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El acto fotográfico en la era digital, Ojos que no ven,

un ejemplo.
Indagar sobre fotografía implica establecer sus diferentes lecturas y usos, pero
independientemente de éstos, debe existir un común denominador que permita establecer su
estructura, un discurso teórico compuesto por una categoría reflexiva, a ésta la llamaremos
lo fotográfico.

Uno de los fundamentos conceptuales que nos explican a la fotografía, más allá del objeto,
es el del Acto Fotográfico de Phillipe Dubois, donde comprendemos bien que la imagen
fotográfica, en este caso el retrato, es mucho más que lo que aparece en ese espacio
bidimensional, ya sea físico o virtual. La imagen contiene además del momento en que fue
ejecutada la cámara, la toma de decisiones que llevaron a este acto, es decir, la elección del
lente, del encuadre, del ángulo, de la sensibilidad de captura, conlleva también la actitud
ergonómica del fotógrafo con la cámara, implica este acto perfomático que es tomar una
fotografía, a los espectadores del momento y desde luego a las intenciones, a la idea y a los
motivos del fotógrafo, pero contiene también al fotografiado.

Dubois nos introduce en la dimensión revolucionaria de la fotografía que, según dice, reside
en la naturaleza irreductible del acto de su creación, el procedimiento puesto en acción
explicaría a cada imagen no como resultado de una técnica, sino como un dispositivo de
comunicación que incluye, en igual medida, el momento omnipresente de su creación y el de
la recepción también creativa. Estamos frente a una imagen/acto en el que el gesto de la
producción y el acto de su contemplación son partes constitutivas, así la fotografía puede ser
y es al mismo tiempo, espejo del mundo real, transformación de esa realidad de la que es
parte, y huella de una ya existente de la que es referencia y habitualmente testimonio
inapelable, dando cuenta hasta qué punto ese medio mecánico-electrónico, supuestamente
objetivo –del que tantas veces se ha dicho en el plano filosófico que se efectuaba en
ausencia del hombre– de hecho implica ontológicamente la cuestión del sujeto y más
especialmente, del sujeto en acción.

Tomás Caballero nos dice que la muerte de la representación en la época contemporánea


que alcanza a la fotografía, nos obliga a preguntarnos: “¿Cómo se puede pensar la fotografía
en el mundo contemporáneo de la inmaterialidad, la hipertextualidad, la inercia y el vacío de
la muerte del arte? ¿Qué papel tiene en un mundo de aparente muerte de la
representación?”1

Con la cámara digital no tomamos una fotografía sino que capturamos información que no
tiene características físicas sino virtuales, y no toma forma física hasta no pasar por el medio
de impresión que elijamos para tener nuestra imagen. W. J. Coinell quien ha acuñado el

1
http://web.mac.com/gerardvillar/Disturbls/TCaballero.htlm
término de post fotografía opina que al acto fotográfico debe llamarse captura de datos
digitales2.

Atendiendo a estas ideas el acto fotográfico se extiende a la lectura de la fotografía, pero no


sólo a la versión final que el espectador contempla, sino a la lectura de cada relectura que el
creador hace; al ver cada versión que de la información se contruye ante sus ojos en la
pantalla, el fotógrafo es un prosumidor de sí mismo, se lee para construirse, el tomar
decisiones ya no sólo es en el momento de la toma, es sobre todo, en el tratamiento de esta
información que aspiramos se convierta en fotografía, porque mientras ésta no se
materialize, no deja de ser información modificable.

La post fotografía nos obliga a replantearnos fundamentos y teorías sobre el uso y


construcción del lenguaje fotográfico, ya explicábamos cómo el acto fotográfico se extendió
más allá de la toma, en la actualidad se pone especial énfasis en la lectura por sobre la
construcción; la hipervisualidad como efecto hipermediático, las múltiples lecturas como
resultado de las nuevas formas de circular la información y en general el contexto tecnológico
como factor decisivo de la creación de imágenes, nos motivan a reflexionar sobre los rumbos
de la fotografía, su historia, sus usos, sus géneros, su impacto social y su papel fundamental
en la construcción de nuestra memoria, para entender mejor las transformaciones
conceptuales por las que atraviesa.

