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¡...

QUE TIREN LA
PRIMERA PIEDRA!
Novela
Wilson Moreno Palacios

¡...QUE TIREN LA
PRIMERA PIEDRA!
Novela
ISBN 978-84-9916-774-9
Depósito Legal: M-21959-2010
Impreso en España/ Printed in Spain
Derechos Reservados
© Wilson Moreno Palacios
Queda prohibida la reproducción parcial o total por cualquier medio.
Primera Edición: Mayo de 2010
Omnia vincit amor
(El amor siempre triunfa)

Virgilio
Gracias a todas las cálidas personas que pusieron un granito
de arena en la construcción de mi fortaleza imaginaria. Un
millón de bendiciones. Un saludo muy especial para Lorena
Meritano y su fotógrafa, Blanca Charolet, por su gran ayuda.
Para todas aquellas lindas mujeres de las cuatro décadas.

Las noches no se alejaron tan fácilmente de mis recuerdos; cada


una estaba impregnada de tus suaves caricias, de tus frescos besos y
de aquella intensidad con la que te entregaste en cuerpo y alma. No
maldigo el día en que te conocí ni la hora en que te cruzaste en mi
vida, sólo lamento que la estrella fugaz que una vez cubrió el velo de
nuestra corta relación se quedara un instante, no más, y luego
desapareciera discretamente de las constelaciones de nuestras almas
gemelas.
Podría escribirte un libro, pero no lo haré, tan sólo me limitaré a
recordarte lo mucho que significaste en mi vida y especialmente
durante las trescientas sesenta y cuatro tardes que me acompañaste en
aquel lindo pueblo, pues la última, al levantarme, me di cuenta de que
todo había sido un maldito sueño tan real como el saber que yo ya no
existía.
Quisiera sentir la fragancia de una suave brisa que me transporte a
mundos desconocidos y a tierras inexploradas. Desearía poder
aturdirme con los latidos de tu corazón. Me encantaría que la belleza
que ocultas se develara ante mis ojos, y que tus tiernos gemidos les
dieran verdadero sentido a mis oídos. Cuando todo eso haya
ocurrido, entonces sabré que no era un sueño el momento en que tus
piernas se enlazaban con las mías y tus labios se estrellaban contra mi
boca, ni cuando tu libido se arrebataba con la bella melodía que
resonaba como los tambores de una banda marcial y tus bellos
orgasmos estallaban vigorosos.
Claro que tampoco era un sueño el momento en que te hacía
sentir joven y veías que tu cuerpo aún no había envejecido. O cuando
me demostrabas que la experiencia de los años había dejado algunas
marcas en tu manera de acariciar, de besar, de sentir y de entregarte
como mujer. Pero por el momento, tan sólo anhelo que todo esto
vuelva a ser realidad gracias a la magia de tu ternura y, si esto no
llegase a suceder, entonces preferiría no despertarme nunca más…
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

No sé por dónde comenzar a narrar mi historia. Por el


principio, me dirían ustedes. ¿Saben? soy editora, no
escritora; cientos de manuscritos pasan por mis manos
todos los meses, pero escribir... no creo que sea una
tarea fácil. Siempre me han sorprendido los autores,
porque en cada libro que escriben muestran una parte de
sus vidas. Y más me sorprende que los lectores no nos
demos cuenta de ello. Ellos son capaces de mezclar
realidad y ficción, nos embaucan con sus relatos,
entramos en ellos, nos apoderamos de los personajes,
queremos encarnarlos. Al leer nos volvemos niños
inocentes, creemos todo lo que nos dicen, pues juran que
lo allí plasmado es cierto.
Con el correr de las páginas, los lectores creerán que
todo esto es un diario íntimo: casi todas las mujeres
tienen uno, aunque rara vez lo confiesen. Una vez estaba
en una reunión con las amigas del club; empezamos
hablando de moda, de belleza, de cirugía plástica, de los
kilitos que nos da pena mostrar y, sobre todo, de las
tiernas arruguitas que nos advierten de que el tiempo no
se detiene y de que llegan nuestros últimos otoños. Karina
quiso cambiar de tema, y nos contó una pequeña
aventura que había tenido con alguien quince años menor
que ella. Pero lo que ustedes no saben es que Karina es
la esposa de un importante político.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Sí, como oyeron, un gran alcalde con quien lleva más


de diez años de matrimonio. Tienen dos adorables hijos,
la familia respetable. Cuando salen en la tele, se
convierten en la envidia de todos esos hogares
recompuestos, de las esposas solteras, de aquellas
vírgenes eternas que nunca han conseguido casarse.
Habían contratado a una muchacha de servicio,
Pamela, una pobre campesina que acababa de llegar a la
capital con su hermano mayor, Alex. Él era un joven
apuesto, deportista ―estaba en los treinta―, y le gustaba
jugar al fútbol. Con el tiempo, se convirtió en el hombre de
servicios varios de la familia. Le tocaba podar los árboles,
ser el chófer privado de Karina, reparar la calefacción, y
alimentar a los animales.
Karina era una mujer seductora, de una belleza salvaje
a quien los hombres no paraban de cortejar. Ella
detestaba la cirugía, y tenía su fórmula mágica para
mantenerse joven. Por la mañana practicaba yoga,
trotaba durante media hora y luego se metía en la piscina;
allí pasaba cuarenta minutos en compañía de un buen
libro de autoayuda, Mens sana in corpore sano. Para el
almuerzo, se preparaba una buena ensalada verde como
entrada, y el plato fuerte siempre iba adornado de muchas
verduras. No era vegetariana, sin embargo, no comía
mucha carne, decía que para no envejecer. Por la tarde,
se preparaba una gran taza de valeriana o, a veces, una
infusión natural. Karina no era una mujer infiel, sino más
bien algo así como una mujer demasiado liberada,
autosuficiente, emprendedora, a la que muchos definirían,

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

según una visión particular, como una dama cosmopolita.


Ella defendía a diario al sexo llamado ―por
equivocación― débil: poseía un posgrado en Derecho de
Familia y un doctorado en Sociología con énfasis en
resolución de conflictos matrimoniales. Todo esto lo había
hecho en París, obviamente. La infidelidad era, según
ella, un complemento de la vida de pareja. Una mujer que
trataba de tener una pequeña aventura extraconyugal no
era ―tal como lo catalogaba la sociedad machista― una
mujer “cualquiera”, nada de eso, sino una Venus que
buscaba la verdad sobre el verdadero amor. Creía que el
hecho de encontrarnos ―así sea fugazmente― en los
brazos de otra persona era una manera de darnos cuenta
de si conservamos aún la capacidad de amar, aunque
muchas veces esos juegos se conviertan en pruebas
difíciles de superar. Nos gusta más todo lo prohibido, lo
que no se puede tener a diario, lo que no está a nuestro
alcance, aquello que no guarda en sí la más mínima
posibilidad de convertirse en rutina pues no hay ningún
contrato que lo regule con sus normas.

Karina hablaba mucho en sus columnas semanales de


la mujer moderna: aquella que rehúsa ser el yugo de su
compañero, la que rechaza quedarse en casa criando a
los niños, encerrada en su cocina delante de la pantalla
viendo los interminables culebrones, reflejo de una
sociedad que evoluciona a paso de tortuga. En su
juventud, Karina había estudiado mucho sobre los
orígenes del machismo, y se percató de que todo era tan

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

viejo como el mundo. Anteriormente, las mujeres amas de


casa contribuían a fomentar la mentalidad machista de
una manera inconsciente; muchas renunciaban a seguir
estudios superiores. El hombre trabajaba, iba a buscar la
comida, la mujer cuidaba a las crías. “Los hombres en la
cocina huelen a caldo de gallina”, decían las abuelitas.
Una vez leí una de las columnas de Karina en la prensa
local. Decía que los gentlemen eran machistas
disfrazados que siempre se hacían pasar por galanes: les
abrían la puerta a las damas, las ayudaban a cargar
algunos objetos pesados, cambiaban los neumáticos del
vehículo averiado, las invitaban a cenar y, al mismo
tiempo, se creían el sexo fuerte. Por todas esas razones,
la mujer debía emanciparse de todos los benditos
convencionalismos sociales.
Karina vivía en el Norte, cerca del barrio chic de Bogotá
―la Zona Rosa― donde solía reunirse con sus amigas
para platicar sobre las mismas banalidades. Alex, por su
parte, tenía un apartamento en La Candelaria, y trabajaba
algunas horas en una discoteca del sector turístico. Un
día cualquiera, Karina se paseaba por las estrechas y
empinadas calles del centro histórico, calles que le
recordaban a esos viejos lugares parisinos donde había
vivido durante meses: las casonas con tejados y aleros
coloniales, cuna y aposento de la aristocracia criolla y
española. Aquel barrio parecía conservar el recuerdo
perenne del diminuto poblado que diera origen a la gran
metrópoli, y seguía allí, tan campante, viendo pasar el
tiempo como la bendita Puerta de Alcalá. De pronto, ella

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

tuvo ganas de comerse un suculento sancocho de


pescado y se dirigió a Su costa, un restaurante que se
caracterizaba por preparar exquisiteces con todo tipo de
frutos de mar.
Era mediodía, el restaurante estaba lleno y no cabía
una persona más. Karina dio algunos pasos, miró a su
alrededor y, como no había ninguna mesa vacante, se
dispuso a irse. Uno de los meseros acudió en su ayuda y
encontró una solución: al lado de los baños, en una
esquina, había un puesto disponible, un joven apuesto
comía tranquilamente y le daba lo mismo ceder una silla.
Ella no quería incomodarlo, por lo tanto, le dijo al
camarero que pasaría en otra ocasión. Éste, un poco
decepcionado, enarcó las cejas y mostró su
desesperación porque adoraba a sus clientes.
―No hay problema señora, puede sentarse, pues yo ya
me iba ―dijo aquel hombre discreto que aún no había
terminado su café.
―Muchas gracias, pero no es mi intención fastidiarlo,
coma tranquilo ―respondió, aunque en lo más profundo
de su ser hubiera querido decir “sí”.
El joven se levantó de la silla, recogió su portafolio, se
apoderó del chaleco que lo protegía del frío de perros que
hacía ese día en la capital, y le rogó a la mujer que se
sentase. La insistencia era cada vez mayor, Karina se
sonreía con tal espectáculo, no podía creerlo pero le
gustaba el juego.
―Bueno, me siento, pero con una condición: yo pago
su almuerzo, caballero.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

―De ninguna manera señora ―replicó él―, no faltaba


más.
―¿Por qué? ¿Acaso las mujeres no podemos invitar a
un hombre?
No hubo respuesta del otro lado, él se volvió a sentar y
asintió con un movimiento de manos. El mesero le acercó
el menú. A Karina ya se le había quitado el hambre, y le
pidió consejo a su acompañante.
―¿Qué tal un caldo de mero, acompañado de un buen
arroz de coco y una posta de róbalo?, sé que le
encantará.
Ella asintió con un leve movimiento de cabeza. Allí
pasaron más de una hora. Karina no quiso hablar de su
vida, y aprovechó el tiempo para jugar a psicóloga, pues
aquel joven le parecía diferente, muy interesante, pero
eso era todo. Minutos después, ella pagó la cuenta, se
despidió del joven, dejó el resto al destino y se marchó del
restaurante.
Al regresar a casa, Karina se topó con una sorpresa.
Libardo acababa de contratar otra muchacha de servicio
de la que le habían hablado muy bien y que era nueva en
la capital. A menudo, era Karina quien escogía a las
muchachas, pero esta vez su esposo le había tomado la
delantera.
Pamela tenía escasos dieciocho años, venía de la
costa; había nacido en Cartagena pero fue criada en
Montería. Su padre era ganadero y su madre, ama de
casa. Tuvieron que vender todo el ganado para saldar las
deudas de la familia debido a la enfermedad del patrón

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

del hogar. Poco tiempo después, su mamá también


falleció, ya no les quedaba nada. Su hermano era un
excelente futbolista que jugaba en un equipo de segunda
división en Cereté, pero nunca recibió un maldito centavo,
y lo engatusaron con un cheque sin fondos en esa gallera
de la vida. Los dos empacaron sus cajas de cartón y se
fueron a probar suerte a Bogotá. Ella entró a servir en una
casa de familia, y él, en uno de los equipos profesionales
de la capital, estaba a punto de alcanzar su sueño.
En poco tiempo, Pamela y Karina se hicieron buenas
amigas, iban de tiendas juntas y tomaban el café en el
salón mientras leían la revista People. Pamela era la
confidente fiel de Karina, y tenía plena confianza en ella.
Al cabo de varias semanas, Karina sabía todo sobre la
vida de su nueva empleada y, como necesitaba un chófer
privado y alguien para oficios varios, le pidió a Pamela
que le propusiera ese trabajo a su hermano.
Al día siguiente, el nuevo trabajador ya estaba allí. En
el momento de su llegada, Karina había salido a hacer
algunas diligencias. El timbre de la puerta principal sonó,
Pamela abrió y se alegró con la visita de su hermano. Lo
hizo entrar y le dijo que la patrona había salido, pero que
no se demoraría en regresar, y que el patrón estaba
durmiendo la siesta. En ese mismo instante, Libardo se
despertó y se sorprendió al ver a aquel copulento joven.
Se sintió en peligro, como el león al que invaden su
territorio, y pensó en aquel mismo instante en su querida
esposa. El apetito sexual de Karina era de verduras
mucho más frescas que las que él podía ofrecerle.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Pero los fugaces celos que había sentido


desaparecieron como por arte de magia al enterarse de
que se trataba del hermano de Pamela y que estaba allí
por orden de Karina para el nuevo empleo.
Una hora después, Karina regresó a casa y sorprendió
a los dos hermanos en el balcón riendo a carcajadas,
felices de haberse encontrado, porque el reencuentro
auguraba que la vida comenzaba a cambiarles realmente.
Él estaba de espaldas, llevaba puesto un t-shirt, y se
acababa de quitar la chaqueta. Karina quedó estupefacta,
le dieron ganas de abrazarlo pero se retuvo
inmediatamente: era Alex, el mismo joven apuesto del
restaurante de la Candelaria. Karina pensó en su esposo,
y el pensamiento le sirvió de sedativo en ese litigio entre
el corazón y la razón. Ella guardó la calma, simuló no
conocerlo, extendió su mano derecha para saludarlo y
bajó la cara mientras le hablaba. Alex estaba muy
incómodo pero siguió su juego. Pensó en su hermana,
que podría perder el empleo por su culpa, así que no
mostró ningún signo de admiración.
Karina se salió por la tangente arguyendo que tenía
que consultarlo con su marido y que pronto lo llamaría.
Alex no dijo nada, pues era la señora quien mandaba en
esa casa, y se marchó cabizbajo. A él siempre le había
parecido un tanto extraño el comportamiento de las
cuadragenarias, pero así eran ellas y, por lo tanto, no
servía de nada tratar de desviar el arroyuelo en esas
tierras áridas.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Al día siguiente, antes de ir a la oficina, Karina lo llamó,


se disculpó diciendo que no se había sentido bien el día
anterior, y le pidió que dejara esa imagen desastrosa en el
baúl de los recuerdos. Alex aceptó el trabajo y en poco
tiempo se acopló a su nueva vida profesional. Pasaron
varias semanas y las cosas parecían seguir su cauce, la
quebrada aún no se había desbordado en la familia. Pero
un día, en que no había nadie en casa ―Pamela se
encontraba con la niña en sus clases de piano y Libardo
había ido al estadio con su hijo―, Karina aprovechó ese
espacio de tiempo para calmar sus húmedos deseos.
La demencia se apoderaba de todo su cuerpo y la
mujer anhelaba encontrar una draga que curara sus
males y sacara a flote sus caprichos de jovencita
reconvertida. Alex limpiaba la piscina, Karina seguía
observándolo desde lejos, se moría por hacerlo chapuzar.
Recordó las emisiones de Naturalia, donde dos cerdos se
deleitaban en las turbias aguas de un charco mientras el
pantano cubría sus pálidas figuras. Su corazón aullaba
cada vez más, la candente adrenalina subía por su cuerpo
a la velocidad de la luz. Se transformó en una especie de
centauro femenino, una mezcla de mujer y yegua, y esa
yegua que llevaba por dentro estaba a punto de
escaparse, no se podía hacer nada.
De un empellón, lo tiró a la piscina, lo haló del cabello,
y le retiró la camiseta de seda que cubría su corpulento
cuerpo. Luego, lo arañó con sus afiladas garras, se
convirtió en una demente empedernida que quería meter
el ganado en el potrero.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Alex se quedó lerdo, también quería empotrerar, pero


le daba miedo. Karina se zambulló, hizo sonar las
resonantes campanas de Navidad antes de tiempo, las
burbujas incandescentes decoraban su rostro juvenil, y los
gemidos de aquel órgano musical salían con reciedumbre.
De repente se oyó el ruido de un motor de vehículo
proveniente del garaje. Karina salió de la piscina
rápidamente y fue a su alcoba a quitarse el traje mojado
que dejaba ver su hermosa silueta de mujer infiel
insatisfecha. Karina pensó que su marido había regresado
más temprano de lo previsto, pero no se trataba de él. Se
dirigió al garaje para encontrarse, finalmente, a su
adorable suegra... pájaro de mal agüero. Cada vez que
esa mujer aparecía por allí, había disputas conyugales.
Esa bendita señora de edad avanzada, escondida en un
maquillaje que le quitaban treinta años de encima,
defendía a su hijo con uñas y dientes: él aún no había
crecido.
―Hola Karina, ¡qué alegría verte nuevamente!
―Yo también me alegro, ¿cómo está, doña Carlota?
―Muy bien, corazón. ¿Y los niños, que no los oigo?
―No están aquí, Daniel está con el papá en el estadio,
hoy es el gran clásico. En cuanto a Yulisa, sigue con sus
clases de piano, Pamela está con ella.
―¿Quién es Pamela?
―Es nuestra nueva muchacha de servicio, hace un par
de meses que vive con nosotros.
―Disculpe, señora Karina ―las interrumpió Alex―, era
para decirle que terminé con la piscina, pero no pueden

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

utilizarla hasta mañana, pues acabo de regar el producto


para limpiarla.
―Ok, entendido, muchas gracias.
―Voy a darles de comer a los perros y sacaré la
basura.
―De acuerdo.
―¿Quién es ese joven, Karina?
―Se llama Alex, es el hermano de Pamela, también
trabaja para nosotros.
―Es un joven muy apuesto. ¿Y tu marido qué dijo por
haberlo contratado?, no sé si estará de acuerdo, conozco
a mi hijo.
―Claro que está de acuerdo. Él sabe que es el
hermano de Pamela, haría cualquier cosa por ella. De
hecho, es la primera vez que veo que Libardo le tiene
tanto apego a una empleada, se entienden de maravilla.
―¿De veras?, ¡cómo ha cambiado mi Libardito! Voy a
instalarme, estoy rendida. Luego vengo para que
hablemos de la fiesta sorpresa.
―¿Qué fiesta sorpresa, doña Carlota?
―No lo has olvidado, supongo. La próxima semana es
el cumpleaños de mi hijo y quisiera que le preparáramos
una gran sorpresa, pero no te preocupes que yo ya lo
tengo casi todo listo.
―Claro que no lo he olvidado, sólo que pensábamos
hacer una cena en familia, a Libardo no le gustan mucho
los festejos.
―De todas maneras, mi niña, a él nunca le han
gustado los festejos, ni los regalos, ni la Navidad, ni nada

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

de esas cosas. Si le prestáramos atención, nunca


podríamos hacer nada; yo lo parí, lo conozco como la
palma de mi mano.
Karina sabía que aquella visita sorpresa no sería la
excepción, también terminaría en disputa conyugal, pues
la partera no había cortado el bendito cordón umbilical
como debía hacerlo, y la madre de su marido aún
conservaba una gran parte de él. Los niños regresaron a
casa y se alegraron mucho al ver a la abuelita, que
siempre les traía regalos. Carlota se quedaba hasta tarde
en la sala con los chiquillos, y les contaba los mismos
cuentos que su abuela le había relatado:
“Érase una vez un niño muy pobre, quien todos los años en
Navidad escribía una carta al niño Dios pidiéndole los mismos
regalitos. Nunca le traían lo que había escrito en su media hoja,
pero él lo aceptaba. Aquel año, el infante decidió preguntarle a la
madre por qué nunca el niño Dios le hacía caso, pero la mamá no
tenía respuestas. El niño volvió a escribir su cartica, utilizó
solamente un cuarto de hoja, pues era suficiente para él. En la
madrugada del 25 de diciembre, abrió los ojos, levantó la almohada
y encontró un confite. Todo contento, corrió a la puerta y vio su
otro regalo: su padre había regresado a casa. Su madre estaba con
la sonrisa en los labios y los tres eran felices. Se convirtieron en la
familia más rica del barrio, pues estaban contentos con lo poco
que poseían”.

