El malestar en la escuela media: algunas ideas para trabajar
Marcelo Urresti
Según la opinión corriente en los ámbitos educativos y especializados en la reflexión
pedagógica, la escuela media aparece en estos momentos como el tramo del sistema educativo que atraviesa por las mayores turbulencias y se enfrenta con la conflictividad más ostensible. Hay muchos indicios concretos que dan sustento a dichas representaciones: la escuela media tiene el más alto índice de abandono, los peores indicadores de eficiencia interna, los problemas más agudos de convivencia y hasta incluso los episodios más alarmantes de violencia física. Hay otro tipo de indicios que son de orden subjetivo o que por el momento no han sido dimensionados con el suficiente grado de transparencia y neutralidad y que no por ello dejan de ser preocupantes: existe entre los docentes del nivel, y especialmente entre los docentes de niveles superiores, la sensación más o menos comprobada de una pronunciada caída en el nivel del aprendizaje general de los alumnos, el reconocimiento creciente de una crisis respecto de las capacidades de transmisión que garantizan la institución y los cuadros docentes, y una visión predominantemente negativa sobre el alumnado que aparece indicado como poco comprometido con el estudio y su disciplina, inquieto, disperso y con serias dificultades para entrar en tareas en el aula, poco dispuesto a esforzarse fuera de los horarios estrictos de cursada y con habilidades inusualmente acrecentadas para negociar con las autoridades exigencias menos rigurosas y condiciones favorables para aprobar materias y dejarlas atrás como meros trámites. Esta caracterización puede sonar un poco abusiva por el efecto de su presentación en un solo párrafo, pero recoge a grandes trazos la forma en que se aproximan al fenómeno las generaciones adultas que pueden comparar históricamente distintas experiencias en el aula. No agotan el tema en su totalidad, desde ya, pero describen de manera aproximada un síntoma. En este contexto, los docentes de media suelen sentirse solos frente a una situación general que los supera y ante la cual no les queda más que rendirse a los hechos o actuar cínicamente sabiendo que no cumplirán jamás con la misión que se les encomienda. El ya famoso “malestar docente”, algo que es preciso remarcar que dista de ser una cuestión exclusivamente local, se genera entre sus múltiples factores, primero, en un olvido social que se recuerda con amargura cada vez que se cobra el sueldo, segundo, en el solitario cuerpo a cuerpo que se sostiene cotidianamente en aulas mayoritariamente pobladas por “alumnos no deseados”, tercero, en el diálogo diferido y complejo que se mantiene con las autoridades de la escuela y del sistema, normalmente aquejadas por otras urgencias y, cuarto y especialmente, en la relación de doble vínculo que se mantiene con unos padres tan preocupados por la acreditación y el respeto que la institución y el docente le deben a sus hijos, como por la simétrica ausencia que manifiestan cuando sus hijos presentan problemas evidentes de aprendizaje o de convivencia con los que la escuela apenas puede lidiar. En una situación semejante, no caben dudas de que la escuela media está tensionada, asediada por distintos flancos, con un conjunto de exigencias que parecen muy complicadas para ser superaradas satisfactoriamente en la presente coyuntura. Esto ha despertado múltiples reflexiones ensayadas con el fin de comprender las dinámicas en curso para procurar la reversión de los efectos más negativos: pueden encontrarse estudios provenientes de diversas disciplinas, que ponen su foco en factores externos – como los medios de comunicación o la familia- e internos –como la estructura del sistema o la formación docente- que intervienen en la institución, en los actores –los docentes, los alumnos- o en los procesos de intercambio que en ella tienen lugar. No es este lugar el adecuado para profundizar en ellos, dado el espacio acotado del que disponemos. Aunque, sin embargo, tomaremos algunas ideas que circulan corrientemente con el fin de evaluar las oportunidades que pueden esconder y que pueden ser aprovechadas para movilizar energías productivas al interior de la institución, en los