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ANTONIO ARMESTO: DEFENSA PLATONICA DE LA ARQUITECTURA

Xavier Vargas Beal


Guadalajara, México
Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente
( Para críticas, comentarios, sugerencias, etc., xvargas@iteso.mx )
11 septiembre 2009

El 20 de agosto del año pasado asistimos a escuchar el largo discurso


magistral de Antonio Armesto que él asumió eufemísticamente como un “trío de
clases” debido a que el formato era un curso de tres días, en los recintos había
alumnos y él era un maestro invitado por nuestra universidad.

Vino de Barcelona, ciudad hermosa que conjunta, arquitectónicamente


hablando, algo tan grandioso como las obras de Gaudí, así como los
importantes aportes hechos al paradigma crítico por Tomás Villasante,
propuestas arquitectónicas ambas que seguramente Armesto rechazaría si las
juzgamos desde sus postulados idealistas. Lo trajo nuestro Departamento del
Hábitat y Desarrollo Urbano en un acto de atinada y honesta búsqueda
académica; la invitación tenía el propósito de acercar a profesores y alumnos
de la escuela de arquitectura a un pensador considerado por muchos como
alguien que ha sabido hacer aportes relevantes al campo de la arquitectura, en
particular a la crítica del proyecto arquitectónico.

Análisis crítico del discurso expuesto

Comenzó un martes teorizando sobre lo que él mismo llamó: “Las formas


propias de la arquitectura”, afirmación ésta por demás atrevidísima dadas las
implicaciones de fondo que contiene; a saber, en base a una revisión de la
expresión literal, que hay otras formas que no son propias de la arquitectura.
Negó ya desde el inicio, con este argumento apriorístico y de un solo plumazo,
toda arquitectura de formas orgánicas amparado en que tales formas le
pertenecen a la naturaleza. Por tanto juzgó explícitamente de “vomitivas” las
obras de Calatrava y tachó de caprichosas todas aquellas exploraciones
formales que no se ajustan a los cánones de lo que para él constituyen unas
formas básicas que se trascienden a sí mismas, en tanto que trascienden el
mundo de las ideas de donde provienen y se materializan en el mundo
cotidiano para constituir así –de forma análoga a cómo sucede en la filosofía-
una arquitectura primera. Estas formas, al ser arquetípicas y puras, nos las
vamos encontrando –dice él- a lo largo de la historia. El contexto, de donde el
texto cobra su significado concreto, como lo fundamenta la semiótica general y
de forma más explícita la semiótica del lenguaje arquitectónico, se encuentra
en su sistema de ideas negado, en tanto que tales formas son para él
autónomas e inmateriales. La autonomía se debe entender, en sus propias
palabras, como un atributo de las cosas que generan y obedecen sus propias
normas. Asumido pues de la forma como lo plantea el propio Armesto, el con-
texto, según nosotros, ya no podría proveer de significados al texto en un
sentido ideal porque el texto arquitectónico, al ser autónomo, genera sus
propias reglas y por lo tanto sólo se entiende bajo sus propias normas
interpretativas: aquí, el texto se provee a sí mismo de su significado. Una
arquitectura entendida de esta manera -consecuente con los enunciados de
Armesto-, nos parece una suerte de tautología, es decir, una arquitectura
totalmente autosuficiente que se define a sí misma y que por tanto es inmune al
devenir de las transformaciones semióticas del mundo.