Alex se encontraba cortando los palos de pino y Carlota


lo miraba desde lejos desde su alcoba. Ella se puso unos
tangas brasileros, unos brasieres mágicos que resaltaban

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

sus senos sexagenarios y comenzó a tocarse con una


delicadeza de joven loca. Cerró los ojos, lo veía allí,
consintiendo aquel dulce castigo que le propiciaba; su
cuerpo aún no había envejecido, la menopausia se
estancaba en el olvido. Le acabó gustando esa
experiencia y, cada vez que la ocasión se presentaba, la
repetía con nuevas posiciones, era la única dueña de sus
sueños mojados en su mundo imaginario.
El día de la dichosa fiesta llegó. Carlota había
preparado todo, pero persistía un problema; Karina no
estaba de acuerdo con invitar a las cincuenta personas
que pedía su querida suegra para el cumpleaños de
Libardo. Estaba harta de políticos, de protocolos, de
mujeres engalanadas con plumas ajenas y de todo ese
mundo hipócrita donde la farsa reinaba por doquier. Ella
se opuso rotundamente, pues era su familia, su casa, y
allí mandaba solamente ella.
Carlota, un poco decepcionada, aceptó contra su
voluntad. Los invitados no superarían las veinte personas.
Estuvo a punto de darle un infarto cuando supo que su
nuera pensaba invitar a los dos empleados domésticos,
ellos no podían formar parte de su mundo, y eran dos
puestos que se perdían en el escaño de los diputados de
honor, los doctores, los grandes señores. Karina se
afaroló cuando escuchó a su suegra tratar a su personal
de servicio de chamagosos, pues ella tenía mucho apego
a sus dos colaboradores. Si ellos no formaban parte de la
fiesta, simplemente no habría celebración, y ésta era su
última palabra.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Carlota se quedó muda, bajó la frente como perrito


arrepentido, se fue a su alcoba y lloró amargamente un
buen rato. Una hora después, salió de su silencio, cogió el
teléfono y llamó a un par de amigas cómplices para que la
ayudaran a terminar de organizar la fiesta. Karina se fue
con Pamela de compras; necesitaba algunos regalos y
recordatorios para los invitados. En el almacén, ella quiso
ofrecer algunos obsequios a Pamela y a su hermano Alex
en reconocimiento a su ayuda incondicional. Además, el
traje de gala para la cena no podía faltar. Le compró a
Pamela un hermoso vestido negro que resaltaba su piel
canela, y para Alex, un smoking. Luego Karina vio un
conjunto de socorrista parecido al de aquellos guardianes
de la bahía y lo metió en la canasta. Ella ya se veía allí,
en su cocina, poniéndoselo, mientras Alex la observaba
detenidamente.
De regreso a casa, las dos mujeres se sorprendieron,
la decoración saltaba a la vista, la mesa estaba reluciente,
doce sillas la decoraban. En el otro salón, había otra
mesita con ocho sillas, destinada a los niños, quienes
jugarían entre ellos. Carlota respetó las consignas al pie
de la letra, unas veinte personas formarían parte de la
fiesta: la hermana de Libardo y sus tres hijos, las dos
mejores amigas de Carlota, el único hermano de Karina
junto con su esposa y los tres niños; Daniel, Yulisa,
Karina, Carlota, Pamela, Alex y, por supuesto, Libardo.
La excelente gastronomía no podía faltar. Para la
ocasión, había de aperitivo un buen Manhattan,
acompañado de tapas. El menú era francés: noix de

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Saint-Jacques, doradas al champán, potiron de


châtaignes, ave de corral de Bresse y su salsa a las trufas
negras. Entre los postres, el exquisito pastel jaspeado de
chocolate sería degustado por el paladar de los niños, y la
tarta de frambuesa con su jugo de grosella estaba
reservada a los adultos.
Mientras los adultos hablaban de política en el
comedor, los niños jugaban en la otra sala, cogían los
pedazos de salchichas con los palillos y fabricaban
carritos con ellos. Karina hubiera preferido ir a jugar con
los niños que quedarse sentada a hablar de la situación
del país en el exterior, del próximo reinado de belleza, del
torneo de fútbol, de las elecciones presidenciales y de las
nuevas telenovelas colombianas que alcanzaban un rating
enorme en el mundo. Ya habían terminado de comer, los
invitados se fueron. Los niños habían hecho sus
travesuras: tocaba limpiar todo el caos y Pamela se puso
a trabajar. Karina fue a tomar un baño y Libardo se quedó
con su madre en el salón. Los dos hablaban de cosas de
familia y evocaban recuerdos comunes. Carlota no tenía
muchas ganas de irse, porque presentía que una
tormenta cruzaría por su vida.
Semanas después, Alex recibió una buena noticia, lo
acababan de llamar de la reserva de uno de los grandes
equipos de fútbol de Bogotá, y debía presentarse lo más
pronto posible para una visita médica. Pamela se alegró
mucho con la buena nueva, no pudo ocultar su júbilo y
puso a todo el mundo al corriente. Daniel, el hijo de
Karina, fue el que más contento estaba, pues era un

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

aficionado de sangre; su nuevo ídolo jugaría en el equipo


de sus sueños. Karina sonrió entre dientes, sabía que su
nuevo juguete se alejaría para siempre y que la fama le
abriría las puertas de otras sedientas insatisfechas
cuadragenarias.
Los entrenamientos comenzaron, Alex se acoplaba al
nuevo equipo; su pie izquierdo daba que hablar y era un
excelente delantero. Sus dreadlocks rasta le daban una
apariencia de Bob Marley. Los técnicos lo buscaban con
mucho afán, porque él desequilibraba a cualquier
adversario con su movimiento de caderas. Alex debutó
con la camiseta del equipo de moda de la capital; ese
mismo día, marcó los tres goles que le dieron el triunfo a
su nuevo equipo. Los aficionados lo acogieron
automáticamente en sus corazones, lo adoptaron de
inmediato. Con el paso de los días, su eficacia
aumentaba, marcaba goles en todos los partidos, pero su
contrato no era claro, seguía ganando una miseria con
respecto a su nuevo estatuto y quiso abandonarlo todo.
Por su parte, Karina empezó a dejar de lado el trabajo y
a desinteresarse por la familia: nunca estaba en casa,
visitaba los bares chic de la Zona Rosa todas las noches y
se moría por salir con dos de sus amigas, quienes vivían
en los barrios de El Retiro y El Nogal. Por las tardes, las
tres iban de escaparates en las tiendas de los grandes
diseñadores colombianos de la calle del Sol. A pesar de
todo, Karina se aburría como una desesperada, porque no
tenía noticias de Alex. Ella quería verlo, pero él había
desaparecido de la faz de la tierra; una rotura del menisco

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

lo había dejado fuera del terreno de juego. Libardo


comenzó a notar las ausencias de su esposa, quien
nunca estaba en casa, y ya no le apetecía tener sexo con
él. Karina le echaba la culpa a la política, a las malditas
reuniones interminables, a los viajes de negocios y a los
problemas que debía solucionar a diario, decía que todo
eso estaba acabando con su lindo hogar. Una noche,
Libardo regresó temprano a casa. Los niños habían ido al
cine con la abuela, y Karina se había esfumado una vez
más. Pamela estaba viendo una telenovela y no sintió su
presencia.
Libardo se dirigió a la cocina, abrió la nevera, sacó una
pizza y la metió al horno. Ya en la sala, abrió una botella
de vino tinto, puso un poco de música y se tiró en el sofá.
El ruido despertó a Pamela, quien se había adormecido.
Ella se acercó a la sala y, al ver a su patrón allí tirado,
quiso prepararle algo de comer, pero él lo rechazó y le
pidió que se sentara a su lado. Le ofreció una copa, ella
nunca había bebido en su vida; sin embargo, la aceptó. El
humo negro salía de la cocina, la pizza se había
quemado, los dos estaban muertos de risa. Libardo se
zampó una porción tostada, se echó otro trago, y dejó
caer el vaso, que se rompió en mil pedazos. Pamela se
agachó para recoger los vidrios, su lindo trasero quedaba
al descubierto y entretenía los ojos de aquel borracho.
Él pasó su mano suavemente por sus caderas, le abrió
el delantal, metió la mano en su blusa, y tocó los dos
lindos duraznos que retoñaban en ese cuerpo virgen. Ella
se dio la vuelta, se prendió de su cuello, tiró de su

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

corbata, le arrancó los botones de la camisa y comenzó a


sobarlo con locura. Él la montó en el poyo de la cocina, su
horno estaba caliente, y empezó a cocinarla lentamente;
los gemidos hacían caer las ollas. Libardo la penetró
nuevamente, pero con más violencia esta vez. Pamela le
pedía que siguiera con el mismo ritmo, pues su placer se
multiplicaba. Cuando ella estaba a punto de tener su
mejor orgasmo, un ruido de motor de automóvil llegó
hasta sus oídos, era Karina, quien también estaba ebria.
Pamela temblaba de miedo, se colocó su blusa, se mordía
las uñas, se daba golpes de pecho, sentía que había
traicionado la confianza de su patrona, y corrió a
encerrarse en su alcoba. Libardo regresó a la sala y
aguardó a que Karina entrara. Ella se tomaba su tiempo,
seguía en su auto, porque intentaba localizar a Alex, que
no respondía sino que dejaba que las llamadas fueran
filtradas por el contestador automático. Segundos
después, un mensaje apareció en la pantalla de su
teléfono móvil, la felicidad de Karina fue muy grande. Alex
estaba en un bar cerca de la Plaza de Bolívar, ella no
dudó un solo segundo, apretó el botón de su control
remoto, la puerta del auto se abrió y arrancó en segunda,
no era consciente de lo que hacía, el alcohol inundaba su
cuerpo. Libardo oyó ese ruido estremecedor en el garaje
y, en un intento por tener el control sobre algo, fue a ver
qué sucedía, por qué Karina no entraba. Pero ya fue tarde
cuando llegó. El garaje vacío y la puerta cerrada le
hicieron pensar si no se habría equivocado. No. No se
había equivocado. A pesar del alcohol, sabía en su

27
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

interior que Karina se había ido nuevamente. Levemente


enfadado, la llamó a su teléfono móvil, pero Karina,
enfrascada en su propio deseo, no lo oyó o decidió no
oírlo. Libardo, luego de dos intentos más por localizarla,
decidió regresar a la casa, subió a su alcoba, se tiró en la
cama y, un poco molesto, se quedó dormido. Pamela,
quien seguía preocupada por lo ocurrido, se durmió con la
esperanza de que la almohada le sirviera de consejera.
Karina había llegado al bar que le había indicado Alex y
le daba vergüenza entrar. Su pasión la cegaba, pero no
tanto como para no temer que la reconocieran: ¿qué
llevaría a la respetable abogada, a la mujer del señor
alcalde, a esos bares perdidos de la ciudad? Prefirió
esperar en su auto, le mandó un mensaje y enseguida vio
que alguien tocaba en su parabrisas.
Era Alex. Karina, ansiosa, desactivó la alarma; él entró
y se besaron apasionadamente. Aquel coito interrumpido
en la piscina era como una brasa candente que había que
apagar. Karina condujo durante algunos minutos y
cruzaron La Candelaria. Alex quiso ir a su departamento,
pero ella no deseaba quedarse allí, así que decidieron
apagar su fuego interno alejados de la casa de él y de la
de ella. Karina lo estrechó en sus brazos nuevamente, le
dio un gran beso, y arrancó el vehículo…
En la Carrera Séptima, ella quiso bajarse del auto:
deseaba volverse una niña loca en aquella noche de
pasión. Alex no estaba muy de acuerdo en que Karina
condujera, pues, el alcohol comenzaba a subir por sus
venas, de modo que él se apoderó del volante.

28
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

La faldita que llevaba esa madrugada se quitaba


tirando de dos tiras elásticas, ella lo hizo. Alex pasó la
primera, quitó el freno de mano, puso el pie en el
acelerador, metió la segunda. Cada segundo hacía
aumentar el nivel de adrenalina de Karina, que se
meneaba de una manera sensual, de izquierda a derecha
y de arriba abajo.
El auto seguía su curso, no había mucha gente esa
madrugada, la ciudad entera estaba reservada para los
dos tortolitos traviesos. Llegaron a un motel donde Karina
pagó en efectivo: odiaba mostrar sus tarjetas de crédito, lo
que permitiría que alguien siguiera sus pasos. Al subir a la
suite presidencial, ella pidió una botella de champaña y un
DVD para adultos. En la habitación disponían de todo el
material necesario: preservativos de diferentes sabores y,
en la neverita, toda clase de bebidas, dulces y pasabocas.
Karina decidió tomar un baño bien caliente, deseaba unos
masajes relajantes y llevó a Alex con ella. Lo desvistió
totalmente, le quitó el pantalón con los dientes y lo metió
en la bañera. El agua estaba caliente.
Unidos en ese ambiente acuático, ellos intercambiaron
besos y gestos de ternura. Las caricias aparecieron en
ese recinto de amor: Alex pasaba las manos por la
desnuda espalda de Karina con una suavidad sin nombre,
y luego la estregaba con ahínco. Ella cogió la esponja,
con la que frotó coquetamente los dedos de los pies de
Alex y volvió luego la cara para observar su reacción. Él
se sintió dominado en ese río de sensaciones
adrenalínicas, y los dos se pusieron a remar en esa

29
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

embarcación de remo sin diferencia de forma entre proa y


popa, iban río abajo en la canoa de la pasión. Nada ni
nadie podía detenerlos, ni siquiera la Piragua de
Guillermo Cubillos.
Libardo, mientras tanto, se levantó en plena noche. No
podía dormir, le dolía la cabeza y sentía náuseas. Fue a la
cocina, abrió una caja de medicamentos para las
molestias estomacales, se tragó varias cápsulas y regresó
a su alcoba. Karina volvió a casa muy avanzada la
madrugada, ya eran las cinco de la mañana. Subió al
cuarto, se puso su camisa de dormir, levantó la sábana y
se metió en la parte izquierda de la cama. No tenía sueño
y, aunque quería encender la tele para lograr dormir
después de semejante noche, sintió por su marido algo de
compasión, realmente no quería despertarlo. Horas
después, Libardo se levantó, se bañó y se fue a trabajar
sin decirle nada a Karina; al fin y al cabo, no era la
primera vez que su señora llegaba tarde, ya se había
acostumbrado a sus repetidas salidas.
Alex, quien se sentía mejor, desapareció de Bogotá por
un par de semanas para ir a la capital antioqueña,
Medellín. Uno de los equipos de la ciudad deseaba
conocerlo. Le propusieron una suma de dinero muy
interesante, tuvo dificultades para negarse a aceptar la
oferta, así que se puso los guayos nuevamente y
comenzó a entrenarse de inmediato con su nuevo club. El
fútbol era su pasión, aunque pataleara debido a los
momentos duros que le tocaba afrontar, su corazón latía
por correr detrás del esférico. Solamente tres días fueron

30
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

necesarios para sentirse en forma, el fútbol era como


montar en bicicleta, uno nunca se olvidaba por completo,
y él había nacido con un balón en los pies. Su primer
regalo de Navidad había sido una pelota de plástico.

Libardo tendría que asistir a unas conferencias en


México, cuestión que se extendería durante varias
semanas, por lo que quiso invitar a toda la familia, ya que
deseaba compartir con ella unos días a pesar de su
apretada agenda. Karina rechazó la proposición, y para
hacerlo se buscó una excusa de diez céntimos: tenía
mucho trabajo. Prefirió que los niños viajaran con su
padre y que la niñera ocupara su lugar de madre. Pamela
se alegró con la noticia, no sólo sería la primera vez en su
vida que montaría en un avión, sino que también
acompañaría a su querido patrón, por quien comenzaba a
tener un poco de piedad y compasión.
La madre de Libardo se enteró de la descabellada idea
de su hijo y quiso acompañarlo, pero su cirugía para
quitarse otras arruguitas de la cara estaba programada
para la misma fecha con el mejor cirujano plástico del
país. No podía perderse la operación por nada del mundo.
Sin embargo, no dejó pasar la oportunidad de llenarle la
cabeza a su Libardito de malos pensamientos: una mujer
que ama a su marido lo acompaña hasta las puertas del
infierno si es necesario, decía, aunque éste no es el caso
de Karina (con quien nunca había simpatizado).
Ya estaban en el aeropuerto, Karina no se dignó
siquiera acompañarlos, le preocupaba más la suerte de

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Alex, a quien no había visto en los últimos días. Los niños


mostraban su vitalidad, pensaban en el mar ―que verían
por vez primera―, en las hermosas playas de Acapulco,
en los hoteles con sus bungalows. Les esperaban unas
vacaciones memorables, por lo tanto olvidaron
rápidamente la inexplicable ausencia de su madre, a
quien casi nunca veían.

Alex, mientras tanto, seguía en Medellín, y poco tiempo


tuvo que pasar hasta que los demás futbolistas lo
metieran en el ambiente de aquella ciudad de hermosas
mujeres para paladares exquisitos; se volvía famoso, y
con la fama llegaban las chicas más sexis de la ciudad
conocida como “La Eterna Primavera”. Alex alquiló una
casa en el barrio La Mota; era el único soltero de la
urbanización, y su belleza no tardó en despertar el apetito
obsceno de las casadas insatisfechas que vigilaban cada
uno de sus pasos las veinticuatro horas del día. Sobre
todo de María Isabel, resplandeciente mujer de cuerpo de
sirena, treinta años y esposa de un industrial de Antioquia.
Ella había nacido en Quibdó y, aunque terminó su carrera
de administración de empresas, ganaba más siendo la
propiedad privada de un gran señor y cuidando las cuatro
paredes de su inmensa casa.
Alex aún no había comprado vehículo, cogía taxi o a
veces eran sus compañeros futbolistas quienes venían a
buscarlo. Un día que llovía torrencialmente y que no
parecía escampar, él llamó a sus amigos, pero sus
teléfonos estaban apagados y ya llevaba un retraso de

32
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

veinte minutos. Los taxis no se veían en ese viernes


grisáceo, todo estaba congestionado en las centrales y en
los acopios, conque decidió cruzar la calle para coger un
bus. Mientras se aprestaba a montarse en el vehículo, oyó
que tocaban el claxon de un auto y una mano le hacía
señas para que se acercara. Mientras miraba hacia el otro
lado para ver quién lo llamaba, el bus se marchó. Era
María Isabel, su adorable vecina, quien acababa de llegar,
pero lo deseaba tanto que le propuso sus servicios. Ese
día ella estaba apetitosa. Lucía una linda falda negra de
licra y una camisa roja, parecida a una blusa con sólo tres
botones, que ocultaban sus dos inmensos encantos
femeninos. Su cuello estaba bañado con las mejores
esencias de la miel que destilan las flores vírgenes. Antes
de que Alex se subiera al vehículo, María Isabel se
desabotonó dos de sus botones, subió su blusa un poco
para dejar que viera el sensual piercing que decoraba su
ombligo y, con un gesto lleno de sensualidad, se soltó su
linda cabellera.
―¿Te puedo llevar a alguna parte?
―La verdad es que voy un poco de prisa, tengo un
entrenamiento muy importante y no hay taxis hoy.
―Es normal, hay una huelga de taxistas, pero yo te
llevo si quieres; sube, por favor.
Él abrió la puerta trasera del auto, era un joven un poco
tímido y no quería fastidiarla; ella, por su parte, no quería
dejar pasar el momento de suerte y deseaba
impresionarlo, pues ningún hombre se resistiría a tal
provocación.

33
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

―No soy taxista, ¿te montas adelante, por favor?


Enseguida, ella dio un suspiro, y una dulce sonrisa
salió de sus labios.
―Gracias, corazón.
―Está haciendo frío, voy a encender la calefacción,
espero que no te incomode el calor.
―Para nada. No te preocupes. Sí, hace un poco de
frío.
Los minutos pasaban, María Isabel no sabía cómo
continuar la conversación, su inspiración no le venía, así
que prendió el autorradio y dejó que las palabras
plasmadas en esas hermosas canciones hablaran por
ella. Alex no podía dejar de pensar en el entrenamiento,
que ese día se realizaba en el estadio. Y no era para
menos: se preparaba un gran clásico amistoso para
ayudar a los damnificados de las últimas oleadas
invernales en el departamento, y todo el mundo del fútbol
se daría cita allí: los periodistas, los políticos, los músicos
y, como no podían faltar, las cheerleaders.
Alex bajó del auto y agradeció educadamente, pero
corrió rápido al camerino, donde lo estaban esperando.
Se cambió en un dos por tres y se unió al resto de sus
compañeros. El entrenamiento comenzó en terreno
reducido y por pequeños grupos. El entrenador
aprovecharía ese partido amistoso para meter a toda la
nómina, lo cual constituía entonces una prueba de fuego
para aquellos jóvenes que, como Alex, seguían
esperando turno en esa inmensa lista de soñadores. Alex
pateó fuertemente el balón, que se desplazó unos cuantos

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

metros, lo cual significaba para él un castigo: le tocaba


recuperarlo. Al acercarse a él, una chica lo recogió y se lo
entregó en las manos; él quedó embelesado con aquella
cheerleader, y no pudo menos que recordar el día de su
nacimiento cuando lo amamantaba su madre. Soltó una
leve sonrisa para agradecer el gesto de la jovencita y se
marchó a seguir con su trabajo. El entrenamiento acabó y
un amigo llevó a Alex a su casa; el partido, que estaba
programado inicialmente para el domingo, fue adelantado
para el sábado. O sea, que todos podrían ir de juerga el
sábado por la noche después del gran partido.

El dichoso día del gran encuentro entre los dos equipos


de fútbol llegó con bombo y platillo y no cabía una
persona más en las tribunas. Las barras de cada equipo
comenzaban a enfervorizarse, la fiesta era grande, las
cheerleaders hicieron su primer show de la tarde, y luego
arrancó el encuentro. Al terminar el primer tiempo, los
equipos igualaban sus marcadores, dos goles para cada
uno. Los aficionados pedían más, parecían insaciables, ni
siquiera el bello espectáculo ofrecido por las angelicales
jóvenes parecía satisfacerlos. El partido culminó en
empate, 3-3, el único ganador fue el gran sentido de
solidaridad de los habitantes de Medellín con los
damnificados. Por la noche, los demás jugadores llevaron
a Alex a conocer la vida nocturna de Las Palmas, la Zona
Rosa de Medellín. Allí estuvieron un par de horas y
cenaron en un restaurante. Después, se fueron a otro
sitio, del otro lado de la ciudad, donde visitaron una

35
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

famosa discoteca: mujeres resplandecientes por doquier,


varias pistas de baile, diferentes shows toda la noche, era
el lugar predilecto de muchos artistas, toda la Jet-Set
frecuentaba ese sitio. A medianoche, subió a la tarima un
grupo de modelos que movían sus caderas con cadencia.
Alex reconoció a una de ellas, era la misma cheerleader
del estadio, no se aguantó un minuto más y puso a los
otros jugadores al corriente. Ella terminó su primera
función, le tocaba ser animadora de noche y tomaba fotos
de recuerdo de cada uno de los clientes por unos cuantos
billetes.
―Hola, ¿qué tal, preciosa? ―avanzó Alex, dispuesto a
conocer mejor a la joven.
―Bien gracias, y ¿tú?
―Bien, bien. Dime, creo que te he visto en alguna
parte.
―Sí, trabajo en el estadio, soy cheerleader, te vi ayer,
fui yo quien recogió el balón.
―Gracias nuevamente.
―No fue nada, eres un buen jugador, me gusta tu
técnica.
―Si tú lo dices... Y... ¿cuál es tu nombre, reina?
―Ariana. Y tú tienes que ser Alex, todo el mundo habla
de ti.
―¿Dónde vives, Ariana? ―el muchacho quiso saber
más. No quería perderla.
―Lejos de aquí. Cerca del centro ―respondió ella,
huidiza.
―¿En qué barrio?

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

El silencio se hizo entonces espeso, rotundo y, un


instante después, una amiga llamó a Ariana porque la
necesitaban en otra mesa. Ella aprovechó la ocasión y se
escabulló entre la multitud rápidamente. Mientras tanto,
Anthony, un gran cantante colombiano, y su nuevo
manager holandés, conversaban en la mesa con los
futbolistas. La fuerte algarabía de los presentes, guiados
por el gran animador de la noche, DJ Pacho, lo obligó a
subirse a la tarima, desde donde invitó a subir a tres
bailarinas del montón: Leydi, Katia y la bella Ariana.
Anthony comenzó cantando la canción de sus comienzos
musicales al lado de su querido hermano:

Esta es la vida de los polizontes/ con agua y panela quieren irse para el
Norte.
Es la ilusión de la mayoría de los muchachos que viven en las bahías.
Hablando de Turbo y Buenaventura/ sean chicos o grandes/ no importa
su estatura…
Y dice polizonte, polizonte relaja tu mente, ¿qué vas a hacer?

El público, eufórico, cantaba el coro a capela, Ariana


hacía mover sus sensuales caderas, llevaba el compás
con palmadas, y Alex la acompañaba con silbidos
desenfrenados que resonaban en los oídos de los
presentes. Los amigos del muchacho estaban cansados y
querían dormir; él regresó con ellos pero, aunque se
negara a ser consciente de ello, se había quedado con
una dulce amargura en los labios, pues esa jovencita lo
trastornaba.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

El lunes siguiente, él se paseaba por los alrededores


del estadio y vio a Ariana de lejos, justo en el momento en
que ella se subía a un bus. Decidió seguirla en el auto de
su amigo. Tomaron la ruta del bus con dirección al centro,
Ariana no se daba cuenta de nada. Al llegar a la Avenida
Oriental, ella cambió de vehículo; se montó en un
colectivo pero ellos no la perdieron de vista. El auto cruzó
por Prado Centro, Alex la seguía aún por la ruta, que
estaba cada vez más empinada. El bus se detuvo
finalmente, se encontraban en el barrio de Santo
Domingo. Alex tomó nota del número de la casa, la calle y
la carrera, y luego regresó al apartamento.
Al día siguiente, al abrir su correo, Alex encontró una
carta del banco: acababan de aprobarle el crédito para el
vehículo nuevo. Todo cambiaba en su vida, la suerte le
sonreía nuevamente. Por la tarde, seguro de lo que
deseaba, compró el último Montero que había llegado al
almacén y sin más trámite decidió estrenarlo en compañía
de otros jugadores, con quienes recorrió varios pueblitos
cercanos a Medellín. De regreso a la ciudad, vio unas
lindas flores en Santa Helena, las compró y se dirigió al
lugar del destinatario; se bajó del auto, las puso delante
de la puerta de Ariana y en la tarjeta escribió un signo de
interrogación.
La madre oyó las llantas del automóvil, abrió la puerta y
se topó con el lindo florero olvidado en su casa. ¡Pero si
aún no era Navidad! dudando, lo recogió y lo puso en la
ventana. Su hija estaba en el colegio, pero al llegar, no
mucho rato después, la madre no la puso al corriente de

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

la sorpresa. Al abrir la ventana, sin querer Ariana dejó


caer el florero y se asustó, su mamá podría matarla.
―Ariana, ¿qué hizo esta vez, mija? ―la voz de la
madre la intimidó.
―Se cayó el florero, mamá.
―Él no se cae solo si no lo tocan.
―Bueno, lo hice caer sin querer.
―Mucho mejor, aunque no lo compré yo ―respondió la
madre, y continuó con lo suyo.
―¿Ah, no? ¿Entonces quién lo trajo? ―inquirió Ariana
con curiosidad.
―¡Quién sabe, pregúntaselo a Dios!
―No me dirás que cayó del cielo.
―Al parecer, puesto que lo encontré delante de la
puerta; oí un ruido de automóvil pero cuando abrí no
había nadie.
―¡Qué raro! Hay una tarjeta con un signo de
interrogación...

