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Saber leer y escribir: unas

“herramientas mentales” que


tienen su historia
ANNE-MARIE CHARTIER* Y JEAN HÉBRARD**
*Université de Versailles, France; **Institut National de la Recherche Pédagogique,
France

Resumen
Los períodos de la prehistoria han sido denominados por los historiadores en función de los materiales que
nuestros antepasados utilizaban para sus herramientas: edad de la piedra tallada y de la piedra pulida, edad
del bronce y edad del hierro. Las etapas de la evolución humana fueron, pues, categorizadas por el dominio las
tecnologías que transformaron la existencia de los seres humanos y su relación con el mundo. La invención de la
escritura marcó el final de la prehistoria y la entrada en la historia. Pero la escritura es una tecnología parti-
cular porque permitió tratar un material inmaterial como es el lenguaje dando lugar al surgimiento de otras
herramientas simbólicas que confirieron al ser humano un nuevo poder sobre el mundo. En este trabajo se ana-
lizarán las actividades que los seres humanos realizan con lo escrito desde el punto de vista de su historia, tra-
tando de ver cómo han ido variando a lo largo del tiempo, tanto cuantitativamente (¿quién necesita leer y escri-
bir?) como cualitativamente (¿qué se necesita saber leer y escribir?).

Palabras clave: Escritura, cultura escrita, cultura oral.

Reading and writing: “Mental tools” with


a history
Abstract
Historians have named prehistorical periods according to the materials our ancestors used for their tools: the
Stone Age (develpoment of cut and polished stone), the Bronze Age, and the Iron Age. The stages of human evo-
lution were, thus, categorized by the mastery of technologies that changed human existence and their relations-
hip with the world. The invention of writing marked the end of Prehistory and the entrance into History.
Nevertheless, writing is viewed as a special technology because it permitted treating material that is immate-
rial, such as language, which yielded other symbolic tools that confered human beings new power upon the
world. In the present paper, we analyse from a historical perspective the role of written material on human acti-
vity. Specifically, it focuses on how this has changed over time both from (a) a quantitative perspective (Who
needs reading and writing skills?); and (b) a qualitative perspective (For what are reading and writing
necessary?).

Keywords: Writing, written and oral cultural practices.

Correspondencia con los autores: Institut National de Recherche Pédagogique (INRP). 29, rue d’Ulm. 75230
Paris Cedex 05. Tel. 01 46 34 90 00. Correo electrónico: chartier@inrp.fr.

© 2000 by Fundación Infancia y Aprendizaje, ISSN: 0210-3702 Infancia y Aprendizaje, 2000, 89, 11-24
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Los períodos que miden el desarrollo de la prehistoria han sido denominados
por los especialistas en función de los materiales que utilizaban nuestros antepa-
sados para sus herramientas: edad de la piedra tallada y de la piedra pulida, edad
del bronce y edad del hierro. Las etapas de la evolución humana fueron, pues,
simbolizadas por el dominio de las tecnologías que transformaron la existencia
de los hombres y su relación con el mundo. La invención de un nuevo instru-
mento, la escritura, marcó el final de la prehistoria y la entrada en la historia.
Este nuevo instrumento permitió tratar un material inmaterial como es el len-
guaje. Con la escritura, aparecieron otras herramientas simbólicas que confirie-
ron al ser humano un poder nuevo sobre el mundo. La escritura permitió capita-
lizar simbólicamente, más allá de las riquezas, los signos de esas riquezas.
Conservó en barro cocido marcado por el estilete, el número de cabezas de gana-
do y de gavillas de trigo. Permitió llevar las cuentas y sirvió a la gloria de los
reyes. Grabada en la piedra de los monumentos, sellaba los tratados de paz des-
pués de las batallas y conmemoraba las victorias. Permitió, también, el cálculo y
el establecimiento de calendarios, fijó los textos recitados o cantados, instituyó
intercambios de mensajes a distancia, prescindiendo de la viva voz de un mensa-
jero.

CULTURA ESCRITA, CULTURA ORAL

Jack Goody (1977), y otros antropólogos, han subrayado que la escritura no


es sólo la transcripción del habla, sino que es una herramienta simbólica que crea
una nueva realidad, que establece una comprensión nueva del mundo. Lo que no
puede existir en la sucesión de palabras lo podemos hacer coexistir en la superfi-
cie de una página: tablas de cifras, listas de nombres propios, planos, figuras
representadas. La escritura permite relacionar y tratar informaciones que escapan
a la cultura oral. La cultura escrita crea, así, un orden específico que produce pen-
samientos nuevos, irreductibles a la oralización. Únicamente en nuestras socie-
dades con escritura se considera la cultura oral como una forma “originaria” de la
cultura, forma que a su vez depende de una disciplina particular, la etnología o la
antropología; mientras que la cultura escrita parece ser la esencia de las culturas
desarrolladas. En efecto, las tradiciones orales han sido estudiadas como residuos
folclóricos, arcaicos o marginales, sin tener en cuenta que, incluso, en las socie-
dades parcialmente alfabetizadas, las formas esenciales de la vida social están
impregnadas por la escritura.
La escritura permaneció, durante mucho tiempo, como un saber reservado a
unos pocos que les confería no la fuerza de las armas sino un poder de otro tipo.
De hecho, lo que cambió de manera espectacular a lo largo de los siglos fue el
número de personas que utilizaron este instrumento. En la civilización egipcia,
la escritura pertenecía a la casta de los escribas, es decir a profesionales que guar-
daban con recelo sus conocimientos. En cambio, en la civilización griega o roma-
na, todo hijo de hombre libre tenía que ir a la escuela para convertirse en un ciu-
dadano que conociera las leyes escritas. En la alta Edad Media, había que llegar
hasta el scriptorium de un monasterio para encontrar hombres con una pluma en
la mano. En esa época, la lengua que se escribía y que se hablaba entre letrados,
el latín, ya no era la lengua que se hablaba en el espacio social y la escritura era
un privilegio del clero. Después, se empezaron a escribir también las lenguas
vernáculas y las elites laicas entraron en el mundo de la escritura. Entre los siglos
XVI y XVII, empezó una catequización masiva en la Europa de las Reformas
protestante y católica, que dió paso a la primera alfabetización del pueblo: cada
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persona tenía que ser capaz de leer el catecismo que compilaba las oraciones y
anunciaba las verdades de su religión. La difusión de los libros impresos por un
sector editorial activo amplió el círculo de lectores dentro de los espacios
nacionales. En el siglo XVIII, el nacimiento de una opinión pública estuvo liga-
do a la circulación de escritos laicos independientes de los poderes políticos: en el
progreso de la edición, la difusión de los periódicos, de los panfletos, de los libros
prohibidos se consideró la causa esencial de la revolución francesa. Aun así, hubo
que esperar hasta el siglo XIX para que, en Europa, los estados garantizaran a
todos los niños y niñas, el derecho a la educación básica.
En el siglo XX, los niños pasan cada vez más tiempo en la escuela y se retrasa
proporcionalmente la incorporación a la vida activa. Ya no se trata únicamente
de saber leer y escribir sino de dominar los numerosos conocimientos intelec-
tuales que están ligados a la escritura y que parecen esenciales en la formación de
la juventud antes de entrar en la vida profesional y social. Lectura y escritura ya
no son fines en sí mismos sino medios o instrumentos universales. Esto es tan
cierto que un índice elevado de analfabetismo se ha convertido en un indicio de
subdesarrollo. En los países desarrollados, la movilización social, suscitada por la
lucha contra el analfabetismo, indica hasta qué punto la escritura es hoy consi-
derada como una necesidad urgente para todo individuo, sea cual fuere su ámbi-
to y profesión.

