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ANTOLOGÍA DE

CUENTOS
Literatura

Colegio de Bachilleres

Integrantes:

Miguel Alejandro Verde Chan


Karla Marielena Ventura Azueta
Jesús Aldaír Basto Pacheco
Elder Agustín Vivas Mezo
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Índice

Edgar Allan Poe..................................................................................................................................................2

El poder de las palabras.....................................................................................................................................3

Don Juan Manuel: Conde De Lucanor ............................................................................................................6

Cuento 1: Lo que le sucedió a un rey y a un ministro suyo...............................................................................7

Giovanni Boccaccio...........................................................................................................................................10

Anastasio.........................................................................................................................................................11

Horacio Quiroga................................................................................................................................................14

A la deriva.......................................................................................................................................................15

Rudyard Kipling...............................................................................................................................................17

El gato que caminaba solo [Fragmento]..........................................................................................................18


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Edgar Allan Poe

Nombre: Edgar Allan Poe

Nacimiento: 19 de enero de 1809 en Boston, Massachusetts

Defunción: 7 de octubre de 1849 (40 años) en Baltimore, Maryland

Ocupación: escritor, cuentista, poeta, crítico, periodista y editor

Nacionalidad: estadounidense

Corriente Literaria: Romanticismo

Influencias: La crítica suele coincidir al determinar las fuentes literarias


de las cuales bebió este autor. En sus primeros cuentos sigue a Boccaccio
y Chaucer. También se inspiró en toda la novela gótica inglesa: Horace
Walpole, Ann Radcliffe, Matthew G. Lewis y Charles Maturin, entre otros.
Conoció bien a los góticos alemanes (E.T.A. Hoffmann, el barón Friedrich
de la Motte Fouqué, etc.). De su país fue devoto de los pioneros Charles
Brockden Brown y Washington Irving. Otros autores ingleses que admiró
mucho: Walter Scott, William Godwin y Edward Bulwer-Lytton. En poesía,
se dejó cautivar desde muy joven por Lord Byron. Dentro de este género
apreció bastante la poesía nocturna francesa y germánica, así como a
todos los románticos ingleses: Shelley, Keats, Wordsworth (al que, sin
embargo, criticó su didactismo) y Coleridge. También valoró grandemente
a Tennyson. Pero el autor que probablemente aparece más veces citado
por Poe en sus obras es el filósofo inglés Joseph Glanvill.
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El poder de las palabras


[Cuento. Texto completo]

Edgar Allan Poe

Oinos.-Perdona, Agathos, la flaqueza de un espíritu al que acaban de brotarle las alas de la inmortalidad.

Agathos.-Nada has dicho, Oinos mío, que requiera ser perdonado. Ni siquiera aquí el conocimiento es cosa de
intuición. En cuanto a la sabiduría, pide sin reserva a los ángeles que te sea concedida.

Oinos. -Pero yo imaginé que en esta existencia todo me sería dado a conocer al mismo tiempo, y que
alcanzaría así la felicidad por conocerlo todo.

Agathos.-¡Ah, la felicidad no está en el conocimiento, sino en su adquisición! La beatitud eterna consiste en


saber más y más; pero saberlo todo sería la maldición de un demonio.

Oinos.-El Altísimo, ¿no lo sabe todo?

Agathos.-Eso (puesto que es el Muy Bienaventurado) debe ser aún la única cosa desconocida hasta para Él.

Oinos. -Sin embargo, puesto que nuestro saber aumenta de hora en hora, ¿no llegarán por fin a ser conocidas
todas las cosas?

Agathos.-¡Contempla las distancias abismales! Trata de hacer llegar tu mirada a la múltiple perspectiva de las
estrellas, mientras erramos lentamente entre ellas... ¡Más allá, siempre más allá! Aun la visión espiritual, ¿no
se ve detenida por las continuas paredes de oro del universo, las paredes constituidas por las miríadas de esos
resplandecientes cuerpos que el mero número parece amalgamar en una unidad?

