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Arturo Bray SOLANO LÓPEZ Soldado de la gloria y del Infortunio

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AL EJÉRCITO PARAGUAYO

“No está aun escrita la historia de esa guerra. Ella vendrá algún día a
excusar, o justificar tal vez, faltas u omisiones que nos llevaron a esos campos
de batalla que nada grande ni fecundo produjeron…”

Carlos Pellegrini

PREFACIO

Tarea difícil – y a ratos ingrata – ha sido la de escribir este libro. La


dimensión histórica de su figura central es de aquellas que por su compleja
magnitud imponen hacerse de bastante osadía y resolución para emprender,
con razonables probabilidades de éxito, una labor de aspectos tan múltiples
como delicados. Nuestro personaje no es de aquellos que inspiran arrobadora
simpatía ni fue su vida un espejo de evangélicas virtudes. Y el estudio de la
personalidad del mariscal Francisco Solano López – centro y blanco de tantas y
tan encendidas controversias – exige rendir tributo de acatamiento a la
verdad, tal como a ésta hemos sido llevados por nuestros escasos
conocimientos, renunciando a prejuicios y ofuscaciones que, si halagar
pudieron un instante el sentimentalismo pasajero de unos y de otros,
obstáculos han sido también para hallar un haz de luz entre las brumas de
pasiones y contradicciones, de dudas y obscuridades.

Nuestra modesta labor de investigación, con miras a desentrañar ciertos


episodios capitales de aquella época, se ha visto fatalmente restringida por
variadas circunstancias. En primer término, la documentación accesible, con
ser ella bastante profusa, no es suficiente para llegar a formarse un juicio
definitivo acerca de la vigorosa personalidad histórica de Solano López, sobre
cuya actuación como hombre de gobierno y jefe de nuestros ejércitos, no

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hemos logrado aún los propios paraguayos ponernos de entero acuerdo, ni es


fácil qué a ello lleguemos en breve. Perdidos los papeles privados del Mariscal
en el desastre de Lomas Valentinas, despojado nuestro Archivo Nacional de
documentos preciosos, unos llevados por el vencedor y otros substraídos por
investigadores sin escrúpulos, ocultas por manos interesadas muchas y muy
valiosas fuentes de información, algunas de las cuales se guardan en cofres de
inalcanzable seguridad, y relegados a la tenencia de particulares ciertos
archivos privados de incalculable interés, la tarea del investigador consciente
se ve de esa suerte detenida por límites imposibles de franquear. Un estudio
sobre Solano López que presumiera de esfuerzo acabado y superior, impondría
largos y pacientes rastreos por Asunción, Buenos Aires, Montevideo, Río de
Janeiro, Washington y aún Londres, París, Madrid, Corrientes y Paraná, porque
en todos esos sitios pueden hallarse huellas – hondas o leves – del paso del
mariscal paraguayo. Para decirlo de una vez, una tarea de semejantes
proporciones exigiría la dedicación de toda una vida y la concurrencia de
oportunidades no fáciles de reunir y conciliar. A estos factores contrarios, y de
suyo poderosos, agréganse otros, derivados éstos de la imposibilidad material
en que se halla el autor de revisar el rico, aunque mutilado, Archivo Nacional
de Asunción y la valiosísima “Biblioteca Godoy”, de la misma capital. Vaya
haciendo, pues, el lector buen acopio de indulgencia, al tener presente las
referidas y adversas circunstancias, para aplicarla luego en sufragio y descargo
de la insuficiencia de este trabajo.

La historia ha de ser relación de la verdad y no instrumento para halagar


el patriotismo, sentimiento éste que, por otro lado, no necesita de tales
recursos para vivir y sobrevivir en pueblos que por sostenerlo se han
desangrado más de una vez en el curso de su historia. Querer a nuestros
héroes y próceres limpios de toda mancha, sin una mácula sobre su escudo ni
un solo pecado en su vida pública y privada, es necedad impertinente que a
nada bueno conduce y mucho mal puede ocasionar, por cuanto contribuye a la
formación de espejismos, que a más de enturbiar la visión y desviar los
espíritus, sientan plaza de males difíciles de extirpar. No se sirve a la causa

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nacional desfigurando deliberadamente la verdad y en las propias


imperfecciones de nuestros mayores – que no obscurecen sino que, por efectos
de contraste, sirven para dar mayor realce a sus méritos – es posible
encontrar motivos de saludables y reparadoras reflexiones. Ir contra ese
principio de expresar la verdad con limpieza de propósito y honradez de
ejecución, significa engañar a los demás para terminar engañándose a sí
propio y hacer con ello un mal inmenso – a veces irreparable – a la conciencia
histórica nacional, porque la verdad acaba siempre por abrirse paso, y más
doloroso y cruento resulta rectificar conceptos ya arraigados y aceptados como
artículos de fe, por gratos a nuestros sentimientos personales, que admitir de
buenas a primeras aquello que, a la luz de una evidencia sin afeites, constituye
lo cierto o más se acerca a ello.

Y si las opiniones escritas en estas páginas provocaran polémicas,


bienvenidas sean éstas, si son del género constructivo y con honestos
propósitos, porque de la discusión serena y documentada brota la luz, y sólo a
las mentalidades pedantes puede ocurrírseles, en materia de historia, afirmar o
negar con el aplomo rotundo de una sentencia definitiva. Quienes no se
retractan jamás – ha dicho alguien – es que aman menos a la verdad que a sí
propios. Y callar la verdad – agrega Thiers – equivale a ocultar el mal, sin por
eso suprimirlo.

Tampoco importa esa labor de investigación y divulgación propósitos de


agravio a los extraños, ni morbosas propensiones a resucitar rencores y
malentendidos que ninguna razón tienen de subsistir en nuestros días. La
responsabilidad histórica de los gobernantes, trasmitida a sus descendientes,
puede a veces ser una carga, pero jamás una culpa heredada por las
generaciones posteriores. El error es siempre de hombres, nunca de patrias y
raras veces, de pueblos. De la concordia entre las naciones es prenda la
comprensión mutua, y a la comprensión se llega con el lenguaje transparente
y el razonamiento claro, sin ofensa, codicia o detrimento de lo ajeno.

Por todo cuanto dicho queda, acaso este libro no alcance a satisfacer a
“lopiztas” ni a “antilopiztas”, términos absurdos, detestables y desprovistos de

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toda razón histórica y de todo fundamento lógico, dado que la causa de la


patria no puede partirse en dos para arrojar sus pedazos a la voracidad de
pasiones y arrebatos. Lopizmo y antilopizmo constituyen – constituyeron,
quisiéramos decir – meras banderías de artificio en el Paraguay, creados en su
hora, en mala hora, por intereses de orden político, cuando no de
personalísimas inspiraciones y conveniencias, no exentas de fanatismo, y que
sólo han servido para hacer de nuestra historia una justa perniciosa y estéril,
buscando los de este bando hacer vibrar las cuerdas de la sensiblería
patriotera, y levantando los de aquél el guión deslumbrante de ciertas
doctrinas, más que liberales, de ocasión. De Solano López y de su régimen de
gobierno hicieron los dos bandos excusa y blasón para justificar sus
respectivas tendencias políticas o doctrinarias, sin cuidado alguno por la
sustancia histórica del pleito ni por la integridad moral del patrimonio común,
que todos decían defender. De cuanto era fundamental y sagrado se echó
mano para entronizar lo transitorio y deleznable. Algunos sinceros y
convencidos formaron en una y otra fila, pero la paradoja – para no darle otro
nombre – quedó al descubierto cuando los hombres que habían fustigado sin
piedad, el absolutismo de Solano López se convirtieron luego, en plena era
constitucional, en seguros servidores de tiranuelos de feria. Y aquellos que al
mariscal ensalzaron como ejemplo de patriotismo sin par, ninguna prueba
dieron en su vida pública – y llegado el caso – de haber asimilado algo de
aquel sentimiento que tanto pretendían venerar. La explicación está en que ni
unos ni otros se inspiraron en la honestidad de propósitos al pronunciar
sentencia sobre los hombres y las cosas de nuestra debatida historia.

Por ese camino era imposible llegar a la verdad, pero sembrábase, sí, la
confusión y echando íbamos las simientes de un nuevo e inoportuno factor de
discordia en la familia paraguaya. Pocos se ocuparon de estudiar con criterio
objetivo y sentido de proporción el dima social, político y hasta económico en
que actuaron Solano López y sus contemporáneos, como si fuera posible
desvincular de tales factores las acciones y reacciones de quienes en aquel
medio se movían. En zaherir y ensalzar por turnos la figura del Mariscal se

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fueron todos los afanes y en aquella porfía de gritas y disparos al aire, más de
un historiador de valimiento y calidad dejando fue jirones muy preciados de su
erudición, prendidos en las zarzas de un ardor no siempre inspirado por el
deseo de poner las cosas en su punto.

Para comprender y apreciar, en la propia savia y raíz de sus orígenes, la


actuación pública de Solano López, preciso – y más que preciso, imprescindible
– es ir hasta el fondo de los problemas, no solamente externos sino también
internos, de cuatro naciones americanas, puesto que mucho de la orientación
de sus respectivas políticas exteriores tenía su razón de ser en factores de
orden interior, y éstos, a su vez, derivaban, en no pocos casos, de la situación
externa de cada país con respecto a sus vecinos. Tan estrechas y cercanas
eran – y siguen siendo las influencias recíprocas de orden histórico, político,
social y económico entre los países del Plata y tan identificados los efectos y
causas de sus respectivos problemas, que no es posible entrar a juzgar la
evolución de cualquiera de ellos con criterio unilateral y espíritu de
exclusivismo, ni se puede dar un paso en la historia propia sin meterse a cada
rato y de lleno en la ajena. A un momento se llega de tan complicada y espesa
visión, que por fuerza se busca refugio en aquello tan resobado y clásico de
que los árboles impiden ver el bosque. Esto sólo va diciendo cuán complejo es
el afán presuntuoso de llegar a la sustancia de las cosas con el ánimo de
comprender, en todos sus orígenes, alcances y derivaciones, el nervio motor
que impulsó la acción de cada uno de los varios gobiernos en aquella gran
tragedia de la incomprensión y del desconocimiento recíproco.

De todas maneras, de oportuna cuenta es que los paraguayos miremos a


los hombres y a las cosas de nuestro pasado, si no al través de los cristales de
la verdad absoluta – que sólo en Dios reside – a lo menos, por un prisma de
honrada y comprensiva interpretación. Solano López encarnó a la patria en el
momento más decisivo de la vida nacional y es para nosotros cifra y
compendio de aquella portentosa resistencia de cinco años. Aceptar a Solano
López es justificar la causa nacional; renegar de él es hacerle el juego a los
sofismas inspirados y creados por la Triple Alianza, actitud que ningún

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paraguayo de fibra pura puede aceptar. Los pecados y flaquezas del hombre
son cuenta aparte. Y bueno es que de esto vaya convenciéndose más de uno,
porque si no es sobre la base de este previo y especial pronunciamiento –
como se dice en la jerga forense – no hay modo de que lleguemos jamás a
entendernos.

Dejando a un lado las gastadas leyendas y deslucidos gazapos que en


torno de la figura del Mariscal tejió el vencedor en su hora, con
acompañamiento orquestado de rencores le los propios paraguayos que en
carne viva, o en la de sus deudos, sufrieron los rigores de su despiadada
mano, el frío y desapasionado estudio de los hechos no presentan a Solano
López con ropaje de bárbaro ni hace de él un pérfido salteador de extranjeras
honras o un soñador de imposibles imperios. No llevó aquel gobernante a su
país a la guerra por la indinación dantesca de coronar con su gloria personal
una montaña de cadáveres, sino que llevado fue él por acontecimientos que no
supo o no pudo dominar, porque si le sobraba voluntad, le faltaba, en cambio,
amplitud y serenidad de visión, sagacidad política y pulso firme de estadista
avezado. Más que un provocador fue el mariscal López un provocado por la
fatalidad y la mortal secuencia de circunstancias adversas. Su historial tiene
más de victima que de victimario y su estrella es la estrella del Paraguay
eterno: fogonazos de gloria sobre un fondo negro de infortunios sin fin
renovados. La rúbrica elegante termina siempre en un manchón de sangre y el
gallardete airoso en banderín desgarrado. Y sobre todo, como ha de decirse,
no una vez sino ciento en el curso del presente trabajo, le faltaron a Solano
López colaboradores de capacidad militar y talento diplomático, ya que no
merecen el nombre de tales quienes ejecutaban a ojos cerrados su voluntad
suprema, sin voz ni voto en las decisiones trascendentales del gobierno
paraguayo. El Mariscal todo lo centralizó en su persona: manejo de los asuntos
internos, dirección de la política exterior, defensa nacional, hacienda,
economía, justicia, concepción de las operaciones y conducción de la guerra.
Jamás a nadie pidió consejos ni de persona alguna escuchó recomendaciones,
acaso porque nadie había con suficiente capacidad para dárselos, o porque su

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natural carácter absorbente era de aquellos que prefieren equivocarse solos.


Por eso, suya exclusivamente es la responsabilidad de errores y fracasos como
en justicia suyos han de ser los méritos de los pocos éxitos y de las muchas
glorias. Al anotar en su buena cuenta cuanto favorecerle pueda, admitamos
por igual sus defectos y debilidades, que no son patrimonio exclusivo de
Solano López, sino que a todos los paraguayos pertenece y alcanza, porque el
Mariscal es nuestro, inconfundible e íntimamente nuestro – producto,
expresión y símbolo de suelo, raza y ambiente – como nuestro es también el
derecho de tenerle por héroe nacional, si así nos place, y con mayor razón
cuando esa complacencia ha sido ya revalidada por la mayoría del pueblo
paraguayo.

No presume ser este esfuerzo una relación completa de la vida y pasión


de Solano López, ni se ha sujetado él a una rígida e inalterable línea
cronológica en el relato de hechos y sucedidos. Tampoco se ha intentado hacer
historia militar. De la guerra apenas se tocan aquellos episodios que más
honda y directamente influyen sobre el colorido de la figura principal. Por
encima de los aspectos políticos y militares de su actuación, nos han
interesado la facetas de su personalidad. Natural es que para percibir en todos
sus matices la actuación del personaje, algún decorado hacía falta agregar,
mas apenas lo suficiente para dar al escenario los tonos de luces y de sombras
que a cada cuadro conviene. Y si nada de muy revelador hallan los eruditos en
las páginas del presente trabajo, recuérdese que también constituye novedad
el presentar desde un aspecto nuevo las cosas ya sabidas y conocidas.

De la documentación citada en el curso de este libro, son inéditas en su


mayor parte las cartas de Carlos Antonio López y del mariscal Francisco Solano
a Félix Egusquiza, pertenecientes al repositorio familiar de este último, como
también lo son las piezas halladas en el archivo del general Urquiza – cuya
colección documental, compuesta de ochenta y cuatro legajos, ha sido cedida
no hace mucho al Archivo General de la Nación Argentina por los
descendientes del prócer entrerriano – y algunas de las comunicaciones entre

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el gobierno uruguayo y sus representantes en Asunción, procedentes éstas del


Archivo Nacional de Montevideo. De segunda mano es lo demás, y si no
siempre se anota al pie de cada cita su procedencia y origen es por no distraer
al lector, fatigando sin provecho su atención. Tan al raso están esas fuentes
que poca diligencia habrá menester quien sienta deseos de comprobar la
fidelidad de lo citado.

Algunos de los episodios y anécdotas referidos en estas páginas los he


escuchado de labios de gente de aquella época y que muy cerca estuvieron de
la persona del Mariscal durante la guerra, entre la cual he de mencionar a mi
venerable abuela materna, doña Juana Melgarejo de Riquelme, fallecida en
1915, que siguió al ejército de Solano López desde Paso Pucú hasta Cerro
Corá, acompañando a su esposo – el teniente Sabas Riquelme, del batallón 40
primero, y comisario del cuartel general, más tarde – y a sus hijos Agustín y
Pedro Antonio. A una memoria feliz debo el guardar hoy cabal recuerdo de
ciertos relatos oídos en días ya lejanos.

***

La contemplación diaria de las altas y nevadas cumbres de los Andes ha


hecho más fácil mi labor; serenidad de espíritu y fortaleza de ánimo infunden
su visión majestuosa para mirar a las figuras señeras de la historia al través de
clara y limpia luz, como es la prodigada a raudales por este sol mendocino de
oro y plata, y para sobreponerse a insuficiencias, lejanías y nostalgias.

Arturo Bray

Mendoza, mayo de 1945.

CAPITULO 1

LA TIERRA

En aquel tiempo... remontaban el Paraná caudaloso y manso los bajeles


de España. A su bordo llevaban a los conquistadores del nuevo mundo,
quienes dejando atrás la cuenca del Plata, inhospitalaria y falta del rubio

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metal, buscaban por ignoradas tierras y larguísimas rutas, el camino hacia El


Dorado de sus ensueños, objeto de su codicia y posta final de sus aspiraciones.
Aventureros de arcabuces y botas altas, castellanos y vascos casi todos ellos, y
de algo mejor prosapia que aquellos conquistadores de Méjico y Perú,
poblaban las cubiertas de sus naves, engalanadas éstas con el mascarón de
proa de una presunta civilización y con el Signo del Redentor rasgando su
blanco velamen. No faltaban en la tripulación los consabidos frailes, que en
una mano el santo rosario y en otra la tizona, oteaban las escarpadas y
terrosas riberas del majestuoso río, soñando en la conquista y redención de
nuevas almas para la fe de Dios Nuestro Señor.

Navegando a solaz y ventura de los vientos, llegaron aquellos caballeros a


una tierra feraz y virgen, que en el verde de sus selvas y el cristal de sus
arroyos, escondía un tesoro más puro y rico que todo el oro del mundo. Y allí
dieron con una raza fiera y altiva, de mujeres hermosas y fornidos varones,
hechos para los rudos afanes de la guerra y de la agricultura, sin el alto grado
de civilización alcanzado por quichuas, mayas y aztecas, porque la necesidad
de vivir guerreando, habíales restado tiempo – traducido en siglos – para dar
tersura y perfección a los rudimentos de las ciencias y de las artes por ellos
traídos desde las lejanas y septentrionales regiones del Caribe. Porque del Mar
de las Antillas habían descendido un día – día perdido en las lejanías de la
protohistoria – aquellos guaraníes irreducibles y fieros, de negra cabellera y
ojos de lánguido mirar, que tras de descender hacia el sur vadeando el Orinoco
y el Amazonas, abriéronse paso a fuerza de flecha y lanza hasta la
desembocadura del Plata, y luego de extender sus dominios hasta el Océano
Atlántico por el este y el Alto Perú por el oeste, se replegaron sobre sí mismos,
como el felino después de un salto muy largo, para echar raíces imperecederas
en el suelo que es hoy el Paraguay. La gran familia guaraní – que significa
guerrero – componíase de más de 250 tribus y otras razas afines como la de
los carios, corondas, chiriguanos y aguaces1.

1
Habrá querido escribir “agaces” y no “aguaces”. Los españoles llamaban “agaces” y los guaraníes “payaguá” – que
deriva de “pa”: estar de pie; y yga: canoa – a esta nación de origen pámpido, y enemiga de los guaraníes, que imperaba
los ríos Paraguay y Paraná. (Nota de Edición Digital)

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Mas he aquí que el conquistador español, habituado en otras latitudes de


América, a empalar a los caudillos aborígenes, tostarlos “sobre el lecho de
rosas” que dijo Guatimozín, hacer de sus mujeres golosina y festín de
corporales apetitos y esclavizar por el fuego y por el hierro a poblaciones y
tribus enteras, cayó en suelo guaraní víctima de aquellos indios inteligentes y
sagaces, amables y seductores, y terminó por ser por ellos conquistado. Tras
de vencerlos con el poder de sus arcabuces y la velocidad de sus caballos,
rindióse el español al encanto de las mujeres indígenas y a la indoblegable
entereza de aquellos varones de tez cobriza, que no sabían de empalagos ni de
ofrendas de tesoros, y sólo vivían para las lides de la guerra, las faenas del
sembrar y recoger, y las dulces caricias del amor. Necesidades políticas a la
vez que fisiológicas determinaron la capitulación del hispano sensual y ávido.
El pecado de la carne se impuso a los mandatos de la conquista por la mala.

En el Paraguay no hubo conquista, en lo que el vocablo tiene de


sometimiento y adquisición. Hubo, sí, seducción mutua, recíproca
compenetración y mezcla de sangre, de almas, de virtudes y de flaquezas. El
guaraní – como el araucano – fue vencido por el conquistador, pero no
subyugado. Su espíritu, su lengua, su sangre no desaparecieron absorbidos por
el más fuerte. Extinguióse la raza, en la pureza de su estirpe y en la austeridad
de sus costumbres, mas sin pasar, ni antes ni después, por el aro de la
esclavitud. Y acaso en ello estribe la razón de que en el Paraguay de nuestros
días no existan esos magníficos templos de piedra que levantaron los
españoles en Lima, Guatemala, Quito y Méjico, valiéndose de la mano de obra
esclavizada del aborigen. Verdad es que los Padres jesuitas establecieron con
el correr de los años una esclavitud moderada y mansa, más al servicio de sus
fines mercantilistas que con genuinos propósitos de civilización, y a aquellos
tiempos pertenecen los únicos vestigios arquitectónicos o artísticos de la
dominación española en tierra paraguaya. Fuera de ella – arrumbadas en el
olvido por generaciones insensibles a su valor histórico y artístico – no hay en
todo el territorio una sola piedra con reminiscencia del poderío ibérico, ni un
indicio material, el más leve, de su empresa civilizadora. De lo espiritual nada

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se diga. No levantó allá el conquistador palacios ni construyó catedrales de


maravillosa arquitectura, acaso – como queda dicho – porque el indio guaraní
no se prestaba a labores de esclavo y acaso también porque el español estuvo
siempre en nuestra tierra de paso, es decir, sin ánimo de plantar allí sus
reales, porque buscando sin tregua y con los ojos del alma la ruta hacia El
Dorado, el Paraguay no se le antojó sino jornada de posta, descanso en el
largo camino y trampolín para saltar a las codiciadas tierras del Perú.

Tan de paso sintióse siempre el español en aquel verde retazo de jardín


sin desbrozar – aunque luego se quedara por más tiempo que el pensado –
que de la Asunción colonial nada queda, absolutamente nada. Todo se lo ha
tragado el tiempo, entre nubes de polvo y llamaradas de guerra, entre vientos
de tragedia y boqueadas de agonía. Y si algo quedó, cierto maligno y
estragado espíritu de modernizar destruyendo ha arreado con ello en épocas
no muy lejanas. No se conoce siquiera el sitio donde Juan de Salazar plantó la
primera estaca de la casa fuerte que había de ser más tarde capital de la
República. Así viene a pasar que de aquellos hidalgos tiempos sólo quedan
nostalgias de una raza extinguida, que vive en el perfume de sus trepadoras
madreselvas, en los dulces acentos de una lengua eterna y en la modorra
colonial de sus calles cocidas por el sol.

***

El Paraguay es corazón del continente suramericano, así por estar situado


en el centro de él – ligeramente ladeado hacia la izquierda, tal está aquella
víscera en el cuerpo humano – como por su configuración geográfica,
marcando ventrículos y aurículas, en medio partido por el río epónimo, que
como aorta inmensa lleva sobre el lomo terso de su corriente mansa los
murmullos y plegarias de la raza ausente. De un lado el Chaco, huraño,
inhóspito, sin un árbol que sombra ofrezca al peregrino ni un arroyuelo que
mitigue la sed del caminante, último y único refugio de indígenas
trashumantes y de fieras y alimañas ahuyentadas por el empuje de lo que
llamamos civilización; del otro, la región oriental, generosa, fecunda, amable,
surcada de ríos y arroyos, peinada de verdes colinas y floridos montes, con su

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riqueza intacta y su porvenir en el regazo de los dioses.

Mas también es el Paraguay venero al parecer inagotable de tragedias y


desdichas, pedazo del mundo empapado de sufrimientos que hizo Dios para la
guerra y el amor. El diario sufrir y padecer es condimento de pobres, y pobre
fue siempre el Paraguay, no obstante sus muchas y variadas riquezas
naturales. Si en algún tiempo conoció la vida holgada, mas nunca fastuosa,
aquella bonanza fue fugaz y se la llevaron presto nuevos vientos de desdicha.
Y no debe el Paraguay exclusivamente su impotencia económica al ahogo
mediterráneo de su ubicación geográfica, sino a la fatalidad histórica de un
adverso sino, que una y otra vez paralizó con sangre sus esfuerzos por
resurgir, como simple condición para seguir existiendo.

Trágica es la elipse de su historia y guerrero el trazo hondo y fuerte de su


estirpe. Luchas continuas, denodadas y sin cuartel, adentro y afuera, arrancan
desde su pila bautismal: españoles contra guaraníes, portugueses contra
españoles, criollos contra payaguaes y, más tarde, contra los “bandeirantes”
venidos de las cálidas tierras del Brasil, a impulsos de la codicia portuguesa
que bajaba hacia el sur, mientras la española ascendía con dirección al norte.
Luego vino la lucha, que no por sorda fue menos enconada, entre
encomenderos y jesuitas, por ganarse para sí el favor y el sudor del pobre
indio, y que a la larga dio como resultado la expulsión de los reverendos
Padres, por Real Orden del 27 de febrero de 1767 y la confiscación de sus
bienes.

Mas en medio de andanzas, afanes y desventuras creciendo fue la


prosperidad material – ya que no espiritual – de aquel jirón florido del dilatado
imperio de las Españas. Las misiones jesuíticas emporios son de riqueza, de
trabajo ordenado, de disciplina austera, donde los indios labran la tierra,
elaboran yerba mate, tejen hilados, construyen templos, esculpen estatuas,
púlpitos y altares, llevan vida cristiana – cuando menos de dientes afuera –
oyen misa, confiesan y comulgan, todo al ritmo severo y ordenancista de
cuartel y convento, bajo la ceñuda vigilancia de los padres rigiendo aquella
extraordinaria comunidad a toques de corneta y campana. Es una esclavitud

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de doradas cadenas, que el indio acepta resignado, mas sin someterse del todo
a ella, pues que con el rabillo del ojo sigue atisbando las tupidas soledades de
su amada selva, adonde ha de volver apenas sus amos de negra faja aflojen la
coyunda. No todo es trabajo en las reducciones. También hay que armarse y
ejercitarse para combatir al “bandeirante” y al encomendero, rival éste del
jesuita en la explotación del aborigen. Esto en cuanto a la vida material, que
en lo espiritual, la obra civilizadora de los hijos de Loyola no fue más allá de la
enseñanza del catecismo y ciertos rudimentos de algunas y muy pocas
ciencias. “En las misiones, los jesuitas enseñaron a leer y a escribir, a cantar y
a tocar música, pero prohibieron aprender el castellano, para aislar al indio por
el lenguaje. ¡Los primeros pedagogos del mundo, prohibiendo una lengua
civilizada!”. (Cecilio Báez). Mucha arte, sí, para luego emplearla en provecho
propio y en el ornato de templos, pero nada de enseñar aquello que hubiera
hecho del indio de las reducciones en el porvenir un ciudadano, esto es, un
hombre imbuido del concepto moderno de patria, consciente de sus derechos y
de sus obligaciones, un ser humano de utilidad al Estado, a sus semejantes y a
sí propio. Unilateral y rígida, intolerante y mecánica, la labor jesuítica no dejó
huellas espirituales en el alma del indígena y prueba la más acabada de ello es
que, apenas expulsados los padres, los indios retornaron a sus selvas,
llevándose con ellos a la extinción absoluta, a la desaparición completa, los
apagados principios de civilización asimilados en tres siglos de prédica y
práctica ignaciana. De aquellas reducciones nada quedó, excepción hecha de
sus piedras roídas por el tiempo; el espíritu y organización de los jesuitas no
fueron asimilados por la sociedad paraguaya ni sirvieron de prólogo y pedestal
a una cultura definida o a un rasgo característico de sus habitantes. Los
mortecinos destellos del espíritu jesuítico se apagaron con la liquidación de su
obra material, de su riqueza temporal. Haya sido buena o mala la obra de la
Compañía de Jesús en paraguayas tierras – que sobre eso mucha tinta se ha
vertido y se verterá aún – lo cierto de toda verdad es que su labor fue
perecedera, no sobrevivió al cuarto de hora de la
expulsión y, acabado de
adorar el vellocino de oro, disolvióse en el polvo y en la nada.

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Entre la vara del jesuita y el látigo del encomendero creciendo fue la


colonia en otros aspectos de su inevitable adelanto material. En aquella tierra
virgen de toda civilización precolonial, habría el conquistador encontrado suelo
sediento donde sembrar muchas buenas y santas semillas para que al
germinar éstas surgiera a la vida un pueblo rico en tesoros espirituales y
morales. El surco era bueno, la tierra ávida y el riego abundantísimo; sólo
faltaba echar la simiente, cuidar con celo y cariño su crecimiento y recoger
luego la cosecha de doradas espigas. Mas la “obra civilizadora” de España tuvo
siempre en más y mayor aprecio lo material que lo espiritual; de esa obra de
siglos no nacieron, no pudieron nacer pueblos hechos al ejercicio de sus
derechos y obligaciones – como ocurrió en la América del Norte, colonizada por
anglosajones – sino pequeños países de crecimiento anémico y fronteras
indecisas, semilleros de guerras y revoluciones, sin un sentido cabal del
gobierno propio, dados al romanticismo político y a la demagogia social,
oscilando sin rumbo entre dictaduras sin freno y anarquías licenciosas, entre el
exceso de autoridad y la revuelta de las turbas. Si al fin y tras larguísimos
años de lucha, lograron ubicar su personalidad y definir sus destinos, no
debieron la inspiración a la simiente aquí dejada por el conquistador, sino a
ráfagas de libertad y de gobierno autónomo venidas de otras tierras, y que por
mal y apresuradamente aplicadas, fuente y raíz fueron de convulsiones sin fin.
Y es que España no trajo a estas tierras un espíritu de liberalismo – por mucho
que en contrario digan ciertos teorizantes modernos de la “hispanidad” – sino
el germen del poder absoluto, de la intolerancia religiosa, del nacionalismo
encastillado y soberbio y del mando arbitrario hecho espada y hecho cruz.
Porque si dulce, benigno y justo fue el yugo de España – tal lo afirman algunos
predicadores vergonzantes del absolutismo – cabe preguntarse por cuáles
razones llamamos “libertador” a Simón Bolívar y qué motivos nos inducen a
honrar la memoria de los próceres que forjaron nuestra independencia. Una de
dos: o aquel yugo fue despótico, deprimente y de naturaleza negativa para el
progreso espiritual de estos pueblos, o nuestros próceres no tuvieron razón en
romperlo, ya que mejor nos hubiera ido seguir aceptándolo, si en los lazos que
a él nos unían venían enredadas las hebras de la libertad, del progreso y de la

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vida espiritual en toda la plenitud de sus legítimos goces.

No sólo aquella “conquista” nada construyó – fuera de catedrales,


fortalezas y conventos – sino que procedió a destruir la magnífica civilización
precolombina, que aunque rudimentaria y gastada de siglos, habría constituido
base estupenda sobre la cual edificar otra más remozada. “La destrucción de
los incas del Perú constituirá por siempre un ejemplo espantoso... sin deseos
de cultivar ni su suelo ni a sus habitantes, tal como lo hicieron después
ingleses y franceses en el norte del continente. Si éstos encontraron en el país
un pueblo salvaje al cual desposeyeron de sus selvas y praderas para hacerlas
fructíferas luego con su trabajo, los españoles destruyeron cuanto encontraron,
obligando a los indios a trabajos en las minas de oro y cobre y tratando de
ennoblecer este régimen por medio del bautismo, con el cual le prometían a
los llamados salvajes el consuelo para después de la muerte”. (Emil Ludwig). Y
que aquella civilización de los incas era digna de ser tenida en cuenta nos lo va
a decir autoridad tan eminente y clásica como la de William H. Prescott en su
“Conquista del Perú”:

“Grandes carreteras, cuyas ruinas aun hoy sorprenden al viajero,


facilitaban la comunicación con los más apartados rincones del Imperio. Una de
esas vías recorría una extensión de 3.200 kilómetros de sur a norte y fue
construida con grandes losas de piedra, cubiertas con un cemento bituminoso
y conservadas en constante estado de reparación. Desenvolvíase esta calzada
por leguas enteras a través de rocas. Los ríos aparecían cruzados por grandes
puentes colgantes y las hondonadas de terrible profundidad las rellenaban con
sólida mampostería. Cuantas dificultades pudieran desanimar a los más
audaces ingenieros modernos, los indios las afrontaban y vencían.”

Y Pi Margall, en su “Historia General de América”, al referirse a los indios


toltecas y aztecas, escribe: “Poseían industrias que, a no dudarlo, igualaban
cuando no dejaban atrás las de Europa. No podía nadie competir en tejidos con
los aztecas. Reproducían en sus telares los más caprichosos dibujos y
mezclaban con tal destreza el algodón y el pelo de ciertos animales, que
muchas de sus telas parecieron de fina y brillante seda a sus conquistadores.

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Embellecían a menudo sus mantas con bordados y ricas orlas. Fabricaban


vistosos tapices con que cubrían las paredes de sus palacios”.

En aquel medio de intrigas y envidias que trajo la conquista, entre


gobernadores que deportaban a obispos y obispos que excomulgaban a
gobernadores, florecía con frondosidad extraordinaria el clero regular y
secular. En Méjico, entre párrocos y ecónomos, había 4.229 religiosos
distribuidos en 1.072 parroquias: los regulares dirigían 208 conventos y 165
misiones con un total de 3.112 frailes. En punto a religiosas, alcanzaban a
2.098 distribuidas en 56 casas y conventos. Todo esto para un país cuya
población no llegaba a los seis millones de habitantes.

Tras la destrucción de la civilización precolonial, la esclavitud de los


pobres indios que no pudieron evitar ni mitigar sus denodados defensores
como fueron San Francisco Solano, Fray Bartolomé de las Casas y el fraile
dominico Antonio Montecinos. Las famosas Leyes de Indias jamás pasaron del
papel. Dos oficiales generales de la Armada Española – Antonio Ulloa y Jorge
Juan – que visitaron el continente americano durante el reinado de Fernando
VI, así resumen sus impresiones sobre el estado miserable de los indígenas, en
unas “Noticias Secretas” dirigidas al referido soberano:

“Tal es el asunto que empezamos a tratar en este capitulo que no puedo


entrar en él el discurso, sin quedar el ánimo movido a compasión, ni es posible
detenerse a pensar en él, sin dejar de llorar con lástima la miserable, infeliz y
desventurada suerte de una nación, que sin otro delito que el de la simplicidad,
ni más motivo que el de la ignorancia natural, han venido a ser esclavos y de
una esclavitud tan opresiva, que comparadamente pueden llamarse dichosos
aquellos africanos a quienes la fuerza y razón de colonias han condenado a la
opresión servil; la suerte de éstos es envidiada con justa razón por aquellos
que se llaman libres, y que los Reyes han recomendado tanto para que sean
mirados como tales, pues es mucho peor su estado, sujeción y miserias que
las de aquéllos.

La tiranía que padecen los indios nace de la insaciable hambre de riquezas


que llevan a las Indias los que van a gobernarlos, y como éstos no tienen otro

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arbitrio para conseguirlo que el de oprimir a los indios de cuantos modos


puede suministrarles la malicia, no dejan de practicar ninguno y
combatiéndolos por todas partes con crueldad, exigen de ellos más de lo que
pudieran sacar de verdaderos esclavos suyos.

..............................

Los indios son unos verdaderos esclavos en aquellos países y serían


dichosos, si no tuvieran más de un amo a quien contribuir lo que ganan con el
sudor de su trabajo, pero son tantos, que al paso que les importa cumplir con
todos, no son dueños de lo más mínimo que con tanto afán y trabajo han
adquirido.”

Tampoco los frailes venidos a estas tierras con la santa misión de


predicar la dulcísima doctrina del Divino Maestro pusieron en ese empeño toda
la mansedumbre y paciencia que ha menester la noble tarea de ganar almas
para el cielo, y a tal punto deben haber llegado las cosas que un virrey del
Perú, don Diego López de Zúñiga y Velasco, conde de Nieva, escribía a su
monarca lo que sigue sobre el particular:

“Los frailes no han ganas de estar adoctrinando indios en ninguna parte


que sea tierra pobre y en donde están en ejercicio paréceles que para castigar
a los indios que no vienen a la doctrina es menester tener más poder que
palabras y ansi tienen todos cepos y cadenas... y ansí he tenido información
cierta que en muchas partes toman los frailes a los pobres indios sus comidas
y ropas y aún las mujeres y de esta manera no podrán doctrinar con buen
ejemplo.”

Más adelante agrega el ya citado virrey:

“Conviene que Vuestra Magestad mande que no se haga tanta cargazón


de frayles, que no es menester, y cuando hubieren de venir no sean mozos,
sino viejos y de buena vida y exemplo.”

Por algo el gran Simón Bolívar llamó una vez a España “ludibrio de

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Europa y execración de América”. Y es que así pensaban aquellos “criollos” de


entonces, privados por la Corona de sus más elementales derechos cívicos y
hasta desposeídos de las ansias de instruirse, prohibida como estaba la
importación de libros y material de lectura en las colonias españolas, salvo
aquello que previamente hubiese pasado por el tamiz de la censura religiosa y
palatina. De otras tierras vinieron a estos suelos la sed de libertad, los
pensamientos de dignidad ciudadana y vida propia, el afán de lograr la vida
independiente y espiritual que les correspondía. “España no necesita de sabios”
dijo el comandante español que ordenó decapitar a Francisco José de Caldas,
sabio naturalista venezolano.

Justo es admitir que no podían aquellos hombres – conquistadores y


virreyes – traer a estas tierras lo que no tenían en la suya propia, donde
seguía imperando un acabado y estrecho espíritu de absolutismo, no obstante
las doctrinas sustentadas por escritores audaces y admirables como los Padres
Mariana y Vitoria, el primero de los cuales llegaba a justificar el regicidio,
cuando ello se hacía por justa causa y con el fin de liberar al pueblo de la
opresión del príncipe. La voz del jesuita Suárez, estableciendo nada menos que
el contrato social, el alzamiento de los comuneros de Castilla contra la
autoridad de Carlos V y la ejecución del Justicia de Aragón, don Juan V de
Lanuza, son episodios que no bastan para romper el hermético cesarismo de
los monarcas españoles.

Mientras desde Toledo y El Escorial reinaron Carlos V y Felipe II –


emperador de germana mentalidad encasillada el primero y monarca beato y
papelero el otro – no llegaron a estas tierras soplos de ilustración o de
liberalismo, y si alguna ráfaga logró cruzar el Atlántico y escurrirse por entre
alabardas y sotanas, vino ella proveniente de otros mundos: por el levante, de
Francia e Inglaterra, y por el norte, de la nueva, pujante y libérrima República
que allá acababa de constituirse. Los próceres futuros de nuestra emancipación
leen a Rousseau, Raynal, Volnay y Montesquieu y se inspiran en Washington y
Jefferson.

Tampoco de la Iglesia de Roma sacan nuestros libertadores sus ideas

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emancipadoras ni en sus principios se inspiran para buscar la Vida


independiente de estos pueblos: Bolívar, San Martín, Miranda, Carrera,
O’Higgins, Monteagudo, Zapiola, Carlos María de Alvear y otros son miembros
activos de la masonería. En 1812, funda el teniente coronel don José de San
Martín en Buenos Aires la filial de la logia “Lautaro”, cuya comisión directiva
queda así constituida: Gran Presidente: José de San Martín; Lugarteniente:
Carlos María de Alvear; Secretario del Norte: José F. Agrelo; Secretario del
Sur: Tomás Guido; Gran Orador: Hipólito Vieytes. Integraban los cargos
restantes los hermanos Posadas, Rodríguez Peña, Alvarez Jonte, Sarratea,
Chorroarin, Belgrano y Somellera. También fueron masones Juan José
Viamonte, Juan Martín de Pueyrredón, Juan Ramón Balcarce y otros. Es sabido
que la GRAN LOGIA de Buenos Aires tuvo marcada influencia y participación en
los preparativos para la campaña de los Andes y a este respecto afirma el
historiador Bartolomé Mitre: “todos los corresponsales de San Martín eran
miembros de la Logia, y así, llevando de frente una triple correspondencia
reservada con los agentes de Chile, el gobierno y sus amigos íntimos,
extendían por todas partes sus misteriosos ramales...”. Que los componentes
de la GRAN LOGIA eran masones de verdad y no simples miembros de
sociedades secretas revolucionarias está comprobado por la siguiente carta
escrita por el coronel español Primo de Rivera, derrotado y hecho prisionero
por el general argentino Balcarce, y en la cual el jefe realista solicita de su
vencedor una concesión especial:

Señor don Antonio Balcarce

M.:.M.:.C.:.H

Mi general y señor y M.:.C.:.H

No puedo menos que apelar a la protección de un her.:. en circunstancias


tan críticas como las mías, suplicándole interponga su influjo porque mi destino
sea Mendoza o Córdoba, y no a esos puntos en donde por su situación se hace
a los destinados a ellos doblemente desgraciados.

Dispense usted M.:.L.:.H.:. y persuádase estoy íntimamente penetrado del

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deber que me impone nuestro F.:. para disponer de mi inutilidad a su arbitrio.

Santa Rosa, 21 de Mayo de 1818.

M.:.M.:.C.:.S.:.S

JOAQUÍN PRIMO DE RIVERA

Verdad es, por otro lado, que los españoles fundaron en suelo de
América algunas universidades, mas no con el propósito de difundir principios
de libertad, de tolerancia, de dignificación espiritual y de independencia de
carácter, sino como prolongación de aquella cultura tamizada y que a gotas iba
filtrándose al través del absolutismo y del clericalismo. El diputado argentino
Castro Barros pronunciaba el 25 de mayo de 1815 el siguiente discurso, con
motivo de celebrarse en Tucumán el aniversario patrio:

“Asimismo, la escasez de ciencias, especialmente de las bellas letras, en


que de industria se nos ha mantenido sin permitirnos aprender ni el triste arte
del dibujo, para perpetuar nuestra servidumbre bajo el poderoso garante de la
ignorancia... Del mismo modo, hemos sido privados de la propiedad de
nuestros bienes, porque desde la irrupción de los españoles en nuestra
América, semejante a la de los bárbaros en Europa, ya los americanos,
particularmente los indios, no han sido propietarios de sus tierras, de sus
manos, de sus pies y ni aun de su propio sueño, pues han llegado hasta el
extremo de prohibirles a que monten a caballo a los del Perú, y sólo se ha
permitido a los de esta Provincia por la lejanía de los lugares. Así es que
vemos a nuestra América, no sólo idiota y supersticiosa, sino igualmente pobre
y desolada; semejante a una casa robada y a manera de un esqueleto
descarnado, sin escuelas en sus ciudades y pueblos, sin fuentes en sus ríos,
sin composturas en sus caminos y sin otras obras públicas, que tiene para
comodidad de sus habitantes el más infeliz país del mundo. En vano nuestro
fértil suelo, parecido al de Palestina, que según la bizarra frase de la Escritura,
manaba leche y miel, produce con abundancia el cacao, la cascarilla, el
azogue, las primeras materias de lino y seda, las ricas lanas, los exquisitos
algodones y otros cien útiles que huyen de mi memoria, porque las manos de

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los Americanos han estado atadas para no poderse aprovechar de su consejo e


industria. Es verdad que se les ha franqueado trabajar las minas y desentrañar
los ingentes tesoros que encierran nuestros cerros, pero todo ha sido para
engrandecer la Península y saciar la codicia española; al modo que también se
les ha prodigado y encargado el estudio de la teología moral para esclavizar los
más con el pretexto de la religión.”

En lo tocante al Paraguay, aquella ausencia de todo contenido espiritual


en la obra de la Conquista fue absoluta. Al declararnos independientes, no
había un hombre de ilustración suficiente, o un pensador de altas miras, o un
estadista de sagacidad y tino, o un codificador sensato que orientara aquel
movimiento hacia derroteros, ajustados tanto al idealismo como a la realidad,
si exceptuamos al doctor Francia, quien recibió educación en Córdoba, y no en
su tierra. De ese modo, entramos en el gobierno propio sin experiencia, sin
sentido de la realidad y sin conocimiento adecuado de los problemas
nacionales e internacionales que el grito de Mayo iba pronto a suscitar.

Con referencia a esta indigencia espiritual de los criollos ha dicho Simón


Bolívar:

“Estamos en la situación de esclavos, no en el sentido del tratamiento


material, sino por nuestra ignorancia. No tenemos parte en nuestros propios
asuntos, ni conocimiento de la ciencia de gobierno y de la administración del
Estado. Fuimos, en efecto, esclavos, elevados repentinamente, sin
conocimiento ni experiencia, a desempeñar un papel en el mundo como
administradores, diplomáticos, magistrados o legisladores; por el contrario,
estamos dominados por vicios, que desarrollados bajo la dirección de España,
se agravaron con ferocidad, ambición, venganza y codicia.”

Ningún barco que no fuera español podía entrar en puertos americanos y


a los nativos les estaba prohibido comerciar con el extranjero. De 170 virreyes,

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sólo cuatro fueron americanos, y de 600 capitanes generales, apenas catorce


criollos llegaron a ocupar ese cargo. Con razón decía aquel juez español, de
nombre Aguirre y residente en Méjico allá por el siglo XVII:

“Mientras quede en la Mancha un solo zapatero de Castilla con su mula,


ese remendón tendrá derecho a gobernar América del Sur antes que un
nativo”.

Volviendo a lo nuestro, el Colegio Carolino, fundado en Asunción en 1783,


fue el único establecimiento de enseñanza superior en todo el país durante el
régimen colonial.

***

Mas ya hemos dicho que no obstante ese pecado original con que vino al
mundo la América española, creciendo fue, por natural evolución, su
prosperidad material, aunque más no fuera que en ciertos aspectos de la vida
rural y agraria, esto es, la ganadería y la agricultura. En “la tierra de paso” que
fue el Paraguay, para luego convertirse en cabeza de fundaciones y madre de
ciudades, crecían las espigas y aumentaban los vacunos, riquezas explotadas
ora por el encomendero, ora por el jesuita, jamás por el nativo. En 1549, Nuflo
de Chavez introducía las primeras ovejas y cabras, y poco antes, Salazar había
traído del Brasil siete vacas y un toro; de este reducidísimo plantel arrancó en
breve período de tiempo una riqueza ganadera sin par en aquellos tiempos y
aún en estos. A principios del siglo XVIII contaban ya las misiones jesuíticas
con 1.200.000 cabezas de ganado vacuno, y eso para una población que no
alcanza a 100.000 habitantes. También a toda vela marcha la agricultura y, en
particular, el cultivo del algodón. El Paraguay – decía Burmeister en aquella
época – rinde más algodón que cualquier país del mundo, más de mil
kilogramos por hectárea. En 1863, llegarán a cincuenta y ocho millones las
plantas del precioso vegetal textil.

Pero de todo ello no saca el indígena, el nativo, el “criollo”, un solo ochavo


moruno; todo es para la Corona de las Españas o las faltriqueras sin fondo de
La Compañía; el oro acumulado se va a través del océano, sin que en la tierra
que lo ha amasado con el sudor de sus hijos, quede nada de provecho. La

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tierra está como estuvo siempre, sin carreteras, puentes, canalizaciones,


escuelas u hospicios; el hijo de esa tierra sigue siendo el trabajador sumiso,
sin techo ni instrucción, sin libertad ni derechos. Las “familias ricas”, en los
tiempos de Francia y de ambos López, fueron aquéllas de pura cepa española,
constituidas por descendientes directos de los conquistadores. Las de origen
plebeyo y de cuño criollo – salvo muy raras excepciones vivieron siempre en la
pobreza, con ser ellas las primeras en faenas de paz y en proezas de guerra,
porque hubo y hay más calor y gloria en la sangre roja y copiosamente vertida
de esa plebe, que en la azul, remisa y escasa, de las “grandes familias”.

De aquella lumbre apagada surgió como lengua de fuego la rebeldía del


criollo, el espíritu levantisco del paraguayo y su afán de demolición y de
exagerada individualidad. Bajo los rescoldos de aquellas cenizas ardía una
brasa... Y de esa brasa ha surgido un incendio que sigue ardiendo hasta
nuestros días...

Cabeza de fundaciones y madre de ciudades... De Asunción del Paraguay


partieron las expediciones – integradas en su mayoría por “mancebos nacidos
en esta tierra” – que fundaron Santa Cruz de la Sierra, Santa Fe, la segunda
Buenos Aires, Concepción del Bermejo, Santiago de Jerez y San Juan de Vera
de las Siete Corrientes. Informaba Tomás de Garay al Virrey que cada vez que
un peligro acecha “todas las ciudades acuden a la Asunción, como a cabeza, a
pedir socorros y armas”.

“El Paraguay – dice nuestro doctor Domínguez – fue colonizado por la más
alta nobleza de España, por la mejor gente del mejor tiempo, por vascos y
castellanos, sobre todo, lo que conviene tener en cuenta hoy, que se concede
importancia tan grande a la raza”. Sin discrepar en lo fundamental con
maestro tan insigne, cabe sí admitir que los españoles venidos al Paraguay no
fueron mejores ni peores que los arribados a otras tierras, pero cuando menos
no eran totalmente iletrados o del todo analfabetos, como aquel porquerizo
trepado a conquistador que dio en tierra con el imperio de los incas. Preciso es
recordar que la conquista de las Américas era por aquel tiempo una aventura,
plena de sinsabores, peligros, acechanzas e ingratitudes, cuando no expuesta

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a traiciones y felonías fraguadas y consumadas entre los propios


conquistadores. Bravos, tenaces y sufridos fueron aquellos hombres de
portentosa energía y temple del más puro acero toledano, que vinieron a estas
tierras, por entonces ignoradas y ariscas, para cruzar inhospitalarios desiertos,
vadear anchurosos ríos, desafiar la tupida maraña de las selvas, hacer la
guerra al indio indómito y luchar a diario contra fieras y sabandijas. La
conquista de América es capítulo de heroísmo bravío en la historia de España.
Mas heroísmo y bravura no bastan para fundar naciones y edificar Estados.
Aquellos conquistadores no traían en sus alforjas sino lo que todo español lleva
en las suyas por mandato de la tradición y de la sangre: el coraje, el coraje
inmenso, temerario, sublime si se quiere, para desafiar riesgos y lanzarse a lo
desconocido. Mas, desdicha – y grande – fue que en sus petates no trajeran
también algo de contenido espiritual para los pueblos que soñaban conquistar,
un acervo constructivo o una levadura que no fuera el absolutismo político y el
fanatismo religioso. Nos dieron, verdad es, una lengua y una religión, pero
dones fueron éstos, no de ellos por generosidad ni obsecuencia, sino de la
lógica e inevitable infiltración y mezcla, aparte de que la felicidad de los
pueblos no está bajo el sino de una lengua determinada ni de una religión
cualquiera, porque todas las lenguas son buenas para cantar a la verdad y por
todas las religiones se llega a Dios por el camino de la moral.

En el terruño tan fieramente defendido por el guaraní, ni siquiera la


lengua hispana logró desplazar del todo a la nativa. El idioma guaraní, dulce,
cadencioso, primitivo, intraducible, no se desprendió jamás del corazón del
pueblo y hoy, a cuatrocientos años de la conquista, sigue siendo “ñande ñe’é”
(nuestro idioma) y constituye el primero y acaso el más sólido de los factores
que forma indestructible dan al alma nacional. Así lo comprendieron desde un
principio los ignacianos – perspicaces y agudos psicólogos como eran y son –
quienes no se dieron penas por enseñar el español académico a los indios, sino
que en la lengua de éstos redactaron e imprimieron catecismos, oraciones,
ordenanzas y alguno que otro elemental libro de texto. Es quizás la única labor
de algún contenido espiritual que los buenos Padres dejaron en el Paraguay.

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Pero si en estas tierras nuestras no prendieron jamás el “cante jondo”, ni


el sombrero cordobés ni el bárbaro pasatiempo de los toros – fiesta de coraje,
arte y brutalidad – quedaron, en cambio, arraigadas con firmeza ciertas
costumbres españolas – moriscas, mejor dicho – que aún en nuestros días
presta a la campaña paraguaya una extraordinaria similitud con la de España:
los ranchos “jecutu”; las mujeres embozadas; el baile del Santa Fe, remedo y
resabio de la jota andaluza; las fiestas y procesiones religiosas, con mucho de
profano jaleo y acompañamiento de bombas de estruendo y música alegre; los
velatorios de “angelitos” con jolgorio y amplio trago; los “nacimientos”,
llamados por nosotros “pesebres”; las romerías populares con ribetes de
verbena madrileña; las serenatas nocturnas a la prenda de reja y balcón;
ciertos juegos populares como el “toro candil”; los entierros con “lloronas”
alquiladas o genuinas; el culto sentimental y de ostentación a los fieles
difuntos; y otras tantas. La falta de una caudalosa corriente inmigratoria de
gentes con distinta sangre han hecho que perduraran aquellos hábitos
pueblerinos importados por el conquistador. Sólo el fanatismo religioso no
logró echar raíces en el alma paraguaya, que tampoco sabe de intolerancias e
intransigencias en materia de fe, ni el Clero – escaso de número y mediocre en
calidad – pudo nunca dominar la psicología popular y, menos aún, ejercer
influencias ponderables sobre sus modalidades políticas y sociales.

“Tenía España, desde el punto de vista más elevado de su gran misión


histórica, para cumplir el magno y asombroso empeño del descubrimiento, la
muy sublime de la maternidad política, formar los pueblos, educarlos y
prepararlos para la plenitud de la vida, como miembros nuevos, aptos,
capaces, libres y soberanos de la comunidad internacional. No llegó a realizar
esta gran labor”. (Augusto Barcia).

Por el contrario, hizo falta una bula de Paulo III – dictada con fecha a de
junio de 1537 – para dejar sentado que los indios del Nuevo Mundo eran
realmente hombres y, por lo tanto, en estado de abrazar la fe de Jesucristo.

***

En ningún momento de su crecimiento fueron las colonias españolas de

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América remansos de paz, quietud y bonanza, sino que por el contrario, se


sucedieron los motines, alzamientos, revoluciones y asonadas, promovidos
unos por los propios conquistadores y fraguados otros por las razas sometidas
(indios, negros y mestizos) y, más tarde, por los llamados “criollos”.

“Asunción – afirma un historiador – es quizá la ciudad hispanoamericana


que más dolores de cabeza dio a los designados de afuera para gobernarla y
que con más asiduidad se dio autoridades propias”. En efecto, y ya en 1585, y
aprovechando la ausencia del gobernador don Alonso de Vera y Aragón, los
asunceños se rebelaron contra su obispo – de conducta poco ejemplar – para
obligarle a abandonar la ciudad y refugiarse en Buenos Aires. Nuevamente, en
1597, al producirse el fallecimiento de Juan Ramírez de Velazco, el vecindario
de Asunción designó para sucederle en el cargo de gobernador a Hernando
Arias de Saavedra, primer criollo que en tierras de América llegó a tal
jerarquía, cuya acción, si no importaba un alzamiento contra el poder real,
constituía un índice de que aquellas gentes preferían ser gobernadas por quien
fuera de su elección, de su sangre y de su cuño. En 1644, el gobernador
Henestrosa decreta la expulsión del obispo, Fray Bernardino de Cárdenas, por
razones de moral y buen gobierno; el prelado apela a la Audiencia de Charcas
y ésta dispone que Henestrosa revoque su decreto y acepte nuevamente al
obispo expulsado; pero el gobernador, apoyado por el pueblo de la ciudad,
desacata a la Audiencia y se mantiene firme en su decisión. En 1691, ese
mismo pueblo depone al gobernador Félix de Mendiola y lo manda engrillado a
Buenos Aires y en 1702, otro gobernador – don Antonio de Escobar – es
desposeído de su cargo por el vecindario de Asunción en razón de haberse
hecho odioso por sus desplantes y arbitrariedades.

En 1721 estalla la revolución llamada de “los comuneros”, primera crisis


en la historia del pueblo paraguayo y bautismo de sangre en su lucha por la
justicia y la libertad. Verdad es que si al vocablo revolución hemos de dar la
acepción académica de “cambio violento en las instituciones políticas de una
nación, o nueva forma en el estado o gobierno de cosas”, la de Comuneros no
fue, en términos precisos, una revolución, sino un alzamiento del “común”

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contra la autoridad despótica e insolente del representante de la Corona, a


manera de indicio de que muy vivos eran los sentimientos de mantener
incólume la autonomía comunal, como expresión todavía primitiva de la
voluntad popular. No es aquél un movimiento que busca la independencia o la
emancipación de la provincia, sino rasgo de individualismo y protesta contra el
pésimo gobierno local.

José de Antequera – enviado por la Audiencia para juzgar al Alcalde


provincial, don Diego de los Reyes – prestó formas al alzamiento comunal.
Probados los cargos de que estaba acusado por el vecindario, Reyes es
depuesto y detenido, pero consigue huir a Buenos Aires y estando allí recibe
despachos del virrey del Perú con instrucciones de volver a hacerse cargo del
gobierno comunal de Asunción. Pero el Cabildo de esta ciudad exhorta a
Antequera a no abandonar el gobierno y le otorga su confianza para oponerse
por la fuerza a la decisión de la Corona, actitud que da origen a larga y
sangrienta lucha entre las tropas comuneras y virreinales. Los jesuitas se
pusieron de parte del Alcalde depuesto y repudiado por el Cabildo de Asunción.

Reyes es la proyección en América de la autoridad real absoluta y del


espíritu obscurantista, y representa a un régimen de trono y altar que de
instrumento sirve a la opresión y a la injusticia; Antequera, por su parte,
personifica al buen gobierno y a la justicia e interpreta la voluntad de los
“comunes” en su lucha contra el depravado Alcalde, acusado éste de “violación
de la fe pública, malversación de dineros reales y usurpación y abuso de
autoridad”.

Consigue Antequera vencer y dispersar a las tropas virreinales en


Tebicuary, el 25 de agosto de 1724, mas la fuerza, y aún con mayor vigor que
ella, la intriga se impone a la larga: Antequera – convertido ya en ídolo del
pueblo – es prendido, muerto en la cárcel y luego decapitado. Años más tarde,
Fernando Mompox habría de empuñar nuevamente el estandarte de las
reivindicaciones populares, haciendo suya la herencia de Antequera y
constituyendo un partido que adoptó el nombre de “Comunero” con tendencias
manifiestamente autonomistas.

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Pero aquel grito de guerra de Antequera – “los pueblos no abdican de su


soberanía” – santificó por siempre el sentimiento individualista del paraguayo.

***

La de Mayo fue una revolución sin sangre, aunque ella vino luego y a
torrentes. El 14 de mayo de 1811, un puñado de patriotas rompió las cadenas
que nos ataban a España, sin que para ello hubiera que disparar un tiro. Pero
aquel romper de cadenas era apenas un simbolismo, pues con ello no se
lograba la independencia política de la joven nación, y menos la de orden
económico, asediada como estaba la naciente República por peligros cercanos
e inminentes, ahogada en su situación mediterránea y escasa de hombres
ilustrados que guiar pudieran sus primeros pasos por la áspera y desconocida
cuesta del gobierno propio. La ausencia de una clase directora que encauzara
por derroteros razonables, serenos y reflexivos aquel primer fulgor de libertad,
junto al incansable recelo y codicia de vecinos poderosos, que por el norte y el
sur, sus garras afilaban con apretado y ceñudo gesto, negándose a reconocer
el derecho del Paraguay a vivir libre, hicieron que la revolución de Mayo
desembocara inexorablemente y entre levantes rojos en manos de un hombre
fuerte, autoritario, ilustrado – el único de su época – austero y de acerado
cuño, el doctor José Gaspar de Francia. Pasaba así la joven República del
absolutismo español a la dictadura implacable de uno de sus hijos, de la
intolerancia religiosa a la supresión absoluta de cultos, de la ilustración a
cuenta gotas a la ausencia total de escuelas y colegios, de la esclavitud del
encomendero y del jesuita a la férula del tirano, de la autoridad despótica –
pero más o menos patriarcal – de los gobernadores españoles a la negación
absoluta de todas las libertades y de todos los derechos.

El doctor Francia encerró al país en una caparazón impenetrable y lo aisló


por completo del resto del mundo; con ello evitó, sin duda, que en la joven
nación se infiltraran aquellas ideas que en los países vecinos originaban
discordias y guerras civiles interminables, con caciques degolladores y
montoneras que asolaban sin freno pueblos y ciudades. Fue el Paraguay el
único retazo del extinto imperio español que escapó a las garras del

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caudillismo devastador y disolvente. Nuestros héroes militares – hasta el 70 –


fueron siempre modestos, disciplinados y obedientes, sin ambiciones políticas;
“en sus pechos jamás brilló un entorchado” ni en sus almas se encendió la
llama del predominio por el sable. El propio Francia es el único dictador de
América que no deriva su poder de los cuarteles ni prestigio saca de los
campos de batalla; viene de la Universidad y ha sido elevado al gobierno
supremo por voluntad del Congreso Nacional. No terminará sus días en el
destierro, en la cárcel o bajo el puñal del asesino.

Nuestro clásico dictador – hermético, misántropo, honesto, indemne al


boato y a la adulación – afianzó con aquella brutal encerrona el espíritu de la
nacionalidad paraguaya y selló con cuño de hierro al rojo vivo su firme
voluntad de vivir para siempre libre de toda tutela extranjera. Mas la noche
volvió a hacerse sobre la vieja tierra guaraní. Al oscurantismo de tres siglos
sucedió el aislamiento total de veintiséis años. Tinieblas sobre tinieblas. Así se
comprende y explica por qué en 1864 no contáramos, entre el elemento civil, a
un estadista avezado o a un diplomático sagaz. La llamada “clase dirigente” no
existió en el Paraguay hasta después de 1870. Los López no constituyeron una
clase dirigente propiamente dicha, sino una familia de corte feudal, y aquellos
paraguayos enviados por don Carlos Antonio a Europa para educarse eran
todavía demasiado jóvenes para participar en la dirección de los negocios
públicos.

Aletargado y sumiso, saboreaba el pueblo paraguayo los frutos dulcísimos


de la paz y de la conciencia de sentir en lo intimo de su alma el concepto de
estar libre de toda extraña potencia. Este concepto existía ya de muy antiguo.
El dictador no hizo sino darle forma indestructible y consistencia de hecho
consumado, defendiéndolo contra los peligros y amenazas de la hora. Afianzó
el doctor Francia la independencia de su patria – obra que nadie puede
buenamente negarle – pero no hizo la felicidad de su pueblo en toda su
plenitud ni le otorgó el pan espiritual de la educación y de la ilustración. La
cerrazón del pensamiento envolvió a todo el pueblo paraguayo por más de un
cuarto de siglo. Y aquella ausencia de una clase directora, en los instantes más

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críticos de nuestra evolución política, había de tener más tarde una gravitación
mortal sobre los destinos de la patria. Ese es el reproche más fundado y
fundamental que puede hacerse a la política de aislamiento del dictador
Francia.

Libres del yugo español, quedaba aquel que nos uncía al Virreinato del Río
de la Plata, más por imperativo de la geografía que por lazos político-
administrativos. Ya antes del grito de Mayo, las victorias de Paraguarí y
Tacuarí – obtenidas sobre el general Belgrano por dos modestísimos
comandantes paraguayos – no fueron suficientes para convencer a nuestros
hermanos del sur que nuestra decisión era la de disponer de nuestros propios
destinos, en la hora y por los medios que mejor se adaptaran a nuestros
intereses.

Triste papel desempeñó el gobernador español en aquel trance. Dice a ese


respecto la nota elevada por la Junta Gubernativa del Paraguay al marqués de
Casa Irujo, con fecha 26de septiembre de 1811:

“Al fin se dispuso atacar al Enemigo acampado en Tacuarí; pero Dn


Bernardo de Velazco lexos de marchar a esta empresa, se retiró al Pueblo de
Yaguarón donde se mantuvo entretenido en diverciones. Se echaba no
obstante la voz de que iría a mandar el ataque a Misiones pero los más
cuerdos y prudentes ya no daban crédito alguno, y así fue que no se movió de
Yaguarón hasta que volvió a tener aviso de que nuestro Exercito de Patricios
había triunfado otra vez en Tacuarí. Entonces voló a Misiones no a pelear
porque ya no había con quién... “.

Lugar común ha sido siempre afirmar que la expedición del general


Belgrano sembró en el Paraguay la simiente de nuestra independencia. Lo
niega el historiador argentino Vicente Fidel López al decir: “Nosotros no
podemos participar de la entusiasta leyenda con que se ha atribuido la
revolución del Paraguay a las conferencias del general Belgrano con los
hermanos Yegros y Cabañas... Abandonado a su propio declive, el Paraguay se
habría declarado independiente en 1811, sin la expedición y sin las
negociaciones del general Belgrano”.

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La expedición del general Belgrano al Paraguay no tuvo, por cierto, una


misión libertadora, como la de San Martín en Chile y Perú; fue, más bien, una
acción militar de carácter punitivo para reducir a la Provincia rebelde. Pero el
vocablo reducir – en su novena acepción académica – significa “sujetar a la
obediencia a los que se habían separado de ella”, concepto que no podía ser
aplicado a la Provincia del Paraguay de aquella época.

Decían las instrucciones dadas a los comisionados Belgrano y Echeverría


el 1º de agosto de 1811:

“6º Se insinuará con sagacidad y destreza sobre la gran necesidad que


hay de alejar aquellos peligros; que la Provincia del Paraguay debe quedar
sujeta al Gobierno de Buenos Aires, como lo están las Provincias Unidas, por
exigirlo así el interés común de todos; que esta sugeción dejará siempre
intactos los derechos de la provincia en cuanto concierne a su interior
administración pública al igual que las demás en las que el ejemplo del
Paraguay, pudiera ser un estímulo que las tentase a la separación,
ocasionando una disolución política que debilitase a todas y las dejase
expuestas a ser ocupadas del primero que las atacase.”

En efecto, es de sobra sabido que la Gobernación del Río de la Plata fue


una desmembración de la antigua Provincia del Paraguay, otorgada por Real
Cédula del 16 de diciembre de 1617. Cuando don Diego de Góngora asumió el
cargo de Gobernador del Río de la Plata, declaró ante el Cabildo de Buenos
Aires (Acta del 17 de noviembre de 1618) “que por disposición real, se
constituye Gobernador de la Provincia del Río de la Plata y pueblos, del
Gobierno que se ha separado”. (Cecilio Báez, “Historia Colonial del Paraguay y
del Río de la Plata”). “El Paraguay – afirma el doctor Báez – constituyó siempre
un gobierno provincial propio comprendiendo todas las ciudades del Río de la
Plata hasta el año en que se operó su división en dos gobiernos
independientes”. (Ob. ya citada).

Se podría acaso citar como argumento contrario que la Real Cédula del 8
de agosto de 1776, al constituir el Virreinato de Buenos Aires, modificaba el
régimen jurídico anterior, haciendo con ello que el Paraguay pasase a

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depender del expresado Virreinato; mas es oportuno recordar que dicho


régimen fue alterado, a su vez, por la Ordenanza de Intendentes de 1782,
ampliada y completada por la Cédula del 23 de septiembre de 1803.

“El establecimiento de las Intendencias de ejército y hacienda, en primer


término, y luego las Intendencias de provincias y ejércitos, dieron a América
una nueva organización administrativa y legal, variando radicalmente la
existente, en punto a las atribuciones de no pocos funcionarios e instituciones
como los virreyes, cabildos... Las divisiones políticas no coincidieron siempre
con las circunscripciones judiciales... Lo mismo acontecía con las diócesis de
los obispados... Justo es reconocer que el gobierno español se esforzaba en la
última época... en hacer concordar en cuanto fuese posible las
circunscripciones políticas, militares, judiciales y eclesiásticas para evitar
conflictos”. (Ricardo Levene, “Derecho Indiano”).

Luego, cuando estalló la revolución americana de 1810, el Paraguay como


la Argentina se encontraban bajo el régimen de las Ordenanzas de Intendentes
y, por consiguiente, el Paraguay no dependía en lo político-administrativo del
Virreinato de Buenos Aires.

De suerte que la expedición del general Belgrano al Paraguay no pudo


haber tenido como objetivo legal, el de reducir a una Provincia rebelde.

Pero muchos años después y para el obtuso Rosas, el Paraguay seguía


formando parte del extinguido Virreinato, con categoría ahora de Provincia
integrante de la Confederación Argentina. Todavía el 25 de febrero de 1845 – a
más de 30 años de la Revolución de Mayo – presentaba el ministro argentino
ante la Corte del Brasil la siguiente protesta:

“El gobierno argentino, por las razones aducidas y otras de menor


importancia, considerando inoportuno el reconocimiento de la soberanía e
independencia del Paraguay por parte de su Majestad Imperial, manda al
infrascripto declarar que la Confederación Argentina no le da fuerza ni valor
alguno y en ninguna circunstancia tendrá por válidos y subsistentes
cualesquiera actos que por aquella razón se practicasen, ni prestará atención a

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las pretensiones y reclamaciones que sobre él se promoviesen.”

Largos años de forcejeos diplomáticos y de agrias polémicas dieron al fin


cuenta de aquella obsesión y el Paraguay, reconocida ya su independencia, así
por España como por los Estados americanos, alcanzó la plenitud de su
soberanía política. Mas con ella aparecían nuevos peligros y surgían otras
acechanzas mortales.

Aquel pueblo tranquilo y moderadamente feliz no había de gozar de la paz


del mundo por mucho tiempo. Sobre su cabeza seguía cerniéndose el signo de
la tragedia, que acecha cada uno de sus pasos y traba sus ansias todas de
progreso y superación. Gobernantes grandes, sabios y honestos ha tenido el
Paraguay y tampoco le faltaron dirigentes que le dieran glorias al montón,
renombre mundial, figuración histórica y personalidad grabada a fuego. Mas ni
uno solo de sus gobernantes, entonces ni ahora, ha logrado dar a su pueblo
ese don tan preciado que se llama la felicidad de las masas y que representada
está por la bendita paz del espíritu, el blanco y blando pan de cada día, los
beneficios de la ilustración, el ejercicio ordenado de la libertad y el imperio de
la justicia, postulados esenciales del buen vivir y del prudente gobernar que se
traducen y sintetizan en otros tantos conceptos de alto y noble significado: el
sosiego, la dignidad, el sustento, la escuela y la ley. Ninguno de ellos sirve por
sí solo para labrar la dicha perdurable de los pueblos, y sólo de su armónica y
acompasada instrumentación – lograda a pasos y no a tropezones – surge en
definitiva el bienestar interno, el equilibrio estable y el sereno compás a que
deben ajustarse las relaciones entre derechos y deberes. No sólo de gloria vive
un pueblo como no basta el sol para dorar las mieses y así como lenta,
paciente y dura es la labor de quien trabaja la tierra, serena, juiciosa y de
larga visión ha de ser la tarea de quienes se sienten llamados a sentar las
bases para el nacimiento o la resurrección de un pueblo. No bastan los
guerreros para lograr la prosperidad de un pueblo ni son suficientes los
laureles para alcanzar el bienestar perdurable. Pensadores, economistas,
codificadores; completan, perfeccionan y afianzan los triunfos logrados por la

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espada. La batalla más dura se libra a veces en el gabinete de estudio de un


estadista, así como suele ocurrir que también en él se malogren los frutos de
una victoria militar. De nada hubiera valido el golpe cuartelero del 14 de mayo
para lograr y afianzar nuestra independencia, sin la férrea determinación de
José Gaspar de Francia y la política atinada y serena de Carlos Antonio López.

***

Constituye el paraguayo un pueblo de singular unidad étnica, política y


geográfica. No existe en nuestra tierra regionalismos con pujos separatistas ni
rasgos fisonómicos o psicológicos que marquen una separación entre el
hombre del sur y el del norte, entre el del este y el del oeste. A todo lo largo y
lo ancho de su territorio, el producto es el mismo e idéntico el carácter, la
fisonomía, las virtudes y los defectos. Mares y montañas – factores geográficos
de mayor influencia en el carácter de los hombres que la habitan o la surcan –
no existen en el Paraguay. Puede que el guaireño, pongamos por caso, tenga
desarrollado con algo más de intensidad el excesivo individualismo del
paraguayo, y es posible que el “misionero” sea más apegado a su tierra y a las
dilatadas praderas de sus pagos, iluminadas como están sus pupilas por el
fulgor de la inmensidad. Mas son estas diferencias superficiales y epidérmicas,
que no alcanzan a modificar en forma substancial y permanente el alma
nacional, en lo que ésta tiene de intrínseca e inalterable. La tierra es una,
indivisible y uniforme y el paraguayo también uno, en espíritu y en carácter.

Tampoco los rasgos físicos de sus habitantes sufren mudanzas por mera
pertenencia a determinada región. “Considerada en su conjunto la nación
paraguaya, aislada de los pueblos del mismo origen que la rodean, es notable
por sus cualidades físicas como por las morales” ha dicho Demersay y con ello,
nos otorga marchamo de pueblo modelado con caracteres propios,
inconfundibles e inalterables. Los negros en el Paraguay no alcanzan a uno por
mil y la mayoría de ellos nos los dejaron los brasileños luego de su cruzada
libertadora. En cuanto a los indios – reducidos a unos 20.000 – habitan el
Chaco y extinguiéndose van, por reacios e indolentes a incorporarse a la vida
civilizada, de la cual se mantienen distantes y apartados. Un indio en las calles

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de Asunción suele ser novedad que arrastra en pos a destacamentos de


chiquillos y curiosos, como ocurre con las ferias de circo en los ambientes
pueblerinos. El problema del aborigen irredento – latente en Méjico, Perú,
Bolivia y otros países americanos – es desconocido en el Paraguay.

La sangre guaraní – más espesa que la hispana – terminó por imponerse


y, a través de una evolución patológica de glóbulos netamente indígenas,
origen dio a una raza mestiza, tirando a europea, que en el transcurso del
tiempo y como consecuencia de alguna, aunque no mucha, inmigración, fue
constituyendo un tipo propio de caracteres étnicos bien definidos. Azara decía
hace ya bastante tiempo: “Me parece tener los mestizos del Paraguay algunas
superioridades sobre los españoles por su talla, la elegancia de sus formas y
aún por la blancura de su piel”. Y a mediados del siglo pasado escribían los
hermanos Robertson en sus conocidas “Cartas”: “Hay muy pocos negros y no
abundan los mulatos; la gran masa de la población es una casta formada de
españoles y de indígenas, pero el blanco predomina tanto que los naturales
parecen descendientes de europeos”.

***

Observadores apresurados y superficiales han difundido el generalizado


aserto de que el paraguayo es por naturaleza guerrerista con inclinación
irreprimible hacia pendencias y zaragatas. La verdad es muy otra. No existe en
nuestra tradición un tipo de corte popular que se asemeje al extinguido gaucho
argentino. El conquistador no logró implantar allá el culto de la navaja.
Cuchillos y pistolones, como argumentos para rematar una discusión o dar
gusto al dedo, sólo entraron en juego después de la guerra grande. Los tóxicos
de la mala “caña” y de la política de campanario, así como el fantasma de la
miseria individual y colectiva, engendraron más tarde el pernicioso y crónico
subirse de la sangre a la cabeza.

A cuentas claras, el paraguayo no ama la guerra por la guerra misma,


sino que su vida entera es y ha sido siempre un combate sin tregua contra
adversarios e injusticias, asediado en todos los períodos de la historia por
enemigos de adentro y de afuera, unos por no comprenderlo y otros por

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comprenderlo demasiado. Su yo está en perpetuo estado de beligerancia y es


su historia íntima, cadena sin fin de servidumbres. Nada resuena más hondo ni
más grave en su espíritu que el clarín llamando a la batalla, porque tiene la
lucha metida en el alma. Para él los repiques augurios son siempre de dobles y
todos los júbilos presagios de cercana adversidad. Trasplantado a un dima de
vientos más apacibles, se torna en el más pacífico y tranquilo de los humanos.
Mas en su tierra, la vida toda es un eterno conjugar de cuatro verbos: amar,
combatir, mandar y obedecer, que son otras tantas maneras de batallar. Es, sí,
un excelente soldado, primero porque en el duro y noble oficio de las armas
halla amplio cauce para la conjugación de aquellos verbos, y luego en razón de
llevar adheridas a su temperamento y a su tradición ciertas cualidades
connaturales del buen guerrero: espíritu de obediencia, iniciativa, sentido del
sacrificio, sobriedad en el comer, beber y descansar, resistencia a toda prueba
a las fatigas físicas y, por último, cierta filosofía muy peculiar que le hace
despreciar por igual al enemigo, a la vida y a la muerte, esto es, la filosofía del
pobre. En la guerra se siente a gusto, porque se imagina libre de injusticias y
en sus faenas puede dar rienda suelta a su individualismo y a todo su olímpico
desdén por las convenciones legales y sociales. Por eso, cuando estalla una
revolución, corre a alistarse en las filas de uno u otro bando; de ese modo,
rompe con la esclavitud monótona de su arado y escapa a la férula de caciques
y mandones de su pueblo. Y esas revoluciones, que de tema han servido para
tantas y tan sangrientas pullas al paraguayo, constituyen – aparte el aspecto
desastroso de sus inevitables y funestas derivaciones morales y materiales – el
índice de un espíritu de libertad y de rebeldía contra opresiones y
arbitrariedades. Un pueblo que se alza con frecuencia en armas no está
amasado con la arcilla de la abyección. Y mientras nuestros sistemas políticos
vigentes no alcancen una evolución que torne posible el encauzamiento
pacífico de aquellas rebeldías espirituales, las revoluciones subsistirán como
único medio que al ciudadano resta para hacer oír su voz. Cuando ese
ciudadano no puede lograr su bienestar mediante el amparo de las leyes,
recurre a la violencia instintiva para resolver sus problemas. Nosotros, los
paraguayos, hemos vivido nuestra era de revoluciones cuando otros – otros

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pueblos de más regaladas posibilidades – ponían término a la suya. De ahí que


acaso nuestra turbulencia crónica no sea, después de todo, un pecado capital y
sí, apenas, un ligero atraso en el horario de marcha.

El paraguayo es de inteligencia vivaz y siempre en acecho. Sobrio, de


imaginación fertilísima, indemne casi a la fatiga, al sueño, al hambre y a la
sed, dócil en la obediencia y arbitrario en el mando; sentimental, soñador y
desconfiado por naturaleza, es más dado al impulso irreflexivo que al esfuerzo
perseverante, y más demoledor que arquitecto. Católico sin fanatismo, cree
más por tradición que por convicción: respeta el sable y adora la Cruz, mas
sólo hasta donde estos símbolos no se opongan a sus inclinaciones naturales.
La política le apasiona, absorbe y enloquece, porque en ella puede hacer
retozar su imaginación floreada y su instinto por engañar y confundir, hasta
hacer del “pokare” un arte sutilísimo, arte del engaño deliberado, menos con
propósitos de infligir daño duradero que con el de desconcertar al adversario y
gozar luego con el derrumbe de sus ilusiones y aspiraciones. El “ñe-ñanduka”
(hacerse sentir) constituye el séptimo cielo de su dicha y sinónimo es del “Ahí
te pudras” y “Que rabie” del vocabulario psicológico hispánico.

Del indio y de la ascendencia mora del conquistador ha heredado su


carácter melancólico, que se esparce y derrama en músicas y canciones, que
son las unas, melodías arrastradas de compases árabes y cadencia guaraní, y
las otras endechas tristes suspirando por el amor frustrado, la novia ausente o
la infiel que se marchó. El canto a la paz, a la felicidad del hogar, al contento
del espíritu y al trabajo cotidiano no entran nunca como temas en su poesía ni
en su lírica. Tiene que haber luchas y tristezas, ausencia y abandonos,
separaciones y lejanías, pero no en términos encendidos con premeditaciones
de venganza y promesas de desquite, sino en dulces añoranzas del bien
perdido con resignación. La genuina música del pueblo no es aquella que se
escribe sobre el pentagrama o se compone sobre el teclado del piano, sino la
nacida en los campos y compuesta por gentes que, ignorantes de solfeo, notas
y llaves, extraer saben sus melodías del gorjeo de las aves, del murmullo de
las fuentes, del coloquio con las estrellas y del suave abanicar de las hojas en

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la brisa de la tarde, para luego hacerlas vibrar en el cascabeleo rezongón de


arpas y guitarras. Esa música, llevada por gente de señorío al ambiente
cortesano de los salones, pierde su encanto y la vena íntima de su progenie
agraria.

Del español, por otro lado, le viene al paraguayo una suerte de fatalismo
musulmán, que muy a tono está con su melancolía perenne. Lo que ha de ser,
ha de ser. ¿A qué llevarle la contraria al destino? Sólo una cosa le rebela e
irrita, hasta sacarlo de aquel sometimiento fatalista: la injusticia, que ha sido
base y razón de todas nuestras revoluciones y de todos nuestros motines,
asonadas y alzamientos.

Su razonamiento suele ser simple, como simplistas son sus concepciones.


Impaciente, ávido de llegar al fin de una cosa, para pronto pasar a otra, y más
propenso a la comprensión por síntesis que por análisis, prefiere la solución del
estacazo al paciente razonar y argumentar. En la apreciación de la historia le
ocurre igual: salta de improviso y sin medir las distancias a conclusiones
terminantes y definitivas, sin pausas ni respiros, tirando derecho a lo que más
halaga o conviene. Y si alguien se sale con teorías contrarias, al punto es
motejado de mal patriota.

Astuto por naturaleza, no se deja engañar con facilidad y nada le


sorprende o maravilla en demasía. Es, sí, muy supersticioso, cosa que le viene
del guaraní, sin lugar a dudas. El asunto de duendes, fantasmas y aparecidos
es cosa seria en el Paraguay. Hasta la gente de cultura se deja llevar por la
magia diabólica del “póra”, “pomberos”, “jasy-jatere” y demás seres
sobrenaturales de la copiosa tradición legendaria de los guaraníes y aunque se
guarden de aparecer ante extraños como dando crédito a tales paparruchas, se
zafarán diciendo en tono misterioso y grave: “Yo, sabe usted, no creo, claro
está, en esas cosas, pero... lo que mis ojos han visto y mis oídos escuchado,
no puedo en buena ley negarlo”.

Del ibero nos viene también, sin duda, el regateo en la expresión de la


gratitud. El paraguayo parece ingrato, más por sibaritismo que por estragado
espíritu, porque para él los favores recibidos no son tales, sino pleitesías

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debidas a su justo y natural derecho. Por el contrario, al hacerle una merced,


riesgo se corre de tornarlo en adversario, por haberle dado mucho menos de lo
que piensa él le corresponde. Y como el todo se compone de las partes, este
gravísimo defecto de la ingratitud se manifiesta por igual en la mentalidad
colectiva. No existe en Asunción una lápida con el nombre de Rutheford B.
Hayes, el presidente de los Estados Unidos a quien debemos la mitad de
nuestro Chaco. Ni tiene su estatua Alberdi, el gran Alberdi, que por defender
nuestra santa causa, mereció en su hora y de sus compatriotas el mote
tremendo de traidor. Sobre el pedestal del monumento al insigne pensador
argentino, la gratitud del Paraguay hará grabar algún día aquella frase del
ilustre tucumano, que parece sintetizar todo un rumbo histórico en la razón de
ser de nuestra existencia: “Yo seré vengado sin ejercer venganza”. Tampoco
hemos dado a una de nuestras calles el nombre del general Martín Thomas Mc-
Mahon, aquel soldado de los Estados Unidos y testigo presencial de nuestra
guerra del 70, de comprensión tan humana y de tan cristiana piedad para
juzgar nuestros infortunios y hasta nuestras flaquezas.