CULTURA, ESCRITURA E HISTORIA DE LAS MENTALIDADES

Cabe preguntarse, pues, si la difusión de la escritura en el transcurso del tiem-


po, desde los círculos privilegiados hacia cada vez mayor cantidad de gente, ha
dejado idénticas las actividades mentales que supone su dominio. Platón, Virgi-
lio, Santo Tomás, Montaigne o Rousseau ¿leían como leemos hoy en día? Sin
embargo, durante mucho tiempo esta pregunta no se planteó. Parecía evidente
que leer era siempre leer, sea cual fuere el alfabeto, la lengua y el contenido del
texto. ¿Acaso leer no es siempre entender mentalmente lo que ha sido escrito por
un autor, gracias a los signos marcados en la página? Dado que es una actividad
que no deja huella, que no produce nada que se pueda describir fácilmente (con-
trariamente al acto de escritura), leer parecía una actividad tan “intemporal”
como escuchar o contemplar, pero también como pensar, reflexionar, soñar (es
una actividad mental “interior” que implica el ejercicio de un sentido, la vista).
Hasta hace muy poco los historiadores no pusieron en tela de juicio la intempo-
ralidad aparente de nuestras actividades mentales. Lucien Fèbvre (Fèbvre y Mar-
tin, 1958), intentando comprender la vida y la obra de Rabelais o la de Lutero,
se planteó la cuestión de las “herramientas intelectuales” porque quería captar las
categorías de percepción y de pensamiento de esos hombres tan excepcionales
pero a la vez tan característicos de su tiempo. De esta manera, abrió el camino a
la historia de las mentalidades, historia válida tanto para los grandes hombres
como para los hombres comunes. ¿Qué pensaban, sentían o creían los hombres
de los siglos pasados?
Aunque el historiador puede ver las huellas, se trate de monumentos o de
escritos, sólo puede acceder indirectamente a las representaciones de los grupos
sociales o de los individuos que han producido esas obras. Para reconstituirlas
tiene que interrogar las producciones e intentar recuperar el proceso de produc-
ción, y tiene que encontrar testimonios sobre la manera en que fueron recibidas y
usadas por sus contemporáneos (Martin y Chartier, 1989; 1991). Religiones, téc-
nicas, saberes, obras intelectuales u obras de arte son otras tantas huellas que
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muchas veces han llegado a ser las referencias compartidas de un tiempo, y otras
veces han sido el privilegio exclusivo de un grupo social. Con frecuencia, han divi-
dido la sociedad creando polémicas y conflictos, han sido desconocidas por la
mayoría y condenadas a la marginalidad. A través de estas marcas nos podemos
preguntar no solamente qué pensaban, sentían y creían los hombres del pasado,
sino también cómo construían sus pensamientos, sus sentimientos y sus creencias.

LITERATURA ERUDITA, LITERATURA POPULAR

Un primer enfoque, en los años 70, intentó caracterizar las culturas de los
diferentes grupos sociales apoyándose en la oposición entre literatura erudita y
literatura popular. Los libros, pertenecientes a los medios cultos, eran fáciles de
reconocer porque las bibliotecas de los nobles y de los burgueses, dado su valor
comercial, eran catalogadas e inventariadas cuidadosamente a la hora de traspa-
sar las herencias. Pero los historiadores también se interesaron por otros libros,
los que coleccionaban desde el siglo XIX los aficionados al folklore y que se con-
sideraban característicos de la literatura popular: se trataba de los libros de la
“biblioteca azul”. En Francia, se denominaban así los libros muy baratos, encua-
dernados en rústica, difundidos por los vendedores ambulantes, y que estaban a
menudo recubiertos por una tapa azul. También existió el equivalente en España
y en Portugal con la literatura de cordel. ¿De qué obras se trataba? Eran libros de
piedad, novelas de caballería, relatos de historias extraordinarias y libros de usos
(tratados de cortesía, manuales de aritmética, libros de consejos para la corres-
pondencia epistolar). De esta manera se pudo oponer, a través de dos tipos de
objetos, dos universos culturales que reflejaban espacios sociales contrastados. La
mentalidad popular podía ser comprendida a partir de las publicaciones destina-
das al gran público.
Sin embargo, las discusiones entre los historiadores pusieron en tela de juicio
esta repartición demasiado contrastada (Cavallo y Chartier, 1997). En primer
lugar, algunos testimonios mostraron que los libros azules no estaban ausentes
de las bibliotecas y de las lecturas de los nobles, aunque eran ignorados en los
inventarios después de su fallecimiento. También se constató que, bajo las tapas
azules, se hallaban textos que existían en ediciones de lujo. Lejos de confirmar la
idea de dos mundos culturales separados, el estudio de las lecturas populares y
baratas mostró que ciertos textos circulaban de un mundo a otro y que lo que
caracterizaba a las lecturas populares no era tanto el contenido de los textos, sino
las presentaciones y las estructuraciones que condicionaban su lectura. En com-
paración con las ediciones de lujo, se trataba de párrafos más cortos, de la supre-
sión de algunas partes, de la presencia de subtítulos, del uso de caracteres más
grandes y de ilustraciones arcaicas. La oposición entre dos formas de lecturas
específicas, que se apoyaban en estructuraciones del texto diferentes, sustituyó a
la oposición demasiado sencilla entre literatura erudita y literatura popular. Así
pues, las prácticas de lectura distinguían a los grupos sociales, tanto o más que
los propios contenidos de las mismas.

