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LA IGLESIA CATOLICA EN COLOMBIA

Entre la tensión y el conflicto


Por: Luis Carlos Mantilla R., O.F.M.

Tomado de: Revista Credencial Historia.


(Bogotá - Colombia). Edición 153
Septiembre de 2002
 

Desde los inicios de la predicación evangélica hasta la época moderna, y por supuesto en
ella, la historia de la Iglesia católica en Colombia ha estado fuertemente marcada por el
signo de la contradicción y la discordia. Se diría que esto nada tiene de particular pues ello
hace parte de la vocación cristiana. Sin embargo, una ojeada sobre los hechos más
significativos de esa historia nos muestra no sólo la coloración tan particular de sus
conflictos, sino que éstos y las tensiones han dominado sobre su acción evangelizadora, sin
que pueda hablarse de una tregua larga o duradera de descanso.

Lo paradójico de esta situación es que las mayores dificultades y estorbos no han


procedido de sus enemigos exteriores, ni de ataques contra la doctrina, pues durante más
de tres siglos jamás tuvo que enfrentarse con otras formas de religión cristiana, ni tampoco
fue controvertida su enseñanza, pues la Iglesia católica fue la única religión que tuvo una
existencia reconocida en Colombia hasta 1856, año en que hizo su aparición la Iglesia
presbiteriana, primera denominación protestante permanente establecida en el país, pero
cuando ya el catolicismo ejercía una influencia dominante sobre la cultura y la sociedad en
todos los campos y podía decirse abiertamente que la población en su inmensa mayoría era
católica. Resultaría muy extenso señalar las contradicciones y conflictos que afectaron o
retardaron el fruto cosechado por la predicación evangélica en Colombia en el dilatado
espacio de los tres siglos de la época colonial, y obviamente no me voy a referir a todos
ellos en el reducido espacio de este artículo, menos aún a las consabidas tensiones de la
Iglesia con el Estado, pues para quienes están acostumbrados a leer la historia de la Iglesia
católica en tono apologético o edificante, los principales fallos en la evangelización se
debieron a la injerencia del poder civil en los asuntos eclesiásticos.

Soy uno de aquellos pocos que no cree que pueda achacarse al Patronato español, al menos
con las tintas con que suele hacerse, la causa de las contradicciones que sufrió la Iglesia
católica colombiana en la época colonial, y tampoco creo que los grandes choques Iglesia-
Estado que se produjeron en el siglo XIX tengan como única causa el anticlericalismo de
los liberales o la irrupción de las logias masónicas, como viene afirmándose desde hace
mucho tiempo. Creo más bien que los grandes conflictos históricos de la Iglesia católica en
Colombia se han originado en el seno de la misma Iglesia y que de sus causas hay que
responsabilizar en gran parte a sus propios ministros, llámense obispos, religiosos o
sacerdotes, pues durante la época colonial la Corona española jamás coartó la libertad de la
Iglesia en el proceso evangelizador, ni puso límites a sus iniciativas apostólicas, y cuando
después los gobiernos liberales criollos del siglo XIX lo hicieron, fue porque encontraron
buen pretexto en las actitudes generalmente politiqueras de los evangelizadores o en su
conducta contradictoria. Voy a referirme solamente a las situaciones que comúnmente
afloran en la documentación de primera mano, hoy ya muy conocida y divulgada, más no
analizada con imparcialidad o sin prejuicios.

Ante todo debemos recordar que los agentes de la primera evangelización, o


evangelización fundante de Colombia, fueron los dominicos y los franciscanos, quienes
habiendo salido de España y llegado en 1550 a Santafé de Bogotá, en ese mismo año
dieron inicio formal a su trabajo con los indios del Nuevo Reino de Granada,
esparciéndose rápidamente por los distintos rincones de la geografía nacional. En 1575
vinieron los agustinos, y sólo a comienzos del siglo XVII vinieron los jesuitas a sumarse a
tan inmenso trabajo. Para entonces ya tenían existencia jurídica las diócesis de Santa Marta
(1534), Cartagena (1534) y Popayán (1546). En 1562 se traslada la diócesis samaria a
Santafé y ésta es elevada a la categoría de arquidiócesis en 1564. Sobre este esquema
cronológico y sobre los hombros de estas órdenes religiosas descansa el mayor peso de la
evangelización, si bien fue también notable la participación de sacerdotes diocesanos o del
clero secular quienes, como es sabido, inicialmente vinieron únicamente para el servicio
pastoral de los españoles y se mantuvieron dentro de las parroquias o dentro de los cargos
burocráticos de las catedrales, dejando el trabajo con los indios como tarea propia de los
religiosos.
 

