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A Yolanda
A Tatún
KLEINE HERBERT
La Novela Familiar de una Fobia
“Hänschen klein/ Ging allein /In die weite Welt hinein /Stock und Hut/ Stehn ihm gut/,
Ist gar wohlgemut/. Aber Mutter weinet sehr /Hat ja nun kein Hänschen mehr
/Da besinnt sich das Kind, /Läuft nach Haus geschwind. /Liebe Mutter, ich bin da
/Dein Hänschen/ tra la la /Bin bei dir, /Bleib' bei dir /Freue dich mit mir! ”?.
Mientras le susurraba al oído, lo acunaba como a un niño. Casi como si fuera su
niño. Entonces él le dirigió su última mirada. Una mirada llena de ternura y le sonrió
beatíficamente. Por un momento, Olga sintió paz. En ese instante comprendió que su
hermano ya estaba con Dios Padre.
Despertó sobresaltada, empapada. El corazón le galopaba iracundo. Las
imágenes eran tan vívidas que tardó en comprender que era un sueño. Cuando
finalmente volvió en sí, tenía su cabecita pegada a su pecho, entre las curvas que sus
pechos dibujaban bajo la ropa de cama. Le acarició tiernamente sus cabellos húmedos,
sudorosos por el calor corporal. “kleine Herbert”, susurró con más temor que afecto. No
entendía por qué nunca había sentido devoción por su único niño. Solo como una
lejana ternura. Quizá lo culpase de su aburrida vida de ama de casa, quizá extrañara el
teatro, la actuación. Quizá solo fuera eso. “mein Kleine”, volvió a decir sin acariciarlo,
como forzándose al cariño.
La melodía de la canción de cuna se le entrometía en su conciencia como un
pesado moscardón. Intentó ahuyentarla, tratando de recordar la técnica que el profesor
le enseñó para entender lo que los sueños quieren decir. Pero nada logró. Solo deducir
lo obvio: que el Dr. F. que lo sanaría, era su antiguo terapeuta. Pero ¿por qué pensar
en un neurólogo devenido psicólogo para curar heridas causadas por traumatismos?
Ya no pudo volver a conciliar el sueño. La imagen de su hermano mayor muriendo
mansamente en sus brazos la angustiaba tanto como la tranquilizaba. “Sería una
muerte mucho mejor que el suicidio”, pensó. “Al menos estaría con él a la hora de
encomendarse a Dios Padre”. Desde su tratamiento con el Profesor Freud se había
acostumbrado a referirse al Creador de esa manera. Herr professor se lo había dicho
un día con un dejo de ironía: “Dios padre tuvo la amabilidad de hacer morir a su padre
antes que vd. cumpliera el año de vida”. Desde entonces, cada vez que nombraba a
Dios no podía evitar hacerlo de esta manera. Todavía recordaba sus encuentros
diarios con el profesor. Tenía diecinueve años y Olga era una aspirante a actriz,
constantemente elogiada más por su intrigante belleza que por sus dotes actorales.
Corría el verano de 1897. Su cabeza era un constante barullo, que ella intentaba
organizar a fuerza de pensamientos repetitivos y sistemáticos. Padecía de lo que el
profesor llamaba “Representaciones obsesivas”. También cometía actos compulsivos,
siguiendo obscuros designios, aparentemente sin motivo. Actuaciones en donde casi
no era ella. Como una puesta en escena en donde el protagonista se hubiese caído de
la escena. Como un personaje interpretado en un escenario vacío, destinado para que
otro decodificara un libreto que ella misma ignoraba. De estas actuaciones
compulsivas, no muchas se las contaba a Herr Professor. Prefería ocultarlas,
desafiando la regla fundamental de contarlo todo, por temor o vergüenza. El era, en
definitiva, un señor mayor que ella. Podría ser su padre. Y eso no estaba bien para una
muchacha vienesa decente en las postrimerías del siglo XIX.
Tras la muerte de su padre sus hermanos se habían hecho cargo de Olga,
mientras que su estricta madre se dedicaba enteramente a los quehaceres de la casa.
Solo ellos la consentían. En especial Harold. Quizá por eso la muerte de papá no se
sintió tanto. Distinto fue con los suicidios de Harold y Oskar. Ambos se dispararon con
no tanto tiempo de diferencia. Primero fue Oskar, pero nunca se hubiese imaginado
que Harold también lo haría. Quizá fuese demasiado sensible para soportar la muerte
de Oskar y de papá, o quizá un pesado secreto lo agobiara. Como fuere que sea, no
pensó en ella. Olga empezó a sentir algo parecido a la furia, pero luego se sintió
predominantemente angustiada.