DE LOS LIBROS A LAS LECTURAS

Para desplazar el interés de los libros hacia las lecturas fue necesario tomar
consciencia de la complejidad de una actividad que parece natural para todos
aquellos que la practican sin pensar en ello. En efecto, el acto de leer es algo tan
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familiar para nuestras civilizaciones contemporáneas que no se le dió mayor
importancia. Resulta fácil concebir que los contenidos de las lecturas cambiaran
constantemente, pero es difícil pensar que la lectura misma (la práctica) no se
hubiera mantenido estable, a pesar de los cambios en el soporte, el código escri-
turario o el estilo caligráfico o tipográfico. Respecto al soporte, muchos cambios
se han producido: el texto podía estar grabado en piedra, caligrafiado sobre papi-
ro o pergamino, impreso en un gran infolio o en un pequeño libro inoctavo, foto-
copiado en una hoja suelta o en la pantalla de un ordenador. Respecto al código
escriturario los cambios afectaron a los caracteres que podían ser cuneiformes,
jeroglíficos, alfabéticos (griego, latín, cirílico) o también ideográficos. En rela-
ción al estilo caligráfico o tipográfico, los manuscritos podían leerse en uncial
romana o en minúscula carolina, en escritura gótica o itálica. La llegada del papel
impreso, y más tarde del procesador de textos, nos han proporcionado una gran
variedad de caracteres. A pesar de la existencia de formas tan variadas, tenemos
la intuición de que leer sigue siendo siempre leer y que la misma actividad men-
tal se lleva a cabo en todas las escrituras de la tierra.
Recientemente sin embargo, esta concepción de la lectura ha sido invalidada.
Los estudios de los historiadores, que han trabajado sobre un período de tiempo
muy largo, han demostrado hasta qué punto variaron los usos sociales de lo escri-
to (¿qué es lo que se debe leer y cómo?), el estatus simbólico de lo escrito en las
diferentes sociedades (escritos públicos o privados, textos sagrados o profanos) y
cómo cambiaron las formas materiales de los objetos escritos (con qué escribi-
mos, sobre qué, cómo está hecho un libro, cómo se coge, etc.). Dependiendo de
si el soporte es de mármol o de arena, un rollo o un libro encuadernado, un
manuscrito o un impreso, algunas maneras de leer son posibles o imposibles, lo
cual delimita de manera variable, según las épocas, las fronteras de lo “leíble” y
las ocasiones de recurrir o no a la lectura.

DEL VOLUMEN AL CÓDICE

Detengámonos un momento sobre la cuestión de los soportes materiales de la


lectura. En la antigüedad, el libro se presentaba como una hoja enrollada sobre sí
misma alrededor de dos palos, se trataba del volumen. Los estudiantes romanos
llevaban a la escuela tubos para proteger este frágil “volumen” de papiro sobre el
que se hacía la lectura escolar. Para consultar un rollo, se cogía cada palo con las
dos manos, se desenrollaba la hoja horizontalmente de derecha a izquierda o de
izquierda a derecha, según el sentido de la escritura, de modo de tener a la vista
únicamente la columna de texto que había que leer. Como se leía columna tras
columna era más fácil hacerlo si se estaba de pie. Con lo cual no se podía leer y
escribir al mismo tiempo. En las bibliotecas, los rollos colocados uno al lado del
otro ocupaban un espacio muy voluminoso. El papiro con el que estaban hechos
venía de Egipto, era un material frágil, que se deshacía y se pudría. Los pocos
ejemplares que nos han llegado estuvieron conservados en un lugar fresco y seco,
por ejemplo dentro de jarras de barro. Era, pues, un soporte que viajaba poco y
mal.
Con la invención del códice, que tenía el formato del “libro” tal y como lo
entendemos hoy día, se produjo una revolución entre el primer y el segundo
siglo de la era cristiana. Se trataba de una libreta hecha de un material plegable,
de un cuero muy fino que resistía los golpes y el desgaste: era el pergamino. Ple-
gando una hoja de pergamino en cuatro o en ocho, se obtenía una libreta de ocho
o dieciséis páginas, que se podía utilizar por ambas caras. Varias libretas cosidas
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juntas podían ser encuadernadas. Gracias a este procedimiento, se ganó mucho
espacio y se pudo inscribir sobre el mismo soporte, fácilmente transportable, lo
que antes precisaba de una gran cantidad de rollos. El libro, que en los tiempos
del volumen era un soporte en dos dimensiones, ganó la tercera dimensión: el
grosor. Con este nuevo objeto nació el gesto que conocemos todos y que consiste
en hojear las páginas. Toda una serie de innovaciones ayudaron a consultarlo: la
enumeración de las páginas, la separación de los textos en capítulos, el estableci-
miento de un índice, la elaboración de un listado de contenidos. De esta manera,
como se hizo muy pronto con los evangelios sinópticos, se podía relacionar varios
libros señalando en los márgenes las referencias a otras versiones del mismo
texto. Algunos de nuestros gestos de lectura nacieron, pues, al comienzo de
nuestra era. El códice fue un soporte ideal para difundir, de un extremo al otro
del imperio romano, entre varias comunidades, textos cortos como las epístolas y
los evangelios.
Después de las invasiones que marcaron el fin del imperio romano, la cultura
escrita se refugió en los monasterios. En la edad media, los monjes criaban ovejas
que proporcionaban los pergaminos destinados a los grandes infolios. Los copia-
ban y los iluminaban en los scriptoriums. La llegada del papel permitió cambiar el
pergamino por un material mucho más ligero. Los molinos de papel que se ins-
talaron en el siglo XIV redujeron el coste del papel a una cuarta parte en menos
de un siglo, permitiendo el desarrollo del papel impreso después de Gutenberg.
Cuando se supo producir papel industrialmente en el siglo XIX, los impresos
pasaron a ser muy baratos. Pero podemos afirmar que ni la llegada del papel ni la
invención de la imprenta revolucionaron los gestos de lectura que se habían esta-
blecido con la invención del códice. Un libro es, desde el siglo primero, un obje-
to que se puede poner encima de la mesa o sostener con una mano, que se puede
hojear, leer tomando apuntes, porque permite tener el texto a la vista y las manos
libres. Actualmente, es fácil consultar varios libros a la vez, escribir anotaciones
en el margen, saltarnos páginas, volver hacia atrás; todos ellos eran gestos impo-
sibles en los tiempos del volumen. Podemos decir, pues, que los gestos de lectu-
ra que conocemos se han puesto en práctica a principios de la era cristiana, gra-
cias a la invención de un soporte que sigue siendo actual.