Oinos.-Claramente percibo que la infinitud de la materia no es un sueño.

Agathos.-No hay sueños en el Aidenn, pero se susurra aquí que la única finalidad de esta infinitud de materia
es la de proporcionar infinitas fuentes donde el alma pueda calmar la sed de saber que jamás se agotará en
ella, ya que agotarla sería extinguir el alma misma. Interrógame, pues, Oinos mío, libremente y sin temor.
¡Ven!, dejaremos a nuestra izquierda la intensa armonía de las Pléyades, lanzándonos más allá del trono a las
estrelladas praderas allende Orión, donde, en lugar de violetas, pensamientos y trinitarias, hallaremos macizos
de soles triples y tricolores.

Oinos.-Y ahora, Agathos, mientras avanzamos, instrúyeme. ¡Háblame con los acentos familiares de la tierra!
No he comprendido lo que acabas de insinuar sobre los modos o los procedimientos de aquello que, mientras
éramos mortales, estábamos habituados a llamar Creación. ¿Quieres decir que el Creador no es Dios?

Agathos. -Quiero decir que la Deidad no crea.

Oinos.-¡Explícate!
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Agathos.-Solamente creó en el comienzo. Las aparentes criaturas que en el universo surgen ahora
perpetuamente a la existencia sólo pueden ser consideradas como el resultado mediato o indirecto, no como el
resultado directo o inmediato del poder creador divino.

Oinos. -Entre los hombres, Agathos mío, esta idea sería considerada altamente herética.

Agathos. -Entre los ángeles, Oinos mío, se sabe que es sencillamente la verdad.

Oinos.-Alcanzo a comprenderte hasta este punto: que ciertas operaciones de lo que denominamos Naturaleza
o leyes naturales darán lugar, bajo ciertas condiciones, a aquello que tiene todas las apariencias de creación.
Muy poco antes de la destrucción final de la tierra recuerdo que se habían efectuado afortunados
experimentos, que algunos filósofos denominaron torpemente creación de animálculos.

Agathos.-Los casos de que hablas fueron ejemplos de creación secundaria, de la única especie de creación que
hubo jamás desde que la primera palabra dio existencia a la primera ley.

Oinos.-Los mundos estrellados que surgen hora a hora en los cielos, procedentes de los abismos del no ser,
¿no son, Agathos, la obra inmediata de la mano del Rey?

Agathos-Permíteme, Oinos, que trate de llevarte paso a paso a la concepción a que aludo. Bien sabes que, así
como ningún pensamiento perece, todo acto determina infinitos resultados. Movíamos las manos, por ejemplo,
cuando éramos moradores de la tierra, y al hacerlo hacíamos vibrar la atmósfera que las rodeaba. La vibración
se extendía indefinidamente hasta impulsar cada partícula del aire de la tierra, que desde entonces y para
siempre era animado por aquel único movimiento de la mano. Los matemáticos de nuestro globo conocían
bien este hecho. Sometieron a cálculos exactos los efectos producidos por el fluido por impulsos especiales,
hasta que les fue fácil determinar en qué preciso período un impulso de determinada extensión rodearía el
globo, influyendo (para siempre) en cada átomo de la atmósfera circundante. Retrogradando, no tuvieron
dificultad en determinar el valor del impulso original partiendo de un efecto dado bajo condiciones
determinadas. Ahora bien, los matemáticos que vieron que los resultados de cualquier impulso dado eran
interminables, y que una parte de dichos resultados podía medirse gracias al análisis algebraico, así como que
la retrogradación no ofrecía dificultad, vieron al mismo tiempo que este análisis poseía en sí mismo la
capacidad de un avance indefinido; que no existían límites concebibles a su avance y aplicabilidad, salvo en el
intelecto de aquel que lo hacía avanzar o lo aplicaba. Pero en este punto nuestros matemáticos se detuvieron.

