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A EROS

Alfonsina Storni

La esfera de lo público en relación con la escritura estuvo por mucho tiempo limitado a lo
masculino, a un lugar de enunciación que no tuvo en cuenta a la mujer como portavoz. Si
bien la existencia de escritoras mujeres data desde antes de comenzado el siglo XX, no
es sino en las primeras décadas de este (teniendo en cuenta la postura de Elena Romini
en Los derechos de la mujer y la escritura) que comienza a visibilizarse la escritura de
mujeres, debido a un establecimiento de relaciones entre unas y otras: “El espacio de la
literatura femenina implica el ingreso a la esfera pública, hasta entonces vedada no
porque se impidiera escribir a mujeres que sabían hacerlo, sino porque no se las
reconocía, no se las leía, no se las veía”.

Alfonsina forma parte esta tradición. El presente poema, podemos ubicarlo en La


mascarilla y el trébol, publicado en 1938.

El título nos remite a la mitología. Las relaciones semánticas del Eros con una figura
masculina y poderosa, tratándose de un Dios; es el dios primordial responsable de la
atracción sexual, el amor y el sexo, venerado también como un dios de la fertilidad.

Desde una perspectiva de género, hay que clarificar el lugar de la enunciación. Tenemos
un yo-enunciador que se identifica con la voz poética y se materializa a través del “he
aquí” expresado en el primer verso. La enunciación proviene de un sujeto activo, de un
sujeto femenino activo que deconstruye las líneas principales del patriarcado. Tal como
plantea Alicia Salomone, haciendo referencia al discurso moderno, este: sitúa a las
mujeres en el lugar de un “otro”, anclado en el cuerpo, la naturaleza, la irracionalidad y
espacio doméstico/privado, constituyéndolas en objeto de discurso pero nunca en sujeto
del mismo.

En la enunciación del presente poema, hay una ruptura de esa situación. La enunciación
femenina representada en la figura de un cazador, generando un debilitamiento en la
figura de Eros que supone un debilitamiento a su vez de lo falocéntrico, representado
simbólicamente a partir del “pescuezo” y una conquista de lo masculino: “te cacé”, un
apropiarse y empoderarse del lugar enunciativo, exponiéndolo con toda libertad en la
esfera de lo público.
El debil o casi nulo poder de Eros en el poema, se encuentra fuertemente aventajado por
el yo enunciativo, percibido a partir de las temporalidades que plantean los verbos en el
primer cuarteto. En primer lugar un tiempo perfecto articulado en “cacé” por parte del yo
lírico; expresando una acción terminada. Y en contraste, un vano intento por “herir”, por
parte de Eros, expresado en el verbo imperfecto “movías” y complementado con el
adverbio “mientras”, brindando continuidad a la acción. Vano será el intento de herir,
porque la acción de cazar ya está consumada, y el Eros yace en el aniquilamiento. El
último verso del cuarteto ilustra el quiebre del poder y superioridad que antaño tenía, pero
ya no: “y vi en el sueño tu floreal corona”.

Se trata de un sujeto activo, que manipula y destruye ese cuerpo tramposo del amor, en
una actitud violenta pero inteligente, que requiere la fuerza y a la vez, el examen atento.

El cuerpo de la poesía aparece entonces como superior y el sujeto le suplica desde abajo,
en tanto que a Eros puede cazarlo del pescuezo, destriparlo y terminar arrojándolo al mar.

Mientras logra deshacerse de ese cuerpo con floreal corona al cual parecía sometido en
los textos anteiores. El yo textual, entonces, se ubica en la corporalidad de la poesía, a
quien rinde culto por lo venerable y en quién se aloja por se lo suficientemente permeable
como para dejarse invadir por una pluralidad de voces.

Francine Masiello sostiene que Alfonsina configura el cuerpo como un topos de la


escritura.

Storni coloca el cuerpo en una posición central respecto de la escritura.

El cuerpo femenino en la poesía representa el núcleo de un juego paradójico entre


márgenes y centro, docilidad y oposición, silencio y expresión. El cuerpo es entonces el
espacio desde el cual se habla, al cual se habla y simultáneamente, el lugar en el que
residen las palabras silenciadas. Una zona de límites muchas veces difusos o
espumosos, que también aprisiona o contiene una voz que quiere escapar para nombrar
una identidad nueva. Esta búsqueda de una subjetividad distinta se da en la escritura
deslineando un cuerpo textual artífice y artificio de la palabra.
Eros queda caracterizado como un muñeco, como un monigote fachoso y ridículo. Ello
nos remite, no al universo simbólico tradicional del hombre-macho, poderoso, eficaz,
asertivo y activo, sino por el contrario, al de lo artificial, lo infantil, lo nulo y lo pasivo.

Ella es enérgica y tajante; él, en cambio es un “guiñapo” (¿un descosido afeminado?),


tocado de una “floreal corona” que se cae al suelo (como un fracaso, como un
desvalimiento, como un resbalarse) al ser derribado de un golpe (que está implícito). Hay
ironía en título, pues no es una apología

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