Max roncaba pesadamente dándole la espalda. Todavía hedía a cigarro. Parecía
que nada perturbaba su dormir. En cambio ella no paraba de pensar. Sintió por un
momento que el barullo mental regresaba. Hacía tiempo que la pasión entre ellos había
desaparecido. Aquella época donde paseaban juntos por el Stadtpark, el parque
municipal del centro de la ciudad, tomados de la mano. Ella le contaba con pasión
sobre su tratamiento con el Dr. Freud, el descubridor de la cura para las
psychoneurosen. Había algo en la forma de escucharla que la había cautivado. Ni
siquiera arriba del escenario sentía que capturaba así la atención de nadie. Ella le
narraba las sesiones y el preguntaba minuciosamente, enarcando las tupidas cejas por
encima de sus gafas con su amabilidad de niño del Tirol, mientras detrás de los bigotes
una sonrisa prefulgente se instalaba con firme delicadeza.
Con el tiempo y el matrimonio comenzó a entender que Max se interesaba más
en el profesor y en el psicoanálisis que en ella. Con el correr de los años llegaron
también sus largas ausencias nocturnas, el olor a cerveza y a humo de cantina, las
sospechas de sus amoríos con cantantes de ópera de segunda categoría. Todo en
nombre de la música. Nunca estaba. Siempre ocupado. Cuando no eran las reuniones
de los miércoles en casa de Freud, era un estreno, o un encuentro con un músico
novato que necesitaba un favor. Olga se aburría enormemente y le costaba conectarse
con Herbie. En ocasiones el niño entraba al baño cuando ella estaba haciendo sus
necesidades pero a veces no tenía siquiera voluntad de reprenderlo.
Cada tanto se preguntaba si no estaba siendo demasiado tolerante. Todo por
culpa del estúpido de Max. Que aprenda. Que se encargue él. Que le pregunte al
profesor que parece saberlo todo, como si hablase con el buen Dios, pensó con sorna.
Pero lo que el profesor no sabe es cómo devolverle a su hermano. Tampoco cómo
devolverle a su marido.
Miró por la ventana. Comenzaba a amanecer. Necesitaba un cambio. No se
atrevía a separarse, aunque lo pensaba. Volvió a mirar a Herbert. Quizá el profesor
tenga razón. Quizá le viniese bien un hermanito con quien jugar. O tal vez una
hermanita. Alguien con quién entretenerse. Alguien de quien ocuparse que con el
tiempo también se ocupe de él. Entonces lo abrazó fuerte. Tan fuerte como nunca
antes. Alguien a quién cuidar, si. Eso es. Como Harold y ella.
II
La ciudad lo embelesaba.
La vasta hermosura de sus jardines y edificios. El palacio real de Schönbrunn
frente al cual Max recordaba jugar de niño entre estatuas ecuestres y saúcos. La
elegancia de las vestimentas de hombre y mujeres, viajando en el straßenbahn,
mientras airosos jinetes montaban en caballos de pura sangre. Los carruajes de paseo,
majestuosos, tirados por corceles que parecían ejecutar pasos de baile al ritmo seco y
stacatto del látigo del cochero. También, se veían guardias montadas, con cueros de
leopardo y grandes cascos con plumas blancas, sobre caballos árabes.
IV
Hacía diez años que Olga había consultado con Sigmund Freud, alentada por
los comentarios que el Dr. Breuer hacía de su novedosa cura para los enfermos de los
nervios. Tenía diecinueve años y muchos problemas. No solamente había perdido a su
padre y a sus hermanos trágicamente sino que la convivencia con su estricta madre no
era fácil. La crió con severidad prusiana. A pesar de ello, o a causa de ello, Olga hallo
refugio en el teatro. Primero como espectadora, luego como aspirante a actriz. El
imaginario mundo teatral y los ejercicios de actuación, prestaban soporte para
desplegar sus dragones interiores. También eran el contexto donde acontecían sus
actos enigmáticos, compulsivos, inexplicables, y a veces levemente promiscuos. Como
si una fuerza la empujara a hacerlos sin que medie reflexión alguna, para después
“limpiarse” con pensamientos estrictos y ordenados; y con ceremoniales repetitivos.
Con anhelos de ser rescatada de esa locura, se dirigió al distrito IX, al oeste del
Donau Kanal, uno de tantos distritos circundantes del Ring, el anillo céntrico de la
ciudad. Llegó a la entrada de puertas de madera de medio punto del burgués edificio
del número 19 de la Bergasse, una calle ancha y empedrada de veredas angostas y
pronunciada pendiente. Cuando traspasó el vano de la puerta de calle debió caminar
unos metros por el pasillo de baldosas. Al final del pasillo se veía una puerta de vidrio
que daba al verde patio interior de la vivienda. A mitad de camino del pasillo, una
escalera curva de piedra custodiada por barandas de herrería artística, permitía
acceder al primer piso donde funcionó el consultorio de Freud desde que quedó
vacante en el otoño de 1896 -luego que su antiguo inquilino, un constructor de relojes
abandonara el departamento que utilizaba como taller luego de una explosión- hasta
1908, cuando se mudó un piso más arriba. En ese segundo piso se encontraba la
residencia particular de Freud, que en aquellos años se comunicaba con el consultorio
por una escalera trasera. Luego de la mudanza de 1908, el consultorio estaría a la
derecha, en el número 6, mientras que su numerosa familia vivía con él en la puerta de
enfrente, a la izquierda del pasillo en el departamento número 5.