Oinos.-¿Y por qué, Agathos, hubieran debido continuar?

Agathos. -Porque había, más allá, consideraciones del más profundo interés. De lo que sabían era posible
deducir que un ser de una inteligencia infinita, para quien la perfección del análisis algebraico no guardara
secretos, podría seguir sin dificultad cada impulso dado al aire, y al éter a través del aire, hasta sus remotas
consecuencias en las épocas más infinitamente remotas. Puede, ciertamente, demostrarse que cada uno de
estos impulsos dados al aire influyen sobre cada cosa individual existente en el universo, y ese ser de infinita
inteligencia que hemos imaginado, podría seguir las remotas ondulaciones del impulso, seguirlo hacia arriba y
adelante en sus influencias sobre todas las partículas de toda la materia, hacia arriba y adelante, para siempre
en sus modificaciones de las formas antiguas; o, en otras palabras, en sus nuevas creaciones... hasta que lo
encontrara, regresando como un reflejo, después de haber chocado -pero esta vez sin influir- en el trono de la
Divinidad. Y no sólo podría hacer eso un ser semejante, sino que en cualquier época, dado un cierto resultado
(supongamos que se ofreciera a su análisis uno de esos innumerables cometas), no tendría dificultad en
determinar, por retrogradación analítica, a qué impulso original se debía. Este poder de retrogradación en su
plenitud y perfección absolutas, esta facultad de relacionar en cualquier época, cualquier efecto a cualquier
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causa, es por supuesto prerrogativa única de la Divinidad; pero en sus restantes y múltiples grados, inferiores a
la perfección absoluta, ese mismo poder es ejercido por todas las huestes de las inteligencias angélicas.

Oinos.-Pero tú hablas tan sólo de impulsos en el aire.

Agathos.-Al hablar del aire me refería meramente a la tierra, pero mi afirmación general se refiere a los
impulsos en el éter, que, al penetrar, y ser el único que penetra todo el espacio, es así el gran medio de la
creación.

Oinos.-Entonces, ¿todo movimiento, de cualquier naturaleza, crea?

Agathos.-Así debe ser; pero una filosofía verdadera ha enseñado hace mucho que la fuente de todo
movimiento es el pensamiento, y que la fuente de todo pensamiento es...

Oinos. -Dios.

Agathos.-Te he hablado, Oinos, como a una criatura de la hermosa tierra que pereció hace poco, de impulsos
sobre la atmósfera de esa tierra.

Oinos. -Sí.

Agathos.-Y mientras así hablaba, ¿no cruzó por tu mente algún pensamiento sobre el poder físico de las
palabras? Cada palabra, ¿no es un impulso en el aire?

Oinos. -¿Pero por qué lloras, Agathos... y por qué, por qué tus alas se pliegan mientras nos cernimos sobre esa
hermosa estrella, la más verde y, sin embargo, la más terrible que hemos encontrado en nuestro vuelo? Sus
brillantes flores parecen un sueño de hadas... pero sus fieros volcanes semejan las pasiones de un turbulento
corazón.

Agathos.-¡Y así es... así es! Esta estrella tan extraña... hace tres siglos que, juntas las manos y arrasados los
ojos, a los pies de mi amada, la hice nacer con mis frases apasionadas. ¡Sus brillantes flores son mis más
queridos sueños no realizados, y sus furiosos volcanes son las pasiones del más turbulento e impío corazón!