alumnos y en los docentes, para que la convivencia pueda mejorar y la calidad de la educación se acerque a los objetivos planteados por la institución. Una de esas opiniones corrientes es que los alumnos son apáticos y están poco motivados para el estudio. Sin afán de desmentirlo, siempre hay jóvenes que son más difíciles que otros para incluir en el trabajo colectivo o para motivar en el deseo de conocer. El problema que en la actualidad despierta tanto resquemor puede radicar en que el número de esos alumnos haya crecido hasta volverse mayoritario o que su peso específico curve la normalidad de los grupos en los que se encuentran. No lo sabemos con certeza y merece ser estudiado en profundidad. De todas maneras, hay que admitir que es cierto que con creciente fuerza los nuevos sectores sociales que llegan a la escuela media no provienen de los mismos sectores para los que fue pensada y por los que fue tradicionalmente poblada. Los nuevos alumnos secundarios no responden al modelo de “alumno esperado” por los docentes o, como mínimo, aquel para el que fueron preparados. El nivel mayor de motivación inducida que esos alumnos pueden exigir por parte del docente para ponerse en tareas, puede ser leído desde cierto punto de vista como desinterés y desmotivación, algo que el alumno esperado no traía tradicionalmente en sus mochilas o si lo traía, podía ser despachado fácilmente como un síntoma familiar o psicológico con una estampilla que lo depositaba en un servicio especial o de apoyo. Esta situación de alta exigencia en atención y paciencia suele producir en los docentes un importante nivel de frustración y desgano en la medida en que el trabajo deseado, en condiciones pedagógicas óptimas, no se realiza como se pensaba o esperaba, avanza de una manera mucho más lenta y se topa con dificultades recurrentes. Es indudable que la desmotivación y el cansancio de los docentes se relaciona con la diferencia que surge del tipo de alumno que se espera respecto del tipo de alumno que se recibe, en primer lugar de su cualidad, y luego, de su cantidad. Ante este desafasaje de magnitudes no se puede pensar en tareas simples que resuelvan mágicamente la situación conflictiva en el nivel de aula o de la interacción. Hay que tratar de articular la mayor cantidad de factores que permitan resolver en el nivel superior del sistema, con acciones integradas, esta compleja situación. En primer lugar, la solución no puede ser individual. Hay que partir de la construcción de un docente colectivo que sea capaz de articular un grupo de enseñantes compacto, solidario y altamente operativo. Y el sistema y las escuelas deben aplicar recursos materiales suficientes para hacerlo factible, fortalecerlo y darle continuidad. Como cualquier docente con experiencia sabe, no todos los alumnos se comportan de la misma manera ante todas las disciplinas ni ante todos los docentes. El docente colectivo puede articular con mayores niveles de probabilidad el perfil de los intereses de los alumnos para potenciarlos mutuamente en el trabajo coordinado, justamente en las materias que puedan resultar de bajo interés. Y si los intereses son muy magros, tiene que tratar de detectarlos y multiplicarlos en un trabajo común que aproveche la fuerza de atracción de unas materias para que beneficie el magnetismo menor de las otras. Para ello es necesario que ese cuerpo docente colectivo tome parte en la orientación futura de la carrera de estudios o de trabajo de los alumnos, actualizando su información sobre este punto y activándola institucionalmente con el fin de traccionar los intereses de los alumnos más allá de la mera educación media, que como sabemos por las estadísticas es un paso intermedio en la formación de los adolescentes que tendrán las mejores oportunidades para convertirse con el tiempo en adultos exitosos. Entre los sectores de bajo nivel educativo o de escasos recursos materiales es usual que no se tenga información suficiente sobre carreras cortas, estudios alternativos o disciplinas nuevas o en formación, que pueden ofrecer futuros interesantes en el plano material y profesional para adolescentes que por defecto van a tender a desear incluirse en carreras tradicionales, que son las más visibles y