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Economía de la competencia o de la solidaridad global:

dilema ético y existencial del presente1


Jorge Gonzalorena Döll*

Resumen:

Ante los graves problemas económicos, sociales, políticos y ambientales del actual mundo
globalizado, este artículo examina el significado, pertinencia y relevancia del llamado a construir,
como modo de hacer frente a esos problemas, una “economía de la solidaridad”. En esta
perspectiva, se busca justificar la necesidad de asumir un concepto suficientemente comprensivo
y científicamente fundado, dirigido a impulsar una transformación radical y profunda de la
sociedad, no sólo a escala nacional sino también mundial. Se argumenta que el establecimiento
de una economía de la solidaridad permitirá establecer un nuevo orden social basado en la
justicia, capaz de reconocer y respetar efectivamente los derechos de las personas.

Palabras clave: economía de la solidaridad, doctrina social de la Iglesia, crisis civilizatoria,


globalización, subdesarrollo

Abstract:

Before the serious economic, social, political and environmental problems of the current
globalizated world, this article examines the meaning, relevancy and importance of the call to
build, as a way to face those problems, an "economy of solidarity". In this perspective, it is
intended to justify the necessity of assuming a sufficiently comprehensive and scientifically
founded concept, oriented to impel a radical and deep change of society, not only to national
scale but also to world wide scale. It is argued that the establishment of an economy of solidarity
will allow to establish a new social order based on justice, able to recognize and indeed respect
the rights of people.

Keywords: Economy of Solidarity, Social Doctrine of the Church, crisis of civilization,


globalization, underdevelopment

Fecha de recepción: 27 / 02 / 2006 Fecha de aprobación: 05 / 06 / 2006

1
Este artículo corresponde básicamente a una ponencia presentada ante el VIII Encuentro Internacional de
Economistas sobre Problemas de la Globalización y el Desarrollo celebrado en La Habana entre el 6 y 10 de
febrero de 2006, siendo posteriormente sometida a revisión y ampliada en algunos de sus puntos.
*
Chileno, sociólogo, magíster en ciencias sociales, académico de la UCSH, tel. (56-2) 4601116, e-mail
jgonzalo@ucsh.cl

1
Buscamos soluciones individuales a problemas que son sociales; como buscamos
soluciones nacionales a problemas que son internacionales. Una sociedad que no se
reajusta constantemente, para repartir las utilidades y el trabajo entre todos, y que no
permite al hombre corriente una vida moral, tal sociedad está en pecado mortal. No
basta llamar a algunos amigos de buena voluntad para tratar de solucionar algunos
problemas, hay que cambiar los cuadros sociales (Alberto Hurtado Cruchaga s.j.).

1. Introducción

Desde hace ya más de un siglo, y con un énfasis muy marcado desde el término de la segunda
guerra mundial, el debate de los problemas económicos en América Latina se lleva a cabo
teniendo como permanente telón de fondo la honda aspiración al desarrollo económico que se
halla hoy presente en nuestras sociedades. El significado de los diagnósticos de la realidad
económica y social prevaleciente, así como la pertinencia de los cursos de acción propuestos
encuentran siempre en esa aspiración al desarrollo su obligado referente discursivo, dando cuenta
con ello de una conciencia y de un consenso ético fuertemente arraigado al respecto.

Sin embargo, al igual que el análisis macroeconómico convencional,2 y casi como una mera
extensión de aquél, la mayor parte de los ensayos sobre el desarrollo económico han estado
persistentemente situados sobre un terreno en el que los principales problemas teóricos y
prácticos que dicha problemática plantea no pueden ser adecuadamente resueltos. Como sostuvo
en su oportunidad con gran lucidez el Padre Hurtado, ha sido un error bastante frecuente el buscar
“soluciones individuales a problemas que son sociales” y “soluciones nacionales a problemas que
son internacionales”.

En efecto, por su significado y alcance, el debate sobre el desarrollo económico obliga a centrar
la mirada sobre un vasto horizonte de problemas que, con el correr del tiempo, han llegado a
tornarse claves para el futuro, ya no sólo de los países pobres sino de la humanidad en su
conjunto. Lo que está ahora en juego no son sólo las condiciones de existencia de la humanidad
sino incluso sus propias posibilidades de sobrevivencia, exigiendo definiciones y precisiones que
representan hoy un desafío teórico y conceptual insoslayable para el conjunto de las ciencias
sociales.

Vivimos bajo las condiciones de una economía capitalista que, por su carácter de tal, es
impulsada y orientada por el afán de lucro, pero que opera en un escenario de competencia cada
vez más oligopolizada y globalizada, arrastrándonos a todos, de manera casi inexorable, hacia
grados siempre crecientes de desigualdad social, imposición hegemónica y destrucción de la
naturaleza, alimentando con ello la perspectiva de una previsible autodestrucción del género
humano. Las pruebas empíricas de los aspectos menos visibles de la catástrofe que se desarrolla
ante nuestros ojos han sido ya amplia e insistentemente expuestas por la comunidad científica.

2
Denominamos aquí “convencionales” a los enfoques micro y macroeconómicos dominantes, completamente
funcionales al sistema económico-social establecido y orientados, por tanto, a facilitar su constante reproducción.

2
En el contexto de la profunda crisis civilizatoria que así se configura, y como respuesta a los
graves problemas que la están detonando, se comienza a replantear entonces con creciente fuerza
la necesidad de un cambio social profundo, de alcance planetario, que permita detener esta
desenfrenada carrera hacia el abismo. Ello sólo parece posible despertando conciencias,
generando voluntades y aunando esfuerzos para construir un orden económico sustentado en
criterios de racionalidad3 radicalmente distintos a los vigentes en la actualidad, centrados esta vez
en una directa satisfacción de las necesidades humanas y capaces, por ello, de privilegiar la
cooperación por sobre la competencia.

Como parte de esta creciente reacción ante el devastador vendaval de la globalización capitalista,
se oye hablar cada vez con más fuerza de la necesidad de abrir paso a una “economía de la
solidaridad”, concepto cuya mayor virtud es que su sentido esencial, que lo sitúa en franca
oposición a las tendencias hoy prevalecientes, resulta inequívocamente claro para todos: énfasis
en el logro del bien común como objetivo articulador de la actividad económica, lo que conlleva
una real preocupación por la suerte de todos y una efectiva disposición a compartir.

Se trata, por ello, de un concepto que permite promover en forma muy clara, como fundamento
de la organización social, un tipo de vínculo entre los seres humanos que se halla en las antípodas
de aquél en que se basa el actual orden económico capitalista, en que priman los intereses
individuales sobre los colectivos y una generalizada y despiadada competencia de todos contra
todos por la apropiación de la riqueza socialmente producida. Promover, en suma, el paso desde
el actual “homo homini lupus” a un anhelado “homo homini amicus”.