La fotografía como prótesis del ojo ha extendido la capacidad de mirar más allá de las
posibilidades físicas humanas, cobramos conciencia del mundo que habitamos cuando vimos
la primer imagen de nuestro planeta tomada desde el espacio, nos ha descubierto
micromundos a los que no teníamos acceso, nos ha mostrado lo más profundo de los
océanos y lo más alto de las montañas, nos sirve para identificar cadáveres y para ver el
proceso de formación en el vientre materno, sirve también para vender cosas en una de sus
más acabadas expresiones: la fotografía publicitaria; a lo largo del siglo XX se encargó de
inventariar y catalogarlo todo, conocimos los diversos paisajes y culturas desde una mirada
hegemónica; hasta la fecha es la mejor prueba de que “estuvimos ahí”, alimenta y acompaña
todos los relatos de viajeros, construye la memoria individual y colectiva a tal grado que no
sabemos si las cosas sucedieron porque las recordamos o porque aparecen en una
fotografía; como producto ideal de una sociedad industrial masificó el arte y la enseñanza a
través de imágenes; es parte indisoluble de procesos industriales, soporte fundamental en la
descripción de procesos técnicos, invaluable apoyo de la medicina, contructora de imágenes
públicas y materia prima de estudios antropológicos, desde un principio se le consideró
invaluable herramienta para trasladar información; el fotoperiodismo es otro de los usos más
extendidos de este medio, nos enseñó a relacionarnos con el mundo y sus acontecimientos,
marcó para siempre nuestros códigos de percepción, hasta la fecha por ejemplo, el blanco y
negro es sinónimo de documentación, veracidad y testimonio. La fotografía en muchos
sentidos fue instrumento de liberación, de la pintura por ejemplo, pero es hoy –y lo ha sido
siempre– un instrumento de control, nos sirve para clasificar y calificar, para catalogar y
organizar. Como eficaz instrumento de identificación se usó para sensar locos y prostitutas a

2
www.homosepia.com.ar/2009/06/ha-muerto-la-fotografia-por-carlos.html
principios del siglo XX, tipificó los oficios y las diferencias raciales en uno de sus hasta hoy
más divulgados usos: el retrato.

Destaco este género no sólo como pretexto para hablar de mis fotografías aquí expuestas,
sino porque nos permite reflexionar sobre uno de los principales usos en la era
postfotográfica.

El retrato responde de una manera muy eficaz a la necesidad de reconocernos, a la


obligación de distinguirnos de los demás y de reafirmar nuestra identidad, este atributo que
durante siglos se le concedió al espejo, en la actualidad se le otorga a la fotografía, a la
digital en particular, cada vez que nos fotografiamos –ya sea en un retrato tradicional o en el
ahora llamado my space shoot– estamos agregando un ladrillo más a la construcción de
quiénes somos, nos observamos en la fotografía, ahí estamos, pretendemos ser quienes se
parecen a nosotros en la imagen, pero es inevitable preguntarnos ¿en realidad ése soy yo?

Al ser fotografiados actuamos, jugamos un rol y pretendemos ser un personaje, mostramos


sólo lo que queremos, pero sobre todo ocultamos, disimulamos, engañamos, tergiversamos
la visión que tenemos de nosotros mismos; el otro, el fotógrafo, no importa, él nunca sabrá
tampoco quiénes somos en realidad, él es parte del juego, es parte de la simulación, su
papel en esta puesta en escena es dirigir la farsa, es decir “éste eres tú”, sin preguntarse
siquiera “¿te conozco en verdad?”.

Durante años al estudiar fotografía se nos enseñaba que uno de los objetivos del retrato era
“sacar la personalidad del retratado”, la verdad pensar en ello a mi siempre me dio miedo, me
sonaba como a exorcismo, como a fotografía de espíritus. ¿Cómo lograr esto si ni siquiera
somos capaces de definir nuestras personalidades?, quien diga que tiene una personalidad
definida, entendida ésta como un monolito con bordes exactos y dimensiones precisas,
hecho de una sola pieza sin fisuras y de un material indeformable, debería de preocuparse;
somos seres vivos en permanente estado de transformación, de decadencia dirían algunos,
de aprendizaje dirían los contrarios, somos seres movidos por las pasiones y los caprichos,
alimentados por la información y por nuestro entorno, producto de contextos políticos,
religiosos, filosóficos, culturales y tecnológicos que determinan y moldean nuestra vida,
pocas veces somos el mismo, tenemos desde luego costumbres, actitudes y tics que se
repiten y que definimos como personalidad, el retrato nos ayuda a reunir los pedazos, a
construir el rompecabezas de nuestras vidas, a darnos la certeza de que no sabemos nada,
a generar espacios que detonen contenidos y reconstruyan nuestra historia, por lo menos lo
que sabemos de ella, la que recordamos, la que nos platicaron, la que sabemos que existió
pero no la tenemos fija en la memoria, la que hemos visto en fotografías y nos permite
conocer que hicimos tal o cuál cosa por que hay una foto que comprueba que sucedió, hay
una foto que testifica que eso es parte de nuestra historia.