Alex volvió para dejar un segundo florero, con rosas


rojas esta vez; y cada día cambió de color durante toda la
semana en que duró este jueguecito. En el último florero
dejó una tarjeta de cartón en la que había anotado su
número de teléfono móvil, pero sin los dos últimos dígitos.
En un entrenamiento, Alex tuvo una lesión leve en la
pierna izquierda que lo incapacitó durante dos semanas.
Aprovechó ese tiempo para descansar y hacer sus
fechorías; iba al gimnasio cerca del estadio, y allí volvió a
encontrarse con Ariana.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

―¿Te gustaron las flores? ―preguntó el joven,


mostrándose casi displicente.
Ariana se quedó sin palabras, bajó la cabeza, arrugó
las cejas, sacudió las manos, y siguió con sus
abdominales.
―¿Por qué no me dijiste dónde vivías?
Ella se encogió de hombros, no deseaba responder
pues se avergonzaba de su miseria.
―¡Qué bobita, uno no debe avergonzarse de ser
pobre, no es ninguna deshonra! ―le dijo Alex mientras le
pasaba la mano por el rostro.
―Gracias por las flores, eran muy hermosas... Y
disculpa por haberte mentido.
―No hay ningún problema; hace calor, ¿te apetecería
un salpicón de frutas con crema?
Ariana respondió al instante que sí.
―Vamos al garaje, tengo mi auto allí; en La Mota
venden los mejores salpicremas de toda la ciudad,
créeme.
―Si tú lo dices...
En ese lugar estuvieron más de una hora; Ariana le dio
de comer con su cuchara, le llenó la nariz de helado, y lo
besó deliciosamente. No había necesidad de muchas
palabras, las acciones hablaban por sí solas. Pidieron dos
más para llevar, Alex la invitó a su apartamento, ella había
soñado con ese momento; estar con su jugador preferido
ya no formaría parte solamente de sus húmedos deseos.
La chica regó la mitad del helado por el cuerpo de Alex, lo
lamió con su lengua; luego jugó con su bastón e hizo

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

todas las coreografías posibles e inimaginables, se servía


para ello de sus años de experiencia como bastonera y
estaba dispuesta a ir hasta el final…
Mientras tanto, las saladas aguas de las playas de
Acapulco refrescaban los cuerpos de los nuevos turistas.
Yulisa y Daniel fabricaban castillos de arena, recogían las
conchas de ostras y caracoles, enterraban las piernas en
los huecos profundos que cavaban con las manos como
perros juguetones y que luego tapaban con arena. Libardo
y Pamela descansaban debajo de un inmenso parasol, la
sombra de sus figuras se reflejaba en las toallas; cada
uno de ellos leía un libro mientras comían unas rodajas de
piña. El intercambio de miradas fugaces hablaba por ellos,
ya no se esquivaban tanto, pues como dice el refrán, “la
ocasión hace al ladrón”.
Karina, por su parte, seguía en Bogotá y ahogaba sus
penas en el alcohol, pero, como diría Frida Kahlo, “las
malvadas aprendieron a nadar”. Ella se entretenía con
diferentes gigolós, pues era consciente de que el tiempo
pasa y no se detiene. También deseaba tener noticias de
Alex lo más pronto posible, pero parecía que al muchacho
se lo había tragado la tierra.
A ella no le interesaba el fútbol y no estaba al tanto de
que el joven se había convertido en el jugador estrella de
un equipo de la capital antioqueña. Una noche fue a una
nueva taberna. El aparato de televisión estaba encendido,
el noticiero comenzaba en el momento en que ella estaba
decidiendo qué beber. Sin saber bien por qué, a pesar de
lo poco que le interesaban los deportes, prestó atención a

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

los titulares, que hablaban de un gran partido que se


jugaría esa misma noche entre el equipo favorito de la
capital, que lideraba la tabla de posiciones, y el otro
equipo de Medellín, cuyo máximo goleador estaría
ausente.
El goleador no era otro que el mismísimo Alex. La
sorpresa que tuvo al enterarse, gracias al reportaje, de
que Alex se acababa de instalar en una ciudad lejana,
dejó paso al instante a una fuerte sensación de despecho,
pero no quería dar el brazo a torcer, y rápidamente urdió
un plan. Llamó a algunas de sus amistades y muy pronto
se hizo con un pase de cortesía en la tribuna VIP, junto a
varias personalidades de los medios de comunicación.
Ella vio el partido, las dos escuadras deleitaron al
público presente, fue un encuentro abierto, el fair play
resplandeció en el primer y segundo tiempo, pero hacía
falta el goleador Alex. Todos se conformaron con un gol
de cada equipo, logrados gracias a dos penaltis.
Excepcionalmente, los visitantes se quedaron en la capital
esa noche, se fueron al hotel para cambiarse y luego
tuvieron una cena con baile en uno de los mejores bares
restaurante de Bogotá. Karina no los perdió de vista, se
unió al grupo gracias a Luzma, una amiga que realizaba
espectáculos con artistas nacionales e internacionales.
Allí conoció a Elkin quien era uno de los mejores amigos
de Alex, aunque ella lo ignoraba por completo. Comieron,
degustaron las especialidades bogotanas, se tomaron
unas cuantas copitas de champaña y continuaron la
noche haciendo muchas travesuras de niños.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

En un abrir y cerrar de ojos, Karina se encontró en un


lugar cerca del Monumento de La Pola, en la carrera 3
con la calle 18, donde se quedaron a hacerle compañía a
una mujer de bronce sentada, que con sus manos atadas
en la parte posterior de la cintura veía pasar el tiempo sin
moverse de su puesto. Se besaron apasionadamente, ella
quería sacar un clavo con otro, cambiar un jugador titular
por un reemplazante en ese juego peligroso que la vida le
acababa de ofrecer.
Elkin le apretó las tetas, ella insistía, deseaba que la
dominaran por completo, se rasgó la blusa violentamente,
no le importaba que la vieran. Él por el contrario sintió
pudor y la hizo montarse en el auto, subió los vidrios
polarizados y comenzó a jugar su tercer tiempo.
“¡Ahh!”, exhaló Karina, tras un impetuoso orgasmo que
debilitó su radiante cuerpo. Bajó suavemente la mano
derecha a su sexo y percibió que el clítoris estaba inflado.
Al cabo de dos horas de caricias fuertes, Karina interrogó
a Elkin sobre el goleador del equipo y él, sin dudar de
nada, cayó en la trampa de aquella experimentada mujer.
De esa manera supo de las andanzas de Alex, de su
actual amiguita especial, de sus salidas nocturnas y de
sus noches interminables, en lo que ella no podía calificar
sino de perfidia. Así que ésa era su nueva vida de
futbolista famoso, en la que la suerte le reía a
carcajadas... Por un instante, olvidó que era una mujer
casada, que tenía una linda familia: dos adorables hijos y
un esposo tan paciente que soportaba todos sus
caprichos de niña eterna. Minutos después, los dos se

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

alejaron de aquel lugar y terminaron la noche en un motel


perdido en las afueras de Bogotá. Esa mujer actuaba sin
meditar, sin pensar en las consecuencias; nunca lo hacía
realmente, solamente le importaba el minuto en que vivía,
así que prosiguió con su noche de locura en los brazos de
otro amante fugaz.
Al día siguiente, el equipo regresó a Medellín, todos los
jugadores estaban contentos con el empate que habían
conseguido. Alex seguía con su rehabilitación, se
esforzaba por restablecerse lo más pronto posible, le
urgía jugar. Por la tarde hubo un entrenamiento de
recuperación, algunos estiramientos y pequeños talleres
tácticos en campo reducido. Cuando terminaron la
jornada, Alex invitó a sus amigos a comerse unos
salpicremas en la Mota. Allí pasaron horas enteras
hablando y riéndose de las travesuras del fin de semana.
El joven comenzó la tertulia hablando de su nueva novia,
Ariana. Todos estallaron de risa al enterarse de que se
trataba de la misma porrista y bailarina de la discoteca y
disimularon las carcajadas cuando él les contó todo lo que
había hecho para enamorarla: desde los ramos de flores
enviados todos los días hasta el reencuentro en el
gimnasio. Elkin no se quería quedar atrás, y contraatacó
relatando que también había tenido un lindo romance con
alguien muy especial en Bogotá después de la cena en el
bar restaurante.
Los demás jugadores recordaron que, a pesar de los
pocos tragos de aquella noche un poco particular, habían
notado su ausencia, pues había desaparecido muy rápido.

44
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Elkin añadió que se trataba de una aficionada muy


hermosa de la capital que había ido al estadio a animarlos
y luego los acompañó al restaurante. Pero lo que a él le
había resultado más sorprendente de todo era el interés
que tenía en saber el más mínimo detalle sobre la vida
futbolística y privada de Alex, el gran goleador. Esa
revelación inesperada despertó la curiosidad del joven,
pues él no podía imaginarse que su amante empedernida
hubiese caído en los brazos de su mejor amigo; sin
embargo, confirmó sus dudas al escuchar la descripción
de su hermosa silueta, de su comportamiento un poco
particular... y de su nombre: Karina. Eran muchas
coincidencias para ser casualidad. Alex rió de la misma
manera que sus amigos para ocultar su malestar.
Además, todos ignoraban que aquella desconocida, que
se ocultaba detrás de diferentes disfraces y pelucas era la
esposa de un gran alcalde. Ella siempre lograba todo lo
que se proponía sin importar el precio, la misma gran
abogada y sicóloga reconocida en todos los medios.

Todavía estaban todos reunidos en la Mota cuando


sonó el teléfono móvil de Alex, que se alejó un poco para
poder hablar en privado.
―¿Hola, cómo te han tratado?
―Bien, ¿con quién hablo?
―Ya no me reconoces, qué ingrato eres, pero qué se
le va a hacer. Veo que no tuviste la valentía de
despedirte.
―Karina, ¿eres tú?

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

―Claro que soy yo, ni siquiera tu hermana sabe de ti y


está muy preocupada.
―¿Cómo está ella?
―Supongo qué bien, se encuentra en Acapulco
acompañando a mi esposo y los niños; él asiste a unas
conferencias en México y se quedará varias semanas.
―¿Por qué no fuiste? Era el momento para arreglar las
cosas en tu vida familiar.
―Me importan un comino esos viajes, ¿no entiendes
que deseaba aprovechar ese tiempo para irme a pasar
algunos días contigo a Santa Marta y San Andrés, que me
dejaste con los malditos billetes comprados y con la
sorpresa en el armario?
―Hablas de sorpresa, si vieras de lo que me acabo de
enterar, no te creía así.
―Ah, lo sé, tenía que ser Elkin quien te lo dijera,
definitivamente los hombres no pueden quedarse con
secretos íntimos, todo lo comparten.
―No te hagas la inocente, sabías perfectamente que
me lo diría, dime más bien que lo hiciste adrede. Ahora,
¿qué clase de juego es ese?
―¿Crees que es un juego? ¿Y lo tuyo con esa niñita, la
porrista? ¿Se llama Ariana, verdad?
―Estás muy bien informada sobre mi vida.
―Eres un descarado, me podías haber dicho que
querías terminar y habría sido más fácil, pero...
Alex apagó su teléfono móvil para no seguir
escuchando los insultos de una mujer perdida entre sus
deseos y sus obligaciones de mujer casada. Prefirió

46
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

regresar a la mesa de sus amigos y cambió de tema, pues


todos se morían por saber quién lo había llamado. Sin
revelarlo, se despidió del grupo y regresó a su
apartamento. Antes de abrir la puerta de su cuarto se
encontró con su querida vecina, quien deseaba pedirle un
favor. Él no podía negarse, pues ella lo había ayudado
muchas veces.
Fueron entonces al apartamento de María Isabel, quien
fingió tener problemas con el grifo de su ducha. Alex trató
de solucionar el problema, había un pequeño escape de
agua y era necesario cerrar bien fuerte. La presión del
agua subió rápidamente y, casi sin darse cuenta, el
muchacho se mojó de pies a cabeza. La vecina trajo una
toalla para que se secara las gotas que recorrían su
cuerpo, pero la tubería se rompió y la cantidad de agua
era tanta que Alex cayó en la bañera y se golpeó el codo.
Ella entró para socorrerlo y un leve hueco negro apareció
en sus mentes. Las uñas de María Isabel rozaron el vello
de la espalda del joven que, al instante, sintió escalofríos.
Sus labios se pegaron entonces, gracias a la presión
del agua y al poco espacio que había en la bañera. La
blusa blanca de María Isabel se volvió transparente con la
humedad y dejó ver su linda silueta a través de ella. La
mano de Alex se deslizó por la ropa de su acompañante y
la de la mujer se incrustó en su pantaloneta. La bañera se
llenó completamente, los dos buceaban en sus aguas
mansas, y los orgasmos se sentían en cautiverio en aquel
acuario erótico donde la pasión resplandecía.
Súbitamente, el esposo de María llegó al aparcamiento.

47
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Alex se esfumó de aquel recinto, tenía tanto miedo que


corrió, y se dejó los zapatos y la camiseta del equipo de
fútbol. El marido de María Isabel entró en la sala, oyó el
ruido del agua, vio los primeros signos de inundación,
corrió al baño, seguía las pistas dejadas por la humedad.
María Isabel estaba más asustada por el hecho de que su
esposo pudiera enterarse de su engaño que por el agua
que los invadía. Se dio la vuelta con lentitud, vio los tenis
de Alex y al otro lado su camiseta y quiso recogerlos, pero
su marido irrumpió en ese preciso instante. Ella quedó en
suspenso, sus ojos querían salirse de sus órbitas, el
remordimiento de conciencia le jugaba una mala pasada,
pensó que la habían cogido en flagrante delito. Muchas
veces le había venido al pensamiento traicionar a su
esposo, sí, pero el miedo le había impedido hacerlo;
rechazaba muy a menudo todas las proposiciones que le
hacían, pues él le había prometido una bala de plata en la
cabeza si algún día tenía un mal pensamiento. Su marido
la miró fijamente a los ojos, ella temblaba de miedo, él se
apresuró a cerrar la llave, pero la presión no lo dejaba
maniobrar, por lo tanto, se quitó el chaleco y quedó en
camisilla. María Isabel estaba confusa, se quitó la blusa
mojada y se metió en la bañera para tratar de ayudarlo a
cerrar la llave. Los dos luchaban contra la fuerza del agua
y, tratando de impedir un desastre, abrieron el desagüe,
pero la cantidad que se perdía era menor que la que caía.
Él salió de la habitación y fue a cerrar el contador
directamente para cortar el paso del agua de todo el
apartamento.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

María Isabel aprovechó esos minutos de respiro para


ocultar las pertenencias de la persona que se había
convertido en su nuevo amante, para lo cual cogió una
bolsa negra, empacó todo en ella y la metió rápidamente
en el local de herramientas. Minutos después
solucionaron el incidente, limpiaron todo y llamaron al
fontanero para que se hiciera cargo del resto. Alex se
sentía incómodo por lo que acababa de hacer, sabía que
no era buena idea crearse enemigos en el propio
vecindario; recordó las escenas interminables del Chavo
del Ocho y desde aquel preciso momento buscó reparar
por todos los medios lo irreparable. Al día siguiente fue al
apartamento de su vecina para disculparse por lo
ocurrido, y dejó bien claro que aquel malentendido no
volvería a pasar; deseaba evitarse problemas con sus
vecinos y de ninguna manera era su intención acabar con
otra familia más.
Karina sabía que su esposo regresaría de Acapulco al
cabo de poco tiempo y por eso deseaba aprovechar el
lapso de libertad que tenía al lado de Alex. Lo llamó
nuevamente para proponerle ir a pasar ese fin de semana
a Bogotá, pues él no tenía partido para esa ocasión. El
joven se balanceaba entre la razón y el corazón, se sentía
ofendido al ver que su mejor amigo conocía las
intimidades de su amante. Este desafío lo motivó mucho
más a verla para demostrarse que era él quien tenía aún
las riendas de aquella bestia indomable, así que decidió
aceptar la invitación y le devolvió la llamada para decirle
que iría. Karina presentía que él no podría negarse, pues

49
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

había reservado el boleto electrónico a nombre del


jugador y hasta pensaba recogerlo ella misma en el
aeropuerto.
Alex llegó a Bogotá el sábado en el segundo vuelo,
Karina lo esperaba con los brazos abiertos. Ella quería
olvidar lo sucedido en días anteriores con Elkin y decidió
invitarlo a un parque de atracciones. Al llegar, Alex sintió
que algo se sacudió en su cuerpo, las lágrimas recorrían
sus mejillas, la emoción lo dejó sin palabras durante
algunos segundos. Era la primera vez que podía jugar en
los autos de choque, en la montaña rusa, el barco pirata,
el gusanito y la gran casa del terror, entre otros. De niño,
no había tenido esa oportunidad: sus padres nunca lo
habían llevado pues no alcanzaba el presupuesto para
esos lujos, y le tocaba conformarse viendo a los demás
niños de su barrio divertirse como cualquiera de su edad.
Karina se sorprendió al ver esas gotas de agua salada
que le mojaban las manos, caían una a una, recorrían el
rostro de aquel gran chiquillo. Lo cogió entre sus brazos,
lo apretó fuertemente y luego lo besó con la ternura de
una madre conciliadora. Ella le dio la oportunidad de que
fuese él quien decidiera la primera atracción que deseaba
visitar.
Empezaron con la novedad del parque, la casa del
terror, y se subieron al carrito que los transportaba para
hacer el recorrido. Al entrar a ese sitio oscuro, Karina
agarró fuertemente a su Alex de la mano, gritaba con
euforia, era otra niña reconvertida. Los dos se besaron
apasionadamente. El joven le agarró los senos, bajó sus

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

manos hacia las partes más íntimas de la mujer, cuyo


cuerpo experimentó una energía que le quemaba,
excitándola y haciéndole perder el control. Al ver los
fantasmas que salían de la casa del terror, las ganas de
hacer el amor aumentaron, y las risas se convirtieron en
gemidos desenfrenados cuando Alex despejó cada una
de las telarañas que cubrían su aparato reproductor. No
había mucha gente en el parque, era el ambiente ideal
para hacer realidad los sueños húmedos de una
cuarentañera en plena ovulación de ideas. Él también
ansiaba satisfacer sus caprichos más locos, no le
importaba el precio que tocara pagar, pues no podía
quitarse de la mente la idea de que se distraía con la
señora esposa del gran alcalde. Aunque su corazón lo
cegaba, la razón volvía de vacaciones para recordarle que
no era muy prudente continuar con esa historia como si
estuviera en un barco a la deriva en alta mar, sin saber a
qué orillas llegaría, y desconociendo los peligros que
tocaba enfrentar en cualquier momento.

Hubo un instante de calma en la mente de Karina al


salir de la casa del terror, recordó a sus hijos, se acongojó
al ver que hacía mucho que no les había dedicado una
sola tarde de su tiempo y se arrepintió por vez primera de
no haberlos acompañado a Acapulco. La bella familia de
la fotografía comenzaba a derrumbarse lentamente frente
a sus narices. Los tiempos en que los cuatro integrantes
del venturoso hogar disfrutaban de su existencia
plenamente cobraron vida en ese preciso instante.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Libardo aún no era alcalde, pero estaba en la política;


tenía mucho tiempo libre para dedicarse a la familia.
Todos los fines de semana salían con los niños, los
llevaban a diferentes lugares, comían en los restaurantes
de comida rápida, los helados de cremas seducían a los
finos paladares de Yulisa y Daniel; todo era maravilloso.
Karina dividía su tiempo entre los quehaceres de la casa,
el trabajo y la familia. Ayudaba a los niños con las tareas
diarias, los llevaba a la escuela ella misma y le leía
cuentos a Daniel para que se durmiera. También
participaba en las reuniones escolares y hasta formaba
parte del Consejo Académico de la institución. Durante las
vacaciones de Semana Santa iban a misa y participaban
en todas las actividades que se realizaban. En Navidad,
ella reunía a los vecinos, decoraban la calle y hacían
sancochos colectivos. Realizaban la novena de
aguinaldos en torno al gran pesebre que la familia
organizaba cada año y nunca faltaban los regalitos para
todos los niños participantes. Éstos cantaban los
villancicos, jugaban con sus maracas, hacían estremecer
a las panderetas, llorar a los pequeños acordeones y
dejaban que sonara el ruido adormecedor de las tutainas
desafinadas. Las natillas y los exquisitos buñuelitos nunca
estaban ausentes. Para la Nochevieja contrataban
mariachis, músicos de guasca, rancheras y alguno que
otro vallenato, todo acompañado de la gran especialidad
de la capital, el buen ajiaco. A las doce de la noche, todos
se tragaban las doce uvas, las mujeres se cambiaban de
ropa interior, los hombres se daban vuelta a las camisas y

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

se abrazaban para desearse un feliz año nuevo. Libardo


lloraba de felicidad; sus brazos se duplicaban para poder
apretar a su esposa y a sus dos hijos, se conmovía
porque acababa de cruzar la barrera del año viejo.
Deseaba poder pasar un año más en compañía de los
suyos y que la fraternidad, la comprensión y el amor
fuesen los únicos invitados a esa gran reunión.

Alex sacudió los hombros de Karina, supo que su


mente se había desplazado a otro lugar por algunos
segundos, y la llevó a montar en los autos de choque. La
pista estaba sola, cada uno cogió un auto y se pusieron a
conducir. Los dos tenían dificultades con el comando de
los vehículos, se morían de la risa, se burlaban de sí
mismos. Después de tres interminables minutos,
encontraron la clave para conducir, colisionaban entre sí,
jugaban al gato y al ratón. La locura se apoderó del
espíritu infantil de aquellos adultos que regresaban a sus
primeras risas. El cabello de Karina se sacudía con cada
golpe que recibía por detrás del malintencionado
conductor en que se había convertido Alex; los semáforos
no existían en esa pista de fuertes colisiones, la vía
estaba libre a cualquier travesura de mocoso. Estuvieron
un cuarto de hora allí, luego se fueron a disfrutar de las
demás atracciones de las que disponía el parque.
Libardo regresó de las semanas de vacaciones en
Acapulco, los niños estaban muy contentos, pues habían
pasado una de las mejores épocas con su padre. Pamela
no quería seguir trabajando con la familia, su incomodidad

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

era comprensible; los tiernos momentos disfrutados al


lado de Libardo la dejaban sin ánimos de seguir mirando a
la cara a su querida patrona. Libardo llamó a Karina para
prevenirle de su llegada, pero una vez más su teléfono
estaba apagado, ella parecía seguir haciendo de las
suyas. Carlota también estaba ausente, había decidido
regresar a su casa después de todas las cirugías que le
habían realizado. Los niños habían traído muchos
regalitos para mamá, querían verla para compartir con ella
todas esas hermosas experiencias que habían tenido en
el mejor viaje de sus vidas: los días al aire libre, las tardes
enteras que habían pasado jugando con la arena de
aquellas playas vírgenes, las jornadas de piscina, de
toboganes y atracciones acuáticas que habían calmado
su sed de diversión.
Karina regresó a casa y se tropezó con la gran
sorpresa. Cuando vio a sus hijos, las lágrimas chispearon
en sus ojos, la conmoción era enorme y no pudo
contenerse. Libardo esperó unos segundos hasta que
terminara de abrazar a los niños, luego le dio un beso en
la frente y la estrechó entre sus brazos. Los niños
interrumpieron esos pocos segundos de reencuentro de
sus padres.
―Mamá, ven, tenemos que mostrarte todos los regalos
que te trajimos y las fotos maravillosas del viaje.
―Ok., Yulisa, claro que vamos a ver todo eso, cariño.
―No, mamá, yo quiero que vengas primero a mi
habitación― insistió Daniel. Yulisa siempre lo hace todo,
sólo porque es la mayor.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

―Vale, no os peleéis, vamos a encontrar una solución.