En efecto, sólo teniendo como basamento a la solidaridad resultará posible reconciliar


efectivamente la actividad económica con el ideal ético de justicia que, si bien discursivamente
parece orientar a la sociedad moderna, se ve constantemente negado en la esfera de las relaciones
interpersonales que rigen en el sistema económico capitalista. Sólo teniendo por base a la
solidaridad se podrá avanzar hacia la transformación de la sociedad en un efectivo y acogedor
“hogar del pueblo” en el que todos tengan cabida.

Habiendo descrito ya en un trabajo anterior (Gonzalorena, 2001) los problemas claves que sirven
de base a esta reflexión, particularmente los rasgos definitorios de la crisis civilizatoria antes
aludida y los principales paralogismos que desde esta perspectiva aparecen como característicos
de la ciencia económica convencional, nos proponemos ahondar ahora en dos aspectos más
específicos: la necesidad de asumir un concepto suficientemente comprensivo y científicamente
fundado de “economía de la solidaridad” y su pertinencia como propuesta de superación de los ya
ancestrales males del subdesarrollo.

3
Llamamos “criterios de racionalidad económica” a los juicios de conveniencia con arreglo a los cuales se organiza
y funciona la economía en todas y cada una de sus actividades y que, una vez establecidas como expresión de las
relaciones de fuerza imperantes en la sociedad, se imponen compulsivamente sobre la conducta de los sujetos. En
una economía capitalista como la actual, estos son los de la valorización del capital en el marco de una
ininterrumpida competencia de cada capital específico con los demás y consigo mismo. La valorización del capital
se halla en contraposición permanente con la valorización de la vida puesto que la maximización de las ganancias
exige la minimización de los costos tanto salariales como ambientales contables. Esta racionalidad capitalista no
opera en gran parte del universo de la microempresa ya que esta tiende a ser sólo trabajo por cuenta propia y su
lógica es la de la reproducción simple. Lo mismo vale para muchas de las pequeñas empresas.

3
2. La “economía de la solidaridad” en la Doctrina Social de la Iglesia

El término “solidaridad” se ha tornado de uso frecuente en el curso del último cuarto de siglo, en
gran parte debido a la acogida que se le ha brindado en el mundo católico en el marco de la
Doctrina Social de la Iglesia (DSI). Sin embargo, se trata de un concepto que tiene ya una larga
data4 y un valor semántico propio. Procede del latín soliditas que alude al carácter sólido,
compacto, de un cuerpo formado por elementos de similar naturaleza. Trasladado al ámbito de la
realidad social, invoca inequívocamente la idea de un grupo humano cohesionado por comunes
intereses, en el que cada uno de sus miembros se sabe igualmente responsable por todos. Es a esta
idea que alude la expresión del antiguo léxico jurídico romano in solidum obligari.

El concepto de solidaridad invoca, por tanto, una forma de convivencia humana que reconoce y
asume la natural interdependencia de los sujetos en su experiencia vital y que se orienta, por ello,
a la consecuente búsqueda y realización del bien común. A su vez, esta primacía del bien común,
que como tal impone ciertos deberes a todos los sujetos, no es en modo alguno contradictoria con
un estricto respeto a los derechos individuales. Por el contrario, sólo una forma de convivencia
solidaria puede hacer efectivo el imperativo de justicia que nace de un claro e inequívoco
reconocimiento de la similar dignidad y derechos de todas las personas.

Como se comprende, es este un significado que, abriendo una perspectiva de análisis


radicalmente crítica sobre la sociedad actual, lleva a impugnar la legitimidad de las estructuras y
de las prácticas sociales que la sostienen. Por ello, ha interesado e interesa primordialmente a
quienes padecen y aspiran a liberarse de las situaciones de injusticia, explotación, opresión y
miseria que resultan precisamente de dichas estructuras y prácticas sociales. No es extraño, por
tanto, que ella haya sido la idea matriz que ha impulsado y orientado desde sus inicios la acción
de los movimientos sociales y políticos anticapitalistas.

En el marco de la DSI, el concepto de solidaridad ha reivindicado también este significado


esencial, especialmente a partir del Concilio Vaticano II. En efecto, a nivel de las definiciones
doctrinales, el Concilio representó un cambio importante, y sin duda positivo, desde el punto de
vista aquí examinado, en el pensamiento social de la Iglesia.5 Sin embargo, el significado e
implicancias de ese giro no han resultado tan claramente visibles posteriormente, lo que sin duda
no es algo menor. Con toda seguridad han influido en esto factores de muy variada naturaleza,
como la propia inercia de una institución muy apegada a sus tradiciones y deseosa de proyectar
una imagen de gran continuidad, la extrema heterogeneidad social y cultural del mundo católico
con el que ella busca estar en sintonía, la presencia en su seno de arraigados prejuicios
ideológicos, el carácter esencialmente religioso de su mensaje, el cambiante escenario político y
cultural, etc.

4
No hay que perder de vista que, tal como lo ha recordado recientemente Julio L. Martínez, profesor de Moral
Social de la Pontificia Universidad Católica de Comillas, España, “la solidaridad nació dentro de la matriz laica
de los movimientos sociales de la modernidad y, por tanto, de espaldas a la doctrina moral eclesial, incluso en
contra de ella” (2006:409).
5
Sobre este tema resulta de bastante interés el análisis desarrollado por Hinkelammert (1997), aun cuando en él no
se refleje con la debida claridad el carácter contradictorio de gran parte de los posicionamientos doctrinarios y de
las líneas de acción seguidas con posterioridad al Concilio por la jerarquía católica vaticana.

4
Todo ello se expresa también en el modo no exento de ambigüedad con que la jerarquía de la
Iglesia ha asumido finalmente en términos prácticos su reflexión y su llamado a construir una
cultura de la solidaridad. Buscando evitar el plano de la confrontación social y política, dicho
llamado adopta casi exclusivamente la forma de una interpelación a la conciencia moral
individual, en el entendido que de ella debiese derivar una consecuente conducta personal
virtuosa.6 Tales llamados suelen estar dirigidos principalmente a quienes detentan posiciones de
poder, es decir, a los círculos gubernamentales y empresariales, especialmente de los países
ricos,7 y adoptar, además, un tono contemporizador, a veces incluso suplicante, abrigando la
esperanza de que ellos sean finalmente atendidos.

Pero por esta vía el cambio doctrinal experimentado por la Iglesia postconciliar comienza a
desdibujarse y a perder toda significación práctica. El modo de traducir el proclamado valor de la
solidaridad a una representación más contingente en el marco de la sociedad moderna suele
conllevar entonces, sea a manos de influyentes corrientes católicas o incluso de la propia
jerarquía, una fuerte relativización de su significado más profundo. El llamado a construir una
cultura de la solidaridad se va tornando así compatible con la preservación de la actual división
de la sociedad en clases sociales con intereses antagónicos, viéndose reducido simplemente a una
propuesta de “humanización” del capitalismo.