A pesar del inmenso trabajo que implicó la creación y puesta en marcha de las bases
embrionarias de la vida eclesiástica, pronto hizo su aparición el antagonismo y la
disociación entre los principales agentes de la evangelización, por celos de jurisdicción y
poder, pero detrás de los cuales siempre se hallan encubiertos intereses de orden
económico, siendo ésta la principal y más dramática contradicción para la misión que
pretendían instaurar. Por otra parte el indiferentismo de unos hacia los otros, cada orden
religiosa encasillada en su propia parcela feudal, llámese su doctrina o su convento, o su
parroquia, irradió sobre los indios o sobre los fieles en general una imagen de desunión y
de particularismos. Son innumerables los pleitos que se suscitaron entre los religiosos y los
sacerdotes seculares, y entre éstos y aquéllos, por motivos de jurisdicción o de privilegios.

En segundo lugar, aunque haya que distribuir equitativamente entre el poder civil
representado en la Real Audiencia y entre los frailes mismos, la responsabilidad de la
grave situación que se dio en las doctrinas (o parroquias de indios), las quejas sobre la
conducta de los curas doctrineros sobrepasan en mucho a los pocos elogios sobre la de los
buenos. Por lo general los doctrineros son acusados de gravar a los indios con excesivas
cargas pecuniarias o en especie, de multiplicar los estipendios por los servicios religiosos y
hasta de propiciar castigos corporales a los indios, de negligencia en el oficio pastoral, de
un marcado interés por el dinero, y de que algunos, más que en ministros de Dios, se
habían constituidos en granjeros o criadores de caballos. La situación era tan apremiante en
1564, por ejemplo, que el presidente Andrés Venero de Leiva pedía al Consejo de Indias
que para los dominicos y los franciscanos se enviaran superiores "de mucha cristiandad y
buen ejemplo", y que fueran de madura edad, porque según decía: "las cosas que por aquí
pasan no se pueden referir ni son para carta".

Por otra parte, entre los religiosos de una misma Orden, antes de que se hubiera
comenzado a configurar el personal criollo de sus provincias, se dio una marcada división
partidista, sobre todo entre los franciscanos y los agustinos, por razones de regionalismo,
caracterizada por el rechazo que los castellanos o de otras regiones de la Península hacían
de los "frailes andaluces", de quienes pedían que no se les dejase pasar a estas partes
porque con sus costumbres perjudicaban la predicación. Cuando el número de frailes
criollos fue mayor que el de los peninsulares, esta división se aumentó, a tal punto que
enfrentó a los dos grupos en una verdadera guerra de bandos por el poder, especialmente
con ocasión de los capítulos provinciales, pero que también se traducía en actitudes de
desdén o de desconfianza de unos hacia los otros en la vida cotidiana o en el apostolado.

Pero mayor, y de peores consecuencias, fue el antagonismo que se dio entre los religiosos
y el clero secular, sobre todo a partir de 1583, cuando el arzobispo de Santafé, y tras él los
obispos de Cartagena y Popayán, decidieron retirar a los frailes de la administración de las
doctrinas y entregárselas a sacerdotes de su propio clero, apoyándose en que éstos por ser
nativos sabían la lengua de los indios, mientras que la mayoría de los frailes las ignoraban.
Diversos episodios de mucha animosidad y de mutuas recriminaciones se dieron entre los
dos cleros, que sentaron las bases para un distanciamiento mutuo que se aumentó con el
correr del tiempo y que nunca cedió, siendo a un estado de indiferencia permanente a lo
máximo que se llegó, y a que los sacerdotes diocesanos considerasen siempre a los frailes
como intrusos en el oficio parroquial. Posición que ciertamente vino a ser consagrada por
la decisión papal de 1754 de poner en manos del clero secular todas las doctrinas o
parroquias que venían siendo administradas por religiosos.

Tampoco fueron cordiales las relaciones entre los religiosos y los obispos, aun cuando
éstos pertenecieran a la misma orden, como en el caso de los dos primeros arzobispos de
Santafé que, siendo franciscanos, tuvieron serios enfrentamientos con sus propios
hermanos, particularmente fray Luis Zapata de Cárdenas (1573-1590).

A estas viejas contradicciones, que obviamente afectaron la vida de la Iglesia desde la


primitiva evangelización, y que persistieron a lo largo de la época colonial, vino a sumarse
ya al final de la misma la plaga de la "torpe ignorancia de una gran parte de los ministros
curas", de que hablaba el arzobispo santafereño Fernando del Portillo en 1802, de quienes
decía que "...de éstos no son pocos los que ni escribir saben, ni inteligenciarse de más
asuntos que los que conciernen a sus ideas y modos de pensar y vivir, en no pocos,
criminal, y en otros y los más, grosero y envilecido, limitando al interés de sus ganancias
viles todos sus conatos y únicos esfuerzos de su corto talento, cuya corrección les es tan
dolorosa, como casi humanamente inasequible al prelado más celoso…" Similares a las de
su predecesor eran las palabras con las que el arzobispo Fernando Caycedo y Flórez se
dirigía al Congreso de la República en 1823 suplicándole ayuda para la creación de un
nuevo seminario, que viniese a remediar la triste situación de los candidatos al sacerdocio:
"No vemos otra cosa, señores, todos los días, con sumo dolor de nuestro corazón, que
pretender órdenes, y aun parroquias, una caterva de jóvenes y entre ellos muchos de bien
adelantada edad que dejan de las manos el fusil, si son soldados, y si no lo son porque se lo
pongan en ellas temiendo el rigor y fatigas de la carrera militar. Otros apenas acaban de
soltar de las manos el arado y la azadón, cuando pretenden el ministerio sacerdotal, toman
en ellas el breviario y el misal sin entenderlos. Muchos desnudándose del alpargate y la
ruana, al día siguiente los vemos vestidos con la sotana y el manteo…" Un laico católico,
Manuel del Socorro Rodríguez, en carta a un amigo se quejaba de la decadencia del clero
en Santafé y le decía: "…Son por lo común colocados en esta dignidad sublime del
magisterio público los hombres más despreciables por su calidad, los más odiosos por sus
notorios vicios y los más a propósito para sembrar en el pueblo las semillas del libertinaje
y de la insurrección…".

