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Bogotá o la crisis del continuismo

(Segunda parte)

En vez de reducirse a las anécdotas del día, el debate debería girar en torno al
agotamiento de los viejos modelos de gestión urbana, a las prioridades de inversión
en una megalópolis, al uso del poder enorme que tiene el Distrito como contratista
y a evitar que la administración funcione como bolsa de empleos. Y sin embargo
ninguno de los precandidatos a la Alcaldía ha dado muestra alguna de
imaginación.

Humberto Molina*

Más allá de la ciudad fetiche


El examen cuidadoso de las cifras, efectuado en la pasada edición de Razón Pública,
sugiere que, pese a las afirmaciones tendenciosas sobre la gestión del actual y de los
anteriores alcaldes de Bogotá, la ciudad ha seguido avanzando en frentes tan diversos
como la malla vial, la seguridad, la educación o la salud, por supuesto en forma
dispareja, incompleta o zigzagueante, como era de esperar.

Sin embargo, se corre el riesgo de caer en una especie de fetichismo urbano cuando se
trata a la ciudad como un simple objeto, sobre el cual los instrumentos de la
administración pública actúan para garantizar economías de aglomeración, dotación de
bienes públicos o infraestructuras que mejoren su posición competitiva, sus economías
de urbanización o su capacidad atraccional. Así se subestiman las formas como se
asignan y se administran los recursos, o el efecto sobre la inclusión social y las
oportunidades de grandes sectores de la población, en una ciudad que es en esencia
dual: modernizada en muchos aspectos, al lado de los cuales subsiste una gigantesca
informalidad urbanística, empresarial y laboral1.
Estos problemas se evidencian en la invasión del espacio público o en la gestión más o
menos clientelizada del aparato administrativo del Distrito; y en problemas tan
polémicos como el manejo de la contratación pública y la asignación de los recursos de
inversión. En vísperas de una nueva competencia electoral por la Alcaldía de Bogotá, es
preciso examinar cómo estos asuntos controversiales son asumidos por las diferentes
organizaciones políticas y las opciones hacia el futuro que se le plantean a la capital.

La crisis del espacio público


Aparentemente la disponibilidad de espacio público en el caso de los parques aumentó
al pasar de 4,1 m2 por habitante en 2006 a 5 m2 en 2009, según datos de la Secretaría
Distrital de Ambiente y cálculos de Bogotá Cómo Vamos a mayo de 2010.

Pero la política de gestión del espacio público ha hecho crisis calamitosamente y este
problema es uno de los principales responsables, si no el principal, del alto nivel de
desaprobación a la administración, del creciente sentimiento de inseguridad y de la
disminución de los niveles de satisfacción con la calidad de vida.

Sin duda graves errores de programación en el cronograma de ejecución de las obras


correspondientes a la red vial y, en particular, de las que se relacionan con la sustitución
de losas en la troncal Caracas y la Fase III de Transmilenio han contribuido
significativamente a difundir la sensación de caos en la movilidad y de precariedad en
cuanto el estado de las vías y los espacios aledaños.

Tan grave o más grave aún que estas fallas técnicas ha sido la incapacidad para evitar
los usos indebidos y las ocupaciones abusivas del espacio público con sus secuelas de
deterioro, congestión e inseguridad: han vuelto a proliferar las empresas formales que
utilizan ilegalmente el espacio público para fines publicitarios o de distribución y venta
de mercancías; se han multiplicado los informales y en medio de la confusión se han
propagado las mafias que controlan calles y esquinas para hacer prosperar negocios
subterráneos de contrabando, microtráfico y otras actividades criminales, incluidos
quienes extorsionan y explotan a los propios informales.

Bajo las alcaldías de Peñalosa y Mockus el espacio público fue la joya de la corona.
Mockus perfeccionó un modelo de manejo del espacio público basado en la promoción
de la cultura ciudadana, la exaltación del respeto por lo público y el recurso a la fuerza
de policía para recuperarlo e impedir nuevas ocupaciones abusivas.

A muy corto plazo este modelo generó aprobación, pero un poco más adelante se
mostró insostenible al no ir acompañado de alternativas de inclusión económica y social
para los vendedores informales.