No es de extrañar, entonces, que la interpelación a la conciencia moral individual se resista a


reconocer como principales destinatarios del mensaje a favor de una cultura solidaria a los
propios explotados, oprimidos y excluidos, evitando cuidadosamente que aquél pudiese ser
interpretado por parte de éstos como una exhortación a demandar activamente el respeto que su
dignidad y sus derechos merecen, es decir, a organizar y/o fortalecer en forma colectiva una
acción liberadora. Ello colocaría a la “opción preferencial por los pobres” no sólo en sintonía con
un terreno de acción directamente político, sino además claramente subversivo.8
6
“Quiero subrayar esta dimensión ética y personalista de los agentes económicos. Mi llamado, pues, toma la forma
de un imperativo moral: ¡sed solidarios por encima de todo! Cualquiera que sea vuestra función en el tejido de la
vida económico-social, ¡construid en la región una economía de la solidaridad!” (Juan Pablo II, 1987).
7
Son numerosos los ejemplos que podrían darse de ello, pero bástenos mencionar aquí, para ilustrarlo, los términos
empleados por el Papa Juan Pablo II en el discurso que pronunció en la sede principal de la CEPAL durante su
visita a Chile: “Ante esta perspectiva de dolor, no puedo menos de dirigir un llamado a las autoridades públicas, a
la iniciativa privada, a cuantas personas e instituciones de toda la región puedan oírme, y por supuesto a las
Naciones más desarrolladas, convocándolas a ese formidable desafío moral que se formulaba hace un año en la
Instrucción Libertatis conscientia, en los siguientes términos: "la elaboración y la puesta en marcha de programas
de acción audaces con miras a la liberación socioeconómica de millones de hombres y mujeres cuya situación de
opresión económica, social y política es intolerable" (n. 81)”(Juan Pablo II, 1987).
8
Una opción que la jerarquía vaticana abomina. Juan Pablo II llega a invocar, como plenamente vigente, el
argumento que León XIII levanta a fines del siglo XIX en contra del movimiento socialista en la Rerum Novarum:
"Para solucionar este mal (la injusta distribución de las riquezas junto con la miseria de los proletarios) los
socialistas instigan a los pobres al odio contra los ricos y tratan de acabar con la propiedad privada estimando
mejor que, en su lugar, todos los bienes sean comunes...; pero esta teoría es tan inadecuada para resolver la
cuestión, que incluso llega a perjudicar a las propias clases obreras; y es además sumamente injusta, pues ejerce
violencia contra los legítimos poseedores, altera la misión del Estado y perturba fundamentalmente todo el orden
social". La posición que se adopta aquí sobre el tema de la propiedad es clara, pero su alusión a la del movimiento
socialista es, en rigor, equivocada, como lo prueban las siguientes afirmaciones de Marx y Engels (1848): “No
queremos de ninguna manera abolir esa apropiación personal de los productos del trabajo, indispensable a la mera
reproducción de la vida humana, esa apropiación que no deja ningún beneficio líquido que pueda dar un poder
sobre el trabajo de otro ... El comunismo no arrebata a nadie la facultad de apropiarse de los productos sociales; no
quita más que el poder de sojuzgar el trabajo ajeno por medio de esta apropiación ... En sustitución de la antigua

5
Entre los autores católicos que, buscando interpretar y establecer las implicancias de la posición
de la jerarquía sobre un plano más directamente contingente, se niegan a identificar el llamado a
construir una “economía de la solidaridad” con una impugnación radical del sistema económico-
social capitalista, son discernibles a lo menos tres posturas básicas:

a) una visión clara y decididamente apologética del capitalismo en su expresión más cruda,
uno de cuyos principales exponentes es el teólogo estadounidense Michael Novak

b) una visión más sensible frente a las injusticias que conlleva el capitalismo y que se orienta
a mitigarlas mediante el desarrollo desde el Estado de políticas sociales

c) una visión más plebeya que se orienta a promover el desarrollo de iniciativas asociativas
de los sectores socialmente marginados que les permitan un cierto “empoderamiento”

La apología del capitalismo hecha por las corrientes católicas más conservadoras, portadoras de
una visión doctrinaria de impronta preconciliar, suele combinar argumentos de carácter teológico,
asociados principalmente a la prédica de una aceptación resignada del orden social establecido
como algo emanado de la voluntad divina, con otros tomados directamente de la ideología
económica burguesa, tales como los alusivos a la supuesta mayor eficiencia del “sistema de
mercado” para generar riqueza, asignar recursos, lograr y cautelar derechos individuales, etc.9

Otras corrientes católicas algo más liberales, nacidas bajo el influjo de la “cuestión social” e
identificadas más claramente con el tenor de los pronunciamientos de la jerarquía sobre la DSI,
suelen propugnar, sugiriendo la adopción de algunas reformas por el Estado, lo que podríamos
llamar una solidaridad “en la medida de lo posible”, esto es, en el marco del sistema económico y
social vigente. Lo que las caracteriza, en consecuencia, es su empeño por conjugar propósitos tan
contrapuestos como lo son la prédica y la práctica de la solidaridad por una parte y el
reconocimiento de la legitimidad y conveniencia social de la valorización del capital por la otra.10

Hay, finalmente, corrientes que se identifican decididamente con la promoción de una “economía
solidaria”, pero “a escala humana”, es decir, entendida como aquella que nace exclusivamente de
las iniciativas asociativas que con grandes dificultades logran desarrollar los sectores más
carenciados de la población con el propósito de potenciar sus propias posibilidades de
sobrevivencia. La economía de la solidaridad aparece así como constitutiva de un “tercer sector”

sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, surgirá una asociación en que el libre
desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos”.
9
Un buen ejemplo de esto son los argumentos de Novak (1994) sobre la “moralidad del mercado”. Sin embargo,
varios de ellos pueden ser tomados directamente de algunos pronunciamientos papales como los de Juan Pablo II
en Centesimus Annus referidos al significado del capitalismo, de los beneficios empresariales, el papel del “libre
mercado”, etc.
10
De ese tipo de empeños nace aquella “discordancia moral e intelectual” presente en las sociedades capitalistas a la
que aludía Gunnar Myrdal (1957). En esta corriente cabría situar tanto la posición tradicionalmente seguida en
nuestro continente por los partidos demócrata cristianos como los enfoques desarrollados por algunos intelectuales
católicos de la región, como por ejemplo Vergara (2004).