DEL CÓDICE A LA PANTALLA

Sin embargo, con la aparición de la lectura electrónica estamos viviendo una


nueva revolución de los gestos de lectura, sin duda tan importante como la que
tuvo lugar con el nacimiento del códice. La lectura en la pantalla nos hace des-
cubrir nuevos modos de consulta de textos. Obras colosales como las enciclope-
dias pueden concentrarse en un disco ligero de un CD-ROM, los disquetes con
nuestros textos pasan de mano en mano, o mejor dicho de máquina en máquina
ya que sólo se puede tener acceso al texto a través de los ordenadores. La tinta del
texto, que se podía percibir directamente con la vista, ha sido reemplazada por la
pantalla sobre la que van pasando las líneas de escritura. Esta mediación técnica
de la máquina puede parecer pesada, pero hace posible la consulta a distancia.
Podemos acceder a bases de datos, a textos almacenados en el otro extremo del
mundo y nos podemos conectar a redes electrónicas de información “inmaterial”.
Aparte de poder leer estas informaciones, las podemos imprimir, copiar extrac-
tos, modificar el texto... En resumen, podemos utilizar y reutilizar a voluntad, y
para usos múltiples, las fuentes de información, que a la vez siguen estando
depositadas en libros y almacenadas en bibliotecas. La lectura de un texto puede
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acompañarse de imágenes y de voz. Puede, también, interactuar con actividades
de escritura, de producción de textos nuevos; podemos utilizar, sin ninguna difi-
cultad técnica, fragmentos de textos “copiados y pegados” para fabricar otros
textos. Así pues, la separación entre lectura y escritura, que estructuraba la rela-
ción con el códice, se está modificando sin que podamos todavía decir qué va a
cambiar de nuestras costumbres mentales como lectores y escritores.
El gesto de la escritura manuscrita, que todos hemos aprendido en la escuela,
está siendo sustituido por la escritura con dos manos de quien escribe a máqui-
na, manipula el ratón o hace un clic para seleccionar ficheros. Lo que antes era un
aprendizaje reservado a especialistas como secretarios, mecanógrafos e informáti-
cos, se está convirtiendo en una capacidad banal, aunque la virtuosidad de unos
está muy lejos de la práctica lenta o poco diestra de otros. Aun así, saber utilizar
un procesador de texto implica saber desenvolverse con un teclado. ¿Cambiarán
nuestras maneras de escribir y de pensar al escribir? Nos acostumbramos rápida-
mente a corregir un texto sobre la pantalla sin volver a copiar los borradores, a
tener ayudas para escribir y corregirnos a nosotros mismos (diccionarios de orto-
grafía, léxicos de palabras sinónimas). Podemos usar el “cortar-pegar” para cam-
biar un texto superficialmente o en su estructura. Podemos retomar indefinida-
mente un texto antiguo para hacer versiones nuevas de él. ¿Esos gestos nuevos
del trabajo de escritura están produciendo cambios en nuestras formas de conce-
bir lo que debemos y queremos escribir? ¿Reconoceremos más tarde que el uso
del ordenador ha producido un estilo nuevo de escritura y nuevas formas de pen-
sar? Al poner la edición de textos impresos y maquetados al alcance de todo
aquel que posee una impresora, se ha modificado la relación social con la difu-
sión. Numerosos escritos circulan sin haber tenido que pasar por la imprenta. La
frontera que separaba un texto privado de un texto editado se ha vuelto mucho
más borrosa ya que ahora no nos podemos fiar, como antes, de la oposición entre
manuscrito e impreso.

