press, 1996); Escobar, “Los pueblos
indios huastecos”.

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