6
de la economía frente al Estado y a la empresa capitalista, quedando reducida, entonces, en la
práctica a una “economía de la marginalidad.”11

El común denominador de estas corrientes es su rechazo o resistencia a concebir la solidaridad


como principio fundante de un nuevo orden social, radicalmente distinto del modo de producción
capitalista -esencialmente individualista y competitivo- que actualmente nos rige. De un nuevo
tipo de relación social cuyo interés primordial sea la reproducción de la vida y que nos provea de
criterios alternativos tanto en el plano de la organización empresarial como del funcionamiento
global de la economía. Esta última es, por el contrario, la visión de la economía de la solidaridad
que, como una clara proyección del mensaje profético de la Biblia, reivindican algunas corrientes
de sacerdotes, teólogos y fieles católicos que, principalmente en América Latina, han optado por
colocarse decididamente al lado de las grandes masas de oprimidos y explotados para combatir
con entereza las flagrantes injusticias vigentes en nuestras sociedades.12

3. La “Economía de la solidaridad” como proyecto de cambio social

En todo caso, es evidente que el solo expediente de apelar a la conciencia moral de los individuos
sin acompañar ese llamado de un claro y coherente discernimiento sobre la naturaleza de la
realidad social y su necesaria transformación que sea compatible con los principios de solidaridad
y justicia proclamados, adolece de serias limitaciones las que, a lo menos, expresan una falta de
comprensión de la real naturaleza de los problemas que hoy encaramos. Como lo señaló con
bastante lucidez hace ya más de medio siglo el recientemente canonizado sacerdote jesuita
Alberto Hurtado, resulta inconducente afanarse en buscar “soluciones individuales a problemas
que por su naturaleza son sociales”. Lo que se requiere, como lo sostiene en el texto que citamos
como epígrafe de este artículo, es “cambiar los cuadros sociales”, es decir las estructuras de la
sociedad, su modo de organización.

Pero si ello es así, como ciertamente lo es, nos coloca de inmediato sobre un escenario en el que
el logro de ese objetivo –el cambio de “los cuadros sociales”– hace necesario el desarrollo de
una acción mancomunada. En términos más precisos, de un accionar que, mediado por la
conciencia de esa necesidad, busque sumar voluntades y desplegarse con fuerza sobre el terreno
de la lucha política. En consecuencia, el tipo de discernimiento que el abordaje de estos
problemas demanda no es ya de carácter teológico, como el que provee la Iglesia, sino
esencialmente político. A su vez, para ser efectivo, ello reclama coherencia en el plano del
pensamiento y consecuencia en plano de la acción. Los fundamentos de dicha coherencia hay que
buscarlos simultáneamente en las exigencias propias de una ética humanista y en las que plantea

11
Ver a este respecto los planteamientos de autores como Razeto (s.f.), Guerra (2004), Uarac (2003) y Singer (2001).
La concepción de la “economía de la solidaridad” sólo como un “sector”, más o menos marginal, del sistema
económico global, y no como un principio articulador de la economía en su conjunto, se muestra muy claramente
en los ejemplos de “economía solidaria” invocados por Singer y Guerra: la experiencia de los Kibbutzim en Israel
y la cooperativa Mondragón en España.
12
Uno de los tantos ejemplos de ellos es la siguiente interpretación que un conocido teólogo latinoamericano nos
ofrece acerca del significado del “Reino de Dios”: “El valor fundamental que debe unir a los miembros del
cristianismo es el “don”, el dar, el compartir. Es por ello que una sociedad basada en el lucro, en el egoísmo, como
el capitalismo, es esencialmente anticristiana. Una sociedad cristiana es necesariamente socialista en el sentido
profundo de la palabra, es decir, una sociedad en la que el valor fundamental sea el de compartir.” (Dri, s.f.)

7
la naturaleza esencialmente racional y crítica del saber científico, exigencias que nos sitúan de
inmediato sobre el terreno de una lógica discursiva completamente abierta al diálogo.

En efecto, si los problemas que enfrentamos son por su propia naturaleza de carácter social,
también han de serlo, necesariamente, sus soluciones. En este cuadro, no tiene mucho sentido
limitarse a apelar a la posible bondad de los sujetos ante males que fluyen del propio modo de
organización de la sociedad. El capitalismo es un sistema económico social que se estructura y
funciona de acuerdo a criterios de racionalidad y a leyes que, por el escenario despiadadamente
competitivo sobre el cual operan y que ellos mismos recrean constantemente, tienden a
imponerse de manera compulsiva sobre el comportamiento de los “agentes económicos”, más allá
de cuales sean sus intenciones. Es por ello que en el marco de una aceptación de este sistema, y
más aún de un reconocimiento de la legitimidad de los fundamentos sobre los que se erige,13 las
prédicas solidarias no sólo resultan lógicamente incoherentes sino que tampoco están llamadas a
surtir efectos prácticos realmente significativos.

Por tanto, lo que corresponde es esforzarse por comprender primero en profundidad, y sobre esa
base juzgar, la naturaleza del sistema económico y social imperante, de los intereses de clase en
que éste se sustenta, de los criterios de racionalidad que impulsan y orientan su funcionamiento,
de las leyes que caracterizan sus tendencias de desarrollo, de los nexos que este modo de
producción, distribución y consumo mantiene con el modo de generación, organización y
funcionamiento del sistema político, etc. y no limitarse a constatar, lamentar y denunciar sus
inevitables consecuencias, atribuyéndolas, simplemente, a una cuasimetafísica maldad de los
sujetos.14 Y es del todo evidente que dicha comprensión sólo puede lograrse con el auxilio de la
ciencia y sus métodos, haciendo al mismo tiempo posible la creación de los espacios de diálogo y
confrontación racional que demanda el desarrollo y fortalecimiento de una cultura democrática.

13
La propiedad sobre los medios de producción y las relaciones de dominación y subordinación que a partir de ella
se establece entre trabajo asalariado y capital –primacía efectiva de éste sobre aquél o, en el lenguaje de Marx,
subsunción real del trabajo al capital–, posibilitando con ello el continuo proceso de valorización del capital.
14
Por esta vía se puede llegar a extremos sumamente nefastos para una convivencia civilizada al pretender establecer
una distinción maniquea entre cristianos y no cristianos, o, peor aún, entre creyentes y no creyentes, como
respectivos portadores del bien y del mal en la vida social. Esto, además de peligroso, resulta grotesco si se
considera que los peores actos de barbarie conocidos en la historia de la humanidad, las guerras más devastadoras,
los genocidios más espantosos, las desigualdades más aberrantes, han sido y son producto, precisamente, de
nuestra “civilización occidental y cristiana”. Por ello, se incurre en una expresión de máxima ceguera y espíritu
inquisitorial cuando al examinar la experiencia de los mal llamados “socialismos reales” se cree ver en el ateísmo
la raíz de todos sus males, reales o supuestos, anatemizando luego por mera asociación todo lo que tenga que ver
con el “marxismo”. Como sostiene Aumente (1966:40) “Decir … que el marxismo es fundamentalmente ateo
puede resultar, si no se interpreta bien, una calificación desproporcionada. Sería algo similar a decir que lo es la
astronomía, la física cuántica o la medicina, porque efectivamente en ellas no aparece ni tiene cabida la idea de
Dios. El marxismo no tiene que ser, por esencia, negación de Dios, pero sí es un humanismo integral y agnóstico,
en el que la idea de Dios no tiene posibilidad de entrada. La diferencia, aunque parezca sutil, es importante … Lo
que parece hoy fuera de toda duda … es que no tienen por qué aparecer como opuestas, como contradictorias, la
esperanza cristiana frente al resto de las esperanzas humanas que se esfuerzan en la reconstrucción del mundo”.
Como en el caso de cualquier otro legado científico, sea que su atención esté puesta en los fenómenos de la
sociedad o la naturaleza, la evaluación de la obra de Marx, en el plano de su teoría económica, sociológica, política
o filosófica, debe ser hecha a partir del propio mérito de sus pruebas lógicas y empíricas, y de su capacidad para
proveernos sobre esa base de explicaciones válidas y confiables sobre los fenómenos que examina. Una línea de
pensamiento que no se atenga a esta exigencia elemental de la razón, anteponiendo a ella consideraciones de
carácter dogmático, solo puede desacreditarse a sí misma.