De un granero elaborado artesanalmente en el neolítico, y haciendo una


hermenéutica histórico-antropológica, Armesto desprende, en un ejercicio
personalísimo de abstracción, tres elementos básicos que luego ve
reproducidos en el mundo por donde va pasando con su cámara,
encontrándose de pronto con monstruosidades edificadas que no se “ajustan” a
esta hermenéutica ideal llevada por él a la generalización de un “deber ser” de
la arquitectura, que determina sin más, de forma totalmente apriorística, los
cánones de lo que sí es arquitectura y de lo que no lo es. Jamás explica en su
discurso mediante, por ejemplo, de una hermenéutica comparativa, por qué
esta “forma” proveniente del neolítico compuesta de tres elementos
fundamentales (basamento, cuerpo y ático), es más auténtica y propia de la
arquitectura que los conos habitacionales de los indios apaches en el sur de
Norteamérica, o las medias esferas de hielo igualmente habitacionales de los
esquimales en el Polo Norte, o todavía mejor, las cuevas de Altamira, que bien
podrían considerarse por algunos como una arquitectura rupestre y primigenia
por el hecho fundamental de haber sido habitadas aún cuando la construcción
hecha ahí por el hombre se hubiera limitado a pintar bisontes en las paredes,
concepción ésta que puede juzgarse de exagerada pero que sin embargo está
a la altura de lo postulado por Hediegger en su ensayo: Construir, habitar,
pensar: “No habitamos –afirma Heidegger- porque hemos construido, sino que
construimos y hemos construido en la medida en que habitamos, es decir, en
cuanto que somos los que habitan”.1 Habitar, en este sentido existencial, quizá
no es en rigor un habitar propiamente arquitectónico, pero es fundamental para
comprender la relación constitutiva del espacio y del hombre en una dimensión
que no puede separarse en modo alguno, cosa que la arquitectura objetual
hace todo el tiempo y que una arquitectura menos maniquea no haría: “Cuando
se habla de hombre y espacio –dice Heidegger-, oímos esto como si el hombre
estuviera en un lado y el espacio en otro. Pero el espacio no es enfrente del
hombre, no es ni un objeto exterior ni una vivencia interior. No hay los hombres
y además espacio”.2

Por otro lado, los tres elementos básicos que Armesto descubre e impone a la
arquitectura como basamento primordial, en cuanto formas muy generalizadas
aunque no universales, son de una obviedad tan bárbara que no necesita de
una interpretación sofisticada ni ella tiene que ser necesariamente académica,
pues tales elementos pueden ser inferidos por cualquier observador común y
corriente sin más herramienta epistemológica que el sentido común que todos
los seres humanos tenemos. El mismo que para Popper constituye el inicio de
toda construcción de conocimiento, o para Heidegger el fundamento existencial
que devela al hombre como un “interpretador” natural. Por supuesto que tales
formas se encuentran en la arquitectura como otras, pero lo que hubiera
ameritado una fundamentación epistemológica y teórica más sólida que sólo un
convencimiento personal, es que sean estas formas precisamente las formas
propias de la arquitectura y no otras igualmente presentes en ella. No
discutimos aquí si tales formas son o no útiles durante el ejercicio de la crítica
proyectual en las aulas universitarias; creemos que lo son sin duda, pero
llevarlas a una sacralidad formal excluyente exige mucho más trabajo teórico
que el desarrollado con un largísimo tren de diapositivas que más bien evitan

1
Martín Heidegger), Conferencias y artículos, Barcelona, Ediciones del Serval, 2001, p. 110.
2
Idem, pp. 115-116.
explicar el fondo metafísico de esa disertación. A nuestro modo de ver, la
realidad arquitectónica es mucho más compleja que sólo lo mostrado por
Armesto; así lo postula Edgar Morin a propósito de la realidad en general, del
mismo modo que Rafael López Rangel cuando habla de la realidad urbano-
arquitectónica en sí.