Al llegar al primer piso, golpeó la puerta de madera con timidez pero con firmeza.
Cuando Sigmund apareció, lo primero que la sorprendió fue su aspecto. Lo imaginaba
mayor, más alto. Sus hombros, llamativamente caídos, le conferían una extraña
postura corporal. Tenía el pelo renegrido, peinado hacia el costado y una tupida barba
con bigotes a la francesa enmarcaban la parte inferior de su rostro. Su mirada era
intensa y penetrante. La recibió con calidez aunque con formal cortesía.
Durante varios meses se verían de lunes a sábados, siempre a la misma hora y
por espacio de 50 minutos. A medida que fue contando sobre su vida, comenzó a
familiarizarse paulatinamente de las ideas de este médico, que había estado utilizando
la hipnosis hasta hacía no demasiado tiempo. En plena época victoriana, le costaba
creer lo que el profesor le interpretaba. Todas esas cosas relacionadas con la
sexualidad y la seducción de los niños por parte de los adultos. Cuando sugirió que era
probable que uno de sus hermanos suicidados -más precisamente su hermano
preferido- hubiese abusado de ella, fue el colmo. Era imposible, y si sucedió, era aún
más imposible recordarlo. Es más, era imposible pensarlo. Después de esa sesión,
abandonó ruborizada el consultorio del doctor y volvió a su casa envuelta en un
torbellino de furia. Su madre la vio entrar con visibles signos de turbación y la forzó a
contarle el motivo de su desasosiego. Siempre su madre se las había ingeniado por
sonsacarle sus secretos, salvo por las cosas que luego terminó confiándole al
profesor. Olga rompió por primera vez el pacto de silencio que le había jurado a Freud
y le contó a su madre aquello de lo que solo hablaba en el consultorio de su terapeuta.
Ella puso el grito en el cielo, abanicándose con las manos ampulosamente y
blasfemando contra ese hechicero judío estafador y pervertidor de niñas inocentes.
“¡Es él el que quiere abusar de ti!” “¡Solo intenta quedarse con nuestro dinero!”, gritó
enardecida. A partir de ese momento le prohibió seguir adelante con el tratamiento.
Pero Olga, juntando coraje quién sabe de dónde, osó discutir la taxativa decisión de su
estricta madre. Desde entonces sucedieron dos cosas que permanecerían
inmodificables: Olga dejó de recibir dinero para pagarle al profesor y resolvió
definitivamente jamás volver a contarle intimidades a la madre.
Cuando al día siguiente fue a contarle a Herr Freud las malas nuevas, su
analista permaneció un momento en silencio y luego de interpretar la escena, le hizo la
inusual propuesta de seguir atendiéndola becada. La proposición le provocó un fuerte
impacto y se sonrojó. Primero se preguntó si Freud estaría secretamente enamorado
de su enigmática belleza, pero luego desechó esa posibilidad. “Mi madre se equivoca.
No quiere nuestro dinero. Solo quiere ayudar. Me cuidará y sanaré. Hará lo que Harold
no pudo”, pensó. Sintiéndose seducida por la comprensión de su médico accedió y
mantuvieron esa extraña alianza terapéutica durante algunos años más, con
innegables consecuencias para ambos.
Para Freud 1897 fue un año duro e intenso: Su padre había muerto hacía poco
tiempo. Fue el año de su autoanálisis. A la vez, comenzó a sospechar que sus
histéricas le mentían lo cual le hizo repensar aspectos de su incipiente teoría. Si Olga o
el escándalo que su madre le hizo presentándose impulsivamente en su consultorio de
Bergasse 19, tuvieron algo que ver en la rectificación de su teoría, difícil de saber.
Paulatinamente, la joven se fue convenciendo, pese al entusiasmo inicial, que su
analista escondía oscuros intereses con ella. Sospechaba que las cosas que le
interpretaba fuesen tendenciosas. A veces parecía tan preocupado por reconfirmar la
teoría nueva que estaba desarrollando, que sus interpretaciones se adecuaban a ella
de manera frecuente. Luego le habló de Max, su aspirante a novio. Él la alentó a seguir
con ese hombre, mayor que ella, erudito en muchas disciplinas y con un futuro
promisorio. Eso le generó ambivalencia. Valoraba que la ayudase a progresar y formar
una familia, pero por otro lo vivía secretamente como un desaire de su ángel protector.
Al cabo de un tiempo, comenzó a sentirse desplazada por su futuro marido
respecto al cariño del profesor. Max empezó a formar parte de su círculo más íntimo de
discípulos y colaboradores. Nunca se los perdonó. A ninguno de los dos. Los golpes de
la vida le habían enseñado a ser rencorosa. Nunca pudo distinguir si fue decisión
genuina de ella tener a Herbert o fue una sugerencia de Freud para salvar un
matrimonio precoz en crisis. En realidad tenía la sensación que ambos le digitaban la
vida según su conveniencia, urdiendo cosas en secreto.