8
En todo caso, es también algo evidente que la proclamada “primacía del trabajo sobre el capital”
y una auténtica economía de la solidaridad no son compatibles con, y en rigor ni siquiera
coherentemente concebibles en el marco de, una economía capitalista. Ello, porque el criterio de
racionalidad en que esta última se funda –la valorización del capital perseguida por el “homo
economicus”, reducción antropológica del ser humano a mero sujeto individual cuyos pasos se
orientan exclusivamente por la búsqueda del máximo beneficio para sí mismo– es exactamente la
antítesis de un interés verdadero por los demás. Una economía de la solidaridad no puede dejar de
estar orientada, en cambio, hacia la realización del bien común, sobre la base de un
reconocimiento y respeto efectivos a la igual dignidad de todas las personas. Sólo puede
articularse, por tanto, sobre la base de la justicia, lo cual quiere decir reconocimiento y respeto
pleno de los derechos humanos en su carácter múltiple e indivisible,15 no sólo discursivo sino
efectivamente plasmado en una práctica colectiva y cotidiana de la responsabilidad social.

La economía de la solidaridad no puede equivaler, por tanto, ni a un mero ejercicio de la caridad,


por sí sola incapaz de vincular efectivamente los derechos y deberes de unos y de otros en una
genuina relación fraterna acorde con el principio bíblico de amor al prójimo, ni puede equivaler
tampoco a una mera economía de la marginalidad, sólo interesada en potenciar el apoyo mutuo y
la cooperación entre los más desposeídos pero incapaz de abarcar e integrar todos los ámbitos de
la vida social. Para ser tal, una economía de la solidaridad ha de estar a la altura de los grandes
desafíos que es necesario encarar y resolver en el mundo de hoy. Lamentablemente, evidenciando
una palpable falta de coherencia en su infructuoso intento de conciliar la adhesión a los grandes y
nobles principios ético-morales de la dignidad humana y la solidaridad con los mezquinos e
individualistas principios de la ética utilitaria del liberalismo,16 ésta es una conclusión a la que, en
su mayor parte, el pensamiento cristiano aún no ha arribado.

Más allá del mundo cristiano, la idea de una economía de la solidaridad resulta no sólo
coincidente sino también un modo claro de expresar el significado profundo del proyecto
socialista levantado desde hace más de un siglo y medio por los más lúcidos representantes del
mundo del trabajo a escala planetaria. La emancipación de los trabajadores y la superación de la
sociedad de clases aparecen aquí como los grandes objetivos que pueden ser consumados a través
del establecimiento de una economía solidaria. Esto significa una economía organizada no ya en
función de la valorización del capital, que por su propia lógica conlleva una creciente

15
En efecto, algo que suele ser pasado por alto es que el respeto de derechos básicos de las personas se sitúan en los
diversos planos que afectan y condicionan el despliegue de sus potencialidades humanas, y, por tanto, no sólo en
los ámbitos políticos y civiles, sino también en los económicos, sociales y culturales.
16
Por mucho que se enfatice la necesidad de que el Estado regule la economía para cautelar el bien común. En rigor,
hoy no existen economías en que el Estado no intervenga en la economía, pero si se acepta el razonamiento liberal
que identifica la creatividad de los sujetos con la iniciativa privada empresarial, la empresa con la empresa
capitalista, el progreso económico con las supuestas virtudes de la gestión empresarial privada y la “libertad de los
mercados”, si se acepta todo ese encadenamiento de asociaciones arbitrarias y se cierra los ojos ante la realidad de
la gigantesca oligopolización de los mercados hoy existente a escala mundial, entonces la intervención del Estado
debe hacerse aceptando también la validez de aquella célebre máxima de que “lo que es bueno para la General
Motors es bueno para los EEUU”. ¿A qué se reduce entonces la cautela del bien común por el Estado? ¿A velar
por que la empresa pague buenos salarios a sus trabajadores y sus impuestos al Estado? Esto es aún más grave si se
considera que estamos colocados hoy sobre el escenario de una economía mundial en que los Estados sólo tienen
tuición sobre los espacios en que pueden ejercer alguna soberanía. Para qué recordar que en el caso de la General
Motors gran parte de sus intereses ha estado por décadas directamente asociado a la fabricación de mortíferos
armamentos y que el gobierno de EEUU suele hacer permanente uso de ellos en diversos puntos del planeta.

9
mercantilización –y por tanto cosificación– de las relaciones humanas y una también creciente
monopolización del poder y la riqueza por un reducido número de individuos,17 sino directamente
en función de la conservación y reproducción de la vida conforme a objetivos y procedimientos
socialmente definidos para hacer realidad los derechos de todos.

Podemos decir, en síntesis, que la expresión “economía de la solidaridad” exhibe un valor


semántico propio, tan claro y preciso, que no debiera dar pie a ninguna confusión. Si su
significado tiende a ser constantemente oscurecido o tergiversado, ello es sólo porque este
concepto se sitúa de lleno en un campo de intensa y permanente disputa ideológica entre
proyectos históricos contrapuestos, para los cuales reviste un gran valor simbólico, como
elemento capaz de sintonizar con grandes anhelos de justicia e inspirar con ello el accionar de los
sujetos. En el marco de esa disputa, tal confusión nace principalmente de las iniciativas que, al
optar por mantenerse dentro de los límites trazados por la ideología dominante o evidenciarse
incapaces de superarlos, sólo consiguen desvirtuar el significado del concepto, sea por la vía de
vaciar su contenido hasta transformarlo de hecho en su antítesis, sea por la vía de restringirlo sin
que exista una real justificación para ello. A pesar de ello, seguirá siendo algo axiomático que
una economía basada en la solidaridad no es compatible con el afán de lucro como móvil
principal de la acción económica.

4. La economía de la solidaridad como alternativa a la actual crisis civilizatoria

Definidos ya el significado y alcances básicos de una “economía de la solidaridad” como


concepto, interesa examinar ahora su pertinencia en relación con la cuestión clave que ha
concitado el interés y centrado el debate económico en América Latina en el curso del último
siglo: la problemática del desarrollo económico y social. En el caso de Chile, desde los
memorables discursos de Balmaceda a fines del siglo XIX18 hasta las expectativas de logro
planteadas por nuestros últimos gobernantes, la aspiración a encontrar el camino apropiado para
alcanzar el ansiado desarrollo económico ha sido, discursivamente al menos, el eje articulador y
el argumento de legitimación de las políticas económicas aplicadas. Algo similar ha ocurrido en
los demás países de la región.