A pesar de las pésimas condiciones morales de una buena parte de los principales agentes
de la evangelización en Colombia, o de su deficiente preparación para el ministerio
sacerdotal, la tónica generalizada de los historiadores de la Iglesia ha sido la de insistir más
en la abnegación y el sacrificio de los misioneros, que la de ahondar en el examen crítico y
sin prejuicios de sus acciones. Las siguientes palabras son representativas de esa
concepción, por demás romántica e irreal: "Mientras los soldados y las fuerzas de
ocupación desmentían y anulaban las palabras del Evangelio, las actitudes de los
misioneros, su opción radical por el pobre, su intensa dedicación al rescate del marginado,
el jugarse la vida, inclusive a arriesgarse a permanecer lejos de todo auxilio, para
identificarse con los indígenas y para llevar a cabo una verdadera inserción entre los más
miserables, todo esto reforzaba la idea de la encarnación de un Dios comprometido con la
liberación del pecador y con la lucha en contra de la muerte y de la injusticia".
 

La negación de los signos de contradicción y de permanente conflicto interno en que se ha


movido la historia de la Iglesia colombiana por culpa de sus propios evangelizadores, y la
tendencia a tildar de "prejuicios anticlericales" a quienes los señalan, no sólo ha
imposibilitado la comprensión de los enfrentamientos que se dieron entre la Iglesia y el
Estado en la segunda mitad del siglo XIX, y las fisuras irremediables que allí tuvieron
origen, sino que ha inducido a una lectura equivocada de los hechos y sus causas, y llevado
a satanizar a personajes católicos, pero que tenían otra percepción de lo que había sido y lo
que debía ser el papel de la Iglesia, particularmente el de sus ministros. A este propósito
son sintomáticas las palabras con las que el presidente Tomás Cipriano de Mosquera
delineó al papa Pío IX la actitud del clero neogranadino, cuando fue requerido por el
pontífice sobre sus procederes contra la Iglesia y sus ministros en 1861: "…La
prescindencia del poder público en negocios puramente espirituales no fue debidamente
apreciada por una parte del episcopado granadino ni por el delegado apostólico,
mezclándose uno y otro en cuestiones políticas, y queriendo identificar los asuntos
religiosos con las cuestiones políticas que por desgracia tienen dividida esta nación. Los
obispos de Pasto y Pamplona, con parte de su clero, se mezclaron en apoyo de un partido
para servirse de la religión como instrumento eleccionario de los magistrados políticos. Un
canónigo de Bogotá, el padre Sucre, se unió a un club eleccionario, y desoyendo a su
prelado el arzobispo, hizo dirigir una circular a todos los curas del arzobispado para que se
cambiase la candidatura del general Herrán por la de Julio Arboleda, que era el candidato
que destruía la constitución federal. Muchos eclesiásticos se han complicado en la
revolución, abusando de su ministerio pastoral, para excitar las masas a la rebelión contra
los gobiernos constitucionales de los Estados; algunos de ellos han tomado las armas, y no
falta el escándalo de haber muerto un cura combatiendo a la cabeza de una guerrilla […]
Tenemos que lamentar generalmente en nuestra nación la falta de seminarios en donde se
eduquen jóvenes para el sacerdocio; y la carrera eclesiástica ha venido a ser una profesión
de lucro, dedicándose a ella hombres sin ciencia, y que han sido ordenados muchos
individuos sin saber siquiera el latín; de modo que ejercen el ministerio sacerdotal sin
entender la Sagrada Escritura ni las oraciones que dicen en la misa. Con mucho
sentimiento tengo que decir a Vuestra Santidad que un número crecido de curas vive
amancebado escandalosamente, por lo cual no pueden predicar la moral, y se observa que
sus prédicas son contraídas a recomendar el pago de contribuciones eclesiásticas para
emplear sus productos en sus familias y no en el culto…". Años más tarde, en el diálogo
que sostuvo el mismo Mosquera en Londres con el arzobispo Manning, por encargo que a
éste le hiciera Pío IX, el presidente se sostenía en el diagnóstico que había hecho al
pontífice sobre los graves problemas que afectaban a la Iglesia de la Nueva Granada, y
ante el arzobispo de Westminster volvía a culpar a los sacerdotes de que, "en vez de ser
Ministros de Dios Nuestro Señor Jesucristo por vocación, han venido a ser una especie de
empleados, y el sacerdocio se volvió una carrera política y los beneficios se daban por los
méritos civiles y no por las virtudes apostólicas: en consecuencia, hombres que entraron al
sacerdocio sin vocación, daban rienda a las pasiones de la carne y no han mantenido el
celibato eclesiástico con uniones escandalosas y lo peor de todo repetidas y muchas veces
incestuosas. En medio de este clero corrompido hay y ha habido un pequeño número de
prelados y ministros dignos de respeto y que hacen honor a la Iglesia; pero por desgracia
existen ya muy pocos de éstos, llenos de pena y aflicción por lo que sufre la Iglesia y la
sana moral..."