Su odio creció con el nuevo siglo. Primero perdió un embarazo. En 1903 tuvo a
Herbert, tres años después, a Hanna. Con su hijo tenía una relación cariñosamente
distante. Era varón y había algo en el que le recordaba a Harold. Eso hacía más fáciles
las cosas. Hasta cierto punto, ya que odiaba la vida de ama de casa. Pero con Hanna
jamás conectó. La sacaba de quicio sus llantos nocturnos y su carácter díscolo.
Cuando no soportaba más, sus manos, obedeciendo quién sabe que designios,
golpeaban sonoramente el cuerpito de Hanna. A veces pensaba irónicamente que un
fontanero debería reemplazarle su trasero magullado por uno de repuesto. Sin
mencionar el incidente de la bañera. Nunca le creyeron que había sido por accidente
que Hanna había caído imprevistamente al agua, que fue un resbalón. Se apuraron a
acusarla. Hasta kleine Herbert la miró con desconfianza durante unos días.
A pesar del fastidio, vivía encerrada. Si no se sentía a gusto en su casa, mucho
menos en las reuniones de sociedad. Era un contrasentido ya que también extrañaba
su época de actriz. No le gustaba andar por la calle. No tanto por pánico ni por
inhibición sino porque simplemente prefería el escaso mundo hogareño al cual creía
comandar a su antojo. Las relaciones íntimas entre ellos eran altamente
insatisfactorias, al igual que la convivencia. Su humor cambiante se hacía
particularmente taciturno luego de cada encuentro sexual.
Luego empezó el huracán, que ni la ayuda de la niñera ni de su marido podían
aliviar: Como si poco bastara semejante sobrecarga, su primogénito comenzó primero
con miedos, luego con ridículos temores a los caballos y a las jirafas. Insistía en no
despegarse de ella. No soportaba más ni entendía más nada. “¡Pregúntenle al profesor
que habla con el buen Dios y todo lo sabe!”, espetó con sorna desde el umbral de la
puerta de la cocina, odiándolo cada vez más, odiándolos cada vez más. Pero Max se lo
tomó en serio y en una de las reuniones de los miércoles, planeó su táctica para luego
de las ponencias y las discusiones, cuando los oradores fumaban y tomaban café con
pastelillos, estratégicamente suministrados por Marta, la mujer de Freud y sus criadas.
Luego de conversar vivamente con Otto Rank y de escuchar un chiste subido de tono
del Dr. Adler, se aproximó cautelosamente a Herr Freud, ya no para hacerle una
pregunta ni para acercarle material de su hijo que el profesor utilizaba para ejemplificar
sus tesis sobre la sexualidad infantil plasmadas en sus “Drei Abhandlungen sur
Sexualtheorie”, sino para que lo ayude con la angustia de su hijo.
Max y Olga recibieron una vez más la ayuda de Sigmund Freud y eso colaboró
en cimentar un profundo sentimiento de deuda con el padre del psicoanálisis. Una
deuda que se fue tornando paulatinamente imposible de soportar para los tres.
Ese día había más tráfico que de costumbre. Los carros formaban un extraño
enjambre que emulaba una ordenada danza apícola. Mientras caminaba por el
Stadtpark empezó a sentir que algo se tensaba cada vez más en su interior. Como las
cuerdas del violín de papá a punto de cortarse. Le costaba respirar y su corazón latía
con fuerza. Comenzó a apretar fuerte la mano de fräulein Carolina, la criada. Sus pies
se hicieron pesados. Sus manos sudaban frío. Una cicatriz morada se dibujó en la
blanca palidez de su rostro donde en algún momento hubo una roja boca. Lo ganó
finalmente la desesperación de volver a la seguridad de su casa y estar con su madre
para que le hiciera mimitos, lo cual, irónicamente, no era algo frecuente.
Antes de cumplir cinco años la familia se había mudado del distrito IX, al Distrito
III, en el 35 de la Untere Viaduktgasse, una calle que pasaba por debajo del viaducto
de los rieles del tren. La propiedad estaba frente a la recova del mercado central, el
Großmarkthalle, -también llamado aduana-, pegado a la estación Hauptzollamt del tren
del norte.
Herbert pasaba horas mirando como los chicos pobres jugaban en el patio de la
recova, saltando desde las rampas como si fueran potrillos. Mocosos sucios exudando
alegría. El quería ser uno más. Quería ser un potrillito. Correr, saltar, juntarse con los
otros niños. Pero Herbert no tenía amigos. Su mundo se circunscribía a su casa, sus
padres, las criadas y las rituales excursiones dominicales para visitar a su abuela de
Lainz, en el oeste de la Viena suburbana, más allá de los jardines de Schönbrunn.
Únicamente matizaba su soledad sus amigos imaginarios.
Efímeros compinches, mariposas estivales, que conseguía cuando vacacionaba en
Gmunden, una villa de veraneo a más de 300 Km. de Viena, camino a Salzburgo. La
villa tomaba su nombre de su situación geográfica en la desembocadura del río Traun.