Ya desde esta primera tarde, pues, el discurso desprende emanaciones


platónicas por el idealismo de las formas puras descubiertas por Armesto y por
la manera en que las ve reflejadas en el mundo de la arquitectura, tal y como
Platón fundamenta el mundo de las ideas con aquella famosísima metáfora de
la caverna. Si usamos esta misma figura como el basamento filosófico de su
elaboración discursiva, tendríamos que aceptar que aquellas formas
descubiertas en el neolítico, por ser las propias de la arquitectura, constituyen
las formas ideales cuya sombra se proyecta en el mundo de la realidad
empírica del mismo modo que Platón lo señalaba hace ya 24 siglos. Si fuera
así -cosa que no pudimos saber de cierto porque el discurso de Armesto, como
suele ser casi todo discurso arquitectónico, fue monolítico e impenetrable-,
entonces tendríamos que aceptar una implicación gravísima para la disciplina,
y es que la arquitectura es más descubrimiento y aplicación que creación o
experimento, porque esto último se tendría que limitar sólo a un manipuleo
limitado de las formas que ya son de suyo propias de la arquitectura. Cualquier
otro acto de búsqueda formal más allá de esa frontera donde la arquitectura
deja de ser arquitectura no puede –para Armesto- aceptarse sino como
deformación arquitectónica, lo cual nos hace suponer que este arquitecto
singular encontró, de algún modo que desconocemos, la solución al problema
ontológico de la arquitectura. Hubiera sido extraordinariamente interesante
conocer los pormenores de ese análisis, muy anterior al de este nuevo discurso
necesariamente montado sobre aquel, pero por desgracia de ello no nos dijo
una palabra.

Durante la segunda tarde ya no hubo asomo de duda respecto al origen


idealista y platónico de su conceptualización. Armesto nos presentó en esta
ocasión tres formas fundamentales y dos modos de definir lo creado por la
arquitectura: las formas fueron la barra, la lámina y el bloque; los modos fueron
lo tectónico y lo estereotómico. Una vez expuesto este segundo apriorismo, sin
duda interesante pero en modo alguno absoluto, siguieron dos horas y media
de redundancia formal preciosista y de una extraña y ambivalente devoción a
su maestro a través de la misma danza de diapositivas que parecen
acompañar siempre su elaboraciones magisteriales, no sin antes reservarse
para el tercer día la apología que ha llevado ya por otros muchos auditorios
académicos sobre el valor arquitectónico de las persianas y la lámpara
maravillosa de Coderch, objeto este último al que atribuye características por
demás sustantivas y únicas. Al respecto, no tengo contra-argumentos para
oponerme a tan pormenorizado análisis formal, pero no porque esté de acuerdo
con él (cosa que podría ser si pudiésemos conversar), sino porque no hay
argumento teórico alguno ni fundamentación epistemológica explícita en sus
afirmaciones: todo fue un decir desde sí a partir de sus propias construcciones
personales: descripción empírica de algunas realidades arquitectónicas
escogidas por él y aderezadas con un anecdotario de orden histórico y político
pero nada que tenga que ver sustantivamente con un debate teórico-
arquitectónico de nivel.

Ahora bien, si entendemos estas tres “clases” así, sólo como el intento
académico de un profesor que nos vino a compartir su experiencia, y miramos
tal esfuerzo como un discurso fenomenológico en que las teorías estuvieron
entre paréntesis durante su elaboración, para dejarnos ver muy a su manera
cómo el fenómeno de la arquitectura se ha venido conformando en su
conciencia en tanto intuición personal que intenciona y encuentra la esencia de
lo que para él constituye una arquitectura primera, no puede menos que
nutrirnos; y deberíamos estar agradecidos con su esfuerzo porque ya de por sí
es bastante árido el campo y una gota de agua en el desierto no deja de ser
agua igualmente necesaria, si no es que más. Pero si, por el contrario, hemos
de ver estas clases como un espacio para posibilitar el diálogo teórico con otros
autores fundándose todo ello en una construcción epistemológica explícita que
dé sentido de verdadera búsqueda a los argumentos esgrimidos, dejando a un
lado los insultos disfrazados de humor negro y las descalificaciones a colegas
de mucho más estatura en el dominio de la disciplina como Calatrava; entonces
lo producido en estos tres días no sólo es pobre conceptualmente hablando
sino que constituye un pésimo modelo de lo que queremos que suceda en las
universidades como proceso de reflexión para enriquecer el campo del
conocimiento de la arquitectura. Hacer teoría, desde nuestro punto de vista, no
tiene que ver en principio sólo con señalar arquitectos famosos y contar sus
historias personales, ni siquiera con mencionar obras que bien pudieran
constituir casuística, sino que las obras y los autores se mencionan durante la
reflexión sólo y únicamente como referentes de un discurso que se sustenta
con un análisis profundo, primero en un proceso divergente que abre alguna
realidad arquitectónica, sistemáticamente observada, para encontrar las
unidades de análisis o categorías y luego, en un segundo movimiento
convergente hacia la síntesis, al poner en relación tales unidades entre sí, al
mismo tiempo que con otros conceptos teóricos propios de la arquitectura
traídos a la discusión, además de otros no tan propios, importados desde los
dominios de la ciencia y la cultura según se haga referencia a ellas. Pero
¿cómo podría Armesto hacerlo, si él mismo declaró -no acabamos de entender
para qué que no sea puro histrionismo- que desprecia la síntesis?