conocidas, y que dicho sea de paso, están cada vez más desvalorizadas y con menores posiblidades de acceso, egreso y futuro laboral, salvo que se cuente con el capital social de una familia que colocará de una manera exitosa a sus propios hijos en los primeros puestos de la fila. El docente colectivo entonces debe aconsejar “impulsando hacia adelante” con el fomento de una vocación que familiarmente no está apuntalada, construyendo mediano y largo plazo en la vida de los adolescentes, llenando de sentido la experiencia educativa del presente, especialmente para aquellos que provienen de familias que en este plano corren con desventaja, esto es, las de escaso nivel educativo alcanzado. Sin eso, para muchos que llegan por obligación, la escuela media seguirá vaciada de sentido, sin sustento en sí misma, un peligro que la acecha desde hace unos años. Otra herramienta para trabajar en esta dirección es la evaluación diagnóstica, tan largamente enunciada como evitada. Hay que reivindicar el peso de esta herramienta, pero no pensarla únicamente desde el punto de vista tradicional, esto es, para saber el capital enciclopédico de los alumnos, sino para saber cuál es el perfil subjetivo que manifiestan, no sólo sus conocimientos previos, que son importantísimos pero que no los agotan, sino su situación vital, su conformación familiar, el barrio y los problemas con los que interactúan cotidianamente, su representación de la escuela y el estudio y el valor que le dan o no en su imaginario general, y muy especialmente, sus gustos y preferencias, sus prácticas cotidianas, sus deseos y sus motivaciones, y no para hacer de la escuela un videogame, como temen algunas voces alarmadas, sino para saber desde donde se parte, con que se cuenta y que hay, cuestiones normalmente ignoradas o confiadas a la pura experiencia áulica individual, eventualmente compartidas en reuniones de profesores, aunque siempre insuficiente para tomar decisiones serias y sustentables porque surge de la evaluación espontánea, siempre acosada por los prejuicios. Para mostrar solo un ejemplo, compartido por todos, todo docente de media sabe intuitivamente que los consensos cognitivos de sus alumnos han cambiado: los medios masivos e individuales de comunicación, las nuevas tecnologías de la información, la cultura audiovisual del entretenimiento son algunas de las agencias colectivas que se sabe que afectan profundamente la socialización y las subjetividades que emergen entre los adolescentes. Sabemos por lo general lo que no tienen, sus déficits y pérdidas respecto de lo que el dispositivo educativo exige y estos medios le han restado. Pero ¿sabemos con la misma precisión y sin prejuzgar cuáles son los estilos cognitivos que portan, las herramientas que utilizan cuando intentan resolver algún problema o los repertorios comunicativos que manejan entre ellos o con sus padres en sus interacciones cotidianas? Sin dudas que allí se esconde otra oportunidad que no ha sido suficientemente estudiada y que puede ser parte de una agenda de trabajo interesante y prometedora para el docente colectivo. Es también opinión corriente que las culturas juveniles son un factor importante para comprender las motivaciones de los adolescentes. Las culturas juveniles son otro factor sobre el que se trata de profundizar con el fin de mejorar la actuación de las instituciones educativas y la llegada de su mensaje. Por lo general se ha hecho un énfasis sobre el carácter negativo de las mismas y su competencia respecto de la cultura escolar, especialmente al centrarse en el hecho comprobable de que mientras aquellas profesan los valores del entretenimiento y el placer, la electividad y el disfrute, el tiempo de ocio y las opciones siempre abiertas, la cultura escolar tiende a presentarse de manera disciplinaria y obligatoria, heterónoma e impuesta, funcionando en un ámbito cerrado, reglamentado y sobre la base de una lógica del deber. Planteada de esa manera, la relación entre escuela y cuturas juveniles no puede ser otra cosa que disyuntiva, competitiva y antagónica. Como si se tratara de un juego de suma cero, lo que una gana, debe ser cedido por la otra y viceversa. En este sentido es que proponemos trabajar más que nada en los puentes y en los