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Desde los inicios de la predicación evangélica hasta la época moderna, y por supuesto en
ella, la historia de la Iglesia católica en Colombia ha estado fuertemente marcada por el
signo de la contradicción y la discordia. Se diría que esto nada tiene de particular pues ello
hace parte de la vocación cristiana. Sin embargo, una ojeada sobre los hechos más
significativos de esa historia nos muestra no sólo la coloración tan particular de sus
conflictos, sino que éstos y las tensiones han dominado sobre su acción evangelizadora, sin
que pueda hablarse de una tregua larga o duradera de descanso.
Soy uno de aquellos pocos que no cree que pueda achacarse al Patronato español, al menos
con las tintas con que suele hacerse, la causa de las contradicciones que sufrió la Iglesia
católica colombiana en la época colonial, y tampoco creo que los grandes choques Iglesia-
Estado que se produjeron en el siglo XIX tengan como única causa el anticlericalismo de
los liberales o la irrupción de las logias masónicas, como viene afirmándose desde hace
mucho tiempo. Creo más bien que los grandes conflictos históricos de la Iglesia católica en
Colombia se han originado en el seno de la misma Iglesia y que de sus causas hay que
responsabilizar en gran parte a sus propios ministros, llámense obispos, religiosos o
sacerdotes, pues durante la época colonial la Corona española jamás coartó la libertad de la
Iglesia en el proceso evangelizador, ni puso límites a sus iniciativas apostólicas, y cuando
después los gobiernos liberales criollos del siglo XIX lo hicieron, fue porque encontraron
buen pretexto en las actitudes generalmente politiqueras de los evangelizadores o en su
conducta contradictoria. Voy a referirme solamente a las situaciones que comúnmente
afloran en la documentación de primera mano, hoy ya muy conocida y divulgada, más no
analizada con imparcialidad o sin prejuicios.
A pesar del inmenso trabajo que implicó la creación y puesta en marcha de las bases
embrionarias de la vida eclesiástica, pronto hizo su aparición el antagonismo y la
disociación entre los principales agentes de la evangelización, por celos de jurisdicción y
poder, pero detrás de los cuales siempre se hallan encubiertos intereses de orden
económico, siendo ésta la principal y más dramática contradicción para la misión que
pretendían instaurar. Por otra parte el indiferentismo de unos hacia los otros, cada orden
religiosa encasillada en su propia parcela feudal, llámese su doctrina o su convento, o su
parroquia, irradió sobre los indios o sobre los fieles en general una imagen de desunión y
de particularismos. Son innumerables los pleitos que se suscitaron entre los religiosos y los
sacerdotes seculares, y entre éstos y aquéllos, por motivos de jurisdicción o de privilegios.
En segundo lugar, aunque haya que distribuir equitativamente entre el poder civil
representado en la Real Audiencia y entre los frailes mismos, la responsabilidad de la
grave situación que se dio en las doctrinas (o parroquias de indios), las quejas sobre la
conducta de los curas doctrineros sobrepasan en mucho a los pocos elogios sobre la de los
buenos. Por lo general los doctrineros son acusados de gravar a los indios con excesivas
cargas pecuniarias o en especie, de multiplicar los estipendios por los servicios religiosos y
hasta de propiciar castigos corporales a los indios, de negligencia en el oficio pastoral, de
un marcado interés por el dinero, y de que algunos, más que en ministros de Dios, se
habían constituidos en granjeros o criadores de caballos. La situación era tan apremiante en
1564, por ejemplo, que el presidente Andrés Venero de Leiva pedía al Consejo de Indias
que para los dominicos y los franciscanos se enviaran superiores "de mucha cristiandad y
buen ejemplo", y que fueran de madura edad, porque según decía: "las cosas que por aquí
pasan no se pueden referir ni son para carta".
Por otra parte, entre los religiosos de una misma Orden, antes de que se hubiera
comenzado a configurar el personal criollo de sus provincias, se dio una marcada división
partidista, sobre todo entre los franciscanos y los agustinos, por razones de regionalismo,
caracterizada por el rechazo que los castellanos o de otras regiones de la Península hacían
de los "frailes andaluces", de quienes pedían que no se les dejase pasar a estas partes
porque con sus costumbres perjudicaban la predicación. Cuando el número de frailes
criollos fue mayor que el de los peninsulares, esta división se aumentó, a tal punto que
enfrentó a los dos grupos en una verdadera guerra de bandos por el poder, especialmente
con ocasión de los capítulos provinciales, pero que también se traducía en actitudes de
desdén o de desconfianza de unos hacia los otros en la vida cotidiana o en el apostolado.