Mientras estas evidencias nunca se le rebatieron al "Gran General" Mosquera, sino que
desde entonces se le calificó como al peor enemigo de la Iglesia neogranadina, años más
tarde el desterrado obispo de Popayán, Carlos Bermúdez, desde su exilio en Santiago de
Chile, sin mencionar para nada la conducta ni los procederes de los ministros de la Iglesia,
hacía depender las desgracias de la Iglesia y de la patria, de otras causas. La siguiente era
la interpretación suya de los hechos, transmitida a sus fieles de Popayán en una carta
pastoral de 1878: "Inaugurada la administración liberal bajo los auspicios de los sicarios
que en 7 de marzo de 1849 blandieron sus puñales contra los representantes del pueblo
para forzarlos a elegir en Presidente a un caudillo de siniestra nombradía, comenzó para
nuestra Patria esa larga era de atentados inauditos contra la religión, la propiedad y el
hogar, cuyo término no alcanza a divisar el ojo más perspicaz…"
LA IGLESIA EN EL SIGLO XX
Las reformas al Concordato
Por: Fernán E. González, S.J.

Tomado de: Revista Credencial Historia.


(Bogotá - Colombia). Edición 153
Septiembre de 2002
 

A pesar de las polémicas en torno a la educación y al matrimonio, el liberalismo había


terminado por aceptar el Concordato de 1887, pero sin abandonar su aspiración a reformar
al texto vigente, para adaptarlo a la realidad nacional, como proclamó en la Convención
Liberal de 1935: allí aclara que no es de su esencia ser un partido de propaganda religiosa
ni antirreligiosa, pero proclama la libertad de cultos y se muestra partidario de la escuela
gratuita, única, laica y obligatoria. También considera que la vida civil debe ser regida por
la ley civil: por ello, debe llevarse el divorcio vincular a la legislación nacional.

Por esto, esos años se vieron caracterizados por una intensa polarización en torno a la
reforma constitucional de 1936, a la cual se opuso el episcopado en pleno y el directorio
conservador: no se podía admitir como Constitución colombiana, afirmaban los obispos,
"una cosa" que no interpretaba "los sentimientos y el alma religiosa de nuestro pueblo",
pues se suprimía el nombre de Dios del encabezamiento del texto constitucional y la
mención de la religión católica como elemento esencial del orden social. Además, se
suprimía el reconocimiento explícito de los derechos de la Iglesia, su exención de
impuestos para templos y seminarios, su dirección de la educación, etc. Se hablaba,
afirman los obispos, de "libertad de cultos en vez de una razonable tolerancia", se sustituye
la mención de "la moral cristiana" por la de "orden moral", que es "una frase vaga y
ambigua". En resumen, sostienen los obispos, se cambiaba "la fisonomía de una
Constitución netamente cristiana por la de una Constitución atea".

Además, se quejaba el episcopado, la reforma admitía el divorcio vincular prescindiendo


del Concordato vigente, declaraba la beneficencia pública como función del Estado, al que
otorgaba una intromisión inadmisible en las obras asistenciales de la Iglesia, a la que
obligaba a recibir en sus colegios privados a "los hijos naturales", sin distinción de raza ni
de religión. Consideraban los obispos que la reforma constitucional estaba "preñada de
tempestades y luchas religiosas", pues los legisladores verían que no era fácil "imponer a
un pueblo creyente instituciones contrarias a la religión que profesa". Pero, en realidad, la
reforma sólo pretendía una normal secularización de la vida política y de la legislación
colombianas, que chocaba lógicamente con la mentalidad sacralizada, de tipo
constantiniano, de la mayoría de la jerarquía y clero del país.

