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Sigfrido, Sigfrid, hijo de Sigmond y Siglind, reyes de Niederland, era un príncipe apuesto
y valeroso; un joven deseado entre las más nobles vírgenes de la corte de Santen, pero él
no podía ni siquiera conceder su atención a aquellas doncellas, porque su inquieto corazón
estaba en Worms, allí donde moraba la dulce Crimilda. Los reyes de Niederland quedaron
preocupados con la revelación de su hijo, puesto que los burgondos eran gente temida y,
entre ellos, destacaba el terrible barón Hagen, un adversario casi imposible de vencer. Pero
Sigfrido, una vez que hubo comunicado su irrevocable decisión, preparó su marcha a
Worms, con la sola escolta de una docena de hombres. Con ellos cabalgó a su destino,
dirigiéndose a la corte del rey Gunther sin más dilaciones. El rey lo recibió, una vez que
fue informado de la identidad de su visitante, para conocer la razón de su viaje, y el
intrépido Sigfrido, sin más preámbulos, respondió que quería probar la afamada destreza
del rey de los burgondos con las armas, seguro como estaba de vencerlo y hacerse con su
reino y sus gentes. Los nobles quisieron lanzarse sobre el osado Sigfrido, pero el tenso
ambiente pronto se calmó y Sigfrido, el bravo e insolente caballero de las tierras bajas fue
admitido como huésped de la corte de Worms, aunque su estancia se alargaba y él no
llegaba a ver, aunque fuera en la distancia, a su amada Crimilda. Todo cambió cuando se
supo en Worms de la llegada de una tropa de daneses y sajones que venían contra Worms.
Enterado Sigfrido, ofreciese a Gunther para estar a su lado en esa confrontación que se
avecinaba dura y peligrosa, aconsejándole que diera vigorosa respuesta a la afrenta de los
daneses y sajones, y pidiendo a su rey Gunther el honor y la responsabilidad de poder bien
servirle al mando de una tropa de mil guerreros con la que defender la Burgondia. Con
ellos salió a castigar a los sajones, matando docena tras docena de enemigos, hasta
capturar al rey Ludeger. Los daneses, al conocer la rápida victoria de Sigfrido, acudieron
en ayuda de sus aliados sajones, pero también Sigfrido presentó combate y los venció con
facilidad, rindiendo a su jefe, el rey Ludegast. Terminada la batalla, los dos sometidos
soberanos fueron llevados a la corte de Worms, como prisioneros de guerra, para mayor
honra de su señor Gunther de Burgondia.
DE RIVAL A LEAL AMIGO
Así que estuvo preparada la tropilla, los cuatro valientes partieron en barco hacia Islandia
y, tras doce días de travesía marina, estaban frente a sus costas, divisando maravillados la
altiva fortaleza de Isenstein. Fueron inmediatamente recibidos por la reina Brunilda, que
debía estar ansiosamente a la espera de emociones violentas. Apenas estuvieron ante ella,
los recién llegados, por boca de Sigfrido, anunciaron la intención del rey Gunther de
ganarse la mano de Brunilda, la mujer con fama de ser más fuerte que doce hombres.
Aceptó feliz Brunilda el reto esperado, recordando a todos los presentes que el fallo de
Gunther en cualquiera de las pruebas supondría automáticamente su muerte, pues nunca se
daba cuartel al vencido y le propuso competir primero en un combate a lanza y, si lo
superaba, después en el lanzamiento de una piedra hasta tan lejos como se pudiera, para
más tarde tener que alcanzarla de un solo salto. Aceptadas que fueron las dos absurdas
pruebas, Sigfrido llamó en un aparte a Gunther para informarle de que, gracias a la
posesión de la capa del enano Alberic, él iba a convertirse en el invisible contendiente de
Brunilda, mientras que el rey actuaría fingiendo ser él el único combatiente de Brunilda.
