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(Segunda parte)
En vez de reducirse a las anécdotas del día, el debate debería girar en torno al
agotamiento de los viejos modelos de gestión urbana, a las prioridades de inversión
en una megalópolis, al uso del poder enorme que tiene el Distrito como contratista
y a evitar que la administración funcione como bolsa de empleos. Y sin embargo
ninguno de los precandidatos a la Alcaldía ha dado muestra alguna de
imaginación.
Humberto Molina*
Sin embargo, se corre el riesgo de caer en una especie de fetichismo urbano cuando se
trata a la ciudad como un simple objeto, sobre el cual los instrumentos de la
administración pública actúan para garantizar economías de aglomeración, dotación de
bienes públicos o infraestructuras que mejoren su posición competitiva, sus economías
de urbanización o su capacidad atraccional. Así se subestiman las formas como se
asignan y se administran los recursos, o el efecto sobre la inclusión social y las
oportunidades de grandes sectores de la población, en una ciudad que es en esencia
dual: modernizada en muchos aspectos, al lado de los cuales subsiste una gigantesca
informalidad urbanística, empresarial y laboral1.
Estos problemas se evidencian en la invasión del espacio público o en la gestión más o
menos clientelizada del aparato administrativo del Distrito; y en problemas tan
polémicos como el manejo de la contratación pública y la asignación de los recursos de
inversión. En vísperas de una nueva competencia electoral por la Alcaldía de Bogotá, es
preciso examinar cómo estos asuntos controversiales son asumidos por las diferentes
organizaciones políticas y las opciones hacia el futuro que se le plantean a la capital.
Pero la política de gestión del espacio público ha hecho crisis calamitosamente y este
problema es uno de los principales responsables, si no el principal, del alto nivel de
desaprobación a la administración, del creciente sentimiento de inseguridad y de la
disminución de los niveles de satisfacción con la calidad de vida.
Tan grave o más grave aún que estas fallas técnicas ha sido la incapacidad para evitar
los usos indebidos y las ocupaciones abusivas del espacio público con sus secuelas de
deterioro, congestión e inseguridad: han vuelto a proliferar las empresas formales que
utilizan ilegalmente el espacio público para fines publicitarios o de distribución y venta
de mercancías; se han multiplicado los informales y en medio de la confusión se han
propagado las mafias que controlan calles y esquinas para hacer prosperar negocios
subterráneos de contrabando, microtráfico y otras actividades criminales, incluidos
quienes extorsionan y explotan a los propios informales.
Bajo las alcaldías de Peñalosa y Mockus el espacio público fue la joya de la corona.
Mockus perfeccionó un modelo de manejo del espacio público basado en la promoción
de la cultura ciudadana, la exaltación del respeto por lo público y el recurso a la fuerza
de policía para recuperarlo e impedir nuevas ocupaciones abusivas.
A muy corto plazo este modelo generó aprobación, pero un poco más adelante se
mostró insostenible al no ir acompañado de alternativas de inclusión económica y social
para los vendedores informales.
Sin embargo al finalizar 2007 sólo habían entrado en operación 608 puntos de venta y
desde entonces el programa se paralizó. La concesión nunca se licitó y los avances son
completamente nulos en otros componentes de la estrategia, como la construcción de
espacios análogos, la ejecución de operaciones integrales de recuperación y ampliación
del espacio público y la constitución de los DEMOS (Distritos de Mejoramiento y
Organización Sectorial)2.
Una ingenua y primitiva economía política, que ignora por completo las técnicas
apropiadas en materia de administración de los bienes públicos, ha terminado por
suministrar las buenas intenciones que pavimentan el camino hacia el infierno de las
mafias, los abusadores y los delincuentes del espacio público: en una palabra, hacia
aquello que los clásicos denominaban el lumpen-proletariado.
Innovar o involucionar
Este balance agridulce no excusa los errores del presente, pero tampoco sugiere ninguna
pérdida catastrófica de conquistas del pasado. Lo verdaderamente decepcionante radica,
precisamente, en lo contrario: hay mucho más continuismo que capacidad de
innovación y voluntad para asumir los retos que exige la metrópolis del futuro.
A lo largo de estos últimos quince años, mientras los autores del “milagro bogotano”
arrancaron aplausos resolviendo los rezagos en infraestructura e inversión social,
Bogotá ha ido transitando hacia una megaciudad, con un peso económico cada vez
mayor en la economía nacional: sus habitantes representan el 16 por ciento de la
población colombiana, pero su participación en el PIB nacional alcanza alrededor del 26
por ciento.
Al interior del Distrito los suelos urbanizables están al borde del agotamiento por lo
cual se ha entrado en una fase de ciudad en compactación, con una incidencia cada vez
más profunda de la especulación inmobiliaria hacia el interior y, al mismo tiempo, con
efectos decisivos e inevitables en la ocupación y el desarrollo del territorio regional
circunvecino.