Para que no haya ninguna disputa, los dos vais a buscar
los regalos y los destapamos en mi habitación.
Los dos salieron corriendo a buscar sus pertenencias
como buenos atletas en los cien metros de la carrera de
sus vidas con tal de complacer a mamá. Libardo y Karina
seguían allí, las palabras eran escasas, las miradas,
esquivas, los gestos mostraban la distancia que los
separaba con el paso de los días. Karina no aguantó más
y subió a su cuarto para esperar a los chiquillos. Libardo
se refugió en su estudio para ponerse al día con sus
múltiples reuniones y compromisos. Pamela escuchó toda
esa escena desde la cocina, sentía que comenzaba a
odiar a su querida patrona, pues siendo mujer sabía
cuándo mentían, y Karina, a pesar de sus lágrimas de
cocodrilo, estaba lejos de ser la mujer sincera que
mostraba frente a su familia.

Alex empezó a tener nuevamente problemas en su


equipo de fútbol en Medellín, después de su lesión no
había marcado muchos goles y su cabeza estaba
comprometida, pues necesitaban reforzar el equipo con
nuevos delanteros mucho más eficaces que él. El
dirigente del club contrató a un nuevo técnico muy
conocido a nivel internacional –un argentino– que
pensaba ingresar a algunos de los jugadores de su país
en la nómina del equipo, pues no habían ganado el último
cupo que quedaba para formar parte de los
cuadrangulares finales.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

El técnico tomó las riendas del equipo, pero sacó a diez


jugadores del club, entre los cuales estaba Alex, debido a
su bajo rendimiento y a sus múltiples lesiones. Él recibió
la noticia cuando aún estaba en casa, a mediodía, viendo
el noticiero donde hablaban del nuevo técnico y de la
salida de diez jugadores de la institución. Alex hubiese
preferido enterarse antes que los medios de
comunicación, pero así funcionaba el sistema y sabía que
le tocaba ser un nómada sedentario más. Enseguida,
sonó su teléfono móvil, él vio en la pantalla que la llamada
provenía del teléfono de Karina y no se sintió con ganas
de responder. Ella insistió dos veces y, a la tercera,
decidió dejarle un mensaje: “Hola, Alex, me acabo de
enterar de lo del nuevo técnico y de tu salida del plantel,
pero no te preocupes que ya encontraremos una solución
al problema, cuídate, besos”.

Como Alex no se sentía bien, decidió irse unos días


para su tierra; alejarse un poco de los problemas de la
gran ciudad y volver a sus raíces, sería una buena idea
para calmarse un poco. Así lo hizo y al día siguiente ya
estaba en Montería. Al llegar a la ciudad que lo había
visto nacer, recordó a sus padres, quienes hubiesen
estado contentos y orgullosos de los triunfos de su hijo.
Los habitantes lo reconocieron y lo trataron como a toda
una estrella, pues en sus mejores días los había alegrado
con sus espectaculares goles. Y todos lo seguían
apoyando, a pesar del cuarto de hora un poco agrio por el
que pasaba en aquel momento.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Llegó al hotel y el gerente le regaló la estancia en la


única suite presidencial que había allí, a cambio de unas
cuantas fotos publicitarias. En los restaurantes tampoco lo
dejaban pagar; en las calles, los vendedores ambulantes
le ofrecían agua de coco, rodajas de piña, pedazos de
patilla, jugo de borojó y hasta el exquisito mote de ñame
con queso y arroz. Al día siguiente, se fue para Cereté
con el objetivo de ver su antigua casa y el terreno de
fútbol, que ahora les pertenecían a unos ricos
hacendados del pueblo. Luego recorrió todo el
departamento de Córdoba: visitó los municipios de San
Bernardo del Viento y Lorica, donde le ofreció una
promesa a la Virgen de los Caracoles en la comarca de
Palo de Agua para que las cosas fuesen mejor para él y
también, como no podía ser de otra manera, para su
hermana.
Después de las cortas vacaciones, Alex regresó a
Medellín para reclamar la indemnización por su despido y
ver su futuro en el fútbol. Como por arte de magia o como
si las veladoras y la cadena de oro ofrecidas a la Virgen
del Caracol hubiesen dado resultado positivo, Alex habló
con un técnico de Bogotá que deseaba verlo. El
entrenador estaba en Medellín, pues era oriundo de la
ciudad y había pasado la mayor parte de su vida
futbolística en uno de los equipos de la capital antioqueña.
La propuesta no se hizo esperar, Alex habló con su
manager el mismo día y firmaron los papeles
correspondientes al traspaso, pues el pase correspondía
al jugador. El equipo de futbol donde jugaría Alex acababa

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

de ganar el torneo de la segunda división de Colombia y


ascendería a la primera división. Dos días después salió
la noticia al aire sobre los refuerzos del nuevo club de
Bogotá dirigido por un gran maestro.
Karina, que había regresado a su oficina para ponerse
al día con sus asuntos, supo de la buena noticia, se
alegró mucho al saber que volvería a tener muy cerca a
su pesadilla aunque, al mismo tiempo, todo ese rollo de
jovencita loca la hiciese perder pie en su vida de madre
de familia. Pero ya no le importaba lo que diría la gente, y
sus sentimientos hacia el futbolista ahora eran más
fuertes que nunca.

Ya había pasado una semana desde del regreso de


Libardo y los niños, cuando Karina recibió una llamada
muy importante que cambiaría el transcurso de las cosas
en su inestable familia. Una gran amiga que había
formado parte de su club en otros tiempos, la llamó con
urgencia para solicitarle sus servicios de abogada. La
llamada provenía del estado de Florida, de Miami más
concretamente. Karina hablaba inglés a la perfección y
conocía a dos colegas en Estados Unidos, quienes
podrían ayudar a su amiga en lo que necesitase para
resolver el lío en el que se había metido su hijo. No le
dieron muchos detalles sobre el suceso ni sobre el caso
del detenido, que se encontraba en el pasillo de la muerte
vestido con ese horrible traje anaranjado de los
condenados a la pena capital.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Karina habló con los niños y su esposo para informales


de su viaje de última hora. Libardo asintió con un
movimiento de cabeza, pues ya no sabía si creer a la
persona que tenía como esposa ocasional o seguir
desconfiando de la que se convertiría en una interesante
amante de servicios extras. A los niños les dio una
pataleta, pues cuando todo parecía arreglarse para la
familia, mamá desaparecería nuevamente, rompiendo por
enésima vez el marco de la foto donde aparecían los
cuatro sonriendo felizmente.

Al día siguiente, Karina viajó en el primer vuelo con


rumbo a Miami. Allí se reunió con los abogados
americanos que llevaban el caso de su defendido, y juntos
se fueron rápidamente a visitar la cárcel donde
permanecía encerrado el joven. Al llegar al sitio, ya era
tarde. Todo estaba consumado y Karina reclamó las
pertenencias del detenido, que no eran muchas. Entre los
objetos dejados por el joven había un viejo cuaderno con
muchas hojas escritas a lápiz y otras en blanco, como si
hiciera pausas en su memoria en el momento de escribir.
Los relatos estaban mezclados, por lo que era difícil saber
dónde ocurrían sus historias, en qué tiempo sucedían. Ni
el presente ni el pasado ni mucho menos el futuro, nada
de eso estaba claro en su mente de chiquillo, donde
millones de neuronas hacían sinapsis. Las hojas del
cuaderno se habían vuelto amarillas por el paso del
tiempo y por el polvo insidioso que penetraba por las
viejas rendijas de aquella cueva de ratones.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

En la segunda página había una frase a guisa de título,


Un Corazón en el Pasillo de la Muerte, y un dibujo de una
mujer desnuda sentada en un lugar cerrado y oscuro.
Karina pasó las páginas rápidamente, se sentó en el suelo
de la celda, y empezó a leer detenidamente las líneas que
decoraban ese viejo cuaderno:

«Sé que todos querrían saber las razones que me


impulsaron a matarla, la forma en que lo hice, el día en que
ocurrió todo, el alibi que no quise presentar para esquivar
las acusaciones en mi contra. Nadie comprendería si les
dijera que mucho amor acaba con el amor, que aun a la
persona que más amamos terminamos por odiarla en un
momento dado, pues no podemos tenerla siempre con
nosotros. Nos volvemos egoístas y nos dejamos cegar por
los celos patológicos que se apoderan de nuestras mentes,
carcomiéndonos en lo más profundo de nuestras almas.
Después buscamos como excusa tonta el hecho de ser
humanos, sólo para seguir cometiendo más errores.
»De niño siempre me habían inculcado el respeto por el
sexo débil. “A las niñas no se les pega”, decía la maestra de
la escuela, y nos daba en los dedos con una regla de palo
para que no lo volviéramos a hacer. Esos reglazos quedaron
grabados, perennes en mis recuerdos, y el odio se durmió
durante algún tiempo, nada más. Por aquel entonces, yo era
joven y lleno de energía. Me divertía con los otros chicos
del barrio, competíamos con los diferentes autos

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

convertibles en pleno sol, la adrenalina hacía de las suyas,


la sangre hervía a más de cuarenta grados, nada podía
detenernos.
»Recuerdo que aún estaba en la Universidad del Rosario,
terminaba mi carrera de economía y pronto trabajaría en
alguna de las grandes empresas de Bogotá, pues papá
conocía a todo el mundo en el sector debido a su alto cargo
de administrador de empresas. Él hubiese querido que yo
fuera médico, ya que un diploma como ese se vería
estupendo pegado en la pared de casa. Además, eso daba
un cierto estatus entre la gente de su círculo social, cuyos
hijos vivían en el extranjero. Decidí estudiar economía,
aunque mi cuento era el teatro.
»Con respecto a mi madre, era más que una mamá para
mí, de niño dormía conmigo casi todo el tiempo, me tapaba
todas mis fechorías, quizás porque yo era hijo único y
quizás también porque me tuvo tarde, pues siempre rechazó
quedarse en casa a criar a los niños mientras el marido
trabajaba. También quería superarse y así lo hizo, estudió
negocios internacionales en Colombia y se especializó en la
universidad de Harvard. Vivió cinco años en Estados
Unidos y fue allí, precisamente, donde papá y ella se
conocieron.
»Cuando me gradué en la universidad, papá me propuso
que viajara a Estados Unidos para especializarme y hacer
un doctorado en cualquiera de las universidades
norteamericanas, pero lo que yo quería realmente era

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

quedarme trabajando en Bogotá, y así lo hice. Me había


hartado de que siempre fuera él quien llevara el timón del
barco de mi vida, ya estaba un poco crecidito para tomar
mis propias decisiones. Pedí trabajo en un hotel de cinco
estrellas como recepcionista, pero después el jefe se enteró
de mis méritos y me propuso el puesto de auxiliar del
gerente. Como recepcionista trabajé tres meses y medio,
entraba a las cinco de la mañana y salía a la una de la tarde.
Me gustaba mucho aquel empleo, pues podía interactuar
con cientos de personas diariamente; un saludo, una mirada
sonriente, un apretón de manos, hablar con alguien, eso era
algo que siempre me había faltado en mi infancia.
»De niño, nunca jugué con otros amiguitos, siempre
estaba encerrado. Lo tenía todo en casa: ordenador, las
últimas consolas de juego, Internet... bueno, casi todo,
excepto alguien de mi edad con quien jugar. Me encerraba
en mi habitación, me subía unos cereales y abría las
ventanas para ver los pájaros que nos visitaban de vez en
cuando. Vivíamos en las afueras de Bogotá, en una bonita
casa de campo. Papá llegaba muy tarde del trabajo, cuando
ya habíamos comido, y los fines de semana se quedaba
encerrado en su oficina. Una vez, entré en su despacho sin
tocar a la puerta, él estaba muy ocupado hablando por
teléfono con algunos socios y subía el tono de voz cada vez
más. Yo quería mostrarle el examen de matemáticas que
me había valido las felicitaciones de la maestra, era mi
mejor nota de todo el trimestre. Ni siquiera pude decir una

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

sola palabra, mi padre me indicó con un movimiento de


manos que seguía ocupado y que debía cerrar la puerta
nuevamente. Observé una especie de enfado en su rostro,
pues torció los ojos y relinchó como caballo viejo
enrabiado.

»En el hotel, conocí a muchas personas importantes, y


no sólo a los clientes, sino también a los empleados. Hubo
una empleada en especial que marcó mi vida, trabajaba
haciendo el aseo, se llamaba Peggy. Deseaba ser actriz o
presentadora de televisión y tenía un porte de modelo; la
comedia parecía ser su especialidad, interpretaba muy bien.
Una vez se hizo pasar por la secretaria privada del gerente
para bromear con dos nuevos empleados, los embaucó con
sus historias y los muy tontos se tragaron el anzuelo.
»Peggy nunca hablaba de su familia, lo único que se le
oía decir era que realizaría sus sueños costara lo que
costara. Esa actitud me llamó la atención, pues era la
primera vez que me veía en un espejo que reflejaba una
imagen contraria a la mía. Esos deseos de superación, esa
disposición para hacer los sacrificios necesarios con tal de
llegar a la cima, eran de envidiar. Aquella noche, en el
aniversario del hotel, el que celebrábamos los empleados
con algunos de nuestros jefes después de las festividades
oficiales, decidí hablar con ella. Sabía que no sería una
tarea fácil, un verdadero hueso duro de roer, pero no perdía
las esperanzas y me ayudé de los buenos modales. Fui todo

63
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

un caballero y, con mucha galantería, la dejé sucumbir en


mis brazos. Esa noche sólo logré robarle el primer largo y
profundo beso de nuestra relación.
»Al día siguiente, parecía poseída por la amnesia, pues
fingió no acordarse de lo que había pasado el día anterior,
me habló como siempre, me saludó como a un simple
compañero más. Yo no quería caer en su juego, seguí su
plan al pie de la letra y, en menos de lo que canta un gallo,
ella me propuso ir a beber un par de cervezas en su bar
preferido. Aquella noche ella estaba resplandeciente, se
había arreglado para la ocasión, su vestido color púrpura le
iba como anillo al dedo, marcaba sus lindas caderas de una
manera superficial; sus discretos senos se asomaban cada
vez que daba un paso, una coordinación perfecta entre
provocación y discreción.
»En el bar estuvimos dos horas, hablamos más de mi
vida que de la suya, me prestó atención durante media hora
sin interrumpirme mientras le contaba la historia de mi
adorable familia, pero nada parecía sorprenderla, era como
si estuviese acostumbrada a todo ese rollo, lo único que me
dijo fue “Querer es poder”. Después me pidió que la llevara
a mi apartamento. Esa proposición me dejó perplejo, pero
no me interesaba tratar de buscar las razones de su
comportamiento, era la oportunidad de mi vida y debía
aprovecharla antes de que fuese demasiado tarde. Cuando
llegamos le pedí que me disculpara por el desorden, ella
comprendió que yo era un hombre soltero, dejó escapar una

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

ligera sonrisa y me tiró en el sofá. Se quitó el tanga


brasilero y me lo puso como corbatín de camarero, me dio
un beso francés, luego me dejó sentir el perfume que
destilaban sus pequeñas y eróticas glándulas mamarias.
Quise desabrocharme el pantalón a fin de pasar al acto
sexual, pero Peggy me retuvo en el instante en que vio mi
mano deslizarse por debajo de su vestido. Me pegó en los
dedos como a un niño que acaba de hacer una travesura y
me volvió a dar un piquito indicándome que no era el
momento.
»A continuación abrió la nevera y sacó dos latas de una
soda muy particular. Su contenido alto en cafeína
equivalente a una taza de café despertó sus deseos sexuales;
hicimos el amor durante horas; ella no quería pegar el ojo,
pero al fin el sueño nos venció. Por la mañana, Peggy
estaba más contenta que una quinceañera en su fiesta. Me
trajo el desayuno a la cama, me dio un beso enorme, y me
confesó su amor por vez primera; era el primer “te amo” de
nuestra corta relación.
»Cuando terminé el desayuno, fui al baño para afeitarme
mientras que ella tomaba su ducha. Empecé a untarme la
crema de afeitar y, de repente, sentí una mano fría que me
embadurnaba con gel. Era ella, se burlaba de mí en mis
propias narices, di media vuelta y sacudí la botella de
espuma, luego le regué un poco en el hombro izquierdo.
Ella también me untó en la espalda y comenzamos una
guerra de espumas de amor. La cogí de los brazos, le regué

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

el producto por toda la cara, el cabello y las partes íntimas.


Jugábamos como dos niños traviesos, nos reíamos a
carcajadas interminables, era una tormenta de gritos
eufóricos, nada podía detenernos. Pasamos a la bañera para
continuar con nuestra contienda infantil y vaciamos todos
los tarros de champú. Para terminar con esa conflagración,
Peggy me besó con una fuerza incalculable, se untó el resto
de crema que nadaba en el recipiente, se apoderó de mi
cuchilla y comenzó a rasurarse dejando salir orgasmos
candentes que se escapaban por el desagüe.
»Desde aquel día, nuestra relación fue tomando fuerza,
Peggy y yo nos entendíamos de maravilla, nuestra
diferencia de estatus no se veía realmente. Ella se convirtió
en mi novia oficial, bueno, oficiosamente, para mis padres,
quienes deseaban casarme con Linda, una gran abogada
que conocía muy bien la familia. Ella era la hija del mejor
amigo de papá, un gran inversionista de Ecopetrol. La
conocí en una tarde de golf en el Country Club de Bogotá.
»Linda no tenía un plano de swing perfecto pero, como
buena pegadora de bola, se las arreglaba para mantener el
palo en plano desde el momento crítico del arranque hasta
momentos después de golpear la bola. Yo, en cambio, tenía
problemas durante los momentos iniciales del backswing e
incluso del downswing; era una catástrofe y ella siempre
me ganaba. Confieso que siempre fui un golfista de
handicap alto, me costó mucho aprender realmente el plano
del swing, y teniendo en cuenta que aquél es uno de los

66
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

conceptos más importantes en el golf, me decía que no era


mi deporte. Pero yo deseaba satisfacer, una vez más, a mi
padre, quien no parecía tener la paciencia de instruirme. En
la primera lección de golf me dijo enseguida: “El plano del
swing se relaciona directamente a cuán derecho, alto y lejos
uno puede golpear la bola”. Pero él sabía jugar, yo no.
Todo siempre fue casi de la misma manera, y fue la razón
por la que yo había preferido dejar mi vida privada
escondida para poder ser feliz.
»Pero un día mamá me sorprendió en un centro
comercial del norte con Peggy. La había convencido para
que me dejara regalarle algo como sinónimo de mi aprecio
y como comienzo de nuestra linda historia de amor. ¡Ah!
ese día pasamos horas enteras viendo diferentes trajes para
ella, pero ninguno le gustaba, hasta que conseguimos una
blusa de un verde natural que resaltaba su piel. Yo era el
único hombre en ese almacén de ropa femenina, pero
amaba tanto a mi novia que no me incomodaban las bromas
que me hacían las vendedoras.
»Mamá se quedó muy sorprendida cuando me vio a
través de la vitrina de la tienda. Ella fingió no verme, pero
yo sabía que me había observado durante largos segundos.
Luego bajó la cara, se subió a su auto rápidamente y se
marchó de aquel sitio. En sus labios se notaba el alborozo
al verme contento, pues su chiquillo por fin podía reír.
Además, estaba acompañado por una bella mujer. Al volver
a casa, le relató la escena que había visto a mi padre.

67
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Él no pudo controlarse, se mordía los labios de ira, pues


sólo veía a su hijo casado con Linda, ninguna otra mujer
parecía tener el prestigio que su preferida se había ganado.
Mi padre contrató entonces a un abogado para que
averiguara todos los detalles sobre la mujer que compartía
mi vida. Deseaba saber quién era, de qué familia venía, si
sus padres eran personalidades reconocidas de la capital o,
simplemente, qué título poseía y la universidad que se lo
hubiera otorgado, absolutamente todo despertaba la
curiosidad de papá. El hombre hizo un informe detallado de
la vida privada y profesional de Peggy: le dijo que ella
hacía el aseo en el hotel, que los compañeros la galanteaban
y una serie de tonterías más para manchar su imagen.
»Una semana después, papá me telefoneó, pues quería
verme para que habláramos de padre a hijo porque deseaba
algo mejor para mi porvenir. Me dijo que debía pensar en
mi vida profesional, pues mujeres había todos los días en
todas partes. Yo le respondí de una manera muy categórica
que yo hacía de mi vida lo que me viniera en gana. Le
recordé sus múltiples ausencias cuando yo era aún niño,
incluso el día en que quise mostrarle el examen de
matemáticas, el cual él nunca vio porque era más
importante manejar sus negocios que dedicarle un maldito
segundo a su hijo inseguro.
»Escuché un silencio tal al otro lado del teléfono que
pensé que me había quedado haciendo un monólogo, pero

68
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

él estaba todavía allí, reteniendo la respiración para no


echarse a llorar. Dos minutos después colgó. Las cosas no
terminaron ahí, pues papá buscó por todos los medios
convencerme de que una vez más eran ellos quienes tenían
razón sólo por el hecho de ser mis padres. Me invitó a un
restaurante al día siguiente para hablar de negocios. Creí
que la conversación del día anterior formaba parte de la
historia, pero enseguida me di cuenta de que sus
intenciones iban en el mismo sentido, y me propuso dos
empleos. Uno era con un amigo en una gran empresa donde
cualquier recién licenciado soñaría con entrar y el otro,
simplemente, en Ecopetrol, donde necesitaban un
economista urgentemente, puesto para el cual mi perfil era
perfecto según él.
»Puras mentiras, ya que allí trabajaba el padre de Linda
y entre los dos habían planeado mi matrimonio por
adelantado, sin contar conmigo. Yo, como era de suponer
decliné las proposiciones, argumentando que me sentía
feliz con el trabajo de auxiliar del gerente, pues lo había
conseguido por mis propios medios. Papá cambió
enseguida de tema y me preguntó por mi vida sentimental,
yo sabía que mamá seguramente ya lo había puesto al
corriente de todo y no solté una sola palabra. Él comenzó a
sermonearme, como de costumbre, diciéndome que soñaba
con ver a su hijo casado con alguien de su nivel, una mujer
de bien, reconocida por todos y, sin darse cuenta, soltó el
nombre de Linda.