Así se hizo y fue Sigfrido quien derrotó con suma facilidad a la reina Brunilda con la lanza
tras un combate en el que ella veía asombrada cómo la fuerza de Gunther se multiplicaba
hasta desarmarla. Más tarde, Sigfrido arrastró la piedra por el aire, para luego transportar a
Gunther de la misma forma y a lo largo del mismo trecho. Cumplido el trámite, Gunther,
supuesto vencedor, hizo saber a su amada y vencida Brunilda que ahora ya era su
prometida en toda regla y, por tanto, ella debía cumplir lo pactado, siguiéndole de buen
grado en su viaje de regreso al país de los burgondos. La derrotada reina, entristecida por
su obligada marcha, pero aceptando el que creía justo resultado quiso despedirse de sus
súbditos y pidió el tiempo necesario para hacerlo en buena forma y preparar su marcha
definitiva hacia el país del que iba a ser su esposo, y en el cual ella seguiría manteniendo
su real rango.
CUESTION DE PROTOCOLO
La desgraciada Crimilda había quedado encerrada en su dolor, pero todo se volvía contra
ella y sus recuerdos; hasta el tesoro de los nibelungos había caído en manos de Hagen;
mientras todo sucedía de este modo, el también reciente viudo Atila había oído de la bella
y enajenada viuda de Sigfrido y quiso pedirla en matrimonio. No parecía posible que tal
oferta fuera aceptada, pero, tras pensar en las posibilidades de poder que se le abrían al
unirse a tan poderoso rey de Angra, Crimilda cambió de parecer y comunicó al mensajero
Rudiger que ella aceptaba la proposición del muy valiente y noble Atila, y en partir tan
pronto estuviera listo su séquito, para encontrarse con su prometido en Tulne, junto al río
Danubio. De allí salió la más fastuosa comitiva real que se haya conocido, camino de
Viena, en donde habría de celebrarse el matrimonio, en Pentecostés. Terminados los fastos
reales, los reyes fueron a Etzelburg, a instalarse en la capital del reino de Angra. Nada
sucedió durante siete años, y un día, Crimilda quiso que Atila invitase a los suyos, para
que fueran testigos de su gran felicidad. Consintió el rey y envió mensaje a Worms para
que viniera a su corte el rey Gunther y su nobleza. La noticia levantó dudas en Hagen,
quien se sabía marcado por la muerte de Sigfrido, así como en otros nobles partícipes de la
conspiración; otros querían creer que ya se habría olvidado Crimilda de la muerte
canallesca de Sigfrido, y todos discutían sobre la conveniencia de tal viaje, pero el rey
Gunther prefirió aceptar la invitación de su hermana, mandando organizar una caravana de
más de mil guerreros a caballo y de nueve mil infantes que acompañaría a los visitantes
burgondos hasta Etzelburg, para disuadir a Atila de cualquier deseo de traición hacia sus
invitados; mientras salían de la corte las interminables columnas de hombres armados, en
Worms reinaba el dolor de las esposas que quedaban atrás, pues ellas ya presentían el
trágico final de esa impresionante comitiva.
El viaje no tuvo incidente alguno en su primera parte, y pronto llegaron los diez mil
hombres a orillas del Danubio, el primer obstáculo a la marcha de la expedición burgonda;
a Hagen se le encomendó hallar el medio de cruzarlo y fue la mágica intervención de unas
ninfas del río la que dio la clave de aquel paso, y asimismo, la advertencia de que la
muerte les esperaba al otro lado del poderoso río. Hagen encontró al barquero del que le
habían hablado las ondinas y se hizo con su balsa, aunque tuvo que dar muerte al
obstinado hombre, que se negaba a prestar su embarcación a desconocidos. Con ella
atravesaron todos el crecido Danubio. En la otra orilla, Hagen, conocedor de su suerte,
destruyó la balsa, haciendo saber a todos que ya se había traspasado el punto sin retorno;
que ahora ya sólo les quedaba enfrentarse a su destino hasta las últimas consecuencias.
Pronto se vio que la situación había cambiado radicalmente, pues tuvieron que enfrentarse
y derrotar al margrave Else, señor de aquellas tierras, que había intentado cerrarles el paso.
Más tarde, en Bechelaren, se les unió el margrave Rudiger, con quinientos hombres más.
En la frontera de Angra les aguardaba Teodorico, que pronto esperaba casarse con la
sobrina de Atila, pero que iba al encuentro de los de Worms con la idea de advertirles de
aquellos planes de venganza que había atisbado en Crimilda; los burgondos le contestaron
que sabían cuál era el designio de la segunda esposa de Atila, pero que ya habían cruzado
el punto tras el cual no se podía regresar, por ello, seguían su viaje hasta el palacio del rey
de los hunos, como si nada fuera a sucederles.