LECTURA EN VOZ ALTA Y LECTURA SILENCIOSA

Hoy en día sabemos que los cambios en la técnica de la escritura tuvieron


consecuencias importantes sobre las formas de leer. En la antigüedad, la lectura
era una práctica de dicción y el “lector” era el que leía los textos en voz alta para
el público de oyentes (solía ser un esclavo). Aunque podamos pensar que algunos
sabios sabían leer en silencio, no era la práctica social habitual, ni en los medios
cultos. Encontramos un magnífico testimonio de ello en un relato que hizo San
Agustín en las confesiones. Contó cómo se maravilló al ver a San Ambrosio,
entonces obispo de Milán, leer la Biblia “callándose”, como si Dios hablara
directamente a su espíritu. Este intelectual brillante, formado en la mejor tradi-
ción de escuelas de gramática y de retórica, no había visto antes a nadie leer de
esa manera. Para entender este hecho hay que saber que la escritura de esa época
era la scriptio continua, sin espacio en blanco para separar las palabras. Los gramá-
ticos tardíos de la antigüedad usaron unos signos que codificaban indicaciones
para hacer pausas de voz por unidades de significado (pausas cortas o largas), lo
que muestra que el texto escrito estaba siempre pensado como una sucesión de
enunciados que había que decir en voz alta, sabiendo cómo hacer las escansiones
correctas. La mayúscula al comienzo de la frase apareció hacia el siglo VI y los
primeros signos de puntuación hacia finales del siglo VIII. En esa época, el signo
que marcaba una pausa larga era el punto y coma, mientras que las pausas cortas
estaban marcadas por la coma o el punto. Hubo que esperar al siglo XIV para
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que se extendiera la invención de los paréntesis. En esa época, esta puntuación
tenía la función de ayudar a la comprensión oral: ayudaba al que leía a constituir
“bloques de significado”, para que el que escuchaba estuviese expuesto a perío-
dos estructurados.
Sin embargo, el invento más importante no fue la puntuación sino la separa-
ción entre palabras. Antes de dar con la técnica del espacio, que hoy en día nos
parece tan natural, se recurrió al uso de puntos o barras para separar las palabras.
Estas técnicas fueron desarrolladas, en un primer momento, por los monjes de las
islas británicas, quienes no hablaban latín lo suficientemente bien como para
que una lectura recitada, bien escandida, fuese suficiente para hacer comprensi-
ble el texto. A partir del momento en que se generalizaron los espacios entre las
palabras, alrededor del año 1000, cambió la relación con la lengua escrita. La
palabra pasó a constituir la unidad material de significado dentro del escrito.
Encontramos buena prueba de ello dos siglos más tarde, en el siglo XII, con el
uso generalizado del guión cuando una palabra quedaba cortada al final de una
línea. El guión pone en evidencia la consideración de la palabra como una uni-
dad indisociable.
Este invento de la técnica de escritura de las palabras tendrá, posteriormente,
consecuencias importantes. Desde el momento en que se empezaron a separar las
palabras, podían reconocerse directamente, y esto hizo posible que se pudiese
hacer una lectura visual silenciosa. Este sistema pronto se convirtió en el modo
de lectura habitual de letrados sabios y especialistas de la cultura escrita, acos-
tumbrados a leer y escribir el latín constantemente. La mayoría de los monjes
aún no tenían la práctica suficiente para poder hacerlo, y continuaban el hábito
de la rumiatio, o subvocalización lenta del texto que permite leer y repetir el
texto que leían con la doble finalidad de comprenderlo y meditarlo. En cambio,
seguramente los intelectuales de las universidades medievales como Abelardo o
Santo Tomás de Aquino, cuando se encontraban en su mesa de trabajo, leían de
manera silenciosa y por tanto mucho más rápidamente. Entre los siglos XIII y
XVII, la lectura visual se extendió a las clases cultas (primero en latín y después
en las lenguas vernáculas), aun cuando la lectura recitada seguía siendo una prác-
tica social corriente, tanto para los actos solemnes (lecturas públicas hechas desde
el púlpito, proclamaciones) como para las reuniones amistosas o familiares. Ade-
más, los lectores poco alfabetizados solo podían practicarla de esta manera.
Podemos observar la difusión progresiva de la lectura silenciosa a través de las
obras de los pintores que representaban escenas de lectura. Por ejemplo, pode-
mos seguir, a través de los siglos, la manera en la que se ha representado a San
Jerónimo mientras trabajaba en la traducción de la Biblia en latín. El santo había
sido representado tradicionalmente en su mesa de trabajo, y a sus pies el león que
él mismo curó y que, según la leyenda, permaneció ligado a él como si de un ani-
mal doméstico se tratase. En las representaciones medievales, el león, con las ore-
jas levantadas, escuchaba al santo mientras leía el libro sagrado. A veces, el santo
no leía solo, sino que vemos la figura de una paloma que representaba al Espíri-
tu Santo y que le hablaba al oído. Por la meditación del libro, que no hablaba a
la vista sino al oído, el santo “oía”, literalmente, la voz de dios en el texto que
estaba mirando. En cambio, en los cuadros del siglo XVI, San Jerónimo se pare-
cía más a un intelectual moderno, sentado en una mesa repleta de gruesos libros.
Mientras leía, sostenía una pluma para ir escribiendo la traducción. Tumbado a
sus pies, el león que ya no oía nada, dormía como un enorme gato.
La lectura silenciosa modificó la relación con el texto, y por tanto, nuestra
manera de entenderlo. Pensemos, por ejemplo, en la velocidad que podía ser
cinco o seis veces superior a la velocidad de la voz, aumentando así la capacidad
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informativa. El corpus de textos que una persona podía tratar en el mismo tiem-
po se veía multiplicado. Entre los lectores, se crearon grandes diferencias entre
aquellos que seguían leyendo a la velocidad de la voz y los que paseaban la vista
por la página. Sobre todo, el lector visual podía regular la velocidad de la lectura
a su gusto, según el objetivo de la lectura y según su capacidad de comprensión.
Ya no le llegaba el texto como un texto recitado que se desarrollaba al ritmo de
la palabra. Podía incluso elegir leer “en diagonal”, saltando páginas, seleccionan-
do la información, volviendo atrás o detenerse más tiempo en algunos pasajes.
Sin embargo, el hecho de que la lectura silenciosa fuera posible e incluso
corriente no significó la abolición de la práctica de la lectura recitada. Al contra-
rio, aún se siguió practicando de forma masiva hasta la época contemporánea. De
hecho, no fue hasta los años 50, en Estados Unidos, cuando se empezaron a per-
feccionar las técnicas de lectura rápida para aumentar el rendimiento en el traba-
jo de los responsables de las empresas (expedientes, informes, notas, correo, etc.).
Reconstruir el sentido, recorriendo rápidamente un texto, es hoy en día concebi-
do como una actividad psicológica, individual y no como una actividad social y
colectiva. El texto es comprendido por un lector concreto. Este cara a cara solita-
rio, entre el lector y el texto, es en un fenómeno de la modernidad.