69
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

»Yo no le dejé terminar su discurso persuasivo y le


ordené que parara de meterme a la gran abogada por los
ojos, pues no estaba enamorado de ella. Me parecía una
mujer interesante, muy inteligente y llena de cualidades
envidiables, pero prefería a alguien de perfil bajo; mi
corazón latía por la mujer que no necesitaba nada para
enamorarme, salvo sus encantos naturales.
»Él se sintió ofendido, me trató de terco, se levantó de la
silla y no me dirigió la palabra durante mucho tiempo. No
sé si todo estaba planeado o quizá fue pura coincidencia,
pero Linda llegó al restaurante minutos después de que
papá se retirara, y sentí que no era el día para almorzar
tranquilamente. Ella se sentó, pidió una cerveza helada y
empezó a hablarme de banalidades; sus preguntas no tenían
sentido, no era una buena mentirosa, así que la ayudé,
agilicé la conversación y fui directo al grano.
»La gran abogada se moría de furia, decía mentiras para
sacar verdades como solicitándome la declaración de
culpabilidad, pero no se podía litigar con el corazón de
quien no entiende de leyes y, aunque nunca estudié
abogacía, me convertí, por unos segundos, en un pleitista
para defender el amor que yo sentía por Peggy.
»Linda contraatacó, trató a mi novia de muerta de
hambre, de oportunista y de muchas tonterías más. Me
aconsejó que consiguiera a alguien de mi nivel
socioeconómico, me habló de los sacrificios que habían
hecho mis padres para que yo saliera adelante y me dijo

70
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

que no podía decepcionarlos. La mandé al diablo con sus


argumentos de pacotilla y le solicité que se consiguiera a
uno de esos jilipollas de colegas para que le dieran por el
culo.
»Yo estaba harto de esa vida de apariencias, de la gran
sociedad, de aquel mundo de burócratas que no me
aportaban nada bueno. Ella replicó con amenazas, me dijo
que me arrepentiría, que me haría la vida imposible y que
por todos los medios se vengaría metiéndome el dedo en la
llaga.
»Hacía tres meses que me había ido a vivir con Peggy y
todavía tenía mi cargo de recepcionista en el hotel cuando
un día el patrón la citó en su oficina. Peggy se asustó
mucho, pues esa época coincidía con el fin de su contrato
en la empresa.
»Él comenzó la corta entrevista diciéndole que su
contrato como mujer de servicios varios acababa de
expirar. De sus poros salían gotas de sudor que se
mezclaban con la fuerte adrenalina que dejó de circular en
su cuerpo hasta que el patrón prosiguió con la otra noticia.
Era ella quien tomaría mi puesto de recepcionista, ya que
yo pasaba a ser auxiliar del gerente. Entonces Peggy le dio
un abrazo fuerte al patrón y lloró de alegría, pues la
oportunidad de realizar sus sueños estaba más cerca que
nunca, podría comenzar con sus clases de actuación.
»Yo no deseaba que Peggy supiera que había obtenido el
puesto gracias a mi ayuda, la conocía muy bien y sabía que

71
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

su orgullo le impediría aceptarlo, era una mujer muy


moderna y se había propuesto salir adelante por sus propios
medios.
»Cuando llegué al apartamento por la noche, Peggy
había preparado una cena muy especial. Había comprado
algunas botellas de vino de Jerez, pues era su favorito, y
echó algunos pedazos de frutas y hielo para hacer una
especie de sangría. Su entusiasmo era más radiante que los
pocos rayos de sol que teníamos ese día en Bogotá, los
ocho grados congelaban hasta mis pelotas, era un frío de
perros, pero ya me había acostumbrado. Ella ni siquiera me
dejó quitarme el traje, se colgó de mi cuello apenas me vio,
me dio un par de besos mojados, su técnica preferida para
excitarme rápidamente, ya conocía de memoria mi talón de
Aquiles.
»Me contó lo sucedido con el patrón, que la había citado
a su oficina para hablar con ella y que la razón de la
entrevista era el aumento de salario y, por ende, el cambio
de puesto, pues iba a ser la nueva recepcionista del hotel.
Ella me confesó que tenía algunos ahorros y que debía
comprarse ropa nueva para su empleo. Yo le propuse
ayudarla con algo, pero como era de esperar, no lo quiso
aceptar.
»Pasamos a la mesa, brindamos por ese nuevo éxito en
su vida, pero ella insistió en que yo también debería estar
contento con mi ascenso, pues cualquiera no pasaba de
recepcionista a auxiliar del gerente. No quise contradecirla

72
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

ni mucho menos desmotivarla, y le aconsejé que siguiera


luchando por alcanzar sus ideales. Aquella noche ella me
amó con locura, me reveló sus nuevas posiciones y algunos
de sus secretos de mujer. Peggy fue realmente quien supo
enseñarme lo poco que sé con respecto al sexo, pues poseía
una enciclopedia erótica en su mente y una imaginación de
pozo airón. Sus garras se soterraron en mi espalda, y un
trueno de sensaciones se apoderó de nuestros cuerpos. Me
llevó hasta la cocina y trepó en esa tabla que nos servía de
bar americano. Allí se sentó con las piernas entreabiertas,
hizo que me subiera y, acompañado de un par de copas de
vino, nos deleitamos con la vista aérea que teníamos en ese
momento.
»Veinte minutos después, ella se aburrió de la misma
escena, nos bajamos del bar y fuimos a parar a la mesa. El
comedor había cambiado de finalidad. Alcanzó el frutero,
cogió una manzana, le pegó un mordisco y me la pasó para
que yo también comiera del fruto. Ese recinto se convirtió
en un paraíso hormonal; una enorme culebra penetró en un
agujero, caímos en un abismo de caricias y ninguna voz
angelical podía detenernos. Fuimos a la bañera para
limpiarnos, estaba cansado, había dejado mis pocas fuerzas
en esos juegos locos. Peggy aún seguía encendida, ni
siquiera el agua podía apagar esa llama que salía de su
cuerpo; me convertí entonces en un bombero voluntario,
cogí mi extintor y empecé a extinguir el candente fuego
que quemaba mi resistencia.

73
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

»Poco tiempo después, Peggy comenzó sus clases de


actuación en una academia privada de la capital, habló con
el patrón para que le cambiara sus horarios y así poder
estudiar por las noches y los sábados. La directora de esa
academia era una reconocida actriz de teatro, cine y
televisión, quien había protagonizado varias telenovelas y
series muy famosas en su larga trayectoria de casi cuarenta
años. Todo eso garantizaba una buena formación y algunos
jugosos contratos al final de la carrera para Peggy. En el
trabajo, su entusiasmo se veía a través de la sonrisa de miel
que mostraba diariamente. La excelente atención con cada
uno de los clientes e incluso con el personal del servicio,
donde estaban sus antiguos colegas, era su prioridad.
Muchos hombres de negocios que llegaban a menudo al
hotel le dejaban sus tarjetas de visita. Los días pasaron
rápidamente, Peggy se desenvolvió en su trabajo y llegó a
ganarse el cariño de los patrones. Obtuvo un aumento de
sueldo del veinte por ciento al terminar su primer trimestre.
Además, las propinas dejadas por los buenos clientes del
hotel eran el equivalente a dos meses de salario.
»Su empecinamiento en lograr su meta se fue
convirtiendo en su única prioridad, ya no hablábamos
mucho de sus proyectos, todo lo hacía a escondidas. Una
vez, lo recuerdo bien, como si hubiese sido ayer, encontré
una carta en la que le ofrecían pagarle una suma muy
grande por posar para una revista de moda, pero me quedé
callado para no incomodarla con mis descubrimientos.

74
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

»Una semana después, era una carta proveniente de


Miami, donde le pedían que mandara un book de fotos
eróticas para participar en un casting un poco particular. La
selección de las cinco ganadoras se hacía entre cientos de
modelos latinas cuyos atributos deslumbraban desde lejos.
También recibí por equivocación una docena de correos de
clientes con propuestas un poco indecentes, todos iban
dirigidos a Peggy. Había uno en especial que me llamó la
atención: “Hola, preciosa, no sé si me recuerdas, pues sólo
estuve un par de días en ese acogedor hotel, pero me
encantaría volver a repetir esa bella experiencia. Me
gustaron mucho los dos cisnes que decoraban la entrada y
ese calor en el interior, donde me sentí mejor que un niño
en el vientre materno. Ah, olvidaba decirte que te dejo
algunos billetes verdes para ayudarte a realizar tus sueños.
Con cariño, Mr. T.”
»Leí esas líneas varias veces para tratar de comprender
el mensaje codificado que se ocultaba allí. Pero lo que me
impidió dormir durante varias noches seguidas fue el hecho
de no poder saber quién era ese Mr. T. Días después, Peggy
pidió un permiso en el trabajo para ausentarse una semana,
pues debía pasar un casting de televisión muy importante
en Bogotá. Yo no dije nada, pues deseaba que saliera
adelante con sus proyectos, siempre la había apoyado en
todo y no era bueno contradecirla por culpa de mis tontas
inquietudes. Ella no fue aceptada en ese gran proyecto de
televisión para una serie que comenzarían a rodar un mes

75
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

después, no por sus cualidades de actriz, sino por razones


aparentemente desconocidas. El papel principal se lo dieron
a una niña nueva en el mercado a quien le faltaba mucho en
la interpretación, pero era la mejor amiga de Linda y
también de su familia, por supuesto. La confirmación la
obtuve ese mismo día al recibir una llamada de Linda en la
que me decía que lo sentía mucho por mi novia, pero que
aquel mundo del espectáculo no estaba al alcance de todos,
ni mucho menos de campesinitas que soñaban con lo
imposible. Estaba muerta de risa y repetía: “La venganza es
un plato que se come frío”. Desde aquel día me juré que no
volvería a desconfiar de Peggy pese a su manera tan
particular de actuar. La quería tanto que sólo de pensar que
podía perderla por culpa de mis celos me atormentaba
inconsolablemente. Desde entonces preferí apoyarla
nuevamente para que pudiera alcanzar sus metas.
»Peggy regresó a casa con el llanto en los ojos, había
perdido los dos tacones de sus zapatos debido a la larga
marcha emprendida bajo la lluvia para desahogarse. Le
busqué una toalla bien caliente, le hice una infusión y nos
fuimos a la sala. Sus ojos divisaron una foto que reposaba
en la mesita de madera que nos había regalado un amigo
ebanista, Chencho. En ese marco, Peggy me abrazaba
intensamente. Ella se bebió su bebida caliente, se cogió de
mi cuello, y me llenó de morados. Empezó a rozarme el
pecho con la yema de los dedos; sus delicadas manos
dibujaban zonas eróticas de oriente a occidente y de norte a

76
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

sur como la brújula de los indígenas. De súbito, su teléfono


móvil sonó, ella saltó como una loca para contestar y yo
pude leer en sus labios el sentimiento llamado felicidad que
la embargaba mientras escuchaba lo que le decían.
»Apagó el teléfono, pegó un grito y se me encaramó
nuevamente; me daba besos por todo el cuerpo, me llenaba
de saliva, me gritaba al oído que se sentía la mujer más
feliz de aquel mundo de mortales. Su locura duró un par de
minutos, luego me ilustró sobre todo lo que le acababa de
ocurrir: la habían contratado en un canal de televisión para
reemplazar a una presentadora de dos programas que tenían
un buen rating en Colombia. Sólo trabajaría durante las
seis semanas que duraban las vacaciones de la
presentadora.
»Esa noche Peggy abrió una botella de ron blanco que
me había regalado un cliente cubano e improvisó un postre
con algunos bananos y lecherita en tarro que quedaba en la
despensa. La vida se convertía en una espectacular
alfombra color de rosa para ella, sus preguntas existenciales
ya no la martirizaban tanto como antes; ahora podía hacer
el amor en toda libertad. Su cuerpo estaba desinhibido
completamente, sus senos se erizaban con el mero contacto
de mis dedos, sus labios se derretían con el calor de mis
salvajes besos, todo era maravilloso.
»La semana antes de empezar sus funciones como
presentadora, mi querida Peggy se preparó física y
mentalmente. Compramos una bicicleta estática, una

77
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

colchoneta dura para ejercicios y otros aparatos para las


series de abdominales, salimos a correr media hora diaria
durante una semana; en el supermercado, llenábamos el
carrito de compras de verduras y fruta. Aunque durante
mucho tiempo ella había estado en contra de la imagen que
se tenía de la mujer, ahora sabía que gracias a esa misma
imagen podría realizar sus sueños. Peggy era consciente de
los celos y la envidia de muchas mujeres debido a su
manera ligera de vestirse, y también de la lujuria y los
deseos mojados de muchos hombres que soñarían con tener
una mujer como ella a su lado.
»El dichoso día llegó, Peggy hizo su debut en un
programa matinal. Salió de la casa a las cuatro de la
mañana, después de haberse comido una manzana y una
pera. La pobre no durmió ese día, pasó la noche en vela,
repasó los guiones cientos de veces, hizo ejercicios de
vocalización para lograr un mejor timbre de voz y se probó
unos diez modelos de ropa. Todo debía salir perfecto, y es
que Peggy le daba mucha importancia a cada mínimo
detalle. Solía decir que, en la vida, la piedra más pequeña y
menos insignificante a nuestros ojos es la que nos puede
hacer caer más fácilmente. Por mi parte, yo ya tenía listos
todos los aparatos necesarios para grabarla. Me tiré en el
sofá a ver a la persona que compartía los días conmigo y a
la que ahora veía al otro lado de la pantalla; ella me gustaba
más que nunca, y su profesionalismo me llenaba de
regocijo.

78
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

»Peggy estaba más reluciente a medida que los minutos


pasaban, y se sentía más segura de sí. Al terminar su primer
programa, me llamó para contarme cómo la habían recibido
en el nuevo grupo de trabajo y la satisfacción que sentían
los directores con su nueva recluta. No regresó a casa
durante todo el día, pues debía firmar unos contratos para el
programa de la noche, que comenzaría ese mismo día. El
patrón de la empresa también me llamó, estaba muy
orgulloso del resultado de Peggy y me hizo saber que mi
mujer podía tener un horario especial por si deseaba seguir
trabajando algunas horas allá. Yo le agradecí su
generosidad y desde aquel día nos hicimos buenos amigos.
»Después de las dos semanas de sustitución, el director
en persona le propuso a Peggy un empleo a tiempo
completo con un contrato de un año. Ella lo aceptó y
renunció a su trabajo en el hotel. Todos estaban confusos,
una mezcla de sentimientos, pues la tristeza los fustigaba al
separarse de Peggy, y la felicidad los invadía por su triunfo
profesional. Confieso que al principio me llenó de regocijo
la buena noticia, pero con el paso de los días la extrañaba
cada vez más; además, sabía que Peggy se convertiría en la
mujer de millones de televidentes, al menos en la
imaginación, y todo eso me hacía dudar.
»El triunfo no se hizo esperar y, en menos de lo que
canta un gallo, ella ya estaba en boca de todos los
periodistas y cibernautas, que se pusieron en contra de ella.
La tirria aumentó en su círculo social y las mismas colegas

79
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

del canal la vituperaban y elogiaban al mismo tiempo, todo


lo hacían con una hipocresía tan evidente que hasta un
ciego podía verlo. Los directores de programas de otros
canales le ofrecían suculentos contratos para aumentar el
rating que había decaído en los últimos meses. Ella empezó
a participar en la realización de muchos proyectos
publicitarios de gran envergadura y, a menudo, se la veía
posar en semidesnudos que a duras penas tapaban la
manzana de Eva. Me tocó acostumbrarme a ver a mi mujer
exhibiendo su cuerpo casi todo el tiempo. Todo se iba
volviendo vinagre con los días y hasta me fastidiaba
escuchar los comentarios que hacían los hombres, y sobre
todo las mujeres, sobre la vida de Peggy. Una noche vi a
dos tipos borrachos que estaban a punto de masturbarse con
una foto de Peggy en traje de tigresa.
»Las fiestas de gala, las reuniones de negocios, los
restaurantes chics y todo ese mundo de la moda me hartaba
tanto, que renunciaba a cada invitación que Peggy me
ofrecía y la dejaba ir sola. Una vez quise hacer una
excepción y decidí acompañarla a una cena de negocios
con un fotógrafo de renombre mundial, Emiliano. También
estaban allí, entre otras personalidades, dos diseñadores
franceses. Pero enseguida me aburrieron esas
conversaciones pues todo eso me recordaba tanto al mundo
de donde yo venía que deseaba escapar a toda costa. Peggy
tenía ganas de ir a los servicios, perdón, a los W.C., como
decían los europeos de la mesa, y se retiró durante largos

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

minutos. Esperé un cuarto de hora más y, al ver que no


regresaba, me disculpé ante los presentes para ir a buscarla,
pero uno de ellos intentó retenerme con preguntas salidas
de contexto, como si quisiera ganar tiempo. Me dirigí a los
servicios finalmente y, al entrar en el baño de hombres, vi a
otro tipo que salía del baño de mujeres con la bragueta
abierta y haciendo signos de haberse equivocado.
»Dos segundos después descubrí a Peggy arreglándose
el vestido escotado que lucía esa inolvidable noche, me
quedé paralizado por unos instantes y entré a orinar. La
orina no me venía, la imagen que acababa de ver me daba
vueltas en la cabeza. Mi desbordante imaginación tomó
dimensiones tan extraordinarias que hasta estuve a punto de
convertirme en el libretista más grande de las viejas
telenovelas mexicanas donde Los ricos también lloran. Me
concentré en mi problema de impotencia urinaria y todo
fluyó como un arroyuelo de aguas diáfanas, oriné durante
dos minutos seguidos; recordé en ese momento las
competencias que hacíamos en la escuela con los demás
amiguitos en el jardín, cuando tratábamos de ver quién
lanzaba el chorro más lejos, ¡bellos momentos aquéllos!

»Luego regresé a mi mesa y, dos horas después, salimos


de aquel lugar. Durante el trayecto yo no pronuncié una
sola palabra, Peggy sentía que algo me había molestado,
pero fingió estar dormida, pues en realidad estaba muerta
de cansancio. Regresamos a casa y, sin quitarse la ropa, se

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

durmió profundamente. Como hacía más de una semana


que no habíamos tenido el mínimo contacto íntimo por
culpa de sus días de marea alta, quise aprovechar el rocío
de la madrugada para entregarme en cuerpo y alma antes de
que fuese demasiado tarde…

»Esas lindas imágenes de Colombia son los únicos


recuerdos que debí haber guardado en el baúl de mis
remembranzas, pero no fue así. Lamentablemente, al viajar
a los Estados Unidos, mi maldita vida cambió por
completo. Ni siquiera tengo en la mente los comienzos de
mis peripecias en ese nuevo mundo adonde arribó nuestro
barco de ilusiones, tan sólo persiste en el tiempo esa larga
jornada de veinticuatro horas y media. La media hora más
larga de toda mi existencia, la media hora en la que
desmoroné los sueños de la persona que más amaba, la
media hora que deseé que sólo fuese una larga pesadilla.
Pero al despertarme de ese aturdimiento supe que todo era
real…

»Hoy, encerrado entre las cuatro paredes de una maldita


celda, veo que la inapagable añoranza del ayer sigue
quemando mi cuerpo. Cierro los ojos para tratar de borrar
esos instantes de dolor, pero cuanto más lo intento, más
rápido desfilan en mis retinas como los vientos
novembrinos y resuenan en mis tímpanos igual que los

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

tambores de una banda marcial. La verdad es que todos


ustedes ignoran cuánto daría yo por poder entrar en la
máquina del tiempo y, cual mago, hacer desaparecer en un
dos por tres ese capítulo en el libro de mi vida. Pero como
diría Oscar Wilde: “Puedes volver a comprar o deshacerte
de todo lo que quieras menos de tu propio pasado”.
»Aquel día, el cielo estaba nublado, había llovido más
que en el diluvio universal. Me sentía cansado, pues no
había podido pegar el ojo la noche anterior. Llevaba varias
horas bostezando, la congoja se apoderaba de todo mi
cuerpo, esperaba un gran negocio que cambiaría mi vida
por completo. Estaba decidido a demostrarles a mis padres
de una vez que podía salir adelante, que ya no seguiría
siendo el chiquillo indefenso que no puede desprenderse de
las enaguas de mamá. Por eso me había metido en unos
negocios raros, había tomado la decisión de salir de mi país
y de abandonar a mis amigos y a mi familia.
»Sí, como les decía, aquella noche la pasé caminando de
la sala a la cocina y de la cocina a la sala en mi casa en
Miami, conocía mi recorrido de memoria, incluso el peor
de los ciegos lo haría gateando. Encendí el televisor,
cambié de canal al menos unas cien veces esperando
encontrar el programa que pudiera calmar mis ansias, pero
todo fue en vano. Enseguida recordé una de las famosas
frases de la película Forrest Gump: “Mamá siempre decía
ʻla vida es como una caja de bombones… nunca sabes qué
te va a tocarʼ ”.

83
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

»En los canales pasaban casi siempre los mismos vídeos


y las mismas noticias. Solamente en uno había
documentales sobre la pena de muerte, los estados que
decían estar a favor, aquellos que comenzaban a estar en
contra, y los posibles reos que iban a ser ejecutados.
Minutos después, sonó el teléfono, era una llamada de uno
de los socios que yo debía visitar en un hotel de Miami
Beach. Estaba a unas cuantas millas de distancia, cogí el
vehículo y fui a la cita. Al llegar al hotel, la persona a la
que debía ver no estaba y hablé con un contacto, quien
quiso embaucarme con falsas excusas, esquivó mis
preguntas, y las pocas respuestas que daba a algunas de
ellas eran cortas, puras evasivas; por lo tanto, supe que algo
no iba bien y pedí una explicación, pero todo fue en vano.
»Me quedé esperando en ese lugar y, para hacer menos
larga mi espera, abrí una botella de licor y bebí varias
copas. Un cuarto de hora después, me entró la rabia, tiré la
copa al suelo, se rompió en mil pedazos, y seguí bebiendo
de la botella.
»Ya habían pasado interminables minutos cuando mi
teléfono móvil sonó. Me apresuré a responder. Era el
hermano de mi socio, las noticias no eran alentadoras, pues
me dijo que acababan de asesinar a su hermano. En ese
momento, pensé en los pocos ahorros que había logrado
conseguir desde mi llegada a Estados Unidos. Todo,
absolutamente todo acababa de esfumarse por el único
orificio negro que tenía de certidumbre.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

»La exasperación me carcomía por dentro. Tomé mi


auto y desaparecí de aquel lugar en menos de lo que canta
un gallo, tenía la corazonada de que algo desastroso iba a
ocurrir, pero no quise quedarme a comprobarlo con mis
propios ojos y me dirigí directamente a casa. Mi mujer aún
no había llegado, era martes y ese día ella no trabajaba.
Subí al cuarto, encendí la tele por enésima vez en la
jornada y me tiré en la cama. Alcancé el teléfono fijo,
marqué el número de Peggy, pero daba ocupado, volví a
insistir. Los minutos pasaban lentamente, la cólera
comenzó a cegarme otra vez. “¿Dónde diablos estará?” me
pregunté.
»Fui a la cocina, me bebí tres cervezas bien frías y me
comí un pedazo de pizza sin recalentar. A eso de las tres o
las cuatro de la madrugada, ya ni recuerdo bien, Peggy
regresó a casa, estaba un poco ebria. Había perdido un
tacón de los zapatos y los sujetadores estaban rajados; tenía
unos morados en el cuello, y algunas gotas de semen
desfilaban aún por sus piernas. Apenas podía sostenerse por
sí sola, se tambaleaba cada vez que daba un paso y hablaba
con poca elocuencia. En su bolso de mano había cientos de
billetes verdes de diferentes nominaciones que ella dejó
caer, al igual que una tarjeta de visita en donde estaba
escrito el nombre de un gran director de cine de
Hollywood. No deseaba hacerle ningún reproche y pensé
que al día siguiente, en su sano juicio, ella podría darme
una buena explicación a toda esa pieza de teatro que

85
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

acababa de montar. Empecé ignorándola, pues sus delirios


parecían no tener fin. Pero cuanto más la ignoraba más
enloquecía; se volvió histérica en pocos minutos y quiso
abofetearme la cara, cosa que yo no acepté. Recuerdo que
solamente la cogí de la garganta con mi mano izquierda,
pero no podía darme cuenta de la fuerza incontrolable que
yo tenía.

»Los recuerdos de todos esos correos de los clientes del


hotel volvieron a mi mente, las salidas sin justificación, los
videos pornográficos encontrados en su baúl, las revistas de
Playboy donde Peggy era la primera conejita, y las cajas
enteras de preservativos femeninos. Todo eso trastornó mi
pensamiento, y sentí sus pisadas cuando su alma se alejaba.
»La solté, ella se desplomó en mis brazos y cayó a tierra
como las viejas casas de la orilla del río mecidas por las
fuertes brisas del caudaloso Atrato. Quise reanimarla, le
hice la respiración boca a boca, le apliqué los primeros
auxilios, cogí su mano derecha para sentir su pulso, luego
el dedo índice acompañó al pulgar e intenté saber si todavía
corría la sangre por sus venas, pero todo eso parecía en
vano; ausculté su corazón poniendo mi oído sobre su
pecho, pero nada se movía en ese cuerpo inerte. Le retiré la
chaqueta por completo, un sobre blanco salió a mi vista y
lo abrí precipitadamente. Había dos hojas con el nombre y
el logo de un gran estudio de cine en la parte superior y
más abajo estaba la firma del director.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

»Se trataba de un contrato para el papel principal de la


película del año, cuyo rodaje comenzaría una semana
después. Él había contratado a las mejores estrellas, y era el
gran famoso cuyo nombre nunca pude olvidar, Mr. T.
»En ese instante, supe que yo le había dado vida a los
sueños de Peggy y que ahora acababa de arrebatárselos de
las manos. Ella siempre había soñado con ser una gran
actriz, luchó durante años para alcanzar su meta, desafió
todas las adversidades, todas menos una: mi maldito
egoísmo. Me sentía el peor de los hombres, el más
aborrecible de todos los criminales, el peor de los cobardes,
el peor engendrado de todos los fetos; gracias a una mujer
había reído y por culpa de otra me tocaba ahora llorar.
»Pero les confieso que no lloré, no porque no tuviera
lágrimas en los ojos, sino porque siempre creí que aquello
era un acto de cobardía. “Los hombres no lloran”, me decía
mi padre cuando yo todavía era un chiquillo. Entonces,
levanté la cabeza, la hice girar hacia todos los lados;
buscaba una solución al problema. Se me vino a la mente
que podía llamar a la policía, pero era algo tonto, sabrían al
minuto mismo que yo la había asesinado gracias a las
huellas digitales plasmadas en el cuerpo de Peggy. La
envolví en unas viejas sábanas de colores, me la eché al
hombro y la llevé al garaje. Abrí el portón manualmente,
entré el vehículo, metí los restos mortales en el maletero y
regresé a la habitación.