Crimilda recibió a su hermano el rey y pretendió mostrar su felicidad por tenerle junto a
ella. Sin embargo, Hagen espetó a su anfitriona que sabía que esta supuesta fiesta no era
más que el ropaje de una emboscada, haciendo que Crimilda se obligara a demostrar su
encono hacia los asesinos de su primer y amado marido: después, refrenándose, invitó a
los burgondos a despojarse de sus armas, pero ellos se negaron; más encolerizada todavía,
Crimilda inquirió sobre la identidad de quién había podido inspirar tal temor en los
invitados y Teodorico se adelantó para comunicarla que él mismo había advertido del
peligro a los burgondos. Ya instalado en palacio, Hagen, con la espada Balmung
arrebatada a Sigfrido sobre su regazo, permaneció sentado ante la reina Crimilda y su
guardia, en clara señal de desafío, a la vez que declaraba públicamente haber sido él quien
había dado muerte a Sigfrido. Crimilda se vio insultada y, lo que es peor, comprobó cómo
su guardia retrocedía ante la figura tremenda y desafiante del decidido Hagen. Sin fuerzas
que la respaldasen, la reina dejó que la recepción comenzara. Nada pasó en su desarrollo y
sólo, al llegar la noche, cuando los burgondos quisieron retirarse a sus dormitorios, vieron
que se les cerraba el paso. No obstante, pronto se retiró la tropa de los hunos y los
invitados pudieron encaminarse a sus lechos, atentos a lo que se cernía ostensiblemente
sobre sus cabezas, ya que se cerraba el copo de los hunos alrededor de su dormitorio, pero
bastó la presencia de Hagen armado y presto para la lucha, para que el nuevo intento de
dar muerte a los burgondos se desbaratara.
EL BAÑO DE SANGRE
Con este relato fabricado por trovadores, por los restos del pueblo burgondo, o por alguno
de sus exegetas, que vivieran en la lejanía del siglo XII, a setecientos años de distancia, se
trata de explicar la razón poética de la desaparición del efímero país de los burgondos,
apoyándose en la figura trágica de la traición de una mujer a su propio pueblo, la alevosa
maniobra de una mujer insensata empujada por el febril ansia de venganza; y sitúan la
acción en un escenario que les libere de la responsabilidad de la derrota, allá en la muy
remota indefensión del palacio de Atila, el huno, siendo también este rey otra víctima de
su esposa, no el protagonista de la masacre. En realidad, los burgondos, venidos desde el
Báltico hasta Worms en una marcha guerrera que duró cientos de años, tras su
asentamiento en Germania, en las fronteras con Sarmatia, y que no se detiene en esa fría
orilla del mar suévico. Los burgondos cruzan después el Oder y siguen hacia el fértil sur,
al despojo de las antiguas Galias, saltando la barrera natural del Rhin, al finalizar el año
406. Son los bárbaros hacíendose con los despojos del que fuera grandioso imperio
romano. Se detienen en Vaugiones, Worms, allí encuentran su terreno soñado, la efímera
capital de su reino burgondo, pero los vándalos nómadas no pueden o no saben sostener su
único reino más que veintitrés años, pues en el 436 su territorio es rebasado por las huestes
fugitivas de Atila, que se ve empujado hacia el oeste por las últimas fuerzas romanas del
general bárbaro Aecio y de su aliado, el visigodo Teodorico, precisamente hacia las
mismas Galias que pretenda obtener Atila como dote en el propuesto matrimonio con
Honoria, la hija de Placidia, en ese ofrecimiento de la asustada Roma. Gunther
(Gundahar), el rey elegido, apenas puede hacer otra cosa que ofrecer el bulto de su cuerpo
y la vida de casi veinte millares de hombres, al experimentado y poderoso ejército del
pagano rey Atila, para quien el final de ese reino burgondo nada significaba, que no fuera
otra victoria más. Atila moriría más tarde, y no precisamente por mano de los extintos
burgondos, pues su derrota en las cercanías de Troyes, en los Campos Cataláunicos se
produce en el año 451, frente al ejercito de Aecio: después intenta atravesar los Alpes y
también vuelve a ser rechazado, esta vez por León I, muriendo, finalmente, en el año 453,
diecisiete años después de que el reino de los burgondos hubiese cesado su brevísima
crónica.