FIN
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Don Juan Manuel: Conde De Lucanor

Nombre: Juan Manuel

Nacimiento: 5 de mayo de 1282 – Córdoba en España

Defunción: 13 de junio de 1348

Ocupación: político y escritor en lengua Castellana

Nacionalidad: Español

Corriente Literaria: Medieval


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Cuento I
[Cuento: Texto completo]

Juan Manuel
Lo que le sucedió a un rey y a un ministro suyo
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Una vez estaba hablando apartadamente el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo:

-Patronio, un hombre ilustre, poderoso y rico, no hace mucho me dijo de modo confidencial que, como ha
tenido algunos problemas en sus tierras, le gustaría abandonarlas para no regresar jamás, y, como me
profesa gran cariño y confianza, me querría dejar todas sus posesiones, unas vendidas y otras a mi cuidado.
Este deseo me parece honroso y útil para mí, pero antes quisiera saber qué me aconsejáis en este asunto.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, bien sé que mi consejo no os hace mucha falta, pero, como confiáis
en mí, debo deciros que ese que se llama vuestro amigo lo ha dicho todo para probaros y me parece que os
ha sucedido con él como le ocurrió a un rey con un ministro.

El Conde Lucanor le pidió que le contara lo ocurrido.

-Señor -dijo Patronio-, había un rey que tenía un ministro en quien confiaba mucho. Como a los hombres
afortunados la gente siempre los envidia, así ocurrió con él, pues los demás privados, recelosos de su
influencia sobre el rey, buscaron la forma de hacerle caer en desgracia con su señor. Lo acusaron repetidas
veces ante el rey, aunque no consiguieron que el monarca le retirara su confianza, dudara de su lealtad o
prescindiera de sus servicios. Cuando vieron la inutilidad de sus acusaciones, dijeron al rey que aquel
ministro maquinaba su muerte para que su hijo menor subiera al trono y, cuando él tuviera la tutela del
infante, se haría con todo el poder proclamándose señor de aquellos reinos. Aunque hasta entonces no
habían conseguido levantar sospecha en el ánimo del rey, ante estas murmuraciones el monarca empezó a
recelar de él; pues en los asuntos más importantes no es juicioso esperar que se cumplan, sino prevenirlos
cuando aún tienen remedio. Por ello, desde que el rey concibió dudas de su privado, andaba receloso,
aunque no quiso hacer nada contra él hasta estar seguro de la verdad.

»Quienes urdían la caída del privado real aconsejaron al monarca el modo de probar sus intenciones y
demostrar así que era cierto cuanto se decía de él. Para ello expusieron al rey un medio muy ingenioso que
os contaré en seguida. El rey resolvió hacerlo y lo puso en práctica, siguiendo los consejos de los demás
ministros.

»Pasados unos días, mientras conversaba con su privado, le dijo entre otras cosas que estaba cansado de la
vida de este mundo, pues le parecía que todo era vanidad. En aquella ocasión no le dijo nada más. A los
pocos días de esto, hablando otra vez con aquel ministro, volvió el rey sobre el mismo tema, insistiendo en
la vaciedad de la vida que llevaba y de cuanto boato rodeaba su existencia. Esto se lo dijo tantas veces y de
tantas maneras que el ministro creyó que el rey estaba desengañado de las vanidades del mundo y que no le
satisfacían ni las riquezas ni los placeres en que vivía. El rey, cuando vio que a su privado le había
convencido, le dijo un día que estaba decidido a alejarse de las glorias del mundo y quería marcharse a un
lugar recóndito donde nadie lo conociera para hacer allí penitencia por sus pecados. Recordó al ministro
que de esta forma pensaba lograr el perdón de Dios y ganar la gloria del Paraíso.

»Cuando el privado oyó decir esto a su rey, pretendió disuadirlo con numerosos argumentos para que no lo
hiciera. Por ello, le dijo al monarca que, si se retiraba al desierto, ofendería a Dios, pues abandonaría a
cuantos vasallos y gentes vivían en su reino, hasta ahora gobernados en paz y en justicia, y que, al
ausentarse él, habría desórdenes y guerras civiles, en las que Dios sería ofendido y la tierra destruida.
También le dijo que, aunque no dejara de cumplir su deseo por esto, debía seguir en el trono por su mujer y
por su hijo, muy pequeño, que correrían mucho peligro tanto en sus bienes como en sus propias vidas.