Esta polémica se proyectaría en la discusión en torno al Concordato de 1942, que buscaba


precisamente armonizar la situación de las relaciones Iglesia-Estado con el nuevo texto
constitucional. Según algunos analistas, en el curso de las negociaciones el gobierno liberal
había ido moderando sus exigencias inicialmente extremistas hasta contentarse con una
negociación parcial sobre matrimonio, registro civil y administración de cementerios. Por
esta "actitud tan conciliadora", el Vaticano aceptó la negociación y quiso aprovechar la
ocasión para desterrar los vestigios del patronato español, ocultos en el Concordato de
1887. Como resultado de cinco años de estudio y negociación, el 12 de abril de 1942 se
llegó a un acuerdo entre Darío Echandía y el cardenal Luis Maglione, en nombre de Pío
XII. La Santa Sede estaba interesada en excluir el privilegio presidencial de recomendación
de obispos, pero el acuerdo terminó reafirmando el derecho de veto presidencial a los
candidatos al episcopado, que se extendía ahora a los obispos coadjutores con derecho a
sucesión, aunque se hacía constar el principio de que el nombramiento pertenecía a la Santa
Sede y se suprimía el derecho de presentación de candidatos. Todos los obispos deberían
ser colombianos y jurar obediencia a las leyes nacionales, lo mismo que no participar ni
dejar participar al respectivo clero en "ningún acuerdo que pueda perjudicar el orden
público o a los intereses nacionales". Se reiteraba la obligación de la presencia de un
funcionario civil en los matrimonios católicos, las causas de separación matrimonial
pasaban a la justicia civil y la administración civil se hacía cargo de los cementerios.

Sin embargo, algunos sectores de la Iglesia y del partido conservador no estaban de


acuerdo con el arreglo conciliatorio, sino que consideraban que el nuevo texto
concordatario era fruto de un complot masónico, que no tenía en cuenta a la mayoría del
clero y la jerarquía, ni la realidad católica de la nación. Este ambiente polarizado explica
por qué el concordato de 1942 nunca entró en vigencia, a pesar de haber sido aprobado por
el Congreso, ya que el presidente se abstuvo de realizar el canje de ratificaciones, requerido
para su vigencia.

LA IGLESIA DURANTE EL FRENTE NACIONAL

Este ambiente de polarización en torno a las reformas modernizantes y secularizantes de la


república liberal de los años treinta prepara el contexto de la llamada Violencia de los años
cuarenta y cincuenta, cuyos desbordamientos obligaron a los partidos tradicionales al
acuerdo del Frente Nacional en 1957, que fue apoyado casi unánimemente por el
episcopado y clero católicos (con la excepción de monseñor Miguel Angel Builes) como un
regreso a la concordia. El texto del plebiscito, que tenía carácter de reforma constitucional,
representaba un cierto retorno a la confesionalidad del Estado, pues estaba encabezado en
nombre de Dios como fuente suprema de toda autoridad y reconocía que una de las bases
de la unidad nacional era el reconocimiento que los partidos hacían de la religión católica
como la de la nación: como tal, los poderes públicos deberían hacerla respetar como
elemento esencial del orden social. Además, la Comisión Política del liberalismo dio por
canceladas las pugnas de origen o pretexto religioso mientras un grupo de notables
liberales dirigió al cardenal primado Crisanto Luque una carta en la que se declaraban
"hijos sumisos de la Iglesia", manifestando que su vinculación al liberalismo era de
carácter exclusivamente político y rechazando los errores del liberalismo filosófico.

Así, el plebiscito retrotraía las relaciones Iglesia-Estado a las fórmulas conservadoras de


1886, con una diferencia importante: el plebiscito era obra de los dos partidos tradicionales.
Por eso, el Frente Nacional significó una ruptura de la dependencia abierta de la Iglesia
católica con respeto al partido conservador y el fin de sus conflictos tradicionales con el
partido liberal, al hacerla parte del régimen bipartidista. Para algunos, esta estrecha
identificación de la Iglesia católica con el régimen condujo a la disminución de su
capacidad crítica, especialmente en los problemas socioeconómicos, y terminó siendo
contraproducente.
 Los inconvenientes de esta situación se harían evidentes en la coyuntura de los años
sesenta y setenta, cuando la jerarquía se muestra incapaz de manejar creativamente el
fenómeno de los curas "rebeldes" o contestatarios, que mostraban una ruptura del consenso
interno de la Iglesia. Esta incapacidad era tal vez resultado del modelo con el cual estaba
acostumbrada a funcionar dentro de la sociedad colombiana: el control desde arriba de las
instituciones civiles consideradas como iguales o subordinadas a las eclesiásticas suponía,
como condición esencial, sostener una imagen monolítica de Iglesia, sin fisuras, para
negociar de igual a igual con el Estado, sin permitirse el lujo de aparecer dividida hacia
afuera. El problema es que ese modelo deja de funcionar cuando desaparece el consenso
sobre la legitimidad de las instituciones, que es precisamente lo que ocurre entonces en la
sociedad colombiana, cuyos rápidos y profundos cambios en menos de una generación
desconcertaron a observadores nacionales y extranjeros: la rápida secularización de las
capas medias y altas, la acelerada urbanización y metropolización del país, la consolidación
de nuevas clases medias, los cambios en la estructura familiar por la transformación del
papel de la mujer en la sociedad, la mayor apertura del país frente a las corrientes
mundiales de pensamiento, hicieron obsoletos los marcos institucionales y culturales que
los expresaban, sin que se consolidaran nuevos mecanismos para la expresión de una
sociedad rápidamente cambiante y cada vez más pluralista y multifacética.