LECTURA ACOMPAÑADA Y LECTURA SOLITARIA

Mientras la lectura se recitaba, resultaba natural que se hiciera “en círculo” y


su interpretación estaba bajo el control del grupo. Durante mucho tiempo, pare-
cía extremadamente impropio leer silenciosamente en presencia de otras perso-
nas, sin proponer compartir la lectura. La manera en que los oyentes recibían el
texto, lo comentaban, y lo discutían constituía naturalmente una parte del esta-
blecimiento de su significado. La lectura de las novelas de Rousseau durante el
siglo XVIII dio lugar a grandes momentos de emoción compartida y torrentes
de lágrimas colectivas. La lectura colectiva de los periódicos era un ritual de las
sociedades políticas, tanto en París, con los pequeños periódicos distribuidos a
mano durante la Revolución Francesa, como en el resto de Francia, con la difu-
sión de la prensa de gran tirada que llegaba a los cafés de provincia durante los
siglos XIX y XX. La lectura silenciosa se llevaba a cabo más “en privado”, en una
actitud solitaria y por tanto un tanto asocial. Las autoridades religiosas y políti-
cas denunciaban constantemente los riesgos que suponía una práctica de ese tipo
para el orden social. Las “malas” lecturas de libros impíos, subversivos, o inmo-
rales se podían hacer más fácilmente en soledad que en los círculos familiares o
sociales. La pintura del siglo XVIII a menudo representaba mujeres lectoras,
apartadas en la intimidad de sus aposentos para leer una novela, un género lite-
rario fuertemente condenado por la Iglesia. De este modo, se creó una asociación
entre las lecturas solitarias y los libros prohibidos. Así, los riesgos de contrasen-
tidos en el texto eran aún mayores, con las consecuencias que ello comportaba.
Cuando los liberales explicaban por qué se sentían tan ligados a fomentar la
escolarización del pueblo, a principios del siglo XIX, siempre argumentaban
que era necesario enseñar a leer para limitar los efectos devastadores de las nove-
las y contrarrestar el efecto de los libros subversivos, revolucionarios (como
Proudhon), que podían embaucar a los lectores ingenuos (sobre todo a las lecto-
ras) incapaces de distinguir la realidad y la ficción, utopía y proyecto político.
Había que escoger las lecturas populares para evitar otra Revolución. Por este
motivo, una institución como la escuela representaba un doble papel. Debía
estar ligada a la conquista de la lectura autónoma, que constituía un incentivo
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eficaz para el progreso y la emancipación de los lectores, porque les permitía
acceder a ideas ausentes en el entorno inmediato de la familia rural o de la parro-
quia cristiana. Pero en ningún caso debía dejar al lector libre para leer lo que qui-
siera y como quisiera. La lectura pautada por un maestro enseñaba al lector nova-
to cómo leer y qué significaban los textos que le habían sido recomendados. Esta
era la razón por la que, mientras la lectura silenciosa se imponía en todos los
niveles cultos, en la escuela, la lectura recitada, lenta y comentada colectivamen-
te seguía siendo una práctica esencial dentro del aprendizaje intelectual.
Pero habría que esperar hasta el siglo XX para que la lectura oral dejase de ser
una práctica social común. Mientras existieran analfabetos, personas adultas con
un bajo nivel de escolarización o que no hacían uso de gafas, se producían, por lo
menos en el entorno popular, situaciones corrientes de lectura oral (lecturas del
correo, de periódicos). En cambio, a partir de los años 60, los pedagogos innova-
dores arremetieron bruscamente contra el hábito escolar de hacer leer a los niños
en voz alta, porque consideraban que se trataba de un método arcaico de apre-
hensión de textos, en completo desfase con la práctica social de la lectura. Inclu-
so veían en este ritual escolar una de las causas del fracaso de algunos niños, que
pensaban que leer era oralizar y no intentar comprender un texto, cosa que a un
lector experto le resultaba más fácil hacer con los ojos. Algunos pedagogos, des-
pués de analizar el acto de lectura como un proceso ideo-visual, querrían incluso
que se prescindiese de la oralización desde el inicio del aprendizaje. De hecho,
actualmente sabemos que esta etapa es indispensable, porque nuestro principio
alfabético se basa justamente en codificar las correspondencias entre fonema y
grafema, es decir, entre el oral y el escrito. Es necesario que los niños compren-
dan los puentes que existen entre el lenguaje que hablan y los signos escritos en
el papel. La segunda razón es que la recitación es la manera más simple para que
el profesor sepa qué es lo que el alumno ha comprendido del texto que tiene ante
sus ojos: las dudas, los errores de pronunciación, la capacidad de leer bloques de
palabras de una vez. Todas estas maneras de leer proporcionan al maestro infor-
mación eficaz sobre cómo el alumno construye con más o menos esfuerzo y acier-
to el sentido del texto a medida que lo va leyendo. En cambio, el procedimiento
actual consiste en pedirle una pre-lectura silenciosa antes de oralizar De este
modo el alumno puede preparar la lectura “en su mente” y reconocer previa-
mente las palabras de manera silenciosa antes de leer en voz alta. Vemos cómo las
prácticas de lectura han entrado poco a poco en el ámbito escolar y han modifi-
cado las exigencias de los profesores así como las costumbres de los lectores nova-
tos (Chartier y Hébrard, 1989). Los niños aprenden muy rápidamente que el
objetivo es lograr una lectura autónoma, o lo que es lo mismo, silenciosa.

LECTURA Y MEMORIA DEL LECTOR

No obstante, esta soledad ante la página, que sin duda tiene muy poca acep-
tación entre algunos niños, no nos debe llevar a engaño sobre la libertad del lec-
tor. Si el sentido de un texto se va estableciendo a medida que se lee, éste tam-
bién depende del saber acumulado anteriormente, ya que orienta las expectativas
y la atención de la persona que lee. Tratándose, por ejemplo, de temas de actua-
lidad, los medios de comunicación audiovisual (radio, televisión) preceden a la
lectura de los periódicos con sus selecciones de noticias juzgadas importantes o
no y con sus comentarios. La recepción de libros recién publicados (ensayos,
novelas) ya está preparada por todo lo que se comenta en las ondas, las pantallas
de televisión y los periódicos, de manera que el lector, sea consciente de ello o no,
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está influenciado en sus elecciones y en sus opiniones por esquemas de interpre-
tación preconcebidos. Por este mismo hecho, los lectores se identifican con
“comunidades de interpretación” (por ejemplo, con la orientación ideológica del
periódico que compran). Estas orientaciones son a la vez una ayuda y una limita-
ción en la manera de comprender y pensar. La soledad del lector frente al texto
está llena de todo el saber social que ya tiene en su cabeza, sin saberlo, en el
momento de abrir la página.
La necesidad de unos conocimientos previos se encuentra hoy bien referencia-
da en la lectura de textos informativos de carácter científico. En un estudio sobre
este tema, se demostró que los lectores, expertos en su campo, tienen más difi-
cultad para leer y retener textos que se salen de su área de conocimiento, mien-
tras que para los especialistas del tema, los mismos textos no presentan ninguna
dificultad. Estos experimentos se llevaron a cabo con artículos de enciclopedia, es
decir, con textos escritos destinados a cualquier persona con un buen nivel de
cultura general. De este modo, los músicos eran incapaces de retener y jerarqui-
zar correctamente las ideas contenidas en un artículo sobre el láser, mientras que
los físicos cometían más errores de interpretación en un resumen de un artículo
sobre la historia de la notación musical. Así pues, una vez que se domina el códi-
go, parece que, lejos de ser un instrumento universal de adquisición de conoci-
mientos, para que una lectura sea fecunda exige la existencia de un saber que
pueda relacionarse con lo que estamos leyendo en el texto.
Lo que es válido para los contenidos de los saberes científicos vale igualmente
par las formas culturales. Cuando aparece un texto que rompe bruscamente con
las costumbres del público, es decir con sus cánones estéticos y sus expectativas
en materia de ficción, se le considera escandalosamente inaceptable. De este
modo, se estudió en el siglo XIX, el juicio que recibió Flaubert por Madame
Bovary, o “Flores del Mal” de Baudelaire. En los dos casos, novela o poesía, el
contenido (por ejemplo, presentar como heroína de novela a alguien que no vive
ni hace nada heroico, más bien al contrario) y la forma empleada para traducir el
contenido parecía inaceptable para los censores. Flaubert llevó a cabo una revo-
lución formal en el campo de la novela, Baudelaire hizo lo mismo con el arte
poético al rechazar suscribir los cánones del romanticismo. Pero estos nuevos
textos forman nuevos lectores, crean “nuevos horizontes de expectativas” (Jauss,
1970), tanto que los textos rechazados muy pronto serán imitados y se converti-
rán a su vez en referencias del nuevo clasicismo. Las nuevas rupturas literarias se
hacen posibles: el surrealismo entre guerras, el manifiesto de la “nueva novela”
en los años 60 muestran que siempre hay algo legible por conquistar, ya que con-
tinúan forjándose nuevas formas de escritura para dar cuenta de las experiencias
no descritas, de realidades inéditas o de cuestiones impensables.