»A esto respondió el rey que, antes de partir, ya había dispuesto la forma en que el reino quedase bien
gobernado y su esposa, la reina, y su hijo, el infante, a salvo de cualquier peligro. Todo se haría de esta
manera: puesto que a él lo había criado en palacio y lo había colmado de honores, estando siempre
satisfecho de su lealtad y de sus servicios, por lo que confiaba en él más que en ninguno de sus privados y
consejeros, le encomendaría la protección de la reina y del infante y le entregaría todos los fuertes y
bastiones del reino, para que nadie pudiera levantarse contra el heredero. De esta manera, si volvía al cabo
de un tiempo, el rey estaba seguro de -35- encontrar en paz y en orden cuanto le iba a entregar. Sin
embargo, si muriera, también sabía que serviría muy bien a la reina, su esposa, y que educaría en la justicia
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Giovanni Boccaccio

Nombre: Giovanni Boccaccio

Nacimiento: Junio o Julio de 1313

Defunción: 21 de diciembre de 1375

Ocupación: escritor y humanista italiano

Nacionalidad: Italiano

Corriente Literaria: Medieval

Influencias: el poeta stilnovista Cino da Pistoia, quien tuvo una influencia notable en el
Boccaccio cuando era joven
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Anastasio
[Cuento. Texto completo]

Giovanni Boccaccio
Había en Rávena, antigua ciudad de la Romaña, muchos gentiles hombres, entre los que se hallaba un mozo de
nombre Anastasio degli Onesti, muy rico por herencia de su padre y de su tío. Y estando sin mujer,
P á gse
i nenamoró
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de una hija de micer Pablo Traversari. Era la joven más noble que él, mas él esperaba con su conducta atraerla
para que lo amase. Pero esas obras, por hermosas que eran, sólo lograban enojar a la joven, porque ella solía
manifestarse tosca, huraña y dura, aunque tal vez esto se debía a que ella poseía una belleza singular o a su
altiva nobleza. En resumen, a ella nada de él la complacía, lo que para Anastasio resultaba doloroso de
soportar, y cuando le dolía demasiado pensaba en matarse.

Otras veces, cuando reflexionaba, se hacía a la idea de dejarla tranquila y aun de odiarla tanto como ella a él.
Pero todo resultaba en vano: cuanto más se lo proponía más se multiplicaba su amor. Y, perseverando el joven
en amarla sin medida, a sus familiares y amigos les pareció que él y su hacienda iban a agotarse de consumo.

Por lo cual, muchas veces le rogaron que se fuese de Rávena a morar en otro lugar por algún tiempo, para ver
si lograba disminuir su amor y sus impulsos. Anastasio se burló de aquel consejo, pero ellos insistían en su
solicitud y al fin decidió complacerles, y mandó organizar tantas maletas como si se fuese a España o a Francia
o a cualquier otro lugar remoto; montó en su caballo y, en compañía de sus amigos, partió de Rávena y se fue a
un sitio que dista de Rávena tres millas y se llama Chiassi. Una vez hubo llegado, mandó armar las tiendas y
dijo a quienes le acompañaban que se devolviesen, pues pensaba quedarse donde estaba. Y ellos regresaron a
Rávena. Se quedó Anastasio y empezó a hacer la más magnífica vida que jamás se conociera, invitando a tales
o cuales a comer o cenar como era su costumbre.

Y sucedió que, llegando primeros de mayo, y haciendo buenísimo tiempo y él siempre pensando en su cruel
amada, mandó a todos lo suyos que le dejasen solo para poder meditar más a sus anchas, y a pie se trasladó,
reflexionando, hasta el pinar. Pasaba la quinta hora del día, y habiéndose él adentrado en el pinar como una
media milla, sin acordarse de comer ni de nada, súbitamente le pareció oír un grandísimo llanto y quejas de
una mujer. Interrumpido así en sus dulces pensamientos, alzó la cabeza para ver lo que fuese, y se extrañó de
hallarse en pleno pinar. Y, además, mirando ante sí, vio venir, saliendo de un bosquecillo muy denso de zarzas
y realezas, y corriendo hacia donde él se hallaba, una bellísima mujer desnuda, toda arañada de las zarzas y
matorrales, que lloraba y pedía piedad a gritos.