Por su parte, la propia Iglesia católica experimentaba entonces cambios profundos, que
tomaron por sorpresa a buena parte de sus jerarcas y clérigos: el Concilio Vaticano II
significó un importante intento de diálogo con el mundo moderno surgido de la Ilustración,
al subrayar la dimensión histórica de la Iglesia como pueblo de Dios en marcha a través de
los avatares de la historia, al lado de otros pueblos con otras creencias, lo mismo que la
concepción de libertad religiosa. La inmensa mayoría de los jerarcas y del clero
colombianos habían sido educados en la lucha contra esa idea, por lo que algunos llegaron
a confesar que les habían desencuadernado sus manuales de teología. Por eso, estas
contradicciones latentes se hicieron manifiestas cuando los obispos regresaron a sus sedes
y empezaron a ser confrontados por sus cleros en nombre de las doctrinas que ellos habían
aprobado y se vieron sobrepasados por el dinamismo que los documentos conciliares
produjeron entre curas y laicos, sobre todo en la juventud. Esta desigual asimilación de los
nuevos enfoques se manifestaba en diferentes posiciones, sobre todo en materias sociales,
económicas y políticas: el entusiasmo de muchos clérigos y laicos por llevar hasta sus
últimas consecuencias el llamado aggiornamento o puesta al día de la Iglesia frente al
mundo moderno contrastaba con los intentos tímidos y desconfiados de la mayoría de los
jerarcas.

Esta diversidad de posiciones, que mostraba una desigual asimilación del Vaticano II y de
los documentos de Medellín, se hizo patente en la discusión en torno al nuevo Concordato
de 1973, aprobado por los dos partidos tradicionales, a pesar de la oposición teórica de
bastantes liberales y de algunos miembros del clero denominado "progresista". El nuevo
Concordato, aunque suprimía algunas disposiciones aberrantes, estaba lejos de concordar
con las posiciones teóricas del nuevo espíritu conciliar. En la discusión, se hizo todo lo
posible para que no aparecieran posiciones divergentes dentro de la Iglesia católica, ya que
la imagen de monolitismo era esencial para la negociación en que se enfrenta al Estado
como sociedad perfecta frente a sociedad perfecta. A pesar de algunas propuestas para
denunciar el Concordato vigente, esta situación aparece reeditada en 1985, cuando el país
fue sorprendido por una ratificación, por tiempo indefinido, del tratado con sólo unas
modificaciones mínimas: los casos de separación de cuerpos serían conocidos por los
jueces de circuito (antes sólo lo hacían los tribunales superiores y la Corte Suprema) y eran
suprimidos los llamados privilegios paulino y petrino, reconocidos hasta entonces por la
ley colombiana.

EL CONCORDATO EN UNA SOCIEDAD PLURALISTA

Sin embargo, el país había venido cambiando: en ese sentido, fue muy diciente que en 1986
tanto el candidato conservador, Alvaro Gómez Hurtado, como el entonces candidato
liberal, Virgilio Barco, se mostraran abiertamente partidarios de modificar la legislación
matrimonial en el sentido de devolver al Estado la jurisdicción plena sobre los efectos
civiles de todo matrimonio, incluido el católico. En esa misma línea, el presidente Barco
propuso en 1987 modificar el Concordato para regular sobre el derecho de familia y la
libertad de enseñanza.

Sin embargo, los cambios de la sociedad colombiana en materia de mayor pluralismo


religioso y pérdida de la posición monopólica de la Iglesia católica se hacían cada vez más
obvias, como aparece en la nueva Constitución de 1991 y en el consiguiente fallo de la
Corte Constitucional sobre el Concordato en 1993. Ante la nueva Constitución, la jerarquía
adopta una posición muy defensiva: se recogen firmas para mantener el nombre de Dios en
el encabezamiento de ella; se insiste en la necesidad de explicitar los principios éticos,
naturales o cristianos, que deberían inspirarla; se condena el permisivismo con su falso
concepto de libertad, lo mismo que la pérdida del sentido de una moral objetiva, basada en
la naturaleza, de la cual deberían deducirse los derechos fundamentales. Por eso, los
obispos se manifiestan críticos del relativismo ético, propio de una sociedad secularista,
que niega la universalidad de las normas morales e intenta imponer "una hipotética ética
civil", basada en valores cambiantes. Y, en nombre del "hecho social católico", defienden
la regulación religiosa de la Constitución de 1886 como consagración institucional de la
necesaria cooperación del Estado y de la Iglesia, que no constituía una desigualdad ante la
ley sino el reconocimiento de una realidad histórica y social. Sin embargo, los jerarcas
católicos admiten que esta consagración pueda extenderse, en el futuro, a otras confesiones
religiosas, pero con una salvedad: estos acuerdos sólo tendrían valor intraestatal, en
contraste con el carácter de tratado internacional del Concordato. Según los obispos, estas
diferencias no significan ningún privilegio a favor de la Iglesia católica, ni discriminación
alguna en contra de otras confesiones, ya que todavía persisten las razones para el
reconocimiento especial que hacía la Constitución de 1886, pues permanece vigente el
hecho social católico, "a pesar de la mentalidad subjetivista y permisivista que ha
debilitado la fe entre cristianos e incluso católicos ".