Pero las historias son para ser contadas, el lector o consumidor de imágenes es el
verdadero destinatario del retrato, es a él al que nos referimos, la fotografía lo interpela, a
través de ella le pedimos a gritos que nos reconozca, pero sin saberlo le pedimos que nos
ayude a decidir quiénes somos. Como lectores buscamos huellas en la fotografía que nos
ayuden a no naufragar en un mar de incertidumbre, buscamos afanosamente algo de que
agarrarnos, algo que de sentido a esa imagen confusa que debería ser clara, que no se
prestase a interpretaciones, suponemos desde un principio que ese pedazo de papel
contiene a la persona que nos figuramos conocer muy bien, la vemos y la volvemos a ver, no
encontramos nada conocido. ¿Quién es ese? ¿Por qué debería yo de saberlo?

En realidad del otro no sabemos nada, hemos construido un personaje, el que nos conviene,
el que queremos ver, el que forma parte de nuestro imaginario, el que comparte roles en
nuestra obra personal que llamamos vida; el círculo se cierra, el ciclo se completa, cada
quién juega su papel, cada quién representa su personaje, misión cumplida, los engañé
engañándome, les creí mintiéndome, veo como yo quiero que me vean, quiero que me
piensen como yo me pienso, nos llenamos de certezas para paliar un poco las dudas que
nos acechan en cada rincón de la imagen, respiramos satisfechos pensando “nos
conocemos” o “nos acabamos de conocer”, pocas veces nos atrevemos a decir “te
desconozco por completo desde hace años”.

Pero ese desconocimiento mutuo entre el fotógrafo y el fotografiado no impide que


lleguemos a un acuerdo, no es obstáculo para elaborar este contrato personal, nos ponemos
en manos del fotógrafo no para que interprete o saque como en un acto de magia nuestra
personalidad, nos ponemos en sus manos para que con su mirada nos construya, nos
reinvente, para que desde su punto de vista nos diga quién piensa él que somos.
A veces coincidimos, la mayoría de las veces no, pero quedamos satisfechos, el acto se
consumó de común acuerdo, construimos un personaje, interpelamos al tercero, al lector,
para que al vernos se vea y se pregunte aún sin preguntárselo, ¿quién soy yo?

El fotógrafo con su mirada se convierte entonces en el dedo que señala, el que vuelve
destacable lo que tal vez era invisible, el que nos muestra ocultando, el que nos interpela y al
que le preguntamos: ¿Me hablas a mi? ¿Para qué quieres que vea a ese sujeto? ¿Quién es?

Estos encuentros/convenios/contratos construyen y forman parte de ritos sociales que pasan


por las fotografías, uno de ellos se transforma por completo ante nuestros ojos, a la par que
nos relacionamos de una manera distinta con la imagen en ésta era post fotográfica: el álbum
familiar. El uso social del retrato ha modificado conductas y hábitos en el uso de las
fotografías como constructoras de nuestra memoria e identidad, ha modificado sus
destinatarios y soportes, esos preciados objetos –los álbumes– han prácticamente
desaparecido, y están siendo sustituidos por la fotografía en la nube, por la fotografía
inmaterial, por la imagen información, por el registro de nuestras vidas en la virtualidad.

Construir un álbum famliar implicaba procesos de edición, toma de decisiones sobre qué
fotos incluir y cuáles desechar, el tamaño y colocación de las mismas, la decisión de
acompañar con textos o no a éstas, y además, en un extraordinario proceso multimedia,
requerían de narración cada vez que eran recorridas sus páginas; llegar a una casa y ser
distinguido con mostrarte el álbum de la familia, significaba en nuestras prácticas tribales que
eras aceptado en el clan, se te mostraban cada una de las imágenes como eslabones de la
historia de la familia, como lector o consumidor de estas fotografías, en ese momento te
convertías en el verdadero destinatario de ellas, te habían estado esperando agazapadas en
esas hojas. Pero si alguna fotografía tuya era incluída en este álbum, definitivamente te hacía
parte de la familia, te convertías en un eslabón más de esta cadena de significados privados
en espera de un nuevo lector destino de éstas; en el álbum familiar veíamos con parsimonia
transcurrir el tiempo, sus estragos o beneficios, la distancia nos permitía reflexionar sobre la
situación personal, familiar y hasta social según lo que aparecía o no en esas fotografías;
pero ¿qué pasa en la actualidad?, al parecer hemos decidido volver público lo que era ámbito
de lo privado, decidimos extender los destinatarios de las fotos que nos validan, nos
construyen y nos dan identidad; en una actitud casi compulsiva documentamos nuestra vida
diaria y la compartimos inmediatamente en las redes sociales, hemos convertido nuestra
propia imagen en uno más de los productos desechables, hemos convertido al retrato en un
referente de nosotros mismos que sigue buscando el reconocimiento y la auto construcción,
pero que paradójicamente es consumido y olvidado rápidamente, esto sin contar que cada
vez más se parecen unas a otras todas las fotografías de retrato, en particular los
autoretratos de adolescentes, quiénes seguramente como daño colateral de la globalización,
adquieren las mismas poses y gestos casi en cualquier parte del mundo.