87
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

»Abrí el cajón de la mesita de noche y saqué mi


pasaporte. Al lado estaba el de Peggy, también lo cogí, lo
metí en una bolsa de plástico y lo guardé en el fondo de mi
maleta de viajes. De repente me dio por coger el teléfono,
marqué el número fijo de mi padre, pero nadie contestaba.
Intenté localizarlo en su teléfono móvil nuevamente, pues
quería desahogarme con alguien y creí que podía ser la
persona más indicada. El teléfono seguía sonando, yo iba a
colgar cuando oí una voz ronca que emitía gritos
desesperados en la oscuridad de la noche, era una voz de
desconsuelo, de inquietud, pero no dije una sola palabra y
dejé el teléfono encendido durante varios segundos más.
Era una forma de telepatía, papá sabía que algo ocurría con
su hijo, pues hacía meses que no tenía noticias mías.
»No me sentía con el coraje de confesarle mi crimen, no
quería enviarle el ascensor en ese gran edificio de la vida,
no deseaba mostrarle su imagen en el espejo cóncavo
donde rara vez él se miraba. A pesar de todo lo que
aparentaba, papá era un hombre cobarde, le pegaba a mamá
cada vez que le daba la gana y muchas veces le echaba la
culpa al maldito licor, a las botellas de aguardiente que
según él le hacían perder la lucidez. Finalmente, no hablé
con mis padres, bajé las escaleras y me dirigí al garaje.
Llevaba una botella de whisky en mis manos y un álbum de
lindos recuerdos. Abrí el automóvil, encendí el autorradio,
y dejé que la música nos acompañara en ese largo viaje que
Peggy y yo pronto emprenderíamos.

88
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

»En la primera hoja del álbum había una linda foto de


Peggy con la nariz llena de dulce de mango. Sí, esa foto se
la había tomado durante la última Semana Santa que
pasamos en Colombia. Esa semana de vacaciones
decidimos conocer la región del Urabá antioqueño y
chocoano, donde se hacían toda clase de dulces esa
temporada. Seguí pasando las hojas del álbum de los
recuerdos y caí en un par de fotos muy especiales, Peggy se
las había tomado al lado de Ray Charles, Armstrong,
Chaplin, Michael Jackson, Céline Dion, el General Charles
de Gaulle y otras personalidades reunidas todas en el
mismo lugar. Sí, eso fue en París, en el gran museo Grévin.
»¡Ah! todo eso lo hicimos gracias a un regalo sorpresa
de cumpleaños que me había dado mi padre para que
disfrutara con Linda. Pero como era un obsequio, cambié
su nombre y puse el de Peggy en su lugar. Bruscamente
cerré el maldito álbum un instante, pues mis cobardes ojos
se pusieron a llorar debido a la multitud de bellos recuerdos
que desfilaban frente a ellos. Salí del auto, abrí el maletero,
me aseguré de que Peggy estuviese cómoda en ese sitio,
pero todo parecía estar en orden, ya que no se había
movido para nada. Regresé a mi puesto, metí la llave en el
contacto y arranqué el vehículo sin rumbo fijo. No había
mucha circulación a esa hora, la ciudad estaba más bien
tranquila, ni siquiera se veían los cop watchers, esos
vigilantes que filman todo lo que ocurre en las
intervenciones que hacen las fuerzas del orden. Su función

89
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

primordial es velar por que se respeten los derechos civiles


de las minorías visibles en Estados Unidos. Subí el
volumen del autorradio cuando sonó la canción de Peggy,
para que ella pudiera oírla desde su puesto. Activé la tecla
repeat y dejé que sonara esa linda melodía por enésima
vez, lo único que quería era complacerla como siempre lo
había hecho durante todo el tiempo que vivimos juntos; la
verdad es que no recuerdo haberle llevado la contraria a mi
Peggy.

»Ya llevábamos varias horas deambulando por esas


calles solitarias de la ciudad cuando de repente se puso a
llover, cayó un enorme aguacero que me obligó a regresar a
casa. No lo pensé dos veces y puse el pie en el acelerador
para llegar lo más pronto posible, pues no podría
perdonarme si Peggy se resfriaba por mi culpa. Dos
minutos después, oí las sirenas de un auto de policía, reduje
la velocidad y me coloqué a un lado de la carretera para
detenerme más fácilmente en cuanto me lo solicitaran los
agentes del orden. En ese momento pensé en Peggy; yo
sabía que me la arrebatarían para llevarla a reposar a una
maldita morgue al lado de cadáveres glaciales que no
tenían la mayoría de edad, todos de origen latino o
afroamericano de una baja escala social, que se mataban
unos a otros por el control de una zona. Muchos de ellos
estaban contentos porque vivían de las ayudas del Tío Sam,
gozaban de los Welfare Services, tenían licoreras en cada

90
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

esquina en sus barrios y se dedicaban al tráfico de drogas.


La música era su único aliciente, pero toda esa distracción
era provocada para impedirles que formaran parte de las
restringidas listas en los campus universitarios de
Norteamérica. El gran soñador ya no estaba allí para
defenderlos, aunque hubiese plasmado sus sueños en un
pergamino pegado en muchas escuelas modernas:
I have a dream… With this faith, we will be able to work
together, to pray together, to struggle together, to go to jail
together, knowing that we will be free one day.

»Finalmente, llovía tanto que los dos policías no se


detuvieron, ni se percataron de nosotros. Yo respiré
aliviado y enseguida tomé otra ruta para llegar a casa lo
más rápido posible. Cuando llegué, preparé mi equipaje y,
entre las cosas de Peggy, encontré un diario íntimo con
fotografías. Era una especie de novela escrita en primera
persona, no tenía título y la primera frase me golpeó de
inmediato: “Morí por vez primera cuando tenía cinco
años…”
»Solté el libro, algo sacudió mi cuerpo, sentí que su
espíritu se movía dentro del mío. Un magnetismo de dos
inmensos imanes hizo temblar la tierra en ese instante, la
fuerza de gravedad me hizo sucumbir en un hipnotismo
irreal, como si regresara al pasado a un punto
indeterminado muchos años antes. Me animé a leer ese
diario muy rápidamente:

91
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

No estoy segura de nada de lo que ocurrió en mi vida,


es como si me hubiesen clonado y hubieran guardado el
original en una caja hermética de donde nunca me
pudieron sacar. Llevo muchos años tratando de
encontrar las respuestas a mi marea de preguntas
existenciales. No sé si me llamo realmente Peggy o
Prototipo X; al fin y al cabo podría llamarme de
cualquier forma. Mamá me abandonó pocos días
después de haberme parido, pero mucha agua corrió
debajo del puente antes de que me diera cuenta de la
verdad. Ella me dejó al cuidado de unas hermanas
religiosas que tenían un convento en Bogotá. La excusa
fue sencilla y quizá justificable, pues yo no podía ser un
obstáculo a la realización de los sueños de la señora que
me cargó en su vientre durante siete meses, ya que me
tocó desalojar ese lugar antes de tiempo.

En el convento estuve más bien en secreto durante


cinco años, escuchando las lindas canciones que me
arrullaban, los rezos de los albores que me despertaban
dulcemente, y el ruido de las camándulas que todavía
suenan en mis tímpanos. Pero mi feliz vida duró apenas
sesenta meses, pues todo, absolutamente todo cambió
por completo. La carne abandonó mis huesos, las venas
dejaron secar la sangre que corría a través de ellas, y mi
espíritu se volvió errante.

92
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Sí, todo eso sucedió el día en que me zamparon en ese


maldito orfanato, ahí me mataron la primera vez.
Una semana después de haber aterrizado en esa
institución, tres jóvenes huérfanos mayores que yo
abusaron sexualmente de mí, me desgarraron las partes
íntimas, me dejaron por muerta una vez que saciaron su
maldito apetito irracional. Nadie se sorprendió con lo
ocurrido, yo era una menor de edad que no tenía padre
ni madre; me hacía falta un amparo, un protector que
pudiera defenderme.
Los días desfilaron fugazmente, intenté olvidar el
triste suceso y comencé a reír para ocultar las penas;
esa sonrisa contagió a los buenos amiguitos que conocí
en ese lugar. Miguel era uno de ellos, él se quedó un par
de meses y luego fue adoptado por una pareja estéril. Me
acongojé con su partida, pues éramos buenos amigos; él
me hacía reír con sus travesuras infantiles, hacía el
payaso, se disfrazaba de niña, se coloreaba las mejillas,
se pintaba los labios e imitaba voces femeninas.
Seis meses después, recibí una carta en donde me
relataba su nueva vida, ya no se sentía huérfano, poseía
una linda familia, pero seguía pensando en mí. Él
deseaba que yo pudiera encontrar a alguien que me
sacara de aquel horrendo lugar donde ya no podíamos
reír…

93
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

»Ahora entendía muy bien el motivo del gran silencio de


Peggy cuando la conocí, esa valentía y esas garras con las
que devoraba la vida. Todo ese entusiasmo, ese carisma,
esa solidaridad con el más necesitado, pues ella había visto
la miseria, no en la tele, sino en su primer hogar. Me
preguntaba cuántos recuerdos borrosos de aquellos
progenitores que nunca supieron que su niña se había
convertido en mujer, una presentadora de televisión muy
famosa.
»Nunca he deseado que mis padres se den golpes de
pecho por lo que ocurrió conmigo, de todas maneras pienso
que los dos están convencidos de haber hecho lo mejor que
podían, pues no creo que haya recetas mágicas acerca de
cómo educar bien a un hijo. Me dieron todo lo que estuvo a
su alcance, me libraron del hambre, del frío; me vistieron
cuando estuve desnudo, me visitaron cuando enfermé,
aunque no era eso lo que yo más necesitaba. Tan sólo la
lectura de un cuento antes de dormirme cuando aún
imaginaba ideas en mi mente como cualquier chiquillo, me
hubiese alegrado el alma enormemente; un tierno beso por
la mañana acompañado de un “te quiero”, habría
despertado las ganas de amar tempranamente. O, incluso,
una tierna palabra de felicitaciones por haber sacado una
buena nota en la escuela, hubiese labrado un mejor destino.
»Ya no le temo a la muerte, la verdad es que nunca la he
temido. Más bien me asustan mis recuerdos que me
agobian una y otra vez; vuelven a mi mente como las hojas

94
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

de los árboles después de cada primavera. Tengo la


impresión de volver a ver a Peggy, sentada a mi lado,
dándome consejos y sosteniéndome para que pueda seguir
adelante. Sí, aspiro su dulce fragancia que embalsama mis
huesos podridos, siento la frescura dejada por sus cálidas
manos que acarician mi rostro demacrado por las lágrimas,
y escucho el latido de su corazón retumbando como los
tambores de una banda marcial.

»La pena de muerte ¿tienen ellos razón quizás? Pero


toda esta cuestión se remonta en el tiempo. El otro día leí a
Platón, y me soprendí al toparme con un párrafo un poco
especial: “El delincuente es incorregible por ser un enfermo
anímico e incurable, y constituye el germen de perturbaciones y
aberraciones de otros hombres. Por tal razón, para esta especie de
hombre, la vida no es una situación ideal, y la muerte es el recurso
que existe para solucionar socialmente el problema”.
»Sólo cogemos de aquellos grandes hombres lo que nos
concierne, el resto lo dejamos en el baúl del olvido.
Aunque no fue únicamente Platón quien pensó así acerca
de los delincuentes, pues el gran sabio Séneca plasmó su
visión sobre ellos en su gran obra De ira: “Los criminales son
considerados como el resultante de un conjunto de anomalías
mentales y biológicas, cuya dominación sólo es posible conseguir
mediante la muerte”. También decía: “…y que reserve el último,
de tal forma que nadie muera, sino aquel cuya muerte es para él
mismo un beneficio…”

95
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

»Estos pensamientos parecieron fecundar en las mentes


de algunos hombres, aunque fueran sólo trece los estados
que supieron avanzar en el tiempo y derogar la pena de
muerte. Yo cometí un acto inexcusable, movido por una
fuerza interior, una rabia que se apoderó de toda mi alma.
En mi camino encontré gente que no debí haber conocido y
que se convirtieron en mis peores pesadillas.
»El mismo día en que ocurrió el infortunio con Peggy,
también encontré en sus cosas una vieja foto descolorida de
una mujer muy joven. La foto la metí en la última página
del álbum de mi Peggy, pero la curiosidad acicateaba mis
narices, pues deseaba saber quién había escrito “mamá” en
el dorso, y seguí buscando otra foto más que pudiera darme
alguna pista. Después de tanto buscar, al fin encontré la
mitad ―como si la hubiesen partido en dos― de otra foto
en la que sólo se veía una parte del rostro de una silueta
femenina.
»Me atrapó un presentimiento: ya había visto esa foto en
alguna parte. Tomé mis cosas personales que había traído
conmigo y empecé a bucear entre miles de fotos que había
metido en un viejo cartón. Al cabo de dos horas, di con la
maldita foto de la cual yo tenía la otra mitad firmada por
mamá. Puse el grito en el cielo y maldije a mis progenitores
por haberme ocultado la verdad, pero el daño ya estaba
hecho; no sólo había compartido escenas interminables de
pasión y sexo con mi propia hermana, sino que además
acababa de quitarle la vida.»

96
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Karina se desplomó al terminar de leer esas últimas


páginas del cuaderno escrito con furor de alguien que
nunca debió haber estado allí. Los guardias le dieron un
vaso de agua para que se repusiera del choque
emocional sufrido por culpa de aquellas líneas. Horas
después, ella le dio los objetos a la madre del detenido, la
miró a la cara, lloró de tristeza y se alejó. Ese mismo día
regresó a Bogotá, no quiso hablar del suceso con nadie
durante algún tiempo, y se confinó en su alcoba
acompañada de tazas de infusiones.

Alex regresó a instalarse en Bogotá, en un apartamento


del Norte, y comenzó sus entrenamientos con el nuevo
club. Aquel día las cosas estaban de su lado: en el primer
tiempo marcó tres goles contra su primer equipo de fútbol,
en donde había comenzado su carrera profesional.
Libardo estaba con Daniel en el encuentro. El niño
oscilaba entre la felicidad y la tristeza, pues por un lado su
equipo del alma iba perdiendo, pero por el otro, era culpa
de Alex, su jugador preferido. Al terminar el primer tiempo,
los aficionados estaban arrepentidos, pues el antiguo
jugador al que habían echado del club en ese momento
les estaba haciendo mucho daño. En el segundo tiempo,
los locales metieron el primer gol, la felicidad de los
asistentes se veía en los rostros infantiles; el segundo gol
se logró gracias a un penalti. El mismo arquero cobró el
tiro y marcó un golazo. Los visitantes reaccionaron
dirigidos por su nuevo jugador estrella que, creyéndose
Maradona, saltó confundiendo a los árbitros, pues nunca

97
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

supieron si había anotado con la cabeza o con la mano,


era una segunda mano de Dios. Ya se jugaba el tiempo
de prórroga, la adrenalina se incrementaba cada vez más
en los jugadores de ambas escuadras, los choques eran
fuertes y malintencionados, las faltas se multiplicaban por
doquier; el bullicio de los aficionados aturdía los oídos
inocentes, todo era un caos total.
De pronto, Alex tomó el balón, sacó a dos jugadores,
recorrió veinte metros con el esférico, y un defensor del
equipo contrario le tiró una plancha y lo dejó inmóvil
durante varios minutos. Todos los jugadores gritaron,
pues el árbitro no utilizó sus cartones para recriminar a los
que realizaban un juego peligroso; como el partido
comenzaba a salírsele de las manos, decidió pitar el final,
Alex no tuvo tiempo de regresar al terreno de juego y fue
llevado de inmediato a la clínica para un chequeo general.
Karina supo de la lesión de Alex y esa misma noche fue a
visitarlo en la clínica. Estuvo con él un par de horas, pues
el personal del establecimiento restringía las visitas por la
tranquilidad de los pacientes. Ella no deseaba regresar a
casa tan temprano y se bebió un par de copas en su bar
preferido en el parque de la 93. Una canción abrió sus
oídos, era un lindo vallenato de Nelson Velásquez donde
se mezclaba la música con la literatura. Ella pidió que le
repitieran esa hermosa melodía y cantó el coro mientras
secaba el contenido de su vaso.
Luego se sintió cansada y regresó a su casa. El taxi la
dejó a una manzana y ella caminó los pocos metros hasta
llegar a la puerta, buscó la llave y abrió suavemente para

98
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

no despertar a los niños. Al entrar sintió un ruido en la


cocina, pero no le dio mucha importancia, encendió
algunas luces de la sala, dejó el bolso y se quitó los
zapatos, cogió un jugo de naranja de la nevera y se lo
bebió de un tirón.

Libardo salió de la cocina un poco sofocado, tenía la


cremallera abierta y el corazón le latía rápidamente.
Karina percibió algunas luces que se acababan de apagar
en la habitación de Pamela. Libardo le dio un beso en la
mejilla y quiso prepararle algo para comer, pero ella
rechazó la proposición de una manera tajante, se fue a la
ducha y se quedó allí un buen rato metida en su bañera.
Libardo se cepilló los dientes y fue a la cama. Karina
estaba confundida, desorientada, no sabía realmente lo
que deseaba. Aquellos días estaba en período de
ovulación y eso siempre afectaba a su carácter, su
temperamento se tornaba desagradable. Dos horas
después, salió del baño y subió al dormitorio. Su marido
intentó tocarla, pero todo la fastidiaba y le quitaba las
manos de su cuerpo; el mero ronquido le ponía los
nervios encrestados, la vida sexual de la pareja ya
formaba ahora parte de la historia.

Al día siguiente, Libardo regresó temprano del trabajo,


los niños aún no habían llegado y aprovechó para tener
una pequeña discusión de pareja con Karina, quien no
parecía querer trabajar ese día. Ya se había hartado de
aquella vida de hipocresías a sabiendas de que ni siquiera
podía tocar a quien se había convertido en su

99
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

acompañante ocasional, y que no era ni más ni menos


que aquella con quien había tenido dos adorables hijos
cuando todavía existía amor entre ellos:

―Necesito que hablemos, Karina.


―Sí, ¡entra por favor! Yo también quería verte, Libardo.
―Karina, no sé qué te pasa estos últimos días. Te veo
un poco cansada, y estaba pensando que… Bueno…
―Libardo, no me gustan los rodeos, iré directa al
grano. Sólo quisiera que dejáramos a los niños fuera de
todo esto.
―No entiendo, mujer. Trata de ser más explícita,
¿dejar a los niños fuera de qué?
―Libardo, te vi el otro día, estabas con Pamela. Sé que
no es culpa suya, soy mujer y por eso la defiendo. No
quise formarte un escándalo delante de los niños. Creo
que sería bueno que nos diéramos un poco de tiempo
para reflexionar con la cabeza fría. Te pido que hagamos
las cosas discretamente, no tengo la intención de arruinar
tu carrera política, más ahora que los periodistas no
tienen inspiración, no les daré tela para cortar.
―Formamos una linda familia, Karina. ¿Estás segura
de que deseas rotundamente la separación? Sabes que te
amo, eres mi esposa.
―Libardo, tus reuniones políticas se multiplican cada
vez más, tus responsabilidades se convierten en tu
cotidiano, ya no queda tiempo siquiera para la familia; no
comemos juntos, casi nunca salimos, nuestra vida de
apariencias es una rutina insoportable.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

―Un poco de tiempo es lo que me pides. Está bien,


toma todo el tiempo que necesites, pero quiero que sepas
que te amo. No puedo negar mi corta relación con
Pamela, tan sólo estuvimos un par de veces, te lo juro.
Ella llenaba tu vacío, tus ausencias eran repetidas,
también me sentí abandonado, hasta los niños
preguntaban por ti, yo no sabía qué decirles, porque
nunca me decías adónde ibas.

Libardo salió de la alcoba conyugal, cerró la puerta con


delicadeza, estornudó fuertemente, las lágrimas se habían
coagulado en su corazón. Se sentía el peor de los
hombres, porque acababa de traicionar a la mujer que
más amaba en el mundo después de su santa madre.
Una pequeña travesura de niño loco lo había dejado fuera
de juego en ese partido de béisbol que le jugaba la vida;
la mitad de su hogar se derrumbaba delante de sus
impotentes ojos. Los niños entraron al instante, Libardo
todavía tenía algunas lágrimas en los ojos, se las secó y
fue a su encuentro. Esa tarde se quedó con ellos y se
divirtieron como tres niños traviesos. Los tres jugaron a
esconderse por toda la casa, luego Libardo se puso a
realizar las tareas de cada uno con la paciencia de un
buen maestro.
Yulisa aprovechó para pedirle a papá que la escuchara
mientras ella tocaba el piano, debía ensayar una nueva
partitura que le habían dado en la escuela de música:
Hotel California. La niña se sentó en su taburete, abrió su
piano y comenzó a deslizar sus dedos por el mágico

101
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

teclado. Se le veía la dificultad en el primer intento; en el


segundo casi pierde la calma, pero papá estaba a su lado
para motivarla; en el tercero dejó que sus manos se
apoderaran de su alma y la melodía hizo eco en la sala.
Libardo se apesadumbró cuando escuchó las primeras
notas musicales de la hermosa canción que él mismo le
había dedicado a su mujer cuando se conocieron. Su
mente se trasladó por unos instantes, lejos, a todos
aquellos preciosos momentos vividos con su esposa del
alma, el viaje a California y todo el recorrido por los
Estados Unidos, el matrimonio, el nacimiento de cada uno
de sus hijos y los primeros años de hogar feliz. Al terminar
la niña, Libardo la ovacionó con fuertes silbidos y
aplausos. Detrás se hallaba Daniel y también se unió a la
fiesta improvisada; los dos empezaron a gritar: “¡otra!,
¡otra!, ¡otra!”. Yulisa no tuvo otra opción que complacer a
sus primeros seguidores y rápidamente interpretó una
canción que conocía de memoria, su favorita, y sobre todo
que Elton John la cantaba con mucha maestría. Ella dio la
salida y los tres se pusieron a interpretarla: “Sacrifice…”
Karina escuchó las tres voces juntas que resonaban en
la casa, se asomó, y sonrió al ver a su esposo cantando
con sus hijos, pero su decisión parecía irrevocable, y se
volvió a encerrar en su alcoba. Una hora después, Libardo
acompañó a los niños a sus respectivas camas y, luego
de haberlos acostado, bajó y se quedó dormido en el sofá
en compañía de una botella de ron y de unas cuantas
rancheras que le disecaban el alma en esa interminable
soledad en que lo había metido su señora esposa.

102
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Media hora después, Karina bajó a buscar una


limonada fría a la cocina. Vio a su esposo echado en el
sofá, lo cubrió con una sábana blanca, le acomodó la
cabeza en una almohada pequeña, le dio un beso en la
frente y regresó a su cuarto. Ella no tenía sueño esa
noche, cogió su teléfono móvil y empezó a escribir
mensajes para Alex: “Me haces tanta falta, ojalá te alivies
pronto, amor”. Como la cantidad de palabras enviadas en
cada mensaje era limitada, decidió utilizar los métodos
tradicionales y, sirviéndose de su bella caligrafía, rasgó
una hoja de un viejo cuaderno de Yulisa, cogió una pluma,
abrió un frasco de tinta y dejó volar su imaginación:
SIN TI
En las noches de rocío
sentía el calor que incendiaba
mi cuerpo, las llamas ardientes
en la hoguera prehistórica de tu alma
me dejaban sin fuerzas,
mas tú no estabas allí

NUNCA MÁS
Nunca más volví a ver el rocío de la aurora,
la sonrisa en sus labios, la fragancia de sus besos,
ni la fuerza de sus tiernos abrazos.
Nunca más pude entregarme a otra persona realmente,
dejarme seducir por su encanto, jugar como niños traviesos,
ver la vida color de rosa.
Nunca más, nunca más,
nunca más fui feliz.