Esta mentalidad se expresa en la reacción de la mayoría de los jerarcas y clérigos católicos,


lo mismo que de los juristas e internacionalistas, frente a la sentencia de la Corte
Constitucional, en 1993, que declaraba inconstitucional buena parte de los artículos del
Concordato de 1993. La mayor parte de las críticas eran de corte jurídico, que negaban la
competencia de la Corte para decidir sobre la exequibilidad de los tratados públicos
internacionales, ya que el orden jurídico internacional se basa en la santidad de los tratados,
expresada en el aforismo latino pacta sunt servanda. Sin embargo, la mirada meramente
jurídica no hace sino aplazar el problema, pues la Santa Sede siempre ha terminado por
adecuar sus concordatos a los cambios de circunstancias de las dos partes. En el fondo,
estas discusiones jurídicas no hacen sino oscurecer el problema fundamental: ¿cuál es el
papel que la Iglesia católica debe desempeñar en la sociedad colombiana de comienzos del
XXI, que ha experimentado un rápido proceso de secularización y una erosión de su
situación de monopolio, causada por el avance de otras creencias? ¿Cómo establecer una
relación positiva entre la Iglesia y el Estado dentro de una sociedad cada vez más
pluralista, desacralizada y heterogénea en materia religiosa?

OTRAS IGLESIAS
La diversidad protestante en Colombia
Por: Ana Mercedes Pereira

Tomado de: Revista Credencial Historia.


(Bogotá - Colombia). Edición 153
Septiembre de 2002
 

La primera iniciativa protestante en nuestro país la encontramos con la presencia de la


Sociedad Bíblica, de origen británico. En 1825 llega a Colombia Diego Thompson, bautista
escocés, para colaborar con la obra educativa propuesta por Santander, quien conoció el
método de alfabetización lancasteriano en Inglaterra. Este proyecto fue muy importante
pero se dispersó una vez que Diego Thompson regresó a su país en 1827.

Con la instauración del Olimpo Liberal a finales del siglo XIX y la expulsión de los
jesuitas y de algunos obispos y sectores del clero por parte de los liberales radicales, llegan
al país misioneros protestantes para contrarestar la influencia de la Iglesia católica en la
sociedad colombiana: "... Las minorías protestantes se vieron objetivamente aliadas con
sectores liberales radicales quienes fueron los que durante el siglo XIX lucharon por
reformas más de fondo respecto al papel de la Iglesia católica en la sociedad", señala Paolo
Moreno historiador de las sociedades Bíblicas en Colombia, quien también anota que desde
1869 hasta 1928 el campo educativo va a ser uno de los esenarios prioritarios de la acción
de grupos misioneros, a través de la educación en escuelas y colegios. La Iglesia
presbiteriana fue una de las de mayor presencia e influencia en estos contextos. A través de
los Colegios Americanos creados en Barranquilla, Bogotá, Cali y otras ciudades y
posteriormente con su Seminario, lograron cimentar las bases de una cultura "protestante"
en sectores de clases medias y altas. Actualmente y en contextos más derivados de la
Constitución del 91 (libertad de cultos, pluralidad cultural, etc), esta iglesia incursiona en
un proyecto universitario en Barranquilla, espacio en el que se forman nuevos liderazgos
protestantes y seculares de la region.

En 1930, bajo la presidencia liberal de Alfonso López Pumarejo, se introducen nuevas