Dos grandes y fieros mastines corrían tras ella, y cuando la alcanzaban la mordían. Venía detrás. sobre un
negro corcel, un caballero moreno de muy airado rostro y con un estoque en la mano, amenazando de muerte a
la joven con terribles y ofensivas palabras. Aquella puso a la vez maravilla y espanto en el ánimo del joven, y
sintió compasión de la desventurada, por lo que se resolvió, si podía, librarla de la muerte y de tal angustia.
Pero, hallándose sin armas, recurrió a coger una rama de árbol a guisa de garrote, y fue a hacer frente a los
canes y al caballero. El cual, reparando en ello, le gritó de lejos:

-No intervengas, Anastasio, y déjanos a los perros y a mí hacer lo que esa mala hembra ha merecido.

En esto, los perros, aferrando con fuerza por las caderas a la mujer, la detuvieron y el caballero se apeó del
corcel. Y Anastasio, acercándosele, le dijo:

-No sé quién eres que así me conoces, pero te digo que es gran vileza que un caballero armado quiera matar a
una mujer desnuda y echarle los perros detrás como a una bestia del bosque. Por cierto ten que la defenderé.

El caballero respondió entonces:

-Anastasio, de tu misma tierra fui, y aún eras rapaz pequeño cuando yo, a quien llamaban micer Guido degli
Anastagi, me enamoré tanto de esa mujer como tú ahora de la Traversari. Y su fiereza y crueldad de tal modo
causaron mi desgracia, que un día, con el estoque que ves en mi mano, desesperado me maté y fui condenado a
penas infernales No pasó mucho tiempo sin que ésta. que de mi muerte se sintió desmedidamente contenta,
muriese, y por el pecado de su crueldad y de la alegría que le causó mi muerte, no habiéndose arrepentido, fue
también condenada a las penas del infierno. Mas cuando a él bajó por castigo, a los dos nos fue dado el huir
siempre ella ante mí, mientras yo, que tanto la amé, habría de perseguirla como a mortal enemiga, no como a
mujer amada. Y siempre que la alcanzo, con este estoque con que me maté, la mato, y la abro en canal, y ese
corazón duro y frío en el que nunca amor ni piedad pudieron entrar, le arranco con las demás vísceras, como
verás pronto, y lo doy a comer a estos perros. Y, según voluntad de la justicia y potencia de Dios, no pasa
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Horacio Quiroga

Nombre: Horacio Quiroga

Nacimiento: 31 de diciembre de 1878 en Salto, Uruguay

Defunción: 18 de febrero de 1937 (58 años) en Buenos Aires, Argentina

Seudónimo: gatito

Ocupación: escritor , cuentista, dramaturgo y poeta

Nacionalidad: Uruguayo
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Corriente Literaria: Naturalismo y Modernismo

A la deriva
[Cuento. Texto completo]

Horacio Quiroga
El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó
adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrolladaPsobre
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misma, esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban
dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió
más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo,
dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un


instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a
invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la
picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el


hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado
desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una
metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo
juramento.

Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos
puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel
parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se
quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!


Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había
sentido gusto alguno.
-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!
-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.
-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos
vasos, pero no sintió nada en la garganta.
-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre
gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una
monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la


ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a
la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto
con la frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa.


Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del
río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco
horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero
allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de
sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que
reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el
bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente
dolorosas. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se
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Rudyard Kipling

Nombre: Joseph Rudyard Kipling

Nacimiento: 30 de diciembre de 1865, en Bombay, India Británica

Fallecimiento: 18 de enero de 1936, 70 años en Londres, Inglaterra

Ocupación: Escritor y poeta

Nacionalidad: India o Británica

Corriente Literaria: Realismo

El gato que caminaba solo


[Cuento infantil. Texto En Fragmento]
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Rudyard Kipling
Sucedieron estos hechos que voy a contarte, oh, querido mío, cuando los animales domésticos eran salvajes. El
Perro era salvaje, como lo eran también el Caballo, la Vaca, la Oveja y el Cerdo, tan salvajes como
P á gpueda
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imaginarse, y vagaban por la húmeda y salvaje espesura en compañía de sus salvajes parientes; pero el más
salvaje de todos los animales salvajes era el Gato. El Gato caminaba solo y no le importaba estar aquí o allá.

También el Hombre era salvaje, claro está. Era terriblemente salvaje. No comenzó a domesticarse hasta que
conoció a la Mujer y ella repudió su montaraz modo de vida. La Mujer escogió para dormir una bonita cueva
sin humedades en lugar de un montón de hojas mojadas, y esparció arena limpia sobre el suelo, encendió un
buen fuego de leña al fondo de la cueva y colgó una piel de Caballo Salvaje, con la cola hacia abajo, sobre la
entrada; después dijo:

-Límpiate los pies antes de entrar; de ahora en adelante tendremos un hogar.

Esa noche, querido mío, comieron Cordero Salvaje asado sobre piedras calientes y sazonado con ajo y
pimienta silvestres, y Pato Salvaje relleno de arroz silvestre, y alholva y cilantro silvestres, y tuétano de Buey
Salvaje, y cerezas y granadillas silvestres. Luego, cuando el Hombre se durmió más feliz que un niño delante
de la hoguera, la Mujer se sentó a cardar lana. Cogió un hueso del hombro de cordero, la gran paletilla plana,
contempló los portentosos signos que había en él, arrojó más leña al fuego e hizo un conjuro, el primer
Conjuro Cantado del mundo.

En la húmeda y salvaje espesura, los animales salvajes se congregaron en un lugar desde donde se alcanzaba a
divisar desde muy lejos la luz del fuego y se preguntaron qué podría significar aquello.

Entonces Caballo Salvaje golpeó el suelo con la pezuña y dijo:

-Oh, amigos y enemigos míos, ¿por qué han hecho esa luz tan grande el Hombre y la Mujer en esa enorme
cueva? ¿cómo nos perjudicará a nosotros?

Perro Salvaje alzó el morro, olfateó el aroma del asado de cordero y dijo:

-Voy a ir allí, observaré todo y me enteraré de lo que sucede, y me quedaré, porque creo que es algo bueno.
Acompáñame, Gato.

-¡ Ni hablar! -replicó el Gato-. Soy el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá. No pienso
acompañarte.

-Entonces nunca volveremos a ser amigos -apostilló Perro Salvaje, y se marchó trotando hacia la cueva.

Pero cuando el Perro se hubo alejado un corto trecho, el Gato se dijo a sí mismo:

-Si no me importa estar aquí o allá, ¿por qué no he de ir allí para observarlo todo y enterarme de lo que sucede
y después marcharme?

De manera que siguió al Perro con mucho, muchísimo sigilo, y se escondió en un lugar desde donde podría oír
todo lo que se dijera.

Cuando Perro Salvaje llegó a la boca de la cueva, levantó ligeramente la piel de Caballo con el morro y
husmeó el maravilloso olor del cordero asado. La Mujer lo oyó, se rió y dijo:

-Aquí llega la primera criatura salvaje de la salvaje espesura. ¿Qué deseas?

-Oh, enemiga mía y esposa de mi enemigo, ¿qué es eso que tan buen aroma desprende en la salvaje espesura?
-preguntó Perro Salvaje.

Entonces la Mujer cogió un hueso de cordero asado y se lo arrojó a Perro Salvaje diciendo:

-Criatura salvaje de la salvaje espesura, si ayudas a mi Hombre a cazar de día y a vigilar esta cueva de noche,

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