El prolongado e intenso debate sobre el desarrollo económico ha buscado, en primer término,


responder a lo que inevitablemente estaba llamado a aparecer como su desafío teórico más

17
El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) a través de su anual Informe sobre Desarrollo
Humano (IDH) ha llamado repetidas veces la atención sobre las escandalosas dimensiones alcanzadas por este
fenómeno.
18
En su discurso programático de enero de 1986, Balmaceda sostuvo: "Si a ejemplo de Washington y de la gran
república del norte, preferimos consumir la producción nacional, aunque no sea tan perfecta y acabada como la
extranjera; si el agricultor, el minero y el fabricante construyen útiles o sus máquinas de posible construcción chilena
en las maestranzas del país; si ensanchamos y hacemos más variada la producción de la materia prima, la elaboramos
y transformamos en substancias u objetos útiles para la vida o la comodidad personal; si ennoblecemos el trabajo
industrial aumentando los salarios en proporción a la mayor inteligencia de aplicación por la clase obrera; si el
Estado, conservando el nivel de sus rentas y de sus gastos, dedica una porción de su riqueza a la protección de la
industria nacional sosteniéndola y alimentándola en sus primeras pruebas; si hacemos concurrir al Estado con su
capital y sus leyes económicas, y concurrimos todos, individual o colectivamente, a producir más y mejor, y a
consumir lo que producimos, una savia más fecunda circulará por el organismo industrial de la república, y un mayor
grado de riqueza y bienestar nos dará la posesión de este bien supremo de pueblo trabajador y honrado: vivir y
vestirnos por nosotros mismos" (en Frank, 1968:90-91).

10
relevante: clarificar la naturaleza y origen del subdesarrollo. Sin lograr acometer
satisfactoriamente este desafío, valiéndose para ello tanto de la información empírica necesaria
como del razonamiento que en definitiva permitiese atar todos los cabos para suministrar una
visión suficientemente compresiva del fenómeno, difícilmente se podría estar en condiciones de
dimensionar la real envergadura de los problemas y desafíos que éste plantea y sugerir alguna
estrategia medianamente confiable para superarlo.

En ese empeño, hemos podido observar, en el marco de las teorías económicas convencionales, la
elaboración de diversos enfoques, algunos bastante “ortodoxos” y otros más “heterodoxos” pero
igualmente centrados, por lo general, en el recurrente tema del “círculo vicioso” derivado del
“atraso”, la consecuente baja capacidad de ahorro e inversión y el bajo ritmo de crecimiento
económico que ello lleva inevitablemente aparejado. En este mismo contexto, hemos conocido
también más recientemente el surgimiento de algunos enfoques innovadores, centrados esta vez
ya no en el desarrollo económico propiamente tal sino en la preocupación por el “desarrollo
humano”.

El común denominador de tales visiones del desarrollo es el hecho de mantenerse encuadradas en


una suerte de individualismo metodológico que se empeña en hacer de los espacios económicos
nacionales19 su unidad de análisis preferente, dejando fuera de su campo visual la realidad
sistémica y determinante de la economía capitalista mundial. Esta última sólo aparece como el
escenario de un dinámico entramado de relaciones, principalmente comerciales y financieras, de
carácter “inter-nacional”.

Desde esta perspectiva, el subdesarrollo sólo puede entenderse como algo “dado”, como una
especie de situación de “atraso” original, inequívoca expresión de un comparativamente bajo
nivel de desarrollo de las fuerzas productivas. De este modo, las diferencias entre desarrollo y
subdesarrollo quedan, en última instancia, reducidas a una brecha de rangos estadísticamente
significativos, cuyo indicador clave es, al fin de cuentas, el ingreso por habitante. Las “estrategias
de desarrollo” que a partir de esta representación del subdesarrollo se tornan visibles suelen girar,
entonces, en torno a simples metas de crecimiento, estando toda otra consideración enteramente
subordinada al logro de ese objetivo.

Este tipo de visiones, de la que el propio concepto de “sub-desarrollo” resulta ser un componente
clave, ha conducido, sin embargo, tanto en el plano teórico como en el de los esfuerzos prácticos
desplegados sobre el escenario histórico y social a lo largo de un extenso espacio de tiempo, a un
callejón sin salida. Sencillamente, se muestran incapaces de soportar una efectiva confrontación
con los hechos en la misma medida en que las desigualdades entre un centro rico y satisfecho y
una periferia mayoritariamente pobre no cesan de acrecentarse a escala planetaria. Teorías como
la del propio “círculo vicioso de la pobreza”, de las “etapas del desarrollo” o de las dicotómicas
“variables pautas” se evidencian así desconectadas de la realidad y, por lo tanto, en alto grado
superficiales y/o artificiosas. No pasan de ser, en su mayor parte, meras tautologías, fruto de

19
Preferimos hablar de “espacios económicos” antes que de “economías” nacionales porque, dadas las características
del desarrollo del capitalismo mundial, éstos no logran configurar sistemas de producción, distribución y consumo
con altos grados de autonomía y dinamismo propio, sino que se hallan fuertemente condicionados por su modo de
inserción en la economía capitalista mundial.

11
abstracciones desconectadas de los aspectos clave del proceso histórico que se trata de interpretar
y que por ello mismo se encuentran desprovistas de una real fuerza explicativa.

En suma, por su trascendental significación para el porvenir de la región, la clarificación de estos


problemas ha dado pie a un intenso y extenso debate en el seno de las ciencias sociales de
América Latina.20 Lo decisivo, sin embargo, ha sido la clara falta de correspondencia que es
dable constatar entre los logros previstos por las estrategias de desarrollo diseñadas y
desarrolladas a partir de las teorías convencionales, por una parte, y los resultados efectivamente
alcanzados a escala global, por la otra. Como lo han debido reconocer uno tras otro los propios
informes de los organismos rectores del sistema, el contraste entre el opulento despilfarro de los
países ricos y las dramáticas y urgentes necesidades de los países pobres no cesa de agudizarse
día tras día.

La llamada “globalización” que hemos podido presenciar en las últimas décadas, al acentuar, en
el marco de las condiciones sociales actualmente imperantes, los crecientes e irreversibles
procesos de concentración y centralización del capital y de las variadas actividades económicas
que se hallan directamente sometidas a su control hegemónico, no sólo no ha alterado las
tendencias de desarrollo anteriormente en curso en el seno del sistema capitalista mundial,
caracterizadas por sus marcados desequilibrios y heterogéneos resultados, sino que las ha
acentuado de manera notable. Se han agudizado así enormemente las contradicciones que lo
cruzan, tornándose aun más visible la falta de sustentación en la realidad de que han adolecido las
teorías y estrategias de desarrollo más convencionales.