¿DIVERSIDAD DE INTERPRETACIONES O JERARQUÍA DE


COMPETENCIAS?

Sin embargo, los individuos tienen posiciones muy desiguales ante las infor-
maciones, aunque estén preconstituidas, que se mantienen muy alejadas de ellos
y con las que no siempre pueden interactuar y “discutir”, como en el caso de la
lectura colectiva. Incluso cuando la lectura se ha convertido en una competencia
casi universal, siguen existiendo grandes diferencias sociales en las maneras de
leer, es decir, de interpretar los textos. ¿Debemos entender estas diferencias como
los signos de una diversidad cultural, al fin y al cabo enriquecedora, o más bien
al contrario, tomarlos como indicios de desigualdad que cualifican a unos y
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estigmatizan a otros? De hecho, no podemos hablar de desigualdades culturales
como hablaríamos de las desigualdades económicas o sociales, porque los bienes
culturales son bienes simbólicos. Tienen valores de uso y de intercambio que se
escapan del mercantilismo, aunque exista una industria y un mercado de bienes
culturales. Para poder hablar de desigualdades culturales nos tenemos que referir
a una norma de recepción. En el caso de lecturas informativas, en las que existen
criterios objetivos de la buena comprensión de textos, se puede hablar de desi-
gualdades entre lectores. Los hay que leen sin dificultad, los que llegan a com-
prender con un poco de atención y los que piensan que algunos textos son dema-
siado difíciles para ellos. Se podrían idear mecanismos de ayuda para paliar estas
desigualdades. En el caso de las lecturas funcionales, que remiten a unos actos,
nos encontramos ante la misma situación: algunos pueden apoyarse en los textos
para actuar de un modo determinado, otros no. En cambio, en el caso de las lec-
turas culturales, en las que se ponen en juego los gustos, valores e intereses per-
sonales de cada uno, el abanico de posiciones personales es mucho más amplio.
Es posible aceptar una lectura “masculina” o “femenina” de una misma novela,
como lo muestran hoy día los gender studies en Estados Unidos. Es posible agru-
par modalidades nacionales en la lectura. Un experimento se llevó a cabo con la
novela de Agota Christov, el Gran Cuaderno: se demostró que este libro se inter-
pretaba de modo distinto según si se leía en Francia o en Hungría, en Alemania
o en España. También es leído de modo distinto según si los lectores han vivido
o no la última guerra: la experiencia histórica personal de los lectores interfiere
en su lectura.
En cambio, hay instituciones que se ocupan de elaborar normas de lectura: la
crítica literaria o la escuela son instituciones de este tipo. La escuela hace eleccio-
nes de lecturas para las nuevas generaciones y selecciona de entre el corpus de
todo lo legible aquellos textos que estima convenientes para constituir una cul-
tura común. Esto se hace no sin dificultades, y hay momentos de crisis en los que
la necesidad de renovar el corpus de textos para leer o el modo de abordarlos da
lugar a conflictos y laboriosas negociaciones en el ministerio de Educación. Aun-
que los profesores siempre tienen un margen de maniobra en la interpretación de
las directrices oficiales que se desprenden de esas elecciones, cada uno es cons-
ciente de que no son los gustos de los niños los que priman en el colegio. Los
profesores son los encargados de dar a conocer los textos que, sin su mediación,
quedarían fuera de la capacidad de los alumnos, porque no pertenecen a su entor-
no y resultan demasiado difíciles. De este modo, el colegio contribuye a la crea-
ción de un espacio de referencias compartidas. Las referencias literarias de una
época tienen que ver con el trabajo de aculturación que la escuela lleva a cabo con
las jóvenes generaciones en un momento dado de la historia. Actúa como una
gigantesca máquina de hacer leer, de la que se ven los efectos a la vez en los con-
tenidos de los textos y en las formas de lectura que se perpetúan más o menos en
prácticas sociales, según si los objetivos de las escuelas se han conseguido o no.
En cambio, por lo que respecta a las lecturas libres del mundo adulto, los relevos
culturales producen efectos mucho más contrastados socialmente.
Es comprensible que muchos adultos y niños prefieran saciar su curiosidad y
su imaginación viendo la tele, que ofrece la ventaja de ser, de entrada, un medio
colectivo, porque puede ser vista por varias personas a la vez y comentar entre
ellas lo que han visto al mismo tiempo. Varias encuestas recientes muestran que
el amor por la lectura no tiene que ser necesariamente la consecuencia de una
buena escolarización, y que una cuarta parte de los buenos alumnos no leen por
placer personal, sólo lo hacen por necesidades escolares. Los videojuegos o la tele-
visión ofrecen todo un mundo de imágenes que involucran a aquel que las mira:
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debe “jugar”, es decir, actuar. Según las encuestas realizadas entre los apasiona-
dos de los videojuegos, que en su mayoría son chicos, vemos que a este colectivo
a menudo no le gusta leer y se aburre en la escuela. Todo sucede como si al
mundo del lenguaje escrito le fuera imposible llenar la imaginación de algunas
personas, que para “ver” una escena en su cabeza necesitan que les sea represen-
tada analógicamente y no simplemente evocada. La escritura, como elemento
universal de evocación y de simbolismo del mundo, parece encontrarse con algu-
nas limitaciones frente a los nuevos medios audiovisuales, tal y como ya lo habí-
an presagiado los amantes del cine. Sin embrago, mientras que en los años 60-70
se pensaba, con la ayuda de Mac Luhan, que la televisión y el teléfono iban a des-
tronar a la lectura y la escritura, convirtiéndolas en medios de comunicación des-
fasados, al contrario, en la actualidad podemos comprobar que toda evolución
tecnológica exige, además del dominio de los medios audiovisuales que han
invadido nuestra vida cotidiana, un mayor dominio de la escritura. Así pues,
existen grandes riesgos observables en el hecho de que algunos fallos en el apren-
dizaje dejan a ciertos alumnos fuera de la cultura escrita. Estos niños están más
que nunca en peligro de exclusión social si no saben desenvolverse solos con las
escrituras de su entorno.