Se espera que los diferencie la selección de los sectores sobre los cuales se focalice la
inversión y, en el caso específico de las corrientes decididamente democráticas, por su
compromiso con el interés público por encima de los intereses privados, especialmente
de aquellos privados interesados en restringir la competencia y utilizar al Estado para
conquistar posiciones monopolísticas, que conduzcan a la obtención de cuasi-rentas y a
la concentración del capital en mayor escala.
También es verdad que este problema viene de atrás, que se consolidó mientras los
espectadores aplaudían las ejecuciones más vistosas del “milagro bogotano” y que, de
cierta manera, todas estas violaciones de los derechos a la competencia son auspiciadas
o por lo menos miradas con indiferencia por superintendencias que nada regulan y por
la Ley 1150 de contratación, cuyas disposiciones dejan amplia discrecionalidad para que
puedan coludirse funcionarios y captadores de beneficios monopolísticos.
Pero en una sociedad moderna y en una megaciudad el reto consiste no sólo en prometer
que las obras serán ejecutadas con honradez, sean ferrocarriles subterráneos, vías
locales o almuerzos escolares, sino en aclarar cómo se utilizará el enorme poder de
contratación del Distrito para incidir positivamente en el desarrollo económico de la
ciudad y para establecer regulaciones que promuevan que los beneficios extraordinarios,
derivados de las condiciones excepcionales creadas por las contrataciones y
concesiones, sean trasladados en proporción significativa hacia los usuarios y la
ciudadanía en general.
Nóminas paralelas, clientelismo e ineficiencia
No es sorprendente constatar que la ineptitud para el manejo de la gran contratación –
algo que requiere el uso de modernos y sofisticados instrumentos de regulación
económica–, resulte acompañada de una agilísima y prolífica minicontratación de
personal por fuera de planta –una operación que requiere solamente la elaboración en
serie de contratos de prestación de servicios personales– y en la cual es tradicionalmente
diestro el clientelismo colombiano. A finales de 2009 (no se dispone de información
más reciente), de un total de 40.000 empleados del Distrito más de 30.000
correspondían a contratistas, según datos del Departamento Administrativo del Servicio
Civil.
Al finalizar el año 2006 bajo la alcaldía de Luis Eduardo Garzón, se adoptó el Acuerdo
257 del 30 de noviembre, gracias al cual se expidió una reforma de la administración
distrital que se venía postergando hacia años, aún cuando se consideraba de importancia
crucial para lograr modernizar la gestión pública.
Cinco años después, once entidades del sector central operan con una planta paralela
que representa entre el 51 por ciento y el 93 por ciento de todo su personal ocupado. En
esta condición se encuentran cinco secretarias y un establecimiento público creados en
la mencionada reforma.
Como en la época del Zar Pedro el Grande, el “milagro bogotano” apenas ha producido
una frágil y superficial modernización de la administración pública. En esencia, la
alianza tradicional entre burocracia y privilegios patrimonialistas continúa
imponiéndose y tal cosa se expresa, por un lado, en la inflación clientelista de la
burocracia y, por el otro, en la captura del gasto y de la contratación pública por parte de
sectores ineficientes y rentísticos, que se apoyan en la misma burocracia clientelizada.
Con las dos alcaldías del PDA el modelo se ha agotado y ya no hay lugar para el
continuismo.
Hay que preguntarse si, en últimas, las alternativas se reducen a ejecutar el metro que
está diseñando Moreno, como lo han anunciado todos los candidatos; a concluir las
obras de Samuel Moreno, como propone Carlos Fernando Galán, el candidato de
Cambio Radical; y a validar la primera línea del metro a lo cual ya se comprometió el
exalcalde Peñalosa.
Porque en este caso hubiese sido preferible haber trabajado previsivamente por una
reforma constitucional que permitiera reelegir a… Samuel Moreno. No habría mejor
garantía de continuidad…
1
Las cifras de la informalidad son contundentes: la informalidad inmobiliaria ha generado el 59% del área urbana
amanzanada y la mayor proporción de vivienda en arrendamiento; el 57% de los establecimientos económicos son
microempresas y famiempresas, y su proporción en los quince años transcurridos entre 1990 y 2005 (intervalo para el cual
se dispone de información comparable) se incrementó del 38 al 43,5%; la Secretaría de Hacienda estima que el 52,9% de
todo el empleo es informal y el 34% de los ocupados se consideran subempleados. Ver: Molina, Humberto (2009),
Informalidad, estructura urbana y espacio público. Revista Javeriana, Número 759, octubre 2009.
2
Ver: Plan Maestro de Espacio Público, Decreto 215 de 2005, Capítulo III, artículos 15 a 31.