Vendedores ambulantes: eterno problema


Especialmente las tasas de subempleo parecen estar positivamente relacionadas con la
ocupación irregular del espacio público y estas han pasado, desde cuando finalizó en
2003 la segunda alcaldía de Mockus, de 33,8 por ciento que representaba entonces 1.2
millones de subempleados a 33,4 por ciento en diciembre de 2010 que equivale
actualmente a 1,4 millones de subempleados.

Ya bajo la administración del PDA, en el Plan Maestro expedido en julio de 2005, se


incluyó una estrategia de gestión y aprovechamiento económico del espacio público que
contempla, entre otros, la formalización de actividades de los vendedores a través de
una red pública de puntos de venta (REDEP), los cuales deberían haber alcanzado un
número de 4.000 puntos a comienzos de 2008, servidos por un operador logístico a
quien se le concesionaría el suministro de las mercancías (más no los puntos de venta
que continuarían en manos de los vendedores que se acogieran al programa) a cambio
del mantenimiento del sistema más una retribución neta en dinero al Distrito.

Sin embargo al finalizar 2007 sólo habían entrado en operación 608 puntos de venta y
desde entonces el programa se paralizó. La concesión nunca se licitó y los avances son
completamente nulos en otros componentes de la estrategia, como la construcción de
espacios análogos, la ejecución de operaciones integrales de recuperación y ampliación
del espacio público y la constitución de los DEMOS (Distritos de Mejoramiento y
Organización Sectorial)2.

El abandono de estas políticas y su consiguiente fracaso se explica, en primer lugar,


porque en las administraciones del PDA han primado posiciones opuestas a cualquier
esquema contractual de concesiones, confundiéndolas con una supuesta privatización de
la gestión del espacio público y sin entender que no hacerlo equivale a entregar el
abastecimiento de las mercancías que expenden los informales a redes criminales de
contrabandistas, evasores de impuestos y lavadores de activos.
En segundo lugar, con el pretexto de garantizar la inclusión social se ha desestimado la
importancia de mantener un control policivo sereno, pero firme, sobre las ocupaciones
abusivas del espacio público; y han estimulado potencialmente pretendidas formas de
participación de los informales que los exonera de responsabilidades contractuales
como beneficiarios de programas públicos y que en la práctica se convierten en otra
modalidad de captura de los reguladores por parte de los regulados.

Una ingenua y primitiva economía política, que ignora por completo las técnicas
apropiadas en materia de administración de los bienes públicos, ha terminado por
suministrar las buenas intenciones que pavimentan el camino hacia el infierno de las
mafias, los abusadores y los delincuentes del espacio público: en una palabra, hacia
aquello que los clásicos denominaban el lumpen-proletariado.

Innovar o involucionar
Este balance agridulce no excusa los errores del presente, pero tampoco sugiere ninguna
pérdida catastrófica de conquistas del pasado. Lo verdaderamente decepcionante radica,
precisamente, en lo contrario: hay mucho más continuismo que capacidad de
innovación y voluntad para asumir los retos que exige la metrópolis del futuro.

A lo largo de estos últimos quince años, mientras los autores del “milagro bogotano”
arrancaron aplausos resolviendo los rezagos en infraestructura e inversión social,
Bogotá ha ido transitando hacia una megaciudad, con un peso económico cada vez
mayor en la economía nacional: sus habitantes representan el 16 por ciento de la
población colombiana, pero su participación en el PIB nacional alcanza alrededor del 26
por ciento.

Su enorme capacidad de gasto e inversión es decisiva en el desempeño de algunos


indicadores económicos y sociales a escala regional: la ejecución presupuestal
consolidada de todo el Distrito asciende anualmente a más de 18 billones de pesos; los
gastos de funcionamiento del sector central más los establecimientos públicos suman
casi 2 billones y las inversiones directas alrededor de 6 billones, lo cual lo convierte en
el jugador más importante de toda la economía regional, individualmente considerado.

Al interior del Distrito los suelos urbanizables están al borde del agotamiento por lo
cual se ha entrado en una fase de ciudad en compactación, con una incidencia cada vez
más profunda de la especulación inmobiliaria hacia el interior y, al mismo tiempo, con
efectos decisivos e inevitables en la ocupación y el desarrollo del territorio regional
circunvecino.