CONCLUSIÓN

El domino de la escritura es a la vez una necesidad y un poder. A lo largo del


tiempo, las necesidades de lectura y escritura han variado de forma considerable,
tanto cuantitativamente (¿quién necesita leer y escribir?) como cualitativamente
(¿qué se necesita saber leer y escribir?). La característica del siglo XIX fue crear
instituciones para enmarcar la lectura de toda la población, intentando promover
referencias compartidas por el conjunto del cuerpo social. Se trataba de textos
laicos y no tanto los religiosos, como en los siglos XVII y XVIII. Por el contra-
rio, el dominio de la escritura tenía, por entonces, ambiciones mucho más
modestas: la escritura debía acompañar los aprendizajes escolares y dar las com-
petencias necesarias para escribir en la vida privada (correspondencia familiar).
Así, el hecho de saber escribir, es decir, producir textos en el dominio público,
quedó restringido a una elite social. La masificación de la enseñanza secundaria
durante la segunda mitad del siglo XX, tuvo como primer objetivo dar a una
mayor cantidad de jóvenes, y más tarde a todas las nuevas generaciones, el poder
de la escritura. Simultáneamente a este hecho, las necesidades sociales en mate-
ria de escritura aumentaron, tanto para usos profesionales como para la vida coti-
diana. Los desafíos del siglo XXI son, pues, a la vez muy antiguos y muy nuevos.
Muy antiguos, puesto que se sigue tratando de asegurar la transmisión del cono-
cimiento básico, leer y escribir; muy nuevos, porque las exigencias sociales en
materia de escritura han cambiado y las modalidades de lectura y de escritura se
están modificando nuevamente, sin que se sepa aún cuáles serán las recaídas cul-
turales y sociales de las revoluciones tecnológicas que se producen ante nuestros
ojos.

Referencias
CAVALLO, G. & CHARTIER, R. (1997). L’histoire de la lecture dans le monde occidental, 2 volúmenes. Paris: Seuil
(Trad. cast.: Historia de la lectura. Madrid: Taurus, 1998).
CHARTIER, A-M. & HÉBRARD, J. (1989). Discours sur la lecture 1880-1980. Paris: BPI-Centre Georges Pompi-
dou (Trad. cast.: Discursos sobre la lectura. Barcelona: Gedisa, 1994).
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FÈBVRE, L. & MARTIN, H-J. (1958). L’apparition du livre. Paris: Albin Michel.
GOODY, J. (1977). The domestication of the savage mind. Cambridge: Cambridge University Press.
JAUSS, H-R. (1970). Literaturgechichte als Provokation. Frankfort: Suhrkamp Verlag.
MARTIN, H-J. & CHARTIER, R. (1989-91). L’histoire de l’édition française, 4 volúmenes. Paris: Fayard.

Extended Summary
Since the publication of Jack Goody’s (1977) seminal work, it has become
evident that writing is not simply the transcription of speech, but a symbolic
tool that: (1) has enabled relating and treating information that goes beyond the
oral culture; (2) has created a new reality; and (3) has established a new unders-
tanding of the world. This explains why for a long time writing remained the
kind of knowledge reserved only for a priviledged few, conferring them new
symbolic power. Over the centuries, the number of people who used this tool
changed spectacularly. Given this spreading from priviledge circles to increa-
singly more people, it has raised the following questions: Have those mental
activities underlying the mastery of written material remained identical over
time? Did Plato, Virgil, Montaigne or Rousseau read in the same way as we do
today? Although these issues are essential, they were not formulated for many
years. It seemed evident that reading was always reading, regardless of which
alphabet, language or text content was involved. Does reading not always invol-
ve the mental understanding of what an author has written through the use of
signs marked on a page? Since it is an activity that does not leave a trace (as
opposed to writing), for a long time it was viewed as a non-temporal activity
such as listening or contemplating.
Historians however have questioned the apparent lack of temporality of men-
tal activity. Lucien Fèbvre (Fèbvre and Martin, 1958) attempting to understand
the life and work of Rabelais, puts forth the concept of “intellectual tools” to
help capture perception and thinking categories proposed by this author —so
very characteristic of his time. By doing this, Fèbvre opened the way to the his-
tory of mentalities; a valid history not only for great figures but also for all peo-
ple.
Thus, the interest shifted from the books themselves towards the act of rea-
ding, which brought along an awareness of the complexity of an activity that
seems natural to those who routinely practice it. Although it was easy to unders-
tand that the content of reading could change constantly, it was difficult to
think that reading itself had not remained stable. Historians studying the role of
written material over an extended period of time have shown what changes have
taken place with respect to: (1) its social uses (what must be read and how); (2)
its symbolic status in different societies (public and private writings, sacred or
profane texts); and (3) the written material itself, writing accesories (e.g., what
we write with, on what, what is a book made out of), and how they are handled.
Today, this is easier to understand because with the emergence of electronic rea-
ding, habits are undergoing a revolution which is undoubtedly as important as
the one that took place with the emergence of the codex.

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