Verdad es que no sabemos ser gratos ni siquiera con los nuestros, pues a
ciento treinta y tres años de la independencia, no existe en toda la República
un solo monumento en memoria y honor de los próceres de aquella revolución.
Tampoco tienen el suyo Gaspar de Francia – artífice despiadado del estado
nación – Carlos Antonio López, figura la más noble de nuestro pasado,
Francisco Solano López, José Díaz, Valois Rivarola o cualesquiera de los
tantísimos y auténticos héroes que merecen la veneración en metal de las
generaciones de hoy, descontando, desde luego, las efigies más o menos
perdidas entre malezas que en esos pueblecitos de Dios ha erigido la
suscripción popular de los patriotas del local, y que son, algunos de ellos,
verdaderos adefesios artísticos.

Y en punto a los veteranos de la guerra del Chaco – epopeya de ayer que


ya es historia y casi olvido – ambulan ellos por las oficinas pagadoras en
suplicante demanda de su mísera pensión, si es que no han huido al extranjero
en busca de sosiego y sustento...

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***

Si se acepta como cierto que las Cortes españolas, como expresión del
sistema representativo, fueron anteriores al Parlamento inglés, no es menos
verdad que la práctica liberal de gobernar y gobernarse conforme a nociones
establecidas de un pacífico y bien engranado mecanismo institucional y de
sometimiento ciudadano a las leyes escritas, jamás lograron echar raíces en
las Españas. Sea debido al exagerado y nunca bien encauzado individualismo
del español, que excluye todo concepto de colaboración recíproca y toda
transigencia con el modo de pensar del prójimo, sea en razón de la atascada
educación cívica de su pueblo, más dado a los arrebatos que a la reflexión, la
evidencia es que España fue siempre, y sigue siendo hasta nuestros días,
terreno fertilísimo para pronunciamientos, cuarteladas, alzamientos de
orígenes más o menos populares y guerras civiles de cruel ferocidad.
Germinan, con profusión en aquella tierra de profesionales salvadores de la
patria, que muy luego y puestos en la pendiente fatal de los clásicos errores,
caen a su turno derribados por el empuje de nuevos libertadores, llegados a
las murallas con desaforados afanes de renovación y en alto el pendón de
sofísticas doctrinas; flamean las espadas victoriosas o simplemente
afortunadas en el fugaz relampagueo del poder asaltado para pronto sucumbir
bajo el filo de otras más audaces y mejor iluminadas de gloria; se gobierna al
país desde los cuerpos de guardia, entre “juntas”, camarillas y asociaciones
secretas del cuerpo de oficiales; se suceden revueltas y conjuraciones,
sargentadas y motines; se desploman con estrépito y sangre los regímenes
con patente popular o dinástico, ruedan por el suelo las coronas reales para
volverlas a restaurar al día siguiente, todo con acompañamiento de violencias
y horrores. Entretanto, el país no termina de salir de ese marasmo de atascos
y tropiezos, que a su vez engendran el atraso material y la desorientación
espiritual. Cutánea es la democracia y detrás de cada idea asoma el cañón de
una pistola cargada. Y si por acaso, por una de aquellas excepciones que
alguna vez se dan, logra el pueblo expresar su voluntad en comicios libres para
elegir a sus gobernantes, el resultado es la falta de unidad en los que mandan,

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el exceso de autoridad desde arriba para contener la impaciencia destructora


de los de abajo y el chocar continuo de intereses encontrados entre las
innumeras sectas y facciones que dividen y despedazan al partido gobernante,
hasta que a la larga – y agobiados ya todos de trajinar de Herodes a Pilatos sin
encontrar la solución – torna a entrar en escena el salvador de rúbrica, que
con un golpe de tizona vuelve las cosas a su antiguo cauce, esto es, a una
situación de fuerza arropada con nuevas promesas. Se corre el telón sobre un
acto más de la comedia o tragedia, y de este lado y de aquél, no quedan sino
espumas; siempre las mismas peripecias y siempre el mismo insípido final:
unos que pierden sus empleos públicos y otros a reemplazarlos.

De todo lo cual cabe honestamente deducir que el temperamento hispano


se resiste a entrar por el molde de un sistema liberal y democrático de
gobierno y a la idea de convivir sin espanto ni zarpazos en medio de opiniones
encontradas, ya que edad adulta y escarmientos suficientes le sobran a su
pueblo para haber asimilado en siglos de doloroso aprendizaje el saludable
mecanismo de gobernar con justicia y gobernarse con disciplina social, factor
este último que no excluye el respeto a la dignidad del individuo. Oscilante ese
temperamento entre la anarquía y el despotismo, entre la libertad y la licencia
y entre uno y otro extremo de los idearios en boga, parecería que el carácter
español es incapaz de adaptarse al justo medio en el pensamiento y en la
acción. Su pueblo – tan magníficamente dotado de altas virtudes – es víctima
propiciatoria de los que se llaman sus jefes, caudillos y dirigentes. Sus
cualidades nunca desmentidas de valentía sin par, de amor probado a la
libertad, de altivez indoblegable y de cierta hidalguía en la elegancia moral de
su pensamiento intimo, se malogran y estrellan contra la pasión dominante de
rendir por la fuerza al de ideas contrarias. La armazón nacional descansa sobre
mesa de cuatro patas: el ejército, el clero, la aristocracia y el pueblo. De esta
última cojea siempre el mueble, y al no acabar de apoyarse en ella, la mesa
baila al menor tamborileo de los dedos.

Bastante – por no decir muchísimo – de todo eso han heredado estos


pueblos de América, cuyos orígenes y formación inicial se inspiraron en los

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sistemas y conceptos entonces en boga en la Península y se fueron plasmando


de acuerdo con la psicología española de todos los tiempos: intransigencia
política, ausencia de todo espíritu de colaboración leal, gusto desenfadado por
la violencia, desprecio absoluto por las ideas del contrario, estrechez
implacable de criterio al juzgar todo cuanto se debe a la iniciativa o al trabajo
del prójimo, monopolio personal del patriotismo y de todo lo que de bueno hay
o puede haber sobre la tierra, afición a constituir y destruir gobiernos desde los
cuartos de bandera, a organizar revoluciones con minúscula y a fomentar
revueltas a cada diario amanecer. Nadie parece estar cómodo en su sitio y
nadie conforme con el pan que le ha tocado en suerte por su situación social,
política, profesional o económica. Cada sargento es un estadista en potencia y
los presidentes han de dormir y velar con un arma al alcance de la mano,
porque nadie sabe de dónde y cuándo va a surgir el próximo y glorioso
movimiento para salvar a la patria y a sus instituciones, restaurar la libertad
escarnecida, implantar la justicia ultrajada, dar amparo a los pobres, felicidad
al pueblo, vivienda y trabajo a los necesitados. Palabras de más o de menos,
son esas las sempiternas y resobadas promesas de todos los revoltosos de
América latina, respondiendo a una crónica modalidad, que salvo escasísimas
excepciones, ha sentado plaza de permanente en estos suelos. El ejército, por
no ser respetado como institución de origen y carácter esencialmente nacional,
tampoco aprende a respetar; buscan en él los de arriba apoyo policiaco y los
de abajo complicidad para treparse al poder. “De ese coronel respondo yo...”
“De aquella guarnición me dicen que está con nosotros como un solo
hombre...” “El comandante aquel no es dúctil; un buen día nos dará un
disgusto... “.

En el Paraguay, el hereditario mal ha prendido con una virulencia


extraordinaria y en forma tan arraigada como para hacer desesperar de que
logremos alguna vez sentar cabeza, porque ya no sabe uno a qué aldaba
llamar para ser oído. País de las paradojas, los períodos de relativo bienestar
general y de estabilidad gubernativa corresponden precisamente a las épocas
absolutistas del siglo pasado. Pero lograda nuestra liberación – en 1870 – no

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hemos dado a nuestra zarandeada patria un minuto de descanso, entre tantos


y tan fervorosos salvadores como nos han salido con propósitos, sinceros o
mentidos, de llevar a cabo nuestra redención. Hermosa y libérrima es nuestra
Constitución, pero no pasa ella del papel; sapientísimas las leyes, que en su
práctica fuentes son de trampas y mangoneos; y profusas las dependencias
oficiales con denominaciones retumbantes, pero vacías de todo beneficio y
utilidad, la mayor parte. Pueblo joven, inexperto, ya aprenderá con los años,
afirman los sabios y evangelistas. Pero el aprendizaje va para demasiado largo,
frente a otras naciones, también bisoñas en el arte de gobernarse a sí propias,
pero que a estas horas han asimilado el santo y sabio culto a la paz, dentro de
una normalidad institucional y política a toda prueba. Acaso sea verdad que la
experiencia, como ha dicho alguien, no es lo que a los hombres acontece, sino
lo que éstos hacen con lo acontecido.

En nuestro país, el individualismo – aleación de soberbia y suficiencia


egoísta – asume caracteres desalentadores; el odio al contrario es mortal,
profundo e irreconciliable, y la colaboración con el semejante con vistas al bien
común, parece incompatible con el libre desarrollo de la propia personalidad.
Rencillas y envidiejas matan toda iniciativa de bien. Para avanzar un paso hay
que pasar sobre el cuerpo inanimado del contrario o sobre la lealtad del amigo.
Al que surge, si no está provisto de una buena estaca, guerra a muerte. De
ese modo, las capacidades se malogran y los esfuerzos se pierden en la nada,
por falta de comprensión y continuidad. Sólo pueden vivir moderadamente
felices quienes del cielo han recibido el don de una personalidad insignificante
o aquellos que, con estrago de su dignidad, aprenden el rudo oficio de vivir
siempre arrimados al sol que más calienta. El vértigo de demoler a todos nos
absorbe, domina y amarga. La propia libertad supone, en todo momento, la
esclavitud del contrario; el bienestar de unos pocos hecho está del quebranto
de muchos. Impera la mentalidad de vecindario, mentalidad estrecha,
mezquina y disolvente, como trifulcas de comadre que a nada conducen y en
arañazos se pierden. Muy caros son a nuestro corazón los vocablos de
nacionalismo y soberanía y con frecuencia los paseamos en andas al son de

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inflamadas oratorias, pero todos, todos algo hacemos contra ellos al contribuir
a la desintegración de los esfuerzos, a la dispersión de las voluntades y a la
inestabilidad de todo aquello que por su esencia debiera ser permanente e
inmutable. Los sociólogos tendrán, sin duda, su modo de explicar el
fundamento y raíz de tantos y tan negativos factores. Pero mientras sigamos
por ese nefasto camino de mirar y de hacer las cosas, el país no conocerá la
paz espiritual, ni el progreso material, ni la libertad ordenada de sus hijos. Ese
bárbaro afán de repudio instintivo a toda idea de tolerancia y al más elemental
respeto mutuo – del cual todos hemos sido víctimas y culpables, en mayor o
menor proporción – nos llevará un buen día a una quiebra dolorosa.

Muchos de los expresados males se deben de fijo a la hecatombe del 70,


que arrasó con todo aquello de más firme y sólido en la estructura social y
económica de la República. La guerra del Chaco – admirable y abnegado
esfuerzo – que pudo haber sido punto de partida para una etapa fecunda y
decisiva de nuestra evolución, sólo fue nueva fuente de desorientación
espiritual y política, porque nuestros titulados estadistas no supieron prever y
parar, en su hora, las conmociones inevitables que un fenómeno como la
guerra produce en las entrañas de un pueblo. Abnegados, sufridos, valientes,
heroicos, temerarios sabemos ser en las faenas bravías de la guerra, pero del
todo reacios, en la paz, a construir y edificar con método, paciencia, serenidad
y tolerancia. El recelo, la suspicacia y una actitud de jaguar siempre encogido
para saltar, que se desvanecen ante el peligro común, vuelven a reaparecer
cual hidra de mil cabezas en los escasos y muy espaciados períodos de
bonanza y quietud, sin duda por aquello de que poco dura la alegría en casa
del pobre. Disparado el último tiro de las grandes e inmortales hazañas, ya
están sembradas las semillas de la próxima y violentísima discordia. Y no es
que separados vivamos por aquellas diferencias de opinión que dividen a los
hombres de pensar diferente, fenómeno lógico y hasta saludable, desde que la
unanimidad de pensamiento constituye un mito y la conformidad general es
incompatible con la naturaleza humana; nuestras divisorias son de carácter
irreconciliable y feroz, alimentándose de rencores y pasiones que parecen no

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extinguirse ni saciarse jamás. Establecemos absurdos y odiosos distingos entre


buenos y malos paraguayos; reclamamos como de nuestra exclusiva propiedad
el patriotismo, el desinterés, la honestidad y el talento. Muy a pecho tenemos
todos el bienestar del pueblo, pero a éste zamarreamos hasta dejarlo con
medio palmo de lengua afuera. Más allá de nuestro limitado y exclusivo círculo
de ideas políticas no están sino los “vende-patrias”, antinacionalistas, oligarcas
y extranjerizantes. De ahí a las persecuciones sin cuartel y con ritmo de
brutalidad, hay un paso. Y, por natural y legítima reacción, el perseguido se
defiende, medita planes de venganza y desquite y así que puede, pasa al
contraataque; si logra el éxito, y llega a las alturas, el amargo y disolvente
recuerdo de los ultrajes recibidos y de las penas y miserias sufridas en la
cárcel o en el destierro, le incitan a aplicar al vencido de hoy la misma táctica
que ayer repudiaba, consecuencia fatal y en cierto modo ineludible, desde
luego, porque el mal no reside en los temperamentos individuales y más o
menos variables, ni en una determinada fracción o tendencia política surgidas
en los distintos períodos, sino que está en la psicología de la llamada clase
dirigente – y por lenta y desdichada infiltración, en el resto de la colectividad –
como herencia de sangre recibida del hispano y del indio, demagogo
impenitente aquél, receloso y vengativo éste. Pareciera que frente estamos a
uno de aquellos males que a gritos reclama copiosa y repetida transfusión de
sangre nueva, por mucho que en contrario arguyan ciertos empedernidos
predicadores de una raza, que en buena ley no existe ni en su propia tierra de
pretendido origen.

El pueblo paraguayo – como el español – es víctima de su elenco director.


En nuestro caso, el mal de piedra corroe y corrompe las vísceras más nobles
del organismo nacional. La cosa viene de muy lejos y se perpetúa hasta
nuestros días debido a fallas fundamentales en la formación moral, espiritual y
ciudadana de las generaciones. Cumple en nuestro medio la universidad simple
función mecánica de otorgar diplomas, sin realizar una honda labor de
educación y de cultura. Escuelas y colegios cargan, sin instruir, la mentalidad
del niño con programas frondosísimos, abarcando todas las ramas imaginables

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de las ciencias y de las letras, mas nada o muy poco hacen por formar el
carácter y la mentalidad del futuro ciudadano, esto es, ilustran sin educar.
Consecuencia primera de esta raíz dañina ha sido el florecimiento de un
proletariado intelectual – algún nombre hay que darle – que sólo vive
pensando en escalar un destinillo de gobierno, para buscar en él los beneficios
de complacientes liberalidades, o vegetar en la rutina de su empleo hasta
obtener la jubilación, que en el Paraguay – y dejando a salvo las excepciones –
no significa el reconocimiento de eficaces servicios prestados al Estado y a la
colectividad, sino premio a la constancia, pensión a la vejez o seguro de vida.

Muchos humos de civilizados nos damos, pero nuestro campesino sigue


viviendo y trabajando en las mismas condiciones de indigencia material y
espiritual que hace ciento y más años: su pobre choza de paja y adobe, su
primitivo arado y su yunta de bueyes, su mal camastro sobre el duro suelo y
su plato diario de prosaicos porotos. Miles de escuelas se han fundado en la
campaña, pero ¿es que por eso hemos logrado elevar el nivel cultural del
común de las gentes, exceptuando acaso los cien mil privilegiados que en las
ciudades viven? Muchos periódicos y revistas circulan en el país, pero ¿acaso
con ello hemos hecho que las buenas letras llegaran hasta la masa campesina
para hacer de ésta un factor pensante y consciente de la personalidad
nacional? Múltiples instituciones funcionan con el objeto de acrecentar la
agricultura, pero ¿podría decirse que ellas contribuyen a que el agricultor
plante hoy más y mejor que su congénere paraguayo del siglo pasado? Y
después de todo ¿es que la civilización significa la mera posesión de adelantos
materiales – vías férreas, carreteras, tranvías, “radios” y automóviles – o es
que reside más bien ella en la dignificación del hombre y del ciudadano,
plenitud no acordada por simples giros de legislación, sino por aquellas
condiciones espirituales y materiales propicias a su desarrollo? La conquista no
hizo una ni otra cosa, en cuanto al Paraguay respecta; tampoco nosotros
hemos hecho gran cosa en el siglo que llevamos de vida independiente por
enderezar aquel defecto de nacimiento.

Otro producto típicamente español y de libre importación a estas tierras es

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el militar-político. El vocablo pronunciamiento no tiene traducción en ninguna


otra lengua. Pero aquí y allá, el militar-político es hijo de las circunstancias y
consecuencia lógica de un peculiar estado de cosas. Cuando el pueblo es
burlado en sus derechos, o los gobiernos se dejan llevar por la corrupción, la
arbitrariedad o el desenfreno, ese pueblo, inhabilitado para retirar su mandato
a los malos gobernantes por el sosegado camino de una votación adversa, no
halla otro recurso que recurrir a las fuerzas armadas para que éstas se lancen
a la calle, a reconquistar por las armas lo que se ha tornado imposible
conseguir por los medios legales, sea por negársele la concurrencia a comicios
libres, sea porque el fraude electoral se opone a la libre expresión de su
voluntad. En ese sentido, el militar-político es, por regla general, un patriota y
un buen intencionado, cuya razón de ser está justificada por los gobernantes
sin conciencia, que son los últimos que debieran quejarse de la intromisión del
ejército en asuntos ajenos a su misión institucional. En aquellos ambientes
definitivamente constituidos, donde los gobiernos representan la expresión
genuina del consenso popular y sólo duran lo que la confianza del electorado,
el militar-político no existe ni tiene razón de ser. Los pueblos no recurren a la
fuerza para derribar gobiernos mientras pueden hacerlo por las vías normales
en ejercicio de sus facultades de soberano, así como el particular no resuelve a
tiros su pleito con el vecino cuando se sabe amparado en su honra y en sus
derechos por una justicia recta y proba. La curación de esa dañina y
anacrónica dolencia depende menos de los militares que de la educación cívica
del pueblo y de la responsabilidad real y efectiva que tengan los gobernantes
de sus funciones, como simples mandatarios y servidores de ese pueblo. No
puede el ejército ser mejor que la nación, porque es la propia nación en armas,
ni es posible que la moral subsista en los cuarteles cuando ella naufraga en las
otras manifestaciones de la vida nacional.

***

Una es la tierra y uno debiera ser el pueblo que de sus entrañas derecho
tiene a vivir. Pero hay siempre en nuestro querido suelo quien, prevalecido de
las transitorias pitanzas del poder, a su hermano le dice con autoridad de juez,

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fiscal y testigo: “Tú eres el mal paraguayo, el incomprensible, el díscolo, y esta


tierra, con ser de todos, tuya no es para que en ella vivas y de ella saques el
sustento y la alegría de vivir”. Y así se da que arriba de veinte mil paraguayos
habiten hoy suelo extranjero, corridos por los malos gobiernos, por la
persecución de los caciques de tierra adentro y por la imposibilidad material de
engullir un bocado en paz bajo el alero de su mísero rancho campesino.

Aunque de todo esto salga uno con el optimismo estropeado, no hay razón
para perder la fe en los valores morales de nuestro gran pueblo ni para pensar
que ya no existen posibles ni de dónde sacarlos. Acaso en la nueva era que
para el mundo se anuncia – vencida ya la infección pasajera de ciertas teorías
liberticidas y esclavizantes – algo de la prometida dicha universal a nosotros
nos alcance. Tanto luchar y padecer de alguna cosa tiene que habernos servido
a los paraguayos. Dios mediante, día vendrá en que para todos se cante la
gloria y todos pongamos leal y decidido empeño en lograr, no la amarga
medicina del remedio heroico ingerido a la vuelta de cada media docena de
años, sino la salud perdurable, vigorosa y alegre. Tiempo será en que dejemos
de confiar nuestra salvación a la mentada mano fuerte, o a la acción redentora
del pretendido varón providencial, para descansar tranquilos y libres en el
gobierno de los mejores por voluntad de los más. Mientras así no se haga,
yerma seguirá la tierra y mal de ausencia seguirán sufriendo los campos,
dejados de la mano de sus hijos...

CAPITULO 2

EL HOMBRE

Corría el primer cuarto de siglo en el XIX de nuestra era. Sobre el


Paraguay pesaba la dictadura del doctor Gaspar de Francia al modo de un paño

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fúnebre que cubre un cuerpo todavía con vida. En aquella bendita tierra, por
completo aislada del resto del mundo, se daba el pueblo a sus quehaceres
diarios sumido en las tinieblas de un limbo sin gozos ni padecimientos,
contando las horas monótonas, opacas y rancias de su existencia como cuenta
las suyas un hombre sano recluido en los rigores de una prolongada
cuarentena, por imperio de las circunstancias.

Asunción – aldea de acuarela con casas de adobe y calles de rojiza arena


– dormitaba en la modorra del absolutismo, ceñida con brutal rigor por el
cordón sanitario de una implacable medida de profilaxis política. Prohibido el
comercio exterior, suspendida la navegación fluvial con los puertos de vecinos
países, cerrada la entrada y salida de viajeros, suprimidos todos los
esparcimientos sociales y escasísimos los oficios del culto religioso, la vida
tornó al ritmo primitivo e incoloro de la época aborigen: comer, dormir y
trabajar lo indispensable para el sustento de cada día. Apenas desaparecidas
las últimas claridades, la gente se recogía en sus casas para meterse en la
cama, y por las calles silenciosas bañadas de luna, sólo rasgaban el tenebroso
silencio el andar felino de los “pyragüés” o el paso a compás de las patrullas
militares cumpliendo su ronda. Noches de embrujo en la señorial ciudad eran
aquéllas, con fragancia de jazmines y lluvia de estrellas... Noches tristes y
hermosas como mantilla de mujer en misa de difuntos...

Tranquila vivía la gente y de todo punto superfluo era darle tranca y llave
a las puertas, porque no se conocía el crimen y tampoco era de larga vida y
mucho porvenir el oficio de ladrón o ratero, que las ordenanzas del Supremo
castigaban con la pena capital. Tranquila, sí, pero no del todo dichosa, porque
dicha no puede existir con el espíritu viviendo entre brumas; sobre la población
flotaba la autoridad siempre presente del “karai-guasu”, ante cuyo solo
nombre – sinónimo de temor supersticioso – persignábanse las personas
mayores y echaban a correr los chiquillos para ocultarse debajo del mueble
más cercano. Quietud reinaba sobre nuestra tierra, pero no prorrumpen en
cánticos sus hombres. No era aquél un ambiente de terror a carta cabal, sino
de inercia espiritual, de silencio tétrico, de callada conformidad, como se está

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en una noche de ánimas o en siniestra cámara donde se sabe rondan los


duendes. Sellados estaban los labios y obscuras las almas; vivía el pueblo con
el pulso mecánico y las extremidades frías. La del dictador era allí la única,
absoluta y omnipotente autoridad y voluntad. Nada de escalas sociales,
estructura económica, organización militar o instituciones políticas. Leguleyos y
corchetes, próceres y caudillos han caído en pedazos. Nadie es rico en
demasía, porque la dictadura confisca sin piedad el exceso en metálico, y nadie
pobre de solemnidad, porque todo el mundo tiene lo holgado para comer y
vestir como Dios manda. El panorama de la vida nacional reducíase a lo
siguiente: de este lado, Gaspar de Francia; del otro, los habitantes de la
República, sin expresión ni dimensión y despojados de toda forma exterior de
pensamiento o de personalidad militante.

Se ha dicho ya que los períodos de paz interna y de estabilidad


gubernamental de nuestra historia corresponden a las épocas de absolutismo y
gobierno personal. Cabe agregar que coinciden también ellos con los tiempos
en que se observa una total ausencia de clases directoras. Gaspar de Francia
terminó con los próceres de la independencia y los dirigentes militares y civiles
de la emancipación, fusilando a unos y arrojando a los demás en presidio. Las
“familias grandes” habían huido del país, o hallábanse sometidas al temor,
cuando no calentando sus huesos en las mazmorras de la dictadura. Único
exponente del pensamiento y del espíritu era el Supremo. Circunstancias todas
que contribuyen a probar que el pueblo paraguayo es de temperamento manso
y dócil; soportaba el gobierno absoluto del doctor Francia, porque éste, con ser
cruel y despótico, no le hacía víctima de injusticias, privaciones físicas y
arbitrariedades. Injusticias, privaciones y arbitrariedades pudieron haberlas
sufrido los de clase superior, pero el humilde nada de ello sintió. De todas
maneras, probado también queda que el pueblo, en su concepto de turba, no
puede rebelarse en defensa de sus libertades cuando le faltan dirigentes que
encaucen su pensamiento y acción. De todo lo cual se deduce que el Paraguay
gozó de paz y de tranquilidad en las épocas de absolutismo, primero porque
nuestros dictadores de antaño no esgrimieron contra el pueblo el arma de la

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injusticia y luego en razón de que, aun añorando el precioso don de la libertad


– si añorar se puede aquello que nunca se ha disfrutado en toda su plenitud –
ese pueblo se encontraba huérfano de caudillos y de directores surgidos de su
propio seno. Las cañas no se vuelven lanzas sino cuando al frente y por encima
de ellas aparece un conductor blandiendo un sable desnudo.

El país entero era por aquellos tiempos una cárcel – dotada ciertamente
de abundancias materiales y con un régimen interno bastante soportable para
el común de las gentes – pero cárcel al fin. Para la mayoría, la ausencia de
toda libertad para comerciar, viajar, entrar y salir del país, ilustrarse con la
lectura de libros y periódicos, no significaba grandes privaciones ni penas,
dado que sólo excita la añoranza el bien perdido, y la dominación española no
había sido, por cierto, de las más pródigas en otorgar tales libertades. Pero
para una ínfima minoría de personas de algunas letras, el aislamiento
significaba una tortura moral, pues veían reprimidas e insatisfechas sus
naturales ansias de perfeccionar sus conocimientos por la lectura y enterarse
de lo que por el resto del mundo ocurriendo estaba.

La ciudad capital parecía por aquella época haber sufrido los efectos de un
bombardeo o las consecuencias de un terremoto, reducida como estaba a
escombros poco menos de la mitad de su edificación urbana, pues al dictador
le había dado por implantar el modernismo en la raleada urbe y pensó en
ensanchar las calles, abrir espaciosas avenidas y levantar viviendas
remozadas. Hay quien dice que esta fiebre modernista respondió a otros
propósitos: Francia, aquejado como todos los déspotas de la manía de perecer
asesinado, aborrecía la edificación compacta y los obscuros y estrechos
callejones, sitios propicios para conciliábulos de conspiradores y poco aptos
para la vigilancia eficaz de sus soplones; quería a la ciudad a cielo abierto, con
espacios despejados y calles anchas, de suerte que al pasar por éstas, no
corriera el riesgo de que alguien le atizara un pistoletazo desde una ventana.
Sea como fuere, la obra de demoler manzanas enteras cumplida fue con militar
rigor y precisión, pero la tarea de reconstruir iba tardando un rato largo en
empezar. Y es que el Supremo no era hombre de hacer las cosas a mucha

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prisa, y además, para esto . como para tantísimas otras cosas que en su frío
caletre bullían en proyecto, sobrábale tiempo y le quedaba toda una vida, que
por algo era Dictador Perpetuo.

La verdad es que el doctor Francia, aparte de dejar en suspenso su


propósito de reconstruir la capital – si es que alguna vez lo tuvo – no mandó
edificar un solo edificio público o privado, fuera del llamado Cuartel del
Hospital – situado donde hoy se erige el Hospital Militar – y de cuya
construcción hizo la niña de sus ojos, pues no pasaba tarde sin ir a
inspeccionar las obras, cargando con sus continuas visitas a constructores y
albañiles, que vivían con el alma en un hilo por si algún detalle no resultara del
agrado del Supremo. Por lo demás, sólo quedaban en pie como edificios de
alguna importancia y categoría las vetustas edificaciones de la época colonial:
la Casa de los Gobernadores – luego Dirección de Correos, demolida en 1912–,
el Cuartel del Colegio – actual Escuela Militar – y el viejo Cabildo. Las iglesias
fueron derrumbándose hasta no quedar nada de ellas, si se exceptúan_ las
cuatro paredes de Nuestra Señora de la Encarnación; las calles aparecían
llenas de zanjas y baches profundos, sin asomos de afirmado, desagües,
aceras o alumbrado público, convertidas en lodazales apenas caían cuatro
gotas y tostadas al sol calcinante en días de bonanza, entre nubes de polvo y
remolinos de color, que levantaban el paso de los clásicos y pesados
carretones tirados por bueyes, o el trote moderado de acémilas y
Cabalgaduras; la bahía desierta y muda, con restos carcomidos de
embarcaciones mostrando sus cuatro tablas sobre_ las ociosas aguas. Y el país
entero, punto en boca, como reflejo y prolongación de la vida solitaria,
misántropa y austera de quien velaba imperturbable por la independencia de la
joven República. Dictador sin besamanos ni corte de aduladores, simple en sus
gustos, sobrio en sus necesidades materiales, sin amores ni amoríos, su única
pasión sensual era el poder. Dinero, mujeres, lujo y ostentaciones para nada
entraban en su vida. Es un ejemplar único entre los de su especie.

Ni templos ni escuelas ni obras públicas de género alguno entraron en los


cálculos de Gaspar de Francia. Progresista y constructivo no fue, por cierto, su

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gobierno. Dicho queda que los españoles nada hicieron durante el coloniaje por
difundir en nuestro pueblo la educación superior y que fuera del Colegio
Carolino – institución de carácter civil y eclesiástico fundado en Asunción hacia
fines del siglo XVIII – no existía en todo el país un solo establecimiento de
enseñanza secundaria, no obstante las buenas intenciones de Carlos III, que
encarecía elevar el nivel cultural de los nativos. Pero la instrucción primaria, sí,
se había difundido bastante hasta el punto de asegurar algunos que no existía
en la República una sola aldea sin escuela. Gaspar de Francia terminó con
todas, o casi todas ellas. Afirma Washburn que durante su dictadura “no había
sino un hombre en todo el país capaz de enseñar cualquier cosa, además de
ciertos ramos elementales, como ser, lectura, deletreo, escritura y aritmética.
Y ese hombre era don Juan Pedro Escalada”. Don Carlos Antonio López
revalida, en 1854, la afirmación del diplomático norteamericano, al expresar:
“No había establecimiento ninguno de educación, instrucción elemental, moral
o religiosa; había algunas escuelas primarias de particulares muy mal
montadas”. Y Rengguer agrega: “Hasta la guitarra enmudeció”.

Otras eran, sin duda, las preocupaciones primordiales del Supremo


Dictador, en cuyos arcanos del espíritu nadie logró penetrar jamás. Sin
confidentes ni amigos, no hubo ser humano que pudiera preciarse de conocer
los secretos de su pensamiento, siempre tétrico e impenetrable. Mas el celo
maniático de Francia por asegurar y conservar nuestra independencia,
constituye obra grande que para consagrarle basta con la jerarquía de prócer.
Sus mentadas crueldades no fueron tantas ni tan horrorosas y menos
despiadado mostróse su rigor que el de muchos déspotas de su tiempo. Los
ejecutados por motivos políticos en todo el curso de su gobierno – un cuarto
de siglo – no alcanzaron a una treintena de personas. Pero suyo fue el pecado
de dejar a su patria sumida en la ignorancia, impidiendo que la luz llegara
hasta el alma de su pueblo. Atrasó el reloj de nuestra evolución cívica y
dignificación ciudadana en veintiséis años, demasiados años para una nación
que pronto habría de resolver mortales problemas de su existencia.

En la campaña, regía la “economía dirigida”, cosa de que oímos hablar

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bastante en nuestros días como si de asunto muy nuevo se tratara, pero que a
igual que otras pretendidas novedades de parecido pelaje, en el Paraguay las
conocemos como más viejas que el minué. La gente siembra y cosecha en
abundancia, pero como vedado está colocar el excedente de la producción en
mercados del exterior, falta el estímulo y no abundan los beneficios
gananciales. Sirve, sí, nuestra agricultura para dar (le comer hasta el hartazgo
a toda la población, pero no constituye riqueza potencial de la economía del
país. Lo que no se puede llegar a consumir, se pierde o es arrojado a los
animales. Entretanto, el Estado – entiéndase Gaspar de Francia – todo lo
dirige, fiscaliza y vigila.

***

En medio. de aquella calma ribeteada de negro como esquela de


defunción, vino al mundo Francisco Solano López, el 24 de julio de 1826. Nacía
a la vida mecido por el viento norte de la dictadura y sus ojos, al abrirse, sólo
vieron penumbras de espeso celaje sobre las anchas y fértiles tierras de su
patria. Fueron sus padres Carlos Antonio López y la señora Juana Carrillo,
unidos en legítimo y sacramentado matrimonio, gente de la aburguesada clase
media, de buen acomodo, sin ser todavía muy rica, llevando en su hogar
existencia desabrida y tranquila, al cuidado de sus intereses privados y por
completo ajenos a la vida pública o de simple relación mundana. Este
retraimiento constituía el único medio de pasar inadvertido para la dictadura y
don Carlos Antonio – letrado de cuentas menores, procurador diríamos hoy –
ninguna comezón sentía por meterse a redentor de las libertades de su pueblo,
arriesgando en ello sus materiales bienes, y lo que era más probable, la
integridad de su físico. Hombre de hacer las cosas a lumbre mansa y de tomar
la vida con juiciosa filosofía, resignóse a las murrias de aquella existencia sin
aire ni luz para el espíritu, leyendo algo – su biblioteca no era muy nutrida – y
meditando más. Y entre las cosas sobre las cuales meditaba don Carlos
Antonio en la soledad de su bufete sin dientes, tiene que haber entrado, más
de una vez, el problema de la educación de sus hijos, porque al recién nacido
era de esperar, siguieran pronto otros, pues ¿qué otra cosa podía hacerse en

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aquella existencia de larguísimas noches fuera de cumplir con el bíblico


precepto de crecer y multiplicarse? Mucho habrá cavilado el buen burgués
sobre este aspecto de sus responsabilidades como padre de familia. ¿Qué
horizontes se abrían a la educación de los niños en aquel ambiente de cerrazón
espiritual, sin escuelas ni colegios, sin libros de texto ni medio alguno de
satisfacer los más modestos programas de enseñanza? ¿Iban a crecer sus hijos
para llegar a ser simples hacendados o propietarios de tierras, prosaicos y
rudos, cuando él los quería ciudadanos conscientes, aptos y dignos de ser
alguna vez útiles al país desde una función pública prominente? Su mentalidad
de hombre con aristas intelectuales y la constante preocupación por el futuro
espiritual de sus hijos hacíanle aborrecer al dictador y a la dictadura, pero
buen cuidado tuvo de ocultar sus sentimientos, pues no estaban los tiempos
para vocearlos en las calles, y ni siquiera para soplarlos al oído del más fiel de
los amigos, porque en todo andaban los profesionales de la delación. Mas no
había por qué lanzarse a los negros espacios de la desesperación. Después de
todo – pensaba don Carlos – Dios diría. Además, el señor de Francia iba ya
entrando para viejo, y ni las dictaduras son eternas ni los dictadores
inmortales.

De su padre aprendió Francisco Solano las primeras letras, de acuerdo con


un horario establecido y cumplido con entera rigidez, exigencia que tanto al
uno como al otro acarreaba no pocos escozores, pues desde temprana edad el
chico despuntó por su genio independiente, rebelde como era a todo mandato
que no emanara de su propia voluntad y refractario a toda autoridad ajena a la
suya. Más dado a correrla con los chiquillos de su misma cáscara, volteando a
tiros de honda avecillas silvestres o trenzado en bataholas infantiles, que
someterse a la dura disciplina de sus lecciones diarias, le salvaba en última
instancia su amor propio, porque el niño sentía ansias de aprender y no le
desagradaba la compañía de los libros.

Ya entrado en la adolescencia, Francisco Solano tuvo profesor particular.


Fue éste el argentino Juan Pedro Escalada, quien le enseñó con método y
paciencia – mucha paciencia –, elementos de geografía, historia, aritmética,

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gramática y la consabida lectura de “los clásicos”. Algún venerable clérigo – de


los poquísimos que en el país quedaban – se pudo encontrar para que le
impartiera nociones de filosofía, latín y teología. También dio los primeros
pasos en el conocimiento del idioma francés, entonces reconocido en el mundo
entero como el mejor exponente de la cultura de un hombre.

Quince años llevaba cumplidos Francisco Solano cuando ocurrió el


fallecimiento del dictador Francia, el 20 de septiembre de 1840. Ese día,
vagando sin rumbo por las calles de la ciudad, y mientras miraba desde cierta
distancia a la Casa de los Gobernadores, entre cuyas paredes yacía el Supremo
hecho cadáver, escuchó por vez primera y contado entre bromas y chungas
por un chico de su rueda, sujeto largo y suelto de lengua, un rumor que desde
entonces destinado estaba a torturar su entendimiento, negándole toda paz
interior hasta el final de sus días. Contóle aquel amigote de sus andanzas
callejeras lo que diciéndose venia en corrillos y cuchicheos desde un rato atrás,
esto es, que él, Francisco Solano, no era hijo de don Carlos Antonio López, sino
de su acaudalado padrino, Lázaro Rojas; que su presunto progenitor había
contraído nupcias con la señorita Juana Carrillo – de quien era padrastro y
tutor el referido Rojas – a sabiendas de que la niña se hallaba en meses
mayores como fruto de sus debilidades con don Lázaro y atraido por la
cuantiosa dote otorgada por el rico terrateniente a su hijastra.

El chisme, o lo que fuera, hizo explosión violenta en el alma de Francisco


Solano y allí mismo se dio a todos los demonios, poniendo en fuga al indiscreto
informante a fuerza de golpes y maldiciones. Pero la ponzoña de la
murmuración se le había metido en la sangre. Triste y pensativo volvió esa
noche a casa de sus padres, llevando en el ánimo una sensación abrasadora de
humillante vergüenza. Nada dijo de aquel sombrajo a su padre ni se atrevió
jamás a indagar con él lo que pudiese haber de verdad en todo aquello. Su
orgullo y desmedido amor propio le impedían correr a buscar desahogo,
echándose en brazos de su madre o acudiendo a su padre para tratar con éste,
de hombre a hombre, asunto tan delicado y escabroso. Verdad es que temas
son éstos que nadie gusta llevar a la conversación con una madre, y el respeto

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que aquel joven de quince años sentía por don Carlos Antonio era demasiado
hondo y venerable para que se atreviera a hacerle preguntas que afectaban la
moral de su vida y la honra del hogar común. Optó, pues, Francisco Solano por
encerrar en lo más recóndito de su ser aquella horrible incertidumbre, que sus
dientes había hincado en las entrañas mismas de su sensibilidad, y como todos
aquellos que por no poder o no querer desahogarse a gusto, nutren sus
aflicciones y dudas, devoró en íntimos revolcones y hasta el resto de sus días
aquella amargura reveládale en los floridos tiempos de su adolescencia.

Más tarde, yendo y viniendo años, volvió Francisco Solano a percibir, y


contado por distintos labios, idéntico penseque, pero nunca pudo hacerse del
valor suficiente para despejar la incógnita de una vez por todas y prefirió
seguir alimentando el agrio sedimento de su tremenda duda. O acaso llegó a
enterarse de la verdad y la guardó para sí. La cosa es que la murmuración
sobre su presunta bastardía fue voz corriente en años posteriores y comidilla
de barrio en paliques y comentarios entre la gente de aquella época, hasta
cesar por completo una vez que Francisco Solano ascendió al poder supremo.
Ya entonces, la más elemental discreción aconsejaba no dar cartas de vecindad
a tales coplas, que fueron olvidadas o dejaron de andar en lenguas. Pero todos
repararon siempre en el extraordinario parecido físico que existía entre Lázaro
Rojas y Francisco Solano López.

***

El 14 de marzo de 1844 tomaba posesión de la presidencia de la República


el ciudadano Carlos Antonio López, de acuerdo con la Constitución aprobada el
13 de marzo del expresado año, después de haber compartido el Consulado
con Mariano Roque Alonso, desde 1842, y luego de los incidentes políticos y
militares de breve duración a que dieron lugar la muerte del dictador.

Referido queda que don Carlos Antonio era un burgués acomodado de la


clase media, abogado de oficio, jefe de un hogar respetable, de natural pesado
y lento, trabajador incansable y amigo de la buena mesa y de otras mieles del
buen pasar, sin excesos ni sibaritismos, pues su reconocida avaricia de cierto
límite servía a sus apetitos corporales. Vivía retraído en el silencio y en la

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oscuridad de sus quehaceres privados y atendiendo sus intereses de familia,


desde su residencia suburbana de Recoleta o en su estancia de Itacurubí del
Rosario, cuando llamado fue a la vida pública.

Su administración – que había de durar dieciocho años, reelecto como fue


por dos veces en el cargo – se caracterizo por un período de paz, progreso y
bienestar. Despejadas las tinieblas de la dictadura, abiertas las cárceles a los
presos políticos y levantado el encierro impuesto al país por Gaspar de Francia,
la República desperezada preparábase a entrar de lleno y de plano en contacto
con el mundo exterior, mientras en lo interno surgían los síntomas alentadores
de un resurgimiento en todos los órdenes. Mejor y más apropiado fuera
afirmar que con ello el Paraguay nacía a la vida civilizada y adulta, tras los
agobiantes y sórdidos períodos del coloniaje y de la dictadura. Todo estaba por
hacerse en la nueva República, desde la instrucción del pueblo y la explotación
racional de nuestras riquezas naturales hasta el reconocimiento de la
independencia nacional y la fijación de límites con los países vecinos. El
juicioso y buen burgués emprenderá la tarea al paso tranquilo del que anda
con cautela por áspero sendero erizado de acechanzas, llevando a su patria del
diestro hasta hacer de ella una nación próspera, vigorosa, respetada y hasta
con pretensiones de potencia militar en la América del Sur.

Pero nuestra toma de contacto con el mundo exterior por las naturales
vías del sur encontraba infranqueable valla en el empeño terco del dictador
Rosas de no reconocer la independencia del Paraguay. Al asumir el mando,
envió Carlos Antonio López la siguiente comunicación al señor de Palermo:

Asunción, Marzo 28 de 1844.

El Presidente de la República del Paraguay tiene la satisfacción de dirigirse al


Excmº. señor Gobernador de la Provincia de Buenos Aires encargado de las relaciones
exteriores de la confederación argentina para poner en su conocimiento que con arreglo a
la ley fundamental sancionada por el muy honorable congreso ordinario de la República,
ha sido nombrado Presidente de la nación y tomado posesión del mando el día 14 que
expira.

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Los documentos oficiales que se acompañan a esta nota instruirán a V. E. de un


acto tan vivamente pronunciado por el voto general de la República, con el cual puso fin a
la administración provisoria del gobierno consular.

Si como miembro de la anterior administración he manifestado mis deseos de


cultivar una administración [sic] sincera y franca con el Excmo. Gobierno argentino y con
las provincias de la confederación, como Presidente de la República segundaré los
mismos sentimientos de buena amistad con V. E. y con los Estados vecinos.

El Presidente de la República. tiene el honor de repetir con este motivo al


Excelentísimo Gobierno de Buenos Aires las seguridades de su más alta consideración.

CARLOS ANTONIO LÓPEZ

Benito Martines Varela

Secretario Interino de Gobierno.

En el Archivo General de la Nación, Buenos Aires, y en él legajo titulado


“Relaciones Exteriores, Paraguay, Correspondencia con el Gobierno Argentino,
1811, 1819, etcétera”, existe un borrador de la respuesta de Rosas a López
con motivo de la comunicación que antecede y que así dice:

El Gob. de Buenos Ayres

encargado de las Rel. Ext.

de la Confederación Argentina.

¡Viva la Confederación Argentina!

¡Mueran los salvajes unitarios!

Buenos Ayres, a 19 del mes de América de 1844, año 35 de la libertad, 29 de la


independencia y 15 de la Confederación Argentina.

Al Excmo. Gobierno del Paraguay.

El infrascrito ha recibido la apreciable nota de V. E. fha. 28 de Marzo último en que


se comunica que con arreglo a la ley fundamental sancionada por el muy Honorable
Congreso Ordinario de la República, ha sido nombrado Presidente de la Nación, y tomado
posesión del mando el día 14 del mismo; adjuntando con tal motivo los documentos

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oficiales que instruyen ese acto, que puso fin a la administración Provisoria del Gobo.
Consular, y ofrece segundar en su nuevo carácter con el Gobo. Argentino y Estados
vecinos los sentimientos de buena amistad, como lo ha hecho en la anterior
administración, manifestando sus deseos de cultivar una administración sincera y franca
con él y las Provincias de la Confederación.

El infrascrito aprecia debidamente los nobles deseos del Excmo. Gobierno del
Paraguay por conservar sus amistosas relaciones con la Argentina y consecuente con los
benévolos y fraternales deseos que le han acreditado desde que se ha restablecido la
correspondencia entre ambos Pueblos, le será grato retribuir los de V. E. por un vivo
perseverante interés en todo cuanto afiance la seguridad, libertad y bienestar del Pueblo
Paraguayo y la Independencia de la Confederación.

Dios guarde a V. E. muchos años.

JUAN MANUEL DE ROSAS

FELIPE ARANA

Pero junto al borrador que se trascribe figura una recomendación de


Felipe Arana para el dictador en los términos siguientes:

A 18 del mes de América de 1844.

Excmo. Sr.: En los proyectos de contestación tanto de la nota oficial como


de la carta del Sr. López, que van al acuerdo, parte de la base que cualquiera
felicitación que se le hiciese importaría, cuando no un directo reconocimiento
de la Independencia de aquella Provincia, al menos indirecto. Por esta razón
soy de opinión debe excusarse, y aun en cuanto es posible reproducir la
constante disposición de este Gobo. a no prestarse a tal reconocimiento. A esto
aluden los fraternales deseos que se indican en la carta y la conclusión que en
ella V. E. observará. Esta misma tendencia tiene la carta cuando V. E. se
clasifica en ella de compatriota, del Sr. López, y cuando más adelante se le
habla del restablecimiento de las relaciones entre ambos Países.

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(El subrayado no es del original).

Sólo cuando la victoria de Caseros dio cuenta de Rosas y reconocida fue


nuestra independencia poco después, pudo la obra de don Carlos Antonio
cobrar mayor impulso. Instrucción pública, navegación, comercio exterior,
industrias, explotación minera, defensa nacional, todo se emprendió y realizó
con fe, con acierto y conforme a un espíritu realista por excelencia.

Cuatrocientas treinta y dos escuelas con más de 24.000 alumnos cierran


el nefasto ciclo del analfabetismo en el Paraguay, bajo la dirección superior de
Escalada; el ingeniero Paddison construye con los “chaflaneros” de Elizardo
Aquino – 6º y 7º de línea – el primer ferrocarril del país y tercero de la
América del Sur, en una extensión de 72 kilómetros; en 1845 ve la luz el
primer periódico nacional – “El Paraguayo Independiente” – fundado para
entablar polémica con Rosas sobre el asunto del reconocimiento de la
independencia nacional, y del cual era redactor principal el ministro del Brasil,
José Antonio Pimenta Bueno; el 24 de noviembre de 1842 se declara abolida la
esclavitud, adelantándose con esa medida el Paraguay “a los Estados más
cultos de América y Europa, a Francia, Suecia y Dinamarca, que había de
decretar la libertad de esclavos en 1848, a los Estados Unidos, que la
proclamaron en 1865, y al Brasil, que la decretó solamente en 1888”; en el
año 1845, Fray Basilio Antonio López – hermano de don Carlos Antonio – es
designado, por Bula del Papa Gregorio XVI, obispo del Paraguay, y es el primer
ciudadano paraguayo que alcanza a ocupar la sede episcopal de su patria; la
producción agrícola está constituida por plantaciones de tabaco, yerba mate,
algodón, arroz, maíz, caña de azúcar, café y mandioca, y en 1860, la cosecha
de tabaco llega a siete millones de kilos y a dos millones y medio la de yerba
mate; para siete millones de cabeza va el aumento del ganado vacuno; desde
1845 funciona en Asunción un arsenal, bajo la dirección del inglés Whitehead y
en Ybycuí trabaja una fundición de hierro con capacidad para fundir una
tonelada del metal cada 24 horas.

Del extranjero hace venir el gobierno a médicos, arquitectos, químicos,

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ingenieros, instructores militares, geólogos, periodistas y educadores,


contratados todos ellos a sueldo en oro para establecer hospitales, dirigir
fundiciones, construir vías férreas, estudiar el subsuelo, fundar imprentas,
organizar escuelas y proyectar edificios públicos. Ingleses son la mayoría de
los contratados: Paddison, Whitehead, Barton, Stewart, Fox, Skinner,
Mastermann, Morice y otros. Pero también los hay de otras nacionalidades:
Francisco Wisner de Morgersten, ex-coronel de ingenieros del ejército
austriaco; Alejandro Ravizza, arquitecto italiano; Alfredo Du Graty, naturalista
belga; Juan Pedro Escalada, educador argentino y prócer de nuestra
instrucción pública; Ildefonso Bermejo, periodista español; y el comandante
Villagrán Cabrita, instructor brasileño de artillería y balística. A la mira está
que el nacionalismo de don Carlos Antonio no es del género estrecho y necio,
con desdén de cuanto sea extranjero y tendencia de volver a los tiempos del
arco y de la flecha, como si aquel sentimiento fuera compatible con un espíritu
de agresividad a todo lo foráneo.

Entretanto, los barcos de la flota nacional – once buques de vapor y de 40


a 50 veleros – llevan a los puertos extranjeros cargamentos de yerba mate y a
su regreso nos traen máquinas, herramientas, medicinas, productos químicos,
instrumentos científicos, armas, imprentas y libros. El viejo presidente
experimenta íntimo regocijo cada vez que un nuevo barco de la pacífica
armada nacional es botado al agua en los astilleros de Asunción y así se lo
anuncia a sus conciudadanos en vibrantes proclamas, de las cuales la siguiente
es un ejemplo:

¡VIVA LA REPUBLICA DEL PARAGUAY!

No es dable comprender, sino al que lo experimenta, el júbilo y la satisfacción con


que os dirige la palabra vuestro Presidente.

Hace un año que visteis surcar en vuestras aguas al “Ypora”, vapor construido en
vuestro astillero y por vuestros mismos compatriotas. Día para mí memorable y
satisfactorio, que formará época en la humilde historia de mi vida política.

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El viernes 17 habéis presenciado un espectáculo de igual naturaleza, que ha


conmovido de nuevo mi corazón.

Ciudadanos: la bandera paraguaya surca en las espumosas aguas del Atlántico y tal
vez a estas horas se verá solemnemente saludada por el pabellón de la Gran Bretaña, en
cuyas márgenes habrá fondeado el “Río Blanco”.

Vuestro vapor “Tacuarí” tremoló también nuestro paño tricolor por el anchuroso
océano. Cuatro vapores mercantes de vuestra exclusiva propiedad son cada día una
patente revelación de nuestra Nación.

Tan frondosa y múltiple labor de progreso se desarrolla al amparo de un


orden perfecto y de una paz interna ennoblecida por el trabajo; asegurada la
justicia y garantizado el respeto de vidas y haciendas, la convivencia era fácil y
las rebeldías imposibles. Primer fundamento del orden, en cualquiera de sus
aspectos y esferas, es la justicia, y la justicia la administran los de arriba; sólo
cuando los gobernantes se apartan de las leyes para imponer sus caprichos, el
pueblo recurre a la ilegalidad de la sedición en defensa de su dignidad
ultrajada y como consecuencia de todo ello, sobreviene el desorden, de donde
arrancan todas las desdichas. Escribe por aquella época el barón Du Graty: “La
República del Paraguay prospera visiblemente; su comercio y su industria
adquieren nueva importancia”. Y otro testigo presencial de aquel período de
nuestra historia – Ildefonso Bermejo – así se expresa con relación a nuestro
país en su libro “Repúblicas Americanas”: “En aquella República no se conocían
los ladrones, ni en la ciudad ni en despoblado. Cualquier viajero podía caminar
de noche, solo por el campo con grandes cantidades de dinero para su compra
de tabaco a los hacendados y cosecheros, seguro de que no había de tener
más que un respetuoso saludo de los caminantes que encontrase”. Y pertenece
a don Félix de Azara la siguiente afirmación, en punto a la moral ciudadana
que por aquella época se gastaba en el Paraguay: “El respeto a la cosa pública
existe hasta en la clase más ínfima de la población. No sabría citar un ejemplo
de falta de probidad hacia el Estado ni aún de parte de la gente más
necesitada”.

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En cuanto a las relaciones internacionales, la tarea del presidente no es


tan simple ni está ella en absoluto libre de embarazos y tropiezos, porque si
bien se ha logrado la firma de tratados de amistad y comercio con varias
potencias extranjeras, se suscitan, por otro lado, enojosos incidentes
diplomáticos con Inglaterra y la República del norte y las cosas llegan – por
parte de la segunda de las nombradas – hasta la amenaza y el despliegue de
fuerzas. Pero la serena energía de don Carlos Antonio logra apaciguar los
ímpetus de quienes obraban acaso con alguna precipitación y no poco
desconocimiento de la psicología de nuestro presidente y del notable cambio
que se llevaba operado en el país desde los días de nuestra independencia.
Don Carlos Antonio es soberbio por naturaleza y muy sensible a la menor
ofensa inferida a la dignidad de su gobierno o a su autoridad personal. En su
fuero interno, las reacciones son violentas, aunque luego se imponga un freno
de moderación antes de soltarlas a retozar en actitudes oficiales y documentos
públicos; de naturaleza desconfiada, y desconocedor del mundo que se
extiende más allá de las fronteras de su patria, es forzosamente localista en
muchos de sus conceptos y su criterio político se limita con frecuencia a cierta
encogida y arrogante psicología de aldea, pero de aldea fuerte, altiva y con la
bandera en alto sobre los torreones de una personalidad bien ganada y
definida. Por otro lado, la ausencia de hombres capacitados y de colaboradores
inteligentes para el manejo de las relaciones exteriores – producto, como dicho
queda, de la noche colonial y del enclaustramiento de la dictadura – hace que
sobre el presidente descanse todo el peso de la abrumadora tarea y que en el
extranjero tengamos que confiar nuestra representación diplomática y consular
a personas que no son nativas y que, por no serlo, privados están del
conocimiento íntimo, cercano y vivo de la psicología nacional, de sus
aspiraciones, intereses y modalidades. En efecto, en Londres y París nos
representa don Carlos Calvo, en Bélgica el barón du Graty y don Juan Andrés
Gelly en Río de Janeiro. Cónsul General en París era un francés – Enrique
Laplace – reemplazado más tarde por don Ludovico Tenré, también de aquella
nacionalidad. En Buenos Aires hay apenas un agente comercial y nadie – o casi
nadie – en Paraná, Washington y Montevideo. Nuestra diplomacia es, por esta

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época y hasta mucho después, de acción mecánica, rígida y con deplorable,


aunque comprensible, tendencia a imitar la clásica táctica del avestruz. Faltan
observadores inteligentes y perspicaces en los puntos dominantes del terreno,
y no los hay ni es posible proveerlos, porque el país se encuentra falto de clase
directora. Esta falta de observación y vigilancia, unida al temperamento en
cierto modo encastillado del presidente López, juntando van algas muy dañinas
en la superficie de las aguas, cuya engañadora limpidez cubre un fondo de
turbios remolinos.

Por el norte y por el sur asoman signos visibles de perturbaciones que


estrechando van el cerco de las acechanzas en torno a la joven República, y no
es que don Carlos Antonio – astuto por naturaleza – no perciba las nubes
grises que juntando se vienen de a poco, sino que su acción previsora en
política internacional se halla de por fuerza limitada por la carencia de agentes
y observadores que con él colaboren en parar el golpe.

Por el norte, el Imperio del Brasil, heredero de la codicia portuguesa,


sostiene firme sus avances hacia la cuenca del Plata con designios de anexión
sobre la Banda Oriental. El sueño de la Provincia Cisplatina seduce y empuja a
los estadistas del Brasil y es el nervio motor que mueve la acción hábil,
sostenida y tenaz de su diplomacia. “La pretensión histórica y continua de
extender sus fronteras hasta el Plata obedecía a necesidades tradicionales y
errores persistentes sobre población, subsistencia y seguridad. Necesitaba de
la libre navegación y comercio de los ríos del Plata. En lo alto de sus corrientes
estaban situados los estados más ricos y prósperos de su jurisdicción y ellos
eran entonces los únicos medios de comunicación con el Janeiro. Las llaves de
las puertas interiores del Imperio se hallaban en manos de Paraguay, Uruguay
y Argentina. Si el Brasil no podía mantener la centralización del gobierno se
exponía a la desmembración territorial. No podía pensar en la conquista del
Uruguay, después de la convención de 1828, ni en la conquista del Paraguay,
después del reconocimiento de 1844, pero podía pensar en las cuestiones
hereditarias de límites: avanzar por la discusión y diplomacia sobre los
territorios vecinos, y ante todo, evitar el avance de la Argentina, cuya fuerza a

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despecho de todo, siempre creciente, convenía anarquizar o disminuir. En la


imposibilidad de gobernar por el mismo sistema a las jóvenes Repúblicas
limítrofes, procuraba ejercer el dominio por gobiernos emanados de su
intervención clandestina o manifiesta. Los dos países buscaron la misma vía: el
Brasil, con orientación invariable, aunque algunas veces de acción indecisa; la
Argentina, con propósito accidental y acción intermitente. (Ramón J. Cárcano).

Por el sur, Buenos Aires – y no se dice Argentina, porque la unificación


nacional no estaba aún lograda – busca también alcanzar el predominio político
y económico sobre los países que formaron su extinguido Virreinato, pero mal
camino escoge para lograr su finalidad, porque en vez de atraerlos a la órbita
de su influencia por medio de una política sutil y comprensiva y de asentar su
influencia sobre bases de amistoso entendimiento, respeto recíproco, mutuas
concesiones económicas y facilidades de comercio y navegación,
desempeñando con ello el digno y merecido papel de hermana mayor para
alcanzar una situación indiscutida de “primus inter pares”, choca con ellos, los
irrita con actitudes de soberbia, pone trabas a su comercio y economía y
termina por enajenarse la confianza de los expresados países. De Rosas
heredan los porteños esta política de mal vecino, factor básico en la
organización de la tragedia que estallará en 1864. No fue hasta el 17 de julio
de 1852 que la Confederación Argentina reconoció la independencia del
Paraguay, mediante convenio suscrito en Asunción entre el doctor Santiago
Derqui – enviado de Urquiza – y don Benito Varela, en representación éste del
presidente López; en la misma fecha se echaron las firmas de un tratado de
límites y libre navegación de los ríos Paraná y Paraguay, tratado que el
Congreso de la Confederación se negó a ratificar, aceptando sólo el
reconocimiento de la independencia y soberanía del Paraguay por ley del 7 de
junio de 1856. El Paraguay, por el contrario, fue siempre leal a la solidaridad
de sangre que lo unía a su hermana del sur. Ya en tiempos del dictador
Francia, éste había resistido todas las tentativas de San Cristóbal por lograr un
acercamiento con nuestro gobierno con miras a hacer de él una base para el
desarrollo de la política internacional brasileña en el Plata y evitar que el

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antiguo Virreinato se constituyera en un bloque continental capaz de


contrarrestar y detener la tradicional aspiración de la corte portuguesa sobre
las antiguas provincias españolas. En ese intento fracasaron tanto la misión del
teniente Abreu, como la del Consejero Antonio Manuel Correa da Cámara,
enviados ambos a Asunción con el objeto de fomentar el desacuerdo entre el
Paraguay y Buenos Aires y conquistar las simpatías del primero para la causa
de la princesa Carlota, presunta heredera de Fernando VII y aspirante a la
corona del Plata. Nuestro hermético dictador nada quería saber de unirse a
Buenos Aires, pero nada tampoco de hacer causa común con los lusitanos
contra nuestros hermanos de sangre. Años adelante, igual actitud de
desahucio hallaría el doctor Juan José Herrera, enviado en 1861 a Asunción por
el gobierno uruguayo para inducir a don Carlos Antonio López a que el
Paraguay entrara en una alianza contra Buenos Aires.

“Se creaba Buenos Aires durante el coloniaje, aislada del resto del país y
atraída, más que a las provincias, a otros intereses, ya que tan flojo, o por lo
menos tan poco cultivado, parecía el vínculo moral y comercial que la ligaba.
Su egoísmo y aislamiento, hijos un poco de su situación geográfica y de los
provechos que ella le brindaba a solas, le atraía cierta población de muy
peculiares caracteres, en los cuales el espíritu mercantil, con todas sus
codicias, dominaba con imperio”. (José María Ramos Mejía). El doctor Salvador
María del Carril, vicepresidente de la Confederación Argentina, afirmaba –
entre otras cosas – en su circular del 27 de marzo de 1858 a los gobernadores
de provincias: “La política de la capital del Virreinato, continuada aún después
de la Revolución, despreció con soberbia las manifestaciones de los pueblos, ya
fueran sus jefes Artigas, Ramírez o Güemes, o ya fueran por su importancia y
antecedentes el Paraguay, Bolivia o el Estado Oriental. Y en lugar de darse
cuenta con sensatez de lo que podían tener de útiles y justas, dio a esos
pueblos nombres de guerra y bandería, los combatió y sin vencer jamás a
ninguno los forzó a desmembrar el ancho y magnífico suelo en que estaba
diseñada la Patria Argentina”. El propio general Urquiza – desatado ya el
drama – escribirá a Carlos María Querencio en 1869: “Tienda una mirada

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desde los Andes al Plata, mire con detención el litoral, párese a contemplar el
Brasil y el Paraguay y encontrará escrita en caracteres de sangre la obra de
esos hombres de corazón patriota, de esos hombres que por adquirir posición
han contribuido a la ruina de tres Repúblicas y un Imperio”.

Doctrinariamente y en el terreno de la lucha política, aquellos hombres de


Buenos Aires eran adversarios tenaces del Restaurador de las Leyes, pero en la
viva y palpitante realidad – y acaso sin apercibirse de ello – resultaban
continuadores del pensamiento director de don Juan Manuel: predominio de
Buenos Aires sobre las demás provincias, sueños de reconstrucción virreinal y
actitud equívoca con respecto a Uruguay y Paraguay. Porque en el fondo, y a
través de los años, es el espíritu de Rosas el que ha presidido y preside la
ausencia de toda comprensión leal y práctica entre Argentina y Paraguay. Al
margen de florilegios y lirismos, esa comprensión no ha sido aún alcanzada en
toda su plenitud beneficiosa. La “deuda de sangre y miseria” que dice el
historiador Cárcano sigue sin pagarse. Y atados seguimos los paraguayos a un
vasallaje fluvial de duros aranceles y astronómicos fletes. Cosas son estas que
es necesario tener el valor de decirlas, porque en ello va la desnuda sinceridad
de todo cuanto sentimos y sufrimos los condenados a un ahogo mediterráneo
que ya va para siglos.

Aquel empecinado centralismo de los hombres de Buenos Aires había de


terminar en una trágica e incomprensible paradoja: la alianza con el Brasil
para la destrucción del Paraguay, colaboración inverosímil y contradictoria por
sus propios fundamentos, porque con ello se cooperaba con la expansión
portuguesa hacia el Plata y en lugar de fortalecer los antiguas vínculos del
Virreinato – objetivo aparente de Buenos Aires – se abría entre ésta y su
hermana de sangre un abismo, que no por circunstancial, fue menos hondo ni
deplorable.

***

Desde el primer día de la asunción de su padre a la presidencia de la


República, entró de lleno Francisco Solano López en la vida pública, sentando
plaza en el ejército, para recibir a poco los entorchados de Coronel Mayor, sin

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haber pasado siquiera por las escalas inferiores de la jerarquía militar ni


someterse previamente a la formación profesional que se adquiere en
institutos y academias, acaso porque éstos no existían en el país, clausurada
como estuvo en todos sus órdenes la educación pública durante la dictadura
del doctor Francia. Tenía entonces dieciocho años y sin ser un joven muy
apuesto – su estatura tirando a baja y el ser algo retaco le restaba simetría de
líneas – bastante marcial era su aspecto exterior, que él sabía cuidar con
sostenida afectación.

Ya se ha dicho que su educación estuvo confiada a maestros particulares –


Escalada entre ellos – y en el seno de su hogar aprendió la urbanidad de un
caballero de castellano filo. Su afición a la lectura completando fue su bagaje
intelectual y de Europa y de Buenos Aires hacia traer libros que devoraba con
insaciable curiosidad. Materias de su predilección eran la geografía y la
historia, sobre todo la historia militar; le entusiasmaba el relato de las
campañas de Bonaparte y sentía por las glorias de Francia intensa admiración.
También aprendió algo de francés y otro poco de inglés, luego de haber
asimilado los principios fundamentales de gramática y literatura de la lengua.
Pero su alma y su vida estaban en el ejército; la vida militar le seducía con
fuerza irresistible y a ella dedicó los afanes más ardorosos de su voluntad. En
la flor de sus años todo lo tenía – el quiero y puedo era con él – y en posesión
estaba de los mayores goces materiales que un hombre puede apetecer, sin
haber puesto mucho de su parte para merecerlos y alcanzarlos, situación
envidiable que en un temperamento vulgar, puede llegar a ser fuente y razón
de una vida inútil y vacía. Pero nada en Solano López era vulgar, por cualquier
lado que se le mirase, aun por aquél menos favorable.

General en jefe del ejército y ministro de Guerra en el gabinete de su


padre antes de cumplir los diecinueve años de edad, Solano López emprendió
con inteligencia y ardor la organización de las fuerzas armadas del país,
también hechas pedazos durante la dictadura, pues Gaspar de Francia no había
sostenido un ejército propiamente dicho, sino una guardia de prevención,
conjunto dislocado de unidades dispersas, con bastante disciplina, sí, pero de

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valor táctico y estratégico nulo, tanto por su número, organización y


armamento, como por la rudimentaria constitución de sus cuadros y la
deficiente preparación de los oficiales, cuya graduación no podía pasar de
capitán. En este rubro, como en otros, hubo que edificarlo todo, desde los
cimientos para arriba: organización de cuadros y unidades, aumento de
efectivos, redacción de reglamentos y ordenanzas, alojamientos y cuarteles,
leyes de reclutamiento y reemplazo, adquisición de material de guerra,
instrucción de oficiales y tropas. A su cargo exclusivo tomó el general López
tarea tan vasta y de primordial exigencia para la República y a ella dedicó sus
mejores desvelos, no siempre con entero beneplácito de su padre que, pacífico
por temperamento, veía con malos ojos aquella acelerada militarización del
país, actitud de la que no estaban ausentes ciertos reparos de orden
económico, pues don Carlos Antonio sus propensiones tenía a la avaricia
personal y fiscal, y no le resultaban del todo claro los beneficios materiales
inmediatos de tanto apresto militar. Pronto iba a verse, sin embargo, la
urgente necesidad que tenía la República de contar con un ejército organizado
a la moderna. En medio de la barahúnda que armaban los vecinos, era de
sensatos andar con un pistolón al cinto. Y la política internacional habría de
exigir muy pronto nuestra intervención armada en pleito de vecinos, ocasión
en que no podía lucirse ni representar un papel eficaz aquella guardia policial,
mal armada y peor instruida, que la dictadura del doctor Francia había legado
a la República.

***

El 21 de noviembre de 1845, el Paraguay y Corrientes subscribieron un


tratado de alianza ofensiva y defensiva por el cual el primero se comprometía
a auxiliar con un ejército de 10.000 hombres a la provincia en el caso de
llevarse el convenio al terreno de los hechos; en pago, Corrientes se obligaba a
no tratar con ningún gobierno de la Confederación Argentina, sin anuencia
previa del gobierno paraguayo y a su aliada cedía una zona de su territorio,
comprendida entre la Tranquera de Loreto – tocando con las puntas del
Aguapey – y el territorio brasileño, sobre la costa del Paraná, según lo

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estipulado en el tratado de límites del 31 de julio de 1841.

En 1846 estaban frente a frente y en son de guerra las provincias de


Corrientes y Entre Ríos, esto es, Madariaga – gobernador de la primera – y el
general Urquiza, por aquel entonces “hombre de Rosas y sostenedor de su
dictadura”. Por ley del 13 de enero, las Cámaras correntinas otorgaban al
general José María Paz el curioso título de “Director de la Guerra”. Llegado era,
pues, el momento para que el Paraguay hiciese efectivo su tratado de alianza
con la provincia de Corrientes. “El Paraguay – afirma Benigno T. Martínez –
hizo estipular con claridad que la guerra sería personal contra Rosas, no al
pueblo argentino. Esta galantería la retribuyó el gobierno de Mitre, en 1865, al
consignar que la Argentina no hacía la guerra al pueblo paraguayo, sino al
tirano López”. No del todo ajustado es el símil traído a cuento. El Paraguay de
1846 no se alió a Corrientes contra Rosas con miras a desmembrar la
soberanía argentina ni a hacer repartijas de su territorio; la presencia de tan
ilustre soldado como el general Paz constituía suficiente garantía de que sus
aliados extranjeros no sacarían semejante partido y ventaja de la alianza, lo
que tampoco equivale a afirmar que la intervención de don Carlos Antonio en
la guerra contra Rosas fuese del todo desinteresada y quijotesca. El dictador
porteño era, por aquel entonces, nuestro más enconado y mortal adversario, a
causa de su tenaz y obtusa negativa en reconocer la independencia del
Paraguay y en abrir para nuestro comercio la libre navegación del Paraná. No
inspiró aquella actitud nuestra el deseo de librar a la Confederación Argentina
del régimen de Rosas, que muy dueña era ella de tener su propio gobierno,
sino el interés inmediato, la necesidad apremiante de salir de nuestra asfixia
mediterránea y de asomarnos al mundo exterior por el ancho camino de
nuestros ríos. Nuestra independencia económica y política no podía
considerarse como asegurada, y ni siquiera lograda, en tanto don Juan Manuel
continuara en el poder, o siguiera aferrado al terco empeño de negarnos la
jerarquía de nación soberana. Las armas de la República no fueron entonces a
Corrientes a colaborar en el derrocamiento de una tiranía, sino para dar la
última batalla por la libertad del Paraguay. Es lo que dice don Carlos Antonio

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en un mensaje de aquella fecha: “No se trata de una guerra originada por


odios personales, movida de ambiciones, dirigida a conquistar o seguida de
otro cualquier pensamiento reprobado por la Providencia o por los hombres; se
trata sí de la causa más justa y santa, y por lo mismo, nada hay que ocultar a
los ojos del Universo. Los atentados del dictador, que han puesto en
conflagración los estados del Río de la Plata y asaltado la República Oriental,
ya ocasionaron la intervención europea, que puede ser envuelta en graves
complicaciones”.

En cumplimiento del tratado con la provincia de Corrientes, se organizó en


la Villa del Pilar un ejército de 4.500 hombres, cuyo mando en jefe asumió el
general Francisco Solano López. Terminados los preparativos, el general pasó
revista a sus tropas en la plaza mayor del pueblo y entregó por vez primera a
las unidades la nueva bandera nacional, creada por ley del 25 de noviembre de
1842, ostentando la insignia patria sus nuevos colores rojo, blanco y azul en
franjas horizontales. En solemne ceremonia, Solano López puso en manos de
cada abanderado la enseña nacional, y al cabo del acto de bendición y
juramento, pronunció inspirada y fogosa arenga, que remató con esta frase de
cuño inmortal y profético: “Juro que esta sagrada enseña de la patria jamás
caerá de mis manos”.

Partió la expedición de la Villa del Pilar para desembarcar días después en


Rincón de Soto, a dos leguas arriba de Goya, y constituir, bajo el mando del
General Paz, el segundo cuerpo del llamado “ejército pacificador”. Iniciadas ya
las hostilidades, avanzaron nuestras fuerzas de Rincón de Soto y luego de
vadear el río Santa Lucía, tomaron rumbo hacia el paso de la Huesta, de donde
tenían que seguir hasta el Paso Nuevo, sobre el Río Corrientes. Pero al ejército
pacificador le esperaba un final poco glorioso. Minado por intrigas y rivalidades
entre sus jefes, le faltaba cohesión y moral; la derrota del caudillo López de
Santa Fe en el combate de San Jerónimo hizo cundir una desmoralización
todavía mayor en sus filas. Entretanto, Urquiza invadía el territorio de
Corrientes y en el encuentro de Laguna Limpia capturaba sin combatir a Juan
Madariaga, hermano del gobernador, el 4 de febrero de 1846, lo que dio lugar

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a que ambos hermanos Madariaga firmaran luego con el jefe entrerriano el


convenio llamado de Alcaraz, que fue la liquidación práctica de la guerra. Con
ello, Urquiza se retiró de tierra correntina, sin aceptar la batalla con el general
Paz, que con sus fuerzas le esperaba en las posiciones de Ybajay. En una
noche quedó liquidado el presunto ejército pacificador y los campamentos
amanecieron desiertos; cada cual se marchó simplemente a su casa y allí no
había pasado nada.

Ocurrida la dispersión en los primeros días del mes de abril, el ejército


paraguayo emprendió “con todo orden y regularidad” la retirada hacia el
territorio patrio. El general Paz, con escolta paraguaya y acompañado del
coronel Hornos, pasó a territorio paraguayo por Itapúa, para de allí seguir viaje
a Asunción, donde residió por espacio de diez meses, hasta que don Carlos
Antonio le concedió permiso para pasar al Brasil, proporcionándole una escolta
de caballería. En enero de 1847 salió Paz de Asunción, y luego de un viaje muy
penoso a través de las antiguas misiones jesuíticas, llegó a San Francisco de
Paula (Río Grande do Sul) a mediados de abril. Pero parece que ya por
aquellos tiempos se estilaba la práctica de “internar” a los refugiados políticos
a solicitud del gobierno de su país, pues el de Rosas consiguió de la corte del
Brasil que se fijara al general Paz como residencia la ciudad de Río de Janeiro,
“sin poderse alejar ni un paso hacia el sur”.

No podía desempeñar un papel brillante ni causar impresión muy


favorable aquel nuestro ejército expedicionario, mal armado, peor instruido,
sin experiencia guerrera y al mando de un general bisoño y adolescente.
Penosísimos son los siguientes comentarios del general Paz sobre nuestra
fuerza expedicionaria y su jefe: “Adornarán quizás a este joven [Solano López]
muy bellas cualidades privadas, pero ningunos conocimientos militares, y lo
que es más, ideas ningunas de la guerra, y del modo de hacerla. Por otra
parte, desde el primer momento dejó entrever exquisitas susceptibilidades y
vivísimos deseos de que en el ejército de su país, no se introdujesen jefes ni
oficiales, sino en el carácter de instructores y sin tener mando ni influencia
alguna. Todo esto era una terrible dificultad, mucho más si se consideraba que

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la fuerza que mandaba, no era otra cosa que una masa informe, sin
instrucción, sin arreglo, sin disciplina e ignorando hasta los primeros
rudimentos de la guerra. En el mismo estado se hallaba la infantería y la
caballería, y es fuera de toda cuestión, que dicha fuerza no estaba en estado
de batirse y que no se podía contar con ella para cosa alguna. La caballería
paraguaya se hallaba en estado de no prestar sino muy pocos servicios: sobre
no tener una organización regular, sobre no tener ni la teoría ni la menor
experiencia de la guerra, carecía de oficiales y de clases inferiores; había
escuadrón que no tenía más oficial ni jefe que un teniente y estaban muy mal
montados, no porque no se les hubiese dado caballos, sino porque no los
cuidaban y los destruían en muy pocos días”. (Memorias póstumas del general
José María Paz, Tomo III, pág. 392, La Plata, 1892). Más adelante agrega el
primer táctico argentino en el curso de la citada obra: “Sea dicho en honor del
joven López que muchas de las dificultades que presentaba para el arreglo de
su cuerpo, eran sugeridas por un coronel Oto, que hacía las funciones de
mentor, hombre díscolo y caviloso, muy conocido por muchos de los que
estuvieron en el ejército de Rivera, en tiempos pasados, en donde había
dejado los más ingratos recuerdos. Como una prueba de esto, debe decirse
que desde que se separó del general López, marchó todo mucho mejor y
mejoró cada día la instrucción de cuerpo paraguayo”.

Aun admitiendo como exageradas algunas apreciaciones del general Paz,


ya que nuestro ejército fue el único que logró zafarse con “orden y
regularidad” de aquella deplorable aventura, cabe preguntar ¿qué otra cosa
era dado esperar de una fuerza reunida y organizada en circunstancias tan
precarias como las apuntadas? No se olvide que nuestro enclaustramiento no
terminó con la muerte de Gaspar de Francia, sino que a los fines de nuestras
comunicaciones con el mundo exterior, la situación continuaba siendo en 1844
la misma que había regido durante los veintiséis años de dictadura, esto es,
sin posibilidad de recibir del extranjero lo que necesitábamos para echar la
piedra básica de nuestras instituciones civiles y militares. ¿Qué ejército podía
formarse con aquellas tercerolas de tiempos del coloniaje y aquellos oficiales

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sin ninguna ilustración y menos práctica, oxidados en las lejanas guardias


fronteras, con mando limitado, efectivos reducidos, sin jefes ni estímulo alguno
en su carrera? Da fe de nuestra indigencia militar el que con fecha agosto 30
de 1843 – en tiempos del Consulado todavía – nuestro gobierno solicitara de
Rosas le cediera en venta para repuesto “tres mil carabinas buenas, mil
pistolas de caballería de las mejores que hubiere y cuatro mil sables corvos”,
de los cuales el dictador porteño ordenó proveer solamente mil tercerolas, mil
sables y el número total de pistolas pedidas, porque más no había “ni en los
depósitos de particulares ni en el Parque de este Gobierno”, como reza la
contestación de don Juan Manuel, de fecha 29 de febrero de 1844.

En febrero de ese mismo año, salían de Buenos Aires los siguientes


“artículos de guerra para el Estado del Paraguay”:

Dos sables finos de parada, 174 sables de tropa. 30 quintales de pólvora. 100 sables sin
cabos ni vaina. 38 quintales de plomo. Cinco quintales de pólvora comprados a D. Diego
Habrard, 40 arrobas de munición patera. 20 fusiles viejos sin bayonetas, doce barricas de
a tres y medio millares de piedras de chispa, compradas a D. Miguel Gutiérrez.

¿Cómo pudo don Carlos Antonio – hombre de tanta cautela y visión –


haber incurrido en el error de hacer participar a nuestro destartalado ejército
en aquella aventura que, de haber pasado a mayores, hubiera dañado en
forma considerable nuestro prestigio militar? Pero de algún provecho le habrá
servido, sin duda, aquella lección, pues para la campaña que culminó en
Caseros – 1852 – ya no concurrió el Paraguay con sus fuerzas militares,
retirándose a último momento del acuerdo pactado con Urquiza. Los autores
que en cara nos echan esta deserción dejan a un lado ciertas circunstancias
que habrían tornado inocua, y hasta peligrosa, nuestra colaboración militar en
la empresa final de derribar a Rosas.

Todo lo cual no obsta para que el general Paz escribiera al presidente


Carlos Antonio López con motivo de la liquidación de la campaña lo siguiente:
“No tengo dudas de que el general del segundo cuerpo de ejército pacificador

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corresponderá a las esperanzas de la patria y a los desvelos de V. E.,


felicitándonos todos de tener en su persona a un esforzado compañero de
armas, pues manifiesta genio y capacidad”. Es este uno de aquellos casos muy
frecuentes en que la procesión anda por dentro, mientras afuera se repica
fuerte.

Por su parte, el presidente Carlos Antonio López, daba cuenta al Congreso


Nacional de los resultados de la campaña de Corrientes en su mensaje del 30
de mayo de 1849, expresando lo siguiente:

A fines de Diciembre, la primera columna del Ejército paraguayo pisaba el territorio de


Corrientes al mando en Gefe del Coronel Mayor Ciudadano Francisco Solano López, y
por desgracia se halló con la renuncia del general Paz, motivada por las exigencias del
Gobernador Madariaga, empeñado en el nombramiento de su hermano D. Juan
Madariaga para General en Gefe del Ejército correntino.

El General Paz se dirigió a este Gobierno en 31 del citado Diciembre, acompañando en


copia la renuncia que hizo de sus empleos al Congreso de Corrientes, cuyos documentos
con las respuestas que tuvo lugar, se acompañan para vuestra perfecta inteligencia.

Entretanto, el Ejército nacional paraguayo tuvo que detenerse en el Rincón de Soto,


distante veinte y tantas leguas del cuartel de Paz, separado por los ríos Corrientes, Batel
y Santa Lucía, privados de los recursos de movilidad contratados por el Gobierno de la
República con el Gobernador Madariaga y con el General Paz.

Tal era el estado de cosas entre las autoridades de Corrientes, cuando a mediados de
Enero de 1846 apareció la invasión del General Urquiza. Esta novedad suspendió las
negociaciones del generalato en gefe del ejército correntino, y el curso de las
explicaciones que el Gobernador Madariaga ofreció al General Paz.

Estaba gravemente comprometida la seguridad de los ejércitos aliados, cuya reunión el


invasor hubiera podido embarazar; pero ha sabido perder su tiempo cuando más le
importaba la rapidez de sus marchas; pasó el río Corrientes en el paso de Santillana en la
noche del 21 de Enero. El general López a las 11 del siguiente día 22, pudo reunir su
ejército al de Corrientes por una actividad y esfuerzos recomendables.

El 4 de Febrero el general de vanguardia, D. Juan Madariaga, dejó de pertenecer al

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ejército correntino. Este suceso desconcertó al General Paz, y avivó las sospechas y
desconfianzas que nutría contra el Gobernador Madariaga.

Por fin el ejército enemigo se presentó en Ibahay el 12 de Febrero. Ya entonces no se


contaba con el ejército correntino, por la desinteligencia y desconcierto de sus generales.
Urquiza, sea porque confiaba menos en sus fuerzas que en sus manejos ocultos, o sea
porque entró en cuentas con la suerte que iba a correr con el valor y entusiasmo del
Ejército nacional paraguayo, se encomendó a una retirada precipitada en la madrugada
del 13, y no paró hasta Entre Ríos.

Debió su escape al Gobernador Madariaga, que no ha trepidado en faltar abiertamente al


contratado auxilio de caballos que demandaba el General paraguayo para dar alcance al
invasor fugitivo.

......................

El General del Ejército nacional paraguayo guardó entera y perfecta neutralidad en los
indicados acontecimientos, y sólo franqueó, después de la total disolución del ejército
correntino, la escolta que le pidió el general Paz para conducirse con seguridad a esta
República.

......................

El Ejército paraguayo se recogió en la orilla derecha del Paraná, quedando rota y acabada
de todo punto la predicha alianza.