El álbum familiar se ha convertido en una especie de reality show que nos exige con una
voracidad inimaginable ser alimentado constantemente de repente pareciera que vivimos,
viajamos o realizamos cualquier actividad para ser fotografiada y “compartida” en la red, el
retrato es ahora más que nunca nuestra manera de relacionarnos con el otro, con los otros,
con los que también buscan lo mismo.

Pero ¿qué sucede cuándo los retratados son fotógrafos? ¿Este performance funciona con los
mismos códigos? ¿Al ser concientes del proceso dejan de actuar o sobreactúan? El conocer
los entretelones, los códigos, las huellas que deja la fotografía ¿los hace menos vulnerables?
Al parecer no, al ser forzados a sobreactuar, cerrar los ojos, son forzados a mostrarnos lo
invisible, lo que sucede en esa invidencia voluntaria y momentánea que implica el tomar
fotografías, pareciera contradictorio pero en el momento que disparamos la cámara
profesional y el espejo se levanta para dar paso a la luz, es el momento en que la imagen se
crea, es en esa fracción de segundo donde no vemos, donde nos quedamos ciegos, donde
se construye la fotografía, los fotógrafos estamos acostumbrados a ceder parte de nuestra
mirada para poder ver, estamos acostumbrados a crear la imagen antes y después de verla,
vemos lo que queremos ver, vemos lo que sabemos ver, vemos lo que recordamos, lo que
imaginamos; la Dra. Laura González en el catálogo de la exposición Ojos que no ven, nos
dice: “La fotografía no sólo es la huella de la vista (el “esto ha sido” de Barthes), sino la
elaboración de la memoria, la construcción de discursos imaginarios y la materialización de
sueños. De ahí que los fotógrafos retratados parezcan estar recordando, imaginando o
soñando. Más allá de registrar la imagen de la realidad material, los fotógrafos impregnan lo
visto con afecto…. Los ojos cerrados de los fotógrafos sí ven, pero de otra manera: lo hacen
mediante la memoria, la imaginación o el sueño, construyendo múltiples puentes entre lo
visible y lo sensible, entre las partes y el todo, entre las formas y sus significados a que éstas
hacen referencia”.
En la serie Ojos que no ven me intriga pensar en las imágenes que se produjeron en los
ojos de los fotógrafos al estar cerrados mientras eran fotografiados, ¿qué veían mientras yo
los veía?

Sin ver porque saben ver, los fotógrafos en esta serie se sabían vistos, al cancelarles todo
signo de identidad, fotógrafos sin cámara y sin mirada, quedaron a merced de su exterior, de
su rostro, ya no de lo que realmente son, esta vulnerabilidad y prueba de confianza en el que
los veía, al ser el único fotógrafo en ese momento, no está exenta de trampas al ojo, ellos lo
saben y Alejandra Osorio en este mismo catálogo lo nota y nos recuerda: “Todo retrato,
principalmente el de estudio, sujeta una pose. Es interesante notar entonces el modo en que
cada fotógrafo resolvió, a través de su pose, el requerimiento de una ceguera momentánea,
conformando así la individualidad de cada retrato. Están los párpados forzados de unos ojos
que se negaban a cerrar, están los párpados que plácidamente guardan sus ojos, están los
párpados mecánicos de un cierre que no es ni meditación ni placer sino puro trámite, están
los párpados que descansan con la ceguera, están los párpados cerrados que casi parecen
abiertos”.

Ojos que no ven nos muestra al ocultar, nos reconecta con la mirada como toma de postura,
con la fotografía como soporte de ideas y metáforas, nos ejemplifica a mi parecer, el acto
fotográfico en la era digital.

Muchas gracias.

Francisco Mata Rosas


Ciudad de México.
02 07 2010

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