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MARIANA COPE DE MOLOKAI (1838-1918)

Nació en Heppenheim, Hessen-Darmstadt (Alemania), el 23 de enero de 1838. Sus padres fueron Peter
Kobb, agricultor, y Bárbara Witzenbacher. La bautizaron con el nombre de Bárbara. Al año siguiente, la
familia emigró a Estados Unidos y se estableció en Útica, Estado de Nueva York. Su padre obtuvo la
ciudadanía americana y la dio a sus hijos. La familia adoptó el apellido Cope.
Bárbara estudió en la escuela parroquial de San José, en Útica; hizo la primera comunión en 1848.
Siendo aún adolescente, aceptó un puesto en una fábrica de ropa para ayudar económicamente a la familia.
A los 15 años quería entrar en el convento, pero, al ser la hija mayor y tener a su cargo a su madre impedida,
a sus tres hermanos menores y a su padre inválido, tuvo que esperar nueve años para cumplir su deseo.
Durante esos años de espera se pusieron claramente de manifiesto su paciencia y su espíritu alegre.

En 1860 una rama independiente de las Hermanas de San Francisco de Filadelfia se estableció en Útica y
Syracuse, ciudades ubicadas en el área central de Nueva York. Dos años más tarde, a la edad de 24 años,
Bárbara ingresó en la orden y posteriormente emitió la profesión religiosa, tomando el nombre de Mariana.
El apostolado de la orden consistía en la educación de los hijos de inmigrantes alemanes. Aprendió el
alemán, la lengua de sus padres, y fue destinada a abrir y dirigir nuevas escuelas.

Dotada de cualidades naturales de gobierno, pronto formó parte del equipo directivo de su comunidad, que
en 1860 estableció dos de los primeros cincuenta hospitales generales de Estados Unidos, que alcanzaron
gran renombre: Santa Isabel de Útica (1866) y San José de Syracuse (1869). Los dos siguen siendo en la
actualidad florecientes centros médicos. Ambos hospitales, equipados con medios extraordinarios para su
tiempo, ofrecían sus servicios a todos los enfermos sin distinción de nacionalidad, credo o color. A menudo
criticaban a la madre Mariana por atender a los "excluidos" de la sociedad: los alcohólicos y las madres
solteras.

En medio de las dificultades más serias, la madre Mariana logró realizar un servicio apostólico sobresaliente
con los más pobres de entre los pobres. Fue elegida provincial de su congregación en 1877 y, de nuevo, por
unanimidad en 1881.

En 1883, cuando las islas Hawai eran una lejana monarquía en el océano Pacífico, sólo la madre Mariana
respondió a una petición urgente de los reyes de Hawai: se necesitaban enfermeras para los leprosos del
país. "No tengo miedo a la enfermedad —aseguró—. Para mí será la alegría más grande servir a los leprosos
desterrados...". Más de cincuenta comunidades religiosas habían declinado la petición de los reyes.

Al llegar al hospital de leprosos de Kakaako, Honolulú, se encontró con problemas muy serios. Su intención
era volverse a Syracuse después de establecer la misión en Hawai. Sin embargo, las malas condiciones
higiénicas del hospital, la falta de alimentación adecuada y la precaria atención médica, la impulsaron a
cambiar sus planes. Las autoridades eclesiásticas y el Gobierno de Hawai pronto se convencieron de la
importancia de su presencia para el éxito de la misión.

Fueron numerosos sus logros en favor de los enfermos y de las personas sin hogar en Hawai. En 1884 el
Gobierno le pidió que estableciera el primer hospital general en la isla de Maui. En 1885, cuando sólo las
Hermanas Franciscanas podían hacerse cargo de los hijos de los pacientes leprosos, abrió un albergue para
ellos en los terrenos del hospital de Oahu. El rey la condecoró con una preciada medalla en reconocimiento
de su acción en favor del pueblo de Hawai.
En 1888 la madre Mariana respondió una vez más a la solicitud de ayuda del Gobierno. El hospital de Oahu
se había cerrado y los pacientes leprosos eran enviados a la aislada colonia de Kalaupapa, en Molokai. El
padre Damián de Veuster había contraído la lepra en 1884 y su muerte era ya inminente. En 1889, después
de la muerte del padre Damián, aceptó la dirección del hogar para los varones, además del trabajo con las
mujeres y las niñas.