El gobernador Madariaga, desentendiéndose de sus extraños comportamientos, tuvo la


intrepidez de solicitar renovación de dicha alianza; pero su enviado Don Juan Baltazar
Acosta le ha llevado un desengaño definitivo.

Seguidamente vino con el mismo objeto, pero con recomendación meramente particular,
Don Juan Madariaga. Esta aparición y sus demandas eran muy sospechosas, atendidas
las circunstancias misteriosas de haberse dejado caer en poder de Urquiza, y de que este
le haya dejado volver a Corrientes tan luego como supo la emigración de Paz al
Paraguay. Se hizo entender francamente a Don Juan Madariaga que después de todo lo
ocurrido era de extrañarse una tal pretensión del gobernador de Corrientes.

.........................

***

No todo el tiempo pasado en la Villa del Pilar lo empleó Solano López en

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organizar su ejército expedicionario. Algún ratillo le sobró para matizar las


duras faenas militares con los dulces pasatiempos del amor. De aquellas
andanzas vino al mundo Emiliano López – hijo del general y de una Juanita
Pesoa – el que luego fue enviado por su padre a Estados Unidos para
completar su educación y allá se quedó durante toda la guerra del 70,
imposibilitado, sin duda, de regresar al país, cerradas como quedaron nuestras
comunicaciones con el exterior durante la contienda.

***

El deplorable epílogo de la campaña correntina de 1846 sirvió de lección a


don Carlos Antonio, enseñándole que en tanto el país no contara con un
ejército organizado en forma, era ilusorio pensar en hacer intervenir nuestras
fuerzas armadas como exponente coercitivo de la política exterior de la nación.
El 3 de abril de 1851, el general Urquiza – ahora vuelto ya contra Rosas –
envía a Asunción al doctor Nicanor Molina para gestionar de nuestro gobierno
“un tratado de alianza ofensiva y defensiva para derrocar al gobernador de
Buenos Aires y propender al establecimiento de una Asamblea General para la
determinación de los asuntos nacionales de la República...” Una de las
cláusulas del tratado propuesto establecía lo siguiente: “El gobierno de la
República del Paraguay pondrá al mando y órdenes del señor General Urquiza
un contingente de fuerzas paraguayas, que no bajarán de ocho mil hombres de
infantería, alguna artillería de campaña y la escuadra paraguaya. Esas fuerzas
serán costeadas, pagas, equipadas y sostenidas por el gobierno del Paraguay”.
En pago, se cedería al Paraguay la isla de Apipé.

El presidente paraguayo, no sólo rechaza de plano la proposición del


general Urquiza, sino que dirige a éste, con fecha 4 de junio del expresado
año, una nota concebida en términos agrios, expresando entre otras cosas:

El abajo firmado, presidente de la República, constante en los principios políticos que ha


adoptado, no puede ni debe importarse que siga el general Rosas, o entre el general
Urquiza, en el gobierno encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación
Argentina; sólo quiere que ese gobierno y sus dependientes no perjudiquen a la

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República, y no quieran privarle del uso libre de su derecho incontestable a la navegación


de los ríos, que con los demás Pueblos ribereños, deben disfrutar en buena armonía por
el derecho de tradición derivado del régimen español.

..........................

Siendo extrañas las picantes bases y maneras ofensivas de V. E. y de sus contratantes


cuando mismo pretenden para sus fines particulares y abiertamente contra la nacionalidad
paraguaya, ayudarse de las fuerzas y los medios de la República; y no debiendo éste
ingerirse en la organización de ningún gobierno extranjero, no puede, ni debe, hacer
ningún lugar a las referidas pretensiones de alianza ofensiva y defensiva contra su
Gobernador General.

No es difícil imaginarse que esta nota debe haberla dictado nuestro


presidente durante uno de sus habituales y agudos ataques de gota, pues el
lenguaje y el tono en ella empleados rebasan los límites de toda moderación
aconsejable en las circunstancias para caer en los de una actitud agresiva.
Tampoco hay mucha consistencia en su afirmación referente a la “política
constante” de su gobierno de no importarle poco ni mucho la permanencia de
Rosas en el gobierno de Buenos Aires, dado que hacía apenas cinco años, un
ejército de la República formaba parte de una expedición, cuyo propósito
esencial era el derrocamiento del dictador argentino. Cuando las circunstancias
o los intereses imponen un cambio de rumbo a la política – cosa que ocurre
con frecuencia – es de hombres cuerdos saber excusar el viraje con habilidad.

***

Propósito ostensible del viaje que en 1854 emprendió a Europa, Solano


López, fue el de ratificar allá los tratados de amistad y comercio suscritos por
el gobierno paraguayo con los de Gran Bretaña, Francia, Cerdeña y Prusia.
Pero al margen del referido propósito, y acaso por encima de él, su misión era
la de adquirir en el viejo mundo material de guerra para nuestras fuerzas
armadas en formación, mandar construir barcos de vapor para la armada
nacional y contratar técnicos, así para nuestra incipiente industria de guerra
como para otras manifestaciones y necesidades del progreso de la República,

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desde la construcción de vías férreas hasta la explotación de las variadas


riquezas de nuestro suelo.

Llevóse consigo en su viaje el general a su hermano Benigno como


secretario y en carácter de ayudantes a los capitanes Yegros, Aguiar y
Brizuela. Recorrió Francia, Inglaterra, Prusia, España y parte de Italia y en
todos los nombrados países recibido fue con muestras de aprecio y deferencia.
Con relación a estas visitas, dijo un escritor de la época, refiriéndose a López:
“Ha causado una impresión muy favorable en Inglaterra, y más aún en
Francia, donde fue recibido con las mayores distinciones”. (William Hadfield,
“El Brasil, el Río de la Plata y el Paraguay”, Londres, 1854).

Cumplidas las ratificaciones, se aposentó Francisco Solano en Paris,


entonces como ahora, centro de la cultura universal y capital del refinamiento
en todos los órdenes; allí alternó las tareas de su misión oficial con horas de
esparcimiento algo menos que descriptibles. Bien provisto de fondos, ávido por
natural inclinación a gozar de los placeres mundanos, su casa y su mesa
fueron sitios de festivas reuniones y lugares donde se rendía, a manos llenas,
fervoroso y delicado culto a los buenos manjares, a los mejores vinos y a las
proezas del amor.

Una noche, en momentos en que el general se disponía ya a retirar para


descansar, despachado el último invitado de la francachela, entró en su alcoba
el capitán Brizuela para decirle: “Tengo para Vuestra Excelencia la mujer más
hermosa de París”. “Tráela, Brizuela, tráela esta misma noche, y no repare en
lo que pueda costar”, vociferó Solano López, algo excitado por los vapores del
buen vino francés, que a raudales había corrido en la cuchipanda de
principesca esplendidez. Respondió el ayudante, algo amoscado: “Permiso, mi
general, pero la niña exige que sea Vuestra Excelencia el que vaya a su casa”.
Volvió a vestirse el galante caballero y tras de echarse sobre los hombros su
capa de negro cachemir y forro de raso blanco, salió a escape con Brizuela en
busca de aquella nueva aventura, cuya exigencia picaba su curiosidad y que se
le antojaba resultaría una más entre las muchas que llevaba corridas, no sin
antes meterse en el bolsillo un puñado de monedas de oro. ¡Quién había de

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decirle a nuestro general que con esa visita apresurada y de media noche a
una desconocida iba a dar comienzo el idilio de toda una vida y que “la mujer
más hermosa de París” destinada estaba a ser su compañera por todo el resto
de su existencia!

Elisa Alicia Lynch – que así se llamaba la moza – era una mujer de verdad
hermosísima; acababa de cumplir los dieciocho años – López andaría entonces
por los veintisiete – y casada a los quince con un francés insípido, se había
separado de su esposo, al marchar éste al África a ocupar un destino público.
Cabellera de oro, ojos azules y tiernos, labios finos y rojos, cutis anacarado,
talle esbelto y con la espalda recta como la cuerda de un arco, elegancia
refinada en el vestir, gracia y donaire en el porte, todo en Elisa contribuía a
hacer de ella una mujer de esas que nacen para enloquecer a los hombres.
Bajo una apariencia de frivolidad ocultaba un carácter de toledano temple.
Natural de Irlanda, llevaba en sus venas el ardor y el fuego de sus
antepasados y en el fondo de sus ojos el destello vivaz de las batallas, de esas
batallas que las mujeres de su temperamento libran contra el mundo entero
por el amor, la ambición y el poder. Nada en ella era vulgar y su genio se
acomodaba admirablemente al de Solano López, por tener ambos en común la
aspiración por las alturas, el gusto por la vida de ostentación, la sensualidad de
los apetitos y una tenaz como esforzada voluntad. Aquellos dos seres se
comprendieron y se amaron desde el mismo instante de su primer encuentro.

Nacida en 1835, Elisa Alicia Lynch procedía de “padres honorables y


dignos”; por el lado de su madre se contaba en su ascendencia un almirante,
camarada de armas de Nelson, en Nilo y Trafalgar, y por el de su padre, había
jueces, obispos y magistrados. No era plebeyo su origen ni fue el arroyo
testigo de sus primeros pasos en la vida. Casada contra su voluntad con
Monsieur Quatrefages, éste no supo o no pudo dar a su esposa todas las
satisfacciones, así materiales como espirituales, que aquélla esperaba del
matrimonio. Vino la separación de cuerpo y la señora de Quatrefages se quedó
en París, sitio muy apropiado para su afán de vivir entre relumbrones.

Lo que fue en sus comienzos una aventurilla de alba noche en calle

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apartada de París y en la salita modesta pero coquetona de un tercer piso de la


“rive gauche”, terminó por convertirse en amor fuerte, duradero, leal e
indestructible. Al punto sucumbió Solano López, víctima de los encantos
fascinadores de la bella irlandesa, y ésta, a su vez, regateando al principio sus
favores con táctica consumada de mujer inteligente, quedó finalmente
prendada y para toda su vida de aquel general venido de tierras exóticas, con
algo de bárbaro en su reputación, que vestía con elegancia, sabía expresarse
en francés con bastante soltura y conocía los más recónditos secretos del amor
prohibido. Juntos pasearon por el jardín del Luxemburgo, por las avenidas del
“Bois” y a lo largo del Champs Elysée, el paseo más hermoso del mundo;
juntos visitaron la tumba del Gran Corso y admiraron las magnificencias de
Versalles. “A toutes les gloires de la France...”. Cuando Francisco Solano invitó
a Elisa a que viniera con él al Paraguay, aquélla, fingiendo azoramiento ante la
fama de terribles que nos daban nuestras luchas internas, le preguntó con
picaresca intención: “¿Y las revoluciones?”. “En el Paraguay, Madame –
respondió el general – no hay revoluciones, pero no estoy seguro de que
vuestra hermosura no provoque un tumulto en las calles de Asunción”.

Andando el tiempo, y disponiéndose ya Solano López a regresar a su


patria, terminada su misión oficial, anunció a su hermano Benigno su intención
de llevarse a Elisa al Paraguay. Benigno se opuso desde el primer momento a
este paso que consideraba insensato y le habría dicho: “¿Pero tú estás loco,
Pancho? ¿Qué dirá nuestro padre? Con todas las mujeres como tienes a tu
disposición en el Paraguay ¡llevarte una querida de París!”. Largo rato
estuvieron los hermanos dándole vueltas al asunto y discutiendo el tema; el
uno, tratando de razonar con su mayor sobre lo inconveniente de importar de
Europa una mujer – señora casada por añadidura – y cuya sola presencia en el
Paraguay acarrearía de fijo mil disgustos, sin contar el desprecio de la sociedad
asunceña y el escándalo en puerta, cosas todas que no terminarían por
redundar en un mayor prestigio social y político del general López, con grave
daño para el buen nombre de la familia; el otro, defendiendo tenazmente su
decisión y poniendo, como siempre, su voluntad suprema por sobre todas las

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convenciones sociales y todos los argumentos de orden moral, con poco


cuidado de lo que pudieran pensar los demás miembros de su familia, incluso
su anciano padre. Subiendo de tono iba la refriega oral entre los dos hermanos
y por instantes se llegaba ya al empleo de vocablos agrios, cuando Francisco
Solano, poniéndose en pie de un brinco, cerró la discusión con sentencia
rotunda y definitiva: “Benigno, esa mujer me la llevo al Paraguay. No me
importa lo que piense ni lo que diga el mundo entero”. Dicho lo cual, abandonó
la habitación dando un portazo con estruendo de disparo de cañón.

Como otras tantas veces, Solano López se salía con las suyas, imponiendo
su real voluntad. Fue aquél su primer choque con Benigno. Ninguno de los dos
olvidaría jamás aquella escena desagradable y amarga.

Elisa Alicia Lynch llegó a América, traída por Francisco Solano López, mas
estando ya bastante avanzada del primer fruto de sus amores con el general
paraguayo, se quedó en Buenos Aires, donde nació su primer hijo al que
impusieron el nombre de Juan Francisco. Luego vendrían otros: Corina
Adelaida, Carlos, Federico, Enrique y Leopoldo. La niña murió siendo muy
pequeñita y sepultada está en el cementerio de la Recoleta de Asunción, a
mano izquierda y junto al corredor del templo, conforme se entra por la puerta
principal. Sobre la sencilla lápida que cubre sus restos puede leerse la
siguiente inscripción en inglés:

To the sacred memory

of

CORINNA ADELAIDE LYNCH

Born August 6th 1856

Died Feb. 14th 1857

Ere sin could blithe or sorrow jade

Death came with friendly care

The lovely bud to Heaven conveyed

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And made it blossom there.

De los otros hijos habidos de la unión ilícita, Juan Francisco perdió la vida
en Cerro Corá; Carlos, Federico y Enrique sobrevivieron muchos años a guerra
del 70; y Leopoldo – de diez años – falleció en alta mar, al regresar con su
madre a Europa, después de la hecatombe.

***

En contraste con la calma que en el Paraguay reinaba, la Confederación


Argentina seguía debatiéndose en las garras de la anarquía, confinando a ratos
con la guerra civil, a causa del irritante centralismo de Buenos Aires, que
pretendía no sólo imponer su hegemonía a las demás provincias, sino
constituirse en Estado independiente y soberano, actitud que retardando venia
el duro proceso de la unificación nacional.

El llamado Acuerdo de San Nicolás, firmado el 31 de mayo de 1852, por


los gobernadores de las catorce provincias que integraban la Confederación, al
ratificar el Pacto Federal del 4 de enero de 1831, constituyó la piedra angular
de la organización nacional argentina, pero no llegó a consolidarla ni a darle
forma efectiva y definitiva, porque la Sala de Representantes de Buenos Aires
– reducto del centralismo porteño – se negó a prestarle ratificación. Vicente
Fidel López pronunció entonces una de sus magníficas piezas oratorias, en el
curso de la cual expresó: “Y aquí, señores, me honro con la declaración que
hago: que amo, como el que más al pueblo de Buenos Aires donde he nacido.
Pero alzo mi voz también para decir que mi patria es la República Argentina y
no Buenos Aires. Quiero al pueblo de Buenos Aires dentro de la República y por
eso es que me empeño en que salga del fango de las malas pasiones que lo
postraron en la tiranía en que se ha mecido por veinte años”.

El 1º de mayo de 1853, el Congreso General Constituyente firmaba en


Santa Fe la Constitución de la Nación Argentina y el 5 de marzo de 1854
asumía el poder como primer presidente constitucional de la Confederación el
ciudadano Brigadier don Justo José de Urquiza, quien organizó su primer
ministerio en la siguiente forma: Interior, doctor Benjamín Gorostiaga;

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Relaciones Exteriores, doctor Facundo Zuviría; Justicia, Culto e Instrucción


Pública, doctor Juan María Gutiérrez; Hacienda, doctor Mariano Fragueiro; y
Guerra y Marina, general Rudecindo Alvarado.

Pero los hombres de Buenos Aires no cejaban en su afán de obstruir la


acción gubernativa del general Urquiza y muchos fueron los obstáculos que
éste hubo de vencer para llevar a feliz término sus gestiones, así en el orden
interno como en el externo. Alberdi, insigne autor de las “Bases”, que de
pedestal y cimiento sirvieron a la Constitución del 53, y nombrado por el nuevo
gobierno representante diplomático en Francia, Inglaterra y España, se refiere
a aquella actitud disidente de los empecinados porteños en los siguientes
términos: “El extravío de Buenos Aires tiene raíces muy hondas y muy
antiguas. Sin abandonar el deseo y la tendencia a corregirlo, no se debe
esperar de un modo serio en su consecución. Yo no creo que haya medio de
obtenerlo por ahora... La Confederación ha de tener que marchar contando
siempre con la resistencia de Buenos Aires”.

Aquella enervante y continua fricción entre la Confederación y Buenos


Aires hizo crisis en el curso del año 1859, en que el general Urquiza decidió
incorporar por la buena o por la mala a la provincia disidente al resto de la
nación. Pero el tono asumido por los porteños no presagiaba, por cierto, la
posibilidad de un arreglo pacífico a la vieja y debatida cuestión. “El pueblo de
Buenos Aires, que es el campeón de los principios en el Río de la Plata –
escribirá Mitre a Mármol – necesita, para establecer su predominio, de un
triunfo militar que lo enorgullezca y que lo levante para hacerlo invencible para
siempre”. Y el diputado Pirán clamaba a gritos en el curso de un debate
parlamentario: “Más vale tratar con extranjeros que no con provincianos, que
están llenos de envidia y prevención contra nosotros”. Tejedor, otro de los
diputados que, según el historiador Cárcano, encarnaba en su alma todos los
rencores del localismo porteño, dijo en la ya citada ocasión: “Los
acontecimientos nos han puesto más solos a nosotros en esta lucha de trece
provincias en contra, que yo llamo de civilización y de barbarie”.

Las tentativas para terminar con la disidencia de la provincia rebelde no

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llevaban trazas de alcanzar el éxito, dado que los porteños exigían como
condición previa e ineludible el retiro del presidente Urquiza de la vida pública,
cuya persona era “el principal inconveniente”, al decir de Mitre, mientras
Tejedor aseguraba que “la nacionalidad no era popular ni en Buenos Aires ni en
las provincias”.

La situación de tirantez entre el gobierno de Paraná, que representaba al


resto de la Confederación, y el de Buenos Aires no podía prolongarse
indefinidamente. Fracasados todos sus intentos de conciliación, resolvió
Urquiza por último recurrir al expediente de la fuerza para atraer a los
porteños al seno de la unidad nacional, mas no sin antes tentar una última
posibilidad de entendimiento con la mediación del gobierno de los Estados
Unidos, representado en la Argentina por su ministro, Benjamín C. Yancey.
Pero también éste fracasó en sus gestiones y el 30 de agosto de 1859 daba
cuenta al presidente Urquiza de su falta de éxito, expresando entre otras
cosas: “El gobernador Alsina dijo que quizás cuatro o cinco meses antes un
arreglo podía haberse hecho. Pero que en el presente estado de cosas, y en
vista de los preparativos de defensa a costa de grandes gastos de dinero, era
extremadamente difícil y que probablemente el gobierno exigiría una condición
a la cual no podía yo acceder. Este era el retiro de V. E. de la vida pública.
Entonces y allí mismo declaré al gobernador Alsina que no podía considerar tal
proposición, y que tampoco hubiera considerado una proposición de V. E.
imponiendo al gobernador Alsina el abdicar su puesto y retirarse de toda vida
pública”.

Nada quedaba por hacer sino reducir por las armas a la provincia de
Buenos Aires y es lo que se dispuso a llevar a cabo el presidente Urquiza,
poniéndose al frente de su ejército en campaña, listo para romper la marcha
hacia el sur. Era la guerra civil que volvía a encenderse en suelo argentino con
su inevitable y temido cortejo de tragedia, sangre y devastaciones. Fue
entonces – 10 de agosto de 1859 – que el presidente del Paraguay, Carlos
Antonio López, ofreció la mediación de su gobierno, al tiempo que solicitaba
del general Urquiza detuviera sus preparativos militares a objeto de concertar

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un armisticio con las fuerzas de Buenos Aires. El caudillo entrerriano aceptó de


inmediato los buenos oficios del presidente paraguayo, escribiendo a don
Carlos Antonio: “He ofrecido a V. E. detener la acción de las armas, cuando
circunstancias especiales la hacen inmediatamente necesaria. Declaro a V. E.
que si el gobierno de Buenos Aires conviene en el armisticio, él no puede pasar
de diez días. En primer lugar, si el gobierno de Buenos Aires desea la paz, ese
tiempo basta para un acuerdo fraternal, si prevalece el patriotismo. Por otra
parte, el país sufre con la prolongación de esta situación, y me creo ya en
actitud de cumplir con el deber de decidirla”.

Aceptada la mediación paraguaya, don Carlos Antonio nombra ministro


mediador a su hijo, el general Francisco Solano López – entonces de 33 años
de edad – quien el 27 de septiembre embarca en Asunción a bordo del
“Tacuarí”, acompañado de brillante séquito – que componen, entre otros, el
Sargento Mayor José María Aguiar, el capitán Rómulo José Yegros – hijo del
prócer – y el subteniente Pedro Duarte, futuro héroe de Yatay – para llegar el
5 de octubre a Paraná, y luego de presentar allí sus credenciales al
vicepresidente en ejercicio, pues el general Urquiza había salido ya en
campaña, sigue viaje a Buenos Aires, en cuyo puerto pone pie el 12 del citado
mes.

Primer esfuerzo del mediador es conseguir de los hombres de Buenos


Aires que se avengan a firmar un armisticio por el término de diez días,
acordado ya por Urquiza, pero Dalmacio Vélez Sarsfield, con fecha 14 de
octubre, escribe a Solano López que no es posible concertar la tregua “ni por
un solo día”, y agrega los siguientes cargos:

La prensa de Paraná y de Rosario ha publicado hasta el 27 del pasado las considerables


sumas de dinero que aquel gobierno [el de Urquiza] emplea para mantener la alianza de
los indios contra Buenos Aires... Desgraciadamente, el general Urquiza se vale contra
Buenos Aires del brazo de los bárbaros y esta lamentable circunstancia será siempre un
obstáculo insuperable para la cesación de las hostilidades y una de las dificultades que se
presentan para hacer la paz.

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Pero el mediador – voluntad indomable y carácter de acero – no es


hombre que se deje vencer por obstáculos insuperables y de este modo
contesta, el 15 del ya expresado mes, la nota poco conciliadora de Vélez
Sársfield.

.............................

Pero cuando yo me lisonjeaba de que la mediación amistosa de mi gobierno iba a dar el


afortunado resultado de impedir que la cuestión actual marchase a resolverse por las
armas, he visto con profunda pena que el Excelentísimo Señor Gobernador, por las
razones que V. E. expresa, se niega absolutamente al armisticio de diez días,
declarándome que no puede suspender las hostilidades ni por un solo día.

.............................

Respeto, Sr. Ministro, las razones que V. E. dice tener por sostener aquella negativa; y
haciendo en mi carácter de mediador una severa abstención de las causas que ambos
beligerantes hayan tenido y tengan aun, me permito rogar a V. E. quiera interponer su
merecido valer con el S. E. el Señor Gobernador, a fin de que no obstante las causas que
expresa, se digne oírme una vez más sobre este punto de tan grave importancia para
todos los argentinos, y de tanto interés para la humanidad.

.......................

Diez días de término; diez días de suspensión de hostilidades; diez días de aplazamiento
de la efusión de sangre; no es un tiempo, Sr. Ministro, para hacerse más fuerte ninguno
de los dos Ejércitos que están hace meses preparándose.

Entretanto, esos diez días de suspensión de hostilidades puede proporcionar la paz a la


gran familia argentina, puede economizar mucha sangre, puede salvar a innumerables
familias...

.......................

...me contestó [el general Urquiza] que él no tenia alianza con indios ladrones y que
aunque era cierto que existían algunas tribus de indios amigos, estos servían y obedecían
a la Confederación, del mismo modo que sirven y obedecen al gobierno de Buenos Aires
otras tribus amigas. Esta circunstancia me ha hecho comprender que en el caso de una
suspensión de hostilidades, los indios amigos de uno y otro gobierno podrían recibir

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órdenes de los respectivos gobiernos y que si los indios ladrones cometen algún asalto
durante dicha suspensión, el gobierno perjudicado y sus ejércitos no se privarían del
derecho de escarmentarlos.

Contesta el 17 de octubre Vélez Sarsfield negando, una vez más, la tregua


“por ser muy suficientes las consideraciones expuestas a V. E. para no juzgar
necesario un previo armisticio”. Los porteños hacen gala de soberbia y se
empeñan en entorpecer la labor del mediador con procedimientos dilatorios
porque creen todavía poder vencer a Urquiza por las armas.

Mitre ha concentrado su ejército en los campos de Cepeda, sitio donde el


23 de octubre se libra la batalla decisiva de su nombre y que termina con la
derrota de las fuerzas de Buenos Aires, retirándose éstas hacia San Nicolás de
los Arroyos, para embarcar allí con rumbo a Buenos Aires, mientras el general
Urquiza, al frente de 15 mil aguerridos soldados, avanza incontenible sobre la
ciudad que había de ser más tarde capital de la nación. Completa fue la
derrota de los porteños en Cepeda: de 7 mil hombres que llevó Mitre a la
batalla, le restaban escasamente 2.500 y sus pérdidas en efectivos y
materiales incluían cien muertos, noventa heridos, 21 oficiales y 2 mil de tropa
prisioneros, veinte piezas de artillería, dos banderas y la totalidad de sus
parques y bagajes. Afirmaba el general Mitre al dar cuenta de la acción en un
parte: “Los dos mil hombres salvados en Cepeda con seis piezas de artillería,
últimas que pudieron seguir arrastradas por falta de caballos, continuaron su
marcha, haciendo alto de hora en hora, atravesando campos desprovistos de
agua, con la tropa sedienta, los pies inflamados y sin comer ni dormir,
marchando diez y seis leguas en quince horas, hasta llegar a San Nicolás de
los Arroyos el día 24, a la una y media de la tarde”.

El general Urquiza no ordenó la persecución del enemigo – a pesar de


contar en ese instante con 10 mil hombres de caballería – pero al par que
avanzaba con su ejército hasta llegar a los suburbios de la capital porteña,
dirigía al pueblo de Buenos Aires una proclama, en la cual expresaba, entre
otras cosas:

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Ofrecí la paz antes de combatir y de triunfar. La victoria y dos mil prisioneros, tratados
corno hermanos, es la prueba que os ofrezco de la sinceridad de mis buenos sentimientos
y de mis leales promesas. No vengo a someteros bajo el dominio arbitrario de un hombre,
como vuestros opresores lo aseguran; vengo a arrebatar a vuestros mandones el poder
con que os conducen por una senda extraviada… Vengo a ofreceros una paz duradera
bajo la bandera de nuestros mayores, bajo una ley común, protectora y hermosa.

Y al general mediador escribe, desde su “Cuartel General en marcha sobre


Luján”, y con fecha 31 de octubre:

..........................

Por mi parte, yo deseo evitar a la ciudad de Buenos Aires ser teatro de una batalla
desigual; cualquiera que sea el éxito, son incalculables los perjuicios que sufrirá y las
victimas impíamente sacrificadas a la tenacidad de unos pocos.

Mientras el general Urquiza acampa con su ejército a las puertas de


Buenos Aires, que presiente ya el hálito de la lucha en sus calles o las penurias
de un asedio prolongado y cruel, el general López trabaja sin desmayos en sus
gestiones de mediador. Representan a las partes, por Buenos Aires el doctor
Carlos Tejedor y don Juan Bautista Peña, y por el presidente de la
Confederación, el Brigadier General Tomás Guido, ministro plenipotenciario
cerca de la corte del Brasil, el de igual jerarquía Juan Esteban Pedernera,
gobernador de la provincia de San Luis, y el doctor Daniel Aráoz, diputado al
Congreso Nacional por Jujuy. La primera conferencia entre el mediador y los
plenipotenciarios es llevada a efecto en la “Chacra de Monte Caseros” el 5 de
noviembre y las siguientes – en los días 6, 7, 9 y 10 del mismo mes – se
celebran en San José de Flores.

Quince fueron las bases de acuerdo redactadas por el mediador paraguayo


“con el ánimo de conciliar los intereses y propender a la confraternidad de los
argentinos”, según expresión de Solano López al inaugurar las conferencias.
Pero repetidos y muy agrios son los incidentes que de continuo surgen en el

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flujo y reflujo de las tratativas, y sin medida humana es el riesgo de resultar


malograda la gestión del mediador, haciendo que la intransigencia arrime la
mecha al estallido y encienda la llamarada final en aquella contienda entre
hermanos. Rugen con estridencia los enconos y las pasiones; recíprocamente
arrojándose los contendores andanadas de cargos y responsabilidades en
medio de aquel ambiente turbulento y abigarrado. Verticales y ásperas se
tornan las discusiones y en ese chocar violento de polémicas descarnadas, la
palabra serena, limpia y persuasiva de Solano López pone un tono de
moderación y de cordura como una venda de fraternal caridad que restañar
busca el nuevo borbotón de sangre roja y tibia que se anuncia. Suya es la
expresión equilibrada y el poder de persuasión de una dialéctica fina y
penetrante, autoritaria a ratos, pero esgrimida siempre con la hábil agilidad de
un consumado esgrimista. Verdad es que los porteños se han apeado bastante
de su anterior actitud de soberbia, porque Urquiza, amenazador y triunfante,
sólo tiene que dar una orden para marchar sobre la ciudad.

Como a todo se llega, el 10 de noviembre – en el curso de la quinta y


última reunión – llegaron las partes al convenio final sobre las bases
propuestas por el mediador, quien cerró la conferencia con un breve y
elocuente discurso para decir que “no se había equivocado en su juicio cuando,
a pesar de haber encontrado a los argentinos con las armas en la mano y
teñidos con la sangre de hermanos, fundó la esperanza que se ve en este
momento realizada”. Acto seguido se echaron las firmas al memorable acuerdo
que la historia conoce con el nombre de Pacto de San José de Flores y cuyo
artículo 1º. estipulaba: “Buenos Aires se declara parte integrante de la
Confederación Argentina y verificará su incorporación por la aceptación y jura
solemne de la Constitución Nacional”. Y el artículo 4º.: “La República del
Paraguay, cuya garantía ha sido solicitada, tanto por el Excelentísimo señor
Presidente de la Confederación Argentina, cuanto por el Excelentísimo
Gobierno de Buenos Aires, garante el cumplimiento de lo estipulado en este
convenio”.

Es la unidad nacional argentina convertida en realidad. “Se alcanza esta

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fecunda etapa de nacionalismo y cultura mediante los oficios oportunos de una


potencia americana vecina y amiga. Con pleno conocimiento del medio,
contribuye a terminar la guerra civil más larga y ruinosa de Sudamérica. Es un
esfuerzo magnífico de penetración psicológica y sentido político; un ejemplo de
buen negociador y sabia negociación”. (Ramón J. Cárcano).

Recoge con ello Solano López para su patria primoroso gajo de laurel por
una intervención noble, eficaz y desinteresada y como forjador de la paz entre
hermanos, graba sobre el duro metal de la consagración histórica un gratísimo
episodio que será por siempre memoria y aval de los sentimientos paraguayos
hacia el pueblo argentino. Vibra de regocijo y gratitud el pueblo de Buenos
Aires, y con él, la Argentina toda, mientras en alto brillan las estrellas de
Solano López y de Urquiza. Dice éste en su manifiesto, lanzado el mismo día
de la firma del convenio:

Antes de concluir, debo recomendar nuevamente a la más elevada estimación los


esfuerzos por la paz del ilustre mediador del Paraguay. A él se debe, en gran parte, tan
fausto resultado. Ninguna demostración de gratitud será demasiado para honrar su
amistad. La República Argentina le debe una muestra de aprecio; la ciudad de Buenos
Aires le debe una palma.

Pero el general paraguayo no da todavía por terminada su misión: están


los presos políticos, y por ellos se interesa, cursando la siguiente nota:

Confidencial.

Excmo. Sr. Don Felipe Lavallol, Gobernador de Buenos Aires.

Buenos Aires, noviembre 12 de 1859.

En los momentos en que el Pueblo se halla gozando de la paz que acaba de obtenerse en
los primeros días de la Administración de V. E., el júbilo está interrumpido por las lágrimas
de las familias que al ver consignado en el convenio el olvido de todos los delitos políticos,
me piden interponga el valimiento con que las familias me creen cerca de V. E. a fin de

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que todos los presos por causa política sean restituidos a la libertad.

Si fuese cierto, Señor, que haya presos por causas políticas, yo ruego a V. E. que
señalando este día con un acto de clemencia, se digne V. E. acordar su libertad, haciendo
sobreseer las causas que se les sigue.

Quiera V. E. excusar el que cediendo a las lágrimas de las familias, le distraiga un


instante que V. E. necesita para las grandes atenciones públicas que le rodean y
persuadirse de la estimación y respeto con que soy de V. E.

Muy atento servidor.

FRANCISCO SOLANO LÓPEZ

Con fecha noviembre 13 escribe don Carlos Tejedor a Solano López:

La acción diplomática del Paraguay, acercando los miembros de una misma familia y
allanando las dificultades que hasta hoy habían parecido insuperables, ha contribuido
poderosamente a la resolución, por la paz, de las cuestiones que jamás habrían podido
ser resueltas honorablemente para todos por el empleo de las armas.

.......................

La República del Paraguay, no sólo ha ofrecido a la América el contingente de su poder y


de su riqueza, sino el valioso homenaje de una política alta y circunspecta, expresada por
una diplomacia hábil, cuanto ingenua y sincera.

........................

Me es grato significar a V. E. que el gobierno de Buenos Aires conservará las impresiones


agradables que la distinguida persona del representante del Paraguay ha sabido inspirarle
como complemento de la noble y feliz misión que ha desempeñado.

Y al ministro de Relaciones Exteriores del Paraguay escribe el mismo


doctor Tejedor, con fecha noviembre 17:

“El gobierno y el pueblo de Buenos Aires, y puedo asegurarle también la Confederación


Argentina, recordarán siempre con gratitud que en los momentos en que iba a correr a

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raudales la sangre de los hijos de una misma Patria, la amistosa interposición de un


Gobierno americano tuvo la fortuna de impedirlo.”

Por su parte, el general López contestó en los siguientes términos la nota


de Tejedor:

“Altamente honrosas y muy agradables serán para el Excmo. señor Presidente de la


República del Paraguay, como lo son para mi, las expresiones con que V. E. se digna
reconocer con agradecimiento los esfuerzos de mi gobierno, y los que yo llevando las
deseos de éste, he empleado para poder acercar a los miembros de la familia argentina
que desgraciadamente se hallaban divididos.

Este acontecimiento será siempre de grande importancia para la República del Paraguay,
y su gobierno se felicitará siempre de que le haya cabido la fortuna bien gloriosa para la
Nación Paraguaya, de haber podido contribuir a que la reunión de los argentinos les haya
evitado a todos los pueblos confederados la efusión de sangre que parecía imposible
evitarse en el estado que por desgracia había llegado sus diferencias.”

El vicepresidente de la Confederación Argentina, en ejercicio accidental del


Poder Ejecutivo, doctor Salvador María del Carril, expedía un decreto el 20 de
noviembre, en el que luego de declarar al general Urquiza “Fundador de la
Unión Nacional de la República Argentina”, tributaba “un voto de gracias al
Supremo Gobierno de la República del Paraguay y al Excelentísimo señor
Brigadier General, ministro mediador, don Francisco Solano López, que ha
empleado con noble y generoso empeño, sus buenos y paternales oficios para
acercar a la unión las partes disidentes de la República Argentina”.

Y a Solano López escribe el citado doctor Del Carril:

“Después que mi gobierno ha cumplido con el agradable deber de ofrecer a V. E. el más


expresivo voto de gracias por la constancia, habilidad y finísimo tacto con que ha
empleado sus buenos y amigables oficios, para cortar la guerra fratricida que
despedazaba sin piedad a la familia argentina, yo no puedo ofrecerle sino mis

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congratulaciones por haber visto colmados mis deseos y esperanzas que_ V. E. tan
generosamente emprendla sus trabajos en la obra de la reconciliación.”

A lo cual contesta el ministro mediador diciendo:

“Me complazco, Señor, en participar de la justa satisfacción de V. E. al presentir una era


nueva para la gran familia argentina, cuya prosperidad futura sólo exige la bienhechora
influencia de la paz.”

Entretanto, el general Solano López pasaba por las calles de Buenos Aires
entre dianas de júbilo y lluvia de flores – flores de papel mojado habían de
resultar luego – para recibir primoroso álbum con la siguiente dedicatoria:

“El pueblo de Buenos Aires dedica este testimonio de agradecimiento y respecto al


Excelentísimo señor Brigadier General don Francisco Solano López, ministro
plenipotenciario de la República del Paraguay, a cuya interposición amistosa debe el
ahorro de la sangre de sus hijos, la paz dichosa en que se encuentra y la unión por tanto
tiempo anhelada de la familia argentina.

Nuestros mejores votos acompañarán siempre al mediador ilustre, al Excelentísimo Señor


Presidente don Carlos Antonio López y a la República que representan. Y nuestro
agradecimiento por su valioso concurso será eterno.

Buenos Aires, 12 de noviembre de 1859.

Bartolomé Mitre, Eduardo Costa, Lorenzo Torres, Miguel Azcuénaga, Calixto Oyuela,
Jacobo D. Varela, José Manuel Estrada, Felipe y Ramón Lavallol, Carlos Tejedor, Félix
Frías, Tomás Guido, etc., etc.”

Con fecha 19 de diciembre se despedía Solano López de Urquiza con la


siguiente carta:

“Cuando escribí a V. E. el 11 de noviembre avisando mi salida de Buenos Aires, nutría

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todavía la esperanza de poder tal vez saludar a V. E. personalmente antes de volver a mi


Patria, emprendiendo un viaje por tierra de esta Ciudad hasta la casa de V. E., pero con
sentimiento tengo que renunciar hoy a aquella lisonjera esperanza, pues a consecuencia
de los sucesos que V. E. conoce, me hallo en la necesidad imprescindible de llegar al
Paraguay cuanto antes.

Al dejar la Confederación Argentina e ir a dar cuenta a mi Gobierno del feliz resultado de


la Comisión que se me ha confiado, lo hago poseído de la más sincera gratitud por las
pruebas tan distinguidas que V. E. se ha dignado darme de aprecio y amistad.

Muy agradable me es confesar a V. E. que a pesar de haber parecido insuperables las


dificultades que se presentaban a la reconstrucción de la nacionalidad Argentina, jamás
perdí la esperanza de un arreglo amistoso que pudiera reunir todos los Pueblos
argentinos, pues los sentimientos elevados y generosos que siempre noté en V. E. eran
para mí una prenda segura de la paz, que en nombre de mi Gobierno venia buscando
para estos Pueblos, a quienes la República Paraguaya mira con todo el interés fraternal,
que produce un mismo origen americano.”

A esta carta contestaba el general Urquiza, desde su residencia de San


José, Concepción del Uruguay, en los términos que siguen:

“Excmo. señor Brigadier Don Francisco Solano López, Ministro Mediador del Paraguay.

San José, 27 de diciembre de 1859.

La apreciable carta de V. E., fecha 19 ha venido a hacerme perder la esperanza que


me halagaba de la visita de V. E., oportunidad que hubiera aprovechado para hacerle las
mejores demostraciones de reconocimiento que abrigo por los esfuerzos nobles e
inteligentes de V. E. en obsequio de la unión y de la paz argentina, por todas las
demostraciones de benevolente amistad y deferencia que le he merecido. Las
expresiones generosas de su carta hacen este reconocimiento más vivo y sensible.

V. E. ha adquirido gloria inestimable en su venturosa misión y mérito para su patria y la


mía. Deseo a V. E. toda la prosperidad personal de que es tan digno. Quiero tributar a V.
E. un testimonio del aprecio que hago de sus virtudes y no puedo encontrar un objeto que
lo haga mejor que la espada que ceñí en Cepeda. La presento a V. E. como modesta

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ofrenda de amistad. Dignese V. E. aceptarla. Siempre me será agradable la ocasión de


probar al gobierno del Paraguay y a V. E. mi amistad y gratitud.”

Contesta Solano López esta carta, desde Humaitá, y con fecha 26 de


enero:

“Agradezco muy cordialmente los deseos de V. E. por mi prosperidad personal, y aunque


la inapreciable amistad de V. E. es el donativo más valioso que pudo ofrecerme, acepto
con el más profundo reconocimiento el generoso obsequio de la espada, que con tanta
gloria V. E. ciñó en Cepeda. Cuando se presente la ocasión de desenvainarla, haré todo
por honrarla.”

El 5 de enero de 1860, Solano López informaba en extenso memorial


dirigido al ministro de Relaciones Exteriores, don Nicolás Vázquez, del
resultado de su misión mediadora, acompañando copia de las notas
cambiadas, documentación que el gobierno paraguayo mandó publicar ese
mismo año con el título siguiente: “Documentos oficiales de la mediación
pacífica de la República del Paraguay en la disidencia armada entre los
Excmos. Gobiernos de la Confederación Argentina y Buenos Aires. – Asunción.
– 1860 –.”

Y aquella fue la contribución del Paraguay a la unificación argentina y el


testimonio positivo, irrefutable y limpio de sus anhelos por ver la paz
asegurada en el Río de la Plata. Mas por uno de aquellos incomprensibles
contrasentidos de la historia, con aquel sonado triunfo diplomático de Solano
López nacía en el firmamento político internacional del Paraguay una estrella
desde entonces condenada a marchar a contracielo. En la trágica y sufrida
existencia de un pueblo hecho para la adversidad, aquel rasgo generoso para
con el hermano sumido en la desventura de una desastrosa guerra civil, iba a
constituir el factor determinante del más grande de sus infortunios. Su victoria
pacifica – corolario de una política previsora y de solidaridad fraternal – tuvo la
sonoridad de un toque de alarma para quienes, impulsados por un atavismo

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tres veces secular, renunciar no podían a la tendencia racial de extender su


influencia política hasta el Río de la Plata. Para aquella tendencia, la autoridad
moral lograda por el Paraguay en la cuenca del Plata por el Pacto de San José
de Flores representaba un peligro, y un posible entendimiento entre los
pueblos del extinguido virreinato, percance fatal. San Cristóbal sigue
apuntando a la desmembración y distanciamiento de los pueblos de origen
hispánico; aislar a Buenos Aires, ganarse al Paraguay y segregar Entre Ríos y
Corrientes.

De San José de Flores a Chapultepec, es siempre el Paraguay quien tiende


su mano fraterna y cálida a la familia argentina en sus contratiempos y
tribulaciones. El pariente pobre – impertinencia y carga en los buenos tiempos
– suele resultar útil cuando menos se espera; tenerlo satisfecho es política que
nada cuesta al opulento, porque nadie sabe lo que puede traernos a todos el
mañana.

Por otro lado, faltó al mediador paraguayo, en aquel cuarto de hora de su


autoridad y de su prestigio, suficiente visión política para obtener de aquellas
circunstancias excepcionales, ventajas positivas y duraderas para los intereses
permanentes de su país, pecado que comparte con su padre, don Carlos
Antonio, al no haberle hecho éste la recomendación pertinente en las
instrucciones que le fueron impartidas para el cumplimiento de su gestión
mediadora. Pudo Solano López haber sacado partido de aquella feliz y propicia
oportunidad para negociar con acentuada probabilidad de éxito – conforme
afirma el historiador argentino Ernesto Quesada – la fijación definitiva de los
límites que separaban al Paraguay de la Argentina, tanto en lo que concernía a
la zona de Bermejo como al territorio comprendido entre la Tranquera de
Loreto y la frontera brasileña, cuya cesión estaba estipulada – como dicho está
– por el tratado firmado entre Paraguay y Corrientes en 1841, pero nunca
ratificado por el Congreso de la Confederación. Una fijación de esa naturaleza
habría restado pretextos para el casus belli surgido con la Argentina en 1865.
En efecto, la adjudicación a título definitivo de la zona del Bermejo hubiera
hecho imposible que Mitre dijera más tarde que “los soldados aliados, y muy

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particularmente los argentinos, no han ido al Paraguay a derribar una tiranía,


sino a reconquistar sus fronteras de hecho y de derecho”. Y con la ratificación
del tratado de 1841 no habría necesitado Solano López requerir del gobierno
argentino el paso de sus tropas por el territorio de aquella nacionalidad, para
caer sobre el Brasil con toda la potencialidad inicial de su ofensiva estratégica.

Pero acaso el descuido más deplorable de Solano López, al dirigir las


negociaciones que culminaron en el Pacto de San José de Flores fue dejar
abierta la puerta para que el gobierno de la Confederación pasara luego a
manos de quienes, más tarde, hallaron difícil evitar la concertación de una
alianza con el Imperio del Brasil para llevar la guerra al Paraguay. Su pasión
por evitar que corriera sangre argentina lo llevó a impedir que Buenos Aires
sufriera una derrota aplastante y definitiva por manos de Urquiza. Cepeda no
fue suficiente escarmiento ni sirvió para calmar los afanes centralistas y de
hegemonía que dominaban a los hombres de Buenos Aires, tercos en suspirar
por “la independencia, que hemos ya probado poder sostener por las armas”,
según expresión de Norberto de la Riestra, en carta dirigida al general Mitre en
octubre de 1861.

El 5 de marzo de 1860 entregaba Urquiza el poder al nuevo presidente,


doctor Santiago Derqui, hombre de carácter débil que no supo medirse con
Buenos Aires y cayó finalmente derrocado por Mitre, para terminar
refugiándose en Montevideo. Abierto quedaba de ese modo el camino a una
posibilidad de entendimiento con el Brasil. Y en ese preciso momento, nuestra
diplomacia se retiró a sus cuarteles de invierno y ni siquiera se acordó de tener
en Buenos Aires un representante hábil, sagaz y al acecho vigilante de la
complicada trama que comenzaba a urdirse. Con el enemigo a punto de tentar
la marcha de aproximación, retirábamos nuestros puestos de escucha
descuidando el servicio de seguridad, para replegarnos a posiciones sin campo
de tiro e impedidas por ángulos muertos.

El presidente Carlos Antonio López, en carta dirigida al agente comercial


de su gobierno en Buenos Aires, don Félix Egusquiza, se queja de la falta de
noticias, noticias que el Mandatario parece recibir en forma fragmentaria por

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otros conductos, pues no se muestra del todo a obscuras de cuanto ocurriendo


está en la vecindad. Dice la referida carta, fechada en Asunción el 20 de
febrero de 1862:

“También se ha recibido de Montevideo la noticia que Ud. refiere en su estimable del 31


de Enero sobre los comisionados orientales, Herrera para la Asunción y Lapido para el
Janeiro, con las mismas observaciones que Ud. intuye de ninguna capacidad o
experiencia. No es agradable la circunstancia de que Herrera haya sido secretario del
perverso, desleal, intrigante Lamas. Cuando acá llegue lo veremos.

Veo que Mitre ha triunfado definitivamente y que su cómplice queda sumido en el fango.

Con la elección y nombramiento de Pampin para gobernador propietario de Corrientes


habrá cesado la agitación en esa Provincia.

Lo que extraño es que Ud. nada ha olfateado de empresas y proyectos de invasión a la


República. Mitre protesta que no ha imaginado invasión al Paraguay.

La verdad es que la misión Ferré y Torrens que despachó Mitre cerca del gobernador
Pampin era de aconsejarlo y animarlo para reclamar el territorio de Corrientes que dice
tenerle usurpado el Paraguay; que Mitre le ayudará con tropas, dinero y vapores. Esto se
sabe por conducto muy respetable.

Se sabe por el conducto indicado que Mitre pretende provocar conflictos al Paraguay por
medio de Corrientes para anexarlo a la Confederación que va a reconstruir. Cuentas
alegres!!! Lo que conviene es que no pierda tiempo en traernos la guerra.

Tampoco ha olfateado Ud. nada sobre la ruptura de la negociación de una plena


satisfacción del Gobierno de Buenos Aires al de la República con motivo de la misión
confidencial del Dr. Torres; al menos Ud. ha sido el conducto del ministro Sánchez para
entregarle el pliego de ruptura al ministro Obligado. Con tal motivo recuerdo a Ud. la
obligación y deber indeclinables de aplicar un ojo y un oído para saber las cosas.

Menos ha dicho Ud. sobre la misión Pico en Montevideo, ni de la actitud del Gobierno
Oriental para resistir la invasión del general Flores.”

Recordemos que en la fecha en que escribe don Carlos Antonio lo que


antecede, ya los laureles de Cepeda se han marchitado en Pavón, y que a

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partir de esa batalla, los porteños se hacen dueños de los destinos de la


Argentina. Ya está por alcanzarse el objetivo deseado: un hombre de Buenos
Aires en la presidencia de la Confederación. Es lo que Mitre ha buscado y
buscará siempre; por eso, combatirá en 1868 la candidatura presidencial de
Sarmiento – sanjuanino – en favor de la de Elizalde – porteño – y por idéntica
y aparente razón, en 1874, se alzará contra Avellaneda, otro presidente
provinciano, de Tucumán esta vez.

Pero para lograr la constitución definitiva de la unidad argentina todavía


hace falta el cordero pascual de un sacrificio y la soldadura autógena de una
guerra exterior.

***

Las relaciones de don Carlos Antonio y de Francisco Solano con el general


Justo José de Urquiza continuaron en términos cordialísimos después del Pacto
de San José de Flores. Hubo por aquel tiempo, entre los referidos, profuso
cambio de cartas y hasta de obsequios. Urquizá regala caballos de raza al
presidente paraguayo, a su hijo Francisco Solano, a Benigno y a Venancio; de
allá le llegan, en cambio, “sobornales” de yerba especial y riquísimos ponchos.
El caudillo entrerriano designa padrino de una de sus hijas al general Solano
López y le invita a trasladarse a San Justo para la ceremonia del bautizo;
contesta la invitación el general López en carta dirigida a Benjamín Victoria el
26 de enero de 1860:

“Como Ud. sabe, el Señor General Urquiza me ha hecho el honor de elegirme como
padrino de su niña últimamente nacida, invitación que he aceptado con el mayor placer,
como un lazo más de nuestra mutua amistad, pero la posición de los negocios públicos y
la actualidad, no me permiten acudir personalmente a aquel acto religioso, como hubiera
deseado dar esta demostración de consideración a S. E. En tal situación me he resuelto a
rogar a Ud. se sirva representarme en aquella ocasión. Estoy seguro de que no puedo
elegir a otra persona más del agrado de S. E. “

Hasta doña Juana Carrillo, esposa del presidente, echa su cuarto a

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espadas en este frondoso cambio de correspondencia, con la siguiente carta:

“Asunción del Paraguay, 14 de abril de 1860.

Distinguida señora y apreciable comadre Doña Dolores C. de Urquiza.

He recibido con aprecio particular la estimable carta de Ud. fecha en el Paraná el 5


de marzo ppdo. con la agradable noticia de que su hija fue bautizada solemnemente el 3
de dicho mes por S. S. Monseñor el Arzobispo de Palmira, con el nombre de Flora del
Carmen 2, quedando así más estrechada nuestra amistad.

Me hallaba en una de mis estancias cuando tuve el gusto de recibir la que contesto y tuve
que demorar esta respuesta hasta hoy que he regresado. Me repito de Ud., afectísima
comadre, amiga y servidora.

JUANA P. C. DE LÓPEZ.”

Tanto el presidente paraguayo como su hijo, el general Francisco Solano,


demuestran al través de esta copiosa y cordial correspondencia epistolar una
preocupación constante por la unión y el bienestar del pueblo argentino.
Escribe el último de los nombrados a Urquiza con fecha 5 de junio de 1860:

“Nada me será más satisfactorio que la realización de las buenas disposiciones que V. E.
me dice manifestar el Gobierno de Buenos Aires para traer a la unión común a aquella
Provincia. Esta noticia me ha sido tanto más grata cuanto que advierto que en la
Confederación existe poca confianza de que el Gobierno de Buenos Aires, dé el
cumplimiento debido al pacto del 10 de Noviembre, en cuya elaboración V. E, ha dado
tanta prueba de magnanimidad y patriotismo.”

Don Carlos Antonio también escribe al general Urquiza – en la misma


fecha –, ratificando los conceptos de su hijo, pero con ciertas reservas de
escepticismo:

2
Más tarde Da. Flora Urquiza de Soler, fallecida recientemente [recuérdese la fecha de esta edición: 1945] en Buenos.
(N. del A.).

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“Es una sorpresa agradable el conocimiento que V. E. me supone de los deseos del
Gobierno de Buenos Aires para la pronta incorporación de aquella Provincia a la
Confederación. No hallo esa seguridad en los diarios de Buenos Aires y de la
Confederación.”

Se va esfumando ya la victoria diplomática obtenida en San José de Flores


y se desvanecen los ruidosos signos de gratitud hacia el país mediador. Se
queja el presidente paraguayo de ello en carta dirigida a Urquiza el 5 de
noviembre de 1860:

“V. E. ha sido el único que me escribe en el sentido de reconocimiento y gratitud a los


generosos esfuerzos que la República ha empeñado con los gobiernos beligerantes,
hasta armonizarlos por el Pacto de Flores; y es también el único a quien considero afuera
de las infames maquinaciones de sus amigos contra esta República. Estos altos secretos
no pueden ser ocultos a V. E.”

Y Francisco Solano, en la misma fecha, sigue confiado en que la unión de


la familia argentina persistirá, al escribir al caudillo entrerriano:

“V. E. que tan empeñosos esfuerzos ha hecho por esa unión [Argentina] debe encontrar el
premio de sus tareas en la realización de ella. Por mi parte, íntimamente grato a la
bondadosa consideración que V. E. me dispensa, me resta sólo hacer fervientes votos por
la estabilidad de la unión de la familia argentina y por la prosperidad de V. E.”

***

Madurando en años va el anciano presidente Carlos Antonio López –


próximo ya a los setenta – y su fatigado organismo torturado está desde hace
rato por la gota y otros achaques propios de la vida sedentaria y algo regalada.
Su obesidad ha llegado a tales extremos que apenas puede andar apoyado en
grueso bastón y cuando a su coche pesadamente sube con ayuda de Dios y de

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manos piadosas, su mole inmensa y sebosa ocupa ella sola todo el asiento.
Elegante y muy garboso de figura nunca fue don Carlos Antonio, pero ahora
está por completo desplomado; tres pliegues de sotabarba le cuelgan por
debajo del mentón y su protuberancia abdominal es cosa que impresiona.
Héctor Varela – siempre algo pintoresco y rebuscado en sus descripciones –
pinta en los siguientes términos al presidente paraguayo durante una
representación teatral:

“Carlos Antonio es un acontecimiento físico. Su cabeza, completamente unida a su cara


que a su vez se confundía, sin líneas ni contornos, en una abultadísima papada, tenía la
forma de una pera: era angosta en la parte superior, y completamente desproporcionada,
por su anchura, en la base o parte inferior. Durante toda la representación, el presidente
ostentó en esa cabeza, un sombrero digno de ella; era una pieza monstruosa también por
su altura y aparente para figurar en un museo de curiosidades, por su forma.”

Poco tiempo ha pasado desde que el acontecimiento físico evitara con su


oportuna e inteligente mediación que corriera sangre argentina, pero ya los
vítores y los álbumes y las flores se han convertido en burlas y desprecios.
Verdad es que “el monarca de las selvas” – como lo llamaba el expresado
Varela – pagaba en igual moneda la antipatía que por él sentían los porteños,
pues ni antes ni después del Pacto de Flores tuvo jamás para ellos, en el curso
de su correspondencia privada, una sola palabra amistosa.

La pertinaz glotonería de don Carlos Antonio de poco le servia para


detener el avance de tanto tejido adiposo; a pesar de sus años, sigue
despachándose de una sentada, y a guisa de merienda de media mañana o de
un tentempié por la tarde, una fuente de pasteles “mandi’o”, tres o cuatro
chipas y su buena docena de bananas. Es lo que se llama un “comilón”, pero
comilón que desmiente aquello de que el buen humor es sinónimo de gordura
y excelente digestión. No obstante todo ello, sigue ocupándose de los negocios
de Estado con la manía absorbente y el espíritu detallista que siempre ha
puesto en su larga labor, aunque muchas de las tareas las deja a cargo de su

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hijo mayor y ministro de Guerra, el general Solano López.

A más del primogénito, el santo yugo del matrimonio dio a don Carlos
Antonio cuatro hijos más: Inocencia, Venancio, Rafaela y Benigno. Inocencia
casada estaba con el coronel Vicente Barrios, más tarde general y ministro de
Guerra; Rafaela se unió en primeras nupcias con Saturnino Bedoya,
funcionario de Hacienda, y viuda de éste, contrajo nuevo enlace con el
brasileño Melcíades Augusto Acevedo Pedra, pocos años después de la guerra.
En cuanto a los varones, Venancio se dedicó – como su hermano mayor – a la
carrera de las armas, si de tal puede calificarse el mero hecho de vestir un
bonito uniforme y matar los ocios de joven rico en una labor de papeleo y
burocracia militar; por lo demás, nunca pudo Venancio hacer vida activa de
cuartel, pues desde su temprana juventud vivía con la salud destrozada por un
mal específico y por aquella época poco menos que incurable. A poco de ser
nombrado ministro de Guerra en el gabinete de su hermano, electo ya éste
presidente de la República, hubo de dimitir el cargo por razones de salud.
Benigno – el benjamín de la dinastía – no ocupaba cargo público y parece que
no le llamaban mucho las bélicas charangas de la vida castrense. Designado en
un tiempo jefe de la marina de guerra, el nombramiento fue puramente
nominal: en 1857, desempeñó una misión diplomática cerca de la corte de Río
de Janeiro, cuyos pormenores ignoramos. Ninguno de los dos hermanos
menores tuvieron participación activa en la guerra del 70 y tampoco
conocieron el estruendo de las batallas. No pasó la curva de sus vidas por los
caminos de la gloria, pero sí por aquéllos del drama y de las penas físicas.

Más de un disgustillo dieron a don Carlos Antonio sus tres hijos varones,
juerguistas impenitentes como eran todos ellos, sin merecer por eso el
calificativo de émulos sobresalientes del cínico burlador de Sevilla. Jóvenes,
guapos, ricos, dotados de autoridad y de prestancia política y social, los hijos
del presidente algún partido tenían que sacar de aquel nepotismo tentador
para correr sus aventurillas y ganarse – no siempre mediante las legítimas
escaramuzas del amor correspondido – los favores de damas muy principales y
de las otras. Lo contrario no habría sido humano ni hubiera estado ello de

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acuerdo con nuestro temperamento tropical. Ninguno de los tres se dejó uncir
a la coyunda matrimonial, aunque todos ellos dejaron sucesión, ganando a
todos Francisco Solano en tales y tan fecundos afanes. Y es que los López –
incluso el viejo – eran todos propensos al buen pasar, adictos a las lentejuelas
de la opulencia y dados al exterior ruidoso de una existencia no exenta de
cierto empaque teatral. La austeridad no era de fijo un concepto practicado por
aquella familia de capa negra ni fue la sencillez en el hábito, trato o
costumbres su rasgo dominante; fastuosos eran sus gustos, sus inclinaciones
tiraban al lujo y a la ostentación, exquisito el cuidado del físico superficial,
abundante y bien surtido el guardarropa y de riquísimo mantel la mesa diaria.
“Por el “Ypora” ya contesté a Ud. la consulta que me ha hecho – escribe
Venancio López a Egusquiza – para la compra del tílburi, y espero facilitar uno
de esta clase en esa, porque un carruaje de paseo ya he pedido a Europa, y el
tílburi quiero para mis trajines diarios en los días lluviosos y de mucho sol”. Y
de la residencia privada de Francisco Solano dijo un contemporáneo suyo que
“el moblaje de la sala sería perfecto en París”, agregando: “López tiene
muebles dorados, cortinas de seda, chiffoniers y gabinetes de exquisita mano
de obra y con incrustaciones de marfil, espejos con marcos florentinos,
cuadros de buenas firmas y bronces raros”. Familia acaudalada y de
primerísima jerarquía social, por mandato de las circunstancias, aunque no de
mucho ni muy rancio abolengo, complacía sus refinados gustos con ese
sibaritismo elegante y displicente de quien se sabe y se siente nacido para
gozar de las prebendas de la vida. Por eso, se atrajeron primero la curiosidad
del común de las gentes, luego su admiración, y por último su respeto no
desprovisto de cierto y muy saludable temor; pero es poco probable que
ninguno de los López – excepción hecha del Mariscal y hacia fines de la guerra
– se haya atraído jamás el verdadero afecto del pueblo paraguayo. Ese pueblo,
sencillo y sobrio como siempre fue, sintió más afinidad espiritual con el
dictador Francia, por percibir en su figura sombría, retraída y misántropa las
tradicionales virtudes de sobriedad franciscana que siempre animaron a la
raza.

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No eran sus hijos los únicos que a perturbar contribuían los últimos años
del anciano presidente. Otros descosidos y sofocos había y de mayor cuidado.
Allá por 1860 se presentó el asunto Hortelano, que bastante malos ratos hizo
pasar a don Carlos Antonio y constituye un episodio poco conocido. Benito
Hortelano era un español llegado a estas tierras “para hacer la América”, por
medios honestos, si éstos cabían, y si no, por los que fueran. Desembarcado
en Buenos Aires a mediados de 1854, abrió en aquella ciudad una librería, mas
como no le fuera bien en el negocio y por picar más alto sus ambiciones, al
magín se le vino fundar un “Casino Bibliográfico”, y así lo hizo, constituyéndose
la flamante asociación cultural con 147 socios, cuya comisión directiva estaba
integrada nada menos que con Bartolomé Mitre como presidente y de vocales
figuraban Rufino de Elizalde, Antonio Pillado y Antonio Cruz Obligado. Pero el
éxito en pesos fuertes no fue con el Casino, los socios se hicieron morosos en
el pago de la cuota mensual y la empresa culminó en sonora quiebra. Por esta
fecha, el gobierno del Paraguay estaba en tratos para adquirir en Buenos Aires
una nueva imprenta y a fin de asesorar a Egusquiza en la compra del material,
se designó a don Pedro de Angelis y al referido Hortelano. Pero el español de
marras vio, o creyó ver, en esta oportunidad llovida del cielo, un negocio más
fácil y remunerativo que el de fundar Casinos y parece que se puso a falsificar
con la nueva imprenta, ya adquirida, billetes de nuestro papel moneda.
Descubierto el delito, fue procesado por la justicia argentina, a pedido de
nuestro gobierno, pero no pudo éste lograr de los hombres de Buenos Aires la
extradición de Hortelano, amparado como estaba el falsificador por muy
influyentes amistades.

La siguiente carta de don Carlos Antonio revela algunos detalles de


aquella sonada falsificación, la primera y acaso la única de su género llevada a
cabo en la historia de nuestra moneda nacional.

“Asunción, abril 20 de 1860.

Ciudadano Félix Egusquiza, Agente Comercial de la República en Buenos Aires.

Hoy marcha el vapor nacional “Ypora”, y es probable que encuentre todavía al “Jejuí” en

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ese puerto. Se me había pasado en la anterior prevenir a Ud. que será bien haga Ud.
publicar en la “Reforma Pacífica” un serio desmentido al atrevido “remitido” que en ese
periódico hizo publicar el inicuo falsificador Benito Hortelano diciendo que efectuó la
falsificación del billete nacional de tres pesos, porque Juan Moreno le presentó una orden
del general López. Basta publicar la carta de Hortelano a Moreno y la respuesta de éste,
cuyos documentos fueron enviados a Ud. por el “Jejuí”. Moreno lo niega y dice que ni
conoce la firma del general López, y sobre todo, no es incumbencia ni atribución del
general la impresión de billetes. Al Gobierno Nacional compete privativamente la
impresión de billetes, y hacerlos imprimir en la Imprenta Nacional, sin que jamás se
necesitase mendigar en el extranjero ninguna impresión de billetes.

También se debe publicar que los de a tres pesos que Juan Moreno ha introducido en la
República, los ha traído sin la firma de los subscritores, ciudadanos Manuel y Saturnino
Bedoya, conforme ha declarado y jurado en el proceso el propio Juan Moreno y que hizo
imitar esas dos firmas con su dependiente José María González. En los dos mil billetes de
a tres pesos que Benito Hortelano entregó al juez de la causa en Buenos Aires, ha hecho
litografiar los nombres y las rúbricas de los dos referidos subscritores. Esta publicación
debe llevar un fuerte comento. Benito Hortelano, ya en España cometió el mismo crimen y
fue echado del país. Puede Ud. averiguar y si resultase cierto será bien publicarlo
también.

De Ud. affmo.

CARLOS ANTONIO LÓPEZ”

Otra vez, el 5 de mayo del expresado año, vuelve el presidente a escribir


a Egusquiza sobre el mismo tema:

“Veo en su estimable del 14 el ningún esmero de los porteños en la grave causa


trascendental de los infames falsificadores de papel moneda de la emisión del Tesoro
Nacional.

En este sentido, el escrito que anuncia Ud. para el día 25 será tan mal atendido, como el
que ha presentado el día 14, a excepción del embargo que no puede negarse de los
bienes de Hortelano. Todavía puede ser que le den escape, como dieron libertad al
falsificador Cattaldi.”

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Pero los empeños de Egusquiza fueron en vano; la justicia de Buenos


Aires falló en el proceso Hortelano no haciendo lugar a la solicitada extradición,
por no existir con el Paraguay un tratado de esa naturaleza. Incidentes de esta
laya no contribuían gran cosa a ganar la buena voluntad del gobierno del
Paraguay para con los hombres de Buenos Aires y constituían, sí, factores de
un creciente recelo y de una lenta desconfianza que poco y mal iba a servir
para llegar a soluciones tratables en las próximas y muy vecinas
complicaciones del Plata.

Por otro lado, el estado de las relaciones con el Brasil suscitaba en don
Carlos Antonio muy vivas y apremiantes desazones, como que estaba por
vencerse el plazo de seis años estipulado en el protocolo subscrito en Río el 7
de abril de 1856, entre nuestro ministro Berges y José María da Silva
Paranhos, para el arreglo definitivo de la cuestión de límites pendiente entre
ambos países. Con relación a este asunto que buen cariz no trae, escribe el
presidente a Egusquiza en fecha marzo 19 de 1860:

“RESERVADO. Se me pasaba pasar a Ud. recibo de su carta en la que me ha


comunicado la elección y nombramiento del señor Berro para presidente de la República
del Uruguay y las noticias que el Brasil continúa aglomerando fuerzas en Río Grande.
Puede ser que quieran traernos la guerra, en concepto a mi respuesta al Ministro Sinimbú
por medio de su Cónsul en esta. Me ha pedido que mande al Janeiro un Ministro con
poderes para un tratado definitivo de límites para cortar desconfianzas y los grandes e
incómodos costos de mantener grandes fuerzas.

Dije al Cónsul entre otras cosas que estoy por la tregua y que llegado el término se
verá la negociación que corresponda, o sea el rompimiento de la paz, si así gustare al
Brasil. Mostré al Cónsul un grave disgusto por tratarme su Ministro de ese modo,
debiendo dirigirse al de igual clase de la República. La exigencia de Sinimbú es atrevida y
alarmante. Es probable que quiera romper la tregua.”

Esta carta, por su estilo y tenor, parece un desmentido a la presunción de

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quienes han afirmado siempre que el conflicto bélico con el Brasil se hubiera
evitado de haber vivido don Carlos Antonio unos años más, estribando esa
afirmación en que Francisco Solano tenía menos serenidad que su padre para
tratar los asuntos de orden internacional. No emplea, por cierto, el anciano
presidente términos de tolerancia en la comunicación aludida. La sugestión de
enviar un plenipotenciario a la capital brasileña se le antoja atrevida y
alarmante. Desecha una ocasión para zanjar las dificultades existentes con el
Imperio y prefiere continuar con la tregua impuesta por el protocolo de 1856,
dejando a su sucesor como herencia poco envidiable el arreglo definitivo del
asunto, que él mismo percibe va apuntando ya hacia el rompimiento de la paz.
No sabemos en qué consistieron en concreto las proposiciones de Sinimbú,
pero de todas maneras, nada se habría perdido con enviar el sugerido
plenipotenciario.

***

Mientras tanto, la República sigue adelante con su cada vez más


floreciente comercio exterior y de Europa continúan llegando los elementos que
necesitamos para activar nuestro progreso y poner en buen pie el plan de
defensa nacional. Sirve de agente para la colocación de tabaco en el viejo
mundo la firma Rothschild e Hijos, de Londres, y los hermanos Juan y Alfredo
Blyth, de la misma ciudad, son los encargados de efectuar adquisiciones de
armas y material ferroviario. En París es nuestro Cónsul General Tenré quien
se encarga de efectuar las compras por cuenta y orden del gobierno, que no
deben haber sido de escasa monta pues en carta del 17 de diciembre de 1863,
ordena el ministro de Hacienda, Mariano González, remitirle la suma de
100.000 francos, o sea unas cinco mil onzas de oro, “a la orden del Ministerio
de Guerra y Marina”. Existen igualmente las siguientes constancias de
remisiones a la firma Juan y Alfredo Blyth: 3.700 onzas de oro el 20 de abril de
1861; ocho mil libras esterlinas el 30 del expresado mes, “quedando a remitir
el resto por el próximo paquete”; otras 500 onzas de oro el 21 de octubre de
1861; 600 más el 6 del mismo mes y año; y 1.600 libras esterlinas el 17.

Agente e intermediario para la remisión de todas las expresadas sumas a

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Europa era en Buenos Aires el señor Félix Egusquiza, quien asimismo tenía a
su cargo la venta y colocación de ingentes cargamentos de yerba mate en la
ciudad porteña, transportados hasta ese puerto por la flota mercante nacional,
operaciones en que el referido agente cobra su buen porcentaje, hasta que el
gobierno nacional decide suspenderle ganga tan sabrosa, y así se lo anuncia en
la siguiente nota oficial:

“Asunción, junio 90 de 1862.

Al señor don Félix Egusquiza, Agente Comercial de la República del Paraguay en Buenos
Aires.

Por no haber tenido presente el sueldo que disfrutaba Ud. de mil quinientos pesos
anuales, con casa y comida costeada por el Estado, y también un escribiente, no se ha
puesto reparo en la comisión que cobra Ud. de un tres por ciento de toda venta y compra
que hace por cuenta del Estado, pero ahora que me he fijado en este indebido recargo del
Tesoro Nacional, prevengo a Ud. que desde el recibo de esta orden cese todo cobro de
comisión.

Dios guarde a Ud. muchos años.

MARIANO GONZÁLEZ”

Rubro principalísimo de nuestra exportación – por no decir el único de


capital importancia – era la yerba mate, monopolio del gobierno, vendida y
colocada casi íntegramente en la plaza de Buenos Aires, y en menor escala, en
la de Montevideo. No tuvo éxito la exportación a Chile del mencionado
producto nacional, pues según informa a Egusquiza nuestro agente en
Valparaíso, Salvador Vidal, “la yerba no gusta aquí a la gente”. A Europa
mandábamos alguna cantidad de tabaco, producto que no obstante obtener
medalla de oro en la Exposición Universal de París, no encontró abundante
mercado en las plazas del viejo continente, según reiteradas comunicaciones
de la casa Rothschild e Hijos al expresado Eguzquiza, en una de las cuales – 23
de mayo de 1864 – le anuncia haber logrado colocar apenas 71 “balas” de
tabaco paraguayo. La introducción de yerba mate en Prusia se hallaba en pleno

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proceso de ensayo. De ahí que nuestro principal mercado fuera la plaza de


Buenos Aires, donde se hallaba también radicado el centro financiero de todo
nuestro comercio exterior. Es natural que así fuera; los bronquios de nuestra
vinculación económica con el exterior están por el sur; lo demás es respiración
artificial y pulmón de acero.

Félix Egusquiza compra en Buenos Aires para el Estado paraguayo – y


también para la familia López – medicamentos, telas, carruajes, caballos,
muebles, cortinados, alfombras, arañas, útiles de escritorio, uniformes y hasta
alguno que otro armamento. Pero las adquisiciones particulares de los López
constituyen cuenta aparte de las del Estado, como se comprueba con las dos
comunicaciones que a continuación se trascriben:

“Asunción, enero 5 de 1861.

Señor don Félix Egusquiza.

Mi estimado amigo:

Quiera Ud. tener la bondad de poner a disposición de D. Adolfo Soler treinta onzas de oro
sellado y apuntar en cuenta de este su afecto amigo y servidor.

VENANCIO LÓPEZ”

Y el 5 de mayo del expresado año, el Colector General, don Luis Caminos,


escribe al mismo señor Egusquiza:

“Quedo impuesto de la orden que ha recibido Ud. del señor coronel López para agregar a
los fondos del Estado a su cargo las treinta onzas de oro en pago de las que por mi orden
recibió de dichos fondos en esa, y se sirve avisarme de haberlos ya agregado.”

En cierto modo lógico es que los López se valieran de los servicios de


nuestro agente comercial en Buenos Aires para la colocación de los productos
de sus yerbales de propiedad particular y parece que el propio obispo
diocesano no desdeñaba cierta participación en estos negocios, desde luego

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lícitos y honestos, a estar por la siguiente orden que imparte Mariano González
a Egusquiza con fecha 21 de octubre de 1863:

“Del cargamento que conduce a Ud. este vapor separará cien arrobas de yerba a favor del
Ilustmo. señor obispo Palacios. El señor ministro de Relacionas Exteriores dará a Ud.
orden sobre esas cien arrobas.”

Sea como fuere, no existe motivo de escándalo en esta discreta y


ocasional tangencia de los intereses públicos con los privados, muy acomodada
a la época, pues que apenas diez años habían trascurrido desde aquel día – 20
de septiembre de 1851 – en que la Junta de Representantes de Buenos Aires
dictaba una ley por la cual “todos los fondos de la Provincia, las fortunas,
vidas, fama y porvenir de los Representantes de ella y de sus comitentes,
quedan sin limitación ni reserva alguna a disposición de S. E. [Rosas] hasta
dos años después de terminada gloriosamente la guerra contra el loco, traidor,
salvaje, unitario Urquiza”.

Si los López, dentro de ciertos límites, podían hacer suya la presuntuosa y


absolutista expresión de Luis XIV, no eran los primeros ni los únicos en
aquellas latitudes.

***

El 20 de marzo de 1861, un terremoto de proporciones aterradoras


destruía por completo la ciudad argentina de Mendoza, con pérdida de más de
diez mil vidas. El gobierno del Paraguay se hizo presente en el dolor argentino,
como testifica esta comunicación de don Carlos Antonio a Egusquiza, de fecha
5 de mayo del expresado año:

El nº. 375 del Semanario de avisos del sábado 4 del corriente, hallará Ud. la remisión que
mandé hacer de mil onzas de oro a entregarse al gobierno de la Confederación, para la
remisión en calidad de auxilio a las familias y personas que han sobrevivido al deplorable
suceso de Mendoza.

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***

De prosperidad gozaba ciertamente la República, mas la afirmación no va


hasta asegurar que fuéramos por aquellos tiempos una potencia económica, y
mucho menos militar, en el concierto o desconcierto de las naciones tributarias
de la cuenca del Plata. Hablan las estadísticas de la época con la fría elocuencia
de los números para demostrar que nuestro comercio internacional se hallaba
entonces en plena infancia, aunque con muy halagadoras perspectivas para el
porvenir, y representando un índice alentador luego de tantos años de
aislamiento político y bloqueo económico, impuesto el uno por la dictadura del
doctor Francia, y el otro por la política de don Juan Manuel.

Examinaremos ese comercio exterior en el curso de dos quinquenios:

De 1851 a 1855

Exportación $ 3.285.867

Importación $ 2.381.149

De 1856 a 1860

Exportación $ 7.943.254

Importación $ 4.997.958

Tenemos así que en diez años, el comercio exterior del Paraguay asciende
a la suma de $ 18.608.228 con un saldo de $ 3.850.014 a favor de la
exportación, diferencia apreciable y que según los cánones de las ciencias
financieras, constituye índice de economía sana, pero cantidad ínfima
comparada con las cifras del comercio internacional argentino, que en 1861, se
elevaba a la respetable suma de 36.763.000 de pesos oro, aumentada en 1867
a 71.988.000 de la misma moneda; sólo en el curso de 1865, la Confederación
exportó 50 millones de kilos de lana.

Durante el año 1860 exportamos los siguientes productos:

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Yerba mate por valor de $ 1.093.860

Tabaco por valor de $ 270.378

Cigarros por valor de $ 22.460

Cueros secos por valor de $ 187.787

Cueros curtidos por valor de $ 22.580

Vigas y tablas por valor de $ 14.799

Naranjas por valor de $ 23.465

Otros productos por valor de $ 35.936

La importación correspondiente a ese mismo año de 1860 es como sigue:

Tejidos finos

Paños por valor de $ 61.059

Cederías por valor de $ 31.285

Telas de hilo por valor de $ 3.188

Calicó fino por valor de $ 34.004

Varios por valor de $ 52.779

Tejidos ordinarios

Bayeta por valor de $ 72.597

Indianas por valor de $ 85.486

Calicó ordinario por valor de $ 114.104

Bombasí por valor de $ 8.943

Muselina por valor de $ 40.859

Calzados por valor de $ 14.811

Ferretería por valor de $ 38.103

Artículos de almacén por valor de $ 234.681

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Varios por valor de $ 51.709

Si algo prueban las referidas estadísticas es que el paraguayo de los


tiempos de López no andaba vestido de chiripá, ni se alimentaba
exclusivamente de raíces y tubérculos; algo de esto ocurriría, sin duda, en
regiones muy apartadas, pero la gente de ciudades y de centros de producción
no andaba tan alejada de los signos exteriores de la civilización, como algunos
han tentado hacernos creer.

El puerto de Asunción acusaba por aquella misma época un movimiento


cada vez más creciente de embarcaciones que entraban a nuestra bahía y
salían de ella en operaciones comerciales y transporte de pasajeros, tal lo
comprueba la siguiente estadística correspondiente siempre al citado año de
1860:

Movimiento de buques:

Entrados:

Nacionales 30

Extranjeros 118

TOTAL 148

Salidos:

Nacionales 30

Extranjero 178

TOTAL 208

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Claro es que bajo la denominación “buques” se incluyen a chalanas,


goletas, bergantines, sumacas, queches, balandras, pailebotes y hasta
piraguas, de poco calado y escasísimo tonelaje, que en su mayor parte
efectuaban el tránsito de Asunción a las provincias argentinas del litoral;
contados eran los barcos de vapor y los tenidos entonces como espaciosos y
cómodos no podrían ser comparados con el más modesto “paquete” que hoy
navega por esas mismas aguas. Pocos de ellos tenían más de 400 toneladas y
las comodidades para pasajeros eran tan reducidas como primitivas. Los
patrones de las embarcaciones de pabellón extranjero eran, en su mayoría, de
nacionalidad italiana, pero los había también portugueses, españoles,
argentinos y brasileños.

A principios de 1857, la armada nacional estaba constituida por los


siguientes barcos:

El “Tacuarí”, de 448 toneladas, construido en Londres y único armado en


guerra;

El “Río Negro”, ex “Unión”, de 82 toneladas, adquirido en Buenos Aires;

El “Río Blanco”, ex “Aquitania”, de 590 toneladas, comprado en Asunción,


de los armadores franceses Maurel y Pron. de Burdeos.

El “Ypora”, de 226 toneladas, construido totalmente en los talleres


nacionales por obreros paraguayos, bajo la dirección del ingeniero inglés
Thomas N. Smith.

Decía don Carlos Antonio en su Mensaje al Congreso con fecha 14 de


marzo de 1857: “Se está preparando la construcción de otros vapores para
que el Arsenal esté siempre ocupado. Al efecto, se ha mandado comprar en
Europa, y ya se halla en este puerto, el número de máquinas que por ahora se
considera bastante para facilitar la navegación de nuestros ríos con vapores,
introduciendo el sistema de buques apropiados para el remolque”.

Los aranceles aduaneros fijados por el Estado paraguayo de aquella época

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eran los siguientes:

Por importación:

25 % sobre artículos finos, tejidos de seda, de lana y seda, tules, batista


de hilo, damasco y encajes;

igual porcentaje sobre relojes, muebles, espejos, coches, arreos de


montar;

la misma tasa para vinagre, vino, cerveza, tabaco de mascar, sal y


perfumería.

Por exportación:

Maderas 20 %

Tabaco 5%

Cueros curtidos 5%

Anís, aceite, azúcar, arróz, 6%


jabón, cera y miel

Libres de derecho de exportación estaban los cigarros, y de importación,


las máquinas y herramientas de agricultura, así como todo lo concerniente a
los ramos de industria y navegación.

En punto a la situación monetaria, la emisión circulante alcanzaba, hacia


fines de la presidencia de don Carlos Antonio, a la suma de $ 1.100.000 y los
billetes – creados en 1849 – eran de 5, 4, 3, 2 y 1 peso y de 4, 2 y ½ reales.
No existían bancos particulares ni del Estado; la gente no tenía donde guardar
su dinero o depositar sus ahorros, como no fuera en cofres familiares o en el
fondo del clásico “carameguá”. Pero ya hemos visto que la vida del ladrón en el
Paraguay no era como para tentar a las compañías de seguro y que el delito
del robo por la violencia era poco menos que desconocido en nuestro país por

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aquellos tiempos. Tampoco existían instituciones de crédito para el fomento del


comercio y de la industria, aunque no faltarían los prestamistas particulares
cobrando su buena libra de carne a sus deudores morosos. No obstante, en los
comienzos de 1854, el gobierno nacional se erigió en una suerte de Estado
banquero, facilitando a nacionales y extranjeros, dedicados al comercio o a la
industria, préstamos por la Colecturía General hasta la suma de treinta mil
pesos y con un rédito anual del 6 %, “bajo buenas fianzas”. Este límite fue
luego – en 1857 – elevado a cincuenta mil pesos, “bajo las seguridades
convenientes”, pero sin que el préstamo individual pudiera pasar, en caso
alguno, de tres mil pesos.

Las monedas nacionales en circulación eran todas de cobre, aunque


existían también las de oro y plata, pero exclusivamente extranjeras, algunas
con el resello de la República. Sólo en 1867, y por decreto dictado por el
mariscal López en Paso Pucú, el 11 de septiembre, se mandó acuñar la primera
moneda de oro nacional, con el producto del precioso metal donado por las
damas de Asunción para las necesidades de la guerra.

***

El 10 de septiembre de 1862, se extinguía con las últimas claridades del


día la existencia de don Carlos Antonio López, primer presidente constitucional
del Paraguay, que había regido los destinos de la joven República por espacio
de dieciocho años con habilidad y prudencia, tan admirables como dignas de
un estadista de verdad, hasta hacer que su nombre, empinado con esplendor
sobre un pasado de desdichas, sea hoy sinónimo de la época más luminosa y
fecunda de nuestra historia.

Fue el suyo un gobierno de autoridad patriarcal, sin sangre, opresiones ni


crueldades, pacífico y progresista, ajustado a la Constitución del 44 y
derivando en forma gradual hacia un sistema de fisonomía y colores más
templados que, andando el tiempo y pulidas ciertas aristas, hubiera culminado
en un régimen asentado sobre las bases de una auténtica democracia. Merced
a la cordura y al equilibrado talento político de aquel gran señor del
patriotismo, escapamos a la anarquía devoradora que obligada secuela suele

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ser de los prolongados gobiernos dictatoriales, como ocurrió en la Argentina


después de Caseros, y salvada la distancia que media entre uno y otro género
de dictador, esto es, entre Rosas y Gaspar de Francia.