Pero mayor, y de peores consecuencias, fue el antagonismo que se dio entre los religiosos
y el clero secular, sobre todo a partir de 1583, cuando el arzobispo de Santafé, y tras él los
obispos de Cartagena y Popayán, decidieron retirar a los frailes de la administración de las
doctrinas y entregárselas a sacerdotes de su propio clero, apoyándose en que éstos por ser
nativos sabían la lengua de los indios, mientras que la mayoría de los frailes las ignoraban.
Diversos episodios de mucha animosidad y de mutuas recriminaciones se dieron entre los
dos cleros, que sentaron las bases para un distanciamiento mutuo que se aumentó con el
correr del tiempo y que nunca cedió, siendo a un estado de indiferencia permanente a lo
máximo que se llegó, y a que los sacerdotes diocesanos considerasen siempre a los frailes
como intrusos en el oficio parroquial. Posición que ciertamente vino a ser consagrada por
la decisión papal de 1754 de poner en manos del clero secular todas las doctrinas o
parroquias que venían siendo administradas por religiosos.
Tampoco fueron cordiales las relaciones entre los religiosos y los obispos, aun cuando
éstos pertenecieran a la misma orden, como en el caso de los dos primeros arzobispos de
Santafé que, siendo franciscanos, tuvieron serios enfrentamientos con sus propios
hermanos, particularmente fray Luis Zapata de Cárdenas (1573-1590).
A pesar de las pésimas condiciones morales de una buena parte de los principales agentes
de la evangelización en Colombia, o de su deficiente preparación para el ministerio
sacerdotal, la tónica generalizada de los historiadores de la Iglesia ha sido la de insistir más
en la abnegación y el sacrificio de los misioneros, que la de ahondar en el examen crítico y
sin prejuicios de sus acciones. Las siguientes palabras son representativas de esa
concepción, por demás romántica e irreal: "Mientras los soldados y las fuerzas de
ocupación desmentían y anulaban las palabras del Evangelio, las actitudes de los
misioneros, su opción radical por el pobre, su intensa dedicación al rescate del marginado,
el jugarse la vida, inclusive a arriesgarse a permanecer lejos de todo auxilio, para
identificarse con los indígenas y para llevar a cabo una verdadera inserción entre los más
miserables, todo esto reforzaba la idea de la encarnación de un Dios comprometido con la
liberación del pecador y con la lucha en contra de la muerte y de la injusticia".
Mientras estas evidencias nunca se le rebatieron al "Gran General" Mosquera, sino que
desde entonces se le calificó como al peor enemigo de la Iglesia neogranadina, años más
tarde el desterrado obispo de Popayán, Carlos Bermúdez, desde su exilio en Santiago de
Chile, sin mencionar para nada la conducta ni los procederes de los ministros de la Iglesia,
hacía depender las desgracias de la Iglesia y de la patria, de otras causas. La siguiente era
la interpretación suya de los hechos, transmitida a sus fieles de Popayán en una carta
pastoral de 1878: "Inaugurada la administración liberal bajo los auspicios de los sicarios
que en 7 de marzo de 1849 blandieron sus puñales contra los representantes del pueblo
para forzarlos a elegir en Presidente a un caudillo de siniestra nombradía, comenzó para
nuestra Patria esa larga era de atentados inauditos contra la religión, la propiedad y el
hogar, cuyo término no alcanza a divisar el ojo más perspicaz…"
LA IGLESIA EN EL SIGLO XX
Las reformas al Concordato
Por: Fernán E. González, S.J.
Por esto, esos años se vieron caracterizados por una intensa polarización en torno a la
reforma constitucional de 1936, a la cual se opuso el episcopado en pleno y el directorio
conservador: no se podía admitir como Constitución colombiana, afirmaban los obispos,
"una cosa" que no interpretaba "los sentimientos y el alma religiosa de nuestro pueblo",
pues se suprimía el nombre de Dios del encabezamiento del texto constitucional y la
mención de la religión católica como elemento esencial del orden social. Además, se
suprimía el reconocimiento explícito de los derechos de la Iglesia, su exención de
impuestos para templos y seminarios, su dirección de la educación, etc. Se hablaba,
afirman los obispos, de "libertad de cultos en vez de una razonable tolerancia", se sustituye
la mención de "la moral cristiana" por la de "orden moral", que es "una frase vaga y
ambigua". En resumen, sostienen los obispos, se cambiaba "la fisonomía de una
Constitución netamente cristiana por la de una Constitución atea".