La madre Mariana vivió treinta años en una lejana península de la isla de Molokai, exiliada voluntariamente
con sus pacientes. Debido a su insistencia, el Gobierno dio leyes para proteger a los niños. La enseñanza,
tanto de la religión como de las otras asignaturas, estaba al alcance de todos los residentes capaces de acudir
a las clases. Dando ejemplo, promovió en aquella árida tierra la siembra y el cultivo de árboles, arbustos y
flores. Conocía por su nombre a cada uno de los residentes en la colonia y cambió la vida de quienes se
veían forzados a vivir allí, introduciendo la limpieza, el sentido de la dignidad y un sano esparcimiento. Les
daba a conocer que Dios amaba y cuidaba con cariño de los abandonados.

Los historiadores de su tiempo se referían a ella como a "una religiosa ejemplar, de un corazón
extraordinario". Era una mujer que no buscaba protagonismo. Su lema, según testificaron las Hermanas,
era: "Sólo por Dios".

Murió el 9 de agosto de 1918.

MISA DE BEATIFICACIÓN DE LAS SIERVAS DE DIOS ASCENSIÓN NICOL GOÑI Y MARIANA COPE

HOMILÍA DEL CARDENAL JOSÉ SARAIVA MARTINS Sábado 14 de mayo de 2005


1. La Iglesia naciente se preparó para el primer Pentecostés cristiano recorriendo un itinerario de fe en el
Señor resucitado. En efecto, es él quien da su Espíritu al pueblo de la nueva alianza.

La comunidad de los discípulos, después de la ascensión de Jesús al cielo, se reunió en el Cenáculo en


espera de ser "bautizada en el Espíritu Santo" (Hch 1, 5) y se preparó para el acontecimiento haciendo una
intensa experiencia de comunión fraterna y de oración: "Todos ellos perseveraban en la oración, (...) en
compañía de María, la madre de Jesús" (Hch 1, 14).

Esta tarde también nosotros nos encontramos reunidos idealmente en el Cenáculo. Sentimos la presencia
materna de María y la cercanía del apóstol san Pedro, sobre cuyo sepulcro surge esta basílica.

Ahora somos una asamblea litúrgica que proclama la misma fe en Cristo resucitado; que se alimenta del
mismo Pan eucarístico; que eleva al cielo, con insistente confianza, la misma invocación: "Ven, Espíritu
Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu luz. Ven, padre de los pobres; ven, dador de gracias; ven, luz de
los corazones" (Secuencia).

Por tanto, saludo a cuantos han dejado sus ciudades y sus hogares, y a los que, atravesando los océanos y los
continentes, están aquí para compartir con nosotros la gracia de Pentecostés y la alegría de la beatificación
de la madre Ascensión del Corazón de Jesús y de la madre Mariana Cope.

Doy una cordial bienvenida a las Hermanas Misioneras Dominicas del Santísimo Rosario y a las religiosas
de la Tercera Orden de San Francisco de Syracuse, así como a los numerosos peregrinos procedentes de los
lugares de nacimiento y de apostolado de las nuevas beatas.
2. Queridos hermanos y hermanas, la palabra de Dios, que acaba de proclamarse, nos ayuda a recordar el
gran misterio de Pentecostés, que marcó el solemne inicio de la misión de la Iglesia en el mundo.

El pasaje evangélico ha hecho llegar hasta nosotros el grito de Jesús: "El que tenga sed, venga a mí y beba".
El hombre de todos los tiempos y de todas las culturas tiene sed de vida, de verdad, de justicia, de paz, de
felicidad. Tiene sed de eternidad. Tiene sed de Dios. Jesús puede apagar esta sed. A la samaritana le dijo:
"El que beba del agua que yo le dé no tendrá sed jamás" (Jn 4, 14). El agua de Jesús es el Espíritu Santo,
Espíritu creador y consolador, que transforma el corazón del hombre, lo vacía de la oscuridad y lo llena de
vida divina, de sabiduría, de amor, de buena voluntad y de alegría, realizando así la profecía de Ezequiel:
"Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis según mis preceptos" (Ez 36, 27).

La presencia del Espíritu Santo en la Iglesia y en cada alma es una "inhabitación" permanente, dinámica y
creativa. Quien beba el agua de Jesús, tendrá en su seno "ríos de agua viva" (Jn 7, 38), "una fuente de agua
que brota para la vida eterna" (Jn 4, 14).

El Espíritu Santo cambia la existencia de quien lo hospeda, renueva la faz de la tierra y transforma toda la
creación que, —como afirma san Pablo en la segunda lectura de la misa—, "gime hasta el presente y sufre
dolores de parto" (Rm 8, 22), en espera de volver a ser el jardín de Dios y del hombre.

El Espíritu Santo es el maestro interior y, al mismo tiempo, es el viento impetuoso que hincha las velas de la
barca de Pedro para conducirla mar adentro. Duc in altum! Es la exhortación que el Sumo Pontífice Juan
Pablo II dirigió a la Iglesia del tercer milenio (cf. Novo millennio ineunte, 58).

Los Apóstoles experimentaron la venida del Espíritu Santo y se transformaron en testigos de Cristo muerto
y resucitado, en misioneros por los caminos del mundo. Esa misma experiencia se repite en todos los que,
acogiendo a Cristo, se abren a Dios y a la humanidad; se repite sobre todo en los santos, tanto en los
anónimos como en los que han sido elevados al honor de los altares. Los santos son las obras maestras del
Espíritu, que esculpe el rostro de Cristo e infunde en su corazón la caridad de Dios.

Nuestras dos beatas abrieron de par en par su vida al Espíritu de Dios y se dejaron conducir por él en el
servicio a la Iglesia, a los pobres, a los enfermos y a la juventud.

3. La beata Ascensión del Corazón de Jesús es una de las grandes misioneras del siglo pasado. Desde joven
concibió su vida como un don al Señor y al prójimo, y quiso pertenecer en exclusiva a Dios, consagrándose
como monja dominica en el monasterio de Santa Rosa de Huesca, en España. Se dejó llevar, sin reservas,
por el dinamismo de la caridad, infundida por el Espíritu Santo en aquellos que le abren de par en par las
puertas de su corazón.

Su primer campo de apostolado fue la enseñanza en el colegio anexo al monasterio. Las fuentes
testificales la recuerdan como educadora excelente, amable y fuerte, comprensiva y exigente.
Pero el Señor tenía otros proyectos para ella y, a la edad de cuarenta y cinco años, la llamó a ser misionera
en Perú. Con entusiasmo juvenil y confianza total en la Providencia, dejó su patria y se dedicó a la tarea de
evangelizar, extendiendo su afán a todo el mundo, a partir del continente americano. Su trabajo generoso,
amplio y eficaz dejó una huella profunda en la historia misionera de la Iglesia. Colaboró con monseñor
Ramón Zubieta, obispo dominico, en la fundación de las Hermanas Misioneras Dominicas del Santísimo
Rosario, congregación de la que fue primera superiora general. Su vida misionera abunda en sacrificio,
renuncia y frutos apostólicos. Sembró generosamente y cosechó en abundancia. Realizó frecuentes viajes
apostólicos a Perú y Europa, e incluso llegó a China. Tuvo el temple de luchadora intrépida e infatigable, así
como una ternura materna capaz de conquistar los corazones. Enraizada en la caridad de Cristo, ejerció con
todos su carisma de maternidad espiritual. Sostenida por una fe viva y una devoción ferviente al Sagrado
Corazón de Jesús y a Nuestra Señora del Rosario, se entregó para la salvación de las almas, con olvido
completo de sí misma. Exhortaba frecuentemente a sus hijas a comportarse de la misma manera, afirmando
que no se salvan las almas sin nuestro sacrificio personal. Deseó ardientemente llegar a una caridad cada vez
más pura e intensa y, para alcanzar esta meta, se ofreció como víctima al amor misericordioso de Dios.

4. La vida de la beata Mariana Cope fue una admirable obra de la gracia divina. Mostró la belleza de la vida
de una verdadera franciscana. El encuentro de la madre Mariana con los enfermos de lepra tuvo lugar
cuando ya había avanzado bastante en el seguimiento de Cristo. Durante veinte años había sido miembro de
la Congregación de las religiosas de la Tercera Orden de San Francisco de Syracuse, en Nueva York. Ya era
una mujer de vasta experiencia y madura espiritualmente. Pero repentinamente Dios la llamó a una entrega
más radical, a un servicio misionero más difícil.

La beata Mariana, que en aquel tiempo era superiora general, escuchó la voz de Cristo en la invitación del
obispo de Honolulu. Buscaba religiosas que asistieran a los enfermos de lepra en la isla de Molokai. Como
Isaías, ella no dudó en responder: "Heme aquí: envíame" (Is 6, 8). Lo dejó todo, y se abandonó
completamente a la voluntad de Dios, a la llamada de la Iglesia y a las exigencias de sus nuevos hermanos y
hermanas. Puso en peligro su salud y su misma vida.

Durante treinta y cinco años vivió en plenitud el mandamiento de amar a Dios y al prójimo. Trabajó de buen
grado con el beato Damián De Veuster, que estaba al final de su extraordinario apostolado. La beata
Mariana amó a los enfermos de lepra más que a sí misma. Los sirvió, los educó y los guió con sabiduría,
amor y fuerza. Veía en ellos el rostro sufriente de Jesús. Como el buen samaritano, se convirtió en su madre.
Sacó fuerza de su fe, de la Eucaristía, de su devoción a nuestra santísima Madre y de la oración. No buscó
honores terrenos o reconocimientos. Escribió: "No espero un lugar elevado en el cielo. Estaré muy
agradecida de tener un rinconcito donde pueda amar a Dios por toda la eternidad".

5. "Ríos de agua viva brotarán del seno" de quien cree en Cristo. La carta a los Gálatas nos indica
sumariamente los signos de su presencia. Son: "amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad,
mansedumbre, dominio de sí" (Ga 5, 22).

Nuestras dos beatas llevaron al mundo los frutos y los signos de la presencia del Espíritu Santo, hablaron el
lenguaje de la verdad y del amor, el único capaz de derribar las barreras de la cultura y de la raza y de
restablecer la unidad de la familia humana, dispersa por el orgullo, por la voluntad de poder y por el
rechazo de la soberanía de Dios, como nos ha dado a entender el relato bíblico de la torre de Babel (cf.
primera lectura).

El Santo Padre Benedicto XVI, al inaugurar su ministerio petrino, reafirmó que "no es el poder lo que
redime, sino el amor. (...) Este es el distintivo de Dios: él mismo es amor. (...) Dios, que se ha hecho
cordero, nos dice que el mundo es salvado por el Crucificado y no por los crucificadores" (Homilía del 24
de abril de 2005: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de abril de 2005, p. 7).

San Ireneo, comentando el acontecimiento de Pentecostés, propuso esta reflexión: "El Espíritu Santo
reducía a unidad a las tribus lejanas, y ofrecía al Padre las primicias de todas las naciones. (...) Porque, de la
misma manera que de la harina seca no puede, sin agua, hacerse una masa única ni un pan único, así
tampoco nosotros, siendo muchos, podíamos unificarnos en Cristo Jesús sin el "agua" del cielo" (Adversus
haereses, III, 17, 2).

Por tanto, en las manos de la beata Ascensión del Corazón de Jesús y de la beata Mariana Cope pongamos
nuestra oración: "Señor, danos de esa agua" (Jn 4, 15). Amén.

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