Bogotá es el centro de una megalópolis en formación. El futuro depende de la capacidad


de sus gobernantes para superar el municipalismo decimonónico y la autocomplacencia
con programas que hace más de medio siglo deberían estar ejecutados. El reto es
innovar o rezagarse una vez más.

Gobernar también es contratar


El tamaño cada vez mayor de la inversión pública tiende a transformar a las grandes
ciudades en agentes económicos decisivos en el desempeño de algunos sectores, en
particular aquellos ligados a la construcción de infraestructura y al suministro de bienes
públicos.
También cuando las ciudades se compactan y escasean aún más los suelos disponibles,
las políticas de renovación urbana influyen significativamente sobre el sector
inmobiliario y la industria de la edificación.

De este modo, contratar se transforma en la tarea económica más relevante de la


administración local. La diferencia entre corrientes políticas en materia de contratación
pública no estriba en la mayor o menor honradez de los representantes políticos de una
u otra vertiente.

Se espera que los diferencie la selección de los sectores sobre los cuales se focalice la
inversión y, en el caso específico de las corrientes decididamente democráticas, por su
compromiso con el interés público por encima de los intereses privados, especialmente
de aquellos privados interesados en restringir la competencia y utilizar al Estado para
conquistar posiciones monopolísticas, que conduzcan a la obtención de cuasi-rentas y a
la concentración del capital en mayor escala.

Es cierto que la honradez y la transparencia cuentan a la hora de contratar, pero esta es


una condición de partida para todos que no puede hacer la diferencia. Incluso si ha
habido corrupción por parte de uno u otro funcionario en el caso hasta ahora más
escandaloso, la adjudicación al cartel de los Nule de un tramo de la troncal 26, esto es
grave pero no es todavía lo más importante.

La cuestión de fondo radicó en la ineptitud y la falta de voluntad, por parte de una


administración que supuestamente representa un partido de izquierda o centro izquierda
como es el caso del PDA, para establecer regulaciones y promover reglas de juego en
concesiones y procesos licitatorios que eviten la concentración exponencial de la
contratación en unos pocos consorcios y agentes económicos cartelizados.

También es verdad que este problema viene de atrás, que se consolidó mientras los
espectadores aplaudían las ejecuciones más vistosas del “milagro bogotano” y que, de
cierta manera, todas estas violaciones de los derechos a la competencia son auspiciadas
o por lo menos miradas con indiferencia por superintendencias que nada regulan y por
la Ley 1150 de contratación, cuyas disposiciones dejan amplia discrecionalidad para que
puedan coludirse funcionarios y captadores de beneficios monopolísticos.

Como todos sus antecesores, el PDA le ha quedado debiendo a la ciudadanía bogotana


alguna innovación y algún progreso sustantivo en esta materia. Por supuesto, la
alternativa no consiste en prometer simplemente que no se robará (dado que los recursos
públicos son sagrados), pues para ello sobra hasta la democracia deliberativa de John
Elster y basta atenerse a las antiquísimas tablas de la ley expedidas por Moisés.

Pero en una sociedad moderna y en una megaciudad el reto consiste no sólo en prometer
que las obras serán ejecutadas con honradez, sean ferrocarriles subterráneos, vías
locales o almuerzos escolares, sino en aclarar cómo se utilizará el enorme poder de
contratación del Distrito para incidir positivamente en el desarrollo económico de la
ciudad y para establecer regulaciones que promuevan que los beneficios extraordinarios,
derivados de las condiciones excepcionales creadas por las contrataciones y
concesiones, sean trasladados en proporción significativa hacia los usuarios y la
ciudadanía en general.
Nóminas paralelas, clientelismo e ineficiencia
No es sorprendente constatar que la ineptitud para el manejo de la gran contratación –
algo que requiere el uso de modernos y sofisticados instrumentos de regulación
económica–, resulte acompañada de una agilísima y prolífica minicontratación de
personal por fuera de planta –una operación que requiere solamente la elaboración en
serie de contratos de prestación de servicios personales– y en la cual es tradicionalmente
diestro el clientelismo colombiano. A finales de 2009 (no se dispone de información
más reciente), de un total de 40.000 empleados del Distrito más de 30.000
correspondían a contratistas, según datos del Departamento Administrativo del Servicio
Civil.