En fin, por desgracia en estas conferencias no se nos ofreció en modo alguno


elementos que fueran suficientemente claros de una estructura epistemológica
concientemente asumida, ni fundamentos teóricos pertinentes, necesarios
ambos para una construcción de conocimiento, sobre todo si ha de hacerse de
forma compartida, convivida, conjunta, conllevada… como uno podría suponer
que sucede en una buena clase que forma parte de un “curso”, por haber sido
así anunciada su presencia en México; más bien tuvimos que escuchar los tres
días de manera pasiva un discurso personal de carácter fenomenológico (no de
búsqueda sino de exposición) en espera siempre de una promesa al diálogo y
al debate que vino a ser, en las tres ocasiones, pobre en tiempo y de ubicación
marginal, pues sucedió poco y lo más al final posible, cuando ya algunos
habíamos claudicado y nos habíamos retirado realmente agotados de oír una y
otra vez durante más de dos horas lo que podría haberse dicho, si se hubiera
reducido el preciosismo y el tumulto de diapositivas, en veinte minutos.

No podemos concluir esta crítica al discurso de Armesto sin abordar algunas


cuestiones pedagógicas y didácticas. Lo haremos, aun sabiendo que no fue la
materia fundamental del evento sino únicamente el modo en que éste sucedió:
nos parece que es relevante señalar –a propósito de estas clases- que todavía
prevalece en la enseñanza de la arquitectura una limitación seria en los
procesos de enseñanza-aprendizaje que proviene de los viejos tiempos en que
la crítica del maestro al aprendiz era el modo correcto de transmitir los secretos
de un oficio. Esta práctica medieval anterior a la industrialización ha cambiado
radicalmente a partir de la aparición del constructivismo como paradigma
cognitivo, y sin embargo es hora que en las escuelas de arquitectura no se ha
incorporado de forma suficiente, y por tanto los maestros siguen reproduciendo
una forma de enseñanza iniciática que pone en segundo plano al alumno, su
pensamiento y su experiencia. Cuando Armesto, durante el segundo día, le
señala categórico a una alumna que se atrevió a brincar el límite de su
condición de escucha, que no estaba ahí él hablando de “geometría” sino de
“formas fundamentales”, y no se toma la molestia de preguntarle –por ejemplo-
en que sentido está diciendo ella lo que dice, muestra un desprecio por el
pensamiento de esa alumna además de una falta de respeto a la persona. La
alumna, por supuesto, aplastada en público por el ponente en una relación de
total desventaja, guarda silencio y vuelve obediente a su condición de lo que
para Armesto seguramente es una buena alumna: aquella que sabe oír
inteligentemente. Ilustro con este brevísimo ejemplo pero muy emblemático de
lo que todavía sucede en las aulas universitarias; la forma como la enseñanza
de la arquitectura sigue siendo en muchos casos –por fortuna no en todos-
unidireccional y pétrea. Armesto es un buen ejemplo de cómo la pedagogía y la
didáctica en la enseñanza de la arquitectura sigue siendo la de las tribus donde
la iniciación no es un asunto de auténtico aprendizaje, y mucho menos de
diálogo inteligente, sino de simple aceptación del adolescente en el grupo de
los adultos mediante el proceso de un ritual, generalmente doloroso.

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