Por su parte, la propia Iglesia católica experimentaba entonces cambios profundos, que
tomaron por sorpresa a buena parte de sus jerarcas y clérigos: el Concilio Vaticano II
significó un importante intento de diálogo con el mundo moderno surgido de la Ilustración,
al subrayar la dimensión histórica de la Iglesia como pueblo de Dios en marcha a través de
los avatares de la historia, al lado de otros pueblos con otras creencias, lo mismo que la
concepción de libertad religiosa. La inmensa mayoría de los jerarcas y del clero
colombianos habían sido educados en la lucha contra esa idea, por lo que algunos llegaron
a confesar que les habían desencuadernado sus manuales de teología. Por eso, estas
contradicciones latentes se hicieron manifiestas cuando los obispos regresaron a sus sedes
y empezaron a ser confrontados por sus cleros en nombre de las doctrinas que ellos habían
aprobado y se vieron sobrepasados por el dinamismo que los documentos conciliares
produjeron entre curas y laicos, sobre todo en la juventud. Esta desigual asimilación de los
nuevos enfoques se manifestaba en diferentes posiciones, sobre todo en materias sociales,
económicas y políticas: el entusiasmo de muchos clérigos y laicos por llevar hasta sus
últimas consecuencias el llamado aggiornamento o puesta al día de la Iglesia frente al
mundo moderno contrastaba con los intentos tímidos y desconfiados de la mayoría de los
jerarcas.
Esta diversidad de posiciones, que mostraba una desigual asimilación del Vaticano II y de
los documentos de Medellín, se hizo patente en la discusión en torno al nuevo Concordato
de 1973, aprobado por los dos partidos tradicionales, a pesar de la oposición teórica de
bastantes liberales y de algunos miembros del clero denominado "progresista". El nuevo
Concordato, aunque suprimía algunas disposiciones aberrantes, estaba lejos de concordar
con las posiciones teóricas del nuevo espíritu conciliar. En la discusión, se hizo todo lo
posible para que no aparecieran posiciones divergentes dentro de la Iglesia católica, ya que
la imagen de monolitismo era esencial para la negociación en que se enfrenta al Estado
como sociedad perfecta frente a sociedad perfecta. A pesar de algunas propuestas para
denunciar el Concordato vigente, esta situación aparece reeditada en 1985, cuando el país
fue sorprendido por una ratificación, por tiempo indefinido, del tratado con sólo unas
modificaciones mínimas: los casos de separación de cuerpos serían conocidos por los
jueces de circuito (antes sólo lo hacían los tribunales superiores y la Corte Suprema) y eran
suprimidos los llamados privilegios paulino y petrino, reconocidos hasta entonces por la
ley colombiana.
Sin embargo, el país había venido cambiando: en ese sentido, fue muy diciente que en 1986
tanto el candidato conservador, Alvaro Gómez Hurtado, como el entonces candidato
liberal, Virgilio Barco, se mostraran abiertamente partidarios de modificar la legislación
matrimonial en el sentido de devolver al Estado la jurisdicción plena sobre los efectos
civiles de todo matrimonio, incluido el católico. En esa misma línea, el presidente Barco
propuso en 1987 modificar el Concordato para regular sobre el derecho de familia y la
libertad de enseñanza.
OTRAS IGLESIAS
La diversidad protestante en Colombia
Por: Ana Mercedes Pereira
Con la instauración del Olimpo Liberal a finales del siglo XIX y la expulsión de los
jesuitas y de algunos obispos y sectores del clero por parte de los liberales radicales, llegan
al país misioneros protestantes para contrarestar la influencia de la Iglesia católica en la
sociedad colombiana: "... Las minorías protestantes se vieron objetivamente aliadas con
sectores liberales radicales quienes fueron los que durante el siglo XIX lucharon por
reformas más de fondo respecto al papel de la Iglesia católica en la sociedad", señala Paolo
Moreno historiador de las sociedades Bíblicas en Colombia, quien también anota que desde
1869 hasta 1928 el campo educativo va a ser uno de los esenarios prioritarios de la acción
de grupos misioneros, a través de la educación en escuelas y colegios. La Iglesia
presbiteriana fue una de las de mayor presencia e influencia en estos contextos. A través de
los Colegios Americanos creados en Barranquilla, Bogotá, Cali y otras ciudades y
posteriormente con su Seminario, lograron cimentar las bases de una cultura "protestante"
en sectores de clases medias y altas. Actualmente y en contextos más derivados de la
Constitución del 91 (libertad de cultos, pluralidad cultural, etc), esta iglesia incursiona en
un proyecto universitario en Barranquilla, espacio en el que se forman nuevos liderazgos
protestantes y seculares de la region.