En lo interior, y tras un efímero período de cuarteladas y


pronunciamientos que terminaron con el motín restaurador del sargento Duré
– consecuencias inevitables del desconcierto provocado por la desaparición del
Supremo – volvió la autoridad al poder civil y en sosegados afanes se dictó la
Carta Administrativa de 1844, nueva Constitución de la República, acatada por
el elemento militar, que desde ese instante se reintegró a su misión
institucional, para no volver ya a salir de ella hasta después del 70. En lo
externo, se había logrado el reconocimiento de nuestra independencia por
todos los países civilizados, firmándose con varios de ellos sendos tratados de
navegación, amistad y comercio; en pie quedaban, verdad es, ciertos y muy
escabrosos litigios de límites con los vecinos, y en particular con el Brasil, pero
la estructura política de la República, en pleno y venturoso proceso de
consolidación, con sus instituciones afianzadas y una nueva generación de
jóvenes ilustrados surgiendo en la vida pública, daba razones para pensar que
el futuro traería días de paz y de creciente florecimiento, en tanto el sucesor
del sabio presidente supiera mantener su acción gubernativa dentro de una
discreta y previsora sagacidad.

Era el Paraguay de entonces poco menos que una posesión feudal de la


familia López, pero en ella los siervos vivían una existencia acomodada y libre
de zozobras económicas y políticas, dichosos con moderación y libres sin
desenfrenos. El pueblo trabajaba y deletreaba su primer abecedario sin
cortapisas a los fundamentos esenciales de su libre albedrío, sujeto a una
autoridad férrea en su estructura, pero benévola y humana en su acción,
absolutista y personal por sistema, pero ecuánime y serena en sus relaciones
con el gobernado. No estaba aquel peculiar feudalismo deprimido por el
concepto de esclavitud que dominó al de la Edad Media, sino por una disciplina
rígida y un orden a toda prueba, como conviene gobernar a un pueblo que
pasando va por las fases iniciales de su formación ciudadana. La libertad de

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expresión, sin ser absoluta, era lo bastante elástica como para que una
ilustración todavía incipiente y en su edad paleolítica, encontrara los cauces de
su desarrollo en los primeros pasos del pensamiento propio. No era perfecto el
mecanismo del sufragio popular ni aderezada estaba con sus mejores galas la
libertad individual, pero adecuados eran ambos a aquel ambiente de media luz,
que anunciaba ya una aurora próxima, bañando cual agua de mayo las almas
ensombrecidas por la cerrazón de una larga dictadura. Mérito el más grande de
don Carlos Antonio fue precisamente lograr que pasáramos de las tinieblas del
despotismo a los primeros fulgores de un día naciente, sin que los rayos de un
sol apenas asomado sobre el horizonte cegara nuestra visión primera para
sumirnos en desvaríos libertarios, atrofiada como estaba la retina de nuestra
sensibilidad ciudadana por la negra y lúgubre noche de una inmensa soledad
espiritual.

***

En uso de facultad conferida por el artículo 5º de la ley del 3 de


noviembre de 1856 – concordante con la prescripción constitucional para los
casos de acefalía, previstos por la Carta de 1844 – Don Carlos Antonio tenía
designado en pliego secreto a su hijo mayor para que le sucediera
provisionalmente en el poder con el cargo de vicepresidente de la República,
hasta tanto el Soberano Congreso eligiera con efectividad al nuevo Mandatario.

Reunido el Congreso, éste designó el 16 de octubre de 1862, presidente


de la República del Paraguay por el período legal de diez años, al general
Francisco Solano López, legalizando y revalidando de esa suerte la voluntad del
extinto Jefe del Estado. Sobre las cinco de la tarde de aquel día, se presentó el
mandatario electo en el Congreso para prestar el juramento de práctica y
recibirse del poder supremo de la nación. Al escucharse en la sala el metálico y
marcial repiqueteo de sus espuelas, enmudeció la concurrencia, para estallar
muy luego en cerrada ovación. Terminada la solemne ceremonia del
juramento, el nuevo presidente agradeció su designación con un breve
discurso, expresando entre otras cosas: “En el ejército, de cuyas filas he sido
encumbrado a tan elevado puesto, miro el ejemplo práctico de la subordinación

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y fiel observancia de las leyes y el sostén de nuestros sagrados derechos”.


Todo un programa de gobierno en contadas palabras: subordinación para los
de adentro y para los de afuera, respeto.

En las últimas horas de aquel día, Solano López, seguido de brillante


escolta de caballería, se dirigió a la casa de la señora Lynch, quien le esperaba
de pie y en el centro de su elegante sala, erguida como una reina bajo los
rayos verticales de una araña de treinta luces, radiante la irlandesa de
hermosura, gracia y distinción. Avanza el general hasta hallarse a unos pasos
de su amada y luego de juntar los talones con militar estrépito y de inclinarse
en airosa reverencia, le dice, en francés, parodiando la conocida frase de
Bonaparte ante la Convención:

“MADAME, DEPUIS CE SOIR, LE PARAGUAY C’EST MOI!”

Algunas voces se habían alzado en el seno de la asamblea legislativa


objetando la elección de Solano López, y entre ellas la del diputado Varela,
quien fundó su objeción en el acta de la independencia nacional, cuyo artículo
2º establecía que la República no sería “nunca jamás patrimonio de una
persona o de una familia”. Acaso fue sincero el valiente congresal al hacer
pública manifestación de sus escrúpulos ciudadanos, pero la verdad es que
éstos carecían de fundamento legal – aparte aquéllos de orden moral – dado
que el Congreso era, en principio, juez único para confirmar o rechazar la
denominación hecha en el testamento político de don Carlos Antonio. No cabe
esperar que una cierta dosis de coacción moral – y aún material, apurando un
poco – haya estado totalmente ausente de las deliberaciones de aquel
Congreso. Le faltaba todavía al país la suficiente educación cívica y la
necesaria libertad política para que sus representantes deliberaran con la
independencia de criterio de los diputados al Parlamento de Westminster.
Nuestra evolución institucional estaba en su edad de piedra y largo era el
camino que aun faltaba recorrer – y largo todavía el que hoy falta – para
entrar en la tierra de promisión. Y Francisco Solano López tenía sobradas
razones para considerarse como el sucesor obligado de su padre en el poder,

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puesto que la fisonomía marcadamente feudal de aquel régimen no era


propicio a la designación de una persona extraña a la familia López para el
cargo supremo.

Afirman algunos – sin fundamento histórico, desde luego – que Benigno


López era el preferido de su padre para sucederle en el gobierno y que el
futuro mariscal arrancó al anciano presidente “in artículo mortis” su
designación; tampoco faltan quienes sostienen – también a título precario de
conjeturas nunca probadas – que Francisco Solano sustrajo el auténtico
documento, apenas muerto su padre, para adulterarlo en provecho propio,
exigiendo a viva fuerza su entrega al presidente de la Suprema Corte don
Pedro Lezcano. Todo esto pudo o no haber sido, pero la historia y el simple
examen de ciertas circunstancias anteriores obligan a relegarlas a la jerarquía
de simples presunciones, mientras no se llegue a probar la autenticidad de las
mismas.

En efecto; don Carlos Antonio dio siempre a su primogénito participación


activa y prominente en los negocios de Estado, en forma a hacer sospechar
que venía pensando en él como eventual sucesor suyo en la presidencia de la
República. Benigno pudo haber sido el predilecto en los afectos familiares de su
padre, por su carácter tranquilo y su natural cariñoso, pero jamás había
actuado en la vida pública – como no fuera formando parte del séquito de su
hermano mayor – ni existen indicios de que haya sentido nunca inclinación por
la política militante. Era el “civilista” de la familia, entre sus hermanos de
educación y mentalidad cuartelera. Francisco Solano, en cambio, conocía al
detalle la administración pública, mandaba en jefe el ejército nacional desde
1845 y al corriente estaba de las cuestiones internacionales relacionadas con el
país y con su política exterior, por haber actuado en ella y en más de una
memorable ocasión; su actuación en 1845 y 1859 le había conquistado
renombre y prestancia en el exterior. Conocía – o creía conocer – a los
hombres más destacados del Plata. No ignoraba los problemas internos y
externos de las naciones vecinas. Mantenía activa y amistosa correspondencia
con el general Urquiza. Era lector asiduo de periódicos extranjeros, escribía

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cartas a sus amigos en el exterior y las recibía de sus agentes y


representantes. Había viajado y visto bastante, así en el viejo mundo como en
el nuevo, asimilando con relativo provecho conocimientos e impresiones.
Escribe de él un argentino que lo conoció en aquella época: “Toda su persona
ofrece un aspecto distinguido. En el trato, es muy amable. Su residencia es la
de un hombre que ha viajado mucho y que gusta de la buena vida”. Es difícil
pensar que pueda haber habido alguien más indicado y con mejores títulos que
él para asumir en aquellos instantes la dirección suprema del país. De todas
maneras, y desde que el Congreso había legalizado su designación, el origen
de su mandato presidencial se tornaba, institucional y jurídicamente,
inobjetable.

La cultura autodidacta del general Solano López – sin ser ella demasiado
sólida ni muy granada – estaba al nivel que era dado esperar en el ambiente
de su patria, sumida durante tres siglos en el analfabetismo del coloniaje
español al que siguieron los veintiséis años de encierro y aislamiento de la
dictadura. Sin universidades ni colegios, sin imprentas ni libros – salvo
aquellos que de contrabando se introducían entre los ornamentos destinados al
culto – las puertas de la ilustración estuvieron cerradas para aquellos criollos
que sentían ansias de matizar el blanco pan de cada día con el alimento
espiritual de buenas y provechosas letras. Esto en tiempos de la dominación
española, que ya bajo la férula del dictador Francia, ni el mentado contrabando
fue posible, porque desorganizada la iglesia nacional y desbaratado el clero, no
hubo ocasión ni necesidad de seguir introduciendo en el país objetos para la
sagrada liturgia. Sólo con el advenimiento de Carlos Antonio López al poder
entraron las letras en el Paraguay.

De temperamento fuerte y encendido orgullo personal, de voluntad


indomable y exagerado amor propio, Solano López estaba, en más de un
concepto, mejor dotado que su padre para las tareas de gobierno. Prudencia y
serenidad no le faltaban; no era tan impulsivo y alocado en sus decisiones
como se ha dado en decir, aunque sí más propenso que don Carlos Antonio a
dejarse llevar por halagos aduladores y decorativas vanidades, porque la

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modestia no es flor que se da en un clima de adulación. Su criterio y juicio al


juzgar a los hombres estaban expuestos a las influencias del momento y no
siempre sabía medir a sus semejantes con el cartabón de una justa y
equilibrada realidad. Conocía íntimamente la psicología de su pueblo, mas no
así la de los extraños. Su discreción se consumía, a veces, en el fuego de su
interior volcánico. Bruscas sacudidas turbaban su carácter. Se rendía sin
resistencia a los halagos y reaccionaba con furor, no siempre medido, al menor
obstáculo que a sus deseos se oponía. Sólo su voluntad no se doblegaba jamás
y por ese costado de su armadura supo resistir a todos los embates de la
fortuna adversa. De mentalidad simple, cuartelesca, arrebatada y sensible,
mandaba más en él su corazón que la cabeza y los impulsos se sobreponían al
razonamiento. Bueno para conducir un cuerpo de tropas, pero no tanto para
dirigir un Estado. Su acción va regulada por el ardor de la sangre antes que
por el cálculo frío y desapasionado. Egoísta por excelencia es, si por egoísmo
ha de entenderse, no precisamente la exaltación grosera del yo presuntuoso
por sobre la ajena personalidad y con absoluto desprecio de todo extraño
derecho, sino la soberbia espiritual irreducible de quien, ni siquiera en los
arcanos de su alma, musita jamás el “yo pecador” de los arrepentidos.

Treinta y seis años cumplidos tenía el nuevo presidente al asumir el


mando. De salud bastante vigorosa – si ha de exceptuarse una mala
dentadura, que siempre le tuvo a mal traer – era el hombre ancho y fuerte de
espaldas con cierta y pronunciada tendencia a la obesidad precoz; sus ojos de
color castaño oscuro miraban lánguidos bajo unos párpados superiores algo
hinchados; negrísimos eran el cabello y la barba y pequeños los pies y las
manos. Mantenía la agilidad de sus músculos mediante la equitación, el baile y
la esgrima, ejercicios que practicaba con perseverante destreza. En punto a los
cuidados de su alma, no era hombre de grandes devociones, como tampoco lo
fue su padre. Asistía con respecto y recogimiento a los oficios religiosos,
cuando su posición a ello le obligaba, pero sin darse a la santurronería de
beatos y fariseos. Su religiosidad, como su patriotismo, y a igual que el resto
de sus compatriotas, no marchaban a pedal. Se ha dicho que pertenecía a una

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logia masónica. Muy posible es que se haya afiliado a alguna en ocasión de su


estada en Europa, siguiendo la moda establecida en aquella época por casi
todos los americanos de algún relieve.

En su correspondencia privada es donde se descubre el verdadero carácter


de un hombre, porque en ella asoma para afuera y con más límpida nitidez el
pensamiento integral y sin recatos de quienes no sospechan que escribiendo
están para la historia y la posteridad, con excepción de los pedantes, que no
ponen letra sin pensar en el juicio y admiración de las generaciones venideras.
En las cartas particulares de Solano López – como luego hemos de comprobar
– domina en todo momento la expresión mesurada, el adjetivo medido, la
palabra precisa, sin martilleos innecesarios, y un estilo que no choca por sus
desplantes ni se retuerce en imprecaciones, aunque aferrado siempre a una
soberbia ingénita y característica. Su estilo público – llamémosle así – es más
tonante y adornado con algo de retórica y artificio. Tiene el hombre conciencia
cuando posa ante el objetivo de la historia y quiere y sabe ser entonces más
teatral. Por el contrario, don Carlos Antonio parece que escribiera siempre con
la punta de una daga: cada frase suya es índice de genio irascible y agrio, cada
adjetivo un fulminante, desnudo, áspero, encalabrinado, se dijera una
estocada que hunde la hoja hasta el puño en el pecho del contrario. Es pródigo
en el empleo de vocablos tajantes como inicuo, canalla, perverso, loco, infame.
Su prosa – como la de Sarmiento – suena a petardos. No hay arrequives ni
harapos de retórica en su estilo. Nadie descubriría a través de su
correspondencia privada al estadista de pulso y medida, al hombre de juicio y
equilibrio. “Verdad es que hay quienes desahogan el ácido corrosivo de sus
malos hígados en epístolas privadas, ahorrando para la literatura solemne y los
documentos públicos las escasas y preciosas reservas de su serenidad
espiritual. Al cabo, esto es lo que importa en los hombres que dedicados viven
al bien de la comunidad.

***

Muy caro le costó al diputado Varela aquel rasgo de entereza cívica al


oponerse a la elección de Solano López; reducido a prisión ese mismo día, ya

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no volvió a recobrar su libertad en el resto de su existencia. Juntamente con él


fueron enjuiciados Benigno López, el presidente de la Suprema Corte, don
Pedro Lezcano, y el presbítero Fidel Maíz, sacerdote el más ilustrado de su
época y hombre de muy corrida historia además. De resultas del proceso,
Benigno fue confinado a su establecimiento de campo, mientras Lezcano y
Maíz eran condenados a cinco años de prisión. Viene esto a probar que la
elección del general López halló cierta resistencia – aun entre los miembros de
su propia familia – resistencia que pudo o no haber materializado en una
conjuración de carácter político, para impedir por la fuerza que el nuevo
presidente asumiera el cargo. Mas desde el instante en que la voluntad de don
Carlos Antonio quedaba refrendada por el Congreso, el mandatario electo
disponía de todos los resortes y recursos de la ley para dar barrido y
escarmiento a sus opositores, y así ocurrió. Quien manda, manda, y muy
pesadas las gastaba Solano López con quien tuviera la osadía de ponérsele por
delante.

El del Padre Maíz constituye un caso especial, pues entre este sacerdote y
su futuro obispo diocesano – amigo y favorecido de López – existía de antiguo
un estado de pasiva beligerancia, cuyas causas no se conocen en puridad,
aunque mucho se sospecha que el primero aspiraba a la mitra, mientras el
segundo no era del todo ajeno a ciertas rivalidades y envidias del oficio, que
también entre los ministros del Señor suele andar suelto el diablo. Lo cierto es
que en aquella ocasión, el nombrado Padre Maíz acusado fue nada menos que
de herejía ante sus superiores, por haberse encontrado en su poder obras de
Rousseau, Voltaire y Víctor Hugo, a más de un retrato de Lutero, cosas que
afirmó el sacerdote tenerlas con la debida licencia. Mas tampoco debieron
faltarle a Solano López razones de orden político para ordenar el
procesamiento y detención del clérigo, a quien se sabía adverso a la persona
del futuro mariscal, cuya designación como presidente comentó en los
siguientes términos, al ser echadas a vuelo las campanas de las iglesias de
Asunción en son de júbilo por tan fausto suceso: “¡Para cuántos esos repiques
van a resultar dobles!”. Palabras de indudable profecía, pero harto indiscretas

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y peligrosas de ser pronunciadas en aquel medio, donde la delación y el


espionaje, en algo amortiguados durante el gobierno de don Carlos Antonio,
habían vuelto a la vida con todo el ímpetu de sus mejores tiempos. El propio
Padre Maíz – en libro publicado en años posteriores a la guerra – confiesa
haber sido, en cierto modo, opositor a la elección presidencial de Solano López
al escribir: “López insistía marcadamente en hacerme el cargo de haberme
opuesto a su elección presidencial; lo que sí hubiese querido yo es que se
sancionara otra Constitución”.

Y más adelante, siempre en el texto del libro ya nombrado, explica el


reverendo su actitud diciendo:

Conocía perfectamente el carácter del general López y el poder ilimitado con que debía
ser investido al ser elegido presidente. Por esta razón, deseé una Constitución que le
privara del poder absoluto y pusiera un freno a la posible arbitrariedad, a fin de que la
Constitución pudiera conferirle, según frase del Deán Funes “la afortunada imposibilidad
de obrar mal”.

Sabía también cómo se le había consentido con autoridad desde los primeros años. El
joven militar, comandante supremo en la flor de su juventud, con la conciencia de su
dignidad y un gran celo por la estabilidad del orden público, apenas podía transar con
cualquier idea que pudiera estar sujeta a interpretación y tampoco toleraría una oposición
contra él mismo y mucho menos contra el sistema establecido de gobierno. Por esta
razón, deseé una Constitución que estableciera la independencia de los tres poderes:
legislativo, ejecutivo y judicial. El cura Palacios, interpretando las ideas a su modo, me
denunció.

A estar por sus palabras, nuestro buen clérigo no se oponía al hombre,


sino al sistema, sistema del cual – a la vuelta de pocos años iba el Padre Maíz
a convertirse en el más fiel de los servidores. No recobró este sacerdote su
libertad ni le volvió el alma al cuerpo hasta después de la batalla de Curupayty
– en 1866 – para pasar a ser uno de los más despiadados fiscales de sangre y
ejecutor sumiso, obsecuente y hasta sacrílegamente servil de la voluntad de

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Solano López, suma y razón del sistema que él afirma haber querido evitar.
Cuatro años de calabozo acabaron con el fervoroso civismo de Maíz, matando
en él toda vocación de mártir y reformador. Y sobre las márgenes del
Tebicuary, remató con cuatro tiros su antiguo mal querer con “el cura
Palacios”, ya consagrado obispo del Paraguay.

CAPITULO 3

EL PRESIDENTE

Se servía en la noche aquella un banquete de 300 cubiertos en el club


Nacional de Asunción, instalado en el edificio que es hoy asiento de los
tribunales y sito en la calle de las Palmas, entre las de 25 de Diciembre y del
Atajo, hoy llamadas Chile y Alberdi, respectivamente. Era aquel club el más
aristocrático de la capital paraguaya y fueron sus socios fundadores Francisco
Solano López, Antonio Nin Reyes, Juan Francisco Decoud, Amado de los Santos
Barbosa (cónsul del Brasil), Benigno López, Vicente Barrios, Carlos Saguier,
Fernando Saguier y otros. “Había un inmenso salón de baile, que ostentaba el
trono de S. E. con su correspondiente dosel, y las gradas que conducían al
gran sillón, adornado con las armas paraguayas”. (Victorica).

Resplandecía de luces la casona de noble y simple arquitectura y en su


interior, diplomáticos, funcionarios del Estado, jefes del ejército y de la
armada, miembros del gobierno y dignatarios de la iglesia aguardaban la
llegada del invitado de honor, excelentísimo señor brigadier general don
Francisco Solano López, recientemente designado presidente de la República
del Paraguay por el Soberano Congreso de la Nación.

Al filo de las diez, se detuvo ante la puerta principal de entrada una

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calesa tirada por brioso tronco de alazanes y de ella descendieron el general


López, su hermano el coronel Venancio López, ministro de Guerra en el nuevo
gabinete, y dos ayudantes, los mayores José María Aguiar y Fulgencio Yegros.
Un escuadrón del regimiento “Acá-carayá”, al mando de Felipe Toledo,
prestaba escolta al presidente.

Vestía Solano López uniforme militar de gala, de factura y modelo


franceses: bicornio de plumas blancas, casaca azul con vivos rojos y
festoneada de galones, pantalón azul muy ceñido con franjas de oro y
enterizos de charol con espolines de plata; cruzaba su pecho, terciada del
hombro derecho al costado izquierdo, la banda de la Orden Nacional del Mérito
y de su costado pendía rico espadín con empuñadura de oro y dragona tejida
con hilos de plata. Descendió del coche y al paso largo y estirado de los
oficiales de caballería, subió las gradas del club y cambiando saludos aquí y
allá, se encaminó al gran salón comedor, donde ceremoniosos criados de librea
verde y oro y con el mentón en el ángulo del reglamento, esperaban tiesos y
erguidos la iniciación de la comida.

Repiqueteo de espuelas, murmullo de voces, roces de satín anunciaron


que los invitados ocupaban sus asientos a lo largo de la extensa mesa,
adornada con candelabros de ocho luces y flores de la estación. El general,
satisfecho y sonriente, conversa animadamente con sus vecinos de mesa.
Exquisito es el menú, de afamada y rancia bodega los vinos – Jerez, Chateau
Lafitte, Chablis, champaña y fine Napoleón – espléndida la vajilla, suave y
armoniosa la música, chispeante y jaranera la conversación. Bajo las arañas
con cuentas de cristal despide chispas de luz la profusión de alamares, cruces,
espadines, raso, nácar, brillantes y oro.

Entre los comensales están el vicepresidente Domingo Francisco Sánchez,


anciano enjuto de rostro rasurado y fino, pero erguido como una lanza para los
setenta años que carga a cuestas; Wenceslao Robles, único general en el
escalafón, fuera de Solano López, y uno de los pocos militares que por aquellos
tiempos no gastaba barba; Francisco Isidoro Resquín, moreno retaco y
adiposo; José Díaz, con talle de avispa, exagerado de pecho y con su pera de

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corte Segundo Imperio; Antonio de la Cruz Estigarribia, de tez pálida y


estampa insípida, aunque fino y guapo por sus rasgos fisonómicos; José María
Bruguez, primer artillero de nuestro ejército, mofletudo y cuya pobladísima
barba le cubre el pecho hasta el segundo botón de la guerrera; Vicente
Barrios, esposo de Inocencia López, hermana del presidente, alto, fornido y de
progresiva calva; Pedro Ignacio Meza, comodoro de la armada, algo cargado
de carnes y muy ancho de hombros, llevando como con desgano y negligencia
su uniforme de marino; José Berges, rechoncho, de cara ovalada y el peinado
pegado al cráneo, de pausado hablar y serena dignidad; Francisco Wisner de
Morgersten, espigado y flaco, galante y obsequioso, tipo perfecto del oficial
húngaro; Jorge Thompson, inglés con cabeza de león africano; Charles Ames
Washburn, ministro de los Estados Unidos y parlanchín indiscreto,
escudriñando con sus ojillos de roedor la menor brecha para colar por ella una
intriguilla diplomática; monsieur Laurent Cochelet, cónsul de Francia y
provinciano remilgado, cuya esposa encabezaba en Asunción la ofensiva de las
damas copetudas contra la Lynch.

A los postres, el ministro residente de la República del norte pronunció el


siguiente brindis: “Yo brindo por la salud del ilustre presidente del Paraguay;
porque su marcha sea tan honrosa para sí mismo y tan ventajosa para su
patria como lo fue la de su distinguido predecesor y padre”. No ha recogido la
historia la respuesta del general presidente a brindis tan auspicioso.

Al mismo tiempo que en el exclusivo y suntuoso club Nacional se festejaba


al Primer Mandatario, en calles y plazas de la Capital, el pueblo se daba a
regocijos y fiestas propios de su carácter y tradición. Bailes populares, fuegos
de artificio, “Kamba-ra’angá” y “toro candil” alternaban con bureos y jaranas
de jerarquía pueblerina, mientras la plebe – formada por “kyguá-verá” y
“raidos poty” – se daba a las danzas nacionales y típicas de la tierra, todo en
medio de copiosas libaciones y un continuo devorar de manjares plebeyos,
mas no por eso menos apetecibles y suculentos.

***

El primer gabinete del nuevo presidente constituido fue de la siguiente

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manera: Domingo Francisco Sánchez en Gobierno – sin perjuicio de sus


funciones de vicepresidente – José Berges en Relaciones Exteriores, Mariano
González en Hacienda y el coronel Venancio López en Guerra y Marina. El
corresponsal en Asunción del periódico porteño “La Reforma Pacífica”
comentaba así la constitución del gabinete: “Para apreciar el acierto de estos
nombramientos, que muestra de una manera tan clara el tino del presidente
de la República, es necesario conocer individualmente a los nombrados, pero
bástele a usted saber que todos son sujetos notables y generalmente
estimados”.

Consecuente con la fórmula de rigor en tales ocasiones, el presidente


López, al asumir el mando, dirigió cartas autógrafas a los Jefes de Estado de
aquellos países, que con el Paraguay mantenían relaciones amistosas, los
cuales contestaron acusando recibo. Vale la pena reproducir la carta
contestación del emperador de los franceses, pues ella algo se sale de la
estirada forma protocolaria, revelando de ese modo la estimación particular de
Luis Napoleón por la persona del nuevo presidente.

Decía así la carta del hijo de la reina Hortensia:

“General: He sido muy sensible a la carta particular que me habéis escrito y al afectuoso
recuerdo que guardáis de vuestra residencia en mi Corte Imperial. Creedlo, os lo aseguro,
que ese recuerdo no se borrará tampoco de mi memoria. He tenido ocasión de apreciar
las nobles cualidades que os distinguen y es, pues con conocimiento de causa que felicito
a vuestro país, por la elección que ha hecho de vuestra persona para velar sobre sus
destinos.

Me complacía seguir con mirada de amistoso interés los progresos sensibles que ha
hecho el Paraguay bajo la tutela de vuestro ilustre padre, de lamentada memoria, no
dudando que bajo vuestra sabia y patriótica dirección, continuará marchando rápidamente
por la vía de la civilización.

Es haciendo cordiales votos por vuestra felicidad personal y la gloria de vuestra


presidencia, que me complazco en ofreceros la seguridad de mi estima y de una perfecta
amistad. Dentro de esta, ruego a Dios os tenga en su santa y noble guarda.

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Dado en el Palacio de las Tullerías, el 1º de enero de 1863.

Vuestro buen amigo

NAPOLEÓN”

***

Entra el general López a gobernar su país en medio de una paz y de una


prosperidad internas, como no había conocido el Paraguay en los años que
llevaba de existencia. El sabio gobierno de su ilustre padre – patriarca
fidedigno de la nacionalidad – había dado vigoroso impulso al progreso en
todos los órdenes: industrias, instrucción pública, ganadería, agricultura,
defensa nacional, comercio, navegación; todo había sido previsto y todo
marchaba como sobre rieles, de acuerdo con un programa a la vez simple y
magno. De la cerrada noche de una prolongada dictadura iba pasando el país
entero a la aurora cierta de un resurgimiento total y buen camino llevaba para
el logro eventual de sus libertades cívicas.

La defensa nacional, iniciada con moderación en tiempos de don Carlos


Antonio, constituyó la preocupación predilecta del presidente Solano López así
que asumió el supremo gobierno de la nación, porque a la paz y a la
tranquilidad reinantes en el pequeño país mediterráneo, que vive su existencia
casi mística en el retiro del trabajo y de la disciplina, no corresponde por
desventura el estado de anarquía disolvente que destroza, desangra y divide a
sus vecinos. El Paraguay se arma con un ejército de ciudadanos, mas ¿contra
quién? ¿Acaso contra la Argentina, devorada por alzamientos y revoluciones,
inerme en brazos del desbarajuste político y sin haber alcanzado aún su unidad
nacional? El Paraguay no puede alentar contra ella propósitos de absorción y
conquista, pues no ha corrido todavía un lustro desde que el general López, en
su carácter de mediador, ha ido a poner paz en el seno de la familia argentina.
Contra el Brasil tampoco, pues delirio y locura fuera pensar en lanzarse sobre
un imperio de diez millones de habitantes y recursos incalculables. El Paraguay
se arma para defenderse y es contra el Imperio de Don Pedro que van dirigidas
sus medidas de previsión, porque el Brasil – con cientos de miles de kilómetros
cuadrados aún no hollados por la planta del hombre – cuestión viene haciendo

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de cierto litigio de límites con la República del sur, como_ si la posesión o


pérdida de una faja de territorio sobre el arroyo Estrella fuera cuestión de vida
o muerte para su existencia.

El general López, que desea paz y unión para la familia argentina, porque
las sabe necesarias para la suya propia, escribe al doctor Pujol, el 20 de Julio
de 1861, esto es, antes de asumir el poder supremo, lo siguiente:

“Yo siento profundamente observar que la Confederación Argentina se halla todavía en la


necesidad de envolverse en una lucha fratricida para afianzar la paz y el orden interior y
hago votos porque los pueblos argentinos hallen un medio de dirimir sus diferencias sin
efusión de sangre.”

Quien se apresta a absorber y conquistar no procura la unidad del futuro


adversario, sino su desintegración y ruina. Revalida esta afirmación el
historiador argentino Julio Victorica, al escribir:

“Esa política trascendental que se atribuye al Paraguay de aquella época suponiéndole


ambiciones de predominio y conquista en el Río de la Plata, es también fantasía sin
ningún fundamento.”

Pero el Imperio empieza a tejer su trama y en el Uruguay anda suelto el


diablo. Muy revuelta está la política interna por aquellas tierras y las tropas del
Brasil asechan en las fronteras del Uruguay para invadir el pequeño país, con
el pretexto de defender los intereses de sus súbditos. López no tiene que haber
visto con buenos ojos este principio de expansión imperialista hacia el Plata y
algo habrá dicho de sus recelos al ministro de los Estados Unidos, el seráfico
Mr. Washburn, pues éste con fecha 2 de noviembre de 1862, escribe al
Secretario de Estado, Seward:

“Le aseguré (al presidente López) que si deseaba propinar una paliza al Brasil o a otro

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cualquiera de sus vecinos, los yanquis le facilitarían los medios para hacerlo con la mayor
celeridad, en condiciones más razonables y con mayor eficacia que el que pudiera ofrecer
cualquier otro pueblo o nación.”

Por esa fecha expiraba el plazo de seis años, término por el cual se había
diferido el arreglo definitivo de la cuestión de límites entre Paraguay y Brasil,
conforme el protocolo subscripto en Río de Janeiro el 7 de abril de 1856 entre
don José Berges y José María da Silva Paranhos.

Pero es en Uruguay de donde ha de saltar la chispa que hará estallar el


polvorín. El caudillo colorado Venancio Flores – con la benevolencia del
gobierno argentino, presidido por Bartolomé Mitre y el apoyo más que moral
del Brasil – se alza en armas contra el gobierno del presidente Berro y pasa de
territorio argentino al de su patria el 10 de abril de 1863 con el objeto de
iniciar una revolución, luego de pertrecharse de armas y municiones. Informa
el Encargado de Negocios británico a su gobierno sobre el particular:

“La partida del general Flores tuvo lugar durante la ausencia del presidente general Mitre,
del vicepresidente, del ministro del Interior y del de Relaciones Exteriores. La ausencia del
presidente y del vicepresidente ha sido motivo de interpelación en el Congreso como una
violación de la Constitución. Cabe muy bien preguntarse ahora: ¿por qué todos estos
funcionarios del gobierno estuvieron ausentes, en el momento preciso en que el general
Flores salía de Buenos Aires para llevar a efecto su plan de invasión de la Banda
Oriental?... La prensa de Buenos Aires defendió calurosamente la causa del general
Flores, incluso La Nación Argentina, siempre considerada como órgano del gobierno.”

El siguiente cambio de cartas de mucho sirve para confirmar las


sospechas del diplomático inglés. Escribe Flores a Mitre:

“Costa del Paraná, octubre 20 de 1861. Convencido de que el triunfo de Pavón va a


asegurar la paz futura de Buenos Aires y su engrandecimiento, como también la de toda
la República Argentina, me tomo la libertad de hacerle un recuerdo, cual es el que no

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olvide a los orientales que, proscriptos de la patria, desean volver a ella, dándonos
participación en los destinos públicos; pertenezco a un gran círculo de mis amigos
políticos para los que tengo que llenar deberes muy sagrados.”

A esta mal disfrazada solicitud para que el gobierno argentino preste su


apoyo a una revolución del general Flores, contesta Mitre desde Rosario y con
fecha octubre 24 del citado año:

“Nada más natural que usted, en representación de los orientales que nos han ayudado a
alcanzar ese triunfo, me recuerde en esta ocasión que no olvide a los proscriptos... Usted
sabe, general, que mi corazón pertenece a usted y a sus compatriotas, como amigo,
como antiguo compañero de armas y como correligionario político.”

Pero el presidente López rehúsa todavía meterse en pleitos ajenos. Con


fecha 6 de abril de 1863 escribía a Mitre:

“Aprecio y agradezco la solicitud que V. E. manifiesta hacia mi país, deseando el arreglo


de la única cuestión que media entre nosotros para coadyuvarse recíprocamente en las
cuestiones que puedan tocar a sus intereses políticos y patrióticos. Esta idea corresponde
a la convicción que tengo de la política que los Estados hispano-americanos del Plata
deben seguir en sus relaciones internacionales con otras potencias, en bien de la dignidad
y prosperidad de todos.”

Y el 20 de diciembre del mismo año, conocida ya el comienzo de la


aventura de Venancio Flores, el presidente paraguayo vuelve a escribir a su
colega argentino:

“Los principios de estricta neutralidad y de no ingerencia, aun oculta, que todos los
gobiernos del Paraguay han observado desde su independencia en las cuestiones
internas y externas de sus vecinos, forman también las bases del actual gobierno, que no

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hallo todavía motivos suficientes para abandonar esa política tradicional. No pretendo por
eso asentar que este principio sea tan absoluto que los sucesos puedan limitarlos cuando
la propia seguridad obligue indeclinablemente a manifestar interés por esos mismos
sucesos, si ellos pueden comprometerla. Eso que es un derecho inherente para todos los
gobiernos, milita con mayor razón para el gobierno del Paraguay por su posición
geográfica y otros poderosos motivos que son inútiles mencionar a V. E. que los conoce.”

Serena advertencia del mandatario paraguayo a su colega argentino


constituye esta nota, que al ratificar su propósito de no ingerencia en la
política ajena, no descarta en absoluto esa posibilidad cuando los intereses de
la patria lo exijan. A aquella carta contesta Mitre en los siguientes términos:

“Estoy muy distante de negar a la República y al gobierno del Paraguay el derecho que
pueda tener en casos dados a intervenir en los sucesos que puedan desenvolverse en el
Río de la Plata. V. E. se encuentra bajo muchos aspectos en circunstancias más
favorables que las nuestras, a la cabeza de un pueblo tranquilo y laborioso, que se va
engrandeciendo por la paz y que llama en ese sentido la atención del mundo; con medios
poderosos de gobierno que saca de esa misma situación pacífica; respetado y estimado
por todos los vecinos que cultivan con él relaciones proficuas de comercio; su política está
trazada de antemano y su tarea es tal vez más fácil que la nuestra en estas regiones
tempestuosas.”

Pero los uruguayos a toda costa quieren meternos en sus problemas y


para eso mandan a Asunción agentes confidenciales cuya especial misión es
halagar la vanidad del presidente López agitando el sonajero del “equilibrio del
Plata”, para cuya restauración y sostenimiento no existe otro artífice, dicen,
que el presidente paraguayo. No paran mientes en que el Paraguay no está
todavía armado como para afrontar las posibles derivaciones de una política
exterior de audacia, aun cuando ello redundara en nuestro propio interés.
Acosado por el Brasil, tambaleante ante la revolución de Flores y sospechando
en todo ello la complicidad del presidente Mitre, el gobierno uruguayo no se

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resigna a perecer solo. Quiere de buena o mala fe, el auxilio moral y material
del Paraguay.

Escribe Federico del Pino, secretario de la misión uruguaya en Asunción, a


Juan J. Herrera, ministro de Relaciones Exteriores de la Banda Oriental, con
fecha 21 de enero de 1864:

“Ustedes deben sacar todo el partido posible de la manera cómo se presenta el Paraguay.
Mitre no puede llevarles ni les llevará la guerra. Toca y corresponde al gobierno oriental
mantenerse firme, mostrándose enérgico en todas las cuestiones presentes y que en
adelante se susciten con el gobierno argentino. Deben obtener ventajas... El mismo
confidente de otras veces ha estado hoy con el general López. Me ha dicho que lo ha
encontrado animado de los mejores deseos hacia nuestro gobierno, de ayudarlo y
sostenerlo en las circunstancias difíciles por que atraviesa; que hará en su favor cuánto
de él dependa; que la resolución de pelearse con Mitre no puede ser más decisiva... El
gobierno argentino ha contestado a la nota paraguaya relativa a la fortificación de Martín
García y reunión de fuerzas en el litoral. Lo ha hecho, como usted verá por la nota que se
le envía, de la manera más cumplida para estos señores, declarando que esos
armamentos sólo tienen por objeto precaverse con tiempo contra cualquier ataque del
gobierno oriental... Esa misma nota ha dado lugar ya a que se lamenten que Mitre, en la
contestación que esperan el 24, se pronuncie de un modo suave y amistoso y les prive de
ir adelante con la prontitud que querían y quieren.”

El general López sigue vacilando, porque no está, sin duda, del todo
convencido de que peligra el “equilibrio del Plata” y acaso sospecha que al
gobierno del Uruguay, más que el mentado equilibrio, le interesa su
permanencia en el poder y su ánimo de enemistar a Mitre con el gobernante
paraguayo, a fin de poner término a la ayuda que Flores recibe de las
autoridades argentinas y desviar al mismo tiempo la atención del Imperio
hacia cuestiones de mayor gravedad internacional. El incidente del barco
mercante paraguayo “Paraguarí”, detenido y sometido a registro en aguas
uruguayas por gente del gobierno del citado país, da lugar a esta pintoresca
nota del ya referido del Pino a su ministro de Relaciones, en fecha 5 de abril de

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1864:

“El Paraguay se considera ultrajado – así lo manifiesta su gobierno por medio de su


prensa – con la medida adoptada con respecto a sus vapores, y su gobierno no pide
reparaciones, permanece mudo, impasible, ante este atentado. ¡Vaya una manera de
defender la dignidad de su pueblo! No se concibe tal proceder. Si se ha ultrajado, se
reclama; si no se reclama, es porque no se ha ofendido. Así, al menos, piensan y obran
los gobiernos serios y dignos.”

Mientras tanto, Juan J. Herrera dirige la siguiente nota al ministro


residente del Brasil en Montevideo, Juan Alves Loudeiro:

“Las autoridades de Buenos Aires han conocido oportunamente la reunión de Quilmes a


que me refiero, han presenciado sin una palabra de reprobación la inaudita proclama del
individuo Asereto, que públicamente ha anunciado la existencia y los fines de la misma
reunión. Si la agresión se verifica, la connivencia será notoria, como ya lo es desde el
principio de estos sucesos para el gobierno Oriental, y V. E. comprenderá fácilmente que
al gobierno oriental no le es dignamente posible esperar más tiempo para buscar y
concertar medios, en donde quiera que los encuentre, de resistencia y ataque contra los
decididos enemigos.”

EN DONDE QUIERA QUE LOS ENCUENTRE. Mas ¿dónde? Pues en el


Paraguay, en el Paraguay tranquilo, pacífico y lejano, que nada tiene que ver
de momento en tales enjuagues.

El gobierno del Uruguay avanza un paso más. No pide ya a López – cuyo


gobierno no considera serio ni digno – una ayuda moral o una intervención
mediadora, sino una acción de armas, un despliegue inmediato de fuerzas, una
invasión en forma, como si cualquiera de estas medidas no fuera susceptible
de arrimar la mecha al estallido de un conflicto pavoroso. Escribe su ministro
de Relaciones Exteriores a Vázquez Sagastume, agente oriental en Asunción,
con fecha 1º de mayo de 1864, enumerando las exigencias perentorias del

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gobierno de la Banda Oriental:

“. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

2) envío a las aguas del Uruguay y a las del Plata de algunos buques de guerra que
corresponda al aparato bélico brasilero en aguas orientales;

3) una fuerza de un par de miles de hombres de infantería y caballería que


desembarcarían en el litoral oriental del Uruguay a fin de que con ellos se guarnecieran
los pueblos de la costa, por motivo de tener el gobierno oriental que disponer de las
guarniciones nacionales que han de contribuir a la formación del ejército de observación
sobre la frontera del Brasil, cuya misión será oponerse a todo evento, al que sobre la
misma frontera y en el territorio brasilero, se está organizando por el Imperio.”

No ha invadido todavía Brasil territorio uruguayo, pero ya el gobierno


oriental quiere que el Paraguay envíe “un par de miles de hombres” a relevar
las tropas nacionales. ¿A santo de qué acuerdo, tratado, compromiso o
convención? ¿De cuándo acá las fuerzas militares de un Estado van a
inmiscuirse en los asuntos internos de los países vecinos sin violar las normas
más elementales de moral política? Por otro lado, de parte del Brasil no se ha
producido aún ningún acto inamistoso para con el Paraguay y el general Mitre
continúa su política de mero observador, no obstante su apoyo a los
revolucionarios de Flores. De este apoyo parece dar fe el propio Paranhos al
declarar, años después, ante el Senado del Brasil:

“O governo argentino, nos tinha prestado bons officios de amigo; a sua neutralidade para
com o governo de Montevideo nunca foi perfecta... No primeiro ataque de Paysandú
faltarao-nos algumas muniçoes, e nos as fomos achar nos parques de Buenos Aires”.
(José María da Silva Paranhos en “A convençao do 20 de Fevereiro”).”

Y el historiador argentino Ernesto Quesada afirma sobre el particular:

“Como hecho histórico, queda fuera de toda cuestión que la política argentina y brasilera

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de fomentar la invasión de Flores y cooperar a su triunfo, fueron las causas reales de la


guerra del Paraguay”.

Nuevamente vuelve Herrera a la carga, escribiendo a Sagastume con


fecha mayo 14 del referido año:

“¿El Paraguay hará algo? Si López se deja estar sin hacer siquiera aparato – aparato que
no le cuesta nada y le da posición ante el Brasil y el Plata – yo opino que no sabe ser
inteligentemente ambicioso, y que no procura medios de adquirir para él y para su país
preponderancia e influencia política en estas regiones.”

En tanto, el Brasil – por intermedio de Saraiva, su representante en


Montevideo – presentaba el 18 de mayo una enérgica reclamación al gobierno
de don Anastasio Aguirre – sucesor de Berro – exigiendo explicaciones
satisfactorias y reparaciones amplias por los daños y perjuicios, que
aseguraba, habían sufrido los súbditos brasileños en territorio oriental.

El presidente Solano López mantiene, entre tanto, activa correspondencia


con Félix Egusquiza, que sigue siendo agente del gobierno paraguayo en
Buenos Aires. La situación cada vez más complicada del Estado Oriental
preocupa y agobia al mandatario paraguayo, pero en ninguna de sus cartas se
observa todavía la intención de intervenir activamente en los sucesos del Río
de la Plata ni aparece en ellas el tono agresivo que presagiar pudiera una
futura acción por las armas. Por el contrario, Solano López pone en evidencia
sus íntimos deseos de que la paz vuelva al seno del pequeño país y que el
embrollo se encauce pronto por las vías de una solución satisfactoria y digna
para todos. La anarquía en casa del vecino le entristece, irrita y preocupa, que
no es precisamente el estado de ánimo que se ajusta a las intenciones de un
futuro conquistador.

Con fecha enero de 1864, escribe a Egusquiza:

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“El “Igurey” ha traído el desenlace de la misión Mármol cerca del gobierno Oriental; las
exigencias presentadas como de preliminar aceptación para toda discusión de arreglo han
hecho fracasar aquella misión, a que desde un principio se habían atribuido instrucciones
poco conciliatorias. Veremos si los señores Thornton y Lamas son ahora más felices en
sus nuevas tentativas, y ojalá que así sea. Hará Ud. bien en visitar al señor Thornton y
cultivar su relación: él se ha manifestado últimamente y en varias ocasiones muy buen
amigo del Paraguay, haciéndome honra; por todo lo que deseo le haga Ud. un
cumplimiento en mi nombre.”

El 21 del expresado mes vuelve a escribir:

“Ud. aprecia en su verdadero mérito la interrupción de relaciones entre los Gobiernos


Argentino y Oriental. El Dr. Torres, me dice a última hora, se le había comunicado como
indudable la noticia de que aquella desinteligencia quedaba definitivamente arreglada por
Mr. Thornton. Yo deseo que así sea, aunque las bases preliminares ofrecidas por el
Gobierno Oriental me han parecido de no fácil admisión por el Gobierno Argentino.”

Con fecha 20 de febrero, dice Solano López a Egusquiza: “la situación del
Estado Oriental es ciertamente cada vez más lamentable y de un desenlace
menos fácil de prever”. Y el 6 de marzo: “Contrista el espíritu la situación
política del Estado Oriental, por todas las fases que se le mire”. En carta
fechada el 6 de abril afirma que “no hay conveniencia en desenvainar las
armas fuera de tiempo” y recomienda a nuestro agente prepare los materiales
que el doctor Quesada pueda necesitar para emprender la defensa jurídica de
nuestros derechos. Ni asomos siquiera de una actitud guerrera o guerrerista y
ausentes totalmente los indicios de una política envalentonada o de una
postura de intromisión y absorción.

Pero ya en su comunicación del 21 de mayo delata Solano López ciertos


recelos y temores, cuando escribe:

“Estimo las noticias sobre la invasión de las Misiones atribuidas a nuestras fuerzas y es

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útil conocer las diferentes impresiones que tal superchería ha despertado.

El carácter y verdadera misión del Sr. Saraiva en el Río de la Plata es poco pacifica y
según corren las cosas no hemos de tardar en ver la conjunta intervención armada del
Brasil y de la República Argentina en los negocios intestinos de la Oriental.

Se dice que esa misma liga ha de llegar hasta aquí, requiriendo simultáneamente a las
dos nacionalidades la demarcación de sus limites, apoyando las pretensiones por la
fuerza.

¿Hay allí sables, fusiles y carabinas para comprar?”

La intriga política comienza a trabajar, en forma disolvente, el espíritu del


presidente paraguayo, invadida como va siendo su habitual serenidad por el
vértigo de los sucesos.

El gobierno uruguayo, empeñado en vendernos el galgo, sigue martillando


sobre el amor propio del general López, que con atinado juicio, continúa
resistiéndose a una intervención armada, sin justificativo de hecho ni de
derecho. En otra carta al nombrado Vázquez Sagastume, torna a insistir el
ministro Herrera con fecha 29 de mayo de 1864:

“Si la política de López no fuera en ciertos casos tan poco noble, tan de rencilla y de amor
propio personal, el discurso del ministro oriental hubiera sido acto de política previsora y le
daba al Paraguay una posición alta en los negocios que se debaten y se preparan en el
Plata. Pero han preferido bajar hasta el incidente del “Paraguarí” y hacer de él, en estos
momentos, el motivo del discurso!”

De los ruegos pasa el gobierno oriental a las veladas amenazas, como se


advierte en esta nota dirigida por su ministro de Relaciones a Sagastume el 1º
de junio del ya expresado año:

“Que comprendan esos hombres que no está nuestra salvación en el Paraguay y que su
conducta con nosotros puede hacernos obligatorio darle definitivamente la espalda y

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buscar por otros caminos nuestros intereses. Por ahora – ya en contraorden de mi nota de
ante ayer – reserva completa sobre toda comunicación de nuestros negocios con el Brasil
y Buenos Aires. Que no sepan lo que pasa con Saraiva, y que comprendan que nuestro
silencio y cese de confidencias se debe a la manera poco franca y amistosa con que nos
están tratando, y aprovecha toda ocasión para hacer comprender que tu misión no se
prolongará si ellos no adoptan otra conducta. Que vean resentimiento en nuestro misterio,
pero no dolor.”

Si la salvación del gobierno uruguayo no está en el Paraguay ¿por qué


buscar, entonces, con tanto ahínco y empeño, la intervención del presidente
López? ¿O es que los uruguayos obran con desinterés integral al querer que el
Paraguay adquiera una “posición alta en los negocios del Plata”? El desinterés
no suele ser aderezo de la política internacional de un país, y por raro como
aparece en este caso, resulta de sospechoso sabor.

Sigue meditando en silencio el presidente paraguayo su curso de acción,


hasta ahora vacilante e indecisa, porque no ve todavía claro los motivos que
justificarían su intervención armada en los embarullados sucesos del Plata.
Continúa sí exigiendo seguridades con relación al apresamiento del
“Paraguarí”, actitud que merece del ministro Herrera el siguiente comentario,
en su nota del 15 de junio a Sagastume:

“Los pretextos de enmienda para el futuro son verdaderamente bochornosos y deponen a


los pies del vanidoso presidente López un pedazo de nuestra soberanía. Lo que el Estado
Oriental hizo, en ejercicio de derecho soberano indisputable en aguas nacionales y en
relación a un buque de comercio, sin ninguna salvedad, es declarado mal hecho y se nos
quiere hacer prometer no volver jamás a repetirlo.”

Por estos tiempos, comienza a revelarse la intención de Solano López de


intervenir en los asuntos del Plata. Como el agua orada la roca, las
insinuaciones uruguayas han hecho mella en la nunca desmentida vanidad del
general-presidente, cuyo ministro de Relaciones Exteriores, don José Berges,

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Arturo Bray SOLANO LÓPEZ Soldado de la gloria y del Infortunio

escribe con fecha 6 de junio de 1864 a Félix Egusquiza, agente del gobierno
paraguayo en Buenos Aires:

“El campamento de Humaitá ha sido reforzado con 3 mil reclutas y el de Santa Teresa,
Villa de la Encarnación, y las fronteras del Norte, se han hecho también fuertes
reclutamientos; por fin, todo el país se va militarizando y crea usted, que nos pondremos
en estado de hacer oír la voz del gobierno paraguayo en los sucesos que se
desenvuelven en el Río de la Plata, y tal vez lleguemos a quitar el velo a la política
sombría y encapotada del Brasil.”

El 17 de junio del mismo año ofrece Solano López al Imperio su mediación


en el conflicto con el Uruguay “pues no deja de ver con pesar todo cuanto
puede destruir la armonía entre dos países vecinos y amigos”. A este rasgo de
buena voluntad contesta el consejero Saraiva el 24 del citado mes: “nutriendo
las más fundadas esperanzas de obtener amigablemente del gobierno oriental,
me parece, por consiguiente, sin objeto, la mediación del gobierno paraguayo”.

Ese mismo día escribe Solano López a Egusquiza:

“Devuelvo las propuestas de armas que usted ha acompañado. No es de Europa que


quiero proposiciones, pues allí podemos comprar con mayor ventaja; hablaba sólo para el
caso de que allí hubiera algún depósito de buenas armas, en previsión a que los sucesos
puedan precipitarse. Las muestras de fusiles y carabinas que le han ofrecido para el
próximo paquete, podrá tal vez llenar el objeto que va indicado.

Aquí se dice y se nombra a más de un sujeto que siendo hostiles al gobierno, frecuentan
su casa y recibe las consideraciones que sólo se deben a los buenos ciudadanos, y salen
atribuyendo a usted una fría indiferencia en los negocios patrios, traduciendo este
indiferentismo una manera poco honorable a los sentimientos que yo le atribuyo. No basta
servir pasivamente un puesto tan delicado como el que está confiado a su cargo, cuando
hay que tratar con personas poco sanas.

En las papeletas de ciudadanía, cuya expedición usted recomienda al cónsul, debe


ponerse especial cuidado para no hacerlas expedir a personas incompetentes como los

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desertores del Ejército, como ha sucedido.

Como usted ha de saber, el gobierno Oriental ha solicitado la mediación de éste para sus
arreglos con el Brasil y en consecuencia de la aceptación, sigue para Río de Janeiro el
Teniente Corvalán, con pliegos para el Ministerio de Negocios Extranjeros.”

Sorprende un poco que el presidente paraguayo confíe misión tan delicada


a un teniente, aunque no sea éste sino simple correo de gabinete. La situación
imponía, sin duda, el envío de un plenipotenciario, o de persona con mayor
volumen y capacidad. Como Solano López no parece aún enterado de la
negativa brasileña a aceptar la mediación ofrecida, dispone lo siguiente:

“Asunción, junio x ¡ de i86g.

Mi estimado señor Egusquiza:

Sírvase Ud. entregar al Teniente Corvalán la cantidad de diez y ocho onzas de oro por
cuenta de

su affmo.

FRANCISCO SOLANO LÓPEZ”

En extensa carta, dirigida a Egusquiza con fecha 6 de julio, Solano López


se refiere a tópicos de interés general, y al comentar en breves términos el
fracaso de su oferta mediadora en el entredicho producido entre el Brasil y el
Estado Oriental, no deja de prever el giro alarmante que van tomando los
sucesos en el Plata. Dice la misiva:

“Asunción, julio ó de i864.

Señor Don Félix Egusquiza.

De mi estimación:

He recibido sus dos últimas, fechas del 17 por el “Igurey” y 26 por el “Guairá”, quedando
impuesto del contenido de ellas. Como usted anunciaba en la primera, ha llegado el
Encargado de Negocios de Prusia con su familia y dice venir por un periodo de cuatro

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meses. Ha hecho usted bien en ofrecerle localidad a bordo del paquete. Con esta ocasión
recibirá usted por el Ministerio correspondiente la orden de compra y remesa de los fusiles
y carabinas que de muestra ha mandado.

Ciertamente que no era posible prejuzgar un desenvolvimiento tal como el que se ha


desarrollado en el Río de la Plata por la súbita mudanza de la política del gobierno
argentino, y de la misión especial del Brasil en Montevideo; es debido a esa circunstancia
que nuestra mediación ha llegado a destiempo; con todo, con una política más
consecuente y previsora pudo no ser inoficiosa.

Por más que allí se haya reunido el Pueblo para hablar sobre los negocios del Pacífico y
la conducta del almirante Pinzón, en otros motivos debe buscarse la explicación de los
sucesos que se desarrollan en la Banda Oriental, por parte del Brasil y de la República
Argentina. El suceso de la isla de Chinchas no debe considerarse sino como una
circunstancia venida a propósito para el desarrollo ostensible de planes previamente
combinados.

Según las noticias que allí se tenían y las que directamente de Montevideo han llegado, la
paz estaba pactada, bajo condiciones no solamente gravosas, pero también inmorales.

Veremos la suerte de aquel país, que deponiendo las armas, queda en la más
encarnizada lucha. Lo que hay de cierto es que el gobierno debe cuidar mucho con
habilidad y tino para no perder en la paz lo que ha sostenido en la guerra, es decir,
además de lo que perdido tiene por el pacto que ha reconocido en el general Flores un
beligerante con todos los derechos.

Los detalles del arreglo son de tal naturaleza que si el país no hubiera estado tan
entregado a la idea de paz, pudiera haber conmovido el espíritu público, pero parece que
desde el momento en que ha asomado una esperanza de paz, se ha abandonado, no sólo
los preparativos bélicos, sino también la misma idea, lo que ha de hacer muy difícil,
reanudar las operaciones militares, y es forzoso un arreglo con el invasor ya hábil para
tratar frente a frente con el gobierno.

Cuando el Congreso argentino se ocupe de cosas serias, veremos la parte que nos toque.

Se sabe entre tanto, que el señor Trellez se ocupa muy activamente de nuestros limites.
Si usted puede encontrar datos, no se pare en medios.

Muy agradable me es la seguridad de que el sentimiento de gratitud predomina en su


alma, siempre he contado sobre ella como cualidad indispensable a la caballerosidad y el

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honor; desgraciadamente cuando ella no es expresada a las personas que no la tienen,


da lugar a las imputaciones a que he aludido anteriormente, y hay conveniencia y hasta
necesidad de que en la confianza que nunca cesé de acordarle y el puesto que ocupa, se
aleje todo motivo que pudiera arrojar dudas para los que no están en situación de apreciar
esas virtudes y celo patriótico, que deben ser compañeras inseparables.

Como deberá usted saberlo por el Ministerio correspondiente, he dispuesto el envío de


doscientas arrobas de yerba selecta al Ejército de Prusia, en consecuencia de una
recomendación que el Sr. Encargado de Negocios había hecho a aquel Gobierno, en
favor de ese producto nacional, y deseando mandarlo en sobornales, ha sido imposible
embarcarlo esta vez y se hará por el próximo paquete, con ánimos de que se remita por el
paquete de Southampton, en su próximo viaje, pero si tocare dificultades invencibles para
aguardar el arribo del “Paraguarí”, hará usted embarcar de lo que allí tenga, en razón de
que no debe salir ese paquete sin llevarlo, anunciándome la remesa por éste.”

Pero el gobierno uruguayo acucia sin cesar al nuestro y va entrando ya en


un plano que confina con la acción inmediata, dejando a un lado sutilezas y
medias tintas. Con fecha 14 de julio escribe el ministro Herrera a de las
Carreras, su nuevo agente en Asunción:

“En tal situación de extrema gravedad, este gobierno necesita saber definitivamente, a fin
de no exponer intereses nacionales, basando ulterior conducta en suposiciones y
esperanzas, por muy halagadoras que sean, cuál es el género de apoyo que debe
esperar inmediatamente del gobierno del Paraguay y cuál el auxilio que llegado el caso de
obrar, estaría el mismo gobierno resuelto a prestarle... Nuestro deseo sería que,
producido el ataque, el Paraguay operase, ya sin más espera, sobre territorio limítrofe
argentino y brasilero, simultáneamente con el envío de fuerzas al Plata, que pudiesen
operar de acuerdo y en concierto con las orientales.”

Este mismo señor de las Carreras expresará luego a nuestro gobierno:

“El Paraguay entra en las aspiraciones de absorción sustentadas por el mitrismo y el

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Imperio del Brasil. El peligro que amenaza a la República Oriental es común al Paraguay.
Hay que afrontarlo y conjurarlo en lo posible, mediante una actitud enérgica. La
conflagración es inminente.”

Mas si el peligro es inmediato para el Uruguay ¿lo es también, y en igual


medida, para el Paraguay? ¿Justifican los acontecimientos hasta aquí
desarrollados que nuestro país se lance sin pérdida de tiempo y antes de estar
militarmente preparado para ello, a una guerra distante? Y a los hombres del
partido Blanco del Uruguay ¿preocupa de verdad el equilibrio del Plata o su
mera permanencia en el poder? El presidente López prefiere seguir aguardando
el hecho que prestaría una justificación para intervenir en el Uruguay y ese
hecho tendrá que ser la invasión del territorio uruguayo por los ejércitos del
Imperio.

Con fecha agosto 7 escribe a Félix Egusquiza el futuro mariscal:

“Ya por mi anterior habrá usted visto que en aquella fecha quedábamos en conocimiento
de los sucesos que habían principiado a desarrollarse de una manera tan fatal para el
gobierno Oriental. El complemento de esas noticias tengo en la que contesto.

Por el ministro Berges ha de venir usted en conocimiento de todo lo que se refiere a la


misión del Dr. de las Carreras. Nada sé de una misión argentina acá, pero la inesperada
visita de Don José Mármol y sus relaciones personales arguyen por algún objeto en la
visita que ofreció repetir, no habiéndolo visto.

Es más probable la noticia del general Guido sobre los propósitos de los gobiernos
argentino y brasilero sobre la República Oriental y ésta; que las seguridades dadas por el
señor Thornton en sentido contrario.

Mucho he oído hablar de las explicaciones y definiciones del Tratado del año 28, pero
nada he visto realizado al respecto y más que probable es que la misión Mármol ha tenido
un objeto más latente.

Estando allí el señor Saraiva y marchando los sucesos en el tren que llevan, no hemos de
pasar mucho tiempo, sin que veamos algo de claro.”

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Y en carta, que lleva fecha 21 del expresado mes:

“Quedo enterado de la excusa que el señor Thornton ha dado para postergar su viaje
hasta el 28. Muchos dan otra explicación a este retardo algunos se avanzan hasta decir
que no arribará hasta el regreso del Dr. Carreras. Estos añaden que el agente británico se
encargará también de algo que no corresponde al servicio de su Legación. Ya lo veremos.

El armamento anunciado por Bareiro habrá llegado o estará por llegar al Río de la Plata, y
hará usted muy bien de hacerlo pasar sin demora en los términos que tiene en vista. Por
lo que usted me dice veo que el Dr. Carreras contaba con seguridades que yo no
conozco. El ha sido atendido hasta donde debía ser y no creo que regrese mal
impresionado de su viaje. Remita usted la cantidad de dos mil libras esterlinas a Mr.
Robert Stewart para compra y expedición de rieles, que pronto ha de necesitarse.”

En esto, el ya citado Saraiva presenta con fecha 4 de agosto un ultimátum


al gobierno del Uruguay, amenazando con represalias en caso de no ser
provistas de inmediato las reclamaciones del Brasil, contenidas en su nota del
8 de mayo. Conocido este ultimátum en Asunción, don José Berges dirige al
ministro residente del Brasil cerca de nuestro gobierno, César Sauvan Vianna
de Lima, Barón de Jaurú, la famosa comunicación del 30 de agosto, que
plantea la cuestión en forma decisiva, irreparable casi, y termina expresando:

“El gobierno de la República del Paraguay deplora profundamente que el de V. E. haya


juzgado oportuno apartarse, en esta ocasión, de la política de mediación que era de
esperar, ahora más que nunca después de su adhesión a las estipulaciones del Congreso
de Paris; por lo cual no puede ver con indiferencia y menos consentir que en ejecución de
las alternativas del ultimátum imperial, las fuerzas brasileñas, ya sean navales o
terrestres, ocupen parte del territorio de la República Oriental del Uruguay, ni temporaria
ni permanentemente y S. E. el Presidente de la República ordenó al abajo firmado que
declara a V. E. como representante del Emperador del Brasil: que el gobierno de la
República del Paraguay considera cualquiera ocupación del territorio oriental por fuerzas
imperiales por los motivos mencionados en el ultimátum del 4 del corriente, intimado al

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gobierno oriental por el ministro plenipotenciario del Emperador en misión especial ante
aquel gobierno, como atentatorio al equilibrio del Plata, que interesa a la República del
Paraguay como garantía de su seguridad, paz y prosperidad; y que protesta del modo
más solemne contra tal acto, desligándose desde ahora de toda responsabilidad por las
consecuencias de la presente declaración.”

En esta protesta – por algunos calificada de insolente y amenazadora –


recuerda el ministro de Relaciones Exteriores del Paraguay al representante del
Brasil la amistosa mediación ofrecida por nuestro gobierno para resolver el
conflicto oriental, y rechazado por la Corte de San Cristóbal. Vianna de Lima
contesta la expresada nota del 30 de agosto con una fechada el 1º de
septiembre, y en la cual, declara entre otras cosas:

“Pediré licencia a V. E. para observar que, atento al propósito fijo en que parece estar el
Gobierno Oriental de no acoger las reclamaciones brasileñas, cualquiera mediación en la
actual controversia sólo serviría para crear nuevas dilaciones, defiriendo un estado de
cosas que tornóse intolerable para los brasileños que habitan la campaña oriental y
malogrando así las vistas del gobierno imperial, que tienden precisamente a obtener
pronta reparación a fin de impedir que durante las actuales perturbaciones políticas se
reproduzcan las tropelías y violencias hasta hoy practicada contra súbditos brasileños y
que se han repetido con más frecuencia desde que apareció la guerra civil que
infelizmente desbasta aquel país.”

Vuelve Berges a responder al Barón de Jaurú con una nueva nota, el 3 de


septiembre, y en la cual rebate los argumentos del representante brasileño con
respecto a la mediación ofrecida y rechazada:

“Los propósitos de la mediación ofrecida por el gobierno del abajo firmado al de S. M.


Imperial difieran esencialmente de la otra, dada que era ofrecida por un gobierno
soberano para el amistoso arreglo de sus cuestiones internacionales con otro gobierno
igualmente soberano. Al obrar de esta manera, el gobierno paraguayo había deseado

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precisamente evitar al del Brasil y al de la República Oriental del Uruguay por sus buenos
oficios, la actitud en que respectivamente se hallan y que es la misma que le ha obligado
a dirigir la solemne protesta del 30 de Agosto.

Pero para que V. E. no alimente duda sobre la oportunidad de la mediación, el abajo


firmado declara que no ha sido el ánimo de su gobierno ofrecer mediación alguna en el
estado en que se hallan las cosas, y si pasajera alusión ha hecho en su referida nota a la
que antes fue infructuosamente ofrecida al de V. E., ha sido sólo para recordar el interés
que había tomado en evitar la penosa situación en que se hallan hoy las relaciones de S.
M. el Emperador del Brasil y la República Oriental del Uruguay.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .”

Si algún reparo fundamental merece la nota del 30 de agosto es su


quijotismo y el tono de agua fuerte que le confiere jerarquía de ultimátum y de
paso irreparable. Es que vencidas las vacilaciones y dudas de Solano López
llegado era el momento de entrar en el terreno de la acción, y en política
internacional, como en todo lo demás o se pega fuerte o no se pega.

La verdad es que a Ytamaraty le tenía ya sin mayor cuidado la actitud del


gobierno paraguayo en esta emergencia, porque – según ha de verse luego y
conforme a una afirmación de Nabuco – echadas parecían estar las bases del
tratado secreto de alianza y sabe de sobra el Brasil que si Solano López se
decide a acudir en socorro de la integridad uruguaya, tendrá que hacerlo
pasando sus tropas por territorio presumido como argentino, cuya ocasión dará
a Mitre la oportunidad y la excusa para ponerse de lado del Imperio.

Tiempo hubo en que la Corte de San Cristóbal buscó con afanoso empeño
– como dicho queda – la alianza y amistad del Paraguay contra Buenos Aires;
fue en la época en que el Brasil consideraba a los porteños como a sus
naturales enemigos, y adversarios – por imperativos de origen – de la
influencia lusitana en la cuenca del Plata. En aquellos tiempos, en que el
dictador Francia regía los destinos de nuestra patria, Antonio Manuel Correa da
Cámara – uno de los enviados por Brasil a Asunción para obtener nuestra
alianza contra Buenos Aires – informaba desde la capital paraguaya a su
ministro de Negocios Extranjeros, Luis José Carvalho e Mello, vizconde de

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Cachoeira, con fecha 4 de septiembre de 1825:

“Rodeado por todas partes de disputas, de perfidias y de las más abominables intrigas,
que no cesaron de oponerme nuestros inmorales enemigos de Buenos Aires, llegué
finalmente a la Corte de Asunción, donde con extraordinarias honras fui solemnemente
recibido en audiencia pública el 27 de Agosto, como consta en el Edicto adjunto.

.............................

Tomo la libertad de cumplimentar a Su Majestad Imperial, felicitar a V. E. y a la Nación


entera, porque al fin hemos encontrado en América el único amigo firme y verdadero, el
único Aliado que en este continente nos conviene y que después del Brasil es sin
contradicción la primera potencia de la América del Sud.

.............................

El Brasil, unido en alianza con el Paraguay, de nada debe temer en el futuro, por su línea
de frontera de aquel lado y del Uruguay...”

Pero la alianza buscada por Correa da Cámara no pudo ser, a pesar de


todo el empeño puesto en ello y de la buena voluntad del enviado brasileño,
acaso sincera, en punto a sus convicciones personales. Nuestro señor don
Gaspar sacó de aquellas zalamerías la mejor partida posible, obteniendo el
reconocimiento tácito de nuestra independencia por el Imperio, según se
consigna en notas cambiadas entre el vizconde de Inhambupé y nuestro
ministro de Hacienda, José Gabriel Benítez. Y al marcharse Correa da Cámara
del país, escribió el Supremo a José León Ramírez, delegado en Itapúa: “Por
fin yo me alegro que se vaya ese maula que tengo bien conocido”.

Verdad es que mejor suerte no tuvo el Cónsul inglés en Buenos Aires, Sir
Woodbine Parish, a quien se atribuyó “estar ligado a Buenos Aires para solicitar
la cooperación de la República del Paraguay contra el Brasil”, según expresión
del propio Correa da Cámara.

Nuestra situación geográfica hizo que desempeñáramos por aquella época


el papel envidiable pero algo perturbador de niña muy solicitada. Sin variantes

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mayores, los elementos geográficos y estratégicos de esa situación, ese papel


puede algún día volver a correspondernos, dadas ciertas circunstancias que
nadie, desde luego, tiene la insensatez de desear, aunque de entonces acá,
mucho hayan sufrido nuestros encantos naturales.

Mas en aquellos momentos en que las fuerzas brasileñas invadían el


territorio uruguayo, la política de Ytamaraty había experimentado un giro
apreciable al tenor de una nueva y para ella insospechada situación. El
obstáculo para la diplomacia del Imperio ya no estaba en Buenos Aires, pero
podía surgir en el Paraguay. Ese general Solano López – que en Madrid ha
conocido a Isabel II – es capaz de pretender erigirse en caballero andante de
la línea de Tordesillas. Los ingenuos suelen velar sus armas ante grandes
altares y ofrendar sus espadas a idealismos fuera de época. Bernardino
Rivadavia ya no existe y Urquiza ha dejado el mando. Brasil tiene que aliarse a
alguien para llevar adelante su aspiración ancestral: no habiendo podido
hacerlo con el Paraguay contra Buenos Aires, está ahora a punto de llegar a un
entendimiento con Buenos Aires contra el Paraguay, si es que ya no ha
llegado.

***

Solano López presencia impotente el curso de los acontecimientos y la


fatal secuela de las cosas que desembocando van en lo irreparable. Sabe a su
país poco menos que inerme y el material de guerra tarda en llegar. Presiente
ya el nublado que encima se le viene. El 6 de septiembre escribe a Egusquiza:

“Muy graves han sido las noticias del último paquete y la situación asumida por el Brasil
en el Estado Oriental ha aconsejado la resolución que de este gobierno recibirá usted por
el Ministerio correspondiente. Ahora conviene hacerse cargo de toda la gravedad de la
materia y que cada ciudadano se manifieste unido a la política de su país, doquiera que
se halle. Es ya necesario abandonar la apatía que como nacional se nos atribuye.

La situación es premiosa y puede traducirse en hechos de un momento a otro, si es que la


política del Gabinete Imperial conforma con las vistas de su Ministro en ésta, que usted ha
de encontrar en su Nota del 1º del corriente, lo que prevengo a usted para que le sirva de

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guía.

Siento que el “Paraguarí” no haya podido traer las pocas armas traídas por el “Vna”, de la
línea de Liverpool. Puede ser que a esta fecha haya llegado otra remesa por la misma
línea y en tal caso, el Teniente Herreros tiene orden de hacer lo posible por transbordar,
sea allí o en Montevideo. Es preciso ganar tiempo, porque puede establecerse un
bloqueo, según el curso de los acontecimientos. En este caso, ha de usted procurar
establecer la comunicación que le sea posible, ya sea por agua, ya sea por tierra, y tratará
de alimentar el comercio como sea posible.

Si el “Paraguarí” no pudiera traer el armamento, y otro vapor puede hacerlo sin riesgo,
flételo usted y por principio general, haga usted todo lo que sea conducente al mejor
servicio de la Patria.

Se me dice que el señor Thornton ha modificado mucho sus simpatías hacia nosotros,
trasladándolas hacia la política del Brasil y del general Mitre, y de esto hará usted la
conveniente observación. El ha llegado por fin acá por el mismo paquete en que usted
escribía, habiendo venido a alcanzarlo en el Rosario, y regresa ahora. No se ha ocupado
sino del negocio de Saguier, patrocinado por el súbdito británico que usted conoce, pero
ha visto la fuerza de nuestra razón y se va.”

Nuevamente, en carta fechada el 21 del citado mes, expresa el


gobernante paraguayo su preocupación por la pronta llegada del material de
guerra:

“Han llegado bien los rifles y las carabinas traídos de Liverpool por el vapor “Vna”.

Me han escrito también diferentes personas sobre la satisfacción que manifestaba el Dr.
Carreras de su viaje a ésta, avanzado alguno hasta ofrecimientos y seguridades que no
han podido tener lugar, sino en la escala que convenía a la política del Gobierno y a la
posición privada del caballero.

Por el vapor que el 8 de Agosto debió salir de Liverpool, ha debido expedirse la cantidad
de ochocientos rifles, que me temo no pueda traer el “Paraguarí”, pero que traerá el
“Igurey”.

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El 6 de octubre, Solano López escribe a Egusquiza sobre la campaña


difamatoria de ciertos periódicos porteños y le insta a adquirir armas en la
plaza de Buenos Aires, dada la situación cada vez más apremiante:

“No es extraño que la prensa de esa Ciudad se haya desbordado en insultos, con motivo
de la protesta de este Gobierno en favor de la nacionalidad Oriental, y no de un partido,
pero lo extraño es que, habiéndole antes recomendado, no me haya enviado por
separado esos números que en adelante cuidará de remitir en recortes, sin perjuicio del
cumplimiento de otras órdenes.

No comprendo cómo es que esperan un cambio de política en el gabinete brasilero en


favor del Estado Oriental, las mismas personas que esperan con fe el ingreso del señor
Saraiva en ese gabinete.

Parece que no ha habido ningún arribo de armas últimamente de Inglaterra, después del
“Galileo”.

Además de este cargamento, ha llegado la partida de sables, cuyo número he olvidado.


Quedo satisfecho de la explicación que usted me da sobre las cartas retardadas, pero no
digo lo mismo de la equivocación que ha motivado ese retardo.

No ha llegado el señor Lanús, que parece haber quedado en Corrientes; aprecio la noticia
que le es relativa.

Aquí se ha recibido un cajón conteniendo dos fusiles y una carabina rayada, igual a las
que acaba usted de comprar en número de mil doscientos los primeros y de cuatrocientas
las segundas, sin que se conozca la procedencia y términos de tales muestras, lo que
importa una irregularidad notable en el servicio.

Si hay alguna existencia de esas armas en plaza, y se vende a los mismos precios que
las anteriores o con corta diferencia, compre y mande.”

Un país que premedita la agresión, prepara la guerra y tiene propósitos de


conquista no adquiere su material de guerra a último momento, comprando al
por menor en las armerías de una ciudad. La adquisición en gran escala de
armas en Inglaterra contemplaba necesidades ineludibles de la defensa
nacional, en previsión de sucesos que ya el bueno de don Carlos Antonio

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percibía como inevitables, aunque no tan cercanos; pero los sucesos se


adelantan, las incidencias se multiplican, la situación entra por el camino de las
angustias precipitadas y el Imperio abre las puertas a su corcel de guerra en
forma que desconcierta primero y alarma muy luego a los países del Plata.
Solano López se ve forzado a recurrir a los venderaches [sic] para hacerse de
algunas armas, y en tales circunstancias, aquéllas no pueden ser, ni en
cantidad ni en calidad, las que necesita y requiere un país para las exigencias
de un ejército medianamente organizado. Diversidad de modelos y calibres,
compra apresurada y sin la fiscalización técnica indispensable en este género
de adquisiciones, todo va a conspirar y conspira ya contra los factores básicos
de nuestra defensa nacional. Nuestros leones irán a la guerra armados de
chatarra.

Llegada era la hora de salir de nuestra indiferencia ante los sucesos que
venían ocurriendo en la Banda Oriental, aunque no se justificara una
intervención armada en tanto el Brasil no pasara a las vías de hecho. Mas el
gobierno del Uruguay, impaciente por la falta de acción de López, que
serenamente aguarda un “casus belli”, esto es, una violación flagrante del
territorio uruguayo, busca ahora meter en el embrollo a los gobiernos de Entre
Ríos y Corrientes. Escribe Antonio de las Carreras a Vázquez Sagastume con
fecha de octubre 22 de 1864:

“De Entre Ríos tengo excelente noticias. El pronunciamiento es universal y el mismo


general Urquiza se expresa ya públicamente contra Mitre y el Brasil, diciendo que si el
ejército de éste invade nuestro territorio, es preciso pasar con todo lo que haya a salvar la
independencia de la República. Esto lo sé de muy buen conducto: me lo garanten don
Francisco Lecoq y el Padre Eruñú, que se lo han oído.”

Y Vázquez Sagastume a Derqui, con fecha diciembre 24:

“¿En tan noble empresa entrará Corrientes? ¿Podría contarse en esa provincia con
elementos suficientes para establecer en ella un gobierno provisorio que atendiese y

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sirviese los intereses de la República, fuera del exclusivismo porteño? ¿Sería posible
hacer o es justo esperar algo en ese sentido u otro semejante? ¿Sería usted bastante
bondadoso para hablarme sobre ese tópico con la franqueza del amigo y la lealtad del
patriota?”

No sólo el Paraguay, pues, sino también Entre Ríos y Corrientes han de


tirar del espadón para defender la independencia de la República Oriental del
Uruguay, o si se quiere, la permanencia del Partido Blanco en el poder. Mas en
esto se equivocaban los uruguayos, como habría de equivocarse, algo más
tarde, el propio Solano López. Urquiza, antes que adversario de Mitre y
enemigo del Brasil, es argentino, cosa que nadie le puede reprochar en buena
ley. Y Corrientes, por grave y honda que sea su aversión al “porteñismo
exclusivo” es, antes que nada, provincia de la Confederación Argentina. Pero
no están solos en aquel error, pues personaje tan avispado como es
Washburn, ministro norteamericano en Asunción, no lo es bastante como para
escribir a su gobierno, con fecha 27 de octubre de 1863:

“Si el presidente López se inclinara abiertamente de parte del Uruguay, las grandes
provincias de Entre Ríos y Corrientes se rebelarían contra la Confederación.”

Y otra vez el 14 de diciembre de 1864:

“Aquí es creencia universal que en toda esta controversia con el Brasil, el presidente
López cuenta muchísimo con la ayuda del general Urquiza, cuyo dominio en la provincia
argentina de Entre Ríos es tan absoluto como el del primero en el Paraguay.”

No tenía, sin embargo, Solano López motivos razonables para forjarse


desmedidas ilusiones con respecto a la futura y eventual actitud del gran
caudillo entrerriano, quien en los primeros días de febrero de 1865, enviaba al
Paraguay al joven Victorica “con el encargo de demostrar al presidente López

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cuánto convenía respetar la neutralidad argentina, evitando todo motivo de


complicaciones entre uno y otro país y que debía considerar la negativa de
nuestro gobierno a transitar con sus fuerzas por territorio de la República como
inspirada en el deseo de alejar toda causa de complicaciones o rozamientos
peligrosos capaces de producir lo que con tanto empeño se procuraba salvar”.

El propio enviado – Victorica – nos relata los resultados concretos de su


misión en los siguientes términos:

“Conversamos largamente [con Solano López] y aunque él reconocía la sinceridad con


que el general Urquiza le afirmaba por mi conducto que nada debía de temer de la
República Argentina si era respetada la neutralidad que se había impuesto, no le sucedía
lo mismo respecto del general Mitre, que según él, ya tenía pactada una alianza secreta
con el Brasil y no cesaba de provocar de todos modos un rompimiento con el Paraguay.”

Pero la leal amistad de su compadre y amigo, el general Urquiza, era cosa


que obsesionaba a Solano López, quien con fecha 1º de enero de 1865,
escribía a Cándido Bareiro, en Paris:

“Dentro de pocos días, el general Urquiza debe tomar una actitud decidida, no siendo
posible que continúe como hasta aquí.”

La misión Victorica debió haber servido para disipar por entero sus dudas
en cuanto a la futura actitud del caudillo entrerriano, pero tan grande era la
ingenuidad política del futuro mariscal, que seguía confiando en la lealtad de
Urquiza, en quien supone que la amistad personal ha de sobreponerse a su
patriotismo de argentino.

***

El 16 de noviembre de 1864, el general brasileño Menna Barreto, al


mando de 12 mil hombres, invade territorio uruguayo y luego de apoderarse
de la ciudad de Salto – el 28 de noviembre – avanza sobre Montevideo,

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después de completar el asedio y la toma de Paysandú, que no capitula hasta


el 2 de enero de 1865.

Con fecha 21 de octubre escribe Solano López a Egusquiza:

“Veo con placer la llegada del “Kepler”, con cuarenta y cinco cajones de armas, que
espero por el “Paraguarí”.

Quedo enterado de las noticias orientales y brasileras. Si hasta aquella fecha no se ha


efectuado la ocupación del territorio Oriental por fuerzas brasileras, a esta fecha habrá
tenido lugar.

Es importante la noticia de la crisis bancaria en Río de Janeiro, cuyo curso es necesario


seguir.

Tal vez el paquete que está para llegar traiga noticias de una actitud más definida. Yo
estoy contrariado por la morosidad con que se despachan las armas de Europa, siendo
considerable la cantidad que debe venir. Los fabricantes y la situación de la Europa crean
embarazos, cuando yo no quiero verlos.”

La premonición de Solano López se ha cumplido y ya está aquí el tan


temido “casus belli”. El 14 de noviembre, don José Berges comunica al ministro
brasileño en Asunción que las relaciones quedan rotas, desde ese instante,
entre el Imperio del Brasil y la República del Paraguay. Acto seguido, se inician
las hostilidades con el apresamiento del barco brasileño “Marqués de Olinda”.
Es la guerra.

Pero el presidente paraguayo sigue manteniendo su serenidad y al través


de su correspondencia con el agente nacional en Buenos Aires para nada
asoma el vocablo áspero, la intención agresiva para terceros ni el tono
petulante de la amenaza. Sólo le preocupa la pronta llegada del material de
guerra adquirido en Inglaterra. Es así que el 29 de noviembre vuelve a escribir
al señor Egusquiza:

“Cerro León, 29 de noviembre de 1864.

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Mi estimado señor Egusquiza:

Estoy en posesión de sus dos últimas del 2 y del 16, traídas por el “Igurey” y el
“Paraguarí”.

La gravedad de las noticias traídas por el primero le habrá explicado la causa de su no


aparición en ese puerto en su período ordinario, y el motivo del viaje del vapor que lleva
esta conocerá extensamente por el ministro Berges. Según las noticias que tengo de
Asunción, han llegado ya algunos buques con municiones y otros no han de tardar en
llegar.

Inútil es decir que todos los cajones de armas que de allí se han despachado por los
paquetes han llegado bien.

He recibido cartas del señor Lanús, muy satisfactorias y he encargado al señor Berges de
responderle, no teniendo tiempo de hacerlo directamente. Tiene también orden de escribir
a usted sobre esa contestación. Quedo enterado del estado financiero de la plaza de Río
de Janeiro y de los recursos con que cuenta el Barón de Tamandaré. Sus gastos deben
ser crecidos por lo que se ve.