103
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Alex viajó a la ciudad de Medellín para recuperar


algunas de sus pertenencias y, de paso, despedirse de
algunas de las personas a quienes él apreciaba mucho.
La lista era más bien corta, pues sólo estaba en ella su
adorable vecina, María Isabel, y su tierna cheerleader y
bailarina de cabaré de ricos, Ariana.

María Isabel se había distanciado de Alex por miedo a


que su esposo comenzara a sospechar de ella. Sin
embargo, varias veces le había enviado algunos
mensajes a su teléfono móvil, y se pasó dos semanas
enteras observando por la ventada de su alcoba con la
esperanza de volver a verlo. Ella no deseaba olvidar el
incidente ocurrido anteriormente en su baño, donde la
presión del agua que salía del grifo los había unido a los
dos durante unos fugaces minutos. Además, su esposo
también había desaparecido de Medellín durante varias
semanas. Él le había dicho que estaría en unos
seminarios en Bogotá, pero ella se sorprendió al encontrar
una carta de una supuesta amante, pues las fechas de su
ausencia coincidían con las vacaciones a las que hacía
alusión la misma mujer que la había escrito.
María Isabel se alegró con la llamada en la que Alex la
avisaba de su llegada, aunque el muchacho no tuvo
tiempo de decirle que se iba a mudar. Cuando el camión
de mudanzas llegó a la urbanización, Alex no estaba,
María Isabel ojeó por la ventana de su habitación y, al ver
que los señores de la mudanza tocaban al timbre del
apartamento de Alex, se atribuló enormemente.

104
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

El suyo sonó al mismo tiempo, una coordinación


perfecta en los dos lugares; ella bajó como una loca con
los ojos empapados en lágrimas, y antes de abrir se los
secó.

La puerta se abre rápidamente, Alex mueve las manos


en signo de despedida, María Isabel se pega de su cuello
antes de que él pronuncie palabra alguna. Alex le retira
las manos, teme por su vida al encontrarse con esa mujer
comprometida que odia los adioses y que vive el
momento presente sin pensar en nada más. Ella lo
tranquiliza, su esposo tiene algunas conferencias en
Bogotá y no regresa antes de tres días, no da más
explicaciones y de un traspié lo tira a tierra, lo atrapa con
sus piernas, lo hace oler la fragancia de sus tiernos
senos, y le llena las orejas de saliva caliente. Alex le
vuelve a retirar las manos de su cuerpo, se levanta y se
aleja del apartamento.

Mientras tanto, Ariana regresaba del colegio y se


encontró con la sorpresa. Alex la había llamado varias
veces y, al no hallarla en casa, decidió dejarle a su madre
un regalo para ella, se trataba de un hermoso anillo de oro
para su ceremonia de graduación, que sería ese año, y un
cheque para que pagara el primer semestre en la
universidad privada que quisiera. Ariana se quedó muy
triste, su mundo se deshizo en un dos por tres, sus
sueños empezaban a derrumbarse, sabía que aquel
hombre de corazón de papel volaría con la brisa fresca de
la madrugada. Ella veía que sus ilusiones de Cenicienta

105
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

se desvanecían poquito a poco, y el príncipe azul de sus


sueños de niña no bailaría el vals de medianoche en la
fiesta de graduación. Le echó la culpa de su dolor a su
terco corazón, que se había enamorado de una estrella
fugaz sin conocerla.

Alex regresó a Bogotá y, con el dinero que le dieron de


la compra del pase, compró un apartamento para
regalárselo a su querida hermana, para que la pobre no
siguiera siendo la sirvienta de los demás. También la
ayudó a validar su bachillerato, y le abrió un salón de
belleza para que se entretuviera un poco, pues sabía que
le gustaba mucho esa clase de trabajo. Esperó el
momento oportuno para anunciarle la buena nueva, pues
deseaba entregarle el apartamento con todo ya instalado.
Al segundo mismo, él recibió una llamada de Pamela:
―Hola, hermanito, ¿cómo está?
―Bien Pamela ¿y tú, estás llorando?
―No, estoy bien. Sólo que ya no voy a trabajar más
aquí, buscaré una habitación para instalarme y conseguiré
otro empleo.
―Pero ¿qué pasó? ¿Tuviste problemas con ellos?
―No, creo que ya es el momento de cambiar y así es
mejor para todo el mundo.
―Pamela, mañana mismo voy a recogerte. ¿De
acuerdo? Y tranquila que no estás sola.

Al día siguiente, Alex estaba allí como había prometido,


sonrió al ver a su hermanita con un viejo bolso que había
conocido la Guerra de los Mil Días y una caja de cartón

106
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

que había encontrado en la distribuidora de comestibles


en un barrio del sur de Bogotá. Pamela se sorprendió al
ver el nuevo auto de Alex, al nuevo Alex, de hecho, pues
hacía mucho tiempo que no se habían visto. Se subió al
vehículo y él la llevó directamente al apartamento que le
acababa de comprar en la Candelaria, muy cerca de la
Plaza de Bolívar. Pamela estuvo a punto de morirse de un
patatús al ver ese lindo apartamento lleno de
electrodomésticos todavía empacados. Era la primera vez
que tenía una lavadora propia y recordó al instante los
duros momentos que había pasado su fallecida madre en
el río cuando restregaba la ropa a punta de manduco. Ella
lloró de felicidad y de tristeza también, pues su vieja ya no
formaba parte de aquel mundo para ver el lavaplatos
donde podría meter su vajilla de loza que reemplazaba las
cocas de totumo fabricadas por aquella ingeniosa mujer
cuando aún vivían en la finquita.
Luego, Pamela descubrió la nevera y se acordó de los
cientos de veces que habían tenido que comprar las
bolsas de hielo en las casas de aquellos vecinos pobres
con mucha plata. La reciente aspiradora no era la misma
vieja escoba de paja con la que barría el patio de barro
donde se paseaban las gallinas, ni el equipo de sonido
era la vieja radio de seis pilas a la que había que sacarle
la antena para una mejor recepción y en la que su padre
oía las noticias. Ella abrazó a su hermanito, le dio piquitos
por todo el cuerpo, jugó un rato con él y juntos olvidaron
las penas del pasado.

107
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Libardo fue el primero en llegar a casa, encontró la


carta escrita por Pamela, y de inmediato se puso a leerla
mientras se quitaba la corbata:

Deseo pedirles disculpas de antemano por no haber


tenido el coraje de despedirme de ustedes, pero creo que
así es mejor para todo el mundo. Desde que llegué a este
lindo hogar me sentí como en casa, pues ustedes
reemplazaron a mis seres queridos que me abandonaron
hace tiempo.
De todos aprendí mucho, desde el más pequeño hasta el
más grande; cada uno dejó huellas frescas en mi corazón
que no se borrarán siquiera con el paso del tiempo, pues
haré todo lo que esté a mi alcance para conservarlas
intactas. Siempre hay un final para todo, y pienso que me
llegó el momento de seguir con mi proyecto. Deseo
capacitarme, validar mi bachillerato y comenzar una
carrera corta. Les pido perdón por todo lo malo que haya
hecho, y si alguna vez, sin darme cuenta, ofendí a alguno
de ustedes, les ruego que me disculpen dos veces, ya que
siempre seguiré cometiendo errores, pues es intrínseco a
los seres humanos. Los quiero mucho. Con cariño, Pamela.

Libardo lloró al leer esa linda misiva, sabía que algo le


hacía falta, se sentía culpable de la huida de Pamela, no
podía negar que era él quien la había inducido a cometer
tal acto. Por querer calmar una pena con una fuerte
aspirina, se había provocado un cáncer que le consumía

108
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

el alma lentamente como un arma mortal, ya que no sólo


perdía a su discreta amante, sino que además, estaba
perdiendo por completo a la madre de sus dos criaturas y,
por ende, las riendas del hogar. Los niños regresaron de
la escuela, vieron a papá con los ojos llorosos, leyeron a
su vez la carta de Pamela, y en pocos segundos la sala
parecía un mar de llantos. Se percibían los gritos
desesperados en medio de ese diluvio de lágrimas
errantes, las miradas tristes se esquivaban con las
intermitencias de la luz, los recuerdos agridulces se
confundían entre la inquina y la melancolía al ver la
impotencia para comprender todo lo que había sucedido.

Minutos después, Karina salió de la oficina y se dirigió


a casa. Estaba toda colérica, pues no tenía noticias de
Alex, que había vuelto a desaparecer de la faz de la tierra,
como de costumbre. Ella ahora sólo veía a través de los
ojos de su joven, y lo único que le importaba en ese
momento era estar con él, tenía la libido alta y no sería su
marido el que apagara la hoguera que quemaba en su
interior. Los niños, al verla, se le tiraron encima, tenían
dificultades para expresarse, sus lenguas estaban
trabadas, pero sus ojos hablaban por ellos. Le dieron a
leer la carta, ella echó un vistazo y al enterarse de que se
trataba de la renuncia de Pamela, se llenó de coraje y
quiso minimizar lo sucedido; les dijo a todos que la vida
continuaba, que buscarían otra niñera y que, siendo una
decisión de Pamela, era necesario respetarla.

109
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Los niños la soltaron, no podían creer que mamá se


hubiese vuelto tan inhumana, que la misma que pasaba
horas enteras platicando con Pamela mientras tomaban el
café, ahora la desconociera de esa forma. Los dos se
fueron a sus respectivas alcobas, cerraron las puertas con
llave porque no deseaban dirigirle la palabra durante un
largo tiempo; además, colgaron sus etiquetas en la puerta
con la inscripción “Ocupado, por favor no molestar”.
Karina y Libardo seguían solos en la sala pero parecía
que no hubiese nadie, ni siquiera las moscas se movían
en ese recinto cerrado por dos voces afónicas. Karina
empezó a moverse de un lado a otro, trataba de ganar
tiempo, no sabía qué decir y presentía que Libardo le iba
a echar la culpa de todo lo sucedido, así que tomó la
delantera y quiso salirse por la tangente:
―Bueno, Libardo, tocará pagarle la liquidación a la
niñera, no quisiera que nos tratasen de abusones; ella
hizo un buen trabajo y merece que le paguemos su
salario, incluso el mes en curso, aunque no lo haya
terminado.
―Hablas de salario, ¡qué inocente eres, mujer!, no
siempre se puede pagar todo con plata. Hay daños que
no tienen precio, y aun con todo el dinero del mundo no
se pueden remediar. ¿No viste cómo estaban los niños?
¿O es que acaso te importan un comino tus propias
criaturas?
―¡No! ¡Un momento, por favor! ¡No vengas a mezclar
todo aquí! En esta historia hay un culpable, tú, lo sabes
muy bien.

110
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

―Claro, échame toda el agua sucia encima, tú eres


una santa, pero quisiera que me dijeras dónde andabas
cuando los niños ansiaban jugar en las playas de
Acapulco con su madre, el día en que Daniel se levantó a
medianoche con un fuerte dolor de estómago, las tantas
veces en que Yulisa tuvo pesadillas, sin contar las
interminables madrugadas cuando un esposo sediento
buscaba en los brazos de su esposa un poco de consuelo
para olvidar el estrés de la oficina, ¿dónde diablos
estabas?
―Libardo, si no hubieras hecho el amor con la niñera,
quizás ella estaría aún entre nosotros y los niños no
serían infelices; además, fuiste tú quien la contrató, no sé
por qué diablos confié en ti, siempre era yo quien las
escogía y nunca tuvimos problemas, pero una vez más
querías demostrarme que tú eras quien llevaba los
pantalones en la familia y es por eso por lo que nada
funciona ahora.
―Claro, claro, ¡ahí estás! ¡Pintada! Siempre respondes
a una pregunta con otra o a veces ni respondes, pero
quien esté libre de pecados… ¡que tire la primera piedra!

Libardo no esperó la respuesta de Karina, abrió la


puerta con fuerza y salió de la casa; el enfurecimiento lo
carcomía y las tribulaciones hacían flotar su alma. Karina
salió detrás de él, colérica porque la había dejado con la
palabra en la boca, pero al llegar al garaje, su automóvil
ya no estaba. Regresó a los dormitorios de los niños, vio
las tarjetas pegadas en la puerta, se dirigió derecho a su

111
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

alcoba y se encerró con llave. Sola en un rincón, Karina


lloró un buen rato y estuvo a punto de cuestionarse su
comportamiento, pero tenía sentimientos encontrados.
Aunque ella adoraba a sus hijos, el amor que sentía por
Alex aumentaba cada día.

En ese preciso instante, recordó las palabras escritas


en el viejo cuaderno del detenido en el pasillo de la
muerte en la Florida, el hijo de una de sus grandes
amigas. El mismo que no había podido perdonar a sus
progenitores por todo lo que había ocurrido en su vida de
rico miserable, esa vida en la que las riquezas no
alcanzaron a reemplazar el cariño y la atención que unos
padres ausentes, cegados por los malditos negocios, no
supieron darle.

Libardo dio vueltas por la ciudad sin rumbo fijo,


meditaba sobre las razones del fracaso de su hogar, pero
era incapaz de hallar con precisión el detonador de las
ráfagas de males que habían acabado con tantos años de
felicidad a cuentagotas. Todo ocurrió tan rápido como un
cáncer mezquino, más fuerte que un paro cardíaco, que
no da tiempo de sentir el golpe y el K.O. es inevitable. La
imagen de Pamela recobró vida en su imaginación.
Todavía estaban en Acapulco, en aquellas aguas
cristalinas cuya salinidad destruyó el microchip de sus
vidas reales, dejando el paso libre a la fuerte adrenalina
insidiosa que recorría sus cuerpos sin temor a ser
juzgados, pues la ocasión hace al ladrón. Los niños
dormían tranquilamente en los bungalows, después de

112
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

una jornada de mucha diversión, el cansancio había


terminado por vencerlos. Libardo y Pamela se habían ido
a tomar otro baño de medianoche después de algunos
cócteles con alcohol y un par de cervezas bien frías. La
luna nueva hacía de las suyas, las estrellas tímidas
habían abierto paso a las más coquetas de la noche. Ellos
se besaron en un guiño de las relucientes constelaciones
que sonreían discretamente en el firmamento. Pamela se
convirtió en una fiera salvaje.
Rápidamente, rasgó la camiseta de Libardo, le quitó el
pantaloncillo de baño y le dejó sentir el aire húmedo que
salía de su boca, limpiando de paso los pocos granos de
arena que quedaban en el cuerpo masculino. Libardo
cogió con las manos los dos nudos del traje de baño de
Pamela y al mismo tiempo desató con la boca el que
quedaba cubriendo sus senos, el vestido de baño de dos
piezas desapareció en unos segundos. Una nube incolora
cubrió la mitad de la luna, un par de sombras desnudas se
reflejaron en esa arena salvaje, dos gemidos agudos se
desplazaron con la brisa fresca de la radiante aurora y un
hombre versátil nació en ese mismo lugar.

Minutos más tarde, Alex llamó a Karina para pedirle


una explicación por lo sucedido con su hermana, pero ella
negó su responsabilidad en tal decisión y le dijo que
Pamela podía regresar cuando lo deseara, pues las
puertas de su casa siempre quedarían abiertas para ella y
también para él. Alex había cambiado mucho en los
últimos días, estaba más abierto a las mujeres, deseaba

113
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

complacerlas en todo lo que estuviese a su alcance, y le


propuso a Karina que fuera a verlo a esas horas de la
noche. Ella saltó de la cama como una loca, buscó en su
armario el vestido más sensual que formaba parte de su
colección de gala, no se puso ropa interior y se bañó en
los mejores perfumes que poseía. Como no deseaba
despertar a los niños, bajó las escalas lentamente, se
dirigió al garaje, no quiso coger su auto, y solicitó un taxi.
En el auto ella seguía arreglándose el sostén y el
maquillaje; el taxista se turbaba con el bello espectáculo
que observaba por el retrovisor, deliraba por culpa de la
mujer que tenía como pasajera y que camuflaba muy bien
sus pocas arrugas en su lindo traje de gala que, además,
la rejuvenecía unos cuantos años. Los minutos pasaban,
Karina se impacientaba y le pidió al conductor que
acelerara para llegar lo más rápido posible a esa cita tan
esperada. Cruzaron toda la ciudad y llegaron a un motel
en las afueras de Bogotá, ella le dio una cantidad de
dinero muy importante al conductor y le dejó unos cuantos
billetes de propina, pues él había arriesgado su vida al
conducir a más de cien kilómetros por hora tan sólo para
satisfacerla. En la recepción le dieron el número de la
habitación, ella no quiso esperar al ascensor y subió las
escaleras a la velocidad de un atleta. Dio tres golpes en la
puerta, nadie respondió, volvió a insistir dos veces más y
lo llamó a su teléfono móvil. Él estaba en la puerta de al
lado, se había cambiado por seguridad, pues le gustaba
jugar a que era el actor principal de una película de
espionaje, tal como las que veía diariamente.

114
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Karina entró y las lágrimas recorrieron sus mejillas, la


hilaridad era palpable, se sentía como una quinceañera
en sus primeros amoríos y quiso devorarlo con sus garras
de cóndor. Alex abrió una botella de coñac, sacó dos
copas del bar y le pasó una a su obstinada amante;
brindaron por el enésimo reencuentro en sus vidas y en
pocos minutos acabaron con la botella. Alex le hizo saber
a Karina lo que pensaba de aquella ambigua relación, él
no deseaba comprometerse con nadie y prefería decir la
verdad con respecto a sus sentimientos antes de que
fuese demasiado tarde; temía que aquel barco cambiara
de rumbo y se saliera de control.

Pamela, mientras tanto, le mandó un mensaje a


Libardo con una sola palabra de agradecimiento. Él se
alegró porque acababa de tener noticias de la única
persona que había sabido entenderlo en los momentos
más difíciles de su congestionada vida; la llamó de
inmediato y se propuso ir a buscarla para regularizar
algunas cuentas pendientes. Ella lo esperó en la Plaza de
Bolívar, él no estaba muy lejos de ese lugar, y en cuanto
llegó se subió al auto rápidamente por miedo a que viesen
al señor alcalde felizmente casado haciendo de las suyas
con una enamorada discreta.

Él la sacó de la ciudad, se dirigieron a las afueras y


encontró el único motel abierto donde quedaba una
habitación disponible. Pagó en efectivo, bajó la cara para
que no lo reconocieran y le dejó una buena propina al
recepcionista para que su visita no quedara registrada en

115
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

los cuadernos del prestigioso lugar. Luego se montaron


en el ascensor y se encaminaron a la habitación. Antes de
meter la llave en la cerradura, Libardo vio un arete en el
suelo y lo recogió pensando que Pamela podría haberlo
perdido; mas recordó al instante que ella nunca se ponía
nada en las orejas y se lo metió en el bolsillo del pantalón.
Pamela entró primero, miraba hacia todos los lados, era la
primera vez que iba a un lugar como ése y con un hombre
casado. Libardo la tranquilizó una vez más, abrió una
botella de coñac, pues era la bebida preferida del motel,
sirvió dos copas y le pasó una a su acompañante para
brindar por ese bello momento que se consumiría
lentamente en la penumbra de la noche.

Karina, mientras tanto, hacía demorar los preliminares,


no deseaba que la noche de su romance se diluyera tan
rápido como los buenos recuerdos de sus tantos años de
matrimonio. La inspiración estaba de su lado y quería ligar
a ese joven a su candente cuerpo insatisfecho, así que
utilizó todas sus artimañas y sus muchos años de
experiencia para ensogarlo como nunca, se llevaría como
trofeo las orejas de aquel toro rabioso que tanto la había
esquivado. Sin perder tiempo, Karina hizo que Alex la
penetrara primero con dulzura y que, poco a poco,
aumentara la violencia descarriada. La dulce anodinia
resplandeció en la silueta de esa mujer; el dolor se alejó
por completo de su cuerpo. El placer era el único invitado
a esa gran velada, y la sensación de satisfacción borraba
la violencia con la que le hacían el amor por vez primera.

116
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

A ella le fascinaba la furia de ese caballo salvaje, el brío


de esa bestia indomable y la fuerza de diez tigres
reunidos en un mismo cuerpo.

Mientras tanto, en otra habitación, Libardo comenzaba


a pasar la mano suavemente por el cuerpo erizado de
Pamela, mientras recordaba la primera vez que había
estado con una doncella, y se desahogó en sus tiernas
caricias. La intimidad ganó lugar en la nueva pareja, los
dos marcharon al compás del crepúsculo matutino y sus
afarolados órganos se pegaron una vez más con
reciedumbre.

El teléfono de la habitación de Karina sonó, Alex se


precipitó a contestar, sabía que la llamada provenía de la
recepción. “Señor Libardo, ya le suben la comida que
pidió, buen provecho y llámeme si necesita algo más”.
Karina también oyó la voz del recepcionista, Alex se
alarmó por lo ocurrido, pero ella lo calmó diciéndole que
se habían equivocado de habitación y siguió con su noche
de romance que no parecía tener fin.

Horas después, Libardo llevó a Pamela a su


apartamento y se dirigió a su casa. Al llegar, se dio cuenta
de que Karina no había entrado, se quitó la chaqueta y
dejó caer el arete que había encontrado en el motel, subió
precipitadamente al cuarto y recogió del suelo el segundo
arete que su esposa no había podido cerrar. Eran los
mismos pendientes que Libardo le había ofrecido a Karina
para festejar el primer año de matrimonio, cada uno tenía

117
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

un diamante muy valioso comprado en la joyería de un


primo suyo, y la mitad de un corazón grabado en cada
uno. Era mucha coincidencia, estaba convencido de la
infidelidad de su esposa durante todo ese tiempo, se
sintió menos culpable del fracaso de su vida matrimonial y
quiso jugar las mismas cartas que su mujer en esa baraja
trucada de la vida de la que siempre salía perdedor.

Libardo no quería irse del hogar, en principio, por sus


hijos, y luego porque la mitad de todo le pertenecía;
además, era él quien debía llevar los pantalones y por vez
primera deseaba con todas sus fuerzas tomar al toro por
los cuernos. Tocaba traer el barco que deambulaba en
alta mar a un puerto seguro, y ser de una vez para
siempre el único capitán. Se desvistió, se puso su pijama
y se acostó en el lugar que le correspondía en la cama;
aún tenía dos horas más de sueño antes de ir al trabajo y
programó su despertador.

Karina llegó una hora después, estaba ebria, cansada y


todavía tenía el olor de otro hombre impregnado en sus
partes íntimas. Enarcó las cejas al ver a su marido
dormido en su cama, creía que Libardo había decidido
irse definitivamente de casa, pero como no era el caso, lo
dejó tranquilo y se cubrió con un par de mantas gruesas
para que no la molestara. Los ronquidos retumbaban en el
dormitorio, y el calor entraba por los calados imaginarios
de las mentes de los ocupantes. De súbito, el despertador
se puso a sonar, Karina saltó del susto que produjo ese
ruido desagradable en sus delicados oídos y se enfureció:

118
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

―Ya no se puede dormir en esta casa tranquilamente.