Se encontraba a orillas del lago Traunsee, rodeada por montañas y verdes bosques y
era el destino ideal para el descanso de una familia burguesa. Solo allí Herbie era feliz.
No importaba que mamá blasfemara contra los trabajos y ocupaciones que causaban
fugaces viajes de Max de retorno a Viena, a veces por el fin de semana, a veces por
semanas enteras. El resto del año se la pasaba añorando jugar a brincar como caballos
con sus niños de Gmunden.
Luego de las visitas al profesor, comenzaron los ciegos interrogatorios del padre.
Giraban permanentemente sobre la idea que Freud había expuesto pocos años atrás
en sus libros sobre sexualidad infantil: Herbert quería mimos de su madre y se tocaba
el pichilín, y temía que el padre a quien también amaba, lo reprendiera o se lo cortase.
Esa ambivalencia era resuelta inconcientemente repartiendo los afectos: se temía a
otra cosa -los caballos en este caso- para poder amar sin conflictos al padre.
Transponiendo con esta interpretación el mito de Sófocles al resto de la humanidad.
De esa misma manera explicaron un episodio en el que Herbie irrumpió de noche en la
habitación de los mayores -habitación que había abandonado hacía poco tiempo-
alegando un sueño feo que le ganó una vez más el derecho de dormir con los padres.
Un sueño en el cual una jirafa grande gritaba porque él le había quitado a esa jirafa
grande, otra jirafa arrugada, hasta que Herbert se sentaba encima de la jirafa arrugada
y la grande dejaba de gritar. El relato se refería a la escena matutina en el dormitorio
con el niño metiéndose en la cama con la mamá y el padre protestando tibiamente
hasta ceder. Esta interpretación era evidente no solo porque sobre la cama del niño
había pegada una imagen de una jirafa sino por el parecido que había entre la palabra
alemana “giraffe” y el apellido Graf. Pero al parecer, para el padre no era tan evidente
que tenía que ejercer una prohibición más férrea. Su respuesta mecánica era tomar
notas para el profesor. Entonces Herbert haciendo gala otra vez de su agudeza mental,
le pidió que también le escribiese al profesor que su madre se había quitado la camisa.
VI
Ese día una pincelada amarilla bañaba el cielo de primavera del año 1922.
Herbert, de diecinueve años, estaba de visita en la casa de su padre. Max se había
vuelto a casar con una cantante lírica llamada Roa Zentner. La reunión fue cordial
aunque incómoda dado que el divorcio de sus padres en 1920 había sido un argumento
de opereta barata, igual que sus últimos años de matrimonio que duraron demasiado
basándose en el dudoso leit-motiv de que los hijos se críen en el seno de una familia
constituida. La separación fue en septiembre. Al mes su madre se casó con su amante
Franz-Josef Briyta. En noviembre fue el turno de Max. Ambos oficializaron sus
respectivas relaciones paralelas de los últimos tiempos. Hanna quedó con su madre,
por lo cual Herbert la veía poco y la extrañaba mucho, ya que él vivía por su cuenta.
Recordaba con cariño sus juegos con ella, sobre todo cuando construyeron
juntos el teatro de juguete, en donde dio sus primeros pasos como director de escena
tratando de recrear las óperas que lo maravillaban. Allí podía escapar de los
desventurados acontecimientos familiares que sucedieron luego de la difuminación de
su fobia: Meses después murió abuelo. Al año, abuela Regine dejó Lainz para unirse a
su primo y marido en el reino de los cielos. Mientras tanto, entre 1908 y 1910, Max
emprendió la napoleónica empresa de analizar a su mujer. Los resultados fueron, sino
los de Waterloo, en el mejor de los casos, infértiles.
Durante aquella época Freud fue invitado a cenar varias veces en el hogar de los
Graf. La cordialidad era tal, que para el primer cumpleaños de Herbert luego de la
desaparición de sus temores, se presentó con un especial regalo: Un caballito de
madera, que Sigmund en persona subió por las escaleras hasta el cuarto piso donde se
hallaba el departamento de la familia.
Era una cordialidad mantenida en un equilibrio lábil e inestable. El enojo de Olga por su
antiguo terapeuta fue creciendo hasta convertirse con los años en odio. Sentía que el
profesor la había aconsejado mal, que había arruinado su vida y comenzó a sentirse
seducida por las teorías del discípulo más prometedor del profesor: Alfred Adler. El
carácter de la ex-actriz se fue haciendo cada vez más explosivo. Celaba a su marido en
su progreso intelectual y llegó un día a destruir algunos de sus trabajos escritos. Su
marido, fiel a su carácter, preguntó que había para la cena.
En 1914 estalló el horror de la guerra que se prolongó por más de cuatro años.