Al finalizar el año 2006 bajo la alcaldía de Luis Eduardo Garzón, se adoptó el Acuerdo
257 del 30 de noviembre, gracias al cual se expidió una reforma de la administración
distrital que se venía postergando hacia años, aún cuando se consideraba de importancia
crucial para lograr modernizar la gestión pública.

Cinco años después, once entidades del sector central operan con una planta paralela
que representa entre el 51 por ciento y el 93 por ciento de todo su personal ocupado. En
esta condición se encuentran cinco secretarias y un establecimiento público creados en
la mencionada reforma.

Hay casos extremos como el de la Secretaría de Desarrollo Económico y el del Instituto


para la economía social (IPES), donde más del 93 por ciento del personal son
contratistas. Y para colmo de ironías todo este gasto de funcionamiento se contabiliza
legalmente como inversión.

Como en la época del Zar Pedro el Grande, el “milagro bogotano” apenas ha producido
una frágil y superficial modernización de la administración pública. En esencia, la
alianza tradicional entre burocracia y privilegios patrimonialistas continúa
imponiéndose y tal cosa se expresa, por un lado, en la inflación clientelista de la
burocracia y, por el otro, en la captura del gasto y de la contratación pública por parte de
sectores ineficientes y rentísticos, que se apoyan en la misma burocracia clientelizada.
Con las dos alcaldías del PDA el modelo se ha agotado y ya no hay lugar para el
continuismo.

No hay mucho de dónde escoger


En vísperas de un nuevo debate electoral se palpa en partidos y candidatos una marcada
incapacidad para identificar los problemas del pasado que es preciso superar y los retos
del futuro, que es necesario asumir desde ya.

El uribismo, huérfano de candidato y sin clara representación partidista, obviamente


insistirá en la política de seguridad, pero no ha tomado ninguna distancia respecto del
modelo clientelista de los consejos comunitarios, es el responsable de las modalidades
de contratación adoptadas en la Ley 1150, y ya Bogotá dispone de un macro ejemplo de
su aplicación con la turbulenta, accidentada e inconsulta concesión del Aeropuerto
Eldorado.
El Partido Verde parece la viva encarnación del continuismo, sin nuevos programas,
apoyándose como única carta de garantía en los éxitos de los tres exalcaldes del
milagro, pero sin mencionar ni dar explicación alguna sobre sus omisiones del pasado.

El candidato del Partido Cambio Radical promete “reconstruir la ciudad”, refiriéndose a


la proliferación de actuaciones sobre la malla vial, con lo cual ni siquiera parece
entender el asunto al cual alude: pues en este aspecto Bogotá no está destruida, sino que
sus sistemas e infraestructura de transportes están, ¡por fin! siendo construidos.

Hay que preguntarse si, en últimas, las alternativas se reducen a ejecutar el metro que
está diseñando Moreno, como lo han anunciado todos los candidatos; a concluir las
obras de Samuel Moreno, como propone Carlos Fernando Galán, el candidato de
Cambio Radical; y a validar la primera línea del metro a lo cual ya se comprometió el
exalcalde Peñalosa.

Porque en este caso hubiese sido preferible haber trabajado previsivamente por una
reforma constitucional que permitiera reelegir a… Samuel Moreno. No habría mejor
garantía de continuidad…
1
Las cifras de la informalidad son contundentes: la informalidad inmobiliaria ha generado el 59% del área urbana
amanzanada y la mayor proporción de vivienda en arrendamiento; el 57% de los establecimientos económicos son
microempresas y famiempresas, y su proporción en los quince años transcurridos entre 1990 y 2005 (intervalo para el cual
se dispone de información comparable) se incrementó del 38 al 43,5%; la Secretaría de Hacienda estima que el 52,9% de
todo el empleo es informal y el 34% de los ocupados se consideran subempleados. Ver: Molina, Humberto (2009),
Informalidad, estructura urbana y espacio público. Revista Javeriana, Número 759, octubre 2009.
2
Ver: Plan Maestro de Espacio Público, Decreto 215 de 2005, Capítulo III, artículos 15 a 31.

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