En este contexto, adquieren renovada relevancia teórica los enfoques estructurales del desarrollo
y particularmente aquellos que han centrado su atención tanto en los mecanismos que develan y
explican las relaciones de explotación en que se fundan sus actuales tendencias “divergentes”21
como en los “efectos indirectos de la acción directa”22 que explican la catástrofe ambiental en
curso y que resultan tan previsibles como inevitables en el marco de una economía capitalista. Se
amplía considerablemente así el horizonte visual del problema, emergiendo, por una parte, la
realidad de una economía mundial claramente estructurada y jerarquizada y, por otra, de una
dinámica de desarrollo consistentemente impulsada y orientada por objetivos de efectos tan
socialmente contradictorios como ambientalmente destructivos.

Desde un punto de vista explicativo, el problema central deja de ser, por tanto, el atraso relativo
de tal o cual economía nacional considerada en sí misma y aparecen con claridad las
concatenaciones internas de un sistema económico mundial que, impulsado y guiado por un
mismo criterio de racionalidad –la valorización del capital– inexorablemente genera, sin
embargo, y con carácter acumulativo, como producto de la ininterrumpida competencia trabada
entre los muchos capitales individuales, resultados claramente divergentes: el éxito de unos pocos
y el fracaso de la mayoría y, como consecuencia global de todo ello, desarrollo en un polo y
subdesarrollo en el otro, ampliando constantemente la brecha existente entre ambos y

20
Para una sintética descripción del mismo, ver Gonzalorena (2005)
21
Lo que inevitablemente lleva a reivindicar la validez y fecundidad de las explicaciones del subdesarrollo
elaboradas en el marco de la tradición teórica y conceptual que procede de Marx.
22
El significado y utilidad de este concepto lo ha explicitado claramente el destacado teólogo y economista Franz
Hinkelammert (2001)

12
conllevando, al mismo tiempo, claras tendencias autodestructivas (acelerada degradación
ambiental y creciente acumulación de materias altamente peligrosas: radiactivas, químicas, etc.).
Se trata, por tanto, no de un estado de atraso original, sino de una situación de subordinación y
explotación que es permanentemente creada y recreada por el funcionamiento del sistema.

Sin ahondar mayormente en la descripción de este fenómeno, su incuestionable realidad obliga a


replantearse de un modo radical los términos en que tradicionalmente ha sido conducido hasta
ahora el debate sobre las causas del subdesarrollo y las vías para superarlo: si bien siempre será
posible y necesario tomar un sinnúmero de iniciativas valiosas en el marco de cada Estado
nacional, en última instancia, el verdadero problema no es cómo un determinado espacio
económico nacional puede lograr por sí mismo superar los fuertes condicionamientos
económicos, sociales y políticos a que se encuentra sometido y salir del subdesarrollo, sino cómo
es posible alcanzar un desarrollo económico global, es decir a escala planetaria, social y
ambientalmente equilibrado.

Mas allá de los evidentes y enormes desafíos prácticos que ello trae inevitablemente aparejados,
particularmente sobre el terreno político, la realidad misma del mundo actual y sus gravísimos
problemas nos está planteando, entonces, la imperativa y urgente necesidad de operar un cambio
de perspectiva que permita sacar a este debate del callejón sin salida al que lo condujeron y en el
que hasta ahora lo mantienen las teorías económicas convencionales: desde la perspectiva del
desarrollo económico nacional hacia la de un desarrollo económicamente eficiente, socialmente
equitativo y ambientalmente sustentable de las fuerzas productivas a escala mundial. Así vistas
las cosas, las estrategias nacionales de desarrollo han de ser juzgadas, también, no en función de
eventuales logros pasajeros, sino por la contribución que presten a la construcción de ese
necesario nuevo orden económico mundial.

Es precisamente en este plano que adquiere particular vigencia y significación la propuesta de


avanzar hacia una economía de la solidaridad, en la medida en que ella sea entendida como un
modo de organización global de las actividades de producción, distribución y consumo. En
efecto, si a la base de los grandes problemas a que el mundo actual nos confronta se hallan los
mismos criterios de racionalidad que, en un escenario de competencia global, han impulsado y
orientado hasta ahora al conjunto de las actividades económicas bajo el capitalismo, es sólo en el
marco de un orden económico y social radicalmente distinto, centrado no ya en la permanente
valorización del capital sino de la vida humana en todas sus dimensiones, que tales problemas
pueden ser debidamente encarados y superados.

Vista desde esta perspectiva, la propuesta de una economía de la solidaridad enfrenta grandes
desafíos, tanto teóricos como prácticos:

o En el plano teórico, supone el desarrollo de una visión de la economía en que resulte en


todo momento clara la necesaria supeditación de la racionalidad instrumental, centrada en
la pertinencia y eficacia de los medios, a una racionalidad sustantiva que no cesa de
interrogarse sobre la significación y debida jerarquización de los fines, superando
decididamente la disociación, propia del pensamiento económico convencional, entre
consenso ético y saber científico, disociación que priva injustificadamente al primero de
toda relevancia práctica en el terreno de la actividad económica.

13
o En el plano de la acción que corresponde desplegar en los ámbitos de la producción, la
distribución y el consumo, supone también capacidad de concebir, diseñar y poner en
práctica cambios muy profundos, entre los que es preciso incluir nuevas formas de
entender y llevar a cabo la organización del trabajo, una importante redefinición de los
patrones de consumo y la correspondiente adecuación de los procesos productivos, un
reparto justo y socialmente responsable de sus frutos, mecanismos de planificación,
decisión y supervisión democrática de las inversiones, etc.

Al revés de lo usualmente postulado por el pensamiento económico convencional, de


incuestionable y deliberado sesgo tecnocrático, todo lo anterior conlleva la necesidad de politizar
las decisiones económicas clave, rescatándolas desde los herméticos cenáculos privados en que
hoy son adoptadas, buscando alcanzar los consensos que demanda una real gobernabilidad
democrática de la economía precisamente en función de la realización del bien común y
comenzando a estimar y valorar sus niveles de logro de acuerdo a criterios de medición también
distintos de los actualmente en uso.23

En la senda del desarrollo, el hilo conductor es y continuará siendo, sin duda, el incremento de la
productividad del trabajo, pero, como resulta cada vez más evidente, el gran desafío consiste hoy
en dominar y dirigir, en provecho de la humanidad, las gigantescas fuerzas y potencialidades que
este proceso ha desatado y no dejarse arrastrar, dominar e incluso destruir por ellas como está
ocurriendo actualmente. No debemos permitir que, para satisfacer una ciega e insaciable sed
privada de ganancias, el trabajo humano continúe degradándose24 y transformándose en una
poderosa fuerza de autodestrucción. El desarrollo de las fuerzas productivas debe continuar su
curso ascendente pero sin poner en riesgo, como lo está haciendo ahora, el futuro de la
humanidad, sino exclusivamente para garantizar en plenitud la satisfacción de las necesidades
humanas y hacer posible una vida digna, confortable y segura para todos.