―Disculpa cariño, pero el deber me llama.
―¿Y tú qué carajos haces en mi cama, Libardo?
―Cariño, te recuerdo que es la cama matrimonial, de
los dos, pues aún estamos casados.
―No me vuelvas a llamar cariño y deja tus ironías, que
te conozco tan bien como la palma de mi mano.
―Por supuesto, eres mi esposa, soy tu otra mitad,
¿recuerdas?, lo decías cuando comenzamos nuestra
relación.
―Pensé que había sido clara y concisa con respecto a
nuestra pareja, ¿no entiendes que ya no quiero vivir
contigo? Las cosas ya no funcionan entre nosotros.
―Entiendo perfectamente, pero amo a mis hijos y
como éste es nuestro hogar y la mayor parte del tiempo
he sido yo quien ha cuidado a los niños, no los
abandonaré. De todas formas, si no eres feliz aquí, sabes
que las puertas están abiertas, no me hagas recordarte el
número infinito de ausencias repetidas de la “dama” de
este hogar.
―Déjate de tonterías, Libardo. Si crees que hallarás en
mí la esclava sumisa que se queda en casa lavando la
ropa, planchando, haciendo todas las labores domésticas
y cuidando a los chiquillos, te equivocas rotundamente,
los tiempos han cambiado, ¡óyelo bien!
―No soy sordo, mujer. Pero quisiera que me dijeras
cuántos hombres soportarían todo lo que yo he aguantado
contigo. Estoy de acuerdo con la idea de compartir todo
en un hogar; siempre he rechazado el machismo y he

119
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

defendido a la mujer, pero tú te has salido de los cabales.


―No olvides, Libardo, que tu trabajo es en gran parte
la causa de todo esto, y si agregamos lo de tu historia con
Pamela, quedarías debiendo mucho en el infierno;
engañarme con mi propia trabajadora en mi casa, en mis
narices, eres muy bajo.
―Dime una cosa, Madre Teresa, quisiera saber dónde
están los aretes de diamantes que te regalé para el primer
año de aniversario, cuando nos amábamos con locura.
―¿Eh? ―Karina movió los hombros lentamente.
―¿Por qué no respondes? ¿Te comieron la lengua los
ratones, ahora?
―No sé, deben de estar guardados, pero ¿qué tiene
que ver esto en la discusión?
―¿Que qué tiene que ver esto en la discusión? ¿me
crees tonto, no? Mejor voy a prepararme, que se me hace
tarde.

Libardo se terminó de arreglar y salió de la habitación


sin decirle una palabra más a su esposa. Karina se quedó
confusa, buscó los pendientes en su cajita de maquillaje
pero no los encontró, y recordó que con la prisa que
llevaba la noche anterior los había podido coger sin darse
cuenta. Dio un giro de noventa grados y los vio en la
mesita de noche del lado de Libardo. Estaban al lado de
la tarjeta del motel al que había ido con Alex. Ella
entendió que la llamada de teléfono del recepcionista que
había recibido Alex sí era para su marido.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Los celos hicieron eco en esa habitación, ella sentía


que alguien jugaba su mismo juego y utilizaba las mismas
armas mortales para hacer daño a su adversario, las
cosas se le iban de las manos.
Los niños no tenían clases ese día y durmieron hasta
las once de la mañana; Karina les llevó el desayuno a la
cama. Ella había aplazado todas las reuniones del día,
porque quería cuidar a sus hijos para reconciliarse con
ellos, ya que debía tenerlos de su lado para contrarrestar
los posibles ataques de su marido. Ellos se sorprendieron
gratamente con esa actitud, era la primera vez en muchos
años que mamá jugaba su papel de madre tierna y
trataron de olvidar el suceso de la noche anterior.

Yulisa salió de su alcoba y fue a la de Daniel. Los tres


desayunaron tranquilamente; Karina dejaba ver su alegría
y hacía todo lo posible por recuperar el tiempo perdido y
sus miles de ausencias en el hogar por culpa de sus
caprichos de niña loca. Daniel propuso que jugaran los
tres en la PS2, las dos mujeres contra él, pero sería el
hombre quien escogería el juego. Obviamente,
comenzaron con un partido de fútbol, Daniel escogió el
equipo de sus sueños y Karina le propuso a Yulisa
escoger el nuevo club de Alex. Las dos mujeres
inexpertas en los juegos de consola hicieron el saque,
movieron al mismo tiempo todos los botones de la
manecilla de mando de juego y marcaron un gol contra su
propia arquería. Daniel se moría de risa al ver ese
hermoso autogol y, después de unos buenos segundos de

121
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

disfrute, les mostró cómo debían mover los comandos y


para qué servían los botones. El niño tuvo mucha
paciencia, no dudó en explicarles una y otra vez a las dos
mujeres cómo se jugaba y evitó burlarse de ellas por su
falta de pericia. En ese lúdico ambiente de cariño jugaron
un cuarto de hora más.

Yulisa propuso cambiar de juego y empezaron un


partido de tenis, pero a uno contra uno. Daniel ganó el
primer set, Yulisa el segundo y el tercero, pero el CD
ROM tuvo un problema y tuvieron que restaurar el
sistema. La niña ya no quiso jugar ―deseaba guardarse
para sí la victoria― y le pasó los comandos a su madre.
Karina trataba de hacer sus mejores pases sin ninguna
eficiencia, se veía que nunca se había tomado un minuto
para jugar con su chiquillo.
Daniel, por su parte, se sentía seguro al jugar contra un
rival menos pesado que él. Karina decidió no dejarle todas
las ventajas al pequeño y cambió de jugadora. Escogió un
personaje de más peso, que tenía en su carrera siete
títulos de Gran Slam: cuatro de Roland Garros, dos
Abiertos de EE. UU., un Abierto de Australia y, además,
una medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Atenas de
2004; era la belga número uno del mundo, Justine Henin.
Daniel no se quedó atrás y cambió a su vez de jugador:
en lugar de jugar con el suizo número uno mundial,
prefirió al español Rafael Nadal, que también había sido
número uno durante algún tiempo, pues le agradaba su
forma de juego.

122
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Karina hizo el saque y marcó los dos primeros puntos;


Daniel reaccionó e igualó, y el partido estuvo muy reñido
entre madre e hijo. Fue una bonita experiencia para
ambos, sobre todo porque a Daniel no le agradó perder
dos veces seguidas y, antes de verse derrotado, decidió
apagar la consola. Los tres se rieron largamente en esa
habitación donde aquella felicidad efímera deslumbraba
en cada pared.

Libardo aún estaba en la oficina, pero seguía pensando


en la bella noche de motel con Pamela, así que la llamó y
la invitó a cenar esa misma tarde. En su emisora preferida
sonó una linda canción, era David Pabón, quien cantaba
Aquel viejo motel, y esas palabras removieron sus
sentimientos. Poco le importaba ya lo que pudiera pensar
Karina.

Alex llegó al instante para ver si su hermanita había


tenido algún problema con los electrodomésticos nuevos,
pero todo parecía en orden. Él la encontró arreglándose
las uñas, ya se había cepillado el cabello y tenía un par de
hermosos vestidos de gala sobre la mesa del comedor.
Se sonrió al verla tan guapa, le hizo un par de bromas
tiernas, le dio un beso en la mejilla, sacó una manzana de
la nevera y salió del apartamento muerto de risa porque
recordó todos esos momentos en los que la timidez se
apoderaba de su hermana que llegó a pensar que algún
día terminaría su vida en un convento.

123
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

En el apartamento, Pamela siguió con sus preparativos


para la esperada cena con su hombre casado que, por
otra parte, no lo estaría por mucho tiempo, pues ella ya lo
había meditado, y estaba enteramente dispuesta a
arrebatárselo a la mujer que no merecía tener a su lado
una persona tan buena como su nuevo protegido.

Karina había terminado de jugar con los niños y llamó a


su jugador para invitarlo a cenar, era más bien un pretexto
para estar con él, pues las ganas de sentirse nuevamente
juvenil en los brazos de un joven aumentaban con el paso
de los minutos.

―¿Cómo estás, amor?


―Bien y ¿tú?
―Con muchas ganas de verte para…
―Para, sí, termina tu frase, mujer.
―Tú lo sabes, para devorarte en vida con mis dientes
afilados, te deseo mucho, ya no puedo estar sin ti, no sé
hasta cuándo voy a soportar esta relación.
―No sé, Karina. Creo que es mejor que dejemos las
cosas así, tú tienes una linda familia; no eches todo a
perder por culpa de un capricho tonto.
―¿Crees que lo que siento por ti sólo es un capricho?
Te quiero decir que nunca he estado tan segura de mis
sentimientos como lo estoy en estos momentos.
―¿Y tu esposo, y tus hijos, qué harías si se dieran
cuenta de lo nuestro?
―Me importa un carajo, sufro mucho con esto, pero ya
no quiero fingir; le pedí a Libardo que se fuera de casa.

124
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

―¿Y él qué dijo?


―No quiere irse, dice que también es su casa, que
aquí viven sus hijos y que se quedará pase lo que pase;
pero ha cambiado, ahora es él quien nunca está y llega
tarde todo el tiempo.
―Quizá tiene también una amiguita, ¿creías que te iba
a esperar todo el tiempo?; estoy más que seguro de que
ya le susurró al oído a su nueva amante. ¿No estás de
acuerdo conmigo, Karina?
―Yo no sé nada, pero si te llamé fue para invitarte a
cenar esta noche, aunque un poco tarde, porque debo
dormir a los niños.
―Sí, es mejor, pues yo también estaré un poco
ocupado a comienzos de la noche, me liberaré alrededor
de las diez, ¿te parece?
―Sí, sí, perfecto, pero yo invito esta noche, te mando
por SMS la dirección del restaurante, y no me dejes
esperando, parece que te fascina llegar tarde.
―Ok., trataré de llegar a tiempo, chao.
―Hasta luego, amor; y te deseo mucho, no lo olvides.

Yulisa estaba detrás de la puerta escuchando toda la


conversación de mamá con un hombre que no parecía ser
su padre. Empezaba a comprender las razones de las
ausencias de su madre, la excusa tonta que dio para no
acompañarlos a pasar unas cortas vacaciones a
Acapulco, las últimas disputas conyugales, las horas
interminables que pasaba en el teléfono encerrada en su
alcoba todo el tiempo, la reacción a la renuncia de

125
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Pamela. Ella era pequeña, pero sabía que la mente de


Karina estaba ocupaba, que tenía su pensamiento puesto
en otra persona que no era su papá. La estupenda familia
que había tenido se desintegraba poco a poco por culpa
del egoísmo de dos adultos que no pensaban en los
niños. De sus ojitos brotaron lágrimas en ese instante, su
corazoncito se partió en dos, una parte se fue con papá y
la otra con mamá. No deseaba que su madre tuviera que
cambiar de apellido y colocarse otro anillo en el dedo, no
se veía mudándose de casa cada quince días por
decisión de un juez de familia que le otorgaría la custodia
a uno de los dos padres. Tampoco se imaginaba
compartiendo el comedor con un celoso padrastro en una
casa y con una mala madrastra en la otra, tal como
sucedía en las películas que a diario veía en su DVD.
Mucho menos soportaría tener que pasar el resto de las
vacaciones sin sus dos seres queridos.

Yulisa no podía hacerse a la idea de tener que soportar


todo eso en sus pocos años de vida, y pensó en otros
niños con menos riquezas que ella, pero que vivían
felizmente con sus dos padres en la misma casa. La voz
de la abuelita Carlota el día en que le contó la última
historia sobre el niño que le mandaba las mismas cartitas
al niño Dios, volvió a sonar en sus tímpanos:

Érase una vez un niño muy pobre, quien todos los años en Navidad
escribía una carta al niño Dios pidiéndole los mismos regalitos. Nunca
le traían lo que había escrito en su media hoja, pero él lo aceptaba.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Aquel año, el infante decidió preguntarle a la madre por qué nunca el


niño Dios le hacía caso, pero la mamá no tenía respuestas. El niño
volvió a escribir su cartita; utilizó solamente un cuarto de hoja, pues era
suficiente para él. En la madrugada del 25 de diciembre abrió los ojos,
levantó la almohada y encontró un confite. Todo contento, corrió a la
puerta y vio su otro regalo: su padre había regresado a casa. Su madre
estaba con la sonrisa en los labios y los tres eran felices. Se convirtieron
en la familia más rica del barrio, pues estaban contentos con lo poco que
poseían.

Karina salió de su cuarto, pero no vio a Yulisa, quien


nuevamente se había encerrado en su alcoba con llave.
Bajó las escaleras y se puso a preparar la comida para los
dos niños. No sabía realmente que hacerles de comer,
pues había perdido por completo la costumbre de cocinar.
De pronto, vio un par de pizzas y las metió unos cuantos
minutos al horno, les regó un poco de queso italiano y les
puso unas rodajas de tomate casero; también sacó de la
nevera un par de jugos de mango y dos yogures como
postre. Prefirió llevarles la comida en una bandeja y
dejarlos que comieran en sus cuartos mientras veían la
tele tranquilamente.

Karina abrió primero el dormitorio de Daniel, que aún


no se había repuesto de la derrota frente a su madre y su
hermana, y permanecía con su consola de juego tratando
de superar su propio récord. Karina le dio un beso en la
cabeza y lo hizo comer en su mesita de noche. Luego se
dirigió a ver a Yulisa, pero la puerta estaba cerrada con

127
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

llave. Tocó nuevamente y la llamó con una voz dulce,


pues creía que la niña se había quedado dormida delante
de la tele, que seguía encendida. Yulisa resolvió abrirle a
Karina y volvió a sentarse en la alfombra a seguir viendo
su película. En ella, la protagonista era una niña que
odiaba a la madrastra porque deseaba que su madre
volviese. Karina se sorprendió al ver a su chiquita en esa
posición y quiso hacerla comer, pero todo era en vano, la
niña no tenía apetito ni tampoco deseaba hablar con
mamá.

―Mi cielo, mira la pizza que te traje, está deliciosa,


como te gusta, con bastante queso.
―No tengo hambre.
―Pero debes comer, es hora.
―No tengo apetito, pero déjala allí que me la comeré
cuando tenga hambre.
―Vale, como quieras, amor, pero se te va a enfriar y
no es muy buena recalentada.
―No importa.
―¿Qué tienes, Yulisa?
―Nada.
―Sí, sé que te pasa algo, pues hace un rato jugamos y
estabas contenta, dime lo que te ocurre.
―Ya te dije que no me pasa nada, estoy bien.
―No mi tesoro, no me puedes mentir, yo te parí, sé
que tienes algo y me lo vas a decir.
―¡No sé cómo debo hablar para que me entiendas!, no
tengo nada; no-ten-go na-da, ¿es mejor con sílabas?

128
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

―Si no tienes nada me gustaría saber por qué estás


llorando, amor. Vamos dime, no soy tu enemiga, soy tu
madre, puedes confiar en mí.
―No.
―¿No qué, Yulisa? Ven déjame acariciarte mi vida,
sabes que te quiero mucho.
―No, no es nada, mamá, sólo que estaba triste.
―Sí, amor es normal, todos pasamos por ahí y en
cualquier momento de debilidad nos dejamos afligir. Quizá
es el cansancio o no dormiste bien, pero come, te
acuestas temprano y verás que mañana te sentirás
mucho mejor.
―Sí.
―Come, mi tesoro. Te dejo solita y me llamas si
necesitas algo, voy a hablar con Daniel para ver si ya
comió, pues no quiere soltar la bendita consola.

Libardo, entretanto, recogió a Pamela en el mismo


lugar cerca de la Plaza de Bolívar y la llevó a uno de los
mejores restaurantes de la ciudad. Ella estaba más
sensual que nunca, su hermoso vestido escotado
resaltaba sus bellos atributos, poniendo de relieve la
belleza de la mujer costeña. El restaurante estaba lleno
esa noche, ellos tenían una reserva, lo cual facilitó la
organización de los camareros. Se sentaron en la mesa
correspondiente y comenzaron con el aperitivo.

La tormenta que venían anunciando hacía días


comenzó a caer sobre la ciudad, pero ni siquiera por eso
Karina se perdería esa velada especial que se había

129
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

prometido a sí misma junto con Alex. Le mandó el


mensaje con el nombre del restaurante y la dirección.
Media hora después, él llegó en un taxi para evitarse los
comentarios de los presentes y porque temía que lo
involucraran en rumores gratis con la señora del alcalde.
Karina, quien conocía a los socios del lugar, había
llamado diez minutos antes de llegar, pero aun así logró
que le reservaran la única mesa disponible que quedaba
en la sala VIP, bien alejada del bullicio de los clientes y
las carcajadas de las mujeres indiscretas que criticaban a
todos los que entraban por la puerta grande.

Alex llamó a Karina en cuanto llegó, ella envió a un


camarero a buscarlo a la entrada y lo trajo a la mesa; los
dos comenzaron con el aperitivo de la noche. El joven se
disculpó para ir a los servicios, pues en el momento de
descender del taxi, la tormenta se había dejado oír en la
ciudad con fuerza y su traje estaba mojado. Karina lo
siguió. En los baños, Alex se topó con la persona que
menos pensaba encontrar, era el mismo Libardo. Fingió
no verlo pero ya era tarde, el alcalde lo había divisado
desde lejos. Los dos se sorprendieron por aquel
encuentro inesperado, las miradas intentaron esquivarse,
las palabras se sepultaron en lo más profundo de sus
cajas torácicas, las preguntas se multiplicaron en la
imaginación de aquellos seres errantes, billones de
neuronas hicieron sinapsis en esos cerebros infieles, y
una ráfaga de sensaciones extrañas se apoderó del
recinto público.

130
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

―Hola, Alex, ¿cómo estás?


―Muy bien señor Libardo, y ¿usted?
―Bien, bien, gracias. Qué partidazo el del otro día, te
felicito por tu nuevo contrato en ese equipo de Bogotá. Sé
que tendrás un buen futuro en esa nueva institución.
―Gracias, señor Libardo. Qué pena que lo tenga que
dejar, pero tengo unas ganas enormes, discúlpeme.
―No hay problema, adelante, tranquilo, suerte.

Libardo regresó a la mesa y vio a Pamela sonriente,


estaba muy contenta en ese prestigioso restaurante
donde la trataban como a toda una dama de la alta
sociedad por vez primera en su vida desde que había
llegado a esa ciudad. Aún no habían pedido los entrantes,
pero Libardo deseaba irse de ese lugar antes de que Alex
lo viera con su hermana; claro que necesitaba una buena
excusa para salirse por la tangente sin dejar sospechas
en el aire. Pamela se arregló disimuladamente el sostén,
movió los hombros de una manera sensual, cogió su
bolsito de mano y se dirigió a los baños para terminar de
arreglarse el hermoso vestido con el que había peleado
toda la noche, pues estaba a punto de dejarla al
descubierto. Libardo se quedó sentado, comiéndose las
uñas, mientras la desesperación lo invadía.
En el interior de los baños, sus narices olfatearon un
perfume conocido; su mente volvió unos días atrás en el
pasado cuando, mientras estaba en su alcoba, su patrona
le había regalado un estuche con varias fragancias
francesas que aún no habían salido al mercado, y de

131
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

súbito la rabia se apoderó de su juvenil cuerpo. Se lavó


las manos con una espuma perfumada, se las frotó
profundamente, como si con su perfume quisiera ocultar
su traición. Mientras se las secaba, el perfume dio una
nueva oleada, como para hacer evidente una realidad
que, por mucho que todos intentaran escapar de ella, les
pegaba a todos en el rostro.

Karina esperaba el turno para utilizar el secador y, al


volverse Pamela, las dos quedaron frente a frente,
estupefactas. Karina no podía hablar, la sorpresa que se
llevó al encontrarse a su antigua niñera, a su actual
cuñada en privado y a su mejor ex compinche en las
tardes de café la dejó pasmada. Toda esa belleza reunida
en una misma figura provocó un ataque de celos
esquizofrénicos al recordar que un cuerpo mucho más
joven, casi virgen y más erótico que el suyo compartía
momentos interminables de placer y de sexo con su
marido. Las dos leonas salvajes, enjauladas en el recinto
de la vida, se miraban de reojo; sus corazones rugían de
rabia, sus garras se afilaban paulatinamente con el pasar
de los segundos, que parecían infinitos. Ambas defendían
el mismo territorio, pero sólo una saldría vencedora de
aquella guerra infernal en donde el azar las había metido.

Libardo no aguantaba más, comenzó a sudar, su


temperatura subió a más de cuarenta grados, se convirtió
en un niño indefenso atacado por un mal externo y no
sabía qué hacer.

132
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Pamela regresó del baño de mal humor, fingió una


indisposición para poder volver a casa, pero no dijo una
sola palabra acerca de lo sucedido. Libardo llamó al
camarero, pagó la cuenta de lo que habían pedido y los
dos salieron rápidamente del restaurante; llevó a Pamela
a casa para que se reposara y regresó a la suya de
inmediato.
Karina volvió a la mesa muy preocupada, se metió un
bocado, pero ya había perdido el apetito. Alex tampoco se
sentía cómodo en ese lugar y decidió irse. Karina insistió
en llevarlo a algún sitio, pero él prefirió coger un taxi y
desapareció de su vida por un buen tiempo.

Al entrar a su casa, Libardo sintió un ruido fuerte


proveniente de la habitación de Daniel, subió las
escaleras y fue a verificar. El niño todavía jugaba en su
consola, había comenzado una guerra y esperaba
terminarla antes de acostarse. No se sorprendió con la
inesperada visita de papá y siguió esparciéndose como si
nada. Libardo entró, le dio un beso en la frente y se sentó
a su lado para verlo divertirse. Le pidió que bajara un
poco el volumen y comenzó a acariciarlo mientras el
chiquillo se entretenía con sus únicos amigos en ese
tiempo de hostilidades entre sus padres, los juegos.

Cuando Karina llegó a casa, subió a su alcoba, se


desvistió y se metió en la cama. Una vez más, reflexionó y
entendió cuánto amaba realmente al padre de sus hijos.
Extrañaba los lindos momentos compartidos en familia, y
fue allí cuando tomó conciencia de todo.

133
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Luego pensó en la pequeña discusión con su niña y en


el momento inolvidable que había pasado con ellos
durante los enfrentamientos en los juegos de consola.
Trató de dormirse, pero los pensamientos eran muy
fuertes, y se daba golpes de pecho por lo que estaba
ocurriendo en su casa. Una familia casi destruida por
culpa de dos adultos irresponsables e inmaduros que no
pensaban en sus hijos. El sueño la venció pero, pocos
minutos después, se despertó asustada, pues había
tenido una pesadilla. Había visto a su marido ahorcándola
para castigarla por su infidelidad. En su sueño, Libardo
era un hombre locamente enamorado, capaz de quitarse
la vida para seguir a su esposa al mismísimo infierno. Ella
recordó la promesa que se habían jurado el día de su
matrimonio: “Hasta que la muerte nos separe”.
Karina pegó un grito al recordar algunas frases del
maldito cuaderno de aquel joven en la Florida, y temía
que volviese a ocurrir lo mismo con su propia familia;
parecía que el espejo cóncavo ahora dejaba ver su fugaz
imagen:
Nunca he deseado que mis padres se den golpes de pecho
por lo que ocurrió conmigo, de todas maneras pienso que los
dos están convencidos de haber hecho lo mejor que podían,
pues no creo que haya recetas mágicas acerca de cómo educar
bien a un hijo.
Me dieron todo lo que estuvo a su alcance, me libraron del
hambre, del frío; me vistieron cuando estuve desnudo, me
visitaron cuando me enfermé, aunque no era eso lo que yo
más necesitaba.

134
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Tan sólo la lectura de un cuento antes de dormirme


cuando aún imaginaba cosas en mi mente como cualquier
chiquillo, me hubiese alegrado el alma enormemente; un
tierno beso en la mañana acompañado de un “te quiero”,
habría despertado las ganas de amar tempranamente. O,
incluso, una tierna palabra de felicitación por haber sacado
una buena nota en la escuela, hubiese labrado un mejor
destino.

Bueno, creo que ahora es el momento de comenzar


con mi historia. ¿Y si habláramos un poco de aquel
personaje que ha contado tanto en mi vida, de la única
persona que me ha hecho delirar en mis momentos de
cordura, de aquella que supo hacerme sentir mujer
cuando yo estaba perdida, que me mostró las
constelaciones del corazón en un cielo nublado, y que
no me hizo reír con sus mentiras, sino llorar con sus
verdades?
Todo surgió de la Nada. Sí, yo no me lo esperaba
realmente. Estaba en la oficina, eran las cinco de la
tarde, y el mensajero acababa de llegar con los últimos
paquetes de la jornada. Había una docena de
manuscritos, todos estaban en francés, al menos eso
pensaba yo. Cada sobre pesaba una tonelada, unas
cuatrocientas páginas de promedio, mucