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A Joaquín

A Yolanda
A Tatún

KLEINE HERBERT
La Novela Familiar de una Fobia

El Alazán galopaba desbocado por la ladera de la montaña. Atardecía. El joven


malamente se aferraba a sus crines con menos fuerza que desesperación. Su pelaje
casi anaranjado le daba a la escena un efecto de fenómeno celeste, de meteorito
incandescente surcando el obscuro firmamento. Repentinamente el caballo se frenó y
Harold tuvo que esforzarse para no caer apretando las piernas contra los flancos.
Quizá hubiese visto algo que lo asustó, quizá solo respondía a la fuerza de su instinto.
Imposible descubrir por qué empezó a corcovear. Entonces, sin saber cómo en medio
de ese jaleo, sus ojos la vieron acercarse corriendo torpemente, tropezando con una
rama, gritando algo que él no pudo escuchar. Solo su boca y su cuerpo se movían en
cámara lenta en dirección a él con una mueca de ingente terror. Por un instante el
mundo se detuvo. Nunca tan bella, tan luminosa. Siempre fue su niña. Aunque él fuese
su hermano mayor. Desde pequeña sintió ese calor como de protegerla de todo, de
tenerla contra su pecho bávaro, de dormir abrazado a ella como la felicidad soñada.
Como un epinicio. Harold casi no tuvo tiempo para pensar qué sucedía, ni para articular
palabra. Solo sintió como su cuerpo cruzaba el aire y se rompía contra un pedregal.
Casi desvanecido, vio con el rabillo del ojo como Olga estiraba sus manos queriéndolo
alcanzar. Ella se arrodilló. Lo colocó sobre su regazo. Lo abrazó. Le susurró para
tranquilizarlo: “Quédate quieto, ya vendrá el Dr. F., él te curará”. Mientras le acariciaba
los rubios cabellos cayó en la cuenta que el balanceo de su cuerpo meciéndose la
hacía sentir que lo acunaba. Comenzó a arrullarlo suavemente con una tradicional
canción de cuna:

“Hänschen klein/ Ging allein /In die weite Welt hinein /Stock und Hut/ Stehn ihm gut/,
Ist gar wohlgemut/. Aber Mutter weinet sehr /Hat ja nun kein Hänschen mehr
/Da besinnt sich das Kind, /Läuft nach Haus geschwind. /Liebe Mutter, ich bin da
/Dein Hänschen/ tra la la /Bin bei dir, /Bleib' bei dir /Freue dich mit mir! ”?.
Mientras le susurraba al oído, lo acunaba como a un niño. Casi como si fuera su
niño. Entonces él le dirigió su última mirada. Una mirada llena de ternura y le sonrió
beatíficamente. Por un momento, Olga sintió paz. En ese instante comprendió que su
hermano ya estaba con Dios Padre.
Despertó sobresaltada, empapada. El corazón le galopaba iracundo. Las
imágenes eran tan vívidas que tardó en comprender que era un sueño. Cuando
finalmente volvió en sí, tenía su cabecita pegada a su pecho, entre las curvas que sus
pechos dibujaban bajo la ropa de cama. Le acarició tiernamente sus cabellos húmedos,
sudorosos por el calor corporal. “kleine Herbert”, susurró con más temor que afecto. No
entendía por qué nunca había sentido devoción por su único niño. Solo como una
lejana ternura. Quizá lo culpase de su aburrida vida de ama de casa, quizá extrañara el
teatro, la actuación. Quizá solo fuera eso. “mein Kleine”, volvió a decir sin acariciarlo,
como forzándose al cariño.
La melodía de la canción de cuna se le entrometía en su conciencia como un
pesado moscardón. Intentó ahuyentarla, tratando de recordar la técnica que el profesor
le enseñó para entender lo que los sueños quieren decir. Pero nada logró. Solo deducir
lo obvio: que el Dr. F. que lo sanaría, era su antiguo terapeuta. Pero ¿por qué pensar
en un neurólogo devenido psicólogo para curar heridas causadas por traumatismos?
Ya no pudo volver a conciliar el sueño. La imagen de su hermano mayor muriendo
mansamente en sus brazos la angustiaba tanto como la tranquilizaba. “Sería una
muerte mucho mejor que el suicidio”, pensó. “Al menos estaría con él a la hora de
encomendarse a Dios Padre”. Desde su tratamiento con el Profesor Freud se había
acostumbrado a referirse al Creador de esa manera. Herr professor se lo había dicho
un día con un dejo de ironía: “Dios padre tuvo la amabilidad de hacer morir a su padre
antes que vd. cumpliera el año de vida”. Desde entonces, cada vez que nombraba a
Dios no podía evitar hacerlo de esta manera. Todavía recordaba sus encuentros
diarios con el profesor. Tenía diecinueve años y Olga era una aspirante a actriz,
constantemente elogiada más por su intrigante belleza que por sus dotes actorales.
Corría el verano de 1897. Su cabeza era un constante barullo, que ella intentaba
organizar a fuerza de pensamientos repetitivos y sistemáticos. Padecía de lo que el
profesor llamaba “Representaciones obsesivas”. También cometía actos compulsivos,
siguiendo obscuros designios, aparentemente sin motivo. Actuaciones en donde casi
no era ella. Como una puesta en escena en donde el protagonista se hubiese caído de
la escena. Como un personaje interpretado en un escenario vacío, destinado para que
otro decodificara un libreto que ella misma ignoraba. De estas actuaciones
compulsivas, no muchas se las contaba a Herr Professor. Prefería ocultarlas,
desafiando la regla fundamental de contarlo todo, por temor o vergüenza. El era, en
definitiva, un señor mayor que ella. Podría ser su padre. Y eso no estaba bien para una
muchacha vienesa decente en las postrimerías del siglo XIX.
Tras la muerte de su padre sus hermanos se habían hecho cargo de Olga,
mientras que su estricta madre se dedicaba enteramente a los quehaceres de la casa.
Solo ellos la consentían. En especial Harold. Quizá por eso la muerte de papá no se
sintió tanto. Distinto fue con los suicidios de Harold y Oskar. Ambos se dispararon con
no tanto tiempo de diferencia. Primero fue Oskar, pero nunca se hubiese imaginado
que Harold también lo haría. Quizá fuese demasiado sensible para soportar la muerte
de Oskar y de papá, o quizá un pesado secreto lo agobiara. Como fuere que sea, no
pensó en ella. Olga empezó a sentir algo parecido a la furia, pero luego se sintió
predominantemente angustiada.
Max roncaba pesadamente dándole la espalda. Todavía hedía a cigarro. Parecía
que nada perturbaba su dormir. En cambio ella no paraba de pensar. Sintió por un
momento que el barullo mental regresaba. Hacía tiempo que la pasión entre ellos había
desaparecido. Aquella época donde paseaban juntos por el Stadtpark, el parque
municipal del centro de la ciudad, tomados de la mano. Ella le contaba con pasión
sobre su tratamiento con el Dr. Freud, el descubridor de la cura para las
psychoneurosen. Había algo en la forma de escucharla que la había cautivado. Ni
siquiera arriba del escenario sentía que capturaba así la atención de nadie. Ella le
narraba las sesiones y el preguntaba minuciosamente, enarcando las tupidas cejas por
encima de sus gafas con su amabilidad de niño del Tirol, mientras detrás de los bigotes
una sonrisa prefulgente se instalaba con firme delicadeza.
Con el tiempo y el matrimonio comenzó a entender que Max se interesaba más
en el profesor y en el psicoanálisis que en ella. Con el correr de los años llegaron
también sus largas ausencias nocturnas, el olor a cerveza y a humo de cantina, las
sospechas de sus amoríos con cantantes de ópera de segunda categoría. Todo en
nombre de la música. Nunca estaba. Siempre ocupado. Cuando no eran las reuniones
de los miércoles en casa de Freud, era un estreno, o un encuentro con un músico
novato que necesitaba un favor. Olga se aburría enormemente y le costaba conectarse
con Herbie. En ocasiones el niño entraba al baño cuando ella estaba haciendo sus
necesidades pero a veces no tenía siquiera voluntad de reprenderlo.
Cada tanto se preguntaba si no estaba siendo demasiado tolerante. Todo por
culpa del estúpido de Max. Que aprenda. Que se encargue él. Que le pregunte al
profesor que parece saberlo todo, como si hablase con el buen Dios, pensó con sorna.
Pero lo que el profesor no sabe es cómo devolverle a su hermano. Tampoco cómo
devolverle a su marido.
Miró por la ventana. Comenzaba a amanecer. Necesitaba un cambio. No se
atrevía a separarse, aunque lo pensaba. Volvió a mirar a Herbert. Quizá el profesor
tenga razón. Quizá le viniese bien un hermanito con quien jugar. O tal vez una
hermanita. Alguien con quién entretenerse. Alguien de quien ocuparse que con el
tiempo también se ocupe de él. Entonces lo abrazó fuerte. Tan fuerte como nunca
antes. Alguien a quién cuidar, si. Eso es. Como Harold y ella.
II

Siempre le provocó una alegre sensación de inmensidad pasear por la ciudad.


Recorrer sus calles. Pensó que era una de las cosas que más lo acercaba a la idea de
felicidad. La palabra que le venía en mente era epifanía. No sabía por qué esa palabra
que nombraba una festividad cristiana era la que mejor representaba la sensación que
su alma sentía al caminar por Viena.

La ciudad lo embelesaba.
La vasta hermosura de sus jardines y edificios. El palacio real de Schönbrunn
frente al cual Max recordaba jugar de niño entre estatuas ecuestres y saúcos. La
elegancia de las vestimentas de hombre y mujeres, viajando en el straßenbahn,
mientras airosos jinetes montaban en caballos de pura sangre. Los carruajes de paseo,
majestuosos, tirados por corceles que parecían ejecutar pasos de baile al ritmo seco y
stacatto del látigo del cochero. También, se veían guardias montadas, con cueros de
leopardo y grandes cascos con plumas blancas, sobre caballos árabes.

La gente de su ciudad y sus costumbres, también lo enorgullecían: Para el vienés, un


día normal empezaba con un desayuno ligero con café o chocolate caliente, bollos, pan
y mermelada. Luego, los hombres suburbanos se disponían a dejarse llevar por los
Schnellbahn, prestos al trabajo. Al mediodía, después de un par de horas de labor,
llegaba el anhelado descanso, acompañado de una jarra de cerveza y un plato de
gulash o de Wiener Schnitzel. Si el Jause, el té de la tarde era frugal, entonces
Nachtmahl, la cena, debía ser suculenta.
Por las noches, con sus mujeres e hijos, daban plácidos paseos por el Prater,
donde, cuando reinaba el buen tiempo, las posadas -las bierstuben- se hallaban
repletas. Eran entonces frecuentes juegos y entretenimientos, y la música se dejaba
oír omnipresentemente: organillos de chillonas melodías, impetuosas bandas o violines
ejecutando los tradicionales valses vieneses. Era habitual verlos sentados en un
extremo de las tabernas, conversando de política con sus amigos mientras los mozos
sabían llevar con germana destreza un vaso tras otro de espumante bier, entre volutas
de humo que se elevaban hasta el cielo raso, de las pipas de espuma de mar, o los de
largos cigarros de Virginia.
En aquel tiempo, en la calle patrullaban oficiales del ejército austriaco, con
vistosos uniformes y guantes de cabritilla blanca. También los guardias imperiales de
Francisco José I, quienes marchaban hacia el viejo palacio, con sus uniformes
adornados con cordones rojos, breeches de cuero blanco y botas obsesivamente
lustradas, armados de alabardas. La gran ciudad aunque festiva y vivaz, plena de
color, sabía de los problemas que el imperio Austro-Húngaro estaba teniendo con las
provincias de los Balcanes y con un sector de los dirigentes húngaros que se negaban
a resignar la supuesta supremacía magiar sobre el resto de las razas que integraban el
forzado y variopinto Imperio. Era no demasiado difícil observar, en retrospectiva como
el vienés medio no imaginaba el aciago destino que a la Monarquía dual le esperaba.
Especialmente luego del descontento que generó entre los serbios el anexo al imperio
de las provincias orientales de Bosnia Herzegovina en 1908, lo cual terminaría con el
asesinato del heredero al trono, el archiduque Francisco Fernando, en Sarajevo. Sería
en junio de 1914 y desataría el infierno de la primera guerra mundial, en la cual
innumerables europeos perderían una gran parte de sus familias y amigos.
Max todavía recordaba con añoranza el pasado de la ciudad, en donde la
política todavía no había desgastado el fulgurante esplendor musical de una imperial
Viena, hermosa, jovial y cómoda, en la cual era difícil tarea no convertirse en músico.
En Viena, la música tiene el celestial don de la ubicuidad. La gente a su alrededor
cantaba y ejecutaba el violín, que durante la escuela secundaria, él llevaba todas las
noches a casas de amigos y tocaba cuartetos clásicos para cuerdas, con maestros,
funcionarios subalternos, o financistas, como algo sobreentendido. Los domingos,
tocaba las obras de Haydn o las misas de Mozart en los coros de las iglesias. En
excursiones o paseos a la vera del Donau, -el Danubio- todos cantaban coros y
cánones y, a fuerza de valses, el inmortal río se ponía más azul que nunca. Por las
noches, frente a los jardines de los restaurantes, o en los parques, se escuchaban los
conciertos de las bandas.
En la Ringstrasse, se podían observar distinguidos caballeros y damas, vestidos
con largas ropas negras de andar a caballo, regresando de sus cabalgatas matutinas
en el Prater. La surcaban coches y elegantes carruajes ingleses impulsados por
caballos escoceses de tiro, guiados por los propios aristócratas. La música militar
resonaba a la distancia y a veces se dejaba ver el emperador en un carruaje bajo y
abierto, acompañado por sus ayudantes y su viejo valet, sentado al lado del cochero al
frente de caballos tordos cuya blancura les confería un aspecto onírico.
En la Gause o El puercoespín rojo tabernas situadas en los intestinos de la
ciudad se podía ver frecuentemente a Brahms con sus amigos, frente a un bierseidel, y
en otra mesa a Antón Bruckner acompañado por sus alumnos, como Franz Schalk o
Ferdinand Loewe, quienes luego se convirtieron en directores famosos. Comiendo
lechón asado con repollo, bebiendo cerveza Pilsener lucían como cualquier otro
ciudadano común. Allí conoció a Gustav Mahler quien sería el director de la Staastoper
y padrino de su hijo Herbert.
Los días de fiesta, la cita obligada era en el Staats Oper, el palacio de la Ópera,
en el Ring. Después de un rato, los músicos poblaban el foso de la orquesta. Los
violinistas afinaban sus instrumentos y en lo alto revoloteaban pequeñas escalas como
mariposas. Las cuerdas ensayaban breves pasajes, y los bronces lanzaban tonalidades
prediluvianas, como gruñidos ferales en medio del bullicio de las voces orquestales.
Los sonidos continuaban creciendo cada vez más, como el zumbido de una tetera que
está por hervir. Luego se extinguían las luces de la sala, el gran candelabro se
apagaba con lentitud de ocaso y sólo se podía ver el resplandor espectral de las luces
sobre los atriles.
Entonces, para Max, comenzaba otra epifanía.
III
A pesar del matrimonio con Olga, Max Graf nunca había resignado sus
costumbres sociales. Aunque había quedado tempranamente cautivado por su fuerza
de carácter y su enigmática belleza, fue su intelecto el cual a la postre, robó su
corazón. Frau Hoenig se mostró desde el principio como una mujer muy despierta a
pesar de lo que su juventud y su profesión de actriz supondrían. Por más que fuese un
intelectual liberal, en muchos sentidos se consideraba a sí mismo como una persona
de corte clásico. De hecho la ocupación de Olga no le provocaba mucha simpatía si
ella pretendía tener fines serios con él. Como crítico musical en el fondo pensaba que
las mujeres no debían trabajar -mucho menos estudiar- lo cual consideraba
verdaderamente nocivo para el alma femenina predestinada al hogar y la maternidad.
En su opinión, la carrera de actuación era más adecuada en mujeres de dudosa
reputación y generosa delantera, más rápidas con el vaso que con la lengua.
Ese fue el motivo de la ruptura por cuatro semanas de su compromiso con Olga.
Pero durante una fiesta en la que estaba celebrando copiosamente, no sin sorpresa se
dio cuenta que extrañaba divertirse con ella. La recordaba con su abundante cabellera
obscura, sus tupidas cejas, sus ojos vivaces y su perturbadora figura. Se arreboló y una
desesperada excitación urgente se apoderó de él. Entonces le escribió una apurada
carta pidiendo restaurar el compromiso. Para su asombro para el momento en que
Olga estaría recibiendo su epístola, Max encontró que había llegado correspondencia
de ella confesándole cómo lo extrañaba. En ese momento en que los correos se
cruzaron, la coincidencia le hizo evidente que era la mujer con quien se casaría. Pero
debía ponerse firme con el asunto ese de la actuación.
En los últimos tiempos del matrimonio, ella se lo reprochaba permanentemente.
Sufría haber abandonado su vocación y se lo achacaba de tanto en tanto. Quizá no
explícitamente, sino con su languidez, su renuencia a todo tipo de trato social, su
lacunar inapetencia sexual, su permanente expresión de fastidio y sus indirectas.
También con la forma en que estaba criando a Kleine Herbert. Consintiéndolo,
metiéndolo innecesariamente en la cama para ocupar su lugar vacío en el lecho nupcial
durante sus intelectuales trasnochadas de cigarro, cerveza y faldas, o paseándose a
medio vestir por la casa. No obstante, Max percibía cierta desconexión entre Herbert y
Olga. Su hijo solía hacerle con naturalidad relatos de cómo jugaba las más de las
veces solo o con amigos imaginarios bautizados con los nombres de los niños y las
niñas que conocía en Gmuden durante las vacaciones estivales, mientras que en su
mujer percibía como una neblina en la mirada. Como de estar y no estar. Se
preguntaba en qué pensaba. ¿Extrañaría el escenario y sus compañeros de oficio?
¿Estaría rumiando pedirle el divorcio? Pues no creía posible que la causa pudiese ser
que aún extrañara a sus hermanos, suicidados hace años o a su padre, al que
prácticamente no conoció. Eso tenía que haberse resuelto durante el tratamiento con el
profesor, hace casi diez años. El sabía que uno de ellos, Harold, era su preferido. Era
quien seguramente había prestado su figura para que despliegue su complejo de
Edipo. A propósito de Edipo, a Max le resultó peculiarmente interesante llevar a
discusión a las reuniones de la Sociedad Psicológica de los Miércoles algo en lo que
hubo estado pensando últimamente: la presencia insistente de la letra H dentro de sus
afectos más cercanos en el decurso de su vida. No solamente por Harold, ni por
Hoenig, el apellido de su mujer. En especial porque era la inicial de su amor imposible:
su prima Hedwig. Durante su pubertad, en el colapso de sus hormonas, se pasaba
horas enteras dibujando su inicial, orgulloso por la belleza del trazo, suspirando con
anhelante languidez. Estaba determinado a que sus hijos llevaran indiscutiblemente
esa inicial. La inicial de Hedwig. Imaginando posibles nombres para ellos, para los hijos
que nunca tendría con ella: Harry o Hans, si fuera varón; Hanna si fuera mujer.
Finalmente concilió con Olga que su hijo se llamara Herbert, de sospechoso parecido
con Harold. Pero aunque consiguió su cometido, sentía un sabor agridulce. Logró tener
la H, pero no pudo tener el resto de su anhelada prima.
Tanto la añoraba que un día creyó verla paseando por la Hauptallee, frente al
Stadtprater. De visita en casa de su madre en Lainz, ella le confirmó que su amada
prima de Trieste había estado de visita en Viena. Max pensó inmediatamente que su
imaginaria visión era obviamente un hecho producto del amor que aún sentía por ella,
pero convenía plantearlo más como un extraño caso de telepatía.
Lainz era “la casa de su madre”, porque con Josef, su padre, no se llevaba bien.
Apenas si se hablaban. Su progenitor había sido extremadamente severo con él,
educándolo a la antigua. “A la antigua” quería decir imprimiendo duros castigos físicos
ante la mínima desobediencia. Kleine Max creció temiéndole a su padre. A partir de ello
se juró criar a sus hijos opuestamente: les daría libertad, los esclarecería con la verdad
en todos los temas de la vida y no los reprimiría. Ese temor se tornó en distancia y
luego prácticamente no tuvieron relación. Lo único que tenían en común era el hecho
de haberse enamorado de sus respectivas primas. Josef logró casarse con Regina,
pero su hijo solo pudo contentarse con mantener con Hedwig fenómenos telepáticos.
Max ignoraba que le quedaba poco tiempo si quería arreglar asuntos con él. No lo tuvo.
Su padre moriría tiempo después, en el verano de 1908, mientras su hijo terminaba de
resolver unos miedos patológicos. Esos serían tiempos intensamente turbulentos: la
mudanza, las angustias de Herbert, la recién nacida Hanna, su matrimonio con destino
de naufragio. Solo encontraría refugio en la música, en el psicoanálisis, en sus críticas
literarias y en otras mujeres, ninguna de las cuales lograba hacerle olvidar a Hedwig.
Aunque faltaba poco para ello y ya soplaban los primeros vientos de lluvia, Max no vio
venir la tormenta.

IV

Hacía diez años que Olga había consultado con Sigmund Freud, alentada por
los comentarios que el Dr. Breuer hacía de su novedosa cura para los enfermos de los
nervios. Tenía diecinueve años y muchos problemas. No solamente había perdido a su
padre y a sus hermanos trágicamente sino que la convivencia con su estricta madre no
era fácil. La crió con severidad prusiana. A pesar de ello, o a causa de ello, Olga hallo
refugio en el teatro. Primero como espectadora, luego como aspirante a actriz. El
imaginario mundo teatral y los ejercicios de actuación, prestaban soporte para
desplegar sus dragones interiores. También eran el contexto donde acontecían sus
actos enigmáticos, compulsivos, inexplicables, y a veces levemente promiscuos. Como
si una fuerza la empujara a hacerlos sin que medie reflexión alguna, para después
“limpiarse” con pensamientos estrictos y ordenados; y con ceremoniales repetitivos.
Con anhelos de ser rescatada de esa locura, se dirigió al distrito IX, al oeste del
Donau Kanal, uno de tantos distritos circundantes del Ring, el anillo céntrico de la
ciudad. Llegó a la entrada de puertas de madera de medio punto del burgués edificio
del número 19 de la Bergasse, una calle ancha y empedrada de veredas angostas y
pronunciada pendiente. Cuando traspasó el vano de la puerta de calle debió caminar
unos metros por el pasillo de baldosas. Al final del pasillo se veía una puerta de vidrio
que daba al verde patio interior de la vivienda. A mitad de camino del pasillo, una
escalera curva de piedra custodiada por barandas de herrería artística, permitía
acceder al primer piso donde funcionó el consultorio de Freud desde que quedó
vacante en el otoño de 1896 -luego que su antiguo inquilino, un constructor de relojes
abandonara el departamento que utilizaba como taller luego de una explosión- hasta
1908, cuando se mudó un piso más arriba. En ese segundo piso se encontraba la
residencia particular de Freud, que en aquellos años se comunicaba con el consultorio
por una escalera trasera. Luego de la mudanza de 1908, el consultorio estaría a la
derecha, en el número 6, mientras que su numerosa familia vivía con él en la puerta de
enfrente, a la izquierda del pasillo en el departamento número 5.
Al llegar al primer piso, golpeó la puerta de madera con timidez pero con firmeza.
Cuando Sigmund apareció, lo primero que la sorprendió fue su aspecto. Lo imaginaba
mayor, más alto. Sus hombros, llamativamente caídos, le conferían una extraña
postura corporal. Tenía el pelo renegrido, peinado hacia el costado y una tupida barba
con bigotes a la francesa enmarcaban la parte inferior de su rostro. Su mirada era
intensa y penetrante. La recibió con calidez aunque con formal cortesía.
Durante varios meses se verían de lunes a sábados, siempre a la misma hora y
por espacio de 50 minutos. A medida que fue contando sobre su vida, comenzó a
familiarizarse paulatinamente de las ideas de este médico, que había estado utilizando
la hipnosis hasta hacía no demasiado tiempo. En plena época victoriana, le costaba
creer lo que el profesor le interpretaba. Todas esas cosas relacionadas con la
sexualidad y la seducción de los niños por parte de los adultos. Cuando sugirió que era
probable que uno de sus hermanos suicidados -más precisamente su hermano
preferido- hubiese abusado de ella, fue el colmo. Era imposible, y si sucedió, era aún
más imposible recordarlo. Es más, era imposible pensarlo. Después de esa sesión,
abandonó ruborizada el consultorio del doctor y volvió a su casa envuelta en un
torbellino de furia. Su madre la vio entrar con visibles signos de turbación y la forzó a
contarle el motivo de su desasosiego. Siempre su madre se las había ingeniado por
sonsacarle sus secretos, salvo por las cosas que luego terminó confiándole al
profesor. Olga rompió por primera vez el pacto de silencio que le había jurado a Freud
y le contó a su madre aquello de lo que solo hablaba en el consultorio de su terapeuta.
Ella puso el grito en el cielo, abanicándose con las manos ampulosamente y
blasfemando contra ese hechicero judío estafador y pervertidor de niñas inocentes.
“¡Es él el que quiere abusar de ti!” “¡Solo intenta quedarse con nuestro dinero!”, gritó
enardecida. A partir de ese momento le prohibió seguir adelante con el tratamiento.
Pero Olga, juntando coraje quién sabe de dónde, osó discutir la taxativa decisión de su
estricta madre. Desde entonces sucedieron dos cosas que permanecerían
inmodificables: Olga dejó de recibir dinero para pagarle al profesor y resolvió
definitivamente jamás volver a contarle intimidades a la madre.
Cuando al día siguiente fue a contarle a Herr Freud las malas nuevas, su
analista permaneció un momento en silencio y luego de interpretar la escena, le hizo la
inusual propuesta de seguir atendiéndola becada. La proposición le provocó un fuerte
impacto y se sonrojó. Primero se preguntó si Freud estaría secretamente enamorado
de su enigmática belleza, pero luego desechó esa posibilidad. “Mi madre se equivoca.
No quiere nuestro dinero. Solo quiere ayudar. Me cuidará y sanaré. Hará lo que Harold
no pudo”, pensó. Sintiéndose seducida por la comprensión de su médico accedió y
mantuvieron esa extraña alianza terapéutica durante algunos años más, con
innegables consecuencias para ambos.
Para Freud 1897 fue un año duro e intenso: Su padre había muerto hacía poco
tiempo. Fue el año de su autoanálisis. A la vez, comenzó a sospechar que sus
histéricas le mentían lo cual le hizo repensar aspectos de su incipiente teoría. Si Olga o
el escándalo que su madre le hizo presentándose impulsivamente en su consultorio de
Bergasse 19, tuvieron algo que ver en la rectificación de su teoría, difícil de saber.
Paulatinamente, la joven se fue convenciendo, pese al entusiasmo inicial, que su
analista escondía oscuros intereses con ella. Sospechaba que las cosas que le
interpretaba fuesen tendenciosas. A veces parecía tan preocupado por reconfirmar la
teoría nueva que estaba desarrollando, que sus interpretaciones se adecuaban a ella
de manera frecuente. Luego le habló de Max, su aspirante a novio. Él la alentó a seguir
con ese hombre, mayor que ella, erudito en muchas disciplinas y con un futuro
promisorio. Eso le generó ambivalencia. Valoraba que la ayudase a progresar y formar
una familia, pero por otro lo vivía secretamente como un desaire de su ángel protector.
Al cabo de un tiempo, comenzó a sentirse desplazada por su futuro marido
respecto al cariño del profesor. Max empezó a formar parte de su círculo más íntimo de
discípulos y colaboradores. Nunca se los perdonó. A ninguno de los dos. Los golpes de
la vida le habían enseñado a ser rencorosa. Nunca pudo distinguir si fue decisión
genuina de ella tener a Herbert o fue una sugerencia de Freud para salvar un
matrimonio precoz en crisis. En realidad tenía la sensación que ambos le digitaban la
vida según su conveniencia, urdiendo cosas en secreto.
Su odio creció con el nuevo siglo. Primero perdió un embarazo. En 1903 tuvo a
Herbert, tres años después, a Hanna. Con su hijo tenía una relación cariñosamente
distante. Era varón y había algo en el que le recordaba a Harold. Eso hacía más fáciles
las cosas. Hasta cierto punto, ya que odiaba la vida de ama de casa. Pero con Hanna
jamás conectó. La sacaba de quicio sus llantos nocturnos y su carácter díscolo.
Cuando no soportaba más, sus manos, obedeciendo quién sabe que designios,
golpeaban sonoramente el cuerpito de Hanna. A veces pensaba irónicamente que un
fontanero debería reemplazarle su trasero magullado por uno de repuesto. Sin
mencionar el incidente de la bañera. Nunca le creyeron que había sido por accidente
que Hanna había caído imprevistamente al agua, que fue un resbalón. Se apuraron a
acusarla. Hasta kleine Herbert la miró con desconfianza durante unos días.
A pesar del fastidio, vivía encerrada. Si no se sentía a gusto en su casa, mucho
menos en las reuniones de sociedad. Era un contrasentido ya que también extrañaba
su época de actriz. No le gustaba andar por la calle. No tanto por pánico ni por
inhibición sino porque simplemente prefería el escaso mundo hogareño al cual creía
comandar a su antojo. Las relaciones íntimas entre ellos eran altamente
insatisfactorias, al igual que la convivencia. Su humor cambiante se hacía
particularmente taciturno luego de cada encuentro sexual.
Luego empezó el huracán, que ni la ayuda de la niñera ni de su marido podían
aliviar: Como si poco bastara semejante sobrecarga, su primogénito comenzó primero
con miedos, luego con ridículos temores a los caballos y a las jirafas. Insistía en no
despegarse de ella. No soportaba más ni entendía más nada. “¡Pregúntenle al profesor
que habla con el buen Dios y todo lo sabe!”, espetó con sorna desde el umbral de la
puerta de la cocina, odiándolo cada vez más, odiándolos cada vez más. Pero Max se lo
tomó en serio y en una de las reuniones de los miércoles, planeó su táctica para luego
de las ponencias y las discusiones, cuando los oradores fumaban y tomaban café con
pastelillos, estratégicamente suministrados por Marta, la mujer de Freud y sus criadas.
Luego de conversar vivamente con Otto Rank y de escuchar un chiste subido de tono
del Dr. Adler, se aproximó cautelosamente a Herr Freud, ya no para hacerle una
pregunta ni para acercarle material de su hijo que el profesor utilizaba para ejemplificar
sus tesis sobre la sexualidad infantil plasmadas en sus “Drei Abhandlungen sur
Sexualtheorie”, sino para que lo ayude con la angustia de su hijo.
Max y Olga recibieron una vez más la ayuda de Sigmund Freud y eso colaboró
en cimentar un profundo sentimiento de deuda con el padre del psicoanálisis. Una
deuda que se fue tornando paulatinamente imposible de soportar para los tres.

Ese día había más tráfico que de costumbre. Los carros formaban un extraño
enjambre que emulaba una ordenada danza apícola. Mientras caminaba por el
Stadtpark empezó a sentir que algo se tensaba cada vez más en su interior. Como las
cuerdas del violín de papá a punto de cortarse. Le costaba respirar y su corazón latía
con fuerza. Comenzó a apretar fuerte la mano de fräulein Carolina, la criada. Sus pies
se hicieron pesados. Sus manos sudaban frío. Una cicatriz morada se dibujó en la
blanca palidez de su rostro donde en algún momento hubo una roja boca. Lo ganó
finalmente la desesperación de volver a la seguridad de su casa y estar con su madre
para que le hiciera mimitos, lo cual, irónicamente, no era algo frecuente.
Antes de cumplir cinco años la familia se había mudado del distrito IX, al Distrito
III, en el 35 de la Untere Viaduktgasse, una calle que pasaba por debajo del viaducto
de los rieles del tren. La propiedad estaba frente a la recova del mercado central, el
Großmarkthalle, -también llamado aduana-, pegado a la estación Hauptzollamt del tren
del norte.
Herbert pasaba horas mirando como los chicos pobres jugaban en el patio de la
recova, saltando desde las rampas como si fueran potrillos. Mocosos sucios exudando
alegría. El quería ser uno más. Quería ser un potrillito. Correr, saltar, juntarse con los
otros niños. Pero Herbert no tenía amigos. Su mundo se circunscribía a su casa, sus
padres, las criadas y las rituales excursiones dominicales para visitar a su abuela de
Lainz, en el oeste de la Viena suburbana, más allá de los jardines de Schönbrunn.
Únicamente matizaba su soledad sus amigos imaginarios.
Efímeros compinches, mariposas estivales, que conseguía cuando vacacionaba en
Gmunden, una villa de veraneo a más de 300 Km. de Viena, camino a Salzburgo. La
villa tomaba su nombre de su situación geográfica en la desembocadura del río Traun.
Se encontraba a orillas del lago Traunsee, rodeada por montañas y verdes bosques y
era el destino ideal para el descanso de una familia burguesa. Solo allí Herbie era feliz.
No importaba que mamá blasfemara contra los trabajos y ocupaciones que causaban
fugaces viajes de Max de retorno a Viena, a veces por el fin de semana, a veces por
semanas enteras. El resto del año se la pasaba añorando jugar a brincar como caballos
con sus niños de Gmunden.

La llegada de Hanna, en Octubre de 1906, -solo tres días después del


cumpleaños de papá- fue todo un acontecimiento, plagado de emociones ambivalentes.
La beba nunca fue para su madre el reflejo de ella misma.
Generalmente Olga se sentía fastidiada y delegaba los cuidados de la niña en
sus criadas. Cuando su paciencia se agotaba, brotaban chirlos de sus manos, con los
cuales, muchas veces Max no sabía que hacer. Le recordaban demasiado los
correctivos que vater Joseph le propinaba de niño. Aunque Herbert sentía celos por ella
y añoraba la exclusividad materna de otros tiempos, también es justo decir que se
encariñó rápidamente con la hermanita, motivo por el cual la agresiva conducta de su
madre lo inquietaba. Por eso, a veces anhelaba que su madre se fuera lejos y no
regresara, pero rápidamente se arrepentía y sus ganas de estar cerca de ella, -o su
temor a no verla nunca más- se volvían imperiosos.
Esa inquietud fue incrementando las tensiones de su vida instintiva: Sus deseos
de morder o mordisquear luego de ver a la hermana tomar el biberón, sus deseos de
mirar y de exhibirse, su constante obsesión por la caca, el “Pichilín” -como le llamaba a
su pene- y todo lo concerniente a las funciones excrementicias.
Quizá fuera por tantos deseos exacerbados de morder que su temor por salir a la
calle devino en el miedo de que un caballo entrara y lo mordiera. Cuando esto sucedía,
los padres, militantes del psicoanálisis, insistían con que era a causa de la notoria e
impune forma en que Herbie se toqueteaba el pene constantemente, orientados por el
profesor que les hablaba del Complejo de Edipo, la masturbación infantil y del temor a
la castración. Difícil decir si la masturbación causaba ansiedad o más bien la ansiedad
por el incremento de sus pulsiones orales, anales y escópicas provocaba la compulsión
a tocarse el pene. Lo cierto es que lo poco pudorosa que era Olga al pasearse ligera de
ropas por la casa o a recibirlo dentro del W.C. a Herbert, nada ayudaban.
Max primero le dijo que era una tontería y que pronto pasaría. Como no sucedió,
Herbert bautizó no sin sarcasmo a su acuciante problema la “tontería”.
Por si bastaba poco con papá tan ocupado, mamá tan voluble, la mudanza, el
nacimiento de Hanna y la enfermedad terminal de großpapa Joseph, Herbert cayó en
cama.
Luego de quince días de fiebre intensa diagnosticada como influenza, kleine
Herbert debió someterse a una traumática operación de amígdalas. La imagen del
médico con su barbijo blanco y sus pinzas lo perseguiría tenazmente de varias
maneras.
Después de la operación, el terror a que un caballo lo mordiera se intensificó. La
vivencia de ser privado de una parte de su propio cuerpo, sin anestesia -como se
hacía en aquel entonces- probablemente dejara en el niño en la fase de acmé de la
fobia, una marca imborrable en su psiquis y en su cuerpo que muchos psicoanalistas
no dudarían en catalogar como experiencia de castración de una zona erógena ligada
con el hablar, comer, morder, besar, chupar, tragar y cantar.

El clima dentro de la casa se volvió asfixiante y denso. Mamá Olga


continuamente nerviosa, agredía a Hanna y su hermano no lo soportaba. No sabía
cómo decírselo a su padre. Tampoco si debía hacerlo y dejar de ser el preferido -si es
que eso existía- o ser atacado por su madre y correr la misma suerte que su hermana.
Posteriormente aconteció el incidente de la bañera. Herbie no lo recordaba con
precisión. O quizá no quería recordarlo. Solo la imagen de Hanna cayendo en la bañera
y armando jaleo con sus brazos y piernas, en claro reflejo de Moro. Su madre la alzó
bruscamente, regañándola por no quedarse quieta cuando ella ocupaba su otro brazo
cargando sus ropitas. Si a su hermana le hubiese pasado algo… Si eso sucediese
sería la realización de sus más secretos anhelos y a la vez, la concreción de sus
peores pesadillas. Como sea, la caída de Hanna, el barullo con sus miembros, el llanto
desesperante, pasaron a formar parte de sus imágenes interiores más
amedrentadoras.
Desde entonces, el terror a los carros cargados, a los que vuelcan pudiendo provocar
que los caballos cayeran, armaran barullo con las patas o incluso murieran, ocuparon
un lugar preferencial entre sus fantasmagorías.
Para colmo Wien, era una ciudad infestada de caballos: De tiro, de monta, de
paseo, tirando de tranvías, de carruajes, de galeras, sirviendo al ejército, a la policía,
negros como la noche preciosamente buscados para desfilar, castaños caoba con
cabos negros, pelirrojos alazanes, tordos de pelos blancos sobre piel obscura, dorados
bayos, ruanos multicolores, pintos manchados, Apaloosas moteados, apreciados por su
resistencia e inteligencia, Cobs Escoceses con su aspecto de Ponys gigantes, Árabes
con sus hocicos afinados y sus cuerpos de atletas olímpicos, Palominos y Purasangres.
Copando edificios ornamentados con sus pétreas figuras, en La Ópera, en el palacio de
Schönbrunn, en monumentos y estatuas.
Incluso frente a su casa, el tránsito era especialmente intenso, entrando y
saliendo de la aduana cargados de mercadería.

Luego de las visitas al profesor, comenzaron los ciegos interrogatorios del padre.
Giraban permanentemente sobre la idea que Freud había expuesto pocos años atrás
en sus libros sobre sexualidad infantil: Herbert quería mimos de su madre y se tocaba
el pichilín, y temía que el padre a quien también amaba, lo reprendiera o se lo cortase.
Esa ambivalencia era resuelta inconcientemente repartiendo los afectos: se temía a
otra cosa -los caballos en este caso- para poder amar sin conflictos al padre.
Transponiendo con esta interpretación el mito de Sófocles al resto de la humanidad.
De esa misma manera explicaron un episodio en el que Herbie irrumpió de noche en la
habitación de los mayores -habitación que había abandonado hacía poco tiempo-
alegando un sueño feo que le ganó una vez más el derecho de dormir con los padres.
Un sueño en el cual una jirafa grande gritaba porque él le había quitado a esa jirafa
grande, otra jirafa arrugada, hasta que Herbert se sentaba encima de la jirafa arrugada
y la grande dejaba de gritar. El relato se refería a la escena matutina en el dormitorio
con el niño metiéndose en la cama con la mamá y el padre protestando tibiamente
hasta ceder. Esta interpretación era evidente no solo porque sobre la cama del niño
había pegada una imagen de una jirafa sino por el parecido que había entre la palabra
alemana “giraffe” y el apellido Graf. Pero al parecer, para el padre no era tan evidente
que tenía que ejercer una prohibición más férrea. Su respuesta mecánica era tomar
notas para el profesor. Entonces Herbert haciendo gala otra vez de su agudeza mental,
le pidió que también le escribiese al profesor que su madre se había quitado la camisa.

Cuando en otro interrogatorio, Max, guiado por las interpretaciones de su


maestro, le preguntaba a su hijo por la cosa negra alrededor de la boca de los caballos,
solo lo relacionaba con sus negros bigotes, pero nunca con las ganas de morder o
besar a la mamá por la excitación que la proximidad de su visible cuerpo y su exaltado
estado de ánimo le provocaban, o de ser mordido retaliativamente, es decir, con ser
presa de la pulsión oral. Mucho menos con la operación de garganta que le había
“mordido” sus amígdalas. O con el barbijo blanco del médico, opuesto exacto del bozal
negro de los equinos.

Luego siguieron todas esas inconducentes preguntas sobre lo negro, lo amarillo,


la caca y el pis, que eran los colores de la ropa interior que su madre llevaba cuando se
cambiaba delante de sus ojos. Pero también eran recordatorios de cómo su esfínter se
veía constantemente estimulado por purgas y enemas, dado que Herbie padecía de
constipación crónica.
Para ese momento, la caca y el incidente de la bañera se habían fusionado,
provocándole el temor a caerse por el excusado al jalar la cadena. Los puntos oscuros
de la historia familiar aparecían bajo la forma de fantasías diurnas en el precoz niño:
Hanna se caía por un balcón, Hanna azotando caballos, Hanna viajando dentro de un
cajón.
En el momento en que Olga escuchaba a su primogénito inventar fantasías le corría un
escalofrío por la espalda. La idea de su hija montando a caballo le recordó el sueño
que había tenido con Harold años antes. También la retrotrajo a su velorio, a cajón
cerrado, con un réquiem de llantos como dramática música de fondo. Comprendió por
qué no soportaba oír llorar a su hija. Le traía malos recuerdos.

VI

Ese día una pincelada amarilla bañaba el cielo de primavera del año 1922.
Herbert, de diecinueve años, estaba de visita en la casa de su padre. Max se había
vuelto a casar con una cantante lírica llamada Roa Zentner. La reunión fue cordial
aunque incómoda dado que el divorcio de sus padres en 1920 había sido un argumento
de opereta barata, igual que sus últimos años de matrimonio que duraron demasiado
basándose en el dudoso leit-motiv de que los hijos se críen en el seno de una familia
constituida. La separación fue en septiembre. Al mes su madre se casó con su amante
Franz-Josef Briyta. En noviembre fue el turno de Max. Ambos oficializaron sus
respectivas relaciones paralelas de los últimos tiempos. Hanna quedó con su madre,
por lo cual Herbert la veía poco y la extrañaba mucho, ya que él vivía por su cuenta.

Recordaba con cariño sus juegos con ella, sobre todo cuando construyeron
juntos el teatro de juguete, en donde dio sus primeros pasos como director de escena
tratando de recrear las óperas que lo maravillaban. Allí podía escapar de los
desventurados acontecimientos familiares que sucedieron luego de la difuminación de
su fobia: Meses después murió abuelo. Al año, abuela Regine dejó Lainz para unirse a
su primo y marido en el reino de los cielos. Mientras tanto, entre 1908 y 1910, Max
emprendió la napoleónica empresa de analizar a su mujer. Los resultados fueron, sino
los de Waterloo, en el mejor de los casos, infértiles.

Durante aquella época Freud fue invitado a cenar varias veces en el hogar de los
Graf. La cordialidad era tal, que para el primer cumpleaños de Herbert luego de la
desaparición de sus temores, se presentó con un especial regalo: Un caballito de
madera, que Sigmund en persona subió por las escaleras hasta el cuarto piso donde se
hallaba el departamento de la familia.
Era una cordialidad mantenida en un equilibrio lábil e inestable. El enojo de Olga por su
antiguo terapeuta fue creciendo hasta convertirse con los años en odio. Sentía que el
profesor la había aconsejado mal, que había arruinado su vida y comenzó a sentirse
seducida por las teorías del discípulo más prometedor del profesor: Alfred Adler. El
carácter de la ex-actriz se fue haciendo cada vez más explosivo. Celaba a su marido en
su progreso intelectual y llegó un día a destruir algunos de sus trabajos escritos. Su
marido, fiel a su carácter, preguntó que había para la cena.

La polémica desatada en la SPM entre Freud y Adler se había trasladado al seno


de la pareja, contaminado por la aversión progresiva de Olga hacia quien fuera su
analista. Cuando Max tuvo que decidir entre su matrimonio y la discusión científica hizo
lo que siempre: Buscar el costado bueno de las cosas y huir de la confrontación.
Además últimamente los debates se habían tornado demasiado teóricos y lejanos a los
intereses de un musicólogo y crítico de ópera.
En 1911, Max dejó finalmente de concurrir a las reuniones de los miércoles -en
donde había presentado algunos trabajos sobre la mirada que el psicoanálisis podía
aportar sobre los artistas y la creatividad- ganándose el rencor de Freud, quien
tampoco era hombre fácil para perdonar. Exigiendo tácitamente apoyo incondicional y
declarando la guerra a quien objetara su teoría, Freud no dejó otra opción a Adler más
que abandonar la SPM.
Max intentó diferenciar de la lid el afecto que suponía que había entre su
maestro y él. No lo consiguió. Las veces que intentó acercarse, recibió duros reproches
o la distante frialdad de un saludo a lo lejos en la calle. A pesar de ello y de considerar
haber sido mal aconsejado por Freud en tanto a la insistencia de casarse y mantener el
casamiento con Olga y en cuanto a tener hijos para fortalecer los lazos con ella, Max
Graf siempre guardó respeto y afecto hacia el creador del psicoanálisis hasta sus
últimos días.

En 1914 estalló el horror de la guerra que se prolongó por más de cuatro años.
Antes de su finalización, Herbert fue enviado durante el verano a Berlín a lo de su tía,
que poseía una linda casa en los suburbios. Ya amante fanático de la ópera y
admirador de Max Reinhardt, fue portando una tarjeta personal firmada por su padre
con unas breves palabras pidiendo a Arthur Kahane, el Dramaturg de Reinhardt, que le
permitiese presenciar a su hijo el espectáculo entre bambalinas. Munido de un arsenal
de tarjetas, y haciendo méritos para falsificar la rúbrica de su padre, Herbert pasó tres
meses presenciando producciones como Danton o Julio César. Mucha gracia hubo de
causarle cuando el amigo de su padre le dijo que no hacía falta falsificar la letra de su
padre, ya que una vez presentados, lo hubiese dejado pasar gratis de todos modos.
Durante los siguientes años, el recuerdo de ese verano le provocaba orgasmos
espirituales, lo cual generaba dificultades para concentrarse en el estudio y terminar el
liceo. Con dieciséis años ya tenía decidido a qué se iba a dedicar, y si ello no existiese,
lo inventaría. Sería director de escena en sus amadas óperas, aunque sus compañeros
de estudio se mofaran de sus pretensiones.

Luego de un almuerzo más formal que suculento y antes que su padre haga su
religiosa siesta, lo llevó al estudio para interrogarlo sobre algo que lo inquietaba desde
algunos días. Ayudando a empacar los libros de Max para la mudanza, comenzó a
revisar algunas carpetas que peregrinaban sobre el escritorio del crítico musical. En
una de ellas encontró un artículo sobre psicoanálisis que describía el caso de un niño
con fobia a los caballos. Se arrellanó en la silla y lo devoró con avidez. ¡Ciertamente las
ocurrencias del chiquillo eran jocosas e inteligentes!, pensó. En algún momento, un
aguijonazo se le clavó en el pecho y lo hizo dar un respingo en la silla. Estaba leyendo
un pasaje sobre las vacaciones de la familia en Gmunden y creyó reconocer algo. Tuvo
la intuición que el niño tenía algo que ver con él. A medida que avanzaba la lectura la
duda maduró en certeza. Los nombres de su tía “Mariestchi” y su hermana Hanna
eran demasiadas coincidencias. Cuando a su padre le preguntó si el era “kleine Hans”.
Max contestó afirmativamente. La información revelada le provocó la acuciante
necesidad de escribirle al Dr. Freud.
Al cabo de unos días, preso de un impulso poco claro pero tenaz, decidió él mismo en
persona ir a visitar al psicoanalista.
Si bien Max Graf le había dado los datos del Herr professor, no era ninguna ciencia
hallarle. Freud ya era una personalidad de la cultura austriaca. Herbert
se dirigió al distrito IX. La dirección seguía siendo la misma. Entró por el portal de aquél
edificio por el cual su madre y su padre hubieron entrado tantas veces. Aunque él
mismo estuvo alguna vez allí, no recordaba nada excepto por un vago olor a
desinfectante que percibió mientras subía por la escalera.
Llegó al segundo piso y golpeó la puerta. Sabía que era en el número 6, pero se
equivocó y llamó al departamento 5. Lo atendió Paula Fichtl, la criada. Le preguntó si
podía ver al profesor sabiendo por su padre que en ese horario de la tarde Freud solía
estar aún desocupado. -“¿Quién le busca?”, preguntó protocolarmente Paula. -“Dígale
que el pequeño Hans”, contestó lacónico, intentando contener la sonrisa que le
provocaba su pequeña broma interna que seguramente el profesor compartiría con
complicidad. Mientras esperaba para ser atendido, observó que el 5, el número de la
puerta equivocada, que era el de la residencia familiar de Freud, era la edad que tenía
cuando visitó al psicoanalista por aquella vez en que padecía la “tontería”.

Cuando se abrió la puerta del 6, otra vez vio el rostro de Paula. Lo hizo pasar a
la sala de espera en donde había cuadros con fotos de sus colegas más estimados
como Max Eitingon, Sándor Ferenczi y Anton von Freund, algunas reproducciones de
grabados de Louis de Boullogne describiendo los cuatro elementos, junto a algunos
certificados y diplomas.
En ese momento escuchó -“¡Adelante!”. Detrás de su escritorio, entronizado en medio
de estatuas y trofeos arqueológicos, Herr professor parecía él mismo un busto de
aquellos filósofos griegos que había visto en la escuela.
Sigmund Freud, se acercó a él precedido por una sonrisa generosa. Lo estrechó en sus
brazos. –“¡Pero qué alegría, muchacho, qué alegría!”, repetía. Su rostro era olímpico,
tallado a mano por el mismo Zeus. Una rala cabellera entrecana coronaba su rostro
poblado por una prolija barba decididamente blanca. Su mirada penetrante parecía que
todo lo escruta y todo lo ve. A la vez parecía un ser humano como cualquier otro.
Luego de hacer una breve referencia a los sucesos personales después de años
en los que Freud no supiera nada del joven, lo puso al tanto de su decisión de
dedicarse a la ópera pese a las burlas de profesores y compañeros de clase.
Terminaron el café y antes de despedirse amablemente, el profesor se manifestó
contento por el decurso favorable de su vida -probablemente porque sería una
confirmación más de la eficacia clínica de su doctrina- y lo alentó firmemente a seguir
con su incipiente carrera, pero llamativamente, respecto de sus padres no le hizo
comentario ni pregunta alguna.
Herbert bajó por Bergasse en dirección al canal preguntándose por qué.

VII

En el año 1936, Herbert recibió una atractiva propuesta laboral como director de
escena del Metropolitan Opera de Nueva York y viajó a los Estados Unidos contratado
por el “Met” como “regisseur”, un puesto que no existía en la ópera hasta que él lo creó.
¿Qué pensarían ahora si lo vieran los golfillos del liceo salirse con la suya?
Ya había estado en el gran país americano en el ’30 y durante su estadía su
fama de “niño terrible” le permitió el privilegio de cruzarse con el mismísimo Toscanini.
Durante el viaje, su mente repasa sus recuerdos recientes, su breve carrera de
cantante. Sus estudios solventados con el esfuerzo de su padre. Su doctorado en
filosofía con su tesis sobre historia de la música. Su casamiento con la cantante
Liselotte Austerlitz.
Mientras Herbert viaja en aeroplano, Sigmund Freud también viaja. Viaja sentado
en su silla. Viaja hacia atrás, en el tiempo y en la profundidad de sus recuerdos. La
muerte de Antón Von Freund, amigo y mecenas, seguida inmediatamente de la muerte
de Sophie, su hija predilecta. Un par de años más tarde, enfermo de tuberculosis, murió
también el hijo de ésta, Heinerle, quien estaba al cuidado de Matilde, la otra hija de
Freud. Sus allegados comentan que se había encariñado tanto con su nietecito, que
fue un golpe del cual nunca se terminó de recuperar. Pero él nunca lo demostró.
Resolvió la pretendida aporía refugiándose en el trabajo y en el desarrollo de su teoría
introduciendo los nuevos conceptos de pulsión de muerte, el más allá del principio del
placer y la división del aparato psíquico en tres instancias llamadas Yo, Ello y
SuperYo.
Hacía trece años le habían descubierto en el lado derecho de la encía un tumor
que debía ser extirpado. A la primera intervención quirúrgica le siguieron treinta y dos
operaciones más. El famoso cirujano vienés Hans Pichler le realizó un vaciamiento
radical: fueron extirpados el maxilar y la encía del lado enfermo. La ausencia de la
pieza ósea luego de la terrible operación, requirió una prótesis de enorme tamaño a la
cual Sigmund llamaba “El Monstruo”. No solamente le causaba mucho dolor cada vez
que se la quitaba y se la volvía a colocar, sino que le traía enormes trastornos para
hablar y para comer. Le prohibieron fumar aunque Freud malamente podía prescindir
del tabaco. A pesar del dolor y las molestias, de esto tampoco se quejó. Solo cuando el
padecimiento se hacía insoportable dejaba de trabajar con sus pacientes y en sus
artículos.
Mientras viaja en el recuerdo, se pregunta cuanto tiempo más durará su viaje
para reencontrarse con sus afectos perdidos. Sin darse cuenta se queda dormido.
Sueña. Sueña con un niño jugando. Jugando en el barro, brincando y corriendo a otros
niños que juegan con él. Reconoce el lugar. Es Freiberg, su pueblo natal. Está jugando
con los sus vecinos, los Zajíc, los hijos del cerrajero que comparten su morada en la
calle que ahora lleva su nombre. Juegan con juguetes de hojalata que él mismo
confeccionó. Son caballitos. Juegan a los caballitos, revolcándolos en el barro. Más
tarde, Sigmund no podrá precisar si lo soñó o lo recordó.
En el momento en que el avión comienza el descenso, un Herbert también
dormido sueña con un teatro de títeres en el cual unos caballitos de madera
representan una extraña lucha. Cuando despertó, ya estaba en el aeropuerto
internacional de La Guardia. Mientras esperaba su equipaje se preguntó con extrañeza
por qué habría soñado semejante cosa, pero le parecieron buenas ideas para su
próxima escenografía.

VIII

Entró precedido por el marcial redoble de las botas retumbando en la escalera


de piedra. El negro charol y el blanco mármol formaban un extraño contraste, de
reminiscencias ajedrecísticas que preludiaban los sucesos por venir. El Oberleutenant
Hrubesh iba al frente de un escuadrón de media docena de S.S. con infatuada
soberbia por ir al asalto de semejante personalidad mundial. Seguramente tendría una
anécdota para contarle a la oficialidad y a sus nietos. Lo primero sería cierto. Lo
segundo, imposible: moriría siete años más tarde de un balazo de su Lugger en su sien
derecha y con su brazo izquierdo en alto saludando al Fhürer. Su honor y su devoción
por el partido no le autorizaban caer en manos de los aliados.
La patrulla irrumpió en el 5 de Bergasse 19 ese martes 15 de Marzo de 1938
-dos días después de la entrada Nazi en Austria- inspeccionando y revolviendo con
brutalidad el departamento. Freud les salió al encuentro rebalsando ira por los ojos. Los
soldados se detuvieron inmediatamente. El teniente les hizo un gesto y emprendieron
la retirada en silencio confiscando mil chelines.
Anna, vestida con un salto de cama, corrió a abrazar a su padre. Mientras Martha, su
hermana Minna y Paula ordenaban el desastre, Freud y su hija compartían un té. Anna
le comentó amargamente la cifra sustraída. Su padre respondió irónico: “¡Que
barbaridad!, ¡Yo nunca cobré tanto por una visita a domicilio!”

1938 fue el año de la anexión al Reich de la República que sucedió a la disuelta


monarquía. Esos fueron para Austria años infaustos.
Una sucesión de gobiernos federales, dominados por el conservador Partido Social
Cristiano, no pudo superar ni el continuo malestar ni la miseria provocada por la crisis
económica de 1929. El surgimiento del nacionalsocialismo en Austria se convirtió en un
nuevo factor de desestabilización. Enfrentado con la disminución del poder electoral del
partido y el crecimiento de la oposición de la izquierda y la extrema derecha, el canciller
social cristiano, Engelbert Dollfuss, disolvió el Parlamento en 1933 y gobernó por
decreto. Apoyado por el ejército y la Heimwehr -la Defensa Nacional- , una
organización fascista, en febrero de 1934 el gobierno aplastó a la oposición socialista.
Después, todos los partidos políticos fueron abolidos a excepción del Frente Patriótico,
grupo que Dollfuss había creado para unir a las fuerzas conservadoras. En abril
introdujo una constitución que suprimió el gobierno parlamentario y suponía el control
del ejecutivo. Dollfuss fue asesinado en julio durante una tentativa de putsch -toma del
poder- nazi. Bajo el nuevo canciller, Kurt von Schuschnigg, el régimen anduvo a la
deriva, debilitado por las rivalidades internas pero sostenido por las promesas del
histriónico dictador italiano Benito Mussolini de mantener la integridad austriaca. Su
garantía acabó cuando se estableció en 1936 el Eje Roma-Berlín. Schuschnigg pronto
llegó a un acuerdo con Adolf Hitler, que reconoció en Austria -la patria de su infancia
de la cual siempre renegó- “un gran Estado alemán”.
Ese año, fueron confiscados y destruidos en la hoguera los libros que en Leipzig
tenía la Editorial Psicoanalítica Internacional. Sus amigos residentes en el extranjero
recomendaron fervorosamente a Freud abandonar el país. Mientras el negro puño del
nazismo se cerraba sobre Viena, la huida y la emigración eran para él, inadmisibles.
Colateralmente, el hecho que Freud resistiera tercamente en la cuidad en la que había
vivido 78 años, salvó la vida de muchos colegas y discípulos. Desde entonces, una
bandera horizontal roja con la esvástica en el centro colgaba de la puerta de acceso del
edificio, señalando la morada con tácito significado: “Juden”.
Las presiones que Alemania ejerce sobre Austria y su Canciller Schuschnigg
acabaron dando sus frutos. El 9 de Marzo de 1938, el Canciller convocó al pueblo
Austríaco a un plebiscito para que se pronuncie sobre su Independencia. Hitler hizo
sustituir a Schuschnigg por Seyss-Inquart el "hombre adecuado para el Reich". Las
tropas Alemanas entraron en Viena la noche del 12 de Marzo, mientras que el 13 el
nuevo Gobierno Austriaco proclamó la Anexión a Alemania. El 10 de Abril un
plebiscito convocado en Austria y Alemania aclamó el hecho consumado.

Tres semanas antes, el 22 de Marzo -solo una semana después del primer
asalto- la Gestapo se presentó en casa de Freud. La segunda inspección fue menos
brutal aunque más minuciosa. Solo se salvó el estudio del psicoanalista. Los hombres
de negro se marcharon llevándose consigo a una aterrada Anna, quien llevaba en su
bolso una dosis letal de Veronal, entregada sigilosamente por el Dr. Schur, el médico
de la Familia. Anna soportó un interrogatorio sin tormentos físicos, pero duro. Mientras
tanto, la espera en Bergasse fue agónica. El hecho de tener un padre famoso podría
ser su exoneración o su condena. Cuando Anna regresó sana y salva, Freud, próximo
a cumplir 82 años, consideró que ya era demasiado y decidió dejar su país.
Fue Anna en persona quien comenzó a gestionar el éxodo familiar a través de
innumerables visitas a las autoridades para ocuparse de las formalidades y efectuar los
pagos correspondientes a los impuestos especiales que los Nazis introdujeron para
esquilar a los Judíos emigrantes antes de la deportación: El Reichsfluchtsteuer para los
que pretendían fugarse del Reich y el Judenvermögensabgabe, un impuesto a los
bienes judíos.
Más allá de que muchos hombres del psicoanálisis y de las ciencias -con
Enst Jones a la cabeza- hicieron grandes esfuerzos para lograr un salvoconducto para
Freud, no sabemos de todos modos que hubiese ocurrido si el doctor Sauerwald, a
quienes los nacionalsocialistas habían nombrado comisario para la disolución de todas
las instituciones psicoanalíticas, no se hubiese convertido en protector de la familia,
impresionado por la personalidad de Freud e influenciado por la profunda veneración y
respeto que le rendía a Wilhelm Herzig, su profesor de química farmacológica en la
Universidad y viejo y muy buen amigo del creador del psicoanálisis.

El 4 de Junio, Freud logró abandonar Viena en tren acompañado de su esposa y


de Anna. Con ellos viajaron la doctora Josefine Stross y Paula Fichtl, la criada, quien se
negó a dejar a la familia. El mismo día le envió un telegrama a su sobrino Sam:
“Abandonando Viena para bien hoy. Nueva dirección: 39 Elsworthy Road London NW3.
¿Una chance de encontrarnos luego de tantos años?”. Los muebles, pinturas, fotos, la
colección arqueológica y el resto de las cosas fueron empacados y enviados más tarde
por la Bäuml Transport Company.

Bergasse 19 quedó vacía. Durante la guerra se cree que fue utilizado como
casa comunal para judíos quienes eran trasladados luego al distrito II donde los Nazis
establecieron el ghetto oficial en donde transitoriamente los judíos se hacinaban hasta
ser deportados a los campos de exterminio.

Regina Freud, conocida más familiarmente como Rosa, fue capturada y


deportada en Theresienstadt el 28 de Agosto de 1942 al mismo tiempo que sus otras
tres hermanas con quienes vivía en un cada vez más pequeño departamento. Fue
trasladada al campo de concentración de Treblinka. Se presentó ante el comandante
del campo como la “hermana de Sigmund Freud”. Impertérrito e inmutable, examinó su
identificación y le respondió que probablemente haya habido una equivocación.
Señalándole las vías le informó que en dos horas salía un tren de regreso a Viena y la
invitó a tomar una ducha mientras el mismo se encargaría de arreglar sus papeles y
pertenencias. Luego del reparador baño, su pasaje a Viena estaría listo. Rosa entró
desnuda a la ducha comunitaria del campo anhelando que el malentendido se
solucionara y la pesadilla acabara pronto. Comenzó a tiritar. El agua demoraba en salir
de las tuberías instaladas en el techo. Nunca salió. Tampoco Rosa. El resto de sus
hermanas, sufrió la misma suerte.

IX

El 6 de Junio de 1938, dos días después de su partida, los Freud llegaron a


Londres. Durante la travesía, Sigmund soñó que desembarcaba en Pevensey, el lugar
donde Guillermo el Conquistador, hijo ilegítimo del Duque de Normandía y una plebeya,
pisó suelo inglés en 1066 para coronarse rey de Inglaterra cuando sus normandos
derrotaron a los anglosajones. Puede que no haya sido un vaticinio, pero su llegada fue
triunfal. Por primera vez en su vida, experimentó la fama.
Durante ese mismo año, Herbert Graf, ya afianzado en el “Met”, se las ingenió
para traer a vivir a su padre a América consiguiéndole un puesto de docente. Aunque
estaba orgulloso de la profesión que había creado, no se consideraba a sí mismo un
director escénico brillante como su admirado Reindhart o como Zeffirelli. Si bien
apreciaba el virtuosismo de ellos, se sentía parte de otra naturaleza. Se veía más bien
como el hijo de un profesor, un trabajador dedicado, alguien que sabe lo que hace y
que cree que ciertos aspectos de ese “saber hacer operístico” pueden ser trasmitidos a
los demás.

A lo largo de su formación, sería incorrecto decir que su padre no lo alentó.


Como era típico de él, ni lo impulsó ni se lo impidió. A pesar de ello, o gracias a ello,
Herbert admiraba a su padre, y eso se le notaba tanto, que no hubiese sido ofensivo
llamarle “kleine Max”. Más de una vez se lo escuchó mencionar que lo consideraba el
hombre más extraordinario que había conocido.
Dentro de la archiconservadora Viena, Max Graf se encontraba en el epicentro
del círculo progresista que habría de revolucionar las artes y las ciencias. Todos lo
reconocen como musicólogo y crítico, pero sus intereses y logros abarcaron muchos
campos diferentes. Fue discípulo de Romain Rolland, cuyos trabajos tradujo al alemán,
y sus mentores y maestros incluyeron a Hans Richter, Eduard Hanslick y Anton
Bruckner. El mismísimo Brahms le desistió de ser músico.
Luego de obtener su doctorado en leyes solo para satisfacer a su padre, se
dedicó a lo que más le gustaba: la música. Fue un formidable erudito en literatura y
estética, y enseñó ambas cosas, primero en la Academia de Viena y luego en E.E.U.U.
También fue un sagaz analista político, y durante años escribió artículos de fondo sobre
el tema para “Der Tag”, “Zeit” y para la Neue Freie Presse.
Participó regularmente en las reuniones del grupo literario "Joven Viena" en el
café Grienstedl. De 1902 a 1938 estudió Historia de la Música y Estética del Arte
Sonoro en la Academia Musical Vienesa, materias de las que fue profesor a partir de
1909. También fue miembro de la Asociación de Prensa y de Escritores "Concordia" en
Viena.
Se sentía igualmente cómodo en la filosofía y en la ciencia y estaba
perfectamente capacitado para hablar de matemáticas con Einstein, lo cual hizo
cuando se encontraron en los Estados Unidos. Fue un hombre universal, pero al mismo
tiempo un auténtico vienés en todo sentido: sabía como disfrutar de un vaso de vino y
de la compañía de mujeres bonitas.
Una de las memorias infantiles más vívidas que atesoraba Herbert era la de
verlo en el estribo atestado de gente del tranvía, yendo al partido de fútbol del domingo
al Hohe Warte, con una mano en la barandilla y con la otra empuñando su libro mas
preciado, una copia muy usada, llena de anotaciones, de la “Crítica de la razón pura”
de Kant.
No solo formó parte del círculo íntimo de los pioneros que rodearon a Freud, sino
que también fue actor de la protohistoria del psicoanálisis. Fue, de hecho, el primero
en aplicar el método psicoanalítico al estudio del proceso creativo en su artículo
"Wagner im Fliegenden Hollander". Y fue también uno de los primeros terapeutas
freudianos.
En dos artículos publicados consecutivamente en la Osterreichische Rundschau
de 1907, Max Graf declaró que el psicoanálisis era la primera ciencia de la creatividad.
A principios de 1906, Freud escribió un pequeño artículo titulado "Personalidades
psicopáticas en el teatro" y se lo regaló a Graf. Mientras integró la SPM, habló allí
sobre "Metodología de la psicología poética" en el año 1907. Participó del primer
encuentro de psicoanalistas en Salzburg en 1908 y asistió con regularidad a las
reuniones de la Sociedad de los Miércoles hasta 1909. Ese año fue a París como
corresponsal de la Frankfurter Zeitung, dedicándose también a traducir al alemán libros
de Romain Rolland y A. Bruneau. Entre los años 1910 y 1911, Max se apartó del
trabajo de la sociedad. Su libro acerca de la psicología de la creatividad apareció en
1910 y su folleto sobre Wagner en 1911. En febrero de 1909 Freud le había pedido que
aceptara como nuevo proyecto un trabajo sobre Mozart y su relación con Don Juan,
pero el padre de Herbert nunca lo realizó, y fue otra de las cosas que el maestro jamás
perdonó. La dimisión oficial de la sociedad de los miércoles fue en 1913.

Aunque en la década del ´30 huyó de la Europa en guerra con el Eje, prestó
servicios en la primera guerra, sirviendo en la armada húngara.
Durante su estancia en Norteamérica, Max Graf tuvo que soportar un duro golpe:
Hanna, su hija, la hermanita de kleine Herbert, se suicidó promediando la segunda
guerra mundial, al parecer por un desengaño amoroso con un promisorio cantante en
ascenso.
Dio clases hasta 1947 en la New York School for Social Research. También allí,
pero en 1940, había dado su primera clase sobre crítica musical. Fue profesor invitado
en el Instituto Carnegie de Tecnología de Pittsburgh y en la Temple University de
Filadelfia. En 1947 regresó a Austria donde se dedicó a dar seminarios de crítica
musical y clases en el Mozarteum de Salzburgo. Murió en Viena en Junio de 1958,
orgulloso de la carrera de su hijo, pero con algunas observaciones sobre su carácter y
su vida personal.

Luego del forzado éxodo, Freud, su antiguo amigo y maestro, pasó los últimos
meses de su vida cosechando elogios y recibiendo en su casa de Maresfield Gardens
visitas ilustres como Stefan Zweig y un joven Salvador Dalí, quien le hizo un retrato.
Mientras tanto, la enfermedad seguía su inexorable avance al igual que las tropas
germanas avanzando sobre París. El 8 de Septiembre volvió a ser operado por
trigésimo segunda vez. El 23 de Septiembre del año siguiente, Freud moría poco antes
de medianoche en suelo extranjero, sin poder ser profeta en su tierra. Sus restos
mortales fueron incinerados en el crematorio de Golder´s Green. Sus cenizas, que
recibieron un tratamiento mucho más digno que las de sus hermanas, descansan allí
en uno de sus vasos griegos favoritos.

EPÍLOGO

El Alazán parecía un meteorito en llamas. Al corcovear y piafar semejaba el


repiqueteo de fuegos de artificio chinos. Como si el bólido, luego de caer del
firmamento rebotara contra el suelo en una danza inútil e interminable, y en ese rebote,
él no pudiese soltarse. Se balanceaba de la grupa a la cruz, como si estuviera sobre un
caballito de madera infernalmente poseído por el mismo Baphomet. Sin saber cómo,
voló por sobre el tupé del caballo. La caída fue en cámara lenta. En esa secuencia
letárgica, observó a su madre venir con los brazos abiertos intentando atraparlo para
detener su caída. La vio extrañamente joven. Olga no consiguió interceptarlo y Herbert
cayó con todo el peso del cuerpo sobre la cara, destruyéndose en el acto toda la
mandíbula del lado derecho. Un coro de niños gritaba a su alrededor “¡Wegen dem
Pferd!, “¡Wegen dem Pferd!”, -“por culpa del caballo”- Despertó bañado en sudor en
su cama. A su lado, Lise dormía roncando suavemente. Fue a prepararse un vaso de
leche tibia, pero antes pasó por la habitación de su hijo. Werner, de cinco años, estaba
en brazos de Morfeo. A pesar de dudarlo, no pudo evitar acercarse y acariciarle los
rubios cabellos. Largo rato estuvo contemplando el plácido descansar de su niño.
arrullandolo suavemente cantándole:
“Hänsche klein/ Ging allein/ In die weite Welt hinein/ Stock und Hut /Stehn ihm gut/, Ist gar
wohlgemut/. Aber Mutter/ weinet sehr/ Hat ja nun kein Hänschen mehr/”?

Súbitamente, Werner pareció despertar y Herbert tuvo que acallar su canto por
vergüenza. Salió con sigilo de la habitación para no ser descubierto por su hijo.
Ese mismo día, Sigmund entendió que emprendía otro viaje. Extrañamente la
mandíbula casi no le dolía. Pidió que lo llevaran a su lugar preferido, en el jardín de su
casa, donde florecía en espléndido almendro. Sentado en su silla, con una manta
escocesa cubriendo su regazo y sus perros como dilecta y adorada compañía a sus
pies, se preguntó con sarcasmo si realmente fue una buena idea abjurar de la religión.
El sol estaba tibio aún. Se sorprendió a sí mismo cantando para sus adentros un
fragmento de una vieja canción de cuna, oída quizá en Freiberg:
“Da besinnt sich das Kind,/ Läuft nach Haus geschwind. /Liebe Mutter, ich bin da
/Dein Hänschen/ tra la la /Bin bei dir, /Bleib' bei dir /Freue dich mit mir!”?

A sus perros parecía gustarle su tarareo quedo. Por momentos se adormilaba. El


otoño había comenzado hacía dos días y se le ocurrió que el modo en que
familiarmente los angloparlantes llaman a esa estación del año, “Fall” -literalmente
“caída”- describía con exactitud, su sensación interior. Comenzó a tener frío. Pidió que
lo lleven adentro. Se metió en la cama y apenas si cenó. Tuvo una última ensoñación.
Se vio a sí mismo, arriba de un carro romano tirado por caballos, junto al mismísimo
Alejandro Magno, a la conquista del mundo. Sus ojos se cerraron placidamente.
Del otro lado del Atlántico, Herbert Graf terminaba la cena. Se sentía satisfecho,
no solo por la comida sino por cómo estaban yendo sus cosas, a excepción de algunas
rencillas domésticas. Su hijo crecía sano y amaba a su mujer. Nada hacía prever el
estrepitoso final de su matrimonio. Su bella voz lo había cautivado. Lo mismo pasaría
años más tarde con su segunda esposa, también cantante. Jamás se le ocurrirá pensar
que su inconciente se las había ingeniado para transformar caballos que muerden en
doncellas que cantan. Dentro del manipulable y acotado marco del escenario,
cantantes y actores se moverían según su dominio, como piezas de ajedrez, a
diferencia de los voraces e ingobernables equinos invasores de su infancia.
Luego de beber una copa de cognac, se puso su ropa de cama y se fue a
dormir. Estaba exhausto. Había estado trabajando todo el día en una escenografía que
se le había ocurrido a partir de un sueño que tuvo el mismo día que arribó a Nueva
York, dos años atrás. Se dejó caer pesadamente en la cama y se durmió con rapidez.
Volvió a soñar. Tuvo exactamente el mismo sueño que el día anterior, solo que esta
vez era su padre quien estaba sobre el indómito corcel, pero llamativamente tenía la
cara del profesor Freud. O al menos como él creía recordarla luego de diecisiete años
de no verle. En el sueño es Herbert quien corre a atajar a su padre, que se estrella
contra el piso y se rompe la mandíbula. “¡Wegen dem Pferd!, “¡Wegen dem Pferd!”
canta un coro de Sopranos, Mezzos y Contraltos. Le llamó la atención que las voces
masculinas brillaran por su ausencia. En ese instante despertó angustiado y
sobresaltado. Sus ropas pegadas contra el torso mojado. Temió que fuera un vaticinio,
un mal augurio y pensó en telefonear a su padre para cerciorarse de que todo estuviera
en orden. Dado que la madrugada le parecía una hora poco propicia para su llamado,
decidió esperar a la mañana. Lo hizo sin poder volver a conciliar el sueño. Finalmente
el cansancio volvió a ganarle la pulseada y se durmió. Lo levantó su mujer, avisándole
que se le hacía tarde. Eran las diez y cuarto de la mañana. Mientras Lise preparaba
café, le comentó que su padre había llamado para avisarle que vendría de visita el fin
de semana. El alma le volvió al cuerpo. Se rió para sus adentros y meneó brevemente
la cabeza de un lado a otro en signo de contenida negación. Tonterías. Al fin y al cabo
nunca había creído verdaderamente en el psicoanálisis. Luego pensó con sorna “Sería
bueno escribirle al profesor para que me de su interpretación de lo que mis sueños
quieren decir”. Esa burla sarcástica lo puso de buen humor, lo aliviaba. Se sentó a la
mesa frente al humeante café. Pidió a su mujer que le alcanzara el Times. En la
portada. En letra capital, una noticia le heló la sangre: Sigmund Freud, el padre del
psicoanálisis, había muerto a medianoche en Londres. Cerró el diario. Estuvo largos
instantes en silencio, taciturno. Mientras su café se congelaba comenzó a comprender
con más horror intelectual que congoja sensible, la magnitud de la pérdida. Una
amarga sonrisa irónica se dibujó en su rostro. Ya nunca más podría escribirle nada al
profesor.

DIEGO SOUBIATE
JULIO DE 2008

Basado en “Análisis de una fobia de un niño de cinco años (caso Juanito)”, de Sigmund
Freud y en datos biográficos de la familia Graf

Agradecimientos
• A Ariel Pernicone, no solo por haber aportado con su artículo sobre Olga Hoenig
los datos que causaron el impulso a escribir, sino que sin su invaluable
colaboración y suministración de fuentes de referencia, éste trabajo no hubiese
existido.
• A Francisco Gonzalez Cobreros por sus estimulantes sugerencias.
• A Gabriela Ramil y Eduardo Soubiate por haber prestado sobre la vida de Freud
y sobre el mundo de los caballos respectivamente, bibliografía indispensable
para situar el contexto del relato.
• A mi familia por haber sido generosa con su tiempo para que dedique con
torpeza y perseverancia mis ratos libres a la escritura.
• A todos los amigos, familiares y colegas que generosamente leyeron este
trabajo en su estado de corrección final y que con sus comentarios, críticas y
sugerencias me ayudaron a pulir la versión definitiva.

BIBLIOGRAFÍA

• FREUD, S. "Proyecto de una psicología para neurólogos", (1895) Biblioteca


Nueva
• FREUD, S. “Tres ensayos para una teoría sexual”, (1905), Biblioteca Nueva
• FREUD, S. “Análisis de una fobia de un niño de cinco años”, (1909) Biblioteca
Nueva
• FREUD, S. "Las pulsiones y sus destinos", (1915) Biblioteca Nueva
• FREUD, S. "El Yo y el Ello", (1923) Biblioteca Nueva
• FREUD, S. "Introducción del Narcisismo", (1914) Biblioteca Nueva
• FREUD, S. "Inhibición, síntoma y angustia", (1926) Biblioteca Nueva
• FREUD, S. "La interpretación de los sueños", (1900) Biblioteca Nueva
• WINNICOTT, D. “El proceso de maduración en el niño”, Barcelona, Editorial
Laia, 1979.
• WINNICOTT, D. “Realidad y Juego”, (1987), Barcelona, Gedisa.
• WINNICOTT, D. “Los bebés y sus madres”, (1991), Buenos Aires, Paidós.
• WINNICOTT, D. “Clínica psicoanalítica infantil”, (1993), Buenos Aires, Lumen.
• KLEIN, M. “Contribuciones al psicoanálisis”, En Obras Completas II, (1987),
Buenos Aires, Paidos-Horme.
• KLEIN, M. “Simposium sobre análisis infantil”, En Obras Completas II, (1987),
Buenos Aires, Paidos-Horme
• KLEIN, M. “Envidia y Gratitud”, En Obras Completas II, (1987) Buenos Aires,
Paidos-Horme.
• Lacan, J. “El Seminario, libro 4 “Las relaciones de objeto”, (1956/57), Paidós.
• Dolto, F. “Prefacio a “la primera entrevista con el psicoanalista”, de M. Mannonni”
• Dolto, F. “Trastornos en la infancia”, Paidos
• Dolto, F. “Seminario de Psicoanalisis de niños 1” Siglo XXI
• Dolto, F. “Seminario de Psicoanalisis de niños 2” Siglo XXI
• Dolto, F. “Seminario de Psicoanalisis de niños 3” Siglo XXI
• Dolto, F. “Textos inéditos”, Alianza Editori.
• Dolto, F. “La causa de los niños”, Paidos
• Dolto, F. “La imagen inconciente del cuerpo”, Paidós
• Enciclopedia Encarta, Edición Digital.
• Diccionario OXFORD Superlex multilenguaje Inglés-Español-Francés-Alemán,
Edición Digital.
• Mama lisa’s world (“canciones infantiles alemanas”, pagina web.
http://www.mamalisa.com/
• Falk Plan WIEN, Mapas de Viena.
• Engelman, Edmund “Sigmund Freud, Bergasse 19, VIENA”, (1998), Verlag
Christian Brandslätter.
• “Sigmund Freud, Su vida en Imágenes y Textos”, (1980), Paidós.
• Holderness-Roddam, Jane. “Guía Completa del Caballo” (1992), Blume.
• Galeano, Eduardo. “El libro de los Abrazos”, (1993), Siglo XXI.
• "Reuniones de los miércoles", Transcripción de las actas de la Sociedad
psicoanalítica de los miércoles de Octubre de 1906 a Mayo de1909.
• Reportaje a Max Graf , 1952
• “Memorias de un hombre invisible - Herbert Graf”, diálogo con Francis Rizzo
para la revista "Opera News" en la revista Opera News, 1972, del 5, 12, 19, 26
de febrero. Opera Guid Incorporated, Nueva York.
• Graf, Max. El capítulo final de la gran música en Viena (capitulo del libro
"Leyenda de una ciudad musical") -
• Graf, Max. “ Reminiscencias del Profesor Freud”
• "Metodología de la psicología de los poetas", Conferencia de Max Graf ( 11 de
diciembre de 1907 ).
• “La LETRA H y la elección de los nombres de sus hijos”, Comentario de Max
Graf (8 de Abril de 1908).
• Graf, Herbert. Capitulo de libro "Opera for People".
• Pernicone, Ariel. Referencia a Olga Hoenig, madre de Herbert Graf, en una
carta de Freud a Fliess.
• Pratz, Josaine. El pequeño Hans y su familia: Datos históricos y biográficos.

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