reformas constitucionales, una de ellas la libertad de cultos. Este será un factor que, unido a
la crisis social que se experimentaba, propiciará el ingreso de nuevas iglesias tanto
históricas como pentecostales. (Las iglesias Históricas son aquellas nacidas de la Reforma
Protestante de Lutero: luterana, anglicana, presbiteriana, menonita, bautista, otras. Las
iglesias pentecostales surgieron en el siglo XIX, producto de avivamientos espirituales al
interior de las iglesias históricas). En Colombia, las iglesias pentecostales de mayor
crecimiento son las Asambleas de Dios, la Iglesia Cuadrangular y la Iglesia Pentecostal
Unida de Colombia. Teológicamente el énfasis es la conversión, la recepción del Espíritu
Santo y sus dones, el hablar en lenguas, la sanación, la expulsión de demonios, etc., que
enfatizan, en contextos de crisis de las clases medias, medias altas, la llamada "Teología de
la Prosperidad": Dios bendice a hombres y mujeres que se convierten al Señor, con frutos
materiales, prosperidad económica, bendición familiar, etc. Enfatizan igualmente en la
expulsión de demonios, la sanación, la importancia del diezmo. Las iglesias
neopentecostales de mayor crecimiento son Casa sobre la roca, fundada y liderada por
Dario Silva, la Mision Carismática Internacional, liderada por Claudia y César Castellanos
y el Centro Misionero Betesda, liderado por el pastor Enrique Gómez. Producto de las
transformaciones sociales, de la violencia de mediados del siglo y de la incapacidad de la
iglesia católica de responder a las demandas de sus fieles, muchas de estas iglesias se
expanden por todo el territorio nacional. Según las estadísticas, en 1930 la comunidad
protestante era de unas 9.000 personas. En 1960 ya alcanzaba una cifra superior a los
60.000 miembros. Entre 1970 y 1990 otros factores de orden nacional --urbanización,
desarrollo de los medios de comunicación, nuevos roles de las mujeres, apertura
educacional, apertura económica, etc--,y en el internacional --neoliberalismo,
globalización, crisis económica, conflicto armado, etc--. Favorecieron el crecimiento no
solamente de iglesias históricas y pentecostales, sino también de las llamadas
neopentecostales. En 1994 habrá una membresía aproximada de millón y medio de fieles y
en la actualidad las iglesias evangélicas superan los tres millones de miembros.  
 IMPACTO INSTITUCIONAL

La organización que articula a nivel local, regional y nacional a más de 80 denominaciones


protestantes y evangélicas en Colombia es la Conferencia Evangélica de Colombia,
Cedecal. Esta institución surgió en 1949, durante la época de la violencia, en contextos de
persecusión a la comunidad protestante. En 1994 Cedecol creó a Comisión de Derechos
Humanos y en unión la Conferencia Episcopal católica, ha definido múltiples espacios
ecuménicos de defensa de los derechos humanos, de apoyo a víctimas de la violencia y a
través de las múltiples organizaciones de desarrollo social de estas iglesias se han
estructurado proyectos económicos hará mejorar la calidad de vida de sectores populares,
desplazados, jóvenes, niños, adultos mayores, etc.

En esfuerzos en el campo de ministerios sociales y en liderazgo por la paz y transformación


social, sobresale la Iglesia Menonita de Colombia, que por sus opciones a favor de la no
violencia, a través de Justapaz, organización creada a mediados de 1985, ha desarrollado
múltiples actividades educativas para generar culturas de diálogo, de tolerancia y de
negociación de conflictos, etc. A través de Mencoldes, la Iglesia Menonita trabaja también
en el campo social proporcionando formación y apoyos económicos a los sectores más
vulnerables de la sociedad.

Es importante reseñar también el trabajo misionero al interior de las universidades. La


Union Cristiana Universitaria, UCU, acompaña a jóvenes estudiantes en una perspectiva,
no de formar iglesias, sino liderazgos que incidan en la afirmación de valores y en los
procesos de actualización de iglesias e instituciones evangélicas.

A nivel de educación, sobresalen algunos seminarios y universidades de diferentes iglesias:


el seminario presbiteriano de Bogotá, el seminario internacional bautista de Cali, el
seminario de la Iglesia Menonita en Bogotá, el Seminario Bíblico de Medellín, el seminario
anglicano de Bogotá, así como la Universidad Adventista en Medellín, la Universidad
Bautista y la Universidad de la Iglesia Presbiteriana, en Barranquilla.

Alrededor de estas iglesias existen muchos movimientos y organizaciones religiosas


catalogadas como "sectas", sea por sus énfasis doctrinales o por su escasa organización
social (Las Iglesias que no son trinitarias --afirmación teológica en el Padre, Hijo y Espíritu
Santo--, son llamadas sectas; entre ellas están los Adventistas, la Iglesia Pentacostal Unida
de Colombia, la Oración Fuerte al Espíritu Santo y otras). Muchas de ellas son llamadas
"iglesias de garaje", por sus orígenes en estos espacios. Son tal vez las expresiones
religiosas más desarrolladas en los últimos diez años, especialmente en los sectores
populares urbanos.

A manera de conclusión, es importante tener en cuenta que nuestra sociedad se ha


transformado significativamente en los últimos cuarenta años y que estos fenómenos de
pluralidad religiosa expresan, de alguna forma, la heterogeneidad cultural, económica,
política, religiosa e ideológica de amplios sectores de la población colombiana. En
contextos de intolerancia, han sido asesinados desde 1990 a la fecha más de 45 personas,
pastores y miembros de estas iglesias, hechos que reflejan cómo desde los imaginarios del
enemigo y desde las relaciones entre religión y política, nuestra sociedad ha reproducido y
socializado generacionalmente, desde diferentes actores, múltiples formas de violencias.
Pensar en procesos de paz implica también pensar en trabajos culturales y religiosos,
investigaciones y procesos de resifnificación social, igualmente de largo alcance.

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