Por las cartas de Bareiro y Blyth estará usted en conocimiento de la calidad y cantidad de
armas que están en camino, y a tiempo tomará sus medidas para hacerlas llegar aquí por
todos los medios a su alcance, pero si éstos fuesen imposibles, tomará usted la
resolución que más convenga a la conservación de ellas, para aprovechar el primer
momento que se presente para traerlas.”

Y, otra vez, con fecha 24 de diciembre:

“No es extraño que el señor Paranhos se haya manifestado tan irritado, pero esperemos
que no se ha de prolongar la situación de guerra en que hoy se hallan los dos países. Ya
verá él que no hemos esquivado ofrecerles la ocasión de lavar con sangre la afrenta que
nos atribuye, cuando no debiera acusar sino a su propio gobierno de la ruptura de
nuestras relaciones.

El señor Lanús ha llegado con el “Salto”, como era de esperarse, pero según me ha dicho
el ministro de Hacienda, no se ha entendido todavía sobre el vapor “Corrientes”, cuya
compra dice usted haberle encargado, ofreciéndole ocho mil patacones de auxilio,

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ignorando sin embargo el valor total, operación poco mercantil, y que ha de poner en
embarazos al ministro. El ofrece también armas y otros objetos que pueden ser
aceptados, esperando forzar el bloqueo, en caso de no poder arreglarse de otro modo.”

Félix Egusquiza es amigo y confidente de Solano López, como lo ha sido


de su padre, y fiel servidor de los intereses de la República desde 1857. Más
en ninguna de sus cartas deja entrever el presidente paraguayo propósito
alguno de agresión a la República Argentina, sino que por el contrario,
pensando está en adquirir barcos y hasta armas por intermedio de un enviado
de aquella nacionalidad.

Así, en lenta y fatal secuencia se han ido hilvanando los hilos de la


horrorosa tragedia. Cumplido el prólogo, va a alzarse el telón sobre el primer
acto de la pieza. Complicadísimo es el argumento, sombrío el decorado y
múltiples los actores.

***

Lejos de nuestro ánimo está afirmar que fueron los uruguayos de Aguirre,
Berro y Herrera los causantes de la guerra, evidentes como eran los designios
del Brasil de extender su influencia política hasta la cuenca del Plata, influencia
que una vez lograda, no habría podido tolerar a su retaguardia el peligro
constante de un Paraguay tranquilo y poderoso. Mas lo indudable es que las
intrigas de los Pinedo, Sagastume y de las Carreras influyeron nocivamente
sobre el ánimo del general López hasta hacer que éste se lanzara a una guerra
antes de completar sus preparativos militares y sin haberse recibido en el país
el modernísimo material de guerra y los barcos por él adquiridos en Europa.
Con algo más de paciencia y otro poco de serenidad – refrenando impulsos y
resistiendo insinuaciones, acaso justificados por el vértigo de los sucesos – el
general López habría constituido un ejército moderno para aguardar dentro de
su campo atrincherado el próximo paso del Imperio, y acaso con ello no
hubiera facilitado la firma inmediata del tratado secreto.

Porque abierta queda siempre la interrogante: ¿era acaso fatal e


inevitable la agresión del Brasil después de haber dominado al Uruguay? O

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cuando menos ¿iba a ser esa agresión tan inmediata como para justificar
nuestra declaración de guerra al Brasil antes de dar término a la preparación
de nuestra defensa nacional? Solano López se deja llevar por los
acontecimientos, en lugar de dominarlos, como corresponde a un estadista. No
tiene de los sucesos una amplia y segura visión, o es que sus agentes en el
exterior no pueden o no saben informarle de la realidad. La diplomacia del
Paraguay, en este período de su historia, se caracteriza por una inercia trágica
y deplorable; ni observa ni protege, respaldada como estaba su acción por la
razón y también por la fuerza. Nada hace por anticiparse a las maniobras del
adversario a objeto de desbaratarlas, confundirlas y neutralizarlas, pasando al
contraataque antes de que las fuerzas contrarias se consoliden en las
posiciones conquistadas. Los agentes de Solano López en Buenos Aires y
Montevideo – Félix Egusquiza y Juan José Brizuela, respectivamente – son
personas de opaca personalidad, sin ciencia ni experiencia en los asuntos
internacionales, cuando en esos sitios era de necesidad acreditar
representantes diplomáticos dotados de la astucia de un Metternich y de la
cínica perspicacia de un Talleyrand. Félix Egusquiza ni siquiera estaba
reconocido por el gobierno argentino en carácter oficial y del caletre que
gastaba el señor Juan José Brizuela puede dar cuenta un opúsculo por él
publicado en Buenos Aires hacia el año 1857 bajo el título de “El Vapuleo de un
traidor”, sandez literaria sin ejemplo, escrito en prosa poética, según afirma su
autor. José Berges, Gumersindo Benítez o José Falcón – sin ser magos de la
diplomacia – habrían desempeñado de fijo mejor papel que Brizuela y
Egusquiza.

Verdad igualmente trágica es que Solano López y Mitre jamás llegaron a


conocerse a fondo. El presidente argentino tiene a Solano López por un
generalote dado a las bravatas, obtuso y cerril, gobernando sobre un pueblo
embrutecido por los despotismos sucesivos e incapaz, por lo tanto, de un
esfuerzo militar de largo aliento: de ahí aquella tan maltratada frase suya...
“en tres meses en Asunción... “, que no es en el presidente argentino
desplante ni índice de fanfarronería, incompatibles con su carácter, sino una

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convicción de que los paraguayos no se batirán por la tiranía de Solano López


y, que por el contrario, recibirán con alborozo a las tropas aliadas que marchan
por libertarlo de tan oprobioso yugo. El mandatario paraguayo, por su parte,
consideraba a Mitre como a un místico de la política con algo de ingenuo, en
cuya sinceridad se podía confiar, aunque no mucho, y sobre cuya voluntad era
posible ejercer cierto dominio, por acción directa de los hechos consumados.
Creyó Solano López en la insurrección de Corrientes y Entre Ríos; tan rígido
era su concepto del patriotismo que no admitía el que otros lo tuvieran en
igual vigor. Ambos gobernantes se engañaron con respecto el uno del otro.
Aquellos dos hombres, por muchos conceptos extraordinarios y
fundamentalmente dispares en carácter, temperamento e ideario, habrían de
encontrarse y conocerse en Yatayty-Corá. Mas entonces fue ya demasiado
tarde.

***

Redoblan los tambores en las tierras del extinguido guaraní y a paso


acelerado marchan sus preparativos militares, cuenta habida de los sucesos,
cada vez más apremiantes, que en el Río de la Plata se desarrollan. La
militarización del país – si así puede calificarse a la tarea de reclutar gente y
armarla – es labor lenta y rudimentaria como consecuencia de la falta de vías
de comunicación, de la deficiencia en armamento y equipo, de la ausencia de
organismos superiores capacitados y de las lagunas – así en el orden
profesional como en el de mero número – en los cuadros de jefes y oficiales
del ejército. Aquella movilización de tortuga se reducía al reclutamiento de los
varones aptos y a su concentración en los campamentos de Cerro León, Villa
Encarnación y Humaitá, donde luego de ser distribuidos en unidades de las tres
armas, recibían apresurada instrucción, de acuerdo con los reglamentos en
vigencia, calcados sobre los del ejército francés de la época.

Con el correr del tiempo – que todo lo deforma – se llegará a decir que el
ejército paraguayo de aquel período de nuestra historia constituía una fuerza
militar de primer orden, patraña con hilachas al viento, inventada por el
adversario para justificar su demora de cinco años en alcanzar sobre nosotros

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el triunfo definitivo. Ni por su número ni por su armamento, pudo aquel


ejército constituir una fuerza material arrolladora. En punto a lo primero, un
documento existente en el Archivo Nacional de Asunción prueba y comprueba
que hacia fines de 1864, el ejército del Paraguay contaba con un efectivo de
38.173 hombres, suma que se desprende de las listas de revista de las
diversas unidades. Puede que hacia principios del siguiente año, ese número
total se elevara a 50 mil. Thornton, ministro británico en Buenos Aires, informa
a Lord Russel, desde Asunción, y con fecha septiembre 6 de 1864: “Hasta
donde yo he podido descubrir, no hay bajo banderas más de 40 mil hombres, a
lo sumo, muchos de los cuales no cuentan más de catorce años de edad”. Y
don José Berges escribe a Bareiro con fecha 15 de marzo de 1865: “Las tropas
se hallan bien disciplinadas, llenas de entusiasmo y en el mejor pie de guerra.
Diariamente llegan a los campamentos numerosos contingentes de reclutas
que vienen a reforzar las líneas del ejército. Hasta este momento pueden
contarse 50 mil hombres decididos y entusiastas, casi todos jóvenes e
impacientes por distinguirse y dar a conocer su arrojo y valentía”.

En lo relativo al armamento disponible, era de modelo anticuado, aún para


aquella época: fusiles de chispa, cañones de avancarga y ánima lisa, sables y
lanzas del tiempo del doctor Francia. Afirma Schneider al referirse a la
infantería paraguaya: “entre sus cuarenta batallones, había uno de cazadores
de la guardia, armado con fusiles rayados Minié; tres batallones tenían los
llamados “Wittons-rifles” (también rayados), de origen inglés; cuatro
batallones usaban fusiles prusianos lisos de percusión (a fulminante) con las
marcas de las fábricas de Potsdam y Danzig; los otros batallones usaban viejos
fusiles lisos (de chispa), comprados en los antiguos depósitos europeos. La
infantería no tenía armas portátiles y muchos batallones llevaban en la cintura
la bayoneta sin vaina.

En mayo y agosto de 1864, Solano López había ordenado a Cándido


Bareiro – nuestro agente diplomático cerca de los gobiernos de Francia y Gran
Bretaña – la adquisición urgente de 10.000 fusiles modernos, pero la
proverbial indolencia del señor don Cándido impidió que la operación se

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realizase a tiempo. También tenía nuestro gobierno en trámites la compra en


Francia de una batería de cañones rayados de a 4 en la suma de 125 mil
francos y de Prusia se había adquirido 36 piezas rayadas de retrocarga, modelo
Krupp, de a 24 libras y 3.600 proyectiles, al precio de 72.000 thalers. No se
sabe qué proporción de este armamento llegó al Paraguay, si e que llegó. Dice
Gregorio Benítez: “Algunas baterías de artillería y algunos miles de fusiles
comprados en Francia y en Inglaterra, no fueron despachados oportunamente
y permanecieron en los depósitos de Nantes, Havre y Liverpool con inmensos
perjuicios para el Paraguay. Esos armamentos y su valor fueron perdidos para
el Paraguay”.

Por cierto que tampoco nuestros adversarios andaban muy lucidos de


armamento moderno. En el ejército argentino, sólo los batallones de la Guardia
Nacional de Buenos Aires estaban armados con el fusil fulminante; los demás
llevaban fusiles de chispa. Francisco Seeber, teniente en uno de los batallones,
expresa en sus “Cartas sobre la Guerra del Paraguay”: “Los fusiles que nos han
dado son de muy mala calidad. Son de fulminante de factura alemana para la
exportación y en muchos casos no revienta el fulminante al primer golpe del
gatillo. Poco parecen que han aprendido los militares de la reciente guerra de
secesión de los Estados Unidos; los fusiles de retrocarga y el cartucho metálico
aun no los hemos adoptado”. Agrega luego el teniente, saturándose de
prematuro optimismo: “Verdad es que vamos a combatir a un enemigo que
está armado de fusiles de chispa, anda descalzo y se viste con calzoncillos y un
pequeño chiripa”.

Pero si nosotros condenados estábamos a ir a la guerra con el armamento


que teníamos en casa, sin probabilidades de reemplazarlo o reponerlo,
nuestros adversarios gozaban de la ventaja de tener abiertas sus
comunicaciones con el viejo mundo para modernizar, aumentando su material
de guerra disponible.

Volviendo a nuestro ejército, no existían unidades especializadas tales


como zapadores, pontoneros y telegrafistas, si exceptuamos el 6º y el 7º de
línea, que bajo la denominación de “chaflaneros”, habían colaborado en la

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construcción de la vía férrea a Paraguarí. De servicios auxiliares – intendencia,


sanidad, transporte – tampoco nada, como no fueran elementos rudimentarios,
constituidos a última hora y bajo el apremio de las necesidades. En cuanto a la
marina de guerra, estaba formada por un solo buque de guerra – el “Tacuarí” –
pues los otros que integraban la flota eran simples mercantes con artillería de
circunstancias.

La tan renombrada fortaleza de Humaitá la describe así el capitán Richard


Burton, de la Real Marina Británica:

“Construidas por Wisner de Morgersten, las baterías son ocho en número: Batería
Cadenas, 13 cañones; Batería Londres, con parapetos de 27 pies de alto, construidos con
ladrillos (no piedras), 16 cañones; Batería Tacuarí, 3 piezas; Batería Coimbra, 8 piezas
bajo el mando del comandante Hermosa; Batería Octava, 13 piezas; Batería Pesada, 3
cañones; Itapirú, 7. El teniente Day daba a las ocho baterías un total de 45 cañones; a la
casamata Londres, 15 y a la Batería del Este, 50 con un total de 110 piezas.

En 1868, las baterías tenían 58 cañones, 11 depósitos y 17 tanques de agua. Toda la


línea de Humaitá comprendía 36 cañones de bronce y 144 de hierro; este total de 180 fue
aumentado poco después a 195. Pero los cañones de verdadera eficacia no excedieron
nunca de 160. El tan nombrado cañón Armstrong de retrocarga era un cañón inglés de 12,
que disparaba un proyectil de 68 libras y había sido calibrado en Asunción.”

(Letters from the battlefields of Paraguay, Londres, 1870).

No era aquel ejército el más apropiado – ni por su armamento ni por su


organización – para buscar la guerra o lanzarse a la conquista de territorios y
si la política de los López, padre e hijo, hubiese apuntado al predominio militar
en el Plata y aún más allá, veinte años de gobierno y de paz interior habrían
sido, por cierto, suficientes para desarrollar un programa bastante vasto de
armamentismo. No denuncia propósitos de agresión este rearme lento y a
cuentagotas; la premura de último momento revela, más bien, sorpresa y
precipitación ante el giro inesperado que van tomando los sucesos. Lo va a
decir el propio barón de Río Branco, anotador de Schneider: “Estamos

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persuadidos de que el dictador López no se armaba para hacer la guerra al


Brasil: así se deduce de los documentos del archivo de López. Su proyecto
consistía en extender sus dominios por el sur conquistando Corrientes, y aun
tal vez se reducían nada más que a ganar fama militar e influencia en las
cuestiones del Río de la Plata. Nuestra intervención de 1864 en el Estado
Oriental, hábilmente explotada por los blancos, infundió a López la sospecha
de que pretendíamos hacer guerra de conquista”.

Conviene recordar que el archivo íntegro de Solano López – incluso su


correspondencia privada – cayó en poder de los brasileños en Lomas
Valentinas, de suerte que el barón tiene buenos elementos de juicio para
afirmar lo que escribe.

Si de excelente calidad es la primera materia de que dispone Solano


López, anticuado y escaso es el armamento, deficiente y primitivo el equipo,
incompleta y desarticulada la organización. No hay Grandes Unidades, Estados
Mayores ni servicios. La preparación profesional de jefes y oficiales es casi
nula, descontando como factor el coraje personal, que no siempre alcanza a
suplir la ausencia de las demás cualidades de mando. Son los generales y
coroneles simples cornetas de órdenes. Su arrojo temerario constituirá,
andando el tiempo, y en más de una ocasión, factor de fracaso y causa de
oportunidades malogradas. No existen academias militares ni medio alguno por
el cual pueda el cuerpo de oficiales adquirir o perfeccionar sus conocimientos
profesionales. Nada se ha hecho en ese sentido, desde la misión Cabrita, traída
por don Carlos Antonio para formar oficiales de artillería. Los escasos jefes de
alguna preparación – como Elizardo Aquino – son autodidactos. Tampoco
tienen experiencia guerrera, como la mayoría de los militares argentinos y
caudillos orientales. Por espacio de cuarenta años, la República ha gozado de
paz interna y externa. Paraguarí y Tacuarí fueron las últimas batallas libradas
por militares paraguayos, hacía ya de ello más de medio siglo.

Mas lo que prestaba fuerza moral de primerísimo orden a nuestro ejército


y a nuestra armada eran su cohesión moral, su férrea disciplina, su unidad
absoluta de mando y la fe indeclinable que tenían en la santidad de la causa

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nacional. La confianza era absoluta, ciega la obediencia e invariable el ardor


combativo. Cada uno de los soldados de aquel ejército no era un esclavo, o un
“voluntario” arreado a rebencazos para servir en los cuarteles, sino un
ciudadano, que a pesar de un sinfín de imperfecciones en su educación cívica,
sabía por qué se preparaba a luchar y por entero se daba a la defensa de su
terruño, de su pequeño gran acervo moral y material, de su casa, de su honra
y de su patria. Aquel ejército del Paraguay era el exponente vivo y palpitante
de la nación en armas; absolutamente identificado con el alma y la carne de
toda la población, aquella fuerza es el pueblo y constituye un todo compacto,
sólido, homogéneo, indivisible y sometido a la voluntad de un solo hombre. De
ahí que su fuerza moral supliera con exceso las numerosas deficiencias
materiales. Alberdi dedica a aquel ejército nuestro conceptos magistrales:

“El ejército paraguayo es numeroso relativamente al pueblo, porque no se distingue del


pueblo. Todo ciudadano es soldado, y como no hay un ciudadano que no sea propietario
de un terreno cultivado por él y su familia, cada soldado defiende su interés propio y el
bienestar de su familia en la defensa que hace de su país. A los veinte siglos, la misma
ley produce el mismo resultado, como la ley de la gravitación atraía entonces al centro de
la tierra la piedra dejada en el aire, y la atrae hoy mismo. El ejército del Paraguay es
numeroso relativamente al del Brasil, porque se compone de ciudadanos, no de
aventureros, de esclavos y de hombres venales; esos ciudadanos son libres en el mejor
sentido, en cuanto viven de sus medios, no del Estado; en que tienen un pedazo de tierra,
un techo, una familia, y debe a su trabajo el sustento de su vida; ese hombre es señor de
sí mismo, es decir, libre en el mejor de los sentidos. Diez libertades de la palabra no valen
una libertad de acción y sólo es libre en realidad el que vive de lo suyo. Todo soldado
paraguayo sabe leer y raro es el que no sabe escribir y contar. Esa condición no es la del
esclavo en ningún país moderno; y si la lectura preparase al servilismo, los países libres
no la propagarían en el pueblo como elemento de libertad.”

***

En vida de su padre, no osó jamás Solano López presentarse en público


con la señora Lynch ni a vivir con ella bajo el mismo techo, pero fallecido
aquél, echó al viento sus escrúpulos, infiriendo a la sociedad paraguaya el

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ultraje de asistir a las fiestas sociales en compañía de su amante, a quien


obligó a recibir el homenaje de los invitados de calidad. Mal hacía, sin duda
alguna, el general López en hacer ostentación y gala de aquel desprecio suyo
por las convenciones sociales y morales; el escándalo, al traspasar los
sagrados límites de la vida privada, para asomarse a la oficial y pública, no
podía contribuir por cierto, a dar prestigio a su personalidad, sino que por el
contrario, proporcionaba abundante y suculento tema para sus detractores y
adversarios, que eran muchos así dentro como fuera del país. Se preguntan
algunos por qué Solano López no regularizó su situación, uniéndose a la Lynch
en legítimo matrimonio, si verdaderamente en aquella mujer había encontrado
el ideal de su vida; mas quienes así piensan olvidan que siendo la señora
Lynch mujer casada y viviendo como vivía aún su esposo, un segundo
matrimonio era imposible, desde que el divorcio civil no existía entonces ni en
nuestra legislación ni en la de Francia, y aun de existir ese recurso, tanto
Solano López como su compañera pertenecían a la fe católica, circunstancia
que impedía otra alternativa que no fuera la anulación del primer matrimonio
por el Tribunal de la Rota.

Mas, después de todo y bien miradas las cosas, el asunto no era para
pedir el frasco de sales, dados los tiempos y el ambiente. El concubinato ha
sido en el Paraguay un mal endémico desde que los españoles – con Domingo
Martínez de Irala y sus 200 mujeres indias a la cabeza – hicieron de Asunción
“el paraíso de Mahoma”. Fue este un fenómeno de raíces sociológicas que,
andando el tiempo y aniquilada casi la población masculina por guerras y
conmociones, había de convertirse en necesidad nacional de orden fisiológico y
hasta de elemental crecimiento vegetativo, cuando no de mero instinto para la
conservación de la especie. Pero el mal del concubinato no ha impedido ni
impide en el Paraguay la constitución de la familia; sobre el pecado dulcísimo
del amor ilícito se han formado en nuestra tierra miles de hogares dignos y
austeros, en cuyo seno rigen los más severos cánones de la fidelidad conyugal,
del amor a los hijos y del respeto mutuo. No es éste, desde luego, un estado
social recomendable como institución permanente de vidas y costumbres en la

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evolución de un pueblo ni es ella traída a cuento para justificar el concubinato


como base de la familia, mas sirve al propósito de demostrar que las uniones
ilegítimas no constituyen en el Paraguay un factor de disgregación y de
relajamiento moral, estando como está la situación explicada por influencias
tan nocivas como inevitables de orden histórico y sociológico. Una mayor
penetración de la moral cristiana y el mejoramiento de ciertas condiciones
sociales – junto a leyes previsoras que protejan a la mujer – harán que en
forma gradual vaya decreciendo en el país este estado irregular, pero muchas
veces dichoso y casi siempre de estricta moralidad conyugal, imperante hasta
nuestros días. Por lo demás, la mujer paraguaya – aunque engañada y sumida
en el desamparo por el autor de su deshonra – no abandona al fruto de sus
amores. En el Paraguay no se conocen las casas de expósitos ni se ha revelado
jamás la necesidad de establecerlas. En su cariño y desvelo de madres
paraguayas vuelcan todo el heroísmo terrible de una prolongada penitencia.
Los bastardos pueden no conocer a su padre, pero saben – hasta el final de
sus días – lo que es el amor sacrificado de una madre, que redime y santifica
su pecado con la abnegación de toda una existencia, a manera de un ramo de
frescas rosas depositado a los pies del falso ídolo. El concubinato en el
Paraguay es fenómeno que presta lustre doloroso al temple de nuestras
mujeres.

Aquel desprecio por todo tributo a las apariencias en Solano López desató
en Asunción una recia ofensiva, llevada a cabo a espada limpia de chácharas y
cotorreo, y cuyas cabezas visibles fueron Madame Cochelet y la señora de
Bermejo. La Cochelet, esposa del cónsul de Francia, era una obscura y
desabrida provinciana, pechugona y en mal estado de conservación, que
transportada de improviso al relumbrón oficial de aquel medio estrecho y
limitado, pero de seductora novedad para la deslucida dama del Segundo
Imperio, nada mejor encontró para entretener sus ocios que alzarse como
exponente y guión de la moralidad social en nuestra patria. La otra señora
escandalizada era esposa de Ildefonso Bermejo, español nervioso y voluble
que Solano López había importado de Madrid con el objeto de que fundara y

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dirigiera en Asunción una academia de arte escénico, en cuya tarea no llegó a


alcanzar el maestro ciruela muy sonado éxito, dado que sus dotes intelectuales
corrían algo desparejas con sus petulancias de autor gramático, en cuya esfera
no logró sobresalir como asombro del siglo. Este escritor de medias aguas
había de pagar luego nuestra hospitalidad, y los pingües sueldos que del
Estado paraguayo recibió, escribiendo a su regreso a Europa un libro en que
puso a nuestro país de vuelta y media. En proporciones geométricas pero
contrarias al fracaso de su esposo, la señora del “karai” Bermejo cayó víctima
en el Paraguay de ciertas debilidades condescendientes, que no eran
precisamente de aquellas que autorizan a una dama a levantar el estandarte
de una moralidad intachable. No siempre acertada en la elección de los
presuntos gavilanes, vivía la española enroscada como una cascabel en el nido
fraudulento de sus ligerezas irreprimibles.

No perdían ocasión ambas señoras para hacer de Elisa Alice Lynch el


blanco de sus ostensibles y mortificantes desprecios y aún de sus calumnias,
porque calumnias eran las versiones que dieron a circular sobre ciertos
aspectos del pasado de la amante de Solano López, buscando presentarla
como una ramera que, hastiada de correrla por los bajos fondos de París, al
Paraguay había venido en pos de una nueva aventura, que no excluían
ambiciones de orden político y hasta dinástico. Merienda de gusanos hicieron
de la reputación de la irlandesa; ésta, por su lado, no renunció al derecho de
legitima defensa en este constante andarse de uñas y en cada ocasión propicia
hacía probar por la mala a sus detractoras un sorbo de la sutil, pero no por eso
menos amarga, venganza femenina. Muy conocido es aquel incidente, tantas
veces relatado, del paseo a Villa Hayes, para el cual la Lynch invitó y obligó a
asistir a lo más granado de la sociedad asunceña – incluso las referidas damas
de la diplomacia local – y luego, al llegar la hora del almuerzo y tendida ya la
mesa sobre cubierta, ordenó la irlandesa a los mozos que arrojaran al río los
manjares, después de hacerlos desfilar con las fuentes humeantes por frente a
las invitadas, a quienes el airecillo de la mañana había despertado
considerablemente el apetito. Las buenas señoras tuvieron que regresar a

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Asunción, caída la tarde, sin haber probado bocado y tragando estopa


encendida por la estocada moral de aquel desquite y el forzado ayuno del
fluvial paseo.

Por aquel entonces, habitaba la señora Lynch una espaciosa mansión de la


calle de la Libertad – hoy Presidente Eligio Ayala – y en cuyo sitio se alza en
nuestros días el edificio del Colegio Nacional. Intactos se mantenían los
encantos naturales de la hermosa mujer; elegantísima, sus vestidos,
sombreros, guantes, quitasoles, calzados y perfumes, importados de París,
despertaban envidias mal disimuladas en las damas de alto copete y
contenidos suspiros de admiración en el mujerío del pueblo, al verla pasar por
las tardes, reclinada con postura de princesa sobre el asiento de su landó, o
contemplar su fina silueta, tocada de amazona, cabalgando al lado de Solano
López. Tenía aquella mujer la gracia seductora de Madame Dubarry y el
encanto irresistible de Lady Hamilton. Había nacido para tiranizar por el amor y
hacer de éste el dorado y difícil instrumento de su carácter celtíbero, arrogante
y sensual; sus estudiados modales frívolos cubrían un temperamento resuelto
en la abnegada tenacidad de sus propósitos. Mujer de sobrado coraje físico,
sabía también esgrimir como un florete la estrategia de su seducción. Fue ella
un sol en la vida agitada de Solano López y estrella funeraria en la negra
noche de su infortunio final. Su amor – su amor inmenso y leal hasta la muerte
le hizo desafiar impávida a la calumnia y soportar los rigores de una guerra
larga y espantosa, sobrellevando con dignidad de mujer escarnecida la mancha
del escándalo.

A Héctor Varela, que la conoció por aquella fecha, pertenece este retrato
de la señora Lynch:

“Era alta su estatura, flexible y delicado su talle, hermosas y voluptuosamente


contorneadas sus formas, apenas veladas por leve tul de blanco humillado ante el
alabastrino de su cutis terso y limpio, como si ráfagas ningunas le hubiesen besado jamás
en sus juguetes; sus ojos, de un azul que parecía robado a los matices del cielo, tenían
esa expresión de inefable dulzura en cuyas ondas de luz parece que debiera flotar

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eternamente Cupido, bebiendo la dicha y el amor; no era del todo pequeña su boca, pero
en sus labios vagaba esa expresión indescriptible de la voluptuosidad que se adivina o
presiente al verlos húmedos, como si con ese rocío etéreo quisiese Dios adormecer el
fuego de ciertas bocas convertidas en copas de deleite, en los festines de la pasión
ardiente. Eran sus manos pequeñas, largos sus dedos, perfectamente contorneadas sus
uñas y cuidadas con ese delicado esmero, que es para algunas mujeres el culto de su
toilette y una religión de su vida.”

Y Cunningham-Graham, que la conoció en Londres allá por 1874, escribió


sobre ella:

“Se conservaba buena moza y muy distinguida. Su rostro era ovalado y sus labios algo
llenos; sus ojos grandes y grises, si recuerdo bien, y su apariencia no indicaba, por cierto,
la de una persona que tan a menudo había visto la muerte cara a cara, que había vivido
en circunstancias tan extrañas y espeluznantes durante tanto tiempo, enterrando a su
amante y a su hijo y sobrevivido para narrar la historia.”

Un periódico de Buenos Aires de aquella época describía así la morada de


la señora Lynch en Asunción:

“La casa de Madame Lynch, aunque una de las mejores de Asunción, sólo parecería
vulgar en Buenos Aires. Pero en su arreglo interior, se distinguía sobremanera. El lujo, la
elegancia, la variedad y la dignidad de su moblaje y de sus adornos confirman su
reputación como rendez vous de los visitantes extranjeros. Muchos de los bronces y
porcelanas de Madame Lynch son piezas de museo y las tapicerías francesas y alfombras
orientales están distribuidas con gusto excelente y de tal modo que constituye un deleite
para la vista.”

Solano López vivía en una casa situada en la calle de la Palma esquina 25


de Diciembre, manzana hoy demolida para dar lugar a la plaza que circunda al
Panteón de los Héroes. En plena construcción se hallaba entonces su futura

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residencia particular – hoy Palacio de Gobierno – mandada edificar en el solar


de la calle Paraguayo Independiente, solar que – entre otros muchos bienes –
le había legado su acaudalado padrino, don Lázaro Rojas. Adelantaba asimismo
la edificación del Teatro – reproducción en pequeño del Scala de Milán – y del
Oratorio de la Virgen de la Asunción, obras todas del arquitecto italiano
Ravizza, uno de los extranjeros que los López hicieron venir para propulsar
artes, ciencias, letras y oficios. La Legación de los Estados Unidos ocupaba una
de las mejores casas de la capital, ubicada en la calle de la Justicia – después
general Díaz – entre las del 14 de mayo y de la Encarnación, hoy 15 de
Agosto, edificio que todavía se conserva como uno de los poquísimos que de
aquellos tiempos permanecen en pie.

Por su parte, los hermanos y parientes de Solano López mandaban


también edificar para sus respectivas residencias sendos edificios de piso alto y
de amplísimas dimensiones para la época y el escaso progreso edilicio de la
ciudad: Venancio levantó la suya en la calle Colón, Benigno en la de la Palma,
y el general Barrios – cuñado del presidente – en la calle del Sol – hoy
Presidente Franco – esquina a Independencia Nacional, edificios que se
conservan todos y tal como fueron levantados entonces.

El resta de la edificación urbana la componían modestas viviendas de


adobe o de ladrillos cocidos al sol y – exceptuando la estación del ferrocarril, el
viejo Cabildo y la Casa de los Gobernadores – de estilo andaluz pueblerino:
ventanas altas con rejas de hierro, florido patio con aljibe en el centro, parral
sevillano y macetas multicolores. Sin pavimentar estaban las calles y el
alumbrado público era desconocido. Con el primer resplandor de las estrellas,
se apagaba todo signo de vida exterior en la ciudad, salvo en las noches de
jarana popular, y el silencio espeso de la ciudad dormida sólo era turbado por
el trajín militar de las rondas policiales o el andar cauteloso de los temidos
“pyragüés”3 marcando con la huella de sus pies descalzos la rojiza arena de
veredas y senderos. Temprano se recogía el común de las gentes porque era
de ley madrugar con el lucero de la mañana.

3
Pyrague: (guaraní) informante, agente policial. (Nota de la E.D.)

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***

Infatigable actividad despliega el general López en el transcurso de todos


estos preparativos de defensa. Despacha y recibe copiosa correspondencia,
conversa con los agentes diplomáticos extranjeros, atiende la administración
pública hasta en sus menores detalles, dirige y fiscaliza la organización militar,
confiere con ministros y jefes militares, revista a las tropas y realiza frecuentes
viajes al campamento de Cerro León, donde se encontraba el núcleo principal
de nuestro ejército. Muy en consonancia, desde luego, con su naturaleza está
su actividad en el trabajo. Ha dicho de él un escritor, que no es precisamente
uno de sus fervientes admiradores:

“López II era ciertamente un hombre de capacidad considerable, aunque no excepcional.


Lo distinguían como características principales una voluntad de hierro, tenacidad en los
propósitos y una laboriosidad tan grande como la de su padre. Era infatigablemente
trabajador, primer requisito para todo déspota que aspira al éxito. En los días de salida del
paquete para Buenos Aires y Montevideo, escribía y dictaba su correspondencia, a veces
continuamente, desde las 2 p. m. hasta las 11 p. m. Poseía modales simpáticos y
atractivos, y era dueño de un estilo claro y lacónico, en su lenguaje oral y escrito. Era
popular entre sus soldados con quienes se mezclaba familiarmente, siempre listo para
bromear o chancear con ellos.”

Al coronel paraguayo Juan Crisóstomo Centurión pertenece este retrato


del futuro mariscal:

“En sociedad, su comportamiento era el de un perfecto caballero; de maneras cultas y


modales finos, llenaba las formas sociales con la mayor naturalidad y elegancia. Su
conversación era agradable y su fisonomía simpática, sobre todo cuando estaba de buen
humor, pero se mudaba con suma rapidez, tomando un aspecto sombrío, en cuanto
sentía o recibía alguna impresión de disgusto o desagrado. De estatura regular, más bien
bajo que alto, era grueso de cuerpo y su andar lento, con un movimiento especial o
contoneo que anunciaba gravedad y orgullo, y que provenía, sin duda, de tener las

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piernas cortas y algo encorvadas hacia atrás.”

A Julio Victorica produjo Solano López la siguiente impresión: “Tiene todo


el aspecto de un general francés, revelando en su trato una cultura y una
corrección irreprochables”.

Con fecha 6 de noviembre de 1864, escribe Berges a Egusquiza, agente


del gobierno paraguayo en Buenos Aires:

“S. E. el señor Presidente de la República se halla actualmente en Cerro León,


organizando tropas. En ese campo tenemos más de 20 mil hombres, todos jóvenes y ya
bastante instruidos y bien disciplinados... No es en vano que la República Oriental cuente
con el Paraguay como el más robusto apoyo de su actualidad... Por todas partes se
despliega una actividad admirable en equipar, uniformar y movilizar tropas hacia la
frontera, porque creemos que el Brasil no dejará de invadir el Estado Oriental y, en ese
caso, habrá llegado el momento solemne para el Paraguay. “

A Cerro León viaja con frecuencia el general-presidente, utilizando el


ferrocarril construido en tiempos de su padre por los “chaflaneros” de Aquino,
y acompañado de numerosa comitiva de jefes, oficiales y funcionarios. La
Lynch tenía por entonces su residencia de verano en un hermoso chalet
situado a escasos kilómetros del campamento, edificio que se conserva hasta
nuestros días en el paraje hoy denominado “Madama-kue”, no lejos de la
actual estación Patiño. Terminadas sus labores militares del día, allí se dirigía
Solano López, seguido solamente por el más fiel de sus ayudantes, para buscar
reposo y caricias en los brazos de su amada Ela.

En tanto, el resto del país seguía su existencia sosegada y laboriosa,


aunque algo turbada por aquellos rumores de armas y de guerra. Algún
cambio se ha operado, no obstante, desde los tiempos patriarcales de don
Carlos Antonio, pues el nuevo mandatario se había hecho pronto de
adversarios políticos y personales, circunstancia que exigió el tendido de una
red de espionaje y ciertas medidas coercitivas, algo menos que moderadas

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algunas de ellas. A este respecto, informa a su gobierno el ya citado ministro


inglés Mr. Thornton en despacho fechado en Asunción el 6 de septiembre de
1864:

“Se practica [aquí] el sistema inquisitorial en su más amplia extensión. El número de


espías es inmenso; en verdad, no hay un individuo en la República al que no se enseñe
que, por obligación hacia su patria y por la obediencia que debe a las autoridades, tiene
que dar constantemente un parte fidedigno de los actos privados y de los actos de sus
vecinos. Las familias están bien enteradas de que sus criados hacen continuas visitas al
Departamento de Policía con el propósito de relatar todo lo que ocurre en sus casas y
saben que cualquiera amonestación de parte de ellas iría seguida inmediatamente de
falsas denuncias, que podría peligrar su libertad y exponerlas a los castigos más severos.
Ni siquiera en presencia de sus hijos se atreven a expresar su pensamiento. La policía
llena la ciudad y husmea en cada casa y hasta interroga por la noche a todo transeúnte
solitario, sobre quién y qué es y adónde va. Se sigue los pasos de toda persona
sospechosa.”

Es la edad de oro del destartalado y furtivo “pyragüé”, convertido desde


aquellos tiempos en institución, repudio y mofa para el paraguayo. El
“pyragüé” es pesquisa policial, soplón indigno, espía mercenario y delator
inconsciente, todo en uno; su oficio es mezquino, miserable su paga e
inconfundible su estampa. Trabaja y actúa en la sombra, se mueve con ridícula
cautela que a la legua descubre sus propósitos y anda con paso de felino
domesticado, arrimado a las paredes y husmeando con indecoroso descaro en
las esquinas, bajo los portales y a la media luz de los faroles. Es un tipo a la
vez temido y despreciado. El empleado de policía vestido de civil será siempre
en el Paraguay tenido como despreciable “pyragüé”, aunque su oficio sea en
realidad muy otro, porque forma parte de una institución y de un concepto
arraigado que nos ha legado el absolutismo de épocas pasadas y de otras más
presentes. Los mazorqueros de Rosas desaparecieron con el tirano; el
“pyragüé” de Francia y de los López se perpetúa en el Paraguay como mancha

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y borrón. La voz de alarma “chaque pyragüé”4 suena en nuestros oídos como


latigazo de rebenque y trenza y tiene sonoridades de siglos.

A la mira está – según la descripción del ministro Thornton – que el


Paraguay de aquella época no hacía sino adelantarse en casi un siglo a los
regímenes llamados luego totalitarios: espionaje, delación, temor por vida y
hacienda. Y no hace falta, por cierto, remontarse a aquellas lejanas épocas
para imaginarse a carta cabal lo que debió haber sido la existencia bajo aquel
sistema de opresión espiritual, ni hemos de ponernos de mil colores quienes
por más amargos y estrechos aros hemos pasado en la historia contemporánea
de nuestra tierra. Razones están faltando, pues, para condenar sin piedad
aquel sistema oprobioso de acechos y sigilos, y sí sobran para considerar dicho
aspecto de nuestra evolución como consubstancial del tiempo que se vivía. No
se puede juzgar el sistema de gobierno de Solano López con la Constitución del
70 en una mano y el Acta de Chapultepec en la otra. Algo bárbaras eran
aquellas prácticas, pero algo bárbaros también los tiempos. El presidente
López no merecía hasta entonces el calificativo de “tirano”, que tan
gratuitamente le concedían los de tierra afuera, porque ajustaba sus actos a
las leyes – la “dura lex, sed lex” de los tiempos de don Alfonso el Sabio – a las
exigencias de la época y a su temperamento, muy concordante éste con unas
y con otras. Era aquél un gobierno de pérfida legalidad, si se quiere,
adoptando el término de un conocido novelista. Muy bueno sería el liberalismo
como teoría, pero Solano López gobierna, no teoriza. Y no es que nosotros, los
paraguayos, pongamos especial empeño en negar el carácter absolutista y a
ratos arbitrario del gobierno de Solano López; pero el que al dar a éste la
denominación de tirano, se dé también al vocablo una maliciosa y mortificante
inflexión, como si hubiese sido el único o el más horrendo de América, hiere
nuestra dignidad, por herir al mismo tiempo el más elemental espíritu de
justicia. Presentar a Solano López como a un monstruo engendrado por las
selvas, que se comía a los niños crudos y de los dedos se valía para contar, es
teñir la historia con los colores chillones de una absurda y mistificadora

4
chaque pyragüé: Expresión de alarma: ¡Cuidado con el pyragüe¡

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fantasía, que ningún bien hace a nadie y poco beneficio reporta a los propios
detractores. Pintarlo como un personaje ignorante, totalmente inculto, incapaz
de saber portarse en sociedad – tal como suelen hacerlo ciertos gacetilleros de
ayer y de hoy – importa, no sólo una mentira, sino un agravio estéril y
contraproducente.

En lo que iba de la presidencia de Solano López no había corrido aún la


sangre, bastante a diferencia de cuanto por aquellos mismos tiempos ocurría
en las latitudes sur y entre quienes su sed de superación buscaban calmar en
las más puras fuentes del derecho y de la civilización. En Corrientes, el caudillo
Berón de Estrada es desollado vivo, luego de ser tomado prisionero, y de su
piel se hacen maneas para las cabalgaduras de sus contrarios. La propia
Buenos Aires presenció escenas de horror, luego del triunfo de Caseros, según
el escritor argentino Pablo Rojas Paz: “Turbas dispersas de la guardia nacional
y del ejército aliado, junto con la gente maleante de los suburbios, sembraron
el pánico en toda la ciudad con el robo, la violencia y el saqueo. Un regimiento
entero, el del coronel Aquino, había sido condenado a muerte. Se ejecutaban
todos los días de diez a veinte hombres juntos”.

El gobierno de Buenos Aires decretaba con fecha 28 de enero de 1865:

“Habiendo desembarcado en el territorio del Estado un grupo de anarquistas, capitaneado


por el cabecilla Gerónimo Costa, con el criminal objeto de atentar contra la autoridad
constitucional del mismo, para suplantar a ésta la del terror y la barbarie, que caducó con
el triunfo de Caseros... 1) Todos los individuos titulados jefes que hagan parte de los
grupos anarquistas, capitaneados por el cabecilla Costa y cuando fuesen capturados en
armas, serán pasados por las armas, al frente de la división o divisiones en campaña,
previos los auxilios espirituales”.

Subscriben este decreto Pastor Obligado, Valentín Alsina, Bartolomé Mitre


y Norberto de la Riestra. Victorica lo comenta del siguiente modo:

“El fusilamiento, o asesinato oficial, del general Costa y de sus compañeros de infortunio,

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fue de gran trascendencia en las dos Repúblicas del Plata. Si los hombres que
gobernaban a Buenos Aires, la primera provincia argentina por su población y cultura, si
esos hombres que blasonaban de liberalismo o de principistas, consideran lícito
deshacerse de sus contrarios – después de haberlos calumniado e injuriado – y todavía
en pos del sacrificio, de soez canalla trataban a sus víctimas, ese medio tenía que ser
aceptado como expeditivo y eficaz para garantirse el dominio de los pueblos.”

Ya Sarmiento – también él un principista y de cuidado – había


recomendado idénticos sentimientos generosos con respecto al adversario o al
enemigo rendido en el campo de batalla, al escribir a Mitre con fecha 20 de
septiembre de 1861, poco después de Pavón:

“No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al
país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos.”

Muy de acuerdo, desde luego, estos conceptos del insigne educador


sanjuanino con aquéllos expresados por él desde su destierro en Chile:

“Es preciso emplear el terror para triunfar en la guerra. Debe darse muerte a todos los
prisioneros y a todos los enemigos. Debe manifestarse un brazo de hierro y no tener
consideración con nadie. Todos los medios de obrar son buenos y deben emplearse sin
vacilación.”

La reproducción de estas citas no tiene por objeto hacer cargos a nadie,


sino mostrar la razón de la sinrazón, esto es, la falta de todo sentido y justicia
en el tenaz empeño de querer presentar como un caso específico y único de
América el perfil despótico – y en cierto modo, cruel – del gobierno del
Paraguay de aquella época. Hasta entonces, el general López no había
abonado aún el suelo paraguayo con la sangre de sus hijos. Eso vendría más
tarde. Mas, entre tanto, mal se acomodaba a la realidad aquel calificativo de

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“bárbaro” que le arrojaban de una y otra esquina, porque ninguno de los que
por ellas rondaban podía sentirse en absoluto libre de que una piedra no
viniera a dar en su tejado de vidrio.

Refiere Héctor Varela que Solano López le dijo cierta vez:

“¿Qué entiende usted por libertad? ¿La que ustedes tienen en Buenos Aires? ¿La libertad
de insultarse por la prensa, de matarse en los comicios por elegir diputados, por mantener
dividida la nación, de hacer cada uno lo que se le antoje, sin respetar a nadie?”

Claro que el razonamiento de Solano López pecaba de simplismo, porque


al sistema liberal no le faltan sus naturales sedimentos, como tampoco carece
de ellos el régimen absolutista. Todo tiene su legua de mal camino, pero
alguna vez hay que empezar. Mas miradas las cosas en conjunto, el Paraguay
prosperaba mejor bajo aquel sistema que cuanto hubiera podido hacerlo con la
súbita importación de un liberalismo desenfrenado. No muy de acuerdo con los
cánones de la democracia era el gobierno del general López, sin duda alguna.
¿Pero lo eran acaso los otros de la América que fue Española? La verdad no
está casi nunca en la superficie.

La libertad no es simplemente el libre albedrío, y menos, el desenfreno de


todos los ímpetus materiales y espirituales. La libertad, en su concepto más
amplio y humanitario, constituye más bien el acomodo racional de los medios a
los fines de la felicidad ciudadana. ¿De qué sirve, en efecto, la libertad de
expresar el pensamiento, cuando este pensamiento no existe? ¿De qué vale la
libertad de trabajar, si no existe el clima propicio para sacar provecho y
beneficio del trabajo? ¿A qué el derecho de transitar libremente cuando no hay
por dónde ni para qué? ¿Para qué la libertad de comercio si la economía
agoniza y la inflación y usura se alzan con todas las ganancias? La garantía de
la libertad supone antes el ambiente social, político y económico para gozar de
sus beneficios, pues sin ello, es palabra huera, sin significado práctico y hasta
desprovista de sentido común, porque nadie siente angustias de realizar
aquello que no reporte beneficios o satisfacciones de orden moral o material,

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como no sea la propensión de anarquizar y disolver, que nada crea y todo lo


destruye.

***

Rotas las relaciones con el Imperio, nuestra posición estratégica y


situación geográfica imponían una ofensiva a fondo y sin pérdida de tiempo.
Mas para atacar al Brasil, había que pasar forzosamente por territorio
argentino. López solicita del presidente Mitre este pasaje por nota del 14 de
enero de 1865. La Argentina se lo niega.

¿Buscaba Mitre sinceramente mantener la neutralidad de su país en la


contienda paraguayo-brasileña, o es que se estaba tramando desde hacía rato
ya la concertación de una alianza con el Imperio y la destrucción del Paraguay?
Las cartas, notas y declaraciones del general Mitre, haciendo melosas
protestas de paz y neutralidad, parecen confirmar el primer término de la
interrogante, pero los brulotes prematuros e inoportunos del periódico por él
dirigido, así como ciertas indiscreciones de su ministro de Relaciones Exteriores
y algunas circunstancias espacialísimas relativas a la firma del tratado, aportan
sospechas de castaño oscuro con respecto al segundo de los términos.

En efecto, “La Nación Argentina” – órgano semioficial del gobierno, por ser
propiedad de Mitre – publica en diciembre de 1864 y bajo el sugestivo título de
“El Atila Americano”, el siguiente parrafillo, flaco de desperdicios:

“Al día siguiente del triunfo del Paraguay, la República Argentina se sometía a su tutela o
era obligada a la guerra... Al triunfo del Paraguay seguirá para nosotros el reinado de la
barbarie... Indinarse al Paraguay no es sólo defeccionar la causa de la civilización y el
derecho de los pueblos oprimidos, es traicionar a la República Argentina, amenazada por
los planos ulteriores del déspota paraguayo.”

¿Qué ha hecho el general López, en lo que va de su gobierno hasta la


fecha, para ser calificado de “déspota” y cuáles pueden ser esos “planos
ulteriores” que el diario porteño presenta como envuelto en el más siniestro de

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los misterios? “La Nación Argentina” no lo dice. Cualquiera creería que es esta
una cura en salud, como también parece serlo aquella carta dirigida por Mitre a
Urquiza con fecha diciembre 23 de 1864:

“Pero si desgraciadamente nuestra neutralidad no fuese respetada por los vecinos, y


nuestro territorio fuese violado por cualquiera de los litigantes, si se pretendiese promover
el desorden dentro de nuestro propio país, entonces, los sucesos me impondrían el
imprescindible deber de garantir ante todo, el honor y la seguridad de la nación argentina,
y una vez colocado en este caso, no retrocedería ante tan sagrado deber.”

A esta carta contesta Urquiza, con fecha 8 de febrero de 1865:

“V. E. conoce mi opinión; quizás para evitar el peligro de una violación, que pudiera ser
necesaria y que traería peores consecuencias que el tránsito sujeto a condiciones que
pudieran haberse acordado recíprocamente entre ambos beligerantes, hubiese sido
conveniente esto último.”

Otros periódicos de Buenos Aires trataban también por estos mismos


tiempos de arrojar la afrenta y el ridículo sobre la persona de Solano López con
caricaturas agraviantes y burlas sangrientas, que confinan con el insulto tan
deliberado como gratuito. ¿Qué ha hecho hasta aquí el presidente paraguayo
para merecer ese trato de la prensa porteña? ¿Qué hay de reprochable en su
actitud para con la República Argentina hasta el presente y cuáles los agravios
inferidos al gobierno o al pueblo argentinos? Aquellos diarios son leídos en
Asunción. Los lee el propio Solano López y no contribuyen gran cosa, por
cierto, a suscitar en su ánimo sentimientos de amistad y consideración hacia el
presidente argentino, dado el orgullo que animaba a aquel hombre. Permitir
que públicamente se haga mofa y escarnio del Jefe de Estado de un país
vecino no parece ser el medio más recomendable para atraerse la simpatía y
buena voluntad del mismo. Hasta el coronel Beverina – que tan a menudo
sucumbe víctima de la parcialidad al dejarse llevar por su admiración a Mitre –

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admite y confiesa que aquella campaña de la prensa porteña mucho contribuyó


para desatar la guerra entre Paraguay y Argentina.

Estamos, recuérdese bien, a casi cuatro meses del ataque a Corrientes,


pero Mitre de sobra sabe que si el ejército paraguayo quiere batir al del Brasil,
no le queda otra ruta que la de Misiones. Llevado Solano López a la guerra a
destiempo, cuando mejor hubiera sido completar sus preparativos militares
dentro de sus propias fronteras y aguardar con paciencia el próximo paso
imperialista del Brasil, ahora que la suerte está echada, otro camino no se le
abre que optar por una ofensiva fulminante, basada como toda operación
militar que se precie, sobre el secreto, la sorpresa y la rapidez. No le quedaba
al presidente paraguayo otra alternativa de acción. Error fue, sin duda, la
entrada prematura en guerra, pero a ese no podía agregarse otro, cual habría
sido mantenerse en la defensiva esperando que el ejército del Brasil –
atareado de momento en territorio uruguayo – diera cuenta de los orientales,
se reorganizara e hiciera frente al nuevo enemigo. El 7 de enero de 1865
escribía Dias Vieira a Paranhos:

“Hagan los paraguayos lo que quieran, no pudiendo batirlos al mismo tiempo que a los
blancos de Montevideo, sólo nos ocuparemos seria y exclusivamente de ellos después de
habernos desembarazado del Uruguay.”

Por lo demás, ya hemos visto que Solano López tenia sus dudas en cuanto
a la sinceridad del general Mitre por mantenerse ajeno al conflicto. Sus
agentes y soplones algo le habrían informado, sin duda. Sus preocupaciones
son todas para que la Argentina no tercie en la guerra con el Brasil. El 25 de
diciembre de 1864, escribe a Urquiza:

“No siendo la política amenazadora del Brasil y sus hostilidades contra el Estado Oriental
sino precursora de la que medirá contra el Paraguay y en último caso contra la
Confederación Argentina, mi gobierno se ha visto en la necesidad de adoptar las medidas
políticas que V. E. conoce.

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La violación del territorio oriental por parte del Brasil, ha puesto al Paraguay en el deber
de usar sus recursos militares para neutralizar los sucesos y la acción del Brasil en aquel
Estado, y me han decidido hacer marchar una División de operaciones sobre la provincia
brasilera de Matto Grosso y otra de expectación al territorio de la República, en la
izquierda del Paraná.

En el deseo de que esta última no excite dudas sobre su objeto, y para prevenir
interpretaciones malévolas o apreciaciones menos correctas de los sentimientos que
siempre he profesado a V. E., me es grato asegurarle que esta disposición no es
emanada sino del cumplimiento de los deberes militares que la situación impone a la
República, y no una amenaza a las provincias amigas de Entre Ríos y Corrientes, ni al
Gobierno Nacional Argentino, aun cuando la política del general Mitre y el apoyo moral
con que protege los desmanes del Gobierno Imperial, justificarían cualquiera prevención.”

Y en otra carta al caudillo entrerriano, fechada el 14 de enero de 1865,


insinúa ya Solano López la posibilidad de tener que solicitar pasaje para sus
tropas por territorio argentino:

“Sin entrar en apreciaciones sobre la política militante del Gobierno Argentino en la lucha
actual del Río de la Plata, me es agradable oír de V. E. la seguridad de que ella ha de ser
de completa abstención y perfecta neutralidad en la actual lucha entre el Brasil y el
Paraguay, obedeciendo así al sentimiento general del País, cual corresponde al deber de
justicia y buena voluntad.

Si los sucesos del Estado Oriental en la fecha que V. E. escribía habían hecho ya más
irritante el sentimiento de aversión del pueblo argentino a toda complicación en la lucha,
habrán sin duda producido todavía mayor efecto en el ánimo de los argentinos las
atrocidades nunca disculpables cometidas al día siguiente de la fecha que contesto, en la
toma de la ciudad de Paysandú.

Siendo probable que los azares de la guerra en que se halla empeñada esta República
con el Imperio del Brasil, me arrastre a pisar alguna parte del territorio argentino de
Corrientes, y deseando guardar con el gobierno nacional toda la consideración y respeto
que me deben [sic] los derechos internacionales y la seguridad de neutralidad que V. E.
me asegura, por parte del gobierno argentino, he mandado dirigir la nota de solicitud, cuya

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copia hallará V. E. adjunta.”

Negada la solicitud de Solano López para cruzar territorio argentino, aquel


escribe al general Urquiza el 26 de febrero de 1865, lo siguiente:

“He recibido la estimable carta de V. E. fecha 23 de enero5 conducida por don Julio
Victorica, y seguidamente la del 8 de éste, acusando recibo de mis anteriores del 14 del
pasado y del 1º de febrero. Ambas me han causado una penosa impresión, en cuanto
ellas importan una contradicción de las seguridades que espontáneamente V. E. quiso
ofrecerme sobre la neutralidad del Gobierno Argentino en la lucha entre el Paraguay y el
Brasil, y de que el tránsito de fuerzas paraguayas por alguna parte del territorio argentino,
no importaría un casus belli, no teniendo el gobierno argentino pretexto alguno para negar
ese tránsito y que si llegara a suceder, V. E. se pondría de parte del Paraguay,
combatiendo la política del general Mitre, para cuyo fin ha pedido la copia de la solicitud
de tránsito, y su contestación en caso negativo.

También V. E. me repite en su estimable del 23 que el gobierno argentino no tomará


ingerencia y conservará la más estricta neutralidad en la guerra paraguayo-brasilera, pero
me notifica que aquel gobierno, en su decisión de guardar neutralidad y de que ello no
pueda ponerse en peligro por los beligerantes, se negaría a acordar el tránsito a
cualquiera que lo solicite, interesándose V. E. para que yo evite todo cuanto pudiera ser
una razón, para que el gobierno argentino no se viese en la obligación de salir de esa
política, empeñándose en que los sucesos de la guerra no causen hechos que puedan
contrariar la política argentina, expresando sus deseos de que las armas del Paraguay
nunca sean enemigas de las de esa República.

Esto, como V. E. ve, es esencialmente contrario a lo primero y debo francamente decir a


V. E. toda la sorpresa que me ha causado este episodio, después de sus primeras
declaraciones, mucho más cuando la carta del 8 de febrero no tiene otro objeto que
encarecerme nuevamente esto último.

V. E. ha de permitirme que no entre a apreciar la neutralidad del gobierno argentino que


tan celoso se muestra, hasta con los actos de subalternos a que V. E. alude, con
amenaza de ruptura de neutralidad y de la posible enemistad de las armas de los dos

5
Copia de esta carta no la hemos podido hallar en el “Archivo del general Urquiza”. (N. del A.).

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Países, pero V. E. sabe ya por la copia que habrá recibido a esta fecha, que el gobierno
argentino ha negado su beneplácito de tránsito de fuerzas paraguayas, no sólo por
territorio argentino, sino por el que corresponde a este país, aunque no le está reconocido
por esa República.6

No puede ocultarse a V. E. la inoportunidad de una cuestión semejante en los momentos


en que el espíritu público de este país se halla en una agitación poco adecuada para
tratar con calma este negocio. El gobierno argentino en su negativa oficial, no hace
mención de la suposición que V. E. le atribuye, de que igual negativa parece haber sido
hecha al gobierno del Brasil. La simple negativa de tránsito por territorio argentino pudiera
tal vez tener una explicación, pero cuando esa negativa se extiende al territorio nacional
que el gobierno del general Mitre pretende disputar, no hay explicación honorable, que no
demuestre la intención de traer el disturbio en las relaciones internacionales de los
Países.

V. E. conoce cuán buen amigo he sido siempre para la República Argentina, y me asiste
la satisfacción de decir que tanto V. E. como el general Mitre, son testigos de los
empeñosos esfuerzos que siempre he hecho en tal sentido y en el de vivir en perpetua
paz con su gobierno, pero si ahora desgraciadamente, y como V. E. prevé, las armas
argentinas llegan a ser enemigas de las paraguayas, llevaré a la lucha la satisfacción de
no haberla provocado, y el sentimiento de no haberla podido evitar.

Aunque naturalmente poco satisfecho del giro que últimamente V. E. ha dado a los
espontáneos ofrecimientos y seguridades que me ha traído el señor Don Tomás Ramírez,
consecuente con la estimación que siempre he hecho de V. E., nada me será más penoso
que herir alguna vez los intereses de V. E. con que deseo contemporizar, en cuanto sean
compatibles con los del Paraguay.”

De todas las cartas dirigidas por Solano López al general Urquiza es ésta
la más extensa y toda ella destila amargura, decepción y contrariedad.
Tenemos, pues, que el caudillo entrerriano ha asegurado al presidente
paraguayo que el pasaje de fuerzas paraguayas por territorio argentino no
importaría un casus belli; y tenemos más aún: la promesa de Urquiza de
ponerse de parte del Paraguay para “combatir la política del general Mitre” en

6
Se refiere al territorio de Misiones. (N. del A.).

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el caso de que la solicitud de tránsito no fuese concedida por el gobierno de


Buenos Aires. Esta media vuelta inopinada – para no calificarla en términos
más duros – tiene que haber producido en el ánimo de Solano López profunda
inquietud y desazón y obligaba a nuestro gobierno a cambiar en forma casi
radical la orientación de su política exterior y, en consecuencia, de sus planes
de operaciones.

Que fue el general Urquiza quien indujo a Solano López a que pidiera
autorización para el libre pasaje de sus tropas por territorio argentino se
desprende con meridiana claridad de la siguiente nota, escrita por José Rufos
Caminos – nuestro cónsul en Paraná – al caudillo entrerriano el 4 de febrero de
1865:

“Mi hijo, don Luis, va a Buenos Aires cerca del gobierno, más porteño que argentino, con
la comisión que V. E. aconsejó. Esta es una prueba inequívoca de la plena confianza que
mi gobierno, sincero y leal como es, hace de V. E.

Pronto vamos a ver qué es lo que el gobierno nacional argentino contesta a este paso que
V. E. ha querido se diera y le será comunicado a V. E. para las ulterioridades que tenga
lugar.”

Asombra un tanto el que Solano López hubiera solicitado del gobierno


argentino autorización para pasar por territorio que el gobierno del Paraguay
consideraba como nacional, pues parece a la vez extraño e inusitado que un
país soberano pida permiso para mover sus tropas dentro de las fronteras
consideradas como de legítima pertenencia de la patria. Sabemos que el
gobierno del Paraguay se refería con ello al territorio cedido a la Argentina por
el Paraguay por el tratado de 1852, mas como este tratado – según hemos
visto – jamás fue aprobado por el Congreso argentino, no había razón moral ni
legal para no seguir considerando aquel territorio como formando parte del
patrimonio nacional. Era esta una situación implícita de hecho y de derecho al
no aprobar una de las altas partes contratantes el tratado de límites de 1852.
Lo que no se acepta, aprueba o ratifica carece de valor, y hasta de existencia,

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en derecho internacional y dentro de las normas que rigen las relaciones entre
dos Estados, no existiendo por lo tanto base legal ni motivo moral para traerlo
a la cita, ni siquiera en forma negativa. Al promoverlo Solano López no hacía
sino proporcionar nuevas e inesperadas armas a la política ya oscilante del
general Mitre.7

Verdad es que el tratado de 1852 invalidaba el de 1841, uno de cuyos


artículos – el 2º – decía: “Sin perjuicio de los derechos de la República del
Paraguay y de la Argentina, se reconoce como perteneciente a la primera las
tierras del campamento llamado de San José de la Rinconada [hoy Posadas] y
de los pueblos extinguidos, Candelaria, Santa Ana, Loreto, San Ignacio Miní y
San José hasta la Tranquera de Loreto; y por el de la segunda: San Carlos,
Apóstoles, Mártires y los demás que están en la costa del Uruguay”.

Mas desde el momento que el tratado del 52 no había sido ratificado por
el Congreso de la Confederación, continuaba subsistente para el Paraguay el
del 41, y en éste pudo haberse fundado Solano López, no para solicitar pasaje
por dicho territorio, sino para reafirmar los derechos del Paraguay sobre el
mismo y, en consecuencia, su libertad de ejercer en él actos plenos de
soberanía.

Lo más curioso estriba en que, no obstante no haber sido ratificado el


famoso tratado de límites del 52 por el Congreso argentino, el gobierno de este
país lo aceptaba y ratificaba, aun antes del pronunciamiento de la asamblea
legislativa, como probado queda por la siguiente carta dirigida por el general
Urquiza a don Carlos Antonio, con fecha 20 de agosto de 1852:

“El gobierno argentino, después de haber considerado con reflexivo examen ese Tratado,
lo ha encontrado tan justo y conveniente a los intereses recíprocos de ambas Repúblicas,
que también se ha apresurado a ratificarlo por su parte, quedando de este modo
sancionada la Convención celebrada.”

7
Lo raro, rarísimo, es que de acuerdo con la versión del documento original hoy conocida, sólo
se refiere él a la solicitud de pasaje por el territorio de Corrientes, sin mencionar para nada a
Misiones, conforme hace suponer la carta de Solano López a Urquiza ya transcripta. (N. del
A.).

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Podría acaso objetarse que la Confederación Argentina no tenía por qué


otorgar validez legal a un tratado firmado por una de sus provincias – el de
1841 – con una potencia extranjera, estando como estaban las relaciones
exteriores a cargo del gobierno central, si gobierno central existía en aquellos
tiempos en que la unidad nacional argentina no estaba aún lograda y cada
provincia obraba un poco por su cuenta, y con muchas de ellas, en abierta
oposición al régimen personalista y dictatorial de Rosas. Pero es que la cesión
– o mejor dicho, el reconocimiento – del territorio de Misiones como
perteneciente al Paraguay, aceptado por la provincia de Corrientes en el
tratado de 1841, no significaba sino ratificar de una manera implícita una
situación de hecho y de derecho existente como consecuencia del uti possidetis
de 1810.

En efecto, el Paraguay venía ejerciendo, desde la época del coloniaje,


derechos de soberanía sobre el expresado territorio, que ni antes ni después
fue motivo de litigio con la República Argentina. Así lo reconocerá más tarde el
propio general Mitre, cuando con motivo de la liquidación de la guerra de la
Triple Alianza, escribe en su conocido memorándum del 31 de agosto de 1873:

“No hay cuestión respecto del territorio de Misiones; ella está resuelta por la
naturaleza, por el tiempo, por las mutuas conveniencias y por el común
acuerdo”. Naturaleza, tiempo, conveniencias y acuerdo son todos factores muy
ponderables, pero sin relación alguna con el derecho, que el patricio argentino
ni siquiera cita. Mas volvamos a la época del coloniaje y a las que siguieron
luego para demostrar que el territorio de Misiones era de legítima pertenencia
del Paraguay. Cuando el 5 de mayo de 1806, el coronel don Bernardo de
Velazco asumió el gobierno del Paraguay, lo hizo sin perjuicio de sus funciones
como gobernador militar de los treinta pueblos que constituían “las Misiones” y
para el cual fue nombrado por Real Cédula del 17 de mayo de 1803.

Anota el Escribano de Gobierno y Cabildo:

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“Certifico, doy fe y verdadero testimonio que el señor don Bernardo de Velazco ha sido
recibido y puesto en posesión del empleo de Gobernador Intendente de esta Provincia,
con reunión del de los pueblos de Misiones y prestó el juramento de estilo en el
Ayuntamiento. Y de su Mandato doy el presente en la Asunción a 5 de Mayo de 1806”.

En 1810, la Junta de Buenos Aires nombró Gobernador interino de


Misiones al coronel Tomás Rocamora; sabedor de ello, don Bernardo de
Velazco expidió desde Candelaria, y con fecha 30 de agosto de 1810, un bando
ordenando la captura de Rocamora y calificando a éste de “sedicioso,
perturbador del orden público y traidor a la patria y al rey”.

Por lo demás, de acuerdo con el tratado del 12 de octubre de 1811, al


reconocer Buenos Aires la independencia del Paraguay, expresaba en el
artículo 4º del citado in fine: “... debiendo de lo demás quedar también por
ahora, los límites de esta Provincia del Paraguay en la forma en que
actualmente se hallan, encargándose consiguientemente su gobierno de la
custodia del Departamento de Candelaria.”

El dictador Francia continuó considerando a dicho territorio como


formando parte del patrimonio de la nación recién nacida a la vida
independiente: en él tenía un subdelegado de gobierno; en Candelaria existía
en sus tiempos una guarnición paraguaya con el objeto de proteger el
comercio directo entre Paraguay y Brasil, único resquicio entreabierto al brutal
aislamiento impuesto por el Supremo; y por último, se recordará que el sabio
naturalista Bonpland fue detenido, por orden del Dictador, en el pueblo o
campamento de Santa Ana, situado en la margen izquierda del Paraná y a dos
leguas de este río, el 8 de diciembre de 1821. El gobierno correntino había
abandonado al Paraguay las Misiones – luego de una frustrada tentativa de
invasión – retirando sus tropas al oeste de la Tranquera de Loreto. Más aún:
tropas paraguayas daban escolta a los comerciantes que, tras de vadear el río
Uruguay por San Borja, cruzaban Misiones por tierra para llegar a Candelaria y
de allí hacer pasar sus mercaderías a Itapúa, en la margen opuesta del Paraná.
No formaba, por lo tanto, Misiones un territorio usurpado por el Paraguay o en

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posesión de éste a título precario y circunstancial, sino ocupado con arreglo a


derecho, esto es, de acuerdo con el uti possidetis establecido para fijar los
límites de las colonias españolas de América en el momento de su
emancipación.

También el gobierno de don Carlos Antonio López tuvo siempre a Misiones


por territorio nacional y ya hemos visto que en 1847, el general Paz transitó
por el expresado territorio con escolta paraguaya en su viaje a Río Grande do
Sul, sin que en ninguna de las circunstancias mencionadas se le ocurriera a la
Confederación protestar por una violación de sus fronteras, lo cual equivale a
afirmar que reconocía implícitamente las existentes como normales y
legítimas. La cesión de dicho territorio a la Argentina por don Carlos Antonio,
según el tratado de 1852, fue una simple complacencia del gobernante
paraguayo, sin que para ello mediasen insistencias ni exigencias del gobierno
argentino. Acaso don Carlos Antonio creyó conveniente y razonable hacer
coincidir las fronteras de derecho con las naturales, haciendo del río Paraná
una valla más susceptible de ser defendida contra una posible invasión
proveniente del sur y es posible también que se haya resignado a ese
cercenamiento del territorio nacional en aras de un objetivo mayor y más
preciado: el reconocimiento de nuestra independencia por la Confederación y
el libre tránsito por las aguas del Paraná inferior. Sea como fuere, es difícil
calificar de acierto aquella cesión por el gobierno de Carlos Antonio López y el
buen presidente no pudo haber medido entonces toda la gravedad de las
consecuencias que derivarían de la misma con el andar del tiempo.

***

Ante la negativa de Mitre de conceder libre tránsito por el territorio que su


gobierno consideraba en litigio – sin serlo, como queda visto – el Paraguay
declara la guerra a la Confederación y veintiséis días después, sus tropas
invaden Corrientes. Se ha querido ver en esta invasión el delito de Caín,
acusación agraviante que no encuentra asidero luego de un sereno examen de
los hechos y de las circunstancias. Es esta de aquellas manchas que salen con
agua.

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En efecto, el 15 de febrero de 1865, convoca el presidente Solano López


al Congreso Nacional, que da comienzo a sus deliberaciones el 5 de marzo, con
el objeto de considerar la conducta del poder ejecutivo en la emergencia
creada por la negativa argentina y resolver la actitud que ha de adoptar el
gobierno de la nación.

Luego de considerarse una extensa exposición presentada por el poder


ejecutivo a la consideración y estudio del Congreso, éste declara la guerra a la
República Argentina por unanimidad el 18 del expresado mes y mediante una
ley cuyo artículo 2º expresa:

“Declárase la guerra al actual gobierno argentino hasta que dé las seguridades y


satisfacciones debidas a los derechos, a la honra y a la dignidad de la nación paraguaya y
su gobierno. Sala de Sesiones de Asunción, a 18 de marzo de 1865 (Firmado): José
Falcón, Vicepresidente en ejercicio del Honorable Congreso Nacional. Bernardo Ortellado,
Diputado-Secretario 1º y Gregorio Molinas.

Asunción, marzo 19 de 1865. Publíquese. López. El ministro de Relaciones Exteriores:


José Berges.”

El 23 del ya citado mes, “El Semanario” – órgano oficial del gobierno


paraguayo – publicaba la referida declaración de guerra. No hubo, pues,
misterio ni ocultación en nada de todo aquello.

El 13 de abril del mismo año, se producía el ataque a Corrientes, esto es,


a los veintiséis días de la declaración oficial de guerra. ¿Por qué y cómo esa
declaración no llegó oportunamente a manos del gobierno de Buenos Aires? ¿Y
si llegó, qué se hizo de ella, hasta el momento de darla a conocer al pueblo
argentino? Treinta y cinco días transcurrieron desde que el Congreso del
Paraguay votó la declaración de guerra a la Argentina hasta su publicación en
Buenos Aires. ¿Qué pasó en ese lapso? Es lo que no está claro en este episodio
de la historia, como tampoco lo está el que el teniente Cipriano Ayala fuera el
encargado por Solano López de hacer llegar el documento a manos del
gobierno argentino. Lo único que de cierto se sabe es que el citado Ayala –

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“simple portador de pliegos”, como lo calificó el presidente paraguayo en su


protesta a Mitre por el apresamiento del oficial aludido – pasó por Humaitá el 3
de abril, estuvo en Paraná el 6 y llegó a Buenos Aires, donde fue encarcelado.
¿Ocultó Mitre la declaración de guerra para dar de ese modo el aspecto de un
zarpazo alevoso y traicionero a la invasión de Corrientes, o la sustrajo Félix
Egusquiza, agente del gobierno del Paraguay en Buenos Aires, para con ello
especular con ciertos valores de Bolsa, según se afirma? Por lo que hoy
sabemos, es difícil establecer la verdad absoluta. Mas lo cierto de toda certeza
es que el presidente Solano López invadió Corrientes previa declaración de
guerra y con todas las de la ley, si ley puede haber en cosa tan desmañada y
artera como es la guerra. “Es sabido que siempre pretendió nuestro gobierno
que el apresamiento de los vapores en Corrientes se había efectuado antes de
recibir la declaración de guerra; mientras tanto, la actitud del gobierno
paraguayo fue correcta, porque hacía un mes que habla enviado la
comunicación”. (Ernesto Quesada).

Con todo, alguna sospecha tiene que haber cundido en Buenos Aires por
aquellos días, pues con fecha 11 de abril, “La Nación Argentina” adelantaba
esta noticia, acaso con visos de tanteo para pulsar el grado de reacción del
público en la capital porteña:

“Una noticia de la mayor gravedad circula desde el sábado en Buenos Aires: tal es la de
que el tirano del Paraguay, llevado al paroxismo de la locura, después de haber declarado
la guerra al general Flores y al Brasil, la ha declarado también a la República Argentina.”

¿Cómo explicar que noticia de tal gravedad no hubiese llegado aún a oídos
del propietario del periódico y de su gobierno, o es que ha llegado y no
conviene, de momento, divulgarla? Parece que el gobierno argentino no estaba
del todo ajeno al rumor – dando por descontado que ignorase por completo y
en concreto la noticia – pues con fecha 12 de abril, el ministro inglés Thornton
informa a Lord Russel, ministro de Relaciones Exteriores de Gran Bretaña:

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“Desde el mediodía del 8 del corriente, ha circulado el rumor en esta ciudad de que el
gobierno paraguayo ha declarado la guerra a la República Argentina. Esta noticia derivó
del hecho de que aquel día llegó de Asunción un mensajero con despachos para el
agente paraguayo en esta, señor Egusquiza, quien al recibirlos procedió de inmediato a
convertir en especie una gran cantidad de papel moneda bonaerense y a trasferir sus
bienes raíces a nombre de un ciudadano de este país. Hablé del rumor al general Mitre y
al señor Elizalde, quienes al principio no lo creyeron, pero ahora le dan crédito y el
segundo me dijo ayer que un amigo suyo había visto una copia de la nota del gobierno
paraguayo que contiene la declaración de guerra. S. E. espera recibir esa nota por el
vapor argentino “Salto”, que debe llegar de Asunción dentro de uno o dos días.”

El “mensajero con despachos” a qué se refiere el representante británico


¿podrá ser Cipriano Ayala, que había pasado por Paraná el 6 de abril? Sea
como fuere, los términos de la citada comunicación al Foreign Office vindican
en cierto modo a Mitre y acusan a Egusquiza, en cuanto a la ocultación de la
siguiente nota declarando la guerra, que firmada por don José Berges, fue
publicada en la Memoria del ministerio de Relaciones Exteriores de la Argentina
correspondiente al año 1866:

“S. E. el señor Presidente de la República ha ordenado al abajo firmado decir a V. E. que


la convicción de que la política del actual gobierno argentino, como lo justifican los hechos
consignados en esta nota, es atentatoria de los derechos, intereses, el honor y la dignidad
de la nación paraguaya y de su gobierno, le impuso el deber de hacer presente tan grave
situación de la nación y que adjunte a V. E. copia legalizada de la resolución del
Honorable Congreso Nacional, que atendiendo y considerando los hechos, declara la
guerra al actual gobierno argentino para salvar el honor, la dignidad y los derechos de la
República.”

Precisamente ese mismo 8 de abril escribía Egusquiza a Berges:

“Esta mañana tuve el honor de recibir el telegrama que con fecha 3 del corriente tuvo a

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bien dirigirme desde Humaitá, desde donde me lo ha trasmitido el señor general Robles,
por lo que me he impuesto con sumo pesar de la actitud a que ha sido obligado nuestro
gobierno a asumir contra este país.”

Continúa Egusquiza:

“La alianza de este país con el Brasil será pronto un hecho, pues el único que sólo
esperaba un motivo para ello es el general Mitre.”

De que el agente paraguayo se hallaba ya en antecedentes de la


declaración de guerra es prueba evidente la siguiente comunicación que el
nombrado dirige a Brizuela en Montevideo en la misma fecha del 8 de abril:

“Recibí esta mañana su estimada de ayer con la correspondencia adjunta para la


Asunción, la que seguirá para su destino por el “Esmeralda” que sale del Rosario el
martes para Corrientes y Humaitá.

Por el vapor “Pavón”, que llegó hoy trayendo la correspondencia de Corrientes, he


recibido aviso telegráfico de la Asunción, del 3 del corriente, por el que se me avisa haber
sido declarada la guerra a este gobierno por el de la República, lo que le comunico en
reserva para su gobierno.”

¿Por qué ocultó Egusquiza la noticia al gobierno argentino? Probablemente


porque carecía de instrucciones para hacerla saber, dado que su cargo de
Agente Comercial del Paraguay no era de carácter oficial para la Confederación
ni estaba reconocido como representante de nuestro gobierno. Por otra parte,
Egusquiza tenía dos poderosas razones para impedir que la mala nueva
trascendiera de inmediato: primero, la necesidad de poner a buen recaudo los
fondos del Estado paraguayo que guardaba en su poder, y luego, su interés en
que el “Esmeralda” llegara a Humaitá antes de ser conocida en la Argentina
nuestra declaración de guerra. El “Esmeralda”, que había zarpado de Buenos

Biblioteca Virtual del Paraguay Pág. 197


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Aires el 6 de abril, llevaba para nuestro gobierno el siguiente cargamento:

42 cajones, conteniendo c/u. 20 fusiles y 20 sables bayonetas, de fabricación belga;

2 cajones con 250.000 fulminantes;

1 cajón con cien sables;

31 cajones de brin, lienzo y paño para uniformes.

El barco fue detenido el 5 de abril a la altura de Goya por las autoridades


correntinas, haciéndole regresar a Buenos Aires, donde se confiscó su
cargamento.

El 8 de abril de 1865, el gobierno argentino dictaba el siguiente acuerdo:

“Habiéndose declarado a la República Argentina una guerra de hecho por el


gobierno del Paraguay y existiendo en esta ciudad como su Agente Comercial el individuo
paraguayo don Félix Egusquiza, quien tiene objetos y valores de pertenencia del gobierno
enemigo del Paraguay, procédase a su arresto hasta las ulterioridades correspondientes y
al embargo de todos los bienes y haberes existentes en su poder, previo inventario
autorizado por la persona que nombre el expresado Félix Egusquiza, hasta la resolución
que se tomará. Al efecto, pase al jefe de policía para su ejecución, debiendo actuar el
escribano de gobierno.

Mitre

RUFINO ELIZALDE

L. GONZÁLEZ

JUAN A. GELLY Y OBES”

Iniciado el “juicio civil y criminal contra don Félix Egusquiza y don Cipriano
Ayala, ciudadanos paraguayos, por traición, ocultación de bienes y espionaje”,
y tras un largo y voluminoso proceso, la Suprema Corte de Justicia argentina
absolvió finalmente al ex-agente comercial del Paraguay por fallo dictado el 12
de febrero de 1867. Mas no deja de ser interesante reproducir una de las

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declaraciones de Egusquiza que consta en el referido proceso, y que así dice:

“Preguntado (Egusquiza) si el sábado, 8 del corriente o en otra ocasión recibió


comunicaciones del gobierno del Paraguay por mano del individuo Cipriano Ayala; dijo:
que no recuerda si precisamente el ocho, pero que en esos días encontró sobre su
escritorio una comunicación traída por el vapor “Esmeralda”, en el que vino Ayala; que
esa comunicación le venía de Corrientes, por mano del señor Rojas, que allí desempeña
las mismas funciones del que declara en esta, y aunque no venía escrito de Rojas,
conoció ser enviada por él, por el segundo sobre que traía; que todo era una carta del
general don Wenceslao Robles, y en ella, aunque sin seguridad, le anunciaba que era
probable que el gobierno del Paraguay declarara la guerra al Argentino; que esa carta la
rompió por el disgusto que le causó ver que las relaciones de ambos gobiernos estaban
próximas a romperse.”

Parece probado con todo ello que Egusquiza tuvo conocimiento de la


declaración de guerra a la Argentina, mas sin tener en sus manos el
documento de cancillería ni haber recibido la misión de hacer entrega de él al
gobierno argentino.

Félix Egusquiza sirvió con toda lealtad a su patria, al gobierno paraguayo


y a los López; la siguiente carta dirigida a don Cándido Bareiro, en París, el 11
de marzo de 1865; constituye prueba plena de que no compartía las ideas de
su sobrino – Juan Bautista – en punto a formación de la “Legión Paraguaya”
para libertar a su patria de origen:

“Algunos de nuestros paisanos, residentes en esta y en oposición a nuestro gobierno se


disponen para acompañar a los brasileros en la cruzada contra nuestro país. ¡Lo que
puede o ciega al hombre el espíritu de partido; que se alía a un extranjero!”

Meses antes, el gobierno de Solano López – ya con la guerra en puerta –


había tratado de obtener un empréstito en la ciudad de Buenos Aires, índice de
que por aquel entonces no abrigaba designio alguno de agresión contra la

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República Argentina y signo evidente también de que nuestro estado financiero


no era de los más florecientes para afrontar una larga lucha, entonces ya
iniciada con el Brasil. Con relación de estas tentativas de última hora, escribe
Egusquiza a Bareiro el 11 de febrero de 1865:

“El objeto principal que ha traído [Luis Caminos] ha sido el buscar en uno de los bancos
de esta plaza la suma de 300 a 500 mil patacones, para recibirlos en esos plazos.

La operación esta habría sido fácil realizarla hace tres o cuatro meses, pero en estos
momentos lo creo, si no imposible, sumamente difícil, no sólo por la crisis monetaria por
que pasa esta plaza, cuanto por los acontecimientos políticos que hacen temer una
conflagración general en los Estados del Plata.”

Mientras en el Plata se comenta ya las posibilidades de una “conflagración


general”, el Paraguay anda en angustias de último momento y a la búsqueda
de fondos y armamentos.

Volvamos, empero, a la interrogante de tanto vigor inquisitivo ¿venía la


Triple Alianza gestándose con anterioridad al rompimiento de hostilidades
entre Paraguay y Argentina? Harto sugestivas son, desde luego, algunas de las
circunstancias que rodearon la firma de aquel acuerdo tripartito.

Muy a cuento viene relacionar tres fechas de excepcional importancia: el


20 de abril presentaba sus credenciales al general Mitre el nuevo ministro del
Brasil, Francisco Octaviano de Almeida y Rosa y el 1º de mayo se echaba la
firma del trascendental documento, es decir, tres días antes de la declaración
de guerra de la Argentina al Paraguay, solicitada por el presidente Mitre al
Congreso el 4 del mencionado mes. Nabuco, historiador brasileño de fuste,
escribe:

“Mitre recibió a Octaviano el 20 de abril y el 1º de mayo se firmaba el tratado. Pocas


veces se ha realizado tan apresuradamente acto internacional de tanta importancia. La
responsabilidad efectiva corresponde al Gabinete Olinda, pero la iniciativa es del Gabinete
Furtado, en cuyo tiempo se celebró.”

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Y Jourdan, otro historiador brasileño, comenta así aquel apresuramiento


sospechoso:

“E preciso lembrar que nesta época ñao havia telegrapho entre o Rio de Janeiro e Buenos
Aires, e que uma viagem de ida y volta ñao era possivel realizar-se com a discussao e
acceitaçao das clausulas pelas altas partes contratantes, entre o 20 de abril, dia de
apresentaçao do ministro em Buenos Aires, e o 1º de maio, dia da assignatura do tratado
naquella cidade.”