Sin duda, la perspectiva de avance hacia una economía de la solidaridad así entendida no está
ante un camino libre de obstáculos. Por el contrario, inevitablemente se enfrenta a un sinnúmero
de grandes problemas, sobre todo de orden político-estratégico, de muy difícil solución,
derivados de la correlación de fuerzas hoy existente a escala mundial y referidos al complejo

23
En tal redefinición de los criterios de medición puede resultar útil también volver a la clásica y ya prácticamente
olvidada distinción entre trabajo productivo e improductivo, al menos en una de sus dos posibles denotaciones: la
que pone su atención en la diferencia entre trabajo acumulable y no acumulable.
24
La precarización del empleo y el crecimiento del desempleo bajo variadas formas, fenómenos persistentemente
consignados en los informes de la OIT, nos confrontan de lleno a una de las grandes paradojas del mundo actual:
se producen y ganan fuerza, deteriorando gravemente la situación de los trabajadores, precisamente cuando la
productividad del trabajo es mayor que nunca en la historia, tanto que permitiría una reducción significativa de la
jornada de trabajo creando automáticamente con ello las ansiadas oportunidades de empleo que hoy escasean. El
impedimento para que ello ocurra no es técnico, ni es tampoco la existencia de algún tipo de escasez, sino única y
exclusivamente social: la capacidad política evidenciada por el gran capital para retener exclusivamente para sí, en
beneficio propio, las enormes ganancias en productividad que se han venido registrando a lo largo del tiempo. En
este contexto el interés del capital se orienta no hacia la distribución de los beneficios mediante la reducción de la
extensión de la jornada de trabajo que la mayor productividad hace posible, lo cual permitiría la creación de más y
mejores empleos, sino, por el contrario, en intensificar su presión sobre el trabajo asalariado buscando reducir los
costos de producción y elevar las tasas de ganancia mediante una mayor precarización de la relación laboral y de
los derechos de los trabajadores y mayores exigencias de capacitación y rendimiento de la fuerza de trabajo.

14
período histórico que se abre ante nosotros: el período de la transición desde una economía
mundial sometida a la lógica del capital y a las relaciones de dominio imperialista que la
acompañan hacia el nuevo orden económico planetario que la inmensa mayoría de la humanidad
anhela y se esfuerza por establecer, aunque sea en términos aún confusos, sobre una base de
justicia, paz y cooperación entre todas las naciones. Las dificultades son ciertamente inmensas,
pero si finalmente la humanidad ha de sobrevivir a las graves amenazas que hoy se ciernen sobre
ella no tiene más alternativa que encarar y empeñarse por superar decididamente esos peligros.
En rigor, la disyuntiva crucial a la que hoy nos enfrentamos es la misma que identificara en
parecidos términos hace casi un siglo la destacada luchadora Rosa Luxemburgo, sólo que en el
contexto de una crisis de alcances aún más trágicos: solidaridad o barbarie.25

5. Conclusiones

De los planteamientos desarrollados a lo largo de esta ponencia, es posible dejar sentadas algunas
conclusiones cuyos aspectos principales intentaremos resumir a continuación en forma de tesis:

1. El llamado de la Iglesia a construir una cultura de la solidaridad, y como parte de ella una
economía de la solidaridad, entronca no sólo con las enseñanzas de una ética cristiana cuyos
fundamentos se remontan a los mismos evangelios y a las doctrinas de los primeros padres,
sino que sintoniza también con la rica y secularizada tradición filosófica de la modernidad,
muy directamente plasmada en las banderas programáticas del movimiento obrero y socialista
y en su tenaz y decidida reivindicación de derechos ciudadanos, no sólo individuales sino
también colectivos, no sólo civiles y políticos sino también económicos y sociales, en una
perspectiva de avance hacia la construcción de una sociedad con real democracia y justicia
social. Ambas tradiciones pueden nutrir un vasto campo de colaboración mutua en la medida
en que ese objetivo sea asumido en forma coherente en el plano de las ideas y consecuente en
el plano de la acción.

2. Todas las experiencias acumuladas en esa dirección son, sin duda, valiosas pero resultan
claramente insuficientes en un mundo tan fuertemente globalizado como el actual. La crisis
civilizatoria del presente plantea de manera imperativa y urgente la necesidad de una clara y
decidida reivindicación de la solidaridad a una escala equivalente, es decir, a una escala
global. Lo que se requiere es avanzar con rapidez hacia una sociedad mundial democrática y
solidaria, capaz de gobernar cabalmente su economía y de garantizar que ella pueda operar en
beneficio de la humanidad en su conjunto, asegurando a todos sus miembros la posibilidad de
disfrutar de una vida digna, segura y acorde en cuanto a confort a las inmensas posibilidades
que actualmente abre el desarrollo científico-técnico alcanzado. La economía de la
solidaridad constituye no sólo un imperativo de carácter ético sino también el medio idóneo
para encarar y superar los gravísimos y complejos problemas del presente.

25
La disyuntiva planteada por Rosa Luxemburgo fue en realidad “socialismo o barbarie” en un momento en que la
explosión de esta última, detonada por la crisis del capitalismo, asomaba ya su rostro bajo la forma de las nuevas y
más devastadoras guerras que traería consigo el siglo XX. Luego, tras el abominable asesinato de la propia Rosa,
se completaría el cuadro con la irrupción del fascismo, el holocausto, el lanzamiento de bombas atómicas sobre
poblaciones civiles, la catástrofe ambiental y un largo, y prácticamente inconmensurable, etcétera.

15
3. El camino para avanzar en esa dirección se sitúa esencialmente sobre el terreno político e
ideológico, y no en el de una prédica exclusivamente moral e individual, asumiendo además,
y no ignorando, la realidad del conflicto de intereses que se desarrolla en el seno de la
sociedad actual y la necesidad de superarlo. Los principales problemas que encaramos
tampoco son principalmente de orden técnico. Ellos tienen que ver fundamentalmente con la
dirección que hoy siguen las actividades económicas y, por tanto, con las motivaciones que
orientan la toma de las decisiones más importantes. La preocupación por la situación de los
pobres y oprimidos exige ponerse claramente de su lado, rechazando toda forma de atropello
de sus derechos. A su vez, la preservación del medioambiente y de la paz mundial exigen
igualmente encarar los problemas de fondo que tienen directamente que ver con las
estructuras de intereses y de poder que hoy prevalecen en el mundo. Es necesario remover
esas estructuras, lo que sólo será posible mediante un accionar político de gran envergadura.

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Como citar este artículo:

Gonzalorena, Jorge (2006): “Economía de la competencia o de la solidaridad global: dilema ético


y existencial del presente”, Oikos N°21, 7-31, EAE, Universidad Católica Silva
Henríquez (UCSH), Santiago de Chile
 http://www.edicionesucsh.cl/oikos/oikos21/oikos21_1.html 

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