elementos comunes que se plantean entre ellas, con especial énfasis en el relieve que debe dársele a las ideas de crítica y desobediencia a la tiranía que son verdaderos motores que impulsan a la búsqueda de la autonomía, no solo en los adolescentes sino en todos, y que representan valores que son educativos por excelencia desde tiempos inmemoriales, que es posible registrar en la antigüedad clásica, y que toman fuerza a partir de la modernidad, con el corolario reivindicativo publicitado a voz en cuello por la sobremodernidad. Y la autonomía exige la crítica, moviliza la sana sospecha epistemológica y la desobediencia a repetir lo establecido, valores fuertes en las culturas juveniles que pueden ser aprovechados por la escuela, porque si bien es cierto que las culturas juveniles son antiescolares en alto grado, eso no significa que sean antieducativas, al contrario, están a favor de la elaboración, de la experiencia personal, del juicio propio, en suma, de la crítica, un espíritu que debe ser cuidadosamente tratado y multiplicado. Esos valores están profundamente “encastrados” en lo mejor de ambas culturas, la escolar y la juvenil, y si se parte de la situación especial en la que se encuentran los adolescentes, esto es, en la búsqueda de la identidad por la que navegan tensionados entre las más automáticas mímesis grupales y las más radicales reacciones diferenciadoras, no caben dudas que el docente colectivo tiene una nueva oportunidad para trabajar afianzando simultáneamente a la educación, a la escuela como ámbito privilegiado de la misma, a las culturas juveniles y a los mismos adolescentes en sus búsquedas de autonomía. Finalmente, una última oportunidad a la que nos referiremos es la que se presenta con la llamada sociedad del conocimiento. Nunca en la historia fue tan estratégico como en la sociedad contemporánea el manejo adecuado de información pertinente. Es el principal factor de producción y de agregación de valor en las cadenas productivas y justamente es la escuela la institución encargada de transmitir las herramientas cognitivas que harán posible su manejo, producción y acrecentamiento. En este sentido es que hay que darle a las instituciones iniciales e intermedias el valor que tienen como preparatorias de los recursos humanos necesarios para que dicho proceso se multiplique productivamente en el futuro inmediato. Es una cuestión eminentemente política, que afecta al sistema educativo en la cúspide del procesos de toma de decisiones, pero que también afecta a la responsabilidad del docente colectivo en las instituciones mismas, en el nivel encargado de preparar a los futuros participantes que tendrán la idoneidad necesaria para tomar parte en dicho juego. De manera tal que debe poder adaptarse a los ritmos y los modos en los que se produce dicho conocimiento: en forma colectiva y asociada, con énfasis en las inclinaciones personales de los participantes, con una forma disciplinaria múltiple y compleja, no compartimentada por un solo lenguaje o práctica, motivada en la capacidad reflexiva de desaprender lo aprendido aprendiendo a aprender, como reza la fórmula del deuteroaprendizaje acuñada por Bateson, base de un saber crítico que es imaginativo y lúdico y que no debe relegarse exclusivamente al nivel superior de enseñanza. Esta cuestión es disciplinaria y didáctica al mismo tiempo y debe tender a superar dicha dicotomía, ya que los programas de enseñanza suelen quedarse atrasados respecto de las prácticas de producción cognoscitiva, algo que con su debida escala puede ponerse en juego en cada aula de la escuela media. Profundizar en la curiosidad de los alumnos, trabajar sobre problemas con interdisciplina, transdisciplina y espíritu epistemológico crítico, son algunas de las oportunidades que el mundo del conocimiento actual ofrece para que el docente colectivo se encuentre con su discípulo colectivo en un diálogo reflexivo, profundo y enriquecedor. Queda por delante que la escuela se convierta en ese lugar de juego y aprendizaje que alguna vez fue, que no sabemos bien cuando se disoció, pero que reclama esa unión, situación que junto con el reconocimiento debido e integral de la persona del docente ayudarán a superar el malestar que hoy la recorre.