“El error es de fechas – afirma Mármol, escritor y diplomático argentino –;


la alianza con el Brasil no proviene de abril del 65, sino de mayo del 64. Desde
la presencia de Tamandaré en aguas del Plata, y de los generales Netto y
Menna Barreto en las fronteras orientales, se estableció la verdadera alianza
de hecho entre los gobiernos brasilero y argentino, en protección de la inicua
revolución del general Flores contra el mejor de los gobiernos que ha tenido la
República Oriental, y con el cual no había cuestiones que pudieran pasar de las
carteras diplomáticas”.

Y el siempre vigilante y perspicaz Thornton informa a Lord Russel con


fecha 24 de abril del 65:

“Yo suponía que con la llegada en esta del ministro Octaviano, que había venido a
invitación del gobierno argentino, más pronto de lo que pensaba, se iniciarían de
inmediato negociaciones para una alianza formal con el Brasil, relativa a la guerra contra
el Paraguay; pero hubo al principio una evidente frialdad entre el señor Octaviano y el
gobierno argentino. Yo sólo puedo atribuirla a la estipulación exigida por el primero de que
ambas partes declarasen que respetarían la independencia de la República del Paraguay.
Tanto el presidente Mitre como el señor Elizalde me han declarado en diferentes
oportunidades que ellos por el momento, deseaban que el Paraguay fuese independiente,
que no les convenía anexarse al Paraguay, aunque este lo quisiera, pero que no estaban
dispuestos a concertar ningún compromiso con el Brasil en este sentido; porque no

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ocultaban que cualesquiera fuesen sus vistas actuales sobre este punto, las
circunstancias podrían modificarlas, y el señor Elizalde, que tiene cerca de cuarenta años,
me dijo un día, si bien en el curso de una simple conversación, “que esperaba vivir lo
suficiente para ver a Bolivia, al Paraguay, al Uruguay y a la República Argentina unidas en
una confederación y formando una poderosa república en Sur América”. “

Según Saraiva, el tratado de alianza fue concertado el 18 de junio de


1864, en ocasión de reunirse en las Puntas del Rosario: Flores, Elizalde,
Lamas, Castellanos, el ministro inglés Thornton y el propio Saraiva para tratar
la pacificación del Uruguay; así lo expresa el mencionado en carta dirigida al
historiador Nabuco el 1º de diciembre de 1894, y que éste reproduce en su
conocida obra, sin que el autor de la misiva la haya desmentido jamás: “dichas
alianzas [las del Brasil contra el Paraguay] se realizaron el día en que el
ministro brasileño y el argentino conferenciaron con Flores en las Puntas del
Rosario, y no en el día en que Octaviano y yo, como ministro de Estado,
firmamos el pacto...”.8

Por otro lado, las instrucciones impartidas a Octaviano el 25 de marzo de


1865, expresaban con meridiana claridad: “El objeto principal de la misión de
V. E. es evitar que el gobierno argentino pretenda estorbar de cualquier modo
la acción del Imperio contra el Paraguay”. Y Rufino de Elizalde, ministro de
Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, afirmaba en un discurso
pronunciado en la Cámara de Diputados el 3 de junio de 1868: “Había un
acuerdo consignado en un protocolo celebrado entre el gobierno de la
Confederación y el Imperio del Brasil, para que en la eventualidad de una
guerra entre el Brasil y el Paraguay, se había de dar paso al Brasil por
territorio argentino”. El acercamiento – por no llamarlo complicidad – existía
pues bastante antes del ataque a Corrientes.

Escribe don Enrique de Gandía: “El error de López fue atacar a la


Argentina. Nuestra patria nunca habría entrado en guerra del lado del Brasil, si

8
Los suspicaces se sentirán tentados de relacionar esta circunstancia con aquel párrafo de la
carta escrita por Elizalde a Mitre y fechada el 21 de junio de 1864: “La más completa reserva
es necesaria por causas que ni a escribir me atrevo”. (N. del A.).

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el Paraguay no hubiese cometido tan estúpido error como el de invadir la


provincia de Corrientes”. Esta afirmación del brillante historiador argentino no
hace migas con las circunstancias ya referidas ni con otras de igual índole.
Entre el 13 de abril – fecha del ataque paraguayo a Corrientes – y el 1º de
mayo, en que se firmó el tratado, han transcurrido dieciséis días, lapso que
parece excesivamente breve para negociar, concertar, discutir y ajustar una
convención de tan trascendental importancia como era aquel documento, que
afectaba nada menos que el porvenir político de toda la cuenca del Plata. Más
bien hay para sospechar que Octaviano se trajo de Río de Janeiro en su
carpeta el borrador del tratado. Verdad es que Mitre jamás se hubiese atrevido
a aliarse de buenas a primeras con el Brasil, pues la opinión pública argentina
se mostraba contraria a semejante alianza. Hacía falta un pretexto. La invasión
de Corrientes vino a facilitarla. De no haber sido ello, cabe imaginarse que no
habría resultado muy difícil encontrar otro, porque en política internacional, los
pretextos sobran cuando la intención está ya definida. Que Octaviano se trajo
la picazón del tratado se desprende de lo que escribió años adelante – el 22 de
diciembre de 1865 – el plenipotenciario argentino Mármol en el periódico “La
República” bajo el título de “La neutralidad argentina”:

“Me encontraba en Montevideo de paso para Janeiro cuando llegó el señor Octaviano, en
marzo de 1865. El ministro imperial no quería hablar de otra cosa que de la alianza: la
vigilia, el sueño, la comida, el paseo todo era la alianza para ese diplomático. El señor
Octaviano hubiera preferido morirse antes que salir derrotado en la conquista de la
aspirada alianza... Me oprimía, me corría, me arrinconaba con la cuestión alianza.”

Luego, la actitud de la prensa de Buenos Aires, tan francamente hostil al


gobierno del Paraguay, cuando éste nada había hecho aún por merecer aquella
desatada hostilidad, es motivo de sospechas.

Cabe todavía preguntarse si una solicitud presentada por el Brasil para el


libre pasaje de sus tropas por territorio argentino habría hallado una negativa
por parte de Mitre, como la que halló el gobierno paraguayo. Se afirma que

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esa solicitud, con su correspondiente desahucio, existió en hecho de verdad,


mas ninguna documentación conocida puede traerse a cuento para prestarle
entera fe, descontando lo expresado por el propio Mitre y repetido por
Salvador del Carril en su carta al general Urquiza del 19 de febrero de 1865:

[Me ha dicho Mitre]... que el Brasil ha solicitado permiso por medio de su ministro para
transitar con su ejército por el territorio argentino desierto. Esta solicitud no la ha
formulado por escrito, temiendo un desaire, pero no es menos cierta. La negativa ha dado
lugar a réplicas, fundándose en los protocolos de la Confederación, antecedentes, etc.

Pero labor más improductiva que hacer historia sobre el factor negativo de
lo que pudo haber sido y dejó de ser, no existe. De hipótesis en hipótesis, se
puede llegar a lo infinito, sin alcanzar jamás la verdad.

***

Ahondando un poco las cosas, se nos antoja algo aventurado calificar de


estúpido error la invasión de la provincia de Corrientes por fuerzas paraguayas
en abril de 1865, llevada a cabo como consecuencia inmediata de negarse el
gobierno de Mitre a acceder al pedido de libre pasaje para las mismas. Las
aseveraciones rotundas y definitivas no pueden alimentarse de raíces
superficiales. Por torpe que quiera suponerse a Solano López, es inconcebible
que su torpeza pudiera haber llegado a tanta desdicha y perversidad como
para echarse encima otro enemigo, cuando ya con el Brasil tenía bastante y
aún demasiado.

Alguna razón poderosa – de carácter político o militar – tiene que haber


mediado para forzar aquel paso del gobernante paraguayo. A falta de datos
incontrovertibles que dé fundamento puedan servir a afirmaciones positivas en
punto a las razones que asistieron al general Solano López para provocar una
guerra con la Argentina, es lícito basarse en razonamientos derivados de
ciertos hechos y circunstancias.

En primer término, puede presumirse que hasta Solano López hubiesen

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llegado noticias del pacto ya concertado entre el gobierno de Buenos Aires y el


Imperio del Brasil en las Puntas del Rosario el 18 de junio de 1864 y, en tal
trance, se decidiera el presidente paraguayo a echar mano de la sorpresa –
factor preponderante de toda iniciativa – para tratar de sacar rápidamente el
mejor partido posible de la falta de preparación bélica de la Argentina en
aquellos instantes.

Luego, sabemos que Urquiza – en carta a Solano López de fecha 23 de


enero de 1865 – cancelaba su compromiso de ponerse del lado del Paraguay
en el caso de que Mitre negara el solicitado tránsito por Misiones,
contrariamente a lo prometido unos meses antes por intermedio de su enviado
personal en Asunción, don Tomás Ramírez. El general Solano López escribe a
Cándido Bareiro, nuestro Encargado de Negocios en París, con fecha 26 de
enero del referido año: “El caso está próximo a suceder, y aunque no
contamos todavía con ningún disidente, porque el general Urquiza ha faltado a
sus espontáneos ofrecimientos, si la guerra se hace inevitable con ese país
[Argentina] contaría con la decisión y entusiasmo de mis compatriotas para
llegar a buen fin”.

En tales circunstancias, la columna paraguaya del teniente coronel


Estigarribia no podía iniciar la marcha en dirección a su objetivo a lo largo del
río Uruguay con su flanco derecho descubierto, o mejor dicho, en latente
peligro; una columna paralela que marchara bordeando el Paraná era
necesaria para cubrir aquel flanco y protegerlo contra la amenaza de un
posible ataque lanzado desde Entre Ríos, dado que no se podía ya contar con
la amistad, o tan siquiera con la benevolente neutralidad del caudillo
entrerriano.

Tiene la guerra sus principios inmutables; varían los procedimientos, se


modifican sin cesar el armamento y la táctica, aparecen nuevas armas de
ofensa y defensa, se transforman los métodos de conducción y combate, pero
aquellos principios permanecen sin alteración, porque constituyen la propia
esencia de la guerra, desde los días de Aníbal y Escipión el Africano hasta los
nuestros. La guerra es, a la vez, ciencia y arte: como ciencia, obedece a leyes

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fundamentales e inamovibles, y como arte ha de acomodarse a las mudanzas


de época, espacio, temperamento, accidentes y circunstancias, que van de la
naturaleza del terreno a las variaciones atmosféricas. Ciencia es la estrategia y
arte la táctica, regida la primera por principios y la segunda por reglamentos.
En saber armonizar lo permanente con lo transitorio, coordinar el arte con la
ciencia y ajustar la concepción de cuño matemático a la ejecución sujeta a
factores variables, estriba el genio de los grandes capitanes.

Muy contados y simples son los principios de la guerra, uno de los cuales
establece: “Sólo la ofensiva conduce a la victoria”. Francisco Solano López fue
fiel al principio de emprender la ofensiva y anticiparse de esa manera a los
designios de sus adversarios, como medio indispensable de asumir y retener la
iniciativa, factor de primerísima calidad, así en el orden táctico como en el
estratégico. Y por no ir contra esa máxima esencial – aunque luego fuera
contra otras de parecida o mayor importancia – hubo de arrostrar riesgos
considerables, pero siempre inferiores – desde el punto de vista técnico-
profesional – a los que hubiese tenido que experimentar de haber faltado a ella
deliberadamente.

Las cartas de Solano López, citadas en páginas anteriores – tanto las


dirigidas a Urquiza como aquéllas escritas a su agente en Buenos Aires –
prueban reiteradamente que no entraba en el ánimo del presidente paraguayo
agredir a la Argentina, y mucho menos facilitar la alianza de ésta con el
Imperio del Brasil; nada tenía el Paraguay que ganar con una Argentina en su
contra y sí muchísimo que perder; provocar deliberadamente nuestro
aislamiento durante una guerra exterior y cerrar por propia voluntad todo
acceso al mundo más allá de nuestras fronteras era insensatez tan grande que
sólo podía caber ella en el cerebro de un chafandín irresponsable o de un
perturbado mental.

Solano López se encontró impotente ante hechos consumados y fuera ya


de su alcance; si cabe achacarle el error político de no haber desplegado
mayor perspicacia diplomática en seguir astuto, vigilante y sereno el curso de
los sucesos, se pecaría de injusto al cargar también sobre él supuestos

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desatinos en la concepción de un plan de operaciones, que respondía a


necesidades imperiosas de orden estratégico, las cuales una vez desatado el
conflicto, se anteponen a los de orden político y a cualquier consideración de
carácter sentimental. Una sola palabra, pero palabra sincera, espontánea y
sincera de Mitre a Solano López en aquellos momentos habría removido la
circunstancia imperativa que impulsó la invasión de Corrientes; una sola
advertencia formal y categórica del gobierno argentino al del Brasil sobre su
decisión inequívoca de mantenerse neutral en el conflicto hubiese tranquilizado
al gobernante paraguayo, quien no pedía sino que se le dejara solo para
arreglarse con el Imperio. Faltó aquella palabra y no fue pronunciada la
advertencia; por el contrario, se produjeron indicios muy reveladores de la
escasa consistencia de la neutralidad argentina, como aquella conocida e
indiscretísima carta del ministro Elizalde al gobernador de Corrientes, en la
cual aquél pedía a éste facilitara la acción de “los agentes brasileños” en la
referida provincia, autorizando hasta el empleo de un barco de la armada para
el efecto. En otro de sus despachos al nombrado gobernador afirmaba Elizalde
que “la guerra con el Paraguay era segura y que las simpatías argentinas no
podían ser para los que de un momento a otro serían enemigos declarados”.
Lleva esta carta fecha 20 de diciembre de 1864. ¿Qué razones existían para
que Elizalde – ministro de Relaciones Exteriores de Mitre – considerara al
Paraguay como “enemigo declarado”, afirmando que la guerra con ese país era
segura cinco meses antes del ataque paraguayo a Corrientes?

Todos esos factores, que no podían ser ignorados por Solano López,
sumados a la actitud de Urquiza volviendo sobre sus pasos y faltando a la
promesa dada, alteraban de un modo fundamental la postura del Paraguay con
respecto a la Argentina, y por idéntico motivo y lógica derivación, incidían
sobre nuestros planes estratégicos, desde que la guerra – según la clásica
definición – no es sino continuación de la política por otros medios.

En consecuencia, la invasión de Corrientes no careció en absoluto de


fundamentos políticos o militares. No constituyó un error, y mucho menos una
estupidez, sino una desventura, un percance fatal, una agresión no

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premeditada sino forzada por giros imprevistos del panorama internacional y


una necesidad estratégica indeclinable, para cuya prevención se habría
requerido entera buena fe por una parte y dotes de estadista suspicaz por la
otra.

Claro es que a la invasión del territorio nacional no podía contestar el


gobierno de Mitre con una nota diplomática. A la agresión de Solano López sólo
se podía responder con un argumento: la fuerza. Mas al juzgar esta agresión,
ha de tenerse igualmente presente el clima, las circunstancias y las
provocaciones que la favorecieron, alentaron o forzaron. Tan culpable como el
agresor de hecho es, a veces, quien abre el camino para su consumación por
torpeza, mala fe o falta de visión política.

Alberdi – el alto y noble pensador argentino – escribe desde París a


Máximo Terrero el 21 de mayo de 1865:

“El vapor trae la noticia de la guerra más o menos declarada ya entre el Paraguay y lo que
diremos el Gobierno Nacional Argentino; pues la suerte o compensación de un país que
no tiene gobierno nacional es que nunca se puede decir que una guerra sea hecha a la
Nación. Guerra de honor dicen sus autores. Bueno es que se consuelen con algo”.

***

De todas maneras, la guerra entre Paraguay y Argentina – hermanos de


sangre, vinculados por el origen, la lengua, la geografía y la historia – era un
hecho, un acontecimiento desgraciado y tremendo en aquel cuarto de hora de
insensatez que se apoderó de medio continente, y sea que la atribuyamos a la
maldad de los hombres, a su falta de visión o a la simple fatalidad del destino,
aquel choque de armas constituyó un desvarío funesto, para no darle de una
vez la simple y llana calificación de crimen. Instante fue aquél el más
desventurado en la historia del Plata, y aún en la del continente. En las
muchas veces secular rivalidad entre españoles y portugueses, Argentina halló
difícil guardar lealtad a los mandatos de su origen hispánico, y se alió con el
Brasil lusitano, para destruir al Paraguay, hermano de sangre y primogénito de
su extinguido Virreinato. Argentina adquirió la amistad del Brasil a un precio

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muy alto, tan alto que sólo el tiempo ha de decir si él corresponde al valor de
lo adquirido. Sólo el tiempo es susceptible de probar si la inmolación del
Paraguay fue prenda eficaz y duradera para asegurar por siempre la paz en el
Plata. El ya citado y prestigioso historiador argentino de nuestros tiempos, don
Enrique de Gandía, tiene la patriótica entereza de afirmar: “El Brasil nos llevó a
la guerra y nos hizo firmar un pacto injusto”. (Revista de Historia, Nº 2,
Buenos Aires).

Mas ya el ministro Elizalde tenía anunciado desde algún tiempo atrás


aquel desvío de la corriente hispánica, cuando en ocasión de contestar una
interpelación de Ruiz Moreno, el 17 de agosto de 1864, expresó:

“Nosotros hemos acatado una política que tenia su razón de ser, pero que ha de
desaparecer. Me refiero a la política de antagonismo entre las razas portuguesas y
españolas, que hemos heredado de la colonia después de nuestra emancipación. Así es
que el gobierno actual, no sólo pretende concluir para siempre con una política tan
equivocada y perjudicial, sino que levantará por el contrario una política de fraternidad,
cultivando la más sincera amistad con el gobierno imperial, porque cree que unidos estos
dos países, regidos igualmente por instituciones libres, cualquiera que sea su forma de
gobierno, están destinadas a auxiliarse y propender de una manera, la más prodigiosa, al
rápido progreso que depende, en gran parte, de la unión de pueblos que están
íntimamente ligados como estamos nosotros con el Brasil. “

Cuando del Brasil se trata, no importa la forma de gobierno que allá


impere; sólo en lo que respecta al Paraguay, no ha de tolerarse “ese
despotismo salvaje que oprime a un pueblo”, conforme las palabras del propio
Elizalde.

“La guerra del Paraguay – afirma Carlos Pereyra – es guerra brasileña de conquista y
contrarrevolución: guerra antiamericana”. En aquel conflicto, Solano López – acaso sin
caer en ello y no obstante los errores pasivos de su diplomacia – tomó el único partido
que le correspondía por la tradición secular de hispánica prosapia; someterse al Brasil o

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aliarse con él habría significado traicionar el mandato de la historia, de la sangre, de la


geografía y de los sentimientos.”

***

Los propios argentinos de aquella época se sintieron asombrados y


horrorizados ante el pacto firmado con el imperio de Pedro II. Escribe López
Jordán a Urquiza:

“Usted nos llama para combatir al Paraguay. Nunca, general. Ese pueblo es nuestro
amigo. Llámenos para pelear a porteños y brasileros. Estamos prontos. Esos son
nuestros enemigos. Oímos todavía los cañones de Paysandú. Estoy seguro del verdadero
sentimiento del pueblo de Entre Ríos.”

Y el comerciante argentino Anacarcis Lanús,9 con negocios en Asunción,


comenta:

“¡Redención del Paraguay! ¿Quién la pide? ¿Por qué no vamos más bien con ellos a
redimir a varios millones a Brasil? Así nos uniremos a este pueblo, que no necesita
redención, sino propender a que entre en las vías del progreso, dando entrada a las
instituciones liberales.”

Y en otra de sus correspondencias, fechada el 26 de enero de 1865, dice


el ya expresado Lanús:

“Guerra a Paraguay, dice el loco Bilbao, para redimir a ese pueblo. Doctrina digna del que
niega a Cristo. Unámonos a Paraguay, pero unámonos como buen hermano mayor, para
vincular en él las ideas de progreso, las ideas de libertad bien entendida, y no las de
disolución, que con frecuencia vemos germinar en nuestra patria.”

9
Abuelo paterno del distinguidísimo jefe del Ejército Argentino, Coronel don Raque Lanús,
teniente coronel honorario del Ejército Paraguayo. (N. del A.).

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Entretanto, en Buenos Aires, Chacho llama a Mitre “déspota porteño” y


agrega:

“Ayer los empujaba Rosas con el rebenque de la mazorca; hoy los empuja Mitre con el
látigo de los capataces del Imperio. Ayer caían bajo el hacha del verdugo; hoy caen bajo
el plomo de los fusiles extranjeros y los golpes de vara de los lictores del César.”

También el tratado de alianza, una vez hecho público, suscitó la


indignación de muchos argentinos de nota. “La alianza es de los gobiernos, no
de los pueblos”, exclama el glorioso vate Carlos Guido y Spano. Y de José F.
López es el siguiente comentario: “Yacemos uncidos a la fortuna del carro
monárquico de un imperio de esclavos, condenados a desangrarnos y a
apestarnos a su lado. La alianza se ha tornado en un yugo de muerte sobre la
cerviz del pueblo argentino”.

Algo más tarde, Juan Carlos Gómez escribirá a Mitre:

“El gobierno y la situación que quedarán fundados en Paraguay por la Alianza serán
derrumbados, arrasados y moralmente condenados por los acontecimientos que van a
sobrevenir, después de trastornos y sacudimientos desastrosos. El tratado es una
espantosa contradicción, un mentís dado a sí propio, una burla audaz del pueblo, de la
razón y de la conciencia humana... En el Paraguay anterior a la alianza bastaba suprimir
un tirano; en el Paraguay de la alianza hay que rehacer un pueblo.”

Y Urquiza – Urquiza, que con el general López, cayera en el lazo del Pacto
de San José de Flores – escribe a Mitre, y esto con fecha febrero 8 de 1865, es
decir antes de la firma del tratado, lo que parece probar que algo se tramaba
ya entonces:

“He calificado la alianza con el Brasil de odiosa, porque así lo es para el país, porque tal
es el sentimiento general, que V. E. tiene ocasión de apreciar también. Si no lo fue en el

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año 51, en otra ocasión y con un gran fin, lo es hoy indudablemente. “

Por si estas manifestaciones contrarias a la alianza con el Brasil pudieran


parecer frutos de la pasión política por parte de los enconados adversarios que
el general Mitre tenía en su país, bien vale reproducir aquellas que se advierten
en el pueblo argentino, en cuyo medio la guerra con el Paraguay no despierta
ningún entusiasmo. Se sublevan los contingentes, estallan revoluciones y los
motines siembran el desaliento entre porteños e imperialistas. Oigamos sobre
el particular al propio general Mitre:

“Como usted sabe, el “Chacabuco” llevaba a su bordo al contingente salteño, pero estos
individuos, que parecían ser la excepción de los contingentes que nos han enviado las
provincias, mostraron también la hilacha amotinándose como a once leguas arriba de
Esquina, y obligando a los oficiales y tripulación a que los desembarcaran en el Chaco,
llevándose los víveres y todo cuanto les convino a bordo.”

Y en punto a las revoluciones, comenta el general Mitre:

“Esas revoluciones son un escándalo en estos momentos, y además del oprobio de que
nos cubren, pueden ser causa de que el desorden se extienda con el mal ejemplo, hasta
la misma base del ejército de quien depende el honor nacional.”

“En las provincias, la guerra es impopular y odiosa. Cuando en las plazas públicas
leen los bandos de los gobernadores y los tambores recorren la ciudad convocando a la
guardia nacional, los hombres huyen a la selva próxima. No los empuja el terror. Han
nacido y vivido en las batallas. Resisten a Buenos Aires y al Imperio. El Paraguay es el
amigo y el vecino histórico, antiguo aliado de los pueblos del litoral, mediador afortunado
en la paz de Noviembre, después de Cepeda”. (Ramón J. Cárcano).

En Mendoza – para no citar sino uno de los muchos casos a que alude el

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notable historiador argentino – se organiza un regimiento de línea para unirse


al ejército de operaciones en los campos de batalla del Paraguay, pero su
efectivo, junto con tropas de gendarmería y presos de la cárcel, se amotina, al
mando de un forajido de nombre Pedro Pérez, y se alza en revuelta con el
objeto de impedir que el gobernador electo de la provincia, D. Melitón Arroyo,
asuma sus funciones. Con el objeto de someter a los sublevados, Buenos Aires
despacha tropas al mando del general Paunero, cuya vanguardia, a las órdenes
del coronel Arredondo, derrota y dispersa a las fuerzas insurrectas de Pérez en
Río Cuarto el 1º de abril de 1867.

Escribe el vicepresidente Marcos Paz a Urquiza, con fecha 21 de


noviembre de 1865:

“He tenido el pesar de saber que las fuerzas con que debía concurrir la Provincia de Entre
Ríos a la formación del ejército nacional y que el gobierno de la República la había puesto
bajo el mando inmediato de V. E. se han desbandado en parte.”

Y otra vez, con fecha 23 del mismo mes y año:

“Deseo mucho que V. E. me anuncie cuanto antes que los dos batallones y el escuadrón
de artillería están prontas a marchar para mandarle en el acto los transportes.

............................

No creo que sea prudente reunir más fuerzas que esos dos batallones y la artillería; con
esto está salvado el principio de obediencia a las autoridades y el honor de la provincia de
Entre Ríos, que ya va a estar representada en el Ejército.”

No. Los soldados argentinos no marchan a la guerra contra el Paraguay


imbuidos de fe en una santa cruzada redentora. Saben que van contra el
hermano de ayer y de siempre. Mas esas penas generosas quedarán pronto
ahogadas en sangre y vencidas por la calumnia.

***

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Por el artículo VIII del Tratado, los Aliados “se obligaban a respetar la
independencia, soberanía e integridad del Paraguay”, pero a renglón seguido,
el artículo XV disponía la repartición de todo nuestro Chaco entre Brasil y
Argentina, al establecer lo siguiente: “La República Argentina quedará dividida
de la República del Paraguay por los ríos Paraná y Paraguay, hasta encontrar
los límites del Imperio del Brasil, siendo estos, en la ribera derecha del Río
Paraguay, la Bahía Negra”.

De “cláusulas de acero, implacables, inicuas, atentatorias a la soberanía


nacional” las califica Paul Groussac. Mas la cesión de la totalidad de nuestro
Chaco a la Argentina es el cebo colocado por la artera diplomacia brasileña
para que en él hinquen sus dientes los hombres de Buenos Aires” firmantes del
Tratado, teniendo antes cuidado de asegurar que su aliada de ayer no se
quede con la parte del león. Porque el Imperio muy lejos está de la intención
de tolerar que su aliada se alce con tan suculenta tajada, una vez llegada la
hora de arreglar cuentas con el vencido. En esa hora, el Brasil, que violando
una cláusula del Tratado ha firmado una paz por separado con el Paraguay, se
opondrá con máxima energía a que la Argentina incorpore nuestro Chaco a su
territorio, amenazando hasta con la fuerza para impedirlo. Y no por
conmiseración al vencido, desde luego.

Mitre, Sarmiento, Elizalde – los hombres de Buenos Aires que se dejaron


seducir por el Gabinete Imperial – no eran amigos del Paraguay, ni podían
serlo, desde que todos ellos continuaban empecinados en crear y sostener la
hegemonía de Buenos Aires, aun sobre el resto de la Confederación Argentina,
desde donde les resultaba impracticable tolerar el prestigio político de ningún
otro Estado en sus vecindades. A pesar y despecho del pacto de San José de
Flores, Mitre y sus partidarios reclaman para Buenos Aires nada menos que el
estatuto de nación; así lo afirma en un artículo publicado en “El Nacional” del 9
de diciembre de 1856, sin firma ni seudónimo, pero que el doctor David Peña
asegura ser del general:

“La solución pacífica y fecunda en resultados es la nacionalización del Estado de Buenos

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Aires, bajo la denominación de República del Río de la Plata... Constitúyase Buenos Aires
en nación, proclamando para lo futuro el principio de libre nación.”

Años más tarde – en 1865 – el doctor Juan Carlos Gómez, en el curso de


su famosa polémica con Mitre, recordaría a éste su sonado artículo de “El
Nacional”, para escribirle:

“Era un propósito en usted la disolución de la República. Tengo en mi poder instrucciones


escritas por usted, de su puño y letra, para nuestro enviado a Río de Janeiro,
instrucciones que no quiso firmar don Pastor Obligado, instrucciones en que le prevenía
usted se cerciorase de la actitud que asumiría el Brasil en el caso de que Buenos Aires se
declarase nación independiente, ¿No sabía usted de antemano, usted hombre político,
usted conocedor de la historia sur americana, que la separación absoluta de Buenos Aires
era el desiderátum tradicional de la política brasilera?”

Replicó el general Mitre en “La Tribuna” a su contendor, en carta fechada


el 17 de diciembre de 1865:

“Liga el doctor Gómez un escrito mío que se publicó en 1856, con el título de “La
República del Plata”, a un plan de disolución nacional. El escrito que él recuerda no fue
sólo una evolución de partido. Produjo, es cierto, en su oportunidad, el efecto de arrebatar
la bandera del localismo a los que querían explotarla en nuestro daño, obligándoles a
tomar francamente la bandera de Urquiza, que era lo que buscábamos para hacer fuego,
quedando dueños del terreno. El proyecto de la República del Plata no fue sino un articulo
de periódico... Respecto al Brasil, había una especialidad. Años antes había estado el
señor Paranhos en Buenos Aires y había manifestado al señor Alsina y al señor Mármol
que el Brasil no estaría distante de reconocer la independencia del Estado disidente. Esto
no tuvo éxito ninguno. Con este antecedente se empezó a incluir en las instrucciones del
enviado confidencial este punto, para explorar la opinión del Brasil en tal sentido y saber a
qué atenernos de sus miras respecto de la política argentina. Al fin se acordó que la
instrucción fuera verbal.”

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Comenta el historiador argentino Juan A. González Calderón la réplica del


general Mitre:

“Estas explicaciones del general Mitre no convencen al historiador que escriba sine ira et
studio. Desde luego, compruébase al examinarlas dos conclusiones ilevantables: 1º que
el general Mitre reconoció la paternidad del artículo periodístico propiciando la
nacionalización de Buenos Aires y erigiendo a la provincia en República del Río de la
Plata, con la categoría internacional de estado soberano; 2º que las instrucciones al
enviado en Río de Janeiro, tendientes a explorar la actitud del Brasil en el caso de que
Buenos Aires se declarara nación independiente, realmente existieron.”

Los hombres de Buenos Aires tiraban hacia el Brasil, pero rindiendo


tributo a la verdad, preciso es reconocer que el general Mitre jamás pronunció
ni escribió palabra alguna que pudiera interpretarse como inamistosa para el
Paraguay. Que allá en sus adentros fuera adversario de nuestro país, es ya
otra cosa; cuando menos, lo supo disimular admirablemente. Ni en público ni
en privado – a través de su frondosa correspondencia oficial y particular –
escribió jamás nada de tono hostil, agresivo o amenazante para el Paraguay.
Pero nuestro gran presidente, don Carlos Antonio López, venía desde hace rato
recelando del “gobernador poeta”, como llamaba invariablemente al general
Mitre en su correspondencia privada; y no se forjaba ilusiones con respecto a
la verdadera naturaleza de la misión Mármol a Río de Janeiro. Con fecha junio
5 de 1860 escribe don Carlos Antonio a Egusquiza, en Buenos Aires:

“He visto la organización del ministerio Mitre: todos son lobos de una camada. Sarmiento,
se ha pronunciado siempre contra esta República y últimamente se alistó en la cofradía
de los canallas traidores refugiados y recogidos en esa Ciudad. Recordará usted la carta
de Sarmiento, en la cabeza del asqueroso folleto del mulato Luciano, y queriendo
aparecer en el mundo como autor de ese fárrago, le ayudó para imprimirlo. Usted sabe lo
que es el detestable Elizalde, pronto para cualquier maldad que pueda llenar su insaciable

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codicia o su feroz pasión. No se precisa hablar del Juan Andrés, bueno tal vez para
juguete y para perro cazador al silbo de su amo. Más que esto hallará usted en los
artículos “El nuevo Gobierno. Malos síntomas”, del Nº 95 de la “Unión Argentina”.

Ponga usted en cuarentena la pronta reincorporación de Buenos Aires. Mitre querrá


anexarse a la Confederación para anexarla. El gobierno de Paraná necesita estudiar su
situación.”

Más incisivo y cruel que el de su hijo mayor es el estilo de don Carlos


Antonio; campean en sus frases los adjetivos crudos, hirientes y descarnados
de todo eufemismo. En otra de sus cartas al mismo señor Egusquiza, y fechada
septiembre 5 del referido año, aparece por vez primera en la correspondencia
del presidente paraguayo con su agente en Buenos Aires la sospecha de que se
está tramando la empresa de libertar al Paraguay:

“Quedo prevenido de que allí se anuncia un diario de tres anarquistas para abogar por la
política brasilera en el Río de la Plata. Se echa de menos entre ellos al inicuo T. C.
Gómez, ni sé si permanece en esa ciudad con la consabida misión brasilera. Se ha dicho
que ha entrado en lugar del infame Bilbao a encabezar a los libertadores.”

La sospecha parece afianzarse al escribir el presidente paraguayo con


fecha agosto 20 de 1861:

“José Mármol, perpetuo enemigo gratuito de la República, no consiguió en el Janeiro que


el Ministro de Negocios Extranjeros de S. M. I. del Brasil lo reciba en su casa ni en visita
particular; pero ese pícaro andaba pregonando que Buenos Aires estaba dispuesto a
ayudar al gobierno imperial en la obra humanitaria de traer al Paraguay la libertad y la
civilización. Coteje usted esto con la misión del Dr. Lorenzo Torres.”

¿Ha ido acaso José Mármol a Río de Janeiro para ofrecer la ayuda de
Buenos Aires en la empresa de libertar al Paraguay en pago del reconocimiento

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por el Imperio del Brasil de la nueva República del Plata, que propicia Mitre? En
todo caso, lo afirmado por don Carlos Antonio se ajusta como de medida a las
acusaciones posteriores de Juan Carlos Gómez.

El 5 de septiembre del referido vuelve a escribir sobre el mismo tópico el


presidente del Paraguay:

“Creo haber dicho a usted que José Mármol no ha podido lograr que lo reciba ni en su
residencia particular el Ministro de Negocios Extranjeros del Brasil, por más que ese
canalla anduvo pregonando que Buenos Aires estaba en la mejor disposición para ayudar
al gobierno Imperial en la obra humanitaria de libertar y civilizar al Paraguay.”

Achaque de viejos es repetir y repetirse, pero no puede negarse que don


Carlos Antonio percibe claro y ve lejos.

CAPITULO 4

EL MARISCAL

¿Tenía el mariscal López su plan de operaciones al entrar el Paraguay en


guerra? Sin duda. Así es de creer, porque ningún conductor de ejércitos inicia
operaciones militares sin antes haber pasado – aunque no sea sino “in
mentibus” – por las fases preparatorias que preceden a toda acción de guerra,
esto es: el estudio de la situación – el enemigo, nosotros, el terreno – que
comprende los sucesivos procesos de información, análisis y síntesis; la
concepción de la idea operativa o de maniobra; y por último, la decisión,
resumen y compendio de la voluntad del jefe, traducida luego para la fase final
de la ejecución, en directivas y órdenes. Esta trabajosa, y a veces, larga tarea
la realiza el Mando con la colaboración íntima y constante del Estado Mayor,
organismo técnico destinado a reunir, clasificar y ordenar los diversos

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elementos de juicio que el jefe necesita para adoptar su decisión, hecho lo


cual, el referido organismo, haciendo entrar en funciones la labor coordinada
de sus distintos departamentos – operaciones, informaciones, transporte y
abastecimiento – traduce la decisión del jefe en órdenes a unidades, armas y
servicios. Mas la responsabilidad es siempre una, como uno es el mando,
atributos indeclinables del jefe y que éste no puede delegar jamás, sin
despojarse del mando mismo; el Estado Mayor viene a ser, de esa suerte,
simple organismo asesor, traductor e intérprete de la voluntad del jefe, al par
que mecanismo ejecutor y fiscalizador, pero sin voluntad propia y trabajando
siempre en el anonimato y en la oscuridad.

Por aquellos tiempos, los Estados Mayores no pasaban de ser simples


ayudantías, más o menos frondosas, desprovistas de la complejidad,
diversidad e importancia que alcanzaron luego con el correr del tiempo y como
consecuencia de la evolución del armamento, del desarrollo de los servicios
llamados auxiliares y de la multiplicación de los efectivos, cada vez más
numerosos, así como por obra de la creación de las Grandes Unidades,
denominadas cuerpos de ejército, ejércitos y grupos de ejército. La gran
extensión del campo de batalla y la imposibilidad absoluta de que el jefe se
hiciera presente en el terreno de la acción en todo momento dieron origen a la
iniciativa, facultad discrecional otorgada por los reglamentos modernos a los
mandos subordinados, autorizando a éstos a modificar las órdenes recibidas
del superior, si a su juicio, la situación del instante dejaba de ajustarse a la
apreciación del superior en el momento de dictar éste sus disposiciones, mas
asumiendo por esta desobediencia consentida y beneficiosa plena
responsabilidad. Sin esta facultad se haría poco menos que imposible ejercer el
mando en las guerras modernas, desde que los propios reglamentos admiten
que “una vez entradas las operaciones en su fase de ejecución, el jefe no tiene
sobre ellas más influencia que mediante el empleo de sus reservas”. En otros
términos la ejecución queda virtualmente en manos de los subordinados –
según el mayor o menor grado de iniciativa que estén autorizados o
capacitados a desplegar – pero la responsabilidad permanece una e invariable:

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pertenece al jefe y nadie más, aun cuando los errores cometidos sean
imputables a cálculos fallidos del Estado Mayor o a errores de ejecución por
parte de los mandos subordinados. En esto no ha variado la ética del arte de la
guerra en los siglos que lleva el mundo de existencia.

Mas en aquellos buenos tiempos – mitad del siglo pasado – la facultad


reglamentaria de la iniciativa no era conocida, y menos aún tolerada. La
obediencia era ciega y las órdenes estaban para ser cumplidas a la letra. Quien
así no lo hacía – y aunque ello originara luego el éxito inesperado – pasible
quedaba de la severísima sanción que los códigos militares aplicaban al
desobediente. En razón de esa doctrina de rígida sujeción, el jefe estaba
obligado a ubicarse en las proximidades inmediatas del sitio de la acción,
vigilando sus alternativas y variantes al través de su catalejo, o desplazándose
sucesivamente hacia uno u otro sector de la lucha a galope tendido de su
caballo, a fin de poder modificar con tiempo sus disposiciones anteriores, si la
marcha de la batalla dejaba de ajustarse a su concepción original, o bien para
hallarse en condiciones de ordenar de inmediato las maniobras conducentes a
parar una reacción inesperada del enemigo. La superficie relativamente
limitada del campo de batalla, el escaso alcance de los proyectiles y los
efectivos proporcionalmente poco numerosos, permitían esta ubicuidad y
cercanía del jefe. Bonaparte constituye un ejemplo típico del conductor que
está en todas partes en el momento oportuno y que – como ocurrió en Arcola
– no vacila en arrojarse a las primeras líneas de combate, cuando presume que
su acción personal puede servir para reanimar la moral de sus tropas. Mas
cuando los ejércitos del corso genial alcanzaron efectivos considerables y
desusados para aquella época – tal sucedió en la campaña de Francia – vino lo
inevitable: Napoleón no encontró ya posible ubicarse en todas partes a un
mismo tiempo y sobrevinieron las derrotas, porque sus mariscales – gente de
mucha bravura y arrojo – eran incapaces de desplegar la menor iniciativa, en
parte por falta de capacidad profesional, y en parte, por estar compenetrados
de aquella doctrina de la obediencia ciega, habituados como estaban a
conducirse bajo la mirada vigilante y avizora del emperador, que todo lo veía y

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todo lo disponía por sí propio.

Es de mucha conveniencia y no menos oportunidad tener presente los


referidos conceptos al juzgar las acciones de guerra mandadas ejecutar por el
mariscal Solano López, el cual sin otorgar a sus generales el más escaso
margen de iniciativa, tampoco acostumbraba hacerse presente en el campo de
batalla. Y no se diga que fuera ello debido a cierta pusilanimidad de su ánimo,
desmentida desde luego por hechos y constancias, porque hacerse presente en
el campo de batalla significaba, en aquellos tiempos, situarse a uno o dos
kilómetros de la línea de fuego, distancia que – dado el alcance de las armas
de entonces – daba al jefe ancho margen para su seguridad personal y para la
creación de ese ambiente de sosiego espiritual y serenidad mental que
requiere el ejercicio del mando superior en acción de guerra. Solano López
jamás ejerció este mando en forma directa, personal y activa, salvo acaso en
Lomas Valentinas, que más que una batalla en regla, fue una sucesión de
combates de retaguardia.

***

Que el mariscal Solano López tuvo su plan de operaciones al iniciarse la


guerra con Brasil y Argentina no admite dudas, mas sobre los detalles,
objetivos y naturaleza de ese plan, nada sabemos, pues no han quedado
constancias de las órdenes expedidas, o si quedaron, ellas se han extraviado o
están ocultas. Sólo podemos juzgar la maniobra operativa del jefe paraguayo a
la luz de los movimientos de sus ejércitos y a través de algunos – muy pocos –
documentos que la historia nos ofrece. Y esto de andar a tientas en cosas de
tanta gravedad sus peligros tiene, y no el menor de ellos es caer en
interpretaciones antojadizas, erróneas y contrarias a la verdad.

La expedición de Matto Grosso pudo haber tenido uno de estos tres


objetivos: infligir un golpe al poderío brasileño en el norte; eliminar un
eventual peligro a retaguardia del principal teatro de operaciones; o hacerse
de armas, pólvora y pertrechos. Pueden descartarse los dos primeros, y por
estrecha correlación entre los mismos: el poderío militar del Imperio en el
norte era insignificante y se reducía a unidades aisladas de guarnición en

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fortalezas arcaicas, como la de Coimbra; ningún peligro inmediato podían


ofrecer aquellas guarniciones en la estrategia global de nuestros ejércitos, en
razón de las distancias y de la ausencia de vías de comunicación, que les
cohibía realizar un inesperado desplazamiento hacia el sur; agréguese a ello el
hecho de dominar el Paraguay el río del mismo nombre en todo su curso al
norte de Asunción y se percibirá que por ese lado, nada podía amenazar en
forma perentoria la seguridad de nuestras fuerzas. Queda la tercera hipótesis
como la única aceptable: la expedición a Matto Grosso no tenía otro objeto que
el de enriquecer nuestro material de guerra, circunstancia que aporta una
prueba más de que no andábamos muy abundantes de él.

En el sur estaba el núcleo principal de las fuerzas enemigas y por allí


había de venir luego la invasión; necesario era, pues, destruir el ejército
brasileño y paralizar la movilización argentina – de suyo lenta – con una
ofensiva fulminante, que era lo ajustado a nuestra situación geográfica y
estratégica. Así parece haberlo comprendido el mariscal al disponer las
campañas de Uruguayana y Corrientes, mas aquella diversión sin causa
suficiente que significó la expedición a Matto Grosso – que más parece un
golpe de mano que una campaña en forma – constituyó un atentado contra el
principio fundamental de “la concentración de los medios y de los esfuerzos”,
así como contra el precepto que manda reunir todas las fuerzas disponibles allí
donde se espera alcanzar la decisión. ¿A qué perder tiempo precioso en una
expedición destinada a eliminar un supuesto y remoto peligro en Matto Grosso
cuando – según afirman algunos – la idea estratégica de Solano López era
marchar de inmediato sobre Montevideo – que continuaba resistiendo al asedio
de los brasileños – para allí unirse a los orientales del Partido Blanco y llevar
juntos la guerra al Imperio? Para Clausewitz, la sorpresa consiste en tener
superioridad en el instante y sitio decisivos.

***

El general Wenceslao Robles, al mando de 3 mil hombres de infantería y


800 de caballería, desembarca en Corrientes el 14 de abril de 1865 y luego de
reunírseles más fuerzas hasta alcanzar un efectivo de 25 mil hombres,

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avanzan hacia el sur con escasa oposición, o mejor dicho ninguna, y orillando
el río Paraná llega a Goya con sus fuerzas intactas. Allí hace alto, “pide
órdenes”, despilfarra el tiempo y evidencia una absoluta falta de “voluntad de
vencer”, acervo moral indispensable en todo comandante de tropas. A menos,
claro está, que las órdenes de Solano López hayan sido esperar allí.

Entretanto, el teniente coronel Antonio de la Cruz Estigarribia, al mando


de otra columna – unos afirman que de 15 mil hombres – cruza el Alto Paraná
por la Villa de la Encarnación, penetra en el territorio de Misiones y sin librar
acciones de importancia, se desplaza con su ejército hacia el sur, costeando el
río Uruguay.

¿Cuál puede haber sido la misión de cada una de estas dos columnas, que
marchan paralelamente y separadas por una franja de 250 kilómetros de
anchura? Pues avanzar rápidamente y sin empeñar acciones parciales ni
preocuparse en demasía por su retaguardia o sus flancos, sea para efectuar su
eventual juntura en la desembocadura del río Uruguay, sea para que
Estigarribia llegue a Montevideo, mientras simultáneamente Robles cae sobre
Buenos Aires. Separarse para la marcha y unirse para la batalla, como lo exige
el clásico principio. Estigarribia y Robles protegen recíprocamente sus flancos,
y la provincia de Entre Ríos, si no es afecta, tampoco es de momento adversa
al invasor; de todos modos, el ejército argentino – que se hallaba entonces en
los pasos iniciales de la movilización, ejecutada a fuego muy lento – no está en
condiciones de introducir una cuña entre ambas columnas. Y los brasileños,
mientras se sostenga Montevideo, amarrados están al territorio oriental. El río
Paraná protege, por otro lado, el flanco derecho de Robles y el Uruguay el
izquierdo de Estigarribia. La concepción estratégica no parece estar del todo
mal y hasta aquí, las cosas no andan demasiado descabelladas. Que la idea de
maniobra de Solano López, en su esencia, nada tenía de ilusoria o atolondrada
lo atestiguan opiniones de mucho fuste. “Si López hubiera dirigido con energía
su ofensiva en la dirección conveniente, habría podido, a pesar de la pérdida
de tres meses, dar a la guerra un giro distinto del que tomó medio año más
tarde”. (Von Wersen). Los tres meses a que alude el militar prusiano se

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refieren a la demora ocasionada por la expedición a Matto Grosso, sin


verdadero objetivo militar de importancia. Y el general Garmendia piensa lo
siguiente:

Si en vez de tantos desaciertos, cuando López estaba mejor preparado que los aliados y
tenía a su disposición un poderoso ejército en momentos en que sus contendores no
podían oponerle ni la tercera parte de sus fuerzas, hubiese é lanzado 60.000 hombres
sobre Río Grande y el Estado Oriental, habría presentado otra faz esta guerra.

Ya se verá luego que los desaciertos no fueron tanto de López como de


sus subordinados, incapaces los unos, desobedientes los otros, ineptos todos.
Don Estanislao Zeballos, sin ser militar, también opina:

Las fluctuaciones de López y falta de audacia y de pericia militar fueron causas de que no
invadiera Buenos Aires al frente de 40 mil soldados irresistibles, dominara la capital y se
cambiaran los rumbos de la civilización.

Por su parte, el coronel Beverina afirma que en toda la provincia de


Corrientes, así como en la de Entre Ríos, no había entonces un solo soldado
argentino de línea.

Y el general Plácido López escribe a Urquiza con fecha 10 de marzo de


1865:

A V. E. no le son desconocidos que esta División a mi cargo está completamente


desarmada; no existe una sola carabina ni un solo sable; las pocas lanzas que tengo
están completamente inútiles.

Mas la ejecución de la idea de maniobra se tornó en desastre. No hubo


mando único, ni coordinación entre las dos columnas ni enlace entre sus
elementos. El mariscal permanece en Asunción, con su “poste de

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commandement” a más de 500 kilómetros del teatro de operaciones, que no


del teatro de la guerra, cosas bien distintas.

Que aquella fue la maniobra operativa concebida por el presidente


paraguayo parece desprenderse de los términos por él empleados en su
proclama lanzada al tener conocimiento de la rendición de Uruguayana y cuyo
párrafo pertinente dice así:

“Esta desgracia es la consecuencia del olvido de todos los deberes del soldado y del
ciudadano y de la infracción a mis órdenes. Ya el sargento mayor Duarte con una
pequeña fuerza dependiente de aquella división, también en contravención a mis órdenes,
libró el 25 de agosto un combate en Yatay contra todo el ejército aliado, en vanguardia del
enemigo, al mando de nueve generales, sin el menor auxilio del cuerpo principal del
teniente coronel Estigarribia, estando únicamente separado por el ancho del río, con
tiempo y medios de pasaje.”

Y en carta que dirige a Cándido Bareiro, escrita desde Humaitá con fecha
8 de octubre de 1865, vuelve a insistir:

“La pequeña división del Uruguay ha sido perdida, sin que ninguna falta material pueda
hacerme, si bien es sensible moralmente y más todavía, cuando ha sido por infracción a
mis órdenes.”

Surge con evidencia de ambos documentos que Estigarribia desobedeció


una orden y que su misión era conservar intactos sus efectivos para
operaciones ulteriores, sobre cuya naturaleza nada sabemos. Duarte empeña
una acción parcial desastrosa y, ya empeñado, no recibe apoyo de Estigarribia;
a la desobediencia de ambos jefes se une la ausencia de la camaradería en la
batalla de que hace gala Estigarribia y el desprecio absoluto a aquella máxima
que ordena “acudir siempre adonde se oye tronar el cañón”. Mas no hacemos
aquí historia militar, sino simple relación de sucesos.

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Sea como fuere, y de fijo más por ineptitud que por desobediencia
deliberada, el plan operativo de Solano López culminó en el más rotundo de los
fracasos, perdiéndose así la única y última oportunidad de una victoria
relámpago. Estigarribia – torpe en la concepción y lento en la ejecución – se
deja encerrar en la ratonera de Uruguayana y allí, tras terribles privaciones y
cuando nada le quedaba ya por hacer, rinde su ejército al propio emperador
del Brasil, que se había trasladado en persona al teatro de operaciones, tanta
fue la importancia dada por los brasileños a aquella columna paraguaya,
circunstancia que no hace sino recalcar la alta jerarquía estratégica de su
misión. Para los aliados, la rendición de Uruguayana es más victoria política
que brillante hecho de armas, conforme lo admite el propio Paranhos al
escribir:

“Celébrese y celébrese ruidosamente la rendición de Uruguayana, mas no se pretenda


elevar este hecho a la categoría de epopeya militar. Éramos cuatro contra uno y los
generales y generalísimos que estaban al frente de nuestras tropas eran las principales
figuras de América, mientras que el odioso enemigo sólo contaba con la obscura espada y
el oscuro nombre de Estigarribia.”

Robles, por su parte – endeble de carácter, ambicioso, de pequeñas


ambiciones, el “tío de mala vuelta”, que dice nuestra gente –, se detiene
vacilante en Goya y entra en picoteos amorosos con el enemigo, por
intermedio del coronel Fernando Iturburu, jefe de la “Legión Paraguaya”, quien
le insinúa malevolente y de segunda mano, se pase al enemigo, prometiéndole
este mundo y el otro si tal traición llegara a consumar. Julio Victorica en su
obra “Urquiza y Mitre” hace las siguientes y curiosas revelaciones sobre aquel
hecho:

“El general Urquiza, por medio de agentes hábilmente seleccionados, había negociado la
defección del general paraguayo Robles con todas sus fuerzas. Robles debía volver sus
armas contra el dictador de su patria y ser, con su fuerte división, la vanguardia del

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ejército libertador del Paraguay. Sólo se esperaba para ejecutar lo convenido, que
incorporado el general Paunero con las fuerzas a sus órdenes al cuerpo de ejército
entrerriano del general Urquiza, avanzase éste hasta hallarse en condiciones de facilitar,
apoyándola, la evolución de Robles, pues de otro modo se encontraba en la imposibilidad
de realizarla. Estaba este plan tan bien combinado, que el éxito era seguro, y como según
solemnes declaraciones de la alianza, su sólo objeto era derrocar al tirano del Paraguay,
éste no habría podido contrarrestar el efecto de la defección de uno de sus más
distinguidos generales y habría caído seguramente.”

Fernando Iturburu – jefe de la “Legión Paraguaya” y agente de Urquiza


para la traición proyectada de Robles – era un comerciante paraguayo que allá
por 1850, se había establecido en Concordia, de donde pasó a Buenos Aires en
1854, dedicándose a negociar en lanas, cueros de venado y vacunos y plumas
de avestruz. De que ya entonces llevaba metido entre ceja y ceja la idea de
“libertar” a su patria es prueba evidente esta carta que Iturburu dirigió a
Urquiza el 9 de abril de 1856, y cuyo estilo y redacción se comentan por sí
solos:

“El afecto que en silencio le he profesado (como todo paraguayo de buen sentido, desde
el año 49) proviene de que hemos visto en Vd. a nuestro futuro libertador, al hombre único
que podría hacer la felicidad del desgraciado Pueblo paraguayo, librándolo de la brutal
tiranía que sobre él pesa.

Se habla públicamente, señor General, de una alianza entre el Brasil y la Confederación


Argentina, y le diré que ella dará grandiosos y felices resultados a la América del Sur.
Para los paraguayos no lo será si el déspota y su descendencia, que hoy gobiernan,
siguen siendo siempre los árbitros de su destino.

Si entre los bienes que debe traer esta alianza es uno de ellos la libertad de mi país,
desde hoy me pongo de todo corazón y sin reserva a su disposición, como pondré
también a varios compatriotas de reputación bien sentada para con mis paisanos. Ellos y
yo haremos sentir nuestra voz en el corazón del suelo paraguayo, publicando la justicia de
su causa y la conveniencia de su adopción para los paraguayos. Estos tienen muy buen
sentido y llegado el caso, lo mostrarán.

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En estos momentos nada debo ocultar a Vd. considerando mi primer deber hablar la
verdad, sin que por ello me retraiga, ni menos que pueda recaer en mi la nota de
adulación, porque nunca y a nadie he sabido adular. La revelación, pues, de una verdad
necesaria me impone el deber de decirle que goza Vd. entre los paraguayos la más
grande reputación que pueda tener un esforzado Capitán, un valiente guerrero. Su solo
nombre vale como un ejército para mis compatriotas. Vale más, pues vale la victoria, que
con su sola presencia la creo tan segura que no trepido afianzarla con mi existencia
puesta, como la pondré voluntariamente entre sus manos, cuando llegue el caso. Si a
esta reputación que goza el general Urquiza pudiésemos añadir la de Libertador, su
nombre ocupará todo el espacio de la tierra paraguaya. No crea, señor General, que
siempre sus grandiosos beneficios tropezarán con ingratos. El inocente, el buen pueblo
paraguayo sabrá medir su gratitud por el beneficio que de Ud. reciba; yo se lo garanto a fe
de caballero y con pleno conocimiento del compromiso que para con Ud. contraigo.”

En medio de un constante y sigiloso ir y venir de cartas entre el jefe


paraguayo y su compatriota, alistado ya desde hace rato este último en las
negras filas de la traición – como comprueba el documento que antecede – se
detienen las operaciones y las tropas de Robles se muerden el puño en el
desconcierto, el desaliento y la inactividad socavadora de la moral. Enterado
Solano López de lo que se trama, releva a Robles y encarga al general Resquín
asuma el mando de aquella columna y la conduzca de regreso a la patria. De
cualquier manera, la rendición de Uruguayana anulaba de suyo la misión
confiada a Robles. Resquín, con los 27 mil hombres que de ella restaban, cruzó
el río Paraná por Puerto Corrales, empleando tres días en completar la
operación y sin que la escuadra brasileña nada hiciera por impedírselo.

Wenceslao Robles fue pasado por las armas, en Humaitá, el 8 de junio de


1866. El proceso de su causa ha desaparecido del Archivo Nacional de
Asunción. Iturburu, en cambio, fue ministro de Estado en el triunvirato títere
instalado en Asunción por los aliados, cuando la plaza cayó en poder del
enemigo, mientras Solano López continuaba luchando en los confines del
territorio nacional.

Desde el punto de vista estratégico, táctico y político, las campañas de

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Uruguayana y Corrientes constituyeron un descalabro de funestos alcances y


de consecuencias irreparables en todo el curso de la guerra. Perdida la flor de
nuestro ejército, malogrado el plan inicial y estropeado de entrada nuestro
prestigio militar – en punto a la capacidad de nuestros mandos superiores –
nada quedaba sino optar por la defensiva estratégica. Políticamente,
desvanecida estaba para siempre toda esperanza de contar con el apoyo –
aunque no fuera más que pasivo – de las provincias de Entre Ríos y Corrientes.
Ya se ha visto cómo el general Urquiza, lejos de responder a las esperanzas de
Solano López, se interesó en obtener la “evolución” de Robles.

La operación militar mejor concebida condenada está al fracaso, cuando


en su ejecución fallan los subordinados. Saber interpretar con fidelidad e
inteligencia la voluntad del jefe – más fácil dentro de los viejos conceptos de la
obediencia ciega que con las actuales y reglamentarias licencias de la iniciativa
– es aptitud preciosa de mando y factor esencial de éxito. Robles y Estigarribia
incurrieron en desobediencia, ya que no existen pruebas de traición
consumada en el caso del segundo de los nombrados. Son, por ello, culpables
del fracaso. Mas no los únicos ni los principales. También a Solano López
alcanza la responsabilidad y en máximo grado. El mariscal no se hizo cargo de
la conducción de aquellas operaciones, de cuyo éxito tanto dependía. No se
hizo presente en el campo de batalla. Dejó por entero la ejecución en manos
de subordinados que él – más y mejor que nadie – estaba obligado a saber
resultarían ineptos en la tarea de interpretar su voluntad. Pero no será éste el
único caso en el curso de la guerra, porque otro tanto acontecerá en Tuyuty
(24 de mayo) y una vez más, en Curupayty.

Mas hay para pensar que Solano López volteando estuvo en su mente la
intención de ponerse al frente del ejército de Robles, así que éste realizara su
juntura con el de Estigarribia, para asumir el mando personal de ambas
columnas poco antes de la batalla decisiva. Su carta al ministro Berges,
fechada en Humaitá el 10 de octubre de 1865, presta fundamento a esa
suposición:

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“He recibido la carta esta noche con el boletín, de cuyas noticias principales me es lícito
dudar, si bien puede haber exageración. Si yo hubiera podido adivinar que Estigarribia
habría de infringir todas sus instrucciones, atrincherándose en Uruguayana en vez de
retirarse sobre la Tranquera de San Miguel como le estaba mandado, Y POR DONDE YO
LO ESPERABA, no hubiera quedado en la penosa inacción en que me he constituido y
todo hubiera tenido remedio.”

También de los términos de su proclama dirigida a las tropas invasoras


que regresaban a la patria y lanzada en Paso de la Patria el 10 de diciembre
del referido año, se deduce que el mariscal sólo esperaba quizá el momento
oportuno para ponerse al frente de sus tropas. “Mi ánimo y mis esperanzas –
dice aquella proclama – fueron saludaros en LA VÍSPERA DE UNA BATALLA
lejos de nuestras fronteras”.

***

En la rendición de Uruguayana cayeron prisioneros 5.500 paraguayos,


entre jefes, oficiales y soldados. La negra suerte que a estos desventurados
cupo en aquel trance es digna de ser traída a cuenta, por constituir un episodio
acaso único en los fastos de la guerra y por ser también él un desmentido
rotundo a los propósitos “libertadores” de nuestros adversarios. No era ya
suficiente el que los imperiales tuvieran por aquel entonces establecida en su
tierra la esclavitud, sino que habían de aplicarla a los extraños que en su poder
tuvieran la desventura de caer. No bastaba vencer a los paraguayos; necesario
era también esclavizarlos y obligarlos a combatir contra su propia patria. Y lo
más curioso es que las pruebas a carta canta de tan abominable acción la
hallemos en las carteras de campaña de los generales argentinos y orientales.
Escribe el general Mitre al vicepresidente Marcos Paz desde Uruguayana y con
fecha 4 de octubre de 1865:

“Nuestro lote de prisioneros en Uruguayana fue poco más de 1.400. Extrañará a usted el
número, que debieron ser más; pero la razón es que por parte de la caballería brasileña,
hubo en el día de la rendición tal robo de prisioneros, que por lo menos arrebataron de

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800 a mil de ellos, lo que muestra a usted el desorden de esa tropa, la falta de energía de
sus jefes y la corrupción de esa gente, pues los robaron para esclavos; hasta hoy mismo
andan robando y comprando prisioneros del otro lado. El comandante Guimaraes, jefe de
una brigada brasileña, escandalizado de este tráfico indigno, me decía el otro día que en
las calles de Uruguayana, tenia que andar diciendo que no era paraguayo para que no lo
robasen.”

Agrega el presidente argentino:

“El general Flores ha adoptado como sistema incorporar a sus filas todos los prisioneros y
después de recargar su batallón con ellos, ha organizado uno nuevo de 500 plazas con
puros paraguayos.”

Y es que el caudillo oriental había comunicado con anterioridad al general


Mitre aquellos propósitos suyos, pues en carta fechada agosto 18 le decía:

“Los batallones orientales han sufrido una gran baja y estoy resuelto a reemplazarla con
prisioneros paraguayos, dándole una parte al general Paunero, para aumentar su
batallones, que están pequeños algunos.”

El bravo coronel Pallejas anota en su “diario” con fecha 28 del citado mes
y año:

“Los enfermos de los cuatro batallones orientales y de los regimientos de artillería y


escolta, pasan de seiscientos, de los cuales quinientos cincuenta y pico son paraguayos.”

Y el mismo citado militar escribe con otra fecha:

“...hasta repugna el dar armas a estos pobres hombres para que peleen contra su
pabellón nacional y claven la bayoneta en el pecho de sus propios hermanos...”

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El general argentino Garmendia comenta en los siguientes términos


aquella violación de todas las leyes de la guerra:

“Hay algo de bárbaro y deprimente en este acto inaudito de obligar a uno a que haga
fuego contra su bandera; es un hecho sin ejemplo.”

Dice bien el ilustre cronista de la guerra: bárbaro, deprimente e inaudito


fue aquello y ninguna necesidad de la guerra pudo haberlo justificado.
Brasileños y orientales incurrieron por igual en aquella compraventa de
prisioneros, sin cuidarse siquiera de disipar las huellas históricas de su
incalificable proceder. Solano López protestó con energía y por nota dirigida a
Mitre contra la inhumana crueldad; contestó el presidente argentino el 25 de
noviembre de 1865, no sólo negando en absoluto los cargos, sino agregando
que “lejos de obligar a los prisioneros a ingresar violentamente a las filas del
ejército aliado o de tratárselos con rigor, han sido tratados todos ellos, no
solamente con humanidad, sino con benevolencia, habiendo muchos de ellos
sido puestos en completa libertad”.

No en balde, el teniente coronel Estigarribia, sitiado ya en Uruguayana,


respondía en los siguientes términos a una intimación para que se rindiera
incondicionalmente:

“Si V.V. E.E. se muestran tan celosos por dar la libertad al pueblo paraguayo ¿por qué no
empiezan por dar la libertad a los infelices negros del Brasil, que componen la mayor
parte de su población y gimen en el más duro y espantoso cautiverio, para enriquecer y
dejar pasar en la ociosidad a algunos cientos de grandes del Imperio?”

Hasta en las almas débiles y apocadas brilla, a ratos, un destello fugaz de


varonil entereza.

***

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Abandona el mariscal Solano López Asunción el 8 de junio de 1865 a


bordo del “Tacuarí” para establecer su cuartel general, primero en Paso de la
Patria, luego en Humaitá, y por último, en Paso Pucú. Se despide de la capital
paraguaya – que no volverá ya a ver – con esta vibrante proclama:

“Ciudadanos:

El desenvolvimiento que va a tomar la guerra en que se halla empeñada la patria con la


triple alianza argentino-brasileña-oriental no me permite ya continuar haciendo el sacrificio
de permanecer lejos del teatro de la guerra y de mis compañeros de armas en campaña,
cuando el orden público sólidamente afianzado en el país y el unánime entusiasmo de la
nación me habilitan a concurrir allí donde el deber de soldado me llama.

Siento la necesidad de participar personalmente de las fatigas de los bravos y leales


defensores de la patria, y dejo provista la administración pública para que pueda ser
debidamente atendida.

Al separarme momentáneamente del seno de la patria, llevo la dulce satisfacción de que


la administración general del Estado continuara siendo servida con toda lealtad,
dedicación y patriotismo, con que los funcionarios públicos acostumbran desempeñar sus
deberes.

Me asiste también la confianza de que todos los ciudadanos contribuirán incansablemente


en sus respectivas esferas al éxito de la lucha en que la patria se halla empeñada, y para
esto no es necesario que todos empuñemos las armas, ni que todos corramos a las filas,
sino que todos cooperen al bien de la causa común.

Así debe constar del pronunciamiento uniforme con que la nación se levanta a pedir el
desagravio de su honor ultrajado, la garantía de su existencia amenazada y el
afianzamiento de los derechos vulnerados.

La santidad de la causa que nos ha obligado a dejar nuestra vida pacífica y laboriosa,
está en el corazón de cada ciudadano y el Dios de los ejércitos velará sobre nuestras
armas.

Asunción, 2 de junio de 1865.

FRANCISCO SOLANO LÓPEZ”

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Al amanecer del 17 de abril de 1866, cruzan las tropas aliadas el río


Paraná por Itapirú en número de 9.500 hombres, y marchando a su
vanguardia el general Manuel Luis Osorio, futuro barón de Herval. Por vez
primera, desde la expedición de Belgrano, un ejército extranjero echa pie en
suelo paraguayo. Bartolomé Mitre, general y presidente de la Confederación
Argentina, manda en jefe el ejército invasor.

Un año ha necesitado el ejército aliado para tomar la ofensiva e invadir


nuestro territorio, lo que prueba que al lanzar Solano López su campaña de
Uruguayana y Corrientes, ni el ejército argentino ni el brasileño se hallaban en
condiciones de emprender una acción sostenida y de largo aliento. Pero esta
lentitud de las fuerzas aliadas llegará a hacerse proverbial en todo el curso de
la guerra.

Comienza para nosotros la primera fase de nuestra defensiva estratégica,


que ha de prolongarse hasta Lomas Valentinas, en 1868, ya que a partir de la
citada acción, la guerra adquirirá la tonalidad de una cacería en gran escala.

No está aún la guerra irremediablemente perdida para nuestra causa,


aunque sí malogrado el plan inicial de campaña, desbaratada la ofensiva
estratégica y al descubierto los factores iniciales de sorpresa y rapidez. Con un
plan defensivo escalonado y hábil es todavía posible lograr victorias – como la
de Curupayty – o detener al enemigo por largos años, como se le detuvo en
efecto, para llegar quizás a una paz negociada, que ahorrara sangre y salvara
al Paraguay de una catástrofe total. Solano López no presumía aún entonces
que los aliados – y sobre todo el Brasil – estuvieran dispuestos a llevar hasta
su liquidación integral e implacable el tratado de triple alianza, cuyo real
objetivo era reducir al Paraguay a una potencia de tercer orden en el concierto
de las repúblicas americanas, sin jerarquía política o económica para intervenir
en los asuntos del Plata. Al mariscal le quedaba todavía un ejército de 40 mil
hombres y, lo que valía más, todo un pueblo vigoroso, trabajador, sufrido,
compacto y obediente a su voluntad suprema. Completaba aquel cuadro
alentador una tierra ubérrima, produciendo mediante el trabajo de sus mujeres
todo cuanto combatientes y no combatientes pudieran necesitar para satisfacer

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los requerimientos más apremiantes del sustento, esto es, carne, tubérculos
de distinta especie, yerba mate, almidón, porotos, azúcar, maíz, hortalizas y
frutas. Arsenales y fundiciones trabajando estaban a todo vapor en fabricar
proyectiles, fundir cañones, reparar el armamento menor, calafatear barcos,
construir canoas, chatas y embarcaciones menores. Todo el país era un vasto
arsenal y la población entera constituía un ejército sin distinción de sexos ni
edades. Cada hombre, cada mujer y cada niño empeñado está en la defensa
nacional, unos combatiendo al enemigo en los campos de batalla, otros arando
la tierra, fundiendo el hierro de nuestras minas, tejiendo burdas telas de
algodón, cosiendo vestuario para la tropa, fabricando vendas, curtiendo
cueros, cuidando a heridos, enfermos y convalecientes. Nadie está ocioso y
nadie libre de la obligación de trabajar por la defensa nacional. Es la
“movilización integral” de que tanto oímos hablar en estos tiempos y cual
tantas otras y supuestas novedades – economía dirigida, sistema totalitario,
etc.– han sido ya probadas con creces en nuestra tierra.

Sólo puede llegar a faltar ciertas primeras materias que el país no


produce, como la pólvora, y ciertos elementos que únicamente del extranjero
nos es posible importar: medicamentos, productos químicos, papel, sal, telas
para uniformes, repuestos para maquinarias y útiles. Mas la comunicación con
el mundo exterior está cerrada a piedra y lodo. Nuestra natural puerta de
salida por el sur se halla en manos del enemigo. Lo que en el país llegare a
faltar habrá de suplirse con recursos del ingenio nativo o simplemente tendrá
la gente que pasarse sin él. La escuadra brasileña – con sus poderosos
acorazados – domina el río, aunque en forma estática y con exagerada
prudencia. Nuestro intento por romper ese bloqueo agobiador fracasa en la
batalla naval del Riachuelo y, desde ese instante, el encierro del Paraguay es
absoluto y con ninguna fuerza ha de contar sino con la propia para mantenerse
y sostenerse en la defensiva.

***

Establece el mariscal Solano López su cuartel general detrás de una


ondulante colina y en un paraje denominado Paso Pucú, a pocos kilómetros de

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Humaitá. Le acompañan su Estado Mayor, algunos extranjeros agregados a


nuestro ejército – Wisner de Morgensten, Thompson, Stewart, Fox y otros –, la
señora Lynch y sus hijos. También está allí el obispo diocesano del Paraguay,
monseñor Manuel Antonio Palacios. En Asunción ha quedado el gobierno
nacional encabezado por el vicepresidente Sánchez y con Benigno López al
frente del comando general del interior.

Con premura y diligencia se levantan en el sitio escogido, espaciosos,


frescos y cómodos ranchos de adobe y paja para alojamientos y oficinas; la
casa habitación destinada al general en jefe es de ladrillos y techo de tejas
cocidas, con amplia galería al fondo, alto veredón en el frente y un naranjal
frondoso que lo circunda por los cuatro costados. Se construyen un hospital,
una capilla, una oficina de telégrafos, a más de casas para alojamiento del
séquito del mariscal, cuerpo de guardia, cuartel de la escolta, residencia para
visitantes distinguidos y un observatorio provisto de refugio subterráneo. Al
poco tiempo, aquello es ya una población de febril actividad. Acompañan las
mujeres a sus hombres y la Lynch, la primera de todas, llamada por el pueblo
“la Madama”, como se llamó siempre “la señora” a doña Juana Carrillo, madre
de S. E. Cada jefe, oficial y soldado tiene junto a sí a su esposa, madre,
hermana o querida, constituyendo de ese modo un curioso ejército mixto de
peculiares distingos. Aquellas buenas mujeres tienen a su cargo las faenas
domésticas propias de su sexo y además sirven en los hospitales y en los
campamentos como cocineras, enfermeras, lavanderas y hasta enterradoras.
Caso primero y acaso único en la historia éste de la participación total, activa y
presente de la población femenina de un país en la guerra, y no a manera de
circunstancia pasajera, sino a título de institución permanente, que empieza y
acaba con la contienda misma. Mas la mujer paraguaya es así: su fidelidad al
compañero es absoluta, constante y sin limitaciones. Va con él a la guerra –
cuando guerra hay, y esto es lo normal – para servirle de apoyo y consuelo y
hasta para cavar la fosa en que ha de sepultar los despojos del ser amado, si
Dios así lo dispone. A la zaga de los ejércitos, vadea ríos, cruza esteros, se
expone a los peligros del combate y a las penurias de las marchas largas, y es

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en todo momento el ángel de la guarda que, abnegada y solícita, vela día y


noche por el padre, el hermano, el esposo o el compañero de unión ilícita pero
santa en su lealtad. Su heroísmo de mujer no reconoce límites en el descanso,
en las marchas o en los sombríos atardeceres de una batalla perdida. Así fue
en la campaña del 70 y así ha sido en todas nuestras guerras civiles. La mujer
paraguaya es potencial de resistencia y de heroísmo sin alardes en la causa del
Paraguay, y sin ella no llegara a tan alto grado las virtudes guerreras de sus
hombres. Pedestal de abnegación y ternura es ella en la historia épica del
Paraguay. Faltando esa mujer, no sería tanta ni tan brillante nuestra gloria de
varones. Sin esa venda de luz que la misericordia de Dios pone sobre las
heridas de nuestra patria, menos, mucho menos serían las galas que adornan
nuestra historia. Hace el mariscal vida activísima en Paso Pucú, aunque alejado
de todo peligro inmediato, mas al final de su tarea diaria – y a igual que el
último de sus soldados – solaz y reposo halla en el seno de su familia, en
compañía de sus hijos y en los brazos de la mujer amada. En su despacho de
general en jefe, atiende la rutina burocrática inherente a sus funciones, porque
Solano López algo tiene de papelero; todo ha de hacerse por escrito y en
detalle, desde un proceso por traición hasta los partes diarios de las unidades,
costumbre esta que no abandonará ni en los postreros días de la guerra.
Todavía en Cerro Corá, cuando de su ejército no queda sino un famélico
conjunto, el general Resquín y el coronel Panchito López llevan en sus carteras
de campaña las “revistas de comisario” y las listas de efectivos de todas las
unidades, escritas sobre parches de cuero, rapados a punta de cuchillo hasta
adquirir la delicada finura del pergamino, porque ya el papel se había
terminado.

A más de aquella labor rutinaria y burocrática, el mariscal atiende y


despacha su correspondencia oficial y privada; mantiene comunicaciones con
Asunción; escribe a Gregorio Benítez y Cándido Bareiro en Europa, redacta
cartas para su hijo Emiliano, estudiante en los Estados Unidos; dicta órdenes
del día, proclamas y decretos; revisa y estudia personalmente informes y
partes de guerra; recibe e instruye a los temibles “pyragüés”, fisgones que en

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todas partes se introducen, hurgando en los vivaques, en las filas de los


regimientos y entre los prisioneros de guerra y realizando frecuentes viajes a
la capital para traer al “caraí” las últimas novedades de cuanto allá se dice, se
comenta o se piensa. Todo lo hace Solano López. Todo lo vigila, revisa, lee y
corrige. Sus secretarios y ayudantes no pasan de ser simples copistas. En los
días de intenso calor, hace instalar su despacho bajo la sombreada copa de un
naranjo y allí, mientras mide el suelo a grandes zancadas atizándose las
pantorrillas con un latiguillo de plata, dicta a sus secretarios, sentados estos
ante sendas y rústicas mesas, al alcance de su mano y de su voz.

Cuando algún tiempo le dejan libre estos menesteres de oficina, el


mariscal visita a los heridos, pasa revista a las unidades o da un corto paseo a
caballo en compañía de la Lynch. Habla siempre a sus soldados en el tono
cariñoso y amable de un padre, aunque sin familiaridades excesivas, y aquéllos
le escuchan como se escucha al jefe indiscutible y adorado por quien sé está
dispuesto a dar la vida y mucho más. Con jefes y oficiales se muestra más
circunspecto y reservado, adoptando al conversar con ellos un tono de
severidad con frases que suenan a chasquidos de tralla. Sólo a José Díaz – de
todos sus generales – acostumbra a tratar con cierta blandura, no exenta de
cálido afecto. Es este acaso el único jefe a quien de verdad quiere y distingue
entre todos y quizás también el único que le inspira celos y hasta cierto temor,
pues el bravo y tosco pirayuense es caballero de recio temple y voluntad
indomable, y aunque de muy pocas letras, sabe ser ordenancista y despiadado
en el mantenimiento de la disciplina. Militar de alma y vida es Díaz; las
fronteras de su mentalidad no van más allá del puño de su espada ni hay para
él voz más alta que el toque de un clarín. Por nadie se deja ensillar, y aunque
respetando profundamente a Solano López, no le teme; su ascendencia sobre
la tropa iguala, si no supera, a la ejercida por el mariscal. Cierta vez, y poco
antes de la batalla de Curupayty, se presentó Díaz en el despacho de Solano
López, y al advertir éste que el flamante brigadier llevaba puesta una flamante
guerrera, cosa algo fuera de tono en aquellos días de estrecheces y deterioros,
le dijo, entre burlón y cordial:

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“A la pinta, Diaz, pero nde paquete rejúvo. (Caramba, Díaz, qué emperifollado viene
usted).”

A lo que respondió el futuro vencedor de Curupayty:

“Hee, ha péina nico che ra’y ojapo chéve peteî poncho-güí che chaquetarã. Upéicha
mantéco roiko, karai. (Verdad es; mi ordenanza me ha hecho de un poncho una guerrera.
Así nos campaneamos, señor).”

El mariscal, que entonces y después vestía siempre con esmerada


pulcritud – algo disonante con la vestimenta gastada por la mayoría de sus
subordinados – comprendió la fina estocada de su general predilecto, y luego
de soltar la risa, pasó a otra cosa. Nadie que no fuera Díaz se habría atrevido a
hacerle blanco de aquella satírica rociada.

Por la noche, reunía Solano López en su mesa a algunos de sus generales


y colaboradores inmediatos. Wisner, Resquín, el obispo Palacios, el doctor
Stewart, el general Barrios y, a veces, Bruguez, eran los comensales obligados.
La señora Lynch y su hijo Panchito – entonces de doce años de edad –
participaban invariablemente de la cena; los demás hijos del mariscal – por ser
pequeños y en seguimiento de la costumbre inglesa – no se sentaban a la
mesa de los mayores, sino para el almuerzo. Los manjares, sin ser exquisitos,
eran siempre delicados: carne fresca, aves silvestres, huevos, bizcochos de
harina de maíz, dulces caseros y frutas de la estación. Y luego, la infaltable
copita de buen Oporto, a que era muy aficionado Solano López, sin llegar a
excesos. Se conversaba de todo un poco en el curso de la comida, mas con
particularidad sobre la guerra, llevando el mariscal la voz cantante en cuanto
tema era traído a comentario. Una sola mirada suya bastaba para tronchar en
el aire una frase cualquiera que no fuera de su agrado. El señor obispo echaba
su cuarto a espadas con una que otra alusión aduladora, sazonada de

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oportunos o inoportunos latinajos. Wisner picoteaba en inglés con la señora


Lynch. Resquín – consumado glotón – con las manos entrelazadas sobre su
abultado abdomen, rara vez abría la boca, como no fuera para meter su torpe
cuchara en la conversación general con un despropósito o una observación
fuera de lugar. De la mesa se pasaba a la galería interior, donde se servía el
café y continuaba la cháchara de sobremesa hasta la hora de recogerse que
nunca pasaba de medianoche.

***

“Un general que no hubiese tenido la estupidez de Solano López hubiera


sepultado diez veces a los ejércitos aliados en el Paraguay o en el Paraná”.
(Juan Carlos Gómez). Sin contrariar el pensamiento motor que inspira tan
categórica afirmación en el señor Juan Carlos, acaso no resulte un
despropósito volver la oración por la pasiva para expresar que de haber
contado los aliados con un Mando capacitado, enérgico, dotado de iniciativa y
conocedor del terreno, Solano López habría sido cercado y derrotado en menos
tiempo del que finalmente se necesitó para hacerlo. El ejército aliado,
numéricamente superior, dotado de armamento moderno, equipado y
pertrechado con lo mejor de la época y en cantidades suficientes, con sus
comunicaciones expeditas con Europa y el resto del mundo, se hallaba en
situación de imprimir a las operaciones un ritmo más acelerado. A pesar de
esta posición ventajosa e inmensamente superior a la del enemigo en todos los
aspectos posibles, la estrategia adoptada por aquel numeroso, bien equipado,
modernamente armado y excelentemente comido ejército fue la del toro, que
embiste siempre de frente. No era el suyo un espíritu maniobrero. Una
maniobra envolvente de gran aliento por el Chaco – flanco descubierto del
ejército paraguayo – para aparecer en la retaguardia de las fuerzas de Solano
López y caer sobre ellas por ese lado, hubiera dado fin a la guerra en contados
meses. Se la realizó más tarde, verdad es, cuando Mitre había dejado ya el
mando supremo, terminando aquella maniobra con el desembarco brasileño en
San Antonio y culminando la operación en el desastre de Lomas Valentinas,
donde prácticamente dejó de contar el ejército paraguayo como fuerza

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capacitada para realizar misiones estratégicas.

Pero en los tiempos que corren por esta fecha, los aliados no intentan
siquiera una maniobra envolvente de aquella naturaleza. Puede que la idea no
haya estado del todo ausente en el pensamiento de algunos jefes brasileños,
como atestigua esta afirmación del coronel Bormann, historiador brasileño y
protagonista de la guerra: “Era ya opinión de algunos distinguidos oficiales
brasileños flanquear al enemigo por su izquierda y para esa operación
teníamos caballería suficiente. Nunca, nunca, como ya dijimos, el general en
jefe manifestó semejante plan”. Por otro lado, la escuadra del Brasil era dueña
de los ríos Paraguay y Paraná y en condiciones estaba de proteger y facilitar
una marcha de flanco por el Chaco; nada había para detener su paso sino la
llamada fortaleza de Humaitá, artillada con cañones “que no merecían el
nombre de tales” – según opinión del ya citado capitán británico Burton – y
cuyas balas esféricas se estrellaban como tortas de mazapán contra el blindaje
de los acorazados del imperio. Verdad es que al intrépido Ignacio – que sólo
bajo la advocación de María Santísima se avino al fin a “forzar” el paso de
Humaitá – también le detenía una hilera de damajuanas vacías mandadas
tender por el mariscal en el río Paraguay, de orilla a orilla, y que el almirante
brasileño tomó por poderosas minas, prontas a hacer volar “pelos ares” a toda
su escuadra.

Puede pensarse que aquella capacidad de maniobra producto fue de una


excesiva prudencia por parte del general Mitre, a su desconocimiento del
terreno, o a sus desavenencias con los jefes brasileños, desavenencias que ya
por aquellos tiempos, y aun antes, amenazaban con hacer crisis. Aquel “Eu
mando, Vossa Excelencia fará” del emperador Pedro II en Uruguayana se le
había clavado a Mitre en el corazón. Verdad es que el presidente argentino
ejercía el mando en jefe de los ejércitos aliados de acuerdo con una cláusula
pertinente del tratado de triple alianza, mas no ignoraba él que los brasileños
eran, en rigor de verdad, quienes cargaban con el mayor peso de la campaña,
al sostener la guerra con hombres, barcos y dinero y, en consecuencia, con
derecho a mayor voz y voto en las deliberaciones. El general Mitre, consciente

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al parecer de aquella penosa y dañina lentitud en las operaciones militares,


buscó justificarla con ciertos hechos, escribiendo al vicepresidente Paz:

“¿Quién no sabe que los traidores alentaron al Paraguay a declararnos la guerra? Si la


mitad de Corrientes no hubiera traicionado la causa nacional, armándose en favor del
enemigo; si Entre Ríos no se hubiese sublevado dos veces; si casi todos los contingentes
(incompletos) de las provincias no se hubieran sublevado al venir a cumplir con su deber;
si una opinión simpática al enemigo extraño no hubiese alentado la traición ¿quién duda
que la guerra estaría terminada ya?”

Atribuye el general la prolongación de la guerra a la falta de unidad de su


patria y a la ausencia de disciplina en los contingentes argentinos. Opinión algo
distinta de las cosas tiene el marqués de Caxias, jefe del ejército brasileño y
primer héroe militar del imperio, quien en carta fechada 20 de septiembre de
1867, expresara:

“Con quem estamos aliados ñao querem acabar a guerra, porque estao com ella lucrando
e empobrecendo o Brazil. O Mitre tem procurado por todos os meios depois que aqui
chegou, atrapalhar a marcha das operaçoes que, se tivessem continuado como eu as
principei, estaría fim de Agosto a guerra concluida. ¿Mas eu que fico fazendo aqui as
ordens de un homen que tudo poderá ser menos general?”

También Venancio Flores se queja de la lentitud de las operaciones. A su


esposa escribe:

“Campamento de San Francisco, marzo 3 de 1866.

Las buenas como las malas noticias deben recibirse con tranquilidad. Ayer ha sufrido la
vanguardia de mi mando un contraste de alguna consideración, perdiéndose casi
totalmente la división oriental.

.........................

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No es para mi genio lo que aquí pasa. Todo se hace por cálculos matemáticos; y en
levantar planos, medir distancias, tirar líneas y mirar al cielo, se pierde el tiempo más
precioso; figúrate que las principales operaciones de guerra se han ejecutado en el
tablero de ajedrez. Entretanto, hay cuerpos de ejército que han pasado sin comer tres
días. Yo no sé qué será de nosotros; y de veras que si a la crítica situación en que
estamos se agrega la constante apatía del general Mitre, bien puede suceder que yendo
por lana salgamos trasquilados.

Todo se deja para mañana y de día en día se aplazan los movimientos más importantes y
que de suyo reclaman celeridad. Sólo he visto actividad en los días de besamanos.
Entonces sí se cruzan los cuerpos de música, los cumplimientos, las felicitaciones,
relucen los uniformes y las ricas espadas.”

Y el ya nombrado Seeber, en carta fechada en Tuyuty el 6 de julio de


1866, dice:

“Nos movemos con dificultad, tenemos pocos caballos, mal forraje, bueyes flacos y
carretones pesados. He podido notar que nuestros oficiales de línea no tienen, en
general, una instrucción táctica muy profunda. Hay una anarquía descomunal; cada
cuerpo maniobra según el capricho y la inteligencia de su jefe. El coronel Chenaut dice
que somos una montonera con música, y podía agregar también que con mala música. A
los paraguayos prisioneros los hacemos pelear en nuestras filas; yo mismo tengo uno de
asistente. “

(Francisco Seeber, “Cartas sobre la guerra del Paraguay”).

Y Tamandaré escribía al ministro Octaviano con fecha 20 de noviembre de


1865, protestando contra la unidad de mando en los siguientes términos:
“Sería un absurdo y una indignidad monstruosa sujetar nuestras fuerzas de
una manera tan completa a un general extranjero. El general Mitre no ha de
combinar conmigo operación alguna”. El desastre de Curupayty iba a ser el
trágico colofón de tanto y tan desmedido orgullo.

Mas sea como haya sido, los aliados dejaron al mariscal Solano López en

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pleno goce de la iniciativa, circunstancia preciada que aquél aprovechó con


resultados que habrían podido ser más ventajosos y mejor calculados. El
presidente paraguayo aguarda en su cuartel general de Paso Pucú los próximos
pasos del enemigo, que lleva a cabo sin mayores obstáculos el cruce del
Paraná y su concentración en territorio paraguayo. Solano López espera el
ataque de los aliados; no percibe que la iniciativa le pertenece en este
instante. Cuando cae en ello, para hacerse cargo de la inexplicable lentitud del
enemigo y comprender al fin que la escuadra brasileña nada hace ni hará por
proteger una maniobra envolvente, pasa a la acción y adopta la ofensiva
táctica. Mas como siempre, se ha perdido tiempo precioso. Lento en sus
concepciones es el mariscal paraguayo. Queda todavía una oportunidad “para
sepultar a los ejércitos aliados en el Paraguay y Paraná”. Pero esa oportunidad
se malogrará en Tuyuty y se perderá por siempre en Curupayty. Y en ambas
batallas la razón de la falta de éxito será siempre la misma de antes y de
siempre, en punto a la actuación de Solano López, esto es, su ausencia del
“puesto de comando”, vale decir, de un sitio desde donde pueda conducir las
operaciones y ejercer con autoridad de presente el mando de sus ejércitos. No
vale el argumento de que el interés de la República exigía mantener intacta la
seguridad e integridad de su persona; dicho queda y explicado que el alcance
de los proyectiles de la época permitían instalar el referido “puesto de
comando” en las cercanías inmediatas al lugar de la acción, sin correr por ello
riesgo alguno, y sí facilitando la intervención constante del jefe en los vaivenes
de la lucha, mediante estafetas montados, cadena de ayudantes o por medio
del simple examen visual de la situación. Aun en los tiempos modernos, en que
un comandante en jefe tiene a su disposición múltiples y variados medios de
comunicación y transmisión para mantener el enlace con los mandos
subordinados, es de ley que ante la inminencia de una acción importante,
abandone su cuartel general y establezca su “puesto de comando avanzado”
en las proximidades del principal sector de operaciones.

***

El glorioso combate de Corrales, la sorpresa del 2 de mayo – que le valió a

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Díaz ser nombrado Comendador de la Orden del Mérito – y otras acciones


parciales no tuvieron otro resultado que el de mostrar el temple bravío de
nuestras tropas y la temeridad, a veces comprometedora, de nuestros jefes.

La batalla del 24 de mayo de 1866 – por nosotros llamada de Tuyuty, en


tanto los aliados suelen dar este nombre a la del 3 de noviembre de 1867 – es
digna de ser mencionada en detalle y bajo algunos de sus aspectos, primero
por haber sido el mayor hecho de armas librado sobre suelo americano, desde
el punto de vista de los efectivos que en ella actuaron, y luego porque fue
acción de guerra mejor concebida por Solano López, revelando los pormenores
de su preparación una innegable capacidad táctica. “Tuvo López las dos
grandes condiciones del que impera: un carácter inquebrantable y una decisión
sublime y muchos de sus planes de ataque y defensa, a pesar de sus grandes
errores, traslucen alguna vez el pensamiento del general que desea, aunque
imperfectamente, aproximarse a lo exacto”. (Garmendia).

Concebir, preparar y conducir constituyen las tres fases de toda operación


de guerra que a cargo está del Mando superior. De orden más bien mental son
las dos primeras, que requieren cierta imaginación y otro poco de flexible
inteligencia, dotes naturales a las que es preciso añadir conocimientos
profesionales, a objeto de saber “ajustar los medios al fin y el fin a los
medios”, como quiere el conocido y esenciadísimo principio táctico. La tercera
de las fases – conducción de la batalla – exige ya cualidades de otro género;
sin perjuicio de la capacidad profesional indispensable – adquiridas por el
estudio y la experiencia – la conducción de la batalla, quintaesencia del
mando, requiere firmeza de carácter, tenacidad de propósito, ausencia de
sensiblería, percepción instantánea, serenidad de espíritu, amor a la
responsabilidad y voluntad de vencer. No del todo malo era Solano López en
sus concepciones estratégicas y tácticas, aunque dejándose dominar a ratos
por cierta lentitud al pasar del pensamiento a la acción; pero fallaba siempre
en la conducción, o mejor dicho, la dejaba por entero en manos de sus
subordinados. No ejercía el mando en toda su plenitud. Y mandar significa algo
más que dictar órdenes.

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Un largo y detenido estudio de aquellas tres fases sería necesario para


poder presentar en la totalidad de sus aspectos la acción librada el 24 de mayo
de 1866 y llegar de ese modo a un juicio definitivo y autorizado en punto a
responsabilidades y enseñanzas. Mas – preciso es recordarlo una vez más – no
sentamos aquí cátedra de historia militar, aunque ciertas consideraciones de
orden profesional son imprescindibles para mejor explicar los hechos y prestar
merecido relieve a los actores, y entre éstos, al mariscal paraguayo.

El 24 de mayo tentó Solano López alcanzar la decisión – como ya la había


tentado en Uruguayana y Corrientes – lanzando a la batalla la totalidad de sus
efectivos y de acuerdo con un plan concebido dentro de una razonable
posibilidad de éxito. De la defensiva estratégica pasaba a la ofensiva táctica,
única alternativa que le restaba después del fracaso de su plan inicial.
Calculado con habilidad y conforme a los principios fundamentales estaba el
objetivo a alcanzarse, esto es, la destrucción de las fuerzas enemigas.

Ocupaba el ejército aliado, por entonces, el campo de Tuyuty, situado a


medio camino entre Humaitá y Paso de la Patria, y limitando sus vivaques por
el norte y el sur con dos brazos del Estero Bellaco, por el este con un extenso
bosque de palmeras y por el oeste con el Potrero Piris. Sus efectivos sumaban
39.000 hombres: 16.000 argentinos, 21.000 brasileños y 2.000 orientales,
distribuidos en 75 batallones de infantería y 70 escuadrones de caballería, todo
apoyado por 120 piezas de artillería. Al frente de las fuerzas argentinas estaba
el general Wenceslao Paunero; el mariscal Osorio mandaba el ejército brasileño
y Venancio Flores, con sus raleados uruguayos, más algunas unidades
argentinas, ocupaba los puestos avanzados. Ejercía el mando supremo el
general Bartolomé Mitre.

Del lado paraguayo, Solano López disponía de un ejército de 25 mil


hombres. Notoria era, por lo tanto, nuestra inferioridad numérica. He aquí el
plan concebido por el mariscal: llevar en la madrugada del 24 cuatro ataques
simultáneos sobre las posiciones enemigas, cayendo al mismo tiempo sobre el
frente, la retaguardia y ambos flancos del campamento ocupado por los aliados
en Tuyuty. Sobre el ala derecha del enemigo debía caer el general Resquín con

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8 regimientos de caballería y 2 batallones de infantería; sobre el centro, el


coronel Hilario Marcó al mando de 4 batallones y 2 regimientos; por la
izquierda atacaría el coronel José Díaz al frente de 5 batallones y 2
regimientos; el ataque por la retaguardia lo llevaría el general Vicente Barrios
con 6 batallones de infantería y 2 regimientos de caballería. En reserva, el
general José María Bruguez con 7 mil hombres y 8 piezas de artillería.
Mandaba en jefe sobre el campo de batalla, Vicente Barrios.

Toda la operación basada estaba sobre el factor sorpresa, cuyo factor


dependía por entero del general Barrios. En efecto, este general – cuya
columna debía recorrer una distancia mayor que las otras para llegar a su
posición de apresto – tenía órdenes de dar la señal para el ataque general,
disparando un cohete así que llegase al Potrero Piris, cosa que se esperaba
ocurriría al amanecer. Pero Solano López no calculó bien la distancia a recorrer
por la columna de Barrios o desconocía en absoluto la naturaleza del terreno
en el trayecto, esto es, no hubo reconocimiento previo, requisito indispensable
a toda operación de guerra y que los reglamentos exigen que, en lo posible,
sea hecho por el jefe en persona. Aun en los tiempos actuales, en que la
cartografía militar y la fotografía aérea reproducen con bastante fidelidad la
configuración del terreno, el jefe no está eximido de efectuar el reconocimiento
previo.

Lentísima resultó la marcha de la columna de Barrios, teniendo la tropa


que abrirse paso por estrechas “picadas”, donde los infantes se veían obligados
a avanzar en columna de a uno y los jinetes, desmontados y conduciendo de la
brida a sus caballos. Sentada esta baza, el general llegó a su posición de
apresto, no al amanecer como se tenía calculado, sino a las once y media de la
mañana. No cabía ya confiar en el factor sorpresa y reducidas a un tercio
quedaban las posibilidades de un éxito fulminante. Tanto la razón como la
lógica mandaban postergar la batalla. No podía el general Barrios ignorar esta
circunstancia adversa, a pesar de lo cual, llegadas sus tropas al sitio de
apresto con cinco horas de atraso y a pleno sol, disparó el convenido cohete y
se inició el ataque. ¿Fue suya la responsabilidad del fracaso? Responder en la

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afirmativa entrañaría una evidente injusticia. Barrios cumplió con absoluta


fidelidad la orden recibida: llegó al sitio indicado y dio la señal. Nada se le
había dicho de postergar la batalla en caso de no llegar en tiempo convenido y
ninguna facultad le fue otorgada para modificar las instrucciones recibidas del
superior en vista del cambio radical que la situación experimentaba entre el
instante de la concepción y aquél de la ejecución.

Dicho queda que los reglamentos de la época no autorizaban el ejercicio


de la iniciativa, laguna posible de llenar otorgando ciertas y muy limitadas
facultades de deliberación sobre el terreno de los hechos, dado que las
órdenes, por minuciosas y detalladas que sean, jamás pueden contemplar, y
mucho menos prevenir absolutamente, todas las contingencias y variaciones,
así favorables como adversas, que en sucesión galopante ocurren en el curso
de una acción. Pero dada la obediencia ciega que el mariscal exigía de sus
subordinados, solamente él – de haberse hallado presente sobre el campo de
batalla – hubiera podido modificar el horario inicial, visto el vuelco inesperado
de las circunstancias. Bonaparte pierde la batalla de Waterloo, porque Grouchy
no acude con sus fuerzas en su socorro en los instantes supremos, cuando 20
mil hombres pueden decidir entre la victoria o la derrota. Pero Grouchy ha
recibido la orden de perseguir a Blucher y lo persigue, aunque sin lograr
alcanzarlo; oye el tronar de los cañones en Mont Saint Jean y acaso piensa que
el emperador necesita desesperadamente de su concurso para ganar la acción
entablada, pero no cambia de ruta y se mantiene inconmovible dentro de la
orden recibida. Sólo Napoleón es responsable de la derrota de Waterloo así
como Solano López es el único que debe cargar con la responsabilidad del
descalabro de Tuyuty. No fue de Barrios la culpa de haberse omitido el
reconocimiento previo del terreno que habría hecho posible calcular con
relativa exactitud el itinerario de marcha de su columna. Tampoco fue suya la
responsabilidad de haber impartido la señal de ataque cuando era ya
demasiado tarde para que entrara a gravitar el fundamental factor de la
sorpresa. A igual que Grouchy, se aferró Barrios al cumplimiento letra por letra
de la orden recibida, y al hacerlo, ocasionó el fracaso. Y así debió haberlo

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comprendido el propio Solano López, quien lejos de aplicar al general Barrios


una sanción disciplinaria o someterlo a proceso, volvió a confiarle el mando en
la batalla del 3 de noviembre de 1867.

Otra verdad es que también al mariscal le faltaban colaboradores


inteligentes, que supieran interpretar con cierta elasticidad mental su
voluntad; no tenía en su rededor más que simples cornetas de órdenes, así en
lo político como en lo militar. De esta ausencia de colaboración constructiva e
ilustrada había de quejarse tenazmente Solano López en más de una ocasión.
Una de ellas ocurrió en circunstancias de haber el Papa Pío IX dictado una
bula, allá por 1868, y en virtud de la cual, ponía a la sede episcopal de
Asunción – la más antigua del Río de la Plata, por haber sido ella instituida por
Paulo III en 1547 – bajo la autoridad del arzobispado de Buenos Aires. En
aquella ocasión, se acercó humildemente el obispo Palacios al mariscal para
informarle de la resolución del Sumo Pontífice y decirle:

El Papa parece haberse declarado en favor de nuestros enemigos.

A lo que respondió Solano López:

“Bah, no tiene eso tanta importancia. Probablemente, lo que pasa es que a Su Santidad le
aflige la desventura de contar con colaboradores tan estúpidos como los que tengo yo. Se
tratará de algún error cometido por un amanuense del Vaticano.”

Pero volvamos a nuestra batalla del 24 de mayo. Con furia y heroísmo


lucharon los paraguayos hasta la caída de la tarde, y durante muchas horas,
aquello fue un sangriento vaivén de avances y retrocesos. La gran batalla
degeneraba en combates aislados y dislocados. Díaz, Aguiar, Dejesús Martínez
y otros realizaron proezas de valor. Resquín – buen organizador pero mediocre
comandante de tropas como era – sacrificó estérilmente sus efectivos en
ataques frontales contra la infantería y la artillería argentinas. “Resquín

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sacrificó una enorme masa de excelente caballería, sin tentar siquiera la


operación acordada. La hermosa falange paraguaya fue batida en detalle y
hecha pedazos antes de tiempo; sucumbió bravamente, pero no con pericia”.
(Garmendia). Se repite lo de siempre: coraje derrochado a manos llenas, pero
ausencia absoluta de mando por parte del jefe supremo y falta de aptitudes
profesionales en los subordinados.

Los aliados perdieron en la batalla 3.913 hombres, aunque el coronel


Centurión afirma que sus bajas se elevaron a 8 mil. De nuestra parte, tuvimos
5 mil muertos y unos 7 mil heridos. “Al día siguiente, se procedió a la magna
incineración de los cadáveres; se hacían piras colosales, como las de Diddo
antes de su sacrificio, pero no de leñas, sino de cuerpos flacos y
apergaminados”. (General Fotheringham). Los cuerpos flacos y apergaminados
eran de los paraguayos; los otros, enterraban sus muertos.

En la batalla del 24 de mayo recibió su bautismo de fuego el joven Carlos


Pellegrini, después presidente de la Nación Argentina; era entonces teniente de
artillería y ayudante del coronel Martín Arenas.

Solano López premió a los suyos con ascensos y condecoraciones. Entre


los primeros se hallaba el coronel José Díaz, a quien le fueron entregados sus
despachos de brigadier.

***

El 11 de septiembre de 1866, al clarear el día, se presentaba en las


avanzadas del ejército aliado y bajo bandera de parlamento, el capitán
paraguayo Francisco Martínez, portador del siguiente oficio para el general
Mitre:

“Cuartel general de Paso Pucú, septiembre 11 de 1866.

Al Excmo. señor Brigadier General don Bartolomé Mitre, presidente de la República


Argentina y general en jefe del ejército aliado.

Tengo el honor de invitar a V. E. a una entrevista personal en nuestras líneas, para el día
y lugar que V. E. quiera convenir.

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Dios guarde a V. E. muchos años.

FRANCISCO SOLANO LÓPEZ”

Ese mismo día, contestaba Mitre en los siguientes términos:

“Cuartel general del Ejército Aliado, septiembre 11 de 1866.

Al Excmo. señor Mariscal Don Francisco Solano López, Presidente de la República del
Paraguay y general en jefe de su ejército.

He tenido el honor de recibir la comunicación de V. E. fecha de hoy en que me invita a


una entrevista personal en el día y hora que se convenga.

En contestación debo decir a V. E. que acepto la entrevista propuesta, y me hallaré


mañana a las nueve de la mañana, al frente de nuestras respectivas avanzadas, en el
Paso de Yatayty-Corá, llevando una escolta de 20 hombres, que dejaré a la altura de mis
avanzadas, adelantándome en persona al terreno intermedio, siempre que V. E. estuviese
conforme a ello.

Dios guarde a V. E. muchos años.

BARTOLOMÉ MITRE”

Esa misma tarde, el citado capitán Martínez entregó la respuesta del


mariscal, que rezaba así:

“Cuartel General de Paso Pucú, septiembre 11 de 1866.

Al Excmo. señor brigadier general don Bartolomé Mitre, presidente de la República


Argentina y general en jefe del ejército aliado.

Acabo de tener el honor de recibir la contestación que V. E. se ha dignado dar a mi


propuesta de entrevista de esta mañana, y agradeciendo a V. E. la aceptación que de ella
hace, me conformaré con el proceder que V. E. me propone y me haré el deber de no
faltar a la hora indicada.

Dios guarde a V. E. muchos años.

FRANCISCO SOLANO LÓPEZ”

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En la mañana del día 12, abandonó Solano López su cuartel general de


Paso Pucú para dirigirse al sitio de la entrevista. Iba el jefe paraguayo en
carruaje, seguido de una escolta formada por veinticinco hombres del
regimiento de dragones y acompañado de numeroso séquito, que incluía unos
treinta jefes y oficiales, a más de sus hermanos Venancio y Benigno, el general
Vicente Barrios, Natalicio Talavera y los mayores Corvalán y Palacios. El
mariscal, que jamás desmintió la elegancia proverbial de su atildada persona,
vestía uniforme militar con quepís al estilo francés de aquella época, botas
granaderas con espuela de plata y la estrella de la Orden Nacional del Mérito
prendida al pecho; sobre el uniforme llevaba un rico poncho de vicuña forrado
de terciopelo granate y con los bordes y la apertura del cuello bordados en oro.

Al llegar al estero, descendió Solano López de su carruaje y montó a


caballo. A dos kilómetros de distancia y ocultos en un espeso pastizal, mil
rifleros escogidos y armados de carabinas Minié, velaban por la seguridad de
su generalísimo, que no habría considerado prudente descuidar ciertas
precauciones.

Con puntualidad de soldado acudió el general Mitre al lugar de la cita. La


indumentaria del presidente argentino era más sobria y menos militar que la
de su adversario y un tanto fuera de tono en aquel ambiente de aparatosa
marcialidad: levita negra sin galones ni charreteras, un viejo sombrero de
fieltro negro con alas anchas y al cinto la espada, que pendía de un tiro tejido
con hilos de seda y plata. “Tenía cierta semejanza con Don Quijote” comenta el
coronel Thompson.

A cincuenta pasos de distancia el uno del otro, ambos caudillos hicieron


alto y echaron pie a tierra. López y Mitre se adelantaron a sus respectivas
comitivas y luego de un ceremonioso saludo se estrecharon las manos con
signos aparentes de cordialidad. Tras la presentación de estilo, los
acompañantes se retiraron a discreta distancia y traídas que fueron dos sillas y
una mesa, aquellos dos hombres se dispusieron a discutir la suerte de medio
continente.

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Si el mariscal paraguayo adoptó sus precauciones, tampoco Mitre creyó


conveniente descuidar las suyas y así fue que Solano López advirtió al punto
que en las proximidades del lugar maniobraba, con fingida despreocupación,
un destacamento argentino. Luego hizo venir Mitre al general Venancio Flores,
jefe del ejército oriental, y se ha dado en decir que Solano López enrostró
duramente al caudillo uruguayo su conducta por haber aceptado el concurso de
las tropas brasileñas para derrocar al gobierno legal de su país. Impávido
soportó el guerrillero de la Banda Oriental chubasco tan imponente. También
fue invitado a que concurriera a la entrevista el general en jefe del ejército
brasileño, mariscal Polydoro da Fonseca Quintanilla Jordao, pero éste se
excusó de concurrir. Hay para sospechar que el mariscal brasileño no obró así
por deliberada descortesía, sino por astucia, como queriendo dejar a su
camarada argentino toda la responsabilidad de aquella entrevista, que él sabía
dolorosa y estéril. Además, sus instrucciones tendría, como que dicen contestó
a la invitación del presidente argentino: “Las instrucciones que he recibido de
Su Majestad Imperial Pedro II me ordenan librar batalla con este hombre,
López, y con los que le apoyan. No tengo instrucciones para tratar con él ni
para entablar relaciones sociales. Por carecer de instrucciones del emperador,
en ese sentido, nada quiero saber con López”. Lo que estaba en completo
acuerdo – como veremos luego – con la política del Brasil.

De lo que conversaron luego Mitre y Solano López nada se sabe en hecho


de verdad, desde que nadie ha podido deponer como testigo y dado que
ambos protagonistas de la memorable escena se llevaron su secreto a la
tumba. Mas sabiendo lo que hoy sabemos, aquella entrevista tenía que resultar
forzosamente estéril.

En primer término, muy difícil era, por no decir imposible, que aquellos
dos hombres se entendieran. Un abismo los separaba. De un lado, orgullo
desorbitado, candidez política, vehemencia verbal, calculación ingenua; del
otro, habilidad polémica de esgrimista consumado, mentalidad flexible y
maniobrera, realismo viviente e incisivo. Mitre es hombre curtido en los afanes
y faramallas de la política; Solano López, en cambio, está imbuido de

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psicología cuartelera, que resuelve los problemas en forma directa, franca, a


derechas, siguiendo la línea recta y de menor resistencia.

“– Siento, general – habría dicho López – haberle conocido tan tarde.

– Ya nos tratamos el año 59, cuando me hizo usted el honor de visitarme en Buenos Aires
– respondió Mitre.

– Sí, pero en aquella ocasión, me habló usted de libros y no de política – cerró el


mariscal.”

“Esta anécdota la oí de labios del propio general Mitre” – afirma Nabuco.

Aparte de la diferencia de caracteres, obstáculo insalvable para que


aquellos dos hombres se entendieran, era la posición irreductible adoptada por
los aliados – por el Brasil, mejor dicho – en punto a la primera e ineludible
condición para iniciar tan siquiera toda conversación de paz, condición que
imponía el retiro previo de Solano López, no sólo del gobierno de su país, sino
del territorio de su patria. Muy claro y terminante surge este irreducible punto
de vista de las instrucciones impartidas por Octaviano al ministro Saraiva, con
fecha 29 de noviembre de 1865, y que viene a explicar la actitud y las palabras
de Polydoro en Yatayty-Corá:

“Ninguna autoridad brasileña, bien pertenezca al ejército o a la armada, podrá tratar con el
presidente López ni con otra autoridad u otra persona, sea o no paraguaya, que hable en
nombre o en defensa de sus intereses, ni siquiera con un gobierno provisional o
permanente que en sustitución del suyo se constituya en la República, mientras se halle
en territorio de esta, de cualquier modo que sea, el presidente López. Serán, por lo tanto,
rechazadas inmediatamente todas las proposiciones de paz o armisticio que en tales
circunstancias se hagan.”

Y a continuación da Octaviano en detalle los términos del armisticio a


convenir, una vez llenada la fundamental condición expuesta más arriba:

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1) extrañamiento de Solano López;

2) inhabilitación de toda persona de su familia para el desempeño de todo cargo del


Estado;

3) disolución inmediata del ejército paraguayo;

4) continuación de la estancia de los ejércitos aliados en el territorio de la República


hasta que se celebre el tratado definitivo de paz, pudiendo también continuar en
dicho territorio una parte cualquiera de dichas fuerzas, si así se establece en el
tratado;

5) destrucción inmediata por la escuadra de los aliados de todas las fortificaciones


situadas en la margen del Río Paraguay, que puedan impedir el libre paso de
todos los buques de guerra y mercantes, quedando expresamente vedada la
construcción de otras tendientes al mismo fin;

6) entrega de todo el material a los ejércitos aliados;

7) indemnización de los gastos de guerra y de los perjuicios causados al Estado y a


los particulares antes de las hostilidades y durante ellas;

8) convocación inmediata de un Congreso, etc.

9) libertad de navegación de los Ríos Paraguay y Paraná para los buques de guerra
y mercantes;

10) aceptación de los limites señalados en el tratado de alianza.

De ser aceptados todos los términos de semejante armisticio, se pregunta


cualquiera ¿a qué conferencias de paz, si ya todo quedaba reglado y definido?
En efecto, sus cláusulas llevan injertadas las del tratado de triple alianza y no
significan otra cosa que rendición incondicional y supresión de soberanía.
¿Cómo hubiera podido Solano López – o un paraguayo cualquiera – negociar
sobre tales bases?

Mientras el mariscal permanezca en suelo paraguayo – “de cualquier


modo que sea” – imposible será doblegar la voluntad de los paraguayos y
llevar a feliz término el objetivo real del tratado de la triple alianza: un

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Paraguay desmembrado y sometido. Solano López personifica la resistencia


militar y la intransigencia política; nadie puede reemplazarlo con ventaja en
una y otra esfera ni igualarle en autoridad moral sobre su pueblo, en cuyo
nombre y representación sólo él puede hablar. No hay entre sus generales
quien pueda suplantarlo en el mando del ejército ni existe entre los civiles de
su gobierno uno solo capaz de librar con esperanzas de éxito las batallas de la
paz. Precisamente, los paraguayos de alguna ilustración de la época eran
adversarios del régimen de Solano López y se encontraban expatriados o
sentando plaza en los ejércitos enemigos. Si el mariscal hace renuncia de su
cargo y se aviene a abandonar el país, ¿qué va a pasar? Pues va a pasar lo que
quiere y busca el imperio, esto es, la constitución de un gobierno paraguayo
dócil a la política de Ytamaraty, sometido a la directiva internacional de la
Corte de San Cristóbal y haciendo de avanzada y escudo a la secular
penetración lusitana en las regiones del Plata, como ocurrió luego con el
famoso triunvirato, los gobiernos de Rivarola y Gill y el “bareirismo”,
instaurados y sostenidos par las bayonetas brasileñas. La política internacional
del Brasil es de largo aliento y tenaz persistencia; la guerra del Paraguay no
fue para ella un accidente imprevisto de la historia, sino eslabón
deliberadamente forjado en la cadena que va atando los cabos de su
hegemonía e influencia. En plena guerra aún, Ytamaraty ya tiene trazados sus
planes, no sólo para eliminar al Paraguay como factor adverso a aquella
influencia, sino también para frenar desde ahora a su aliada, la Argentina, cuya
política internacional obra más por reacción que por acción y carece de esa
continuidad de propósitos y perseverancia de fines que caracterizan a la del
Brasil. Mariano Varela proclamará un buen día que “la victoria no da derechos”.
Brasil piensa que sí, que los da, y para probarlo, comienza por negárselos a su
aliada de la víspera. Ni en el curso de la guerra ni durante las negociaciones de
paz que a ella siguieron, pudo la Argentina sentarse a la mesa redonda con los
voceros del imperio. “Las falsas palabras de los políticos argentinos engendran
la falsa conducta de los políticos brasileños. La ideología sonora de una parte,
la inconsistencia verbal sin propósito material, sin plan concordante y continuo,
sin pensamiento deliberado, sin movimiento ni acción, ni gesto colectivo,

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produce de la otra parte el retraimiento, la sospecha, la desconfianza, la


precaución, la defensa, la alarma ciega y cundidora, el desplante airado y la
amenaza bélica”. (Ramón J. Cárcano).

El sacrificio de Solano López de retirarse del gobierno – de haber


consentido en ello el mariscal – de nada hubiera servido para salvar la causa
del Paraguay, irremediablemente sellada, más que por el tratado famoso, por
la decisión de San Cristóbal de establecer en nuestro país un gobierno vasallo.
Se habría ahorrado sangre, sufrimiento y vidas, es verdad, pero sin ninguna
ventaja de orden material y menos moral, inhabilitados como hubiésemos
quedado políticamente para actuar como nación libre y soberana,
desmembrados y sometidos al extranjero. Si luego esa desmembración no
llegó a consumarse hasta los límites contemplados por el tratado, fue
precisamente porque la magnitud de nuestra resistencia hizo que el vencedor,
entre agotado y perplejo, respetara el despojo inanimado del vencido y porque
el tiempo transcurrido desde la iniciación de las hostilidades hasta Cerro Corá
tuvo la virtud de dar al Brasil mayores y mejores razones para negar a su
aliada los derechos comunes de la victoria.

Al Brasil le tenía muy sin cuidado que en el Paraguay se constituyera un


gobierno provisional o permanente, despótico o liberal, bárbaro o civilizado,
siempre que sus hombres fueran débiles, sumisos, instrumentados, dóciles a
las dádivas y permeables a las influencias a menudo untadas de amarillo
metal. Por eso querían a Solano López fuera del país, y esta condición sobre la
cual jamás transigirá a ningún precio, hizo imposible todo arreglo de paz. Esa
pretensión sin afeites por implantar en un país soberano un gobierno vaciado
en el molde de las conveniencias de Río de Janeiro provocará más tarde la
reacción del propio Ministro Washburn, quien con motivo de un ofrecimiento de
mediación por parte de los Estados Unidos para poner fin a la guerra, escribió
al duque de Caxias con fecha 19 de marzo de 1867:

“Las potencias aliadas, como parece desprenderse de la nota de V. E., están resueltas a
proseguir la guerra hasta que el actual LEGALMENTE electo presidente de la República,

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Francisco Solano López, sea depuesto y arrojado fuera del país. Esta condición,
precedente a la mediación, es ciertamente tan contraria a toda idea de gobierno propio,
que el abajo firmante cree ser su deber hacia su gobierno – que jamás habría esperado
semejante respuesta a su oferta de mediación – protestar contra ella.”

Los brasileños que han cooperado en el derrocamiento de otro presidente


legalmente electo – Aguirre del Uruguay – no tienen por qué sentir escrúpulos
con respecto a su congénere del Paraguay. Uruguay y Paraguay, son dos
peones en el tablero de ajedrez del Río de la Plata, cuyos movimientos van
dirigidos con el fin de dar jaque mate al enemigo principal: la influencia política
de origen hispánico en la confluencia del legendario río. Flores en el Uruguay –
por vesania – y Solano López en el Paraguay – por sentimentalismo que
apresura una intervención a destiempo – hacen posible la jugada maestra y
largamente meditada del Brasil.

Solano López sigue siendo en Yatayty-Corá el político ingenuo de San José


de Flores. Piensa, sin duda, que mediante un arreglo honorable de mutuas
concesiones y recíprocas conveniencias, se puede simplemente volver a un
statu quo ante. No percibe todavía los verdaderos designios del Brasil ni
sospecha que Mitre está atado al carro de la alianza en forma que le resulta ya
imposible zafarse de él, aun cuando lo quisiera. Mas es posible que en el curso
de aquella su entrevista con el presidente argentino se le hayan abierto algo
los ojos. Cuando en agosto de 1867, Mr. Gould, secretario de la legación
británica en Buenos Aires, llegado a Paso Pucú para negociar la evacuación de
sus compatriotas, intentó de nuevo y por su cuenta hallar una fórmula
conciliadora que condujera a la paz, siempre sobre la base de que el mariscal
abandonara su patria “con el valor íntegro en oro de sus bienes personales e
inmunidades diplomáticas para todos los objetos de su propiedad”, se dice que
Solano López respondió así a la propuesta: “Firmaré el tratado de paz y saldré
del Paraguay por dos años; si son sinceros, nada tendrán que temer de mi
regreso. Mi propuesta ante la de ellos. Yo he de hacer ya otra”. Habría
añadido: “ustedes me ofrecen oro corno si yo fuera un Robles o un

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Estigarribia”. Los aliados rechazaron la propuesta; sólo admitían el retiro


instantáneo, irrevocable y definitivo del mariscal. Y si posible fuera darle
muerte o llevarlo prisionero, miel sobre hojuelas.

En definitiva, a nada concreto se llegó en Yatayty-Corá. Tras cinco horas


de afanosas como improductivas batallas verbales, Solano López invitó a Mitre
a que mandara redactar un memorándum de lo actuado, mas por haberse
negado éste a hacerlo, tomó el mariscal a su cargo la tarea, dictando lo
siguiente a uno de sus ayudantes, el mayor Manuel Palacios:

“S. E. el mariscal López, presidente de la República del Paraguay, en su


entrevista del 12 de septiembre invitó a S. E. el señor general Mitre,
presidente de la República Argentina y general en jefe del ejército aliado, a
encontrar medios conciliatorios e igualmente honorables para todos los
beligerantes, para ver si la sangre hasta aquí vertida no puede considerarse
como suficiente a lavar las mutuas querellas, poniendo término a la guerra
más sangrienta de América por medio de satisfacciones mutuas e igualmente
honrosas y equitativas, garantiendo un estado permanente de paz y sincera
amistad entre los beligerantes.

S. E. el general Mitre, limitándose a oír, contestó que se referiría a su gobierno


y a la decisión de los Aliados, con arreglo a sus compromisos.”

Acto continuo, Mitre y Solano López bebieron una copa de coñac,


cambiándose los látigos como recuerdo recíproco de aquel encuentro, que
pudo haber sido memorable, y sólo resultó un incidente dislocado de la historia
y capítulo perdido en el fatídico tejer y destejer de los sucesos.

Taciturno y sombrío, la frente rasgada por un pliegue vertical, regresaba


el mariscal Solano López aquella tarde a su cuartel general de Paso Pucú. Se
ponía el sol sobre el verde de las selvas conjugando sus matices con la
inmensidad de la belleza celeste. De pronto frenó López su caballo y con
acento grave y recio pronunció estas palabras: “La guerra en lo sucesivo será

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de exterminio. No hay paz ni cabe ya arreglo posible”. Sólo ahora comprende


el presidente paraguayo que el destino de su patria como nación soberana está
en juego. Sólo ahora cae en la cuenta de aquel su fatal error político de
garantizar el pacto de San José de Flores. Sólo ahora sabe y reconoce las fallas
fundamentales de su diplomacia, al no tenerle ésta informado de la verdad
sobre los sucesos del Plata y de la fatal consecuencia que había de tener su
intervención prematura en el desventurado incidente lusitano-uruguayo. La
política es cálculo frío y egoísta; Solano López es paraguayo, y como todo
paraguayo de casta, peca de sentimental y soñador.

El epílogo de aquella noble y bien intencionada tentativa del mandatario


paraguayo por terminar la guerra fue un cambio de notas inocuas en el vago y
estirado formulismo de su redacción.

“Cuartel General de Curuzú, septiembre 14 de 1866.

Al Excmo. señor Mariscal Don Francisco Solano López, Presidente de la República del
Paraguay y General en Jefe de su Ejército.

Tengo el honor de trasmitir al conocimiento de V. E., según le tenia ofrecido, que


comunicada a los Aliados la invitación conciliatoria que V. E. se sirvió hacerme el día 12
del corriente en nuestra entrevista de Yatayty-Corá, hemos convenido de conformidad con
lo ya declarado por mí en aquella ocasión, referirlo todo a la decisión de los respectivos
gobiernos, sin hacer modificación alguna en la situación de los beligerantes.

Dios guarde a V. E.

BARTOLOMÉ MITRE”

A esta desabrida nota, contestó Solano López así:

“Cuartel General de Paso Pucú, septiembre 15 de 1866.

Al Excmo. señor Brigadier General don Bartolomé Mitre, Presidente de la República


Argentina y General en Jefe del Ejercito Aliado.

Acuso a V. E. recibo de la nota que ayer tarde me hizo el honor de dirigir desde su Cuartel

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General de Curuzú, diciendo que había convenido con sus Aliados referir a sus
respectivos gobiernos el motivo de nuestra entrevista del 12 en Yatayty-Corá.

Nada me ha detenido ante la idea de ofrecer por mi parte la última tentativa de


conciliación que ponga término al torrente de sangre que vertimos en la presente guerra y
me asiste la satisfacción de haber dado así la más alta prueba de patriotismo para mi
país, de consideración para los enemigos que le combaten y de humanidad para el
mundo imparcial que nos contempla.

Dios guarde a V. E. muchos años.

FRANCISCO SOLANO LÓPEZ”

El punto de vista argentino sobre la posibilidad de concertar la paz era,


desde luego, más dúctil y conciliador que el sustentado por el imperio, como
revelado queda por esta carta que Elizalde escribe a mitre con fecha 6 de
noviembre de 1866 y con motivo de la fracasada entrevista de Yatayty-Corá:

“…se puede tratar con López bajo la base de que su gobierno desaparezca y que bajo
esta condición pueda oírsele proposiciones de paz y esta debe ser la contestación que se
le debe dar. Sostenemos que sólo con el gobierno que venga después de López se
pueden hacer los tratados sobre los asuntos que fija la alianza. Y sostenemos que usted
puede y debe, siempre que lo crea conveniente, recibir los parlamentos que envíe el
enemigo y, en caso necesario, hacer las convenciones necesarias que requiera la guerra.”

Luego y en oficio reservado dirigido al presidente argentino, informa el


ministro Elizalde de lo acordado entre él y Octaviano en diciembre de 1866 con
respecto a las tratativas de paz que pudieran hacerse en el futuro:

“…que no se contestaría nada del mariscal López, teniendo los Aliados el derecho de
hacerlo, no tomando en consideración la iniciativa, porque no estando dispuestos a tratar
con él sino bajo una hipótesis, que no es probable, no ha llegado la oportunidad de
proceder, dada la divergencia de opiniones, si esta hipótesis se realiza. Acordamos
también que S. E. el señor ministro del Brasil haría saber al Excmo. señor general en jefe

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de las fuerzas brasileras, que quedaba autorizado a entenderse con V. E. para hacer las
capitulaciones, canje de prisioneros y otras convenciones militares que pudiesen ser
necesarias.”

El ministro de Relaciones de la Argentina había dicho que “se puede tratar


con López” para llegar por ahí a la eliminación de su gobierno, dejando de ese
modo abierto el camino para el capítulo inicial de las tratativas; el imperio, en
cambio, nada quiere con el mariscal paraguayo y no ha de tratar con el
Paraguay mientras su gobernante actual no sea derrocado, muerto o
expatriado. Y ya como para prevenir un segundo Yatayty-Cará, escribe
Paranaguá a Caxias el 21 de diciembre de 1866:

“Tenga V. E. presente que en caso de ser invitado a conferenciar por el mismo dictador,
en ningún caso aceptará tal invitación, salvo que explícitamente le manifestara aquél que
el objeto de la conferencia era rendírsele con todas las fuerzas de su mando, a discreción
de V. E., sin condición alguna...”

Esta cruel sagacidad de San Cristóbal revela una perseverancia de


propósito y una visión de la realidad dignas de admiración. El Brasil, sí, conoce
a Solano López y comprende al pueblo paraguayo. Sabe que con
procedimientos de medias aguas no alcanzará su objetivo.

La diplomacia imperial es lanza que no se detiene hasta haber partido en


dos el corazón del adversario.

***

Estrella fugaz en el firmamento ensombrecido de la patria fue la victoria


de Curupayty, alcanzada por nuestras armas el 22 de septiembre de 1866, y
que aun habida cuenta de nuestra desventajosa situación material de aquellos
días, pudo todavía haber torcido el cauce de la historia, no ya para lograr el
triunfo definitivo – de imposible realización a esta altura de la guerra – pero sí
para obligar al enemigo a concertar una paz de transacción.

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José Díaz – recientemente promovido a general – fue el héroe indiscutible


e indiscutido de aquella jornada de sol, sin ejemplo en los anales de la historia
militar. Suyo y sin reservas fue el mérito inmenso de haber inspirado a sus
tropas un ardor sobrehumano para dejar terminadas en el término de
diecinueve días, las líneas de trincheras trazadas por Wisner de Morgersten –
coronel de ingenieros del ejército austriaco – porque a éste y no al glorioso
hijo de Pirayú, confió Solano López la preparación teórica de los planes de
defensa. Tantos son los laureles adquiridos por el general Díaz y tantas las
glorias por él ganadas a duro precio para su patria, que de nada sirve retocar
su figura con los tintes siempre algo borrosos de la leyenda. Hombre de
poquísimas letras como era – sin estudios académicos ni ilustración
autodidacta – no pudo en forma alguna haber pertenecido a Díaz el trazado
teórico de la organización del terreno, concebido como estaba el de Curupayty
de acuerdo con todos los cánones más exigentes de la ingeniería militar de la
época con sus ángulos entrantes y salientes, sus fuegos cruzados, sus
abatises, muros, fosos, parapetos, puentes levadizos, emplazamientos
mimetizados de artillería y depósitos de pólvora subterráneos. Aquel trazado
fue obra de un técnico en la materia, pero nada hubiera valido todo el
tecnicismo sin las dotes de mando de Díaz, que en medio de lluvias
torrenciales hizo trabajar sin descanso a sus soldados en la construcción de las
obras. Acosados por el sueño, la fatiga y los insectos, metidos hasta la cintura
en el fango de esteros y pastizales, trabajaron sin alivio ni relevo aquellos
hombres, cavando trincheras, talando árboles, levantando parapetos y
abriendo “picadas”, porque su general – que en todas partes estaba – los
inspiraba de continuo con el fuego de su entusiasmo, de su fe y de su
confianza en la próxima victoria.

Fibras de conductor de hombres tenía José Díaz y era suya aquella


preciosa cualidad en el que manda, de saber trasmitir a sus subordinados un
ánimo encendido y constante en la ejecución de las tareas más ingratas y
rudas, así en el campo de batalla como fuera de él. Tenía siempre a su tropa
en la mano y aunque férreo, y a veces hasta brutal en el mantenimiento de la

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disciplina, sus hombres lo adoraban y dispuestos estaban siempre a seguirle


hasta las fauces de la muerte, porque también aquel hombre sabía ser justo y
a fondo conocía el lenguaje y la psicología del soldado paraguayo, soldado
como había sido él desde los 19 años de edad. Nacido en Pirayú el 17 de
octubre de 1833, sentó plaza de soldado raso a la edad ya citada; fue
promovido a subteniente el 26 de abril de 1860, a teniente el 23 de diciembre
de 1863, a capitán en 1864, a sargento mayor el 19 de mayo de 1865, a
teniente coronel el 25 de octubre del mismo año, a coronel el 1º de mayo de
1866 y a brigadier el 25 del referido mes y año. Al declararse la guerra era jefe
de policía de Asunción y de ese cargo pasó a organizar el renombrado batallón
40, constituido por la más granada juventud asunceña. Dice de él Silvestre
Aveiro que “era terrible en sus castigos y que si el mariscal hubiera fallecido,
evidentemente habría tomado el mando del ejército, por ser el general más
valiente y prestigioso”.

Curupayty es de suyo una posición natural que se presta admirablemente


a la defensa, con su ala derecha sobre el Río Paraguay y su izquierda apoyada
en la Laguna Méndez, cuyas aguas crecen y se desbordan con las lluvias; su
frente – mirando al sur – es terreno bajo y cenagoso, poco menos que
intransitable en cuanto caen cuatro gotas. Agréguense a estas condiciones
naturales del terreno, las ventajas de una organización defensiva, hábilmente
concebida y ejecutada, y se llegará a la conclusión de que era aquella una
posición poco menos que inexpugnable para ser atacada por su frente. Siete
batallones de infantería y cuatro regimientos de caballería constituían el orden
de batalla de los paraguayos en Curupayty. La artillería estaba distribuida a lo
largo de las trincheras y sobre la barranca del río. Mandaba la infantería el
teniente coronel Antonio Luis González y la caballería – que no entró en acción
– el capitán Bernardino Caballero. Solano López permaneció en su Cuartel
General de Paso Pucú, desde donde hizo tender un hilo telegráfico hasta el
puesto de mando de Díaz, en Curupayty.

En Curupayty iban los aliados a emplear, una vez más, su fatídica táctica
del toro, embistiendo de frente aquella línea poderosamente fortificada, sin un

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reconocimiento previo del terreno y sin tantear siquiera un movimiento de


flanco con efectivos suficientes. El dominio potencial del río por la escuadra del
Brasil facilitaba una maniobra envolvente de aquella naturaleza por nuestra
derecha, y la bien montada y numerosa caballería aliada habría podido
también llevarla a cabo por nuestra izquierda, rebasando la Laguna Méndez
para aparecer en nuestra retaguardia. Verdad es que Tamandaré había
prometido solemnemente “descangalhar tudo isso en duas horas” –
refiriéndose a las fortificaciones de Curupayty – en la creencia, sin duda, de
que cumplida aquella tarea, podían sus camaradas de tierra darse por bien
servidos. Y no es menos cierto que a Venancio Flores se le dio la misión de
tentar una maniobra por nuestro flanco izquierdo al mando de 3 mil jinetes, es
decir, que se encomendó al menos capacitado de los generales aliados,
precisamente, la tarea más delicada y susceptible de resultar decisiva en
manos de un buen comandante de tropas. Esa maniobra por nuestro flanco
izquierdo debió haber constituido el centro de gravedad del ataque aliado,
lanzando en esa dirección los mayores efectivos al mando del mejor de sus
conductores. Diversión en el frente, ataque a fondo por los flancos, habría sido
un plan razonable y conforme a las exigencias del terreno. Resultado de todo
aquello fue que ni Tamandaré logró destruir las fortificaciones de Curupayty –
no obstante un bombardeo de prolongada duración – ni Flores cumplió siquiera
medianamente la misión que se le confiara. El almirante izó la señal de que el
camino abierto estaba para iniciar el ataque por tierra, cuando Curupayty “no
presentaba señales ni del rebote de una bala de cañón”, y el caudillo oriental
se desplazó con aire lento, haciendo frecuentes altos para “churrasquear”,
hasta que volvió grupas sin haber empeñado una acción.

Al error fundamental del Mando aliado de atacar por el frente se sumaron


otros de menor gravitación, debidos ya al azar, ya a la incompetencia de los
comandantes subordinados: falta de reconocimiento previo del terreno,
cooperación deficiente de la escuadra con su preparación de artillería
absolutamente nula y falta de enlace entre los mandos de agua y de tierra y
entre éstos con respecto al uno del otro. Sólo así puede explicarse que los

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aliados – superiores en número, organización, armamento y abastecimiento –


sufrieran una derrota que confinó con la catástrofe, al dejar sobre el campo de
batalla diez mil cadáveres, mientras las bajas paraguayas no alcanzaron a un
centenar.

A las cuatro de aquella tarde primaveral, el trompa Cándido Silva – que


se mantuvo cerca de la persona del general Díaz durante toda la batalla –
anunció con un toque de clarín la certeza de la victoria, ante el repliegue
definitivo del enemigo que se retiraba en desorden, aunque ese desorden no
adquiriera todavía las proporciones de un desbande. Todos los intentos de
echar pie en las trincheras de Curupayty habían resultado estériles y
costosísimos; barridos por el fuego cruzado de nuestros cañones, diezmados
por las descargas intermitentes de nuestros infantes y metidos hasta las
rodillas en el fango, argentinos y brasileños hicieron derroches estériles de
valor sobrehumano. Los pocos que lograban llegar hasta nuestras líneas caían
en los abatises y pozos de lobo.

Es axioma militar que ninguna victoria es completa sin la explotación del


éxito, quinta y última fase del combate. Renunciar a la persecución es
despojarse a sabiendas de todas las ventajas del triunfo, cobrar una deuda sin
intereses y prolongar la lucha. Por ahí, la inercia de la defensiva se torna en
esterilidad y hasta en omisión de fatales consecuencias. Al enemigo en retirada
no hay que darle tiempo a rehacerse, moral y materialmente, y es, por lo
general, a la caballería a quien incumbe tornar el repliegue del adversario en
desbande y fuga. Al ataque infructuoso del enemigo ha de seguir de inmediato
el contraataque, si ventajas se quiere sacar de una victoria defensiva.
“Solamente la ofensiva conduce al éxito” es un viejo principio de la guerra.
Quien asume la defensiva lo hace por ineludible imperio de las circunstancias
adversas, mas siempre al acecho de la primera oportunidad favorable para
abandonar esa actitud de pasividad y recobrar la iniciativa dejada
transitoriamente en manos del enemigo.

¿Por qué no fueron lanzados los regimientos intactos de Bernardino


Caballero sobre aquel ejército que se replegaba vencido, deshecho y

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desangrado? A los jinetes hubieran seguido los infantes de Antonio Luis


González, inflamados como estaban por el ardor de una victoria sin sangre.
Ciertamente quedaban las reservas de las fuerzas aliadas – empleadas ya en
parte durante los asaltos infructuosos – pero las reservas poco pueden así que
la desmoralización ha cundido en el grueso. A la mitad dé sus efectivos – si no
más – estaba reducido el ejército aliado, en tanto que el nuestro, por el
contrario, se hallaba intacto, descansado y enardecido por la poderosa fuerza
moral de una victoria recién obtenida. Beverina afirma que la “retirada se
efectuó con relativo orden”. Es decir, que no se había producido aún el pánico,
ese estado colectivo de ánimo que la discreción obliga a llamar “aceleración del
movimiento”. Pero los gérmenes de la desmoralización estaban allí y una
acción inmediata, decidida y a fondo los habría hecho brotar sin género de
duda. Aunque no fuera más que para capturar prisioneros y recoger material
de guerra dejado por el enemigo, hubiera valido la pena perseguir a los aliados
hasta Curuzú.

Pero Solano López, en ésta como en anteriores ocasiones, se mantuvo


alejado del terreno de la acción. Instalado en Paso Pucú, se contentó con los
partes que le enviaba Díaz para darle cuenta del desarrollo de la batalla. Mas
dada la escasa ilustración del general victorioso y su poca o ninguna
familiaridad con los textos profesionales de la época, es dudoso que aquellos
partes – telegráficos en su mayoría – reflejaran la realidad de la situación en
toda su amplitud. La perspicacia innata no siempre basta para suplir la
ausencia de conocimientos profesionales, y hay quienes saben apreciar con
bastante exactitud una situación dada, pero luego resultan incapaces de
traducirla en un parte oral o escrito al superior. La redacción de partes – base
principalísima de la decisión de un jefe – no es cosa fácil, aun para aquellos
que conocen el arte del buen redactar y al corriente están de las prescripciones
reglamentarias. La relación escrita de una situación de guerra – pequeña o
grande – ha de ser el reflejo de la verdad absoluta, hasta donde pueda
alcanzar a percibirla el subordinado, y llenar los requisitos indispensables de
brevedad, concisión y claridad. Nada de términos vagos, de suposiciones y

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redundancias, de frases y aún de vocablos que se presten al equívoco o a la


mala interpretación y de exageraciones. La verdad, nada más que la verdad
escueta, simple y apretada, sin florilegios ni ambages. ¡Cuántas batallas no se
han perdido por un parte mal redactado! Se dice que un parte es perfecto
cuando satisface breve pero ampliamente estas cuatro interrogantes de quien
lo recibe: ¿qué? ¿dónde? ¿cuándo? ¿cómo? Lo que no es tan simple como
parece, aun tratándose de profesionales experimentados y de buena escuela.

Mucho pedir es que Díaz – tan corto de letras – estuviera en condiciones


de informar a Solano López de la verdadera situación en Curupayty al
producirse la retirada del enemigo. Que el general haya informado “el enemigo
se retira” o “el enemigo se retira en desorden” no es lo mismo, sino que va un
mundo de diferencia entre ambas expresiones; tampoco da igual que hubiese
telegrafiado “hemos alcanzado la victoria” como “ganamos la batalla a costa de
grandes pérdidas por parte del enemigo y de muy escasas por la nuestra”. Lo
más probable es que su parte haya estado concebido en los siguientes o
parecidos términos: “Peina opotí ma los cambá”. Mera suposición, entiéndase
bien, pero muy a tono con la modalidad de la época y el léxico y
temperamento del general vencedor. En fin de cuentas, no habría sido el
propio Díaz quien redactaba los partes a Solano López, sino su ayudante o el
telegrafista que ponía en español y traducía a la escritura Morse las
sensaciones de aquél, expresadas en guaraní y bajo la influencia de mil
factores.

En consecuencia, el mariscal, por el conocimiento imperfecto y deficiente


que tuvo del curso de la batalla, se abstuvo de ordenar la persecución. ¿Por
qué no la dispuso Díaz entonces? Porque de fijo no estaba facultado para ello,
ya que dotes de mando, coraje y ardor le sobraban. Su misión era rechazar al
enemigo y acaba de cumplirla fielmente, gloriosamente. Volvernos siempre al
mismo tema de la iniciativa y a la ausencia del mando personal en la batalla. A
Solano López corresponde la responsabilidad de haber resultado Curupayty
una victoria estéril, o mejor dicho, paralítica. Y eso que fue tan grande el
descalabro de los aliados que se mantuvieron en la más completa inactividad

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durante diez meses siguientes a la derrota.

Tres días después se servía en el Cuartel General de Paso Pucú un


banquete en honor del vencedor de Curupayty y con la asistencia de la señora
Lynch, del obispo Palacios y jefes superiores del ejército. Del brindis
pronunciado por Solano López en aquella feliz ocasión, sólo ha recogido la
historia su frase final: Vuestro nombre, general, no morirá: vivirá eternamente
en el corazón de vuestros conciudadanos.

El 7 de febrero de 1867, a las 4 y 30 de la tarde, fallecía en el hospital de


Paso Pucú el general José Díaz, víctima de su imprudencia; mientras desde una
canoa y en medio del río, observaba los movimientos de la escuadra brasileña,
fondeada en las inmediaciones de Curupayty, fue alcanzado por un proyectil de
artillería disparado desde uno de los barcos.

Natalicio Talaveranos refiere así los últimos momentos del general:

“Después de encontrarse en su campo, él mismo dictó un telegrama a S. E. el Presidente


pidiendo que le hiciera cortar la pierna. Tal era su serenidad y resolución en sus instantes
de mayor dolor. La amputación fue hecha y conducido al Cuartel General, se le
prodigaron exquisitos cuidados, interesados todos en conservar la vida de aquel hombre
extraordinario que aun podía ser de inmensa utilidad a la patria. En sus días de penosa
enfermedad, no tenia otra preocupación que sus soldados de Curupayty y el enemigo, y
es así que, diariamente, daba órdenes desde su lecho de dolor a sus ayudantes para sus
compañeros de Curupayty, a quienes no podía olvidar un momento. Sentía encontrarse
enfermo, sin haber terminado su obra. A pesar de la prohibición de su médico, que por el
estado de su debilidad, no quería que hablase mucho, no perdía ocasión de hablar de la
patria, de la obediencia, del buen servicio, de los deberes a aquellos que se aproximaban
a su lecho.

El estado de su herida hacía esperar su curación, pero había derramado mucha sangre el
día de su desgracia y se encontraba en un estado de gran debilidad, sin que su estómago
pudiese recibir la alimentación necesaria. Le daban fuertes accidentes que hacían temer
que en uno de ellos quedara sin vida, como efectivamente sucedió el día que parecía
encontrarse más satisfecho y aliviado. No temo morir – dijo – pues no he sentido miedo

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en las fuertes refriegas; sólo deploro no ser ya útil a mi patria y ver terminada mi
existencia antes de la conclusión de la guerra.”

Fue el general Díaz el soldado más afortunado de nuestra historia. Murió


joven, en el mediodía de su gloria y prestigio; intachable su blasón de guerra,
intacto y limpio el penacho de sus virtudes militares. No alcanzó a ver los días
más sombríos de nuestro infortunio ni cayó víctima de la delación, de la intriga
y de la desconfianza que a tantos de nuestros valientes condujeron al patíbulo.

Es también José Díaz un símbolo, símbolo de una esperanza desvanecida


y de un sueño que hasta hoy no acierta a convertirse en realidad.

***

El 12 de enero de 1868, Bartolomé Mitre, general en jefe del ejército


aliado, delega el mando supremo en Luis Alves de Lima e Silva, marqués y
luego duque de Caxias, militar experimentado aunque algo entrado ya en
años, pues por esta fecha anda por los 63 de edad. El fallecimiento de Marcos
Paz, vicepresidente de la República Argentina, había motivado el alejamiento
definitivo del general Mitre del teatro de operaciones.

Forzado finalmente el paso de Humaitá por la escuadra del Brasil, se hacía


insostenible la posición del ejército paraguayo en las famosas fortificaciones
llamadas del Cuadrilátero. El dominio del río por el enemigo, aguas arriba de
Humaitá, cortaba nuestras comunicaciones con la capital. No quedaba a Solano
López otro arbitrio que tentar una maniobra de desprendimiento, operación
arriesgadísima y de casi imposible éxito, por poco que las fuerzas navales
brasileñas vigilaran el río epónimo. Mas esto fue precisamente lo que no
aconteció. El 2 de marzo, Solano López con todo su ejército cruza el Río
Paraguay – en canoas, chatas y jangadas – desembarca en el Timbó, hoy
Puerto Bermejo, y enfilando hacia el norte, inicia una marcha penosísima por
territorio chaqueño, llega a Monte Lindo, vuelve a cruzar el mismo río y
acampa en San Fernando, situado a una legua del paso del Tebycuary. Todo un
ejército, con armas y bagajes y llevando en pos una legión de heridos y
enfermos, efectúa dos pasajes de río en circunstancias precarias por la falta de

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embarcaciones adecuadas, y la escuadra del Brasil no se da por enterada de la


doble y audaz maniobra.

Humaitá no tenía ya razón de ser. El 23 de julio recibe el jefe de la plaza,


coronel Francisco Martínez la orden de evacuación llevada por el capitán
Patricio Escobar, y el 24 echan pie en la legendaria fortaleza los aliados.
Martínez trató de unirse con sus extenuados soldados a las fuerzas del
mariscal, siguiendo su itinerario de marcha por el Chaco, pero sitiado en Isla
Poí, resistió heroicamente por espacio de más de diez días, hasta que al fin y
luego de rechazar reiteradas intimaciones, tuvo que rendirse, vencido por el
hambre y agobiado por el número. Solano López declaró traidor al coronel
Martínez y la mujer de éste, doña Juliana Insfrán, fue azotada y sometida a
torturas para obligarla a abjurar de su esposo. Pero la noble y valerosa dama
se negó a ello, no obstante suplicios y azotes diarios, y terminó por ser pasada
por las armas. Mártir de la fidelidad conyugal fue la señora Juliana Insfrán de
Martínez y su inhumano sacrificio ha de ser anotado con razón y sobradas
bases en las cuentas negras de Solano López. Pero la posteridad ha vindicado
al héroe de la batalla de Isla Poí dando su nombre a una de las calles de
Asunción.

***

No fue hasta el 26 de agosto que el ejército aliado llegó hasta nuestras


posiciones del Tebycuary. Como cautela en una marcha de aproximación, no se
puede pedir más ni mejor. Pero por esta vez, no lanzará sus fuerzas a un
ataque frontal; el marqués de Caxias se decidirá por una amplia maniobra de
flanqueo y cerco.

Mas antes de que eso ocurra, el puño de hierro de Solano López caerá con
sanguinaria furia sobre la cabeza de ilustres paraguayos y extranjeros,
acusados de conjuración y traición.

***

A truculentos y a veces fantásticos comentarios han dado origen los


desafueros y atrocidades cometidos por Solano López – u ordenados en
nombre de éste – en el curso de aquella guerra despiadada. No todos los

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cronistas hallaron el modo de mantener un juicio de serena imparcialidad y


generosa comprensión al comentar tan lúgubres páginas de nuestra epopeya,
pues mientras unos se dejaban dominar por odios ancestrales hacia el
protagonista principal y todo cuanto él representa en la historia, otros cedían a
las exigencias de la pasión política o a la tentadora seducción de tergiversar los
hechos del contrario para justificar los propios.

Sabido es que las ejecuciones por causas políticas no se iniciaron en


nuestro país y bajo el régimen de Solano López, hasta 1868; con anterioridad
a esta fecha, muy contadas fueron las sentencias de muerte, y siempre por
motivos militares y de acuerdo con las férreas ordenanzas de la época.
Quienes tan a la ligera dan a Solano López el mote de bárbaro y cruel
¿conocen acaso las famosas Leyes de Partida? ¿Han echado alguna vez un
vistazo a las ordenanzas militares españolas vigentes en aquellos tiempos?
Actos de legítima barbarie se cometieron más tarde, imposible negarlo, y por
razones de psicología específica, pero no todos ellos pueden ser imputables al
mariscal ni se salen de las modalidades de la época. Bárbaros eran, por cierto,
los castigos disciplinarios en boga en nuestro ejército de aquella fecha, pero ni
constituían una novedad en la materia ni estaban fuera de tono con los códigos
de los tiempos.

“El cepo uruguayana, como se lo conocía en el Paraguay, está descrito por Washburn,
Mastermann y otros escritores parciales de la época como si fuera peculiar del Paraguay
o una invención de López. Tal lo indica su nombre, fue introducido en el Paraguay desde
el Uruguay y era conocido y practicado en muchos otros países suramericanos. Lejos de
ser una invención suramericana, era la adaptación de una tortura practicada como castigo
en la marina británica y en la de Estados Unidos, donde se lo conocía bajo la
denominación de bucking. Antes de juzgar a una nación cualquiera de la América del Sur
por la barbarie de sus métodos de castigo durante el siglo XIX, debería el lector estudiar
los documentos sobre las prisiones norteamericanas del mismo período y los métodos de
castigar a los marineros en los barcos de todas las naciones que recalaban en los puertos
suramericanos.

(William E. Barrett, norteamericano).”

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Nada hay, pues, de extraordinario en los castigos disciplinarios aplicados


en nuestro ejército por aquella época en que el palo, las cadenas, el cepo y
hasta las torturas físicas estaban contempladas por las ordenanzas militares y
por los códigos de sanciones como facultades legales del superior. Que los
agentes de ejecución se excedieran, a veces, en la interpretación y dosificación
de la pena impuesta, haciendo de los códigos un instrumento vil de sus bajos
instintos o un medio inicuo para satisfacer sus rencores personales, ya es cosa
que no se puede buenamente imputar ni a la época ni a las leyes vigentes por
entonces. Pero en la mayoría de los casos registrados en el archivo procesal
del general Resquín, se aplicaba la ley y nada más, como demostrado queda
en los que a continuación se detallan y tomados han sido al azar entre los
muchos que el investigador hallara en la nutrida documentación disponible.

Campamento en Piquysyry, noviembre 21 de 1868.

De orden suprema, castíguese con cincuenta palos en circulo al practicante


Felipe Talavera y de alta en el batallón Nº 40 a servir en clase de soldado.

El soldado Zoilo Recalde, cien palos en círculo y de alta en el batallón Nº 3.

FRANCISCO ISIDORO RESQUÍN

Es decir, palos y degradación en un caso, palos y traslado en el otro.

Y aquí tenemos uno más:

“Sargento 2º Leandro Acuña, del batallón Nº 29, encepado el 4 del corriente, por haber
cortado un dedo de la mano al soldado Baltazar Gavilán, que estaba atajándole un
espinazo de carne, siendo ambos rancheros.”

Esto es, negligencia en el cumplimiento de una orden del servicio y que


motiva además la mutilación, y acaso la inhabilidad física permanente, de un

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soldado.

Algo más grave es el siguiente caso, porque entraña la pena de muerte:

“Campamento en Piquysyry, noviembre 13 de 1868.

De orden suprema, pásese por las armas al teniente Manuel Zayas, del batallón Nº 22,
por no haber querido levantarse a la diana cuando fue despertado para hacer servicio de
rancho; dio unos cintarazos a dos soldados que estaban cantando al frente de su cuarto
en aquella hora y no obedeció la orden que le ha traído de su comandante de cuerpo para
entregar su espada de oficial de día, diciendo que después de verse con el comandante,
la entregaría.

FRANCISCO ISIDORO RESQUÍN”

Campamento en Ñandipay, noviembre 13 de 1868.

Hice ya pasar por las armas al teniente Manuel Zayas, en cumplimiento de la orden
suprema que V. S. me transmite.

MANUEL MONTIEL

Fusilado por no querer madrugar dirán incautos y evangelistas. Mas no es


así. El teniente Zayas se hizo culpable de desobediencia y de un principio de
insubordinación frente al enemigo, con la agravante de hallarse en esos
momentos desempeñando una función del servicio. Desobediencia e
insubordinación en tiempo de guerra y frente al enemigo constituyen delitos de
extremada gravedad que los códigos militares aun los de la presente época –
castigan con la pena capital.

***

Llegamos al muy trillado tema de la conspiración fraguada contra el


presidente Solano López hacia fines de 1868 y sobre el cual resta aún mucha
tela que cortar, no obstante la muy abundante que se lleva ya cortada. Que
haya o no existido la conjuración es cosa que mejor queda librándola al criterio
del lector, para que éste deduzca sus propias conclusiones a la luz de las

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distintas y hasta contradictorias versiones que de aquel suceso han llegado


hasta nosotros, circunstancia que torna difícil, o cuando menos aventurada,
formular afirmaciones rotundas y juicios definitivos sobre la materia. Las
declaraciones de los supuestos culpables carecen de valor probatorio absoluto,
dado el sistema de torturas imperante en la época, y tampoco merecen plena
fe los testimonios de jueces, fiscales y sumariantes que actuaron en el curso
del famoso proceso. por cuanto unos y otros más empeño tenían en no
contrariar la voluntad de Solano López que en dispensar justicia, víctimas
como eran de aquel clima de absoluta obediencia y ciega sumisión. Así, el
Padre Maíz, se da penas en citar, al final de su libro “Etapas de mi Vida”, los
testimonios de Resquín, Aveiro y otros para demostrar que la conspiración
existió en realidad de verdad, mas todos los citados son partes en el juicio
instaurado por la historia y, por lo tanto, inhábiles para intervenir como jueces
en la apasionada controversia.

En San Fernando, Solano López hace pasar por las armas a su hermano
Benigno, a don José Berges, a varios generales y a otras personalidades
política y socialmente encumbradas, bajo la acusación de haber conspirado
contra la estabilidad de su gobierno, delito conexo con el de traición a la
patria.

Si la conspiración existió en rigor de verdad, no pudo ella haberse gestado


ni en el pueblo ni el ejército; en el primero, porque su entera sumisión a
Solano López hacía imposible todo intento de arrebatar el poder de manos de
su legítimo mandatario ni estaba nuestra buena gente adiestrada en la teoría y
en la práctica de las revoluciones, luego de medio siglo de quietud patriarcal y
de letargo cívico; tampoco pudo ella haber prendido en las filas del ejército,
porque su disciplina, su cohesión moral, tantas veces probada, le impedía caer
en los viles zurcidos de tales maquinaciones de trastienda, aparte de no contar
los militares con jefes de autoridad y temple suficientes como para encabezar
una insurrección contra Solano López. En aquel espeso ambiente de espionaje
constante, de delaciones rastreras estimuladas a precio de oro y de intrigas
infames tejidas a costa de la vida del prójimo, no era fácil encauzar y

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cristalizar un intento de rebelión, siempre suponiendo que el tal intento haya


podido existir en el seno del ejército o del pueblo. El respeto – rayano en terror
– que por el “karai” se sentía era tan grande en el alma colectiva como para
descartar todo pensamiento de hacerle frente. No estaba el clima ni se
prestaban las cosas para dar el grito.

La tan mentada conspiración no pudo haber pasado de una revolución de


palacio, gestada en la propia familia de Solano López, que ante la llegada de
los barcos de guerra brasileños a Asunción, creyó perdida la guerra, y lo que
era peor, pensó que sus intereses estaban en peligro. Indicios hay de cierta
reunión convocada en la capital por doña Juana Carrillo – madre de Solano
López – y en el curso de la cual la señora habría comunicado a sus oyentes la
tremenda noticia de que Francisco Solano, el presidente, no era hijo del finado
Carlos Antonio López, y que, por lo tanto, ningún derecho tenía a usurpar la
primera magistratura del país; acaso la buena señora creyó llegado el
momento de sacar buen provecho de nueva tan sensacional para obtener del
enemigo una paz razonable, que ahorrara sangre estéril, salvara al Paraguay
del aniquilamiento y, sobre todo, pusiera a buen recaudo las cuantiosas
riquezas de los López. A doña Juana Carrillo no se le ha ocurrido por un solo
instante que su revelación no crea problema alguno de orden institucional y
legal, dado que el mandato de Francisco Solano de sobra estaba legalizado por
haber sido electo presidente por voluntad del Congreso Nacional. Esta omisión
de la dama constituye una prueba más de que los López consideraban al
Estado como a un feudo para uso de sus particulares afanes y al poder como a
una herencia de su familia.

El general Resquín admite en sus conocidas declaraciones” que se llevaron


a cabo los famosos conciliábulos en el domicilio de la señora López, pero sin
precisar motivo ni objeto de los mismos. Y el Padre Maíz atribuye al coronel
Centurión el siguiente relato de una conversación mantenida entre el Mariscal
y su hermano Benigno, luego de haber sido descubierta la conspiración:

“– Y bien – habría preguntado Solano López – ¿qué es lo que ustedes intentaban hacer

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en la capital?”

A lo que, -siempre de acuerdo con la fuente citada, respondió don


Benigno:

“– Señor, como no hemos tenido más noticias de usted o del ejército desde que Humaitá
quedó sitiada por el enemigo, habíamos creído llegado el momento de pensar en tomar
alguna medida tendiente a la salvación de nuestras personas e intereses.”

Conforme al testimonio de Juan Esteban Molinas – citado también por el


Padre Maíz – los conspiradores se reunían en los altos de la estación de
Paraguarí y a las reuniones allí llevadas a cabo, como prolongación sin duda de
las que se realizaban en la capital, asistían José Berges, Benigno López y
Saturnino Bedoya. Hasta se llegó a firmar un acta – siempre a estar por el
deponente – cuyo documento subscribieron, a más de los citados, el jefe
político de Paraguarí, Gregorio Molinas, el juez de paz, Manuel Ignacio
Fernández y el vecino más acaudalado de la localidad, Joaquín Patiño,
mayordomo de la iglesia del pueblo. La entrega a los Aliados debía de
efectuarse el 24 de julio de 1868, fecha en que los barcos brasileños entraron
en la bahía de Asunción sin resistencia.

El cambio de cartas entre Solano López y el vicepresidente Sánchez –


residente en Asunción – también parece probar que algo existió y muy escasa
duda cabe de que en todos aquellos tejemanejes anduvo metido Mr.
Washburn, ministro de los Estados Unidos. En efecto, tanta bulla se armó en
torno de la supuesta participación de este diplomático en las andanzas
conspiratorias que, al regresar a su patria, la Comisión de Relaciones
Exteriores del Senado norteamericano ordenó una investigación al respecto,
llamando a declarar a numerosos testigos, cuyas testificaciones alguna luz
arrojan sobre aquel instante a la vez tenebroso y sombrío de la guerra del
Paraguay.

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Arturo Bray SOLANO LÓPEZ Soldado de la gloria y del Infortunio

El comandante Kirkland, que mandaba el cañonero norteamericano


“Wasp”, en cuyo bordo salieron del Paraguay el señor y la señora de
Washburn, declaró lo siguiente ante la Comisión ya citada:

“Pregunta (por Mr. Orth); En la carta que con la indicación de privada envió al almirante
Davis dice usted lo siguiente: Mr. Washburn me dijo que jamás oyó hablar de una
revolución o conspiración contra el gobierno, pero la señora de Washburn en una ocasión,
cuando su marido no estaba presente, declaró que existía un plan para derrocar a López
del poder y reemplazarlo con sus dos hermanos, Venancio y Benigno”. Le ruego que
declare las circunstancias en las cuales recibió usted esa información.

Respuesta (Com. Kirkland): Fue durante el viaje aguas abajo, dos o tres días después
que nos habíamos alejado de las baterías. La señora Washburn dijo claramente que no
existía una conspiración, pero que había un plan. Estábamos en la mesa. El señor
Washburn había concluido de comer y había salido en busca de algo, regresando poco
después. Esa observación me sorprendió como bastante extraña y escribí al respecto al
almirante. Sé que ella establecía una distinción entre las palabras conspiración y plan.

P. – ¿Había alguien presente?

R. – Sí, señor, un tal Mr. Davie se hallaba presente. Este señor Davie me acompañaba en
carácter de intérprete y me servia asimismo de traductor en el manejo de mi
correspondencia.”

La declaración que antecede, perteneciente al comandante Kirkland se


completa con el siguiente documento, cuya copia autenticada fue presentada
por el referido jefe naval a la comisión parlamentaria investigadora:

“Consulado de los Estados Unidos de América.

Montevideo, julio 9 de 1869.

En el día de la fecha, ante mi, el subscrito, Cónsul de los Estados Unidos de América en
Montevideo y sus dependencias, se presentó personalmente Charles J. F. Davie, quien
después de haber prestado el juramento de rigor, declaró y dijo:

Que hallándose a bordo del barco norteamericano “Wasp” en su viaje al Paraguay, con la

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aprobación del comandante en jefe de la escuadra norteamericana del Atlántico Sur, se


encontraba presente en la cámara del capitán cuando el Honorable Charles A. Washburn,
ex ministro de los Estados Unidos en el Paraguay, que entonces regresaba de Asunción,
expresó su deseo categórico y su decisión de comunicar al mariscal Caxias, comandante
en jefe brasileño de las fuerzas aliadas en operaciones contra el Paraguay, todas las
informaciones que poseía y había obtenido en su capacidad oficial relativas al número, la
posición y las fuerzas de las tropas del mariscal López y al plan de operaciones,
solicitando del capitán Kirkland se detuviera en Humaitá para permitir al citado Mr.
Washburn impartir esa información al mariscal Caxias, desembarcando y trasladándose al
campamento militar con ese propósito, sobre lo cual el capitán Kirkland se negó a detener
la nave para ningún fin semejante y declaró que en el caso de que fuese requerido a
hacerlo, se vería en la necesidad de comunicar el asunto y denunciar a Mr. Washburn
ante su gobierno. También estuvo presente en otra ocasión subsiguiente y en el curso de
la cual, habiendo Mr. Washburn abandonado la mesa, la señora Washburn aludió a un
plan revolucionario contra el presidente López del que tanto ella como Mr. Washburn
estaban informados, para derrocar al gobierno de López y colocar a uno de sus
hermanos, Benigno o Venancio López, en su lugar.

Jurada y subscrita ante mi en este noveno día de julio A. D. 1869.

J. DONALDSON LONG

Cónsul de los Estados Unidos”

La señora Washburn, interrogada por la Comisión Investigadora del


Senado norteamericano, prestó declaración el 29 de octubre de 1869, y leída
que le fue la exposición de Kirkland, respondió en los siguientes términos:

“No recuerdo haber tenido jamás con él una conversación al respecto, sino que todos
conversábamos sobre el tema de la conspiración. No pude haber dicho que existía un
plan o conspiración, porque entonces no lo creía, pero es posible que haya dicho que en
algún tiempo pudimos suponer algo de eso, en vista de las detenciones, etc. No pensaba
yo por aquel entonces que existiese una conspiración y, claro está, no pude haberme
expresado en forma categórica sobre su existencia. No recuerdo muy bien todo lo que
sucedió en el curso de aquel viaje, porque me hallaba muy nerviosa y presa de grandes

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sufrimientos.”

Sea como fuere, un tribunal militar constituido en San Fernando juzgó a


los acusados y con las Leyes de Partida en la mano dictó la siguiente
sentencia:

“Campamento en Piquysyry, diciembre 20 de 1868.

Reunidos nuevamente nosotros, los que abajo firmamos, presidente y vocales del
Consejo de Guerra, a consecuencia del antecedente superior auto, que se ha servido
proveer S. E. el Señor Brigadier General, Comandante de la División del Sud, y habiendo
en su cumplimiento reconsiderado la sentencia de fecha 18 del corriente, en la parte de la
imposición de las penas, para arreglarla de una manera más conforme a las ordenanzas,
venimos a reformarlas, como reformamos, de común acuerdo, esa parte de la citada
sentencia, condenando a la pena de horca, en que han incurrido, según el Título 10,
Tratado 8º, articulo 26, de las Ordenanzas Generales, a los doce reos confesos y
convictos de conspiración y alta traición a la patria y a su gobierno, a saber: MANUEL
ANTONIO PALACIOS, VICENTE BARRIOS, BENIGNO LÓPEZ, JOSÉ BERGES,
EUGENIO BOGADO, JOSÉ MARÍA LEITE PEREIRA, SIMÓN FIDANZA, PAULINO ALEN,
JUAN BAUTISTA ZALDUONDO, JULIANA INSFRÁN, DOLORES RECALDE Y
MERCEDES EGUSQUIZA. Y por lo que respecta al coronel Venancio López,
conmutamos dicha pena de horca en que también ha incurrido en la inmediata a la capital,
que es la de diez años de presidio con retención, que ahora le imponemos con arreglo a
la Real Orden del 31 de marzo de 1852, vigente en el ejército, quedando además
depuesto dé su empleo, conforme al artículo 35 del mismo Titulo y Tratado y
consiguientemente borrado de la lista militar, y privado y destituido de todos los fueros y
derechos de ciudadanía, así como de todos los honores, distinciones, privilegios y
condecoraciones que haya gozado o gozar pudiera en adelante, por haberse hecho
indigno de tales merecimientos, a causa del infamante y atroz crimen que ha cometido,
atentando contra la patria y su gobierno, según el espíritu general de todas las leyes, y en
especial, del artículo 35 del Título IV, Tratado 8º, Apéndice al Título II de las mismas
ordenanzas generales. Y en cuanto a las dos mujeres, Inocencia y Rafaela López, con la
misma imposición de los diez años de destierro.

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FELIPE TOLEDO – FRANCISCO ROA – HILARIO MARCÓ – FRANCISCO M.


VALIENTE. – JOSÉ M. DELGADO – ANTONIO BARRIOS.”

La sentencia de muerte cumplida fue al siguiente día, pero el Mariscal


trocó la pena de horca por la de fusilamiento, indultando además a sus
hermanos Venancio, Inocencia y Rafaela, quienes algo más tarde habrían de
caer en las redes de otra pretendida conspiración.

Fusilados fueron también los generales Vicente Barrios y José M. Bruguez


y en la prisión perecieron, tras atroces sufrimientos, Saturnino Bedoya, esposo
de Rafaela López, y Gumersindo Benítez, sucesor de Berges en el ministerio de
Relaciones Exteriores, y pasado también este último por las armas. Se cuenta
que don Benigno López, antes de ser ejecutado, sufrió la pena de azotes; don
Adolfo Saguier – testigo presencial del hecho – acusa como verdugo a Silvestre
Aveiro, “antiguo escribano de gobierno y hacienda”, trepado luego a coronel.

Con anterioridad a esta fecha – el 27 de septiembre de 1868 – fue


fusilado por la espalda don Antonio de las Carreras, ex agente confidencial del
gobierno de Montevideo en Asunción y uno de los que más empeño pusieron
en que el Paraguay se lanzara a la guerra para defender el tan sonado
“equilibrio del Plata”.

El Paraguay es, a buen seguro, tierra donde ocurren las cosas más
inverosímiles y espeluznantes, como aquella de que un sacerdote de la religión
católica – el presbítero Fidel Maíz – juzgara, sentenciara y condenara a muerte
nada menos que a su obispo diocesano, Monseñor Manuel Antonio Palacios.
Hemos visto que entre ambos servidores del Señor existía un feudo de raíces
hondas y lejanas; el hecho de que fuese precisamente Maiz el llamado a juzgar
a su superior jerárquico presta a la acción impía relieves que hacen pensar en
una venganza, o en algo que mucho se le parece. Monseñor hizo frente al
piquete de ejecución con serenidad y cristiana resignación. Con los ojos
vendados y acariciando con la mano izquierda su pectoral que colgaba sobre
raída sotana – comida a lamparones durante breve pero cruel encierro – trazó
con la derecha el signo de la Cruz en el espacio, al tiempo que a su verdugo,

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presente en la escena, dirigía estas palabras: “Dios te perdone, Maíz, como te


perdono yo en este instante”. El sacerdote que lo acompañaba comenzó a
rezar la oración habitual de los ajusticiados: “Creo en Dios Padre
Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra, y en Su Único Hijo...”. En esto
sonó la descarga, y luego de dar una voltereta en el aire, Monseñor caía de
bruces, atravesado el pecho por cuatro balas de plomo. Sobre la amatista de
su anillo pastoral brilló el rubí de un punto de sangre cálida.

Manuel Antonio Palacios había sido un oscuro párroco de aldea – Villeta –


hasta que el favor de Solano López lo elevó a la silla episcopal del Paraguay,
en pago, dijeron, de haber consentido en bautizar en la iglesia y con pompa a
su hijo mayor, Juan Francisco, ceremonia que el Padre Maíz se negó a celebrar,
en razón de la situación irregular de los padres del niño. De todos modos, no
parece haber sido de muy buena cáscara este Monseñor Palacios, aunque los
comentarios sobre su persona difieren y hasta se contradicen. Ha dicho de él
Zinny: “Los sermones de Palacios ante López eran una blasfemia total y
estaban íntegramente dedicados a adularle. Rara vez abandonaba la casa de
López, donde comía todos los días. Aunque su aspecto era afable, tenía un
carácter perverso y nunca miraba a nadie de frente”. Washburn carga todavía
más la tinta al referirse al obispo Palacios: “Su educación era muy limitada y
su aspecto siniestro y repulsivo. Nunca se le acusó de una buena acción y
gozaba de la reputación de aconsejar siempre las medidas más sanguinarias y
el trato más cruel para con los prisioneros, tanto nativos como extranjeros. Su
verbosidad era considerable y en ocasiones solemnes, cuando Su Excelencia se
hallaba presente, tuvo el honor de predicar ante él”.

Pueden o no estos juicios ser fieles reflejos de la realidad, mas nada


servirá para explicar con suficiencia aquella acción insólita de un sacerdote
condenando a muerte a su propio obispo.

***

Se ha querido atribuir a Elisa Alicia Lynch una influencia maléfica sobre el


carácter del Mariscal, de quien dicen hacía la irlandesa cera y pabilo para el
mejor logro de sus propósitos mezquinos de venganza y supremacía. La

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historia – escrita por los vencedores y por otros que no lo fueron – ha


deformado hasta el escarnio la figura moral de la compañera de Solano López.
Todas las armas fueron lícitas y todos los embustes pocos para desfigurar la
verdad, porque prisa y pasión había por justificar ante el resto del mundo la
destrucción de un pueblo, cuya obstinada resistencia de cinco años terminó por
destrozar los nervios de actores y espectadores.

La verdad es que aquella mujer de temple admirable no ejerció jamás


sobre Solano López sus poderes seductores de dominación con fines políticos
ni con propósitos viles de venganzas y eliminaciones, aun dando por
descontado sus legítimos celos de mujer. Por el contrario, muchos son los
testimonios que dan a la Lynch como implorando – siempre en vano – la
piedad de Solano López para con las futuras víctimas y muchas las ocasiones
en que contribuyó ella a aliviar los sufrimientos de la gente modesta del
Paraguay. Nuestras mujeres de condición humilde, aquellas que de verdad
hicieron la guerra, recordaron siempre a “la Madama” con gratitud. No pocos
heridos y muchos moribundos – entre éstos el general José Díaz – la tuvieron
junto a su lecho de dolor. La propia Lynch habría de escribir más tarde,
refiriéndose a su última visita al Paraguay, años después de la guerra: “En el
país donde hice frente a tantas calumnias viles, encontré que el pueblo me
vindicaba”.

El amor de Elisa Alicia Lynch fue la única sinfonía en la vida tormentosa de


Solano López: sus hermosísimos ojos azules las solas estrellas que alumbraron
la noche siniestra de su vida hecha para la fatalidad de un destino con
cicatrices de siglos.

El informe de la Comisión Investigadora del Senado de los Estados Unidos


contiene la siguiente declaración del general McMahon, con respecto a la
señora Lynch:

“La señora Lynch es una dama irlandesa de ascendencia, inglesa de nacimiento y


francesa de educación. Ha vivido con el presidente unos quince años, y á pesar de ser
una mujer sumamente calumniada por la prensa de Buenos Aires, es muy respetada y

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querida en el Paraguay, en cuanto he podido observar. López no tiene otra familia, a mi


entender; tiene un hijo mayor, que nació antes de que conociera a la señora Lynch, pero
no oí hablar de otros. La señora Lynch presidía siempre la mesa de López y se encargaba
de los asuntos domésticos, de la educación de los niños, etc. La prensa de Buenos Aires
le ha echado en cara toda clase de inmoralidades, acusándola de ser cruel, de instigar al
presidente a cometer atrocidades inauditas y de todo cuanto puede decirse con respecto
a una mujer.”

Luego, en una declaración adicional, agregaba el ilustre soldado


norteamericano, testigo calificado e imparcial de los hechos:

“El otro día formulé una opinión sobre la señora Lynch y en apoyo de la misma me
agradaría dar lectura al siguiente extracto de un periódico de Buenos Aires, que he
recibido de entonces acá. Dice así:

Publicamos hoy un interesante relato de una de las víctimas inglesas de los paraguayos,
que acaba de llegar. Se refiere en los términos más elogiosos a la bondad demostrada a
él mismo y a su esposa, como también a los demás ingleses al servicio de López, por
Madame Lynch y él, en común con todas las demás víctimas, denuncia con indignación
las calumnias e imposturas que han aparecido, de tiempo en tiempo, en algunos órganos
de la prensa, contra esta mujer heroica, que en todo momento se ha esforzado por mitigar
los sufrimientos que la guerra ocasiona al pueblo paraguayo”.

Acusada fue igualmente la Lynch de haberse llevado del Paraguay


riquezas fabulosas en joyas y dinero, acusación que se desvanece con la
lectura de las notas cambiadas entre unas damas paraguayas y el barón de Río
Branco, ministro del Imperio cerca del gobierno provisional instalado en
Asunción, a pocos días de terminarse la guerra, y en circunstancias en que la
irlandesa se hallaba en carácter de prisionera de guerra a bordo del barco
brasileño “Princesa”, fondeado en la bahía de la capital.

Dice así la nota de las damas paraguayas y que a su pie lleva arriba de
noventa firmas:

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“Las damas firmantes, nativas de esta ciudad de Asunción, dirigimos esta petición a V. E,
con el debido respeto y declaramos que en el período en el cual el tirano López ejerció
arbitrariamente su dominio, dejamos esta ciudad abandonando todos nuestros bienes y
propiedades y que dejamos, totalmente despojadas por el susodicho tirano, posesiones
que tenían un valor considerable. Hacemos mención especial de ese periodo porque
previamente habíamos sido robadas, bajo varios pretextos, y hemos comprobado al
regresar del destierro, la desaparición sucesiva de todo lo que constituía nuestro sostén y
el de nuestros hijos.

Hoy, Excelencia, nos enteramos de que la mujer que influenció ese despojo, la que lo
aprobó, la que conserva todavía en su posesión parte de los beneficios de ese despojo,
está por regresar al Paraguay. Nos referimos a Madame Lynch.

Rogamos a V. E. que en esta situación haga efectivo el decreto recientemente publicado


que estipula las medidas adecuadas para obtener la reparación exigida por la justicia, así
como por la necesidad; y que no permita a Madame Lynch, contra quien se alza el clamor
de un pueblo justamente indignado, abandonar el campo de sus crímenes con los
despojos arrancados a tantas víctimas sin una reparación justa. Pedimos a V. E.
misericordia. y justicia.”

La respuesta del barón de Río Branco, dirigida al triunvirato que en esos


momentos gobernaba al Paraguay, estaba así redactada:

“Vuestro gobierno presume en la petición firmada por las damas y presentada a esta
Legación, que Madame Lynch llevaba consigo grandes riquezas. Eso no es cierto, como
lo prueba el inventario de los objetos hallados en su carruaje en el momento de ser
detenida. La generosidad natural del vencedor no ha tocado esas cosas.

El inventario ha sido hecho por un grupo de oficiales brasileños, responsables a bordo del
barco al que fue llevada la prisionera y por orden de S. E. el conde D’Eu, con la
aprobación del subscripto, teniendo presente los mejores intereses de todos en el
momento de la victoria sobre el ex-dictador.

Los efectos personales que figuran en este inventario no son de gran valor y representan,

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sin duda, mucho menos de lo que Madame Lynch debe haber adquirido legítimamente en
el Paraguay.”

Se repite el fenómeno de siempre: “las familias grandes”, las de


circunstancia y posición, claman por la devolución de sus bienes y propiedades,
exigen reparaciones, imploran justicia y misericordia, humildemente postradas
a los reales pies del vencedor, que con serlo, no olvida los nunca desmentidos
blasones de su señorío. Las otras, las de sangre plebeya, nada piden, porque
nada tienen que reclamar; siguiendo a Solano López de Paso Pucú a Cerro
Corá, no han perdido bienes ni riquezas – porque apenas los tenían – pero sí
han dado todo cuanto podían dar: la sangre de sus venas y la vida de sus
seres más queridos. Con las manos laceradas por las labores rudas de
vivaques y campamentos y el alma hecha pedazos por penas y rigores sin
cuento, se pondrán – en callado y sufrido silencio – a rehacer sus hogares, o lo
que es lo mismo, a reconstruir la patria. Tan sólo ellas son capaces de
comprender los sufrimientos íntimos de la señora Lynch, porque compañeras
fueron de infortunios, dolores y esperanzas desvanecidas así como de ilusiones
por el viento llevadas. Saben que la hora no es de pedir cuentas, sino de
respetar y compartir el padecimiento del prójimo.

Es innegable – y nadie lo niega, que sepamos – el hecho de haber Solano


López traspasado a la señora Lynch grandes extensiones de tierras,
susceptibles de ser denominadas fiscales conforme al estrecho rigor de los
conceptos en boga. Mas preciso es juzgar aquel traspaso con el criterio de la
época. Los López constituían una familia de mentalidad feudal, identificada
moral y materialmente con el Estado paraguayo. La división tajante entre lo
fiscal y lo privado – tratándose de los López – no existía, y esta superposición
de propiedades llegaba hasta los lindes de las definiciones abstractas: López
era la patria y la patria López. Y el Estado, desde luego, con mayor razón.
Concepto monstruoso y anacrónico, miradas las cosas a la luz del espíritu de
hogaño, pero muy a tono entonces con la idiosincrasia que nos había sido
legada como herencia por siglos de absolutismo. Ya en época del doctor

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Francia existía esa ética deformada, sólo que la austeridad del dictador, lejos
de hacer peligrar, garantizaba la santidad de los intereses fiscales. Lo que hoy
calificaríamos de despojo era por aquella época consecuencia lógica – aunque
errada – de un feudalismo político regido por códigos atávicos.

Tampoco eran aquellos conceptos y tales prácticas exclusivos del


Paraguay. Para no ir muy lejos, el general Urquiza era en Entre Ríos formidable
terrateniente, dueño de 369 leguas de campo y con ingerencia directa en la
posesión y administración de saladeros, ingenios de azúcar, fábricas de
hilados, servicios de mensajerías y embarcaciones, colmenares, yerbales,
mercados y teatros. Su fortuna personal respaldaba y garantizaba una moneda
especial por él emitida, hecha de plata y con un gramo de peso, que llevaba
esta inscripción: “Moneda circulante en San José. – Un medio. – 1867. –
Provincia de Entre Ríos. – República Argentina”. Mas esas actividades
mercantilistas no hacen mella en la recia figura del renombrado caudillo
entrerriano ni sirven para poner en dudas la honestidad política y personal de
sus propósitos.

Los López en el Paraguay eran también considerablemente ricos:


propietarios de tierras, estancias, fincas y casas, comerciaban con la
explotación y exportación de yerba mate, maderas y otros productos del suelo
nativo. Y en particular, el Mariscal había recibido cuantiosa herencia de su
padrino – y padre, según algunos – don Lázaro Rojas, acaudalado
terrateniente de la época. Todas esas propiedades privadas pasaron a poder
del fisco, una vez terminada la guerra – incluso el actual Palacio de Gobierno
en Asunción – y esto sí que constituye un despojo consumado por el Estado
paraguayo a expensas de la familia López.

***

En ejecución el plan de envolvimiento y cerco del marqués de Caxias, el


ejército aliado pasa al Chaco el 4 de diciembre de 1868 y tras de efectuar una
marcha de flanco – preparada por el general Argollo – cruza el río Paraguay y
desembarca en San Antonio, a pocos kilómetros al sur de Asunción, esto es, a
retaguardia del ejército del mariscal. Este se apercibe de inmediato de la

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maniobra que pone en peligro todo su dispositivo de defensa y despacha al


general Bernardino Caballero, al mando de 3.500 hombres – 6 batallones, 5
regimientos y 6 piezas de artillería – con la misión de retardar la marcha del
enemigo.

El ejército paraguayo encerrado está en un círculo de fuego: por el norte,


el sur y el oeste no hay línea de retirada posible y la escuadra brasileña
domina ahora de verdad el río. Sólo por el este le queda un camino por donde
escabullirse, pero habrá que vencer para ello grandes dificultades de terreno,
colándose por un estrechísimo corredor y vadeando un estero profundo, que
no admitirá salvar la artillería y el bagaje, y mucho menos, llevarse consigo los
numerosos heridos y enfermos.

Caballero libra acciones dilatorias en Ytororó y Avay en proporción de uno


contra diez en ambos sitios y se derrocha a manos llenas el heroísmo por uno
y otro bando, mas al fin consigue aquél frenar la velocidad de marcha del
invasor y hacerle pagar caro cada vara de tierra conquistada. Pero el número
vence a la larga y dr retira Caballero con sus tropas maltrechas y diezmadas
hacia Lomas Valentinas, donde aguarda Solano López con el grueso de su
ejército, si es que de tal merece calificarse las fuerzas de su mando, poco
menos que aniquiladas por el enemigo y por los estragos que en sus filas han
causado las privaciones de todo género.

Para ayuda de males, el 30 de diciembre, el coronel Jorge Thompson, jefe


de la guarnición de Angostura – vital punto de apoyo para el dominio del río –
se había rendido a los aliados con todas las fuerzas de su mando, engañado –
según afirma McMahon – por el doctor Stewart, quien luego de desertar de las
filas del ejército paraguayo el 21 del citado mes, conjuntamente con Gill y
Goiburú, habría enviado desde el campamento aliado una comunicación a su
compatriota en Angostura, informándole de la muerte de Solano López y del
total aniquilamiento del ejército paraguayo.

Este doctor Guillermo Stewart, natural de Escocia, era un cirujano que


había servido en la campaña de Crimea al servicio del ejército británico. Luego

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emigró a América del Sur con un grupo de colonizadores venidos a poblar


Corrientes, y en 1857, llegó al Paraguay, pobre de solemnidad. Escasos como
eran en aquella época los facultativos en nuestro país, el escocés se hizo
pronto de crédito y renombre. Médico de cabecera de don Carlos Antonio
López, supo conquistar más tarde la entera confianza de su hijo, el futuro
mariscal, quien le colmó de atenciones y obsequios, consistentes éstos en
tierras y buenas sumas en metálico. Stewart era uno de los pocos que
compartía casi diariamente la mesa de Solano López, a quien luego tan mal
había de pagar los muchos favores de él recibidos. La señora Lynch, en su
Exposición Protesta, publicada en Buenos Aires por el año 1875, así se expresa
con respecto al referido doctor:

“En 1865 el mariscal López vendió al doctor Stewart una gran cantidad de yerba mate de
su propiedad particular por un valor aproximado de 112 mil pesos oro, siendo el agente
George Duncan Stewart. Este último dio una letra de aceptación por esa suma en favor de
su hermano, el médico, pagadera en Buenos Aires, en cuanto el gobierno argentino
levantara el embargo contra esos envíos. El mariscal López ordenó al doctor Stewart que
endosara esa letra a mi favor y así lo hizo. Después de levantado el embargo, George
Duncan Stewart vendió la yerba por 350.000 pesos oro aproximadamente, según
documentos.

En 1868 entregué al doctor Stewart 4.400 onzas peluconas (de un valor aproximado de
tres libras y quince chelines la onza) y 55.659 patacones de plata, que fueron remitidos en
su nombre a Europa, junto con algún dinero perteneciente a otros súbditos británicos. En
esa remesa, la suma enviada por el doctor Stewart por su cuenta personal era de 800
pesos oro, según consta en una carta suya y en una declaración.

Además, en 1864 Robert Stewart, a quien el doctor hizo un pago en el Paraguay como
uno de los directores del Banco Real de Escocia, recibió del mariscal López más de 4 mil
libras esterlinas.

Como resultado de todo esto, la fortuna que confié al doctor Stewart y que era
exclusivamente mía, alcanzaba a 212.000 pesos oro, sin tener en cuenta los intereses.
Para obligar al doctor Stewart a que me devolviera esos depósitos, tuve que demandarle
ante los tribunales escoceses y cuando hube ganado el pleito, se declaró insolvente.”

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Así se explica que Elisa Alicia Lynch muriera luego en París en medio de la
mayor indigencia y que cuatro empleados de la funeraria municipal bajaran su
féretro del desván de una casa de huéspedes de tercer orden.

***

Combate de singular fiereza y evocaciones de epopeya fue el librado del


21 al 26 de diciembre en Lomas Valentinas, cadena de colinas de reducida
altura situada en las cercanías de Villeta, que algunos llaman Itá-Ybaté. Nunca
brilló más alto que entonces el heroísmo paraguayo. Allí combatieron todos
cuantos podían tenerse en pie o manejar un fusil y de los hospitales salieron
heridos y enfermos a empuñar las armas, unos tambaleándose por la pérdida
de sangre y el dolor de sus heridas mal curadas, otros gateando consumidos
por el ardor de la fiebre o los espasmos del cólera y de la disentería. Anota el
general McMahon en su “diario” de la fecha y reproducido luego en la revista
norteamericana “Harpers Magazine”:

“El cuartel general empezó a llenarse de heridos, pero ninguno se retiró de las líneas a
excepción de aquellos cuyas heridas eran tales como para incapacitarlos positiva e
inmediatamente para seguir luchando. Niños de tiernos años llegaban arrastrándose, las
piernas hechas pedazos o con horribles heridas de bala en sus cuerpos semidesnudos.
No lloraban ni gemían ni imploraban auxilios médicos. Cuando sentían con fuerza el
contacto de la mano misericordiosa de la muerte, se echaban al suelo para morir tan en
silencio como habían sufrido.”

Solano López mandó en persona la acción – por vez primera en la guerra


– resguardado por un muro de su cuartel general, no lejos del sitio donde se
hallaba el general McMahon, ministro de los Estados Unidos. Escribe el coronel
Centurión, testigo presencial de aquella escena:

“El mariscal mandaba en persona y se encontraba a caballo en el mojinete de la acera del

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cuadro de la derecha del cuartel general, rodeado de sus ayudantes, que caían a su lado,
heridos o muertos. El hombre estaba inmutable, dando pruebas de mayor serenidad y
sangre fría. Cuando el enemigo consiguió dominar por un momento la primera meseta,
avanzó sobre la segunda, llegando hasta media cuadra del punto donde él estaba; pero ni
aun entonces, hizo el menor movimiento, manteniéndose tranquilo con la mayor
impavidez.”

Este testimonio del coraje personal de Solano López se aviene con un


juicio del barón de Río Branco, así expresado: “Juzgamos injusto atribuirle a
López un carácter pusilánime”.

El coronel Felipe Toledo, anciano de setenta y cinco años, jefe de la


escolta presidencial, perdió la vida en la acción, mientras cargaba al frente de
sus raleados jinetes. Y Valois Rivarola, convaleciente de heridas recibidas en
Avay, abandonó el lecho y con sus vendas ensangrentadas, saltó sobre un
caballo y se lanzó en el entrevero, para volver pocos minutos después con un
nuevo balazo en la cabeza y apretándose la masa encefálica que se le escurría
entre los dedos. Oigamos nuevamente a McMahon:

“Seis mil heridos, hombres y chiquillos, llegaron a ese campo de batalla el 21 de


diciembre y lucharon como ningún otro pueblo ha luchado jamás por preservar a su país
de la invasión y de la conquista. También otros muchos se han fugado de las pocilgas que
utilizaban los invasores como prisión y en cuyas manos habían caído. Y a la faz de todo
esto, hay hombres aún aquí en los Estados Unidos, que con toda seriedad nos dicen que
los paraguayos hacen todo eso porque su jefe es un bárbaro y un monstruo de cuyas
garras tratan siempre de escapar y cuyo gobierno es un baldón, para los tiempos que
vivimos; y que esos benignos civilizadores de las naciones aliadas, con filantropía sin
precedente, gastan incontables millones para redimir aquel baldón. Al pensar en estas
cosas, tentados nos sentimos, a veces, a perder la paciencia por este insulto inferido al
sentido común de la humanidad.”

(Harper’s Magazine, 1870).

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Mas era aquella una batalla perdida desde un comienzo y sólo la


desesperación y un coraje suicida pudo haber impulsado a librar tan desigual
como estéril acción de retaguardia. Solano López, cuando lo vio todo perdido y
luego de presenciar el desastre final de sus fuerzas, se alejó al tranco del
campo de la acción, seguido de contados sobrevivientes y del personal de su
cuartel general, enderezando hacia una brecha dejada abierta como de intento
por los brasileños. Del ejército paraguayo no quedaban ni cien hombres sanos.
Caballero, con un piquete de 30 hombres, protegió la retirada del mariscal.

El capitán Patricio Escobar, herido en el pecho y en una mano, organizó la


evacuación de heridos, inválidos y enfermos, doliente cortejo al que se
agregaron mujeres y niños; secundado por el teniente Guillermo González,
último jefe del batallón 51, hizo cruzar a la triste caravana las siete leguas del
estero Ypecuá, nadando a trechos y en otros, asidos de juncos y camalotes,
para reunirse finalmente con el mariscal en su nuevo campamento de Cerro
León. ¡Guillermo González! Vive todavía este viejo soldado. Muy anciano y muy
pobre, pero siempre digno, siempre atildado en su invariable traje negro y su
reluciente pechera almidonada. Toda una reliquia, que de nuestra generación
no ha recibido otro premio que el saludo reverente de cuantos lo ven pasar por
la calle. “¡Ahí va don Guillermo!” Nadie ignora que es un veterano de la guerra
grande, pero pocos saben que es uno de los pocos héroes que sobreviven para
llevar a cuestas la heroica penitencia de no haber perecido junto con un
pasado de grandezas.

En Lomas Valentinas debió haberse puesto punto final a la guerra,


arguyen los críticos, y lógica no les falta a buen seguro, porque a ninguna otra
conclusión puede llegarse ante el frío y desapasionado examen de los hechos.
Todo estaba para nosotros perdido sin remedio y ni la sombra de una posible
reacción restaba ya. De ahí en más sólo sería la agonía larga, el vivir
muriéndose a pedazos, el diario resistir y replegarse, el continuo combatir de
niños, de ancianos y de enfermos, la retirada penosa de todo un pueblo hacia
los confines de su territorio, sin objetivos ni esperanzas. Solano López pudo
entonces haber dado por finalizada la lucha. Mayor gloria parecía ya imposible

Biblioteca Virtual del Paraguay Pág. 292


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cosechar y peores sufrimientos tampoco. Pero el fin sólo se hubiera logrado


entregándose voluntariamente el mariscal, cosa que estaba en pugna así con
su orgullo personal como su juramento, tantas veces reiterado, de perecer con
el último de sus soldados. La muerte del guerrero sobre el campo de batalla no
fue con él en Lomas Valentinas porque Dios así no lo tenía dispuesto. Su
alejamiento del terreno de la acción – cuando ya nada restaba de sus tropas y
el enemigo a la vista se hallaba – no fue una huída a revienta cinchas, sino una
retirada al trote moderado de su cabalgadura.

Informa el general argentino Gelly y Obes al ministro de guerra de su


país, con fecha 27 de diciembre de 1868:

“La pérdida del enemigo, tanto en hombres como en elementos de guerra, no puede ser
más considerable. Baste decir que ha tenido que abandonar todas las piezas de artillería,
su parque, coches, carretas y hasta el equipaje y menaje del mismo mariscal López y
familia.”

¿Por qué los brasileños no iniciaron la persecución, dando alcance a


Solano López, si no esa misma noche, el día después o en los que siguieron
luego? Un escuadrón de caballería habría terminado entonces con los restos de
nuestro ejército. ¿Excesiva prudencia o propósitos perversos de prolongar
aquella guerra – que como todas – era fuente de ganancias y utilidades para
más de uno? Sea como fuere, la responsabilidad de no haber dado por
terminada la guerra en Lomas Valentinas no puede atribuirse exclusivamente a
Solano López. Prudencia, lentitud o inconfesables conveniencias del enemigo,
no fue suya la culpa. De sobra sabían los brasileños dónde buscarlo y dar con
él. Pero su caballería, tan bien montada y equipada, había de seguir esperando
un año más antes de cumplir con uno de los preceptos fundamentales y
románticos del arma, cual es el de dar al enemigo el primero y el último
sablazo.

***

Dos páginas de impresionante belleza produjo Solano López en aquellos

Biblioteca Virtual del Paraguay Pág. 293


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azarosos días de una guerra hace tiempo perdida sin remedio: es la una,
documento oficial y público y pertenece la otra a su epistolario privado. Vibra
en la primera la estirpe recia de una voluntad hecha plomo candente, y se
filtran en la segunda, a través de apretada y cariñosa sintaxis, los sentimientos
ternísimos de un padre amoroso y a la vez severo. Mas en ambas, como en
hoja toledana de filo y contrafilo, es el mismo hombre que habla y el estilo –
aderezado con flexibilidad de acero a las circunstancias peculiares de cada caso
– no sufre alteraciones de fondo, y acaso ni siquiera de forma. Por demasiado
conocidos que sean los dos documentos, difícil se hace resistir a la tentación de
reproducirlos en este retrato del mariscal paraguayo, porque esas líneas,
dictadas entre interiores de batallas y destinos ya por Dios definidos, reflejan
los legítimos costurones de un carácter cubierto de cicatrices y llevado por la
impotencia a iracundos furores y por la desdicha a la fría cellisca de una
cumbre desmoronándose en torrentes de lava.

A una intimación de los jefes aliados para que deponga las armas en el
término de doce horas, contesta Solano López con la siguiente nota:

Cuartel General de Piquysyry, diciembre 24 de 1868.

(a las 3 de la tarde).

A Sus Excelencias

el Mariscal Marqués de Caxias

el Coronel Mayor Don Enrique Castro

el Brigadier General Don Juan A. Gelly y Obes:

El Mariscal-Presidente de la República del Paraguay debiera, quizás, dispensarse de dar


una contestación escrita a Sus Excelencias, los señores generales de los ejércitos aliados
en lucha con la nación que preside, por el tono y lenguaje inusitados e inconvenientes al
honor militar y a la magistratura suprema que Vuestras Excelencias han creído llegada la
oportunidad de usar en su intimación de deponer las armas en el término de doce horas,
para terminar así una lucha prolongada, amenazando echar sobre mi cabeza la sangre ya
derramada y la que aún tiene que derramarse si no me prestase a esa deposición de
armas, responsabilizando mi persona para ante mi patria, las naciones que Vuestras

Biblioteca Virtual del Paraguay Pág. 294


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Excelencias representan y el mundo civilizado; empero, quiero imponerme el deber de


hacerlo, rindiendo así homenaje a esa sangre vertida por parte de los míos y de los que
los combaten, así como al sentimiento de religión, de humanidad y de civilización que
Vuestras Excelencias invocan en su intimación. Estos mismos sentimientos son,
precisamente, los que me han movido, ha más de dos años, a sobreponerme a toda la
descortesía oficial con que ha sido tratado en esta guerra el elegido de mi patria; buscaba
entonces en Yatayty-Corá, en una conferencia con el Excelentísimo señor General en jefe
de los ejércitos aliados y Presidente de la República Argentina, Brigadier General Don
Bartolomé Mitre, la reconciliación de cuatro Estados soberanos de la América del Sur, que
ya habían principiado a destruirse de una manera notable, y sin embargo, mi iniciativa, mi
afanoso empeño, no encontró otra contestación que el desprecio y el silencio por parte de
los gobiernos aliados y nuevas y sangrientas batallas por parte de sus representantes
armados, como Vuestras Excelencias se califican.

Desde entonces, vi más clara la tendencia de la guerra de los aliados contra la existencia
de la República del Paraguay, y deplorando la sangre vertida en tantos años de lucha, he
debido callar y poniendo la suerte de mi patria y la de sus generosos hijos en las manos
del Dios de las Naciones, combatí a sus enemigos y estoy todavía dispuesto a continuar
combatiendo hasta que ese mismo Dios y nuestras armas decidan la suerte definitiva de
la causa.

Vuestras Excelencias tienen a bien notificarme el conocimiento que tienen de los recursos
de que pueda actualmente disponer, creyendo que yo también pueda tenerlo de la fuerza
numérica del ejército aliado y de sus recursos, cada día crecientes. Yo no tengo ese
conocimiento; pero tengo la experiencia de más de cuatro años de que la fuerza numérica
y esos recursos nunca se han impuesto a la abnegación y bravura del soldado paraguayo,
que se bate con la resolución del ciudadano honrado y del hombre cristiano, que abre una
ancha tumba en su patria antes que verla ni siquiera humillada.

Vuestras Excelencias han tenido a bien recordarme que la sangre derramada en Ytororó y
Avay debía determinarme a evitar aquella que fue derramada el 21 del corriente; pero
Vuestras Excelencias olvidan, sin duda, que esas mismas acciones pudieron de
antemano demostrarles cuán cierto es todo lo que pondero en la abnegación de mis
compatriotas y que cada gota de sangre que cae en la tierra es una nueva obligación para
los que sobreviven.

Y ante un ejemplo semejante ¿mi pobre cabeza puede arredrarse ante la amenaza poco

Biblioteca Virtual del Paraguay Pág. 295


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caballeresca, permítaseme decirlo, que Vuestras Excelencias han creído de su deber


notificarme? Vuestras Excelencias no tienen el derecho de acusarme ante la República
del Paraguay, mi patria, porque la he defendido, la defiendo y la defenderé todavía. Ella
me impuso ese deber, y yo me glorifico de cumplirlo hasta la última extremidad, que en lo
demás, legando a la historia mis hechos, sólo a mi Dios debo dar cuenta. Y si sangre ha
de correr todavía, Él tomará en cuenta aquel sobre quien haya pesado la responsabilidad.
Yo, por mi parte, estoy hasta ahora dispuesto a tratar de la terminación de la guerra sobre
bases igualmente honorables para todos los beligerantes; pero no estoy dispuesto a oír
una intimación de deposición de armas.

Así, a mi vez, invitando a Vuestras Excelencias a tratar de la paz, creo cumplir un deber
imperioso con la religión, la humanidad y la civilización por una parte, lo que debo al grito
unísono que acabo de oír de mis generales, jefes, oficiales y tropas, a quienes he
comunicado la intimación de Vuestras Excelencias, y lo que debo a mi propio nombre.

Pido a Vuestras Excelencias disculpas por no citar la fecha y hora de la notificación, no


habiéndola traído, y fue recibida en mis líneas a las siete y media de esta mañana.

Dios guarde a V. V. E. E. muchos años.

FRANCISCO SOLANO LÓPEZ

Mariscal – Presidente de la República del Paraguay

El otro documento es una carta que Solano López escribe a su hijo


Emiliano, residente en Estados Unidos con fecha 28 de junio de 1865:

“No se trata de un paseo de holganza y entretenimiento, sino de la práctica de la vida y el


estudio más asiduo y constante que te ha de formar en el mundo. Muchos años has
pasado ya en Europa sin que yo haya notado un provecho real en tus estudios. Por el
contrario, he tenido que deplorar, más de una vez, tu poco adelanto debido a
circunstancias de que no he sabido darme cuenta por la prolongada incomunicación en
que esta malhadada guerra nos ha puesto, en el tiempo en que más necesitabas tú de
mis consejos y yo de tus noticias; sin embargo, las pocas palabras que de tiempo en
tiempo me han llegado, lejos de traerme la consoladora prueba de tus adelantos, no han
hecho sino avivar mis penas y cuidados.

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.............................

…cuídate de hacer el conocimiento o la relación de hombres o jóvenes ociosos y


disipados, que no te traerán sino el desprecio inmediato de la gente sensata y desgracias
en el futuro; yo te recomiendo evitar tales escollos con la más cuidadosa precaución,
como que nada será tan penoso para mi corazón como tu prematura pérdida.

.............................

La guerra, sin embargo, no puede durar mucho y si la patria se salva, todo estará salvado;
pero si por desgracia cae, yo caeré con ella y, en ese caso, tú serás como te he dicho
antes, la esperanza de tus tiernos hermanitos y te recomiendo que entonces trabajes,
aunque sea labrando la tierra, para que no les falte el pan, que así nuestro Dios les
ayudará a todos y serán benditos de EL como de mí.

.............................

Muy joven me has dejado y muchos años han corrido sin siquiera tener noticias tuyas ni
recibir mis consejos, de manera que tú no me conoces, pero por esta carta, escrita al
correr de la pluma, conocerás mis deseos y sírvate de consejos sus prescripciones que,
mientras tenga la ocasión de escribir otras, te recomiendo la leas con atención y reflexión,
todos los domingos después de misa, pues pudiendo nunca debes faltar a este precepto,
así como de santo amor y temor de Dios, a cuya Majestad te recomiendo y ruego te
bendiga y haga feliz.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .”

En fecha 23 de diciembre de 1868, redactó Solano López su testamento,


así concebido: “Yo, el infrascripto, Francisco Solano López, Mariscal-Presidente
de la República del Paraguay, por este documento declaro formal y
solemnemente que, agradecido por los servicios de Madame Elisa A. Lynch,
hago en su favor una donación cabal y perfecta de todos mis bienes, derechos
y acciones personales y que es mi voluntad que esta disposición sea cumplida
fiel y legalmente. Por todo lo cual, firmo, junto con mis testigos, en mi Cuartel
General de Piquysyry, en este vigésimo tercer día de diciembre de mil
ochocientos sesenta y ocho”.

El documento lo entregó el mariscal López al ministro norteamericano

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McMahon – próximo a partir para su patria, terminada su misión de


representante de los Estados Unidos en nuestro país – acompañándola con la
siguiente nota:

“Piquysyry, diciembre 24 de 1868.

Distinguido Señor:

Como representante de una nación amiga y en precaución contra cualquier cosa que
llegara a suceder, me permito confiar a su cuidado la adjunta escritura de donación, por la
cual trasfiero a Madame Lynch todos mis bienes privados de cualquier naturaleza. Le
ruego tenga la bondad de conservar ese documento, hasta que pueda Ud. entregarlo sin
peligro a la citada señora o devolvérmelo a mi, en cualquiera contingencia imprevista que
pueda impedirme volverle a ver sobre este asunto. También me permitiré rogarle en
seguida que haga todo cuanto esté en su poder para que sean cumplidas las
disposiciones estipuladas en el citado documento. Le agradezco anticipadamente todo lo
que Ud. pueda hacer con ese fin para dejar reconocido su muy atento y seguro servidor.

FRANCISCO SOLANO LÓPEZ”

El general McMahon devolvió a López el segundo de los citados


documentos, diciéndole: “Puedo conservar el testamento y hacerlo inscribir,
pero mi posición oficial no me permite ser su albacea”. A lo que respondió el
mariscal, al tiempo que volvía a entregar al ex-ministro la hoja rechazada:
“Inscriba también usted ésta, como atención personal de un hombre en quien
tengo plena confianza”.

***

Entretanto, la duración excesiva de la guerra va picando los nervios del


público de butacas en el campo aliado, porque ya los tres meses del general
Mitre se han convertido en tres años y esta es la hora en que no se alcanza a
percibir un fin cercano del tremendo conflicto. Es en la Argentina donde arrecia
la oposición a la guerra. Los diarios porteños “La Patria” y “La Tribuna”,
dirigido este último por los hermanos Varela piden a gritos la concertación de
una paz por separado con el Paraguay, denunciando el error de haberse aliado

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con el Imperio de los Braganza. Subsisten las proposiciones de Yatayty-Corá,


camino abierto por Solano López para que el gobierno argentino se zafe de su
alianza con el Brasil. Verdad es que las circunstancias han variado
considerablemente desde la famosa entrevista Mitre-Solano López y a tal
punto han llegado las cosas – luego del desastre paraguayo en Lomas
Valentinas – que la suerte final de las armas del Paraguay están ya selladas,
aun en el caso de dejársenos solos para enfrentarnos con los imperiales. En
consecuencia, una paz por separado a esta altura de los sucesos sólo podía
favorecer, moral y materialmente, a la Argentina; para el Paraguay, el retiro
argentino de la lucha no hubiese sido de influencia decisiva, destruidos como
estaban nuestros ejércitos, salvo acaso el de hacer que la guerra se prolongara
todavía más.

Dos diarios sarmientistas – “La Patria” y “La Tribuna”, de los hermanos


Varela – arremeten, en Buenos Aires, contra la política de Mitre, pidiendo la
paz. Igual cosa hace Manuel Bilbao, desde las columnas de su periódico, “La
República”.

El 30 de junio de 1868, el senador por Santa Fe, don Nicasio Oroño,


presentaba en la Alta Cámara un proyecto de ley para que el Poder Ejecutivo
procediera “a la mayor brevedad posible” a entablar negociaciones de paz con
Solano López, estableciendo que la paz así concertada debía hacerse
“respetando la independencia y el gobierno del Paraguay”, tesis en absoluto
contraria a la sustentada por la Corte de San Cristóbal, empecinada en no
tratar para nada con el gobernante paraguayo. Al presentar su proyecto,
pronuncia el senador un breve discurso en el cual expresa:

“Obligado por el Reglamento a fundar el proyecto de ley que se acaba de leer, diré muy
pocas palabras, porque creo que él se recomienda por sí mismo.

En presencia de la situación por que atraviesa la República, conmovida por disensiones


internas que tienden a perpetuar la guerra civil en las provincias, y con una guerra exterior
que nos obliga a consagrarle todas las fuerzas vitales del país, con la cual una porción
escogida de nuestros compatriotas soportan las penurias y privaciones de una campaña

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de tres anos, y en presencia de estos hechos, señor Presidente, y de la sangre que en su


consecuencia se ha vertido, creo que la prudencia, la conveniencia y los intereses bien
entendidos del país aconsejan poner a esa guerra un inmediato término.”

El proyecto del senador Oroño fue discutido en la sesión del 10 de


septiembre del expresado año y rechazado en el curso de la misma, tras un
agitado debate en el cual intervinieron el nombrado senador, el ministro de
Relaciones Exteriores, Rufino de Elizalde, y el de Justicia e interino del Interior,
don Eduardo Costa, y luego de aprobar la Cámara el dictamen de la Comisión
Especial, también contrario al proyecto.

Por otra parte, la candidatura presidencial de Domingo Faustino


Sarmiento – triunfante no obstante la oposición de Mitre – había hecho surgir
ciertas esperanzas en cuanto a un posible rompimiento del compromiso
contraído con el Brasil y tan poco popular en el alma del pueblo argentino, mas
el discurso inicial que el nuevo mandatario pronuncia ante la Asamblea
Legislativa sólo sirve para disipar por entero aquellas esperanzas.

“Las naciones – dijo entonces Sarmiento – tienen deberes que llenar, inspirándose en su
historia y en la previsión del porvenir. Una guerra abandonada por cansancio en 1827 no
dio a la República durante seis meses la paz esperada; y después de haber disuelto los
vínculos que la unían, ha sido la razón de una tiranía salvaje y de una cadena de guerras
que no han terminado todavía con la toma de Humaitá. Parece que la presente se acerca
a su término. Quiero, sin embargo, deciros que debemos estar apercibidos; porque las
reglas del buen criterio fallan cuando los sucesos se hallan regidos por el capricho y las
pasiones de un déspota semibárbaro; y es necesario que no nos abandone por un
momento la decisión constante de proseguir la guerra, hasta que hayamos tenido
seguridad para el futuro.”

Añadía luego el ilustre sanjuanino:

“Pienso que la alianza con el Brasil y el Uruguay no compromete los principios de nuestro

Biblioteca Virtual del Paraguay Pág. 300


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gobierno; y la reputo, no sólo necesaria y legítima, sino altamente honorable. Esta alianza
será mantenida y fielmente observada mientras la seguridad y el honor de la República
Argentina lo reclamen.”

El poeta y diplomático argentino José Mármol, entonces ministro


plenipotenciario de su país cerca de la corte de Río de Janeiro, tercia en la
conocida polémica entre el general Mitre y Juan Carlos Gómez, para afirmar:

“Es necesario que el general Mitre, cuyo patriotismo nadie excede, cuya honradez política
está más arriba de las vulgaridades y cuyo talento es una propiedad de la nación que lo
ha estimulado y robustecido con su aliento, se persuada que debe a su patria, a sus
amigos y a la posteridad, explicaciones francas e históricas sobre el alcance de las
estipulaciones del tratado a cuyo pie se registra su nombre. El tratado ¿nos obliga a
perseguir a López, a la persona de López, como dice su texto, por todos los bosques del
Paraguay y Matto Grosso, o nos deja la libertad de poner término a la guerra en alguna
parte? ¿Tenemos que ir toda la vida a remolque del Brasil hasta no dejar un árbol sobre la
superficie paraguaya, o tenemos el derecho, sin faltar al compromiso de la alianza, de
declarar que la guerra se encuentra terminada? ¿Está convenido que terminada la guerra
por nuestra parte, el Brasil puede continuarla por la suya, sirviéndose de nuestro territorio
para arsenal y almacén de provisiones, en su guerra contra el Paraguay, cuando nosotros
no estamos ya en guerra con esa República?”

El expresado Juan Carlos Gómez va todavía más lejos, pues no sólo


polemiza sobre el presente sino que ausculta con rara visión el porvenir, al
escribir al general Mitre:

“Tiranizado cuanto se quiera, el pueblo paraguayo era una asociación republicana-


democrática, de la misma familia, con los mismos antecedentes de los que habitan los
Estados del Plata. Faltábale, es cierto, la vida constitucional-representativa, las prácticas
de la libertad, los hábitos de civilización.

Pero hace diecisiete años faltaba todo eso a la Confederación Argentina. Éramos una

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república y una democracia de familia española, con su índole franca, expansiva,


apasionada, apta para asimilarnos todos los elementos extraños de progreso y para
realizar prodigios. Pero nos despotizaba Rosas, tan bárbaro y sanguinario como López,
que fusilaba mujeres en cinta, ponía en los banquetes las cabezas de los deudos a los
invitados, prohibía el calzado de charol, cortaba las patillas y los faldones de las levitas,
obligaba a llevar como librea de esclavitud vincha colorada y hacia del territorio feraz un
solitario desierto y un vasto cementerio.

.............................

Nos hemos quitado un hermano de la familia, separado, alejado de nosotros, lleno de


resabios, digno de lástima, atrabiliario y turbulento, cuanto se quiera; pero hermano.

¿Qué nos hemos dado en cambio? Según yo, un enemigo rencoroso e implacable, si no
deshacemos el mal que le hemos hecho, y le conquistamos el bien que le debemos; un
enemigo taimado, que en los vuelcos de la política, ha de aliarse mañana con nuestros
aliados de hoy para dar a algún nuevo Urquiza ejército y escuadra con qué atacarnos en
futuros Cepedas y piróscafos con qué proteger las defecciones de nuestras naves y
perseguir en nuestras aguas a los campeones de la libertad en otros AGUARAYS.”

Voces, más que generosas, comprensivas son estas que se alzan en la


Argentina pidiendo la rectificación de un error y la frenada a tiempo de una
catástrofe de incalculables proyecciones en el porvenir, y no pertenecen ellas,
por cierto, a admiradores de Solano López. Pero la paz con el Paraguay no
había de ser hasta el exterminio de su pueblo. El término de la guerra, que
predice Sarmiento como próximo, está aún a más de un año de distancia. No
es posible doblegar la voluntad del presidente paraguayo ni obtener la
defección de su pueblo. Y sin ello, el Tratado no puede ser cumplido, y sin el
cumplimiento total e inexorable del compromiso tripartito, la guerra no tiene
razón de ser ni se justifican los sacrificios realizados.

***

En Cerro León – distante 62 kilómetros de la capital – organizará luego el


mariscal un nuevo ejército, imponiendo una leva de extremos límites y
echando mano de cuanto ser humano capaz de portar un arma quedaba en

Biblioteca Virtual del Paraguay Pág. 302


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pie. Allí se le unió la guarnición de Asunción – 2.500 hombres – al mando del


ministro de Guerra, coronel Luis Caminos. De ese modo llegó a constituir una
fuerza de 14 mil hombres, aunque decir hombres entraña una deliberada
exageración, por cuanto, la mayoría del efectivo reunido formado estaba por
convalecientes, heridos mal curados, ancianos de 70 para arriba y niños de 14
para abajo. Cada vez más escaso se hacía, por otro lado, el material de
guerra, a pesar de seguir fundiéndose algunos cañones en Ybycuí con los
últimos bronces extraídos de las campanas de las iglesias. De pólvora había ya
muy poco. Y de abastecimientos también se andaba bastante mal, aunque no
se estuviera aún en las últimas; algunos miles de cabezas de vacuno
quedaban, pero la falta de caballos hacía imposible traerlos desde las estancias
lejanas, puesto que de las cercanas se llevaba consumido toda la existencia en
cuatro años de guerra. Tampoco se podía contar en apreciable escala con los
productos agrícolas, porque nadie había ya para trabajar la tierra: hombres,
mujeres y niños acompañaban al ejército y éste se desplazaba en continuas
marchas y tan escasos eran los medios de transporte – bueyes y carretas –
que faltaba tiempo para sembrar en el teatro de la guerra y no había manera
para transportar hasta él lo cosechado en otras regiones.

Semejante estado de cosas, que no podía pasar inadvertido para los


brasileños, invitaba a una acción decidida que fin pusiera a la guerra. Sesenta
y dos kilómetros hacen apenas una jornada de marcha para tropas de a pie y
un tiempo mucho menor para jinetes bien montados. Mas el adversario
paladeaba en esos momentos una jugosa presa hace tiempo codiciada:
Asunción, capital de la República. Entregada fue la ciudad inerme a instintos no
precisamente muy militares ni caballerescos, que no dejaron clavo ni estaca en
pared. “El vencedor entró a saco...” afirma el general Garmendia. Muebles,
pianos, cortinados, vajillas, puertas y ventanas labradas, porcelanas, alhajas y
cristalería – todo cuanto los espantados habitantes no pudieron llevarse
consigo en la precipitación de su huída – cargado fue por el vencedor en sus
barcos, arrojando a las llamas aquello imposible de transportar.

Las fuerzas argentinas acantonaron en Trinidad, acaso con el estudiado

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propósito de rehuir la responsabilidad histórica de aquel despojo a que se


sometió a una ciudad abierta y abandonada. Reiniciada la marcha de las
operaciones, los argentinos no pasaron mucho más allá de Asunción. Para
ellos, la guerra terminó en Piribebuy. A las tropas del imperio correspondió la
tarea de dar caza a la fiera en su postrer guarida.

Gastón María de Orleans, Duque d’Eu, nieto de Luis Felipe de Francia y


yerno del emperador Pedro II del Brasil, acababa de ser nombrado por decreto
del 22 de marzo de 1869 comandante en jefe de los ejércitos aliados. El 16 de
abril llegaba el príncipe a Asunción.

***

De Cerro León a Cerro Corá, por espacio de trece meses y a través de 140
leguas, la marcha del ejército paraguayo – valga la hipérbole – fue un
constante librar de desesperadas acciones de retaguardia, mientras a paso
lento buscando iba aquel pueblo un escenario digno de su caída final.

En Piribebuy se da una batalla de épicos contornos el 12 de agosto. Con


piedras, arena y trozos de vidrio se cargan y disparan los cañones, porque ya
no quedan proyectiles. Pelean las mujeres en las trincheras, junto a sus
hombres, ayudando a éstos a cargar sus pesados fusiles de chispa o arrojando
puñadas de tierra a los ojos del enemigo, que una y otra vez se acerca con
denuedo a los fosos sin lograr echar pie en ellos. Pero la superioridad numérica
y del armamento se impusieron al final. Y el conde d’Eu manchó los blasones
de su victoria y el blanco plumaje de su real estirpe, mandando degollar al
defensor de la Plaza, comandante Caballero.

En Acosta-Ñú, Bernardino Caballero libra una acción de retaguardia de


perfiles fabulosos. Manda una legión de niños, que tocados de barbas postizas,
rechazan repetidas cargas de la caballería brasileña. Al cabo de seis horas de
lucha, se desbanda la juvenil falange y el enemigo, cual sintiendo en propia
carne la afrenta de lidia tan grotesca, castiga el heroísmo de aquellos niños
soldados, prendiendo fuego al campo de batalla, donde entre el chisporroteo
de las llamas se abrasan los heridos y arden los cadáveres como ofrendas
funerarias a un heroísmo tan sublime como estéril.

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Marchando y combatiendo sin alivio, sufriendo y penando sin término,


sube nuestro pueblo la agria cuesta de su calvario. Hace estragos el hambre en
aquella doliente columna de ajusticiados por el destino. Se devoran raíces,
hierbas, trozos de cuero, frutas silvestres y hasta venenosas. La sal falta por
completo. Ya en Piribebuy, Solano López había ordenado a Sabas Riquelme,
comisario del cuartel general, intendente diríamos hoy: “A partir de hoy, la sal
restante queda reservada para el señor Sánchez y los niños”. Tampoco quedan
animales de tiro para la artillería. Aquellos pesadísimos cañones de hierro
tienen que ser llevados, empujados y arrastrados por hombres extenuados y
hambrientos, que cumplen sus tareas hasta caer rendidos por la fatiga, el
sueño y el hambre a la vera del camino y allí quedan aguardando a la muerte,
que por misericordia de Dios no ha de tardar. Penetran las correas en sus
flacas carnes hasta abrir surcos sanguinolentos; cada paso es un esfuerzo
sobrehumano, cada legua recorrida un prodigio de voluntad. Pies y manos
llagados, troncos esqueléticos que dibujan cada costilla con precisión lacerante
de diagrama anatómico, cabellos largos y mugrientos, piel agrietada y mordida
de insectos, ojos hundidos y sin brillo, andar vacilante, tal el cuadro tétrico y a
la vez soberbio que presentan aquellos hombres que contando van los minutos
que faltan para alcanzar la eternidad y con ella el descanso. La disentería, el
tifus, la malaria hacen víctimas por centenares. Ni sombra queda de un
servicio de sanidad. No hay un solo médico en todo el ejército. Atienden a los
pacientes unos pocos enfermeros y practicantes formados en los hospitales por
los médicos extranjeros contratados, de los cuales no queda ya ni uno. Ni
vendas, ni gasas, ni medicamento de ninguna especie. Los “yuyos” de la
farmacopea nativa suplen en parte la ausencia de medicina, bálsamos y
pomadas. Mas no vale mucho la pena curar a un enfermo cuando se le sabe
condenado a sucumbir de hambre al día siguiente.

Pluma gallarda y bien templada se requiere para describir en toda su


intensidad perceptiva aquellas jornadas finales de nuestra guerra. Es por esta
época que Domingo Faustino Sarmiento – ya presidente de la República
Argentina – escribirá a Manuel R. García, ministro de su país en Washington:

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“La guerra está concluida, aunque aquel bruto [López] tiene todavía 20 piezas
de artillería y dos mil perros que habrán de morir bajo las patas de nuestros
caballos. Ni a compasión mueve ese pueblo, rebaño de lobos”. El Paraguay,
limpio de rencores, ha dado no hace mucho, el nombre de Domingo Faustino
Sarmiento a una calle de Asunción.

El pueblo todo sigue a Solano López, y no porque éste lo empuje o lo


arrastre a golpes de látigo, sino porque cada paraguayo siente que el mariscal
personifica a la patria y con él debe ir hasta el final. No en una ocasión, sino en
varias, en el curso de aquella larga retirada, hizo saber el mariscal al pueblo
sus deseos y hasta sus órdenes de que mujeres y niños dejaran de marchar en
pos de sus ejércitos, intimándoles a que hicieran alto y allí esperaran la llegada
de las tropas brasileñas, en cuya generosidad les instaban confiasen,
presunción acertada, desde luego, porque los brasileños se portaron siempre
con corrección en el trato con nuestra buena gente fugitiva. En las iglesias de
las localidades por donde iban pasando, sacerdotes subidos al púlpito, repetían
aquellas insinuaciones de López. En Villa Curuguaty, por vez última, se instó a
la población civil para que dejara de seguir al ejército en su marcha. Mas por
esta vez, desobedecidos fueron los mandatos del “caraí”. Salvo contados
casos, todos prefirieron seguir en la caravana de agonizantes. No hay mujer
que quiera abandonar a su ser amado ni hay niño que se resigne a separarse
de sus padres. Todos anhelan compartir la suerte del ejército y llegar hasta
donde llegue Solano López. Sólo cuando éste se entregue – eventualidad en
que nadie piensa – o sea muerto por el enemigo, o sucumba él también a sus
desdichas, habrá terminado la guerra y con ella el deber de seguir luchando,
marchando y resistiendo. Mientras la voz del mariscal siga tronando por
montes y laderas, la patria existe y en pie queda la obligación de luchar por
ella.

***

Como si no bastaran los tintes de suyo sombríos de aquella retirada sin


fin, el mariscal sigue descargando sobre los suyos la durísima mano de la
justicia, haciendo lancear sin piedad a presuntos conspiradores y traidores.

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Solano López, por esta época, parece haber perdido el dominio de sí mismo en
la aplicación de las leyes severísimas de aquellos tiempos. Si algo se salva de
los delirios del mariscal, lo completan y perfeccionan los esbirros, instrumentos
depravados de todo régimen absolutista.

En San Estanislao se descubre una vasta conspiración para envenenar a


Solano López y aparecen como complicados su hermano Venancio, sus
hermanas Inocencia y Rafaela, el coronel Hilario Marcó, varios oficiales de su
escolta y hasta su propia madre, doña Juana Carrillo. Marcó – implacable
verdugo de otros tiempos – perece con el cuerpo lacerado de azotes y con un
enjambre de moscas comiéndole las llagas. Actúan como jueces sumariantes
los presbíteros Fidel Maíz y Justo Román y hacen de fiscales de sangre
Silvestre Aveiro, Manuel Palacios e Isidoro Resquín.

Como resultado de los procesos instaurados es pasado por las armas el


joven y bravo coronel Mongelós, jefe de la escolta presidencial, luego de
procederse a diezmar su regimiento. La señora Lynch, arrasados sus ojos en
lágrimas vivas y candentes, imploró en vano por la vida del apuesto jefe de
caballería, pero el mariscal no cedió un adarme en su espantosa decisión y,
luego de una dolorosísima escena, despidió al sentenciado con estas palabras:
“Sé, Mongelós, que es usted personalmente inocente de la conspiración, pero
tampoco nada sabía usted de ella, y por eso voy a hacerlo fusilar; delito muy
grave es ignorar lo que ocurre en el propio hogar, y el regimiento es una gran
familia”. Con Mongelós sucumbieron el mayor Riveros – héroe del Sauce – 16
oficiales y 86 individuos de tropa.

Doña Juana Carrillo, sometida al “hábil interrogatorio” de la época por


parte del Padre Maíz – ministro del Señor – niega su participación en el hecho.
Dice el comandante Manuel Palacios en su declaración y con respecto a la
citada señora: “el coronel Aveiro le castigó con espada, no recuerdo si fue dos
veces o una vez; yo la toqué dos veces con la mano únicamente”. El Mariscal,
al firmar la providencia que ordenaba el enjuiciamiento de su madre, había
agregado de su puño y letra: “Sea, interponiendo desde ya, todo mi valer en
favor de mi pobre madre y en el de mis hermanas, en todo aquello que la

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salud pública puede permitirme”. En cuanto al trato que recibía previamente la


señora y a sus relaciones con su hijo, dice el testimonio del general McMahon,
en su declaración ante la Comisión Investigadora de la Cámara de
Representantes de los Estados Unidos:

“En múltiples ocasiones se me ocurrió que el afecto de López por su madre era
sumamente filial. Siempre la trataba con el mayor respeto, frecuentemente se comunicaba
con ella por telégrafo y continuamente le enviaba mensajes. En el día del cumpleaños de
la señora López, fui invitado a comer” en su casa con otras varias personas. No pude ir
ese día, pero recuerdo que el Presidente envió a todos sus hijos y a la señora Lynch a
comer con su madre y también le mandó regalos.”

(Informe Nº 65, página 224)

El ya citado comandante Palacios agrega:

“La madre de López, en las marchas, iba en su coche, pero tenía su guardia; yo no sé
cómo se le daba de comer, pero en Zanja-jhú se la atendía muy bien, porque siempre me
ha constado que le venía del Cuartel General comida y ella tenía su café o chocolate y
todas sus necesidades.”

En Capiívary se ejecutó al alférez Aquino y a 69 soldados, también


acusados de conspiración contra la vida de Solano López y en Villa Curuguaty
lanceada fue la bellísima Pancha Garmendia, símbolo desde entonces de la
virtud martirizada. En Igatimí y Panadero siguen las ejecuciones: las victimas
son lanceadas, para ahorrar proyectiles y pólvora. Aquellas lanzas
enmohecidas en manos de soldados debilitados por el hambre chocan una y
otra vez contra el cuerpo hecho ovillo de los infelices, sin lograr penetrar en
sus carnes apergaminadas; seis o siete golpes son necesarios para acabar con
el sentenciado, que se retuerce y gime de dolor, rodando por el suelo al tratar
de esquivar cada lanzazo.

Biblioteca Virtual del Paraguay Pág. 308


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Venancio López fue el más desventurado de todas las víctimas. Azotado


diariamente en todo el curso de aquella prolongada marcha, con el cuerpo
desnudo y roído por úlceras infectas y nauseabundas, pastosa de sangre y
mugre la negrísima barba que le cae sobre el pecho, es llevado a rastras por
medio de una cuerda atada a la cintura; no parece ya un ser humano, sino
personaje arrancado a la imaginación del Dante, tan repulsiva y horripilante es
su estampa. Desventura fue la suya de caer en las garras de los peores y más
despiadados esbirros de Solano López. Las horribles torturas e inhumanas
crueldades que se hizo padecer al coronel Venancio López no se justificarán
jamás, por graves que pudieran haber sido los delitos por él cometidos. Una
bala o un lanzazo, sí, porque aquella guerra – como todas, desde luego –
fuente y pretexto tenía que ser para muchas sinrazones. Pero aquel martirio
premeditado de un hombre, con todas las características de un brutal sadismo,
es crimen que la historia no puede perdonar y las Leyes de Partida no alcanzan
a justificar ni a autorizar. Mas la guerra es eso: sucesión y contraste de luces y
de sombras, de rosas y de cardos, de virtudes y flaquezas; junto a la acción
sublime, el desborde de bajos instintos; después del rasgo heroico, la pasión
innoble; tras el valor ante el enemigo, la cobardía frente a los propios impulsos
animales. En la “picada” de Chirigüelo expiró don Venancio como una bestia,
imposibilitado de dar un paso más, pidiendo con voz lastimera un sorbo de
agua, súplica desgarradora que satisfizo una mujer como suprema limosna
alcanzada por la mano de Dios al moribundo mártir.

Resquín, Aveiro, Palacios y Goiburú, una vez prisioneros de los brasileños,


renegaron de Solano López, pretendiendo echar sobre éste toda la culpa de las
atrocidades por ellos cometidas y firmando con tinta gruesas declaraciones de
servilismo y abyección. Aveiro llevó su repelente cinismo hasta el extremo
límite de la indignidad, escribiendo al Duque d’Eu: “Me abismo en mi miseria!
¡Creí servir a mi patria y me había equivocado! Lo deploro hoy de todas veras
y no me queda otro consuelo sino la esperanza en la bondad y clemencia de
Vuestra Alteza Real”. Que estas manifestaciones fueron dichas y escritas bajo
presión, no cabe duda, pero preciso es recordar que todos aquellos fiscales

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vivieron hasta bastante tiempo después de terminada la guerra sin que jamás
se desdicieran ni retractaran de la humillación indigna mostrada ante el
vencedor ni de la cobardía moral que representaba arrojar sobre la memoria
de Solano López todo el lastre de sus ignominias.

Verdad es que el mariscal no podía ignorar aquellas escenas de barbarie y


espanto, o es que se dejaba engañar por sus incondicionales. Por esta época
parece ya Solano López un hombre cuyo espíritu ha entrado en un permanente
desequilibrio, saliéndose de la órbita de toda serenidad. La soledad del
infortunio comienza a morder en su alma como un ácido corrosivo. Sólo le
queda su energía y su voluntad que no se doblan ni agrietan ante el desastre.
De cada contraste saca nuevas fuerzas y de cada amargura renovados bríos.
Muy hondo oculta sus sentimientos este hombre con corazón de piedra, sin
que jamás asome para afuera el menor indicio de debilidad, de desaliento o de
vacilación. Solano López se anticipa al juicio de la posteridad, haciéndose
bronce, y sus decisiones son ya duras y frías como el metal de las estatuas.

Una adulación repulsiva contribuye a obscurecer todavía más el horizonte


bermejo y turbio de su impotencia. El Padre Fidel Maíz – cuyo talento no
incluía, por cierto, una vocación para el martirio – le enjareta a cada credo
discursos tan almibarados como blasfemos, faltando sólo ponerlo en un altar,
al parangonarlo sucesivamente con David, Josafat, Constantino y Josías. “El
Semanario” compara al mariscal con Nuestro Señor Jesucristo y “La Estrella”
del 13 de junio de 1868 le dedica este párrafo de servil exageración: “...ese
GENIO – se refiere a López – para quien las dificultades no existen y ante
cuyas emanaciones luminosas, los grandes hombres del siglo, los militares
encanecidos, los diplomáticos consumados, las grandes figuras
contemporáneas, son pequeñas...”.

En un ambiente de aquella naturaleza, todo era posible y comprensible.

***

En el curso de aquella retirada, los que aún guardaban parte de su


riqueza, fueron enterrándola con la esperanza de recuperarla algún día y una
vez terminada la guerra. Imposible era ya cargar con cofres repletos de

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monedas, joyas u objetos de plata, y su valor material resultaba nulo para


adquirir las necesidades más elementales de la subsistencia diaria. Por
aquellos días, valía más un gramo de sal que un puñado de reluciente oro. A la
vera del camino, bajo un árbol frondoso y corpulento, y plantando una seña
que pudiera ser fácilmente reconocida en el transcurso de unos meses, fueron
sepultados aquellos cofres a poca profundidad, apresuradamente, a tientas
casi, porque ya se oía próximo el temido y estrepitoso galopar de la caballería
brasileña. Allí quedaban, a la espera de sus legítimos dueños, o de un
Montecristo afortunado de la época...

Se refiere que después del desastre de Piribebuy, Solano López hizo


cargar el tesoro público en cuarenta carretas, y llevadas éstas a la cima de una
montaña altísima del Mbaracayú, fueron arrojadas a un precipicio de pavorosa
profundidad, ejecutándose acto seguido a los conductores y guías, para que
nadie pudiera revelar el secreto. Ni el contenido de aquellas famosas carretas
ni el sitio dónde fueron despeñadas pudo saberse jamás. Todo quedó en el
misterio, misterio que con el andar del tiempo, se convirtió en leyenda, en
cuento de niños, de esos que las ancianas relatan a sus nietecitos en las
noches de sosiego infinito como son las del Paraguay, con flecos de luna y
fiesta de estrellas. Ese supuesto tesoro no apareció jamás, no obstante la
empeñosa búsqueda llevada a cabo después de la guerra.

Mas aquel entierro y ocultación de dinero y objetos valiosos engendró en


el Paraguay la obsesión de algunas gentes por el “plata-yvy-güy” (dinero
enterrado), que algunos se han dado buscar en nuestros tiempos con un afán
cercano a la manía, dando ello lugar a innumerables narraciones sobre
fantasmas y aparecidos, porque es creencia popular que el alma de aquellos
que ocultan sus bienes no pueden salvarse ni alcanzar la misericordia divina, y
siguen vagando errantes por el mundo de los vivos, hasta que algún mortal
rescate el tesoro escondido y lo utilice en obras de piadoso provecho. El
demonio – dice esa creencia – se opone a que se dé con el tesoro, para así
ganar para su causa un alma más. Y los duendes misteriosos y terribles, toman
a su cargo la misión de ahuyentar a los buscadores que, estimulados por su

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codicia, propenden a la remisión de un pecado, de otra suerte irredimible.

***

Calurosa y húmeda amaneció aquella jornada del 1º de marzo de 1870. El


bochorno estival prestaba al paisaje de montañas circundado brochazos de
naturaleza muerta con esa quietud mortificante que precede al final de las
cosas terrenales. Abriéndose paso por sobre los picos de aquellas cortadas y
últimas estribaciones de las serranías del Amambay, asomaban los primeros
destellos de un sol que se anunciaba de fuego y apenas un leve soplo de
caldeada brisa abanicaba con suavidades de raso las hojas de los árboles
cercanos y los caídos flecos de hierbas y zarzales.

En el campamento paraguayo era el silencio fúnebre y la premonición


agobiante del cercano drama. En silencio y de puntillas, como se anda en un
camposanto o por la alcoba de un moribundo, la gente se dedica a sus
habituales quehaceres, y son éstos el poder vivir sin pan y el saber morir con
resignación. Nadie teme el final y nadie desespera de su suerte; los dolores,
penurias y desengaños han encallecido el alma de aquel pueblo llegado a la
última estación de su Vía Crucis, sin que en todo el trayecto de su penoso
andar por la Calle de la Amargura encontrara una piadosa Verónica que le
enjugara el rostro.

Lo que resta del ejército – cuatrocientos hombres o más – son unos


pobres seres esqueléticos, ahilados por el hambre, las fatigas y el infortunio,
abrasados por la fiebre o comidos por las llagas, que nada más que en pie
pueden tenerse, y a graves penas cargan con sus pesados sables y retorcidas
lanzas, porque ya no queda pólvora ni yesca con que hacer funcionar los
fusiles de chispa. Hay de todo entre ellos; desde el encorvado anciano hasta el
imberbe mozo de doce y catorce anos, desde el herido sin curar hasta el
agotado por la disentería. De cabelleras largas y pastosas de polvo y sudor,
cubren sus cuerpos, afilados como husos y quemados hasta el bronce por el
sol de aquellas marchas sin reposo, raídas y andrajosas vestimentas, que en la
mayoría de los casos se reduce a un púdico taparrabos, sujeto a la cintura con
vueltas de “ysypó” y llegándoles hasta un poco más arriba de las sangrantes

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rodillas. Algunos llevan aún sus altos morriones de cuero, pero los más se los
han comido, sancochados en agua de baches y ciénagas, o masticados luego
de ponerlos un rato a la lumbre.

Preparan las buenas mujeres el comistrajo del día: huesos de vacunos y


caballares, tostados y reducidos a polvo que con jugo de naranja agria no sabe
del todo mal, cocimiento de hierbas y alguna que otra fruta silvestre, que por
ahí se encuentra todavía. Si se da con la suela de un calzado viejo o con un
trozo de cinturón, tampoco se desperdicia, sino que va a la olla, porque de lo
dejado por la transpiración algún caldito sale. Carne y sal han pasado al olvido
hace ya rato. El servicio de intendencia es un mero recuerdo, entendiéndose
por tal aún en los mejores tiempos, la simple distribución de los artículos más
indispensables para el rancho diario. Cada cual ha de agenciarse ahora como
pueda para obtener el sustento de todos los días. Los carros de abastecimiento
han sido abandonados por inútiles. Sacrificados los bueyes para aprovechar su
carne, sus huesos y hasta su cornamenta y pezuña, cuando éstos no tenían ya
fuerzas para seguir tirando de sus pesadas cargas, las carretas tuvieron que
ser dejadas en los caminos, luego de llevarse cada soldado y cada mujer lo
que pudieran cargar a cuestas para continuar alimentándose unos días más.
Solamente la madre y hermanas de Solano López viajan todavía en grandes
carretones cubiertos con el cuero de una res sacrificada. También el
vicepresidente Sánchez – octogenario casi – tiene su carreta. La Lynch y sus
hijos viajan en coche, tirado por bueyes o por mulas, que los soldados de la
escolta han de guardar todas las noches con nervio y garra, para que no los
sacrifiquen y devoren los hambrientos, que rondan en la oscuridad a la caza
del primer bocado.

Aquel 1º de marzo ocurrió lo que aconteciendo venía todos los días desde
hacía muchos meses: soldados, mujeres, niños, que amanecían muertos de
inanición. Se había perdido ya la piadosa costumbre de dar sepultura a los
cadáveres, ni falta que hacía pues de ellos no quedaban carnes ni para tentar a
las aves de rapiña, y los huesos eran pronto blanqueados por la voracidad de
las hormigas o calcinados por el terrible sol.

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De los efectivos de las unidades que constituían el ejército paraguayo en


Cerro Corá da cuenta el siguiente parte detallado que encontrado fue luego en
la cartera del coronel Juan Francisco López, hijo mayor del mariscal y a la
sazón jefe del estado Mayor:

Coroneles

Sargentos
Capitanes

Tenientes

Soldados
Alféreces
Mayores
Número

Cabos

Total
es
Batallón 18 \ \ 2 1 3 4 1 11 22
" 19 \ \ 1 3 5 4 9 22
" 24 \ \ 1 2 5 4 15 27
" 25 \ \ 1 2 3 1 1 3 11
" 39 \ \ 1 6 3 9 19
" 40 \ \ 2 3 3 7 11 13 39
" 42 \ \ 1 1 7 4 3 8 24
" 46 \ \ 1 4 7 3 7 22
Batallón Maestranza \ \ \ 1 1 2 4 13 4 27 53 suman 52
Batallón Suelto \ \ \ 2 2 1 1 2 18 27 suman 26
Regimiento 1 \ \ 1 3 4 5 2 16 31
" 6 \ 1 1 1 2 2 7 14
" 25 \ \ 2 1 3 6 8 8 28
" 30 \ \ 1 2 2 10 15
" 32 \ \ 1 3 6 4 6 20
" 46 \ \ 2 2 2 13 3 3 12 37
Total General: 412 suman 411

Del batallón 40 – el legendario cuerpo organizado por José Díaz con los
jóvenes de la mejor sociedad asunceña – sólo quedan treinta y nueve
hombres, entre ellos el abanderado, pero un abanderado sin bandera, porque
del paño tricolor no se ha salvado de las batallas sino un chamuscado y
desteñido jirón, que el portaestandarte lleva atado a su brazo derecho.

Frente a su tienda de campaña espera Solano López el momento fatal.


Ensillado está su caballo y le rodean los pocos fieles que le restan de su gran
ejército. Sabe el mariscal que en el cuadrante trágico de su destino va a sonar
pronto la hora final. No hay medio de eludir ese instante ni fuerza capaz de

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detener el sutil correr de la arenilla contando los minutos que faltan para la
muerte. El enemigo está a dos pasos y una nueva retirada se hace ya
imposible ni tiene razón de ser. Aquel puñado de huesos en pie no puede ya
seguirle y tampoco puede abandonar lo que resta de su ejército y de su pueblo
para refugiarse en la selva cercana y escapar a la hora nona. La noche antes,
unos indios “kaygua” habían estado a proponerle refugio y asilo en sus lejanas
tolderías, sabedores estos indígenas de la proximidad de las fuerzas brasileñas.
“Jaha, karai – le habían dicho – ndo topái chene nde rehe los cambá ore
apytépe” (“vamos, señor; no darán con usted los negros adonde pensamos
llevarle”). Pero Solano López declinó el ofrecimiento de aquellos leales
aborígenes. No podía rematar su vida borrascosa, señera y hecha ya historia
con una fuga indecorosa, malogrando en un instante de flaqueza toda la gloria
tejida en rededor de su nombre y de su alcurnia. Su promesa era morir con su
pueblo, y aunque razones le faltasen para ufanarse de esperar la muerte con
jactancia – tenía apenas 43 años – tampoco le era dado exponer su nombre,
ya íntimamente compenetrado con la suerte de su patria, al ludibrio y a la
mofa de las generaciones presentes y posteriores. Había que morir. El
mandato era irrevocable. Y morir como un soldado, tal lo había hecho el último
de los suyos, sin rendirse y con el arma en la mano. Cuanto menos vulgar la
escena final, mejor satisfecha quedarán las exigencias de los espectadores de
mañana. Cuanto más hondo el sufrimiento del alma, más meritoria y de mayor
sufragio será la penitencia.

En aquellos minutos postreros de su existencia, y mientras contemplaba


con sus entornados ojos pardos de mirar calmoso la caldeada pradera de aquel
anfiteatro digno de evocaciones griegas por la trágica grandeza del tremendo
drama a desarrollarse en él, Solano López tiene que haber experimentado en
lo más hondo de su alma turbulenta una infinita amargura, al recordar un
pasado de opulencias y un historial de poderío, derrumbados y hechos pedazos
por los designios de la adversidad. En su fuero íntimo ardía una hoguera y
entre sus llamas bailaban mil demonios. Las añoranzas de una patria fuerte y
tranquila, el sueño para siempre desvanecido de una vida amorosa y feliz, los

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anhelos de una existencia entre riquezas, halagos y arrogancias y la visión ya


algo borrosa de placeres y larguezas formaban un amasijo de pensamientos
que mordían en su alma con el sabor agridulce de una tristeza
inconmensurable, sin consuelo ni remedio. Y los ojos de aquel hombre fuerte,
irreducible, cruel e implacable se arrasaron de lágrimas, acaso las únicas que
llegara a verter en toda su vida. Pero pronto reaccionó contra aquella fragilidad
transitoria de su espíritu y secándose los ojos con el dorso de la mano, al
volverse hacia donde sus ayudantes le aguardaban, su rostro había tornado a
adquirir la continencia fiera e impasible de todos los días. Fue aquella su
oración en el huerto: examen de conciencia, adiós a la vida, contrición perfecta
y sacramento de la penitencia en la callada intimidad de su alma. Mas sobre la
fragilidad de la carne triunfó la reciedumbre de su espíritu. Hasta la última
gota había que apurar el cáliz. La decisión estaba hecha. Fue aquél, acaso, el
instante más triste, más espantoso y más humano en la existencia toda de
Francisco Solano López. Pero su voluntad de hierro volvió a triunfar entonces
como había triunfado siempre.

Al punto del mediodía irrumpieron los escuadrones del general José


Antonio Correa da Cámara en la llanura ocupada por los restos del ejército
paraguayo, luego de haber pasado a cuchillo el destacamento que hacía de
puesto avanzado, al mando del general Roa, degollado éste el primero.
Mandaba la vanguardia de los lanceros imperiales el coronel Juan Nuñez da
Silva Tabares, ante cuya aparición huyó despavorido el mujerío, mientras los
jinetes brasileños, lanzas en ristre y sables en alto, se lanzaban con ímpetu
digno de mejores ocasiones sobre aquella pobre e indefensa turba, en medio
de un griterío infernal y de bárbaras imprecaciones. El puñado de soldados
paraguayos que aún quedaba cayó pronto bajo el filo de los sables y los golpes
de lanza, entre laberintos y remolineos de aceros desnudos cayendo
implacables sobre descarnados huesos y frágiles cabezas. Entre estocadas y
lanzazos, aquello no duró más de diez minutos. Ni siquiera merecía el nombre
de escaramuza aquel breve lidiar contra esqueletos.

La señora Lynch, al escuchar el fragor que se acercaba, hizo atalajar

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apresuradamente su coche y se metió en él con sus hijos Carlos, Federico,


Enrique y Leopoldo, niño de ocho años este último. Su hijo mayor, Panchito, de
quince años y coronel de caballería, montó a caballo y desenvainando su sable,
hasta entonces virgen de guerreras proezas, se dispuso a dar escolta a su
madre y hermanos pequeños. A poco aparecieron por allí los imperiales y
sofrenando sus caballos ante el coche, que no tuvo tiempo de ser puesto en
movimiento, inquirieron con palabras soeces si aquella mujer era “la querida
de López” y aquellos chicos “sus bastardos”. El insulto hizo hervir la sangre de
Panchito, que espada en mano se arrojó sobre los brasileños, repartiendo
mandobles hasta caer con la cabeza partida de un feroz sablazo. Elisa Alicia
Lynch, de pie en su coche, protegiendo con su cuerpo la vida de sus pequeños,
que aterrorizados presenciaban aquella escena brutal, al ver caer a su
primogénito, gritó a los brasileños: “¡Respétenme! ¡Soy inglesa!”. La actitud de
aquella mujer que, en actitud de pantera herida, defendía la vida de sus hijos,
tuvo la virtud de detener la furia del enemigo.

El vicepresidente Sánchez, que viajaba tendido en su carretón, ultimado


fue también por no querer rendirse, blandiendo hasta en sus últimos instantes
un espadín de ceremonias. Entretanto, Solano López había montado a caballo,
mientras los pocos soldados de su escolta trataban de cubrir su retirada con
disparos de carabina, y clavando espuelas a su fiel tordillo, se internó en la
selva que bordea el Aquidabán-nigüí, seguido de Silvestre Aveiro e Ignacio
Ibarra. Mas la soldadesca brasileña no tardó en reconocerlo y se lanzó en su
persecución. “¡E o López! ¡E o López!” fueron los gritos de guerra, resonando
entre ondeantes banderines y aceros desnudos. El propio general Cámara
enderezó su cabalgadura hacia la escena y se unió a los perseguidores para
tratar de ver de cerca – pero no tanto – a aquel personaje fabuloso que a raya
los había tenido por espacio de cinco increíbles años.

Antes de haber galopado largo trecho, alcanzaron los imperiales a Solano


López; trató aquél de defenderse con su sable, mas al punto el cabo Francisco
Lacerda, apodado “Chico Diabo” le atizó un lanzazo, que dándole en el bajo
vientre produjo tremenda herida, mientras un soldado le abría con su sable

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una nueva y desgarrante herida en la frente, de la cual comenzó a manar


abundante sangre. Ibarra y Aveiro se habían escabullido cada uno por su lado
en medio de aquel entrevero desigual. El mariscal estaba solo, herido y casi
desarmado. Mas los brasileños no osaban todavía acercársele para hacerle
prisionero o darle muerte, tanto era el terror que aquel hombre singular les
inspiraba. Se internó Solano López en la espesura del Aquidabán nigüí,
pequeño arroyo con orillas cenagosas, mas a poco de andar su caballo, las
heridas recibidas le obligaron a echar pie a tierra. Trató entonces de vadear el
estrecho curso de agua y ganar la ribera opuesta, pero a los pocos pasos dio
de bruces en el fango, quedando con medio cuerpo sumergido en la corriente y
cegados sus ojos por la sangre que brotaba de su frente. El fin no estaba ya
muy lejos, pues el mariscal sabe que “semejante a los dientes del áspid, cuya
mordedura es mortal, ese fierro terminado en media luna, que le penetrara en
las vísceras, ha depositado allí los gérmenes de la muerte”. (Borman).

Estando en esto, aparecieron los brasileños con el general Cámara al


frente. “Ríndase, mariscal” intima el jefe brasileño desde respetable distancia
al hombre herido, moribundo, bañado en sangre viscosa y húmeda, impotente,
desfallecido, medio ahogado. Contesta el mariscal presidente con aquella su
frase inmortal que por los siglos de los siglos resonará en el alma de todos los
paraguayos: “¡MUERO CON MI PATRIA!” al par que ensaya simbólica estocada
con la punta de la fina hoja dirigida al corazón del adversario. Permiso, mi
general Cámara y futuro vizconde: ese hombre – nunca más apropiado el
vocablo – no sólo está desarmado, sino agonizante. ¿No se apeará nuestro
bravo caballero a tomar el sable de las convulsas manos del enemigo vencido
en un rasgo de noble entereza? No estaba hecho de esas fibras Correa da
Cámara, insensible a la gravedad de aquel minuto histórico, que había de
hacer de él por el resto de su vida encubridor y cómplice de un vergonzoso
asesinato. Vuelve a ordenar que desarmen a Solano López. Un charolado y
morrudo adalid de la libertad forcejea con el mariscal para arrancar de sus
manos desfallecidas el acero desnudo. En eso, suena un tiro de Manlicher – no
se sabe disparado por quién – y la bala va derecha al corazón de Solano López.

Biblioteca Virtual del Paraguay Pág. 318


Arturo Bray SOLANO LÓPEZ Soldado de la gloria y del Infortunio

Un espumarajo de sangre tiñe de rojo carmesí las terrosas aguas del


Aquidabán-nigüí. La guerra de la Triple Alianza ha terminado. El Paraguay es
por fin libre.

***

Al caer de aquella tarde, traen los soldados brasileños el cadáver de


Solano López, sostenido sobre una parihuela hecha con ramas y fusiles. Le han
despojado ya de toda su ropa y quitado las botas. Luego de depositar los
restos en tierra, llaman a unas mujeres paraguayas, que mudas de espanto y
angustia, contemplaban desde cierta distancia aquella escena, para
preguntarles: “¿Este es López?”. No lo podían creer. El mariscal era para ellos
algo místico e imperecedero, más símbolo y blasón que simple humano de
mortales carnes. Difícil les era dar crédito a sus ojos y pensar que pudiera
estar muerto el hombre que había acaudillado a los demonios paraguayos.
Ante la respuesta afirmativa de las mujeres interrogadas, se acerca un soldado
del imperio y tocando ligeramente el cadáver con la punta de su bota,
exclama: “¡Oh diabo López!”. Ni aun después de muerto se atreven a poner la
mano sobre él.

Sepultan luego el cuerpo del mariscal a flor de tierra y a bailar y cantar se


ponen en su rededor. En esto aparece la señora Lynch, quien sabedora de la
muerte de Solano López, había solicitado del general Cámara le fueran
entregados los restos a fin de darles sepultura decorosa, luego de haber
comprado por tres onzas de oro una sábana de algodón con que amortajar el
cadáver de su compañero. Ante aquella brava irlandesa, de ojos encendidos
por la indignación y el dolor, se hicieron a un lado los soldados. Elisa Alicia,
encarándose con el mayor Floriano Vieira Peixoto – después presidente del
Brasil – le increpó así: “¿Y esta es la civilización que nos habéis traído a
cañonazos?”. Tras la épica frase del mariscal, el áspero y vertical apóstrofe
aplicado al vencedor por la furia santa de una mujer, inflamada de dolor ante
los profanados restos de su compañero y de su hijo. Aquella misma tarde, la
señora Lynch, ayudada en ello por el coronel paraguayo Francisco Lino
Cabriza, cavó con sus propias manos una fosa donde colocados fueron los

Biblioteca Virtual del Paraguay Pág. 319


Arturo Bray SOLANO LÓPEZ Soldado de la gloria y del Infortunio

cadáveres de Solano López y de su hijo Juan Francisco. Entre el escondido


sollozar de unos pocos y la algarabía cuartelera de los vencedores,
descendieron las tinieblas sobre aquellas tremendas y lúgubres escenas de
Cerro Corá. A la luz mortecina de un mal farol, trabajaron los improvisados
sepultureros en su fúnebre tarea.

Doña Juana Carrillo no se dignó molestarse para acudir a rezar siquiera un


padrenuestro sobre la fosa recién abierta de su hijo. En cuanto a las hermanas
del Mariscal, huéspedes fueron – y algo más de ciertos encumbrados jefes
brasileños en aquella noche de muerte y desolación. Pudor y decoro les faltó
para aceptar diligentes la hospitalidad de los victimarios de su hermano, entre
ellos, la de Correa da Cámara, y por hondos y justificados que hayan sido sus
resentimientos para con el sacrificado, no alcanzan ellos a explicar, y menos a
justificar, aquella absoluta falta de piedad y de consideración para con el dolor
ajeno, ya que el propio parecía no existir. Más compasión y fidelidad hubo en
los amores ilícitos de la señora Lynch que en los mandatos de sangre de la
madre y hermanas del Mariscal.

Cerro Corá es principio y fin de muchas cosas grandes y pequeñas. Es el


responso de la patria vieja y el bautizo de la nueva. Allí sepultadas quedaron
muchas ilusiones y la vida se dio a otras, que siguen sin hacerse realidad. Pero
ningún túmulo puede haber de más noble solemnidad que aquella tumba para
siempre perdida en tan anchas soledades, donde descansa el Mariscal de
nuestra historia, amortajado en el bronce de los recuerdos y como símbolo
eterno de una gloria grande y de un infortunio inmenso.

***

Biblioteca Virtual del Paraguay Pág. 320

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