Antes de su finalización, Herbert fue enviado durante el verano a Berlín a lo de su tía,
que poseía una linda casa en los suburbios. Ya amante fanático de la ópera y
admirador de Max Reinhardt, fue portando una tarjeta personal firmada por su padre
con unas breves palabras pidiendo a Arthur Kahane, el Dramaturg de Reinhardt, que le
permitiese presenciar a su hijo el espectáculo entre bambalinas. Munido de un arsenal
de tarjetas, y haciendo méritos para falsificar la rúbrica de su padre, Herbert pasó tres
meses presenciando producciones como Danton o Julio César. Mucha gracia hubo de
causarle cuando el amigo de su padre le dijo que no hacía falta falsificar la letra de su
padre, ya que una vez presentados, lo hubiese dejado pasar gratis de todos modos.
Durante los siguientes años, el recuerdo de ese verano le provocaba orgasmos
espirituales, lo cual generaba dificultades para concentrarse en el estudio y terminar el
liceo. Con dieciséis años ya tenía decidido a qué se iba a dedicar, y si ello no existiese,
lo inventaría. Sería director de escena en sus amadas óperas, aunque sus compañeros
de estudio se mofaran de sus pretensiones.
Luego de un almuerzo más formal que suculento y antes que su padre haga su
religiosa siesta, lo llevó al estudio para interrogarlo sobre algo que lo inquietaba desde
algunos días. Ayudando a empacar los libros de Max para la mudanza, comenzó a
revisar algunas carpetas que peregrinaban sobre el escritorio del crítico musical. En
una de ellas encontró un artículo sobre psicoanálisis que describía el caso de un niño
con fobia a los caballos. Se arrellanó en la silla y lo devoró con avidez. ¡Ciertamente las
ocurrencias del chiquillo eran jocosas e inteligentes!, pensó. En algún momento, un
aguijonazo se le clavó en el pecho y lo hizo dar un respingo en la silla. Estaba leyendo
un pasaje sobre las vacaciones de la familia en Gmunden y creyó reconocer algo. Tuvo
la intuición que el niño tenía algo que ver con él. A medida que avanzaba la lectura la
duda maduró en certeza. Los nombres de su tía “Mariestchi” y su hermana Hanna
eran demasiadas coincidencias. Cuando a su padre le preguntó si el era “kleine Hans”.
Max contestó afirmativamente. La información revelada le provocó la acuciante
necesidad de escribirle al Dr. Freud.
Al cabo de unos días, preso de un impulso poco claro pero tenaz, decidió él mismo en
persona ir a visitar al psicoanalista.
Si bien Max Graf le había dado los datos del Herr professor, no era ninguna ciencia
hallarle. Freud ya era una personalidad de la cultura austriaca. Herbert
se dirigió al distrito IX. La dirección seguía siendo la misma. Entró por el portal de aquél
edificio por el cual su madre y su padre hubieron entrado tantas veces. Aunque él
mismo estuvo alguna vez allí, no recordaba nada excepto por un vago olor a
desinfectante que percibió mientras subía por la escalera.
Llegó al segundo piso y golpeó la puerta. Sabía que era en el número 6, pero se
equivocó y llamó al departamento 5. Lo atendió Paula Fichtl, la criada. Le preguntó si
podía ver al profesor sabiendo por su padre que en ese horario de la tarde Freud solía
estar aún desocupado. -“¿Quién le busca?”, preguntó protocolarmente Paula. -“Dígale
que el pequeño Hans”, contestó lacónico, intentando contener la sonrisa que le
provocaba su pequeña broma interna que seguramente el profesor compartiría con
complicidad. Mientras esperaba para ser atendido, observó que el 5, el número de la
puerta equivocada, que era el de la residencia familiar de Freud, era la edad que tenía
cuando visitó al psicoanalista por aquella vez en que padecía la “tontería”.
Cuando se abrió la puerta del 6, otra vez vio el rostro de Paula. Lo hizo pasar a
la sala de espera en donde había cuadros con fotos de sus colegas más estimados
como Max Eitingon, Sándor Ferenczi y Anton von Freund, algunas reproducciones de
grabados de Louis de Boullogne describiendo los cuatro elementos, junto a algunos
certificados y diplomas.
En ese momento escuchó -“¡Adelante!”. Detrás de su escritorio, entronizado en medio
de estatuas y trofeos arqueológicos, Herr professor parecía él mismo un busto de
aquellos filósofos griegos que había visto en la escuela.
Sigmund Freud, se acercó a él precedido por una sonrisa generosa. Lo estrechó en sus
brazos. –“¡Pero qué alegría, muchacho, qué alegría!”, repetía. Su rostro era olímpico,
tallado a mano por el mismo Zeus. Una rala cabellera entrecana coronaba su rostro
poblado por una prolija barba decididamente blanca. Su mirada penetrante parecía que
todo lo escruta y todo lo ve. A la vez parecía un ser humano como cualquier otro.
Luego de hacer una breve referencia a los sucesos personales después de años
en los que Freud no supiera nada del joven, lo puso al tanto de su decisión de
dedicarse a la ópera pese a las burlas de profesores y compañeros de clase.
Terminaron el café y antes de despedirse amablemente, el profesor se manifestó
contento por el decurso favorable de su vida -probablemente porque sería una
confirmación más de la eficacia clínica de su doctrina- y lo alentó firmemente a seguir
con su incipiente carrera, pero llamativamente, respecto de sus padres no le hizo
comentario ni pregunta alguna.
Herbert bajó por Bergasse en dirección al canal preguntándose por qué.
VII
En el año 1936, Herbert recibió una atractiva propuesta laboral como director de
escena del Metropolitan Opera de Nueva York y viajó a los Estados Unidos contratado
por el “Met” como “regisseur”, un puesto que no existía en la ópera hasta que él lo creó.
¿Qué pensarían ahora si lo vieran los golfillos del liceo salirse con la suya?
Ya había estado en el gran país americano en el ’30 y durante su estadía su
fama de “niño terrible” le permitió el privilegio de cruzarse con el mismísimo Toscanini.
Durante el viaje, su mente repasa sus recuerdos recientes, su breve carrera de
cantante. Sus estudios solventados con el esfuerzo de su padre. Su doctorado en
filosofía con su tesis sobre historia de la música. Su casamiento con la cantante
Liselotte Austerlitz.
Mientras Herbert viaja en aeroplano, Sigmund Freud también viaja. Viaja sentado
en su silla. Viaja hacia atrás, en el tiempo y en la profundidad de sus recuerdos. La
muerte de Antón Von Freund, amigo y mecenas, seguida inmediatamente de la muerte
de Sophie, su hija predilecta. Un par de años más tarde, enfermo de tuberculosis, murió
también el hijo de ésta, Heinerle, quien estaba al cuidado de Matilde, la otra hija de
Freud. Sus allegados comentan que se había encariñado tanto con su nietecito, que
fue un golpe del cual nunca se terminó de recuperar. Pero él nunca lo demostró.
Resolvió la pretendida aporía refugiándose en el trabajo y en el desarrollo de su teoría
introduciendo los nuevos conceptos de pulsión de muerte, el más allá del principio del
placer y la división del aparato psíquico en tres instancias llamadas Yo, Ello y
SuperYo.
Hacía trece años le habían descubierto en el lado derecho de la encía un tumor
que debía ser extirpado. A la primera intervención quirúrgica le siguieron treinta y dos
operaciones más. El famoso cirujano vienés Hans Pichler le realizó un vaciamiento
radical: fueron extirpados el maxilar y la encía del lado enfermo. La ausencia de la
pieza ósea luego de la terrible operación, requirió una prótesis de enorme tamaño a la
cual Sigmund llamaba “El Monstruo”. No solamente le causaba mucho dolor cada vez
que se la quitaba y se la volvía a colocar, sino que le traía enormes trastornos para
hablar y para comer. Le prohibieron fumar aunque Freud malamente podía prescindir
del tabaco. A pesar del dolor y las molestias, de esto tampoco se quejó. Solo cuando el
padecimiento se hacía insoportable dejaba de trabajar con sus pacientes y en sus
artículos.
Mientras viaja en el recuerdo, se pregunta cuanto tiempo más durará su viaje
para reencontrarse con sus afectos perdidos. Sin darse cuenta se queda dormido.
Sueña. Sueña con un niño jugando. Jugando en el barro, brincando y corriendo a otros
niños que juegan con él. Reconoce el lugar. Es Freiberg, su pueblo natal. Está jugando
con los sus vecinos, los Zajíc, los hijos del cerrajero que comparten su morada en la
calle que ahora lleva su nombre. Juegan con juguetes de hojalata que él mismo
confeccionó. Son caballitos. Juegan a los caballitos, revolcándolos en el barro. Más
tarde, Sigmund no podrá precisar si lo soñó o lo recordó.
En el momento en que el avión comienza el descenso, un Herbert también
dormido sueña con un teatro de títeres en el cual unos caballitos de madera
representan una extraña lucha. Cuando despertó, ya estaba en el aeropuerto
internacional de La Guardia. Mientras esperaba su equipaje se preguntó con extrañeza
por qué habría soñado semejante cosa, pero le parecieron buenas ideas para su
próxima escenografía.
VIII
Tres semanas antes, el 22 de Marzo -solo una semana después del primer
asalto- la Gestapo se presentó en casa de Freud. La segunda inspección fue menos
brutal aunque más minuciosa. Solo se salvó el estudio del psicoanalista. Los hombres
de negro se marcharon llevándose consigo a una aterrada Anna, quien llevaba en su
bolso una dosis letal de Veronal, entregada sigilosamente por el Dr. Schur, el médico
de la Familia. Anna soportó un interrogatorio sin tormentos físicos, pero duro. Mientras
tanto, la espera en Bergasse fue agónica. El hecho de tener un padre famoso podría
ser su exoneración o su condena. Cuando Anna regresó sana y salva, Freud, próximo
a cumplir 82 años, consideró que ya era demasiado y decidió dejar su país.
Fue Anna en persona quien comenzó a gestionar el éxodo familiar a través de
innumerables visitas a las autoridades para ocuparse de las formalidades y efectuar los
pagos correspondientes a los impuestos especiales que los Nazis introdujeron para
esquilar a los Judíos emigrantes antes de la deportación: El Reichsfluchtsteuer para los
que pretendían fugarse del Reich y el Judenvermögensabgabe, un impuesto a los
bienes judíos.
Más allá de que muchos hombres del psicoanálisis y de las ciencias -con
Enst Jones a la cabeza- hicieron grandes esfuerzos para lograr un salvoconducto para
Freud, no sabemos de todos modos que hubiese ocurrido si el doctor Sauerwald, a
quienes los nacionalsocialistas habían nombrado comisario para la disolución de todas
las instituciones psicoanalíticas, no se hubiese convertido en protector de la familia,
impresionado por la personalidad de Freud e influenciado por la profunda veneración y
respeto que le rendía a Wilhelm Herzig, su profesor de química farmacológica en la
Universidad y viejo y muy buen amigo del creador del psicoanálisis.
Bergasse 19 quedó vacía. Durante la guerra se cree que fue utilizado como
casa comunal para judíos quienes eran trasladados luego al distrito II donde los Nazis
establecieron el ghetto oficial en donde transitoriamente los judíos se hacinaban hasta
ser deportados a los campos de exterminio.
IX
Aunque en la década del ´30 huyó de la Europa en guerra con el Eje, prestó
servicios en la primera guerra, sirviendo en la armada húngara.
Durante su estancia en Norteamérica, Max Graf tuvo que soportar un duro golpe:
Hanna, su hija, la hermanita de kleine Herbert, se suicidó promediando la segunda
guerra mundial, al parecer por un desengaño amoroso con un promisorio cantante en
ascenso.
Dio clases hasta 1947 en la New York School for Social Research. También allí,
pero en 1940, había dado su primera clase sobre crítica musical. Fue profesor invitado
en el Instituto Carnegie de Tecnología de Pittsburgh y en la Temple University de
Filadelfia. En 1947 regresó a Austria donde se dedicó a dar seminarios de crítica
musical y clases en el Mozarteum de Salzburgo. Murió en Viena en Junio de 1958,
orgulloso de la carrera de su hijo, pero con algunas observaciones sobre su carácter y
su vida personal.
Luego del forzado éxodo, Freud, su antiguo amigo y maestro, pasó los últimos
meses de su vida cosechando elogios y recibiendo en su casa de Maresfield Gardens
visitas ilustres como Stefan Zweig y un joven Salvador Dalí, quien le hizo un retrato.
Mientras tanto, la enfermedad seguía su inexorable avance al igual que las tropas
germanas avanzando sobre París. El 8 de Septiembre volvió a ser operado por
trigésimo segunda vez. El 23 de Septiembre del año siguiente, Freud moría poco antes
de medianoche en suelo extranjero, sin poder ser profeta en su tierra. Sus restos
mortales fueron incinerados en el crematorio de Golder´s Green. Sus cenizas, que
recibieron un tratamiento mucho más digno que las de sus hermanas, descansan allí
en uno de sus vasos griegos favoritos.
EPÍLOGO
Súbitamente, Werner pareció despertar y Herbert tuvo que acallar su canto por
vergüenza. Salió con sigilo de la habitación para no ser descubierto por su hijo.
Ese mismo día, Sigmund entendió que emprendía otro viaje. Extrañamente la
mandíbula casi no le dolía. Pidió que lo llevaran a su lugar preferido, en el jardín de su
casa, donde florecía en espléndido almendro. Sentado en su silla, con una manta
escocesa cubriendo su regazo y sus perros como dilecta y adorada compañía a sus
pies, se preguntó con sarcasmo si realmente fue una buena idea abjurar de la religión.
El sol estaba tibio aún. Se sorprendió a sí mismo cantando para sus adentros un
fragmento de una vieja canción de cuna, oída quizá en Freiberg:
“Da besinnt sich das Kind,/ Läuft nach Haus geschwind. /Liebe Mutter, ich bin da
/Dein Hänschen/ tra la la /Bin bei dir, /Bleib' bei dir /Freue dich mit mir!”?
DIEGO SOUBIATE
JULIO DE 2008
Basado en “Análisis de una fobia de un niño de cinco años (caso Juanito)”, de Sigmund
Freud y en datos biográficos de la familia Graf
Agradecimientos
• A Ariel Pernicone, no solo por haber aportado con su artículo sobre Olga Hoenig
los datos que causaron el impulso a escribir, sino que sin su invaluable
colaboración y suministración de fuentes de referencia, éste trabajo no hubiese
existido.
• A Francisco Gonzalez Cobreros por sus estimulantes sugerencias.
• A Gabriela Ramil y Eduardo Soubiate por haber prestado sobre la vida de Freud
y sobre el mundo de los caballos respectivamente, bibliografía indispensable
para situar el contexto del relato.
• A mi familia por haber sido generosa con su tiempo para que dedique con
torpeza y perseverancia mis ratos libres a la escritura.
• A todos los amigos, familiares y colegas que generosamente leyeron este
trabajo en su estado de corrección final y que con sus comentarios, críticas y
sugerencias me ayudaron a pulir la versión definitiva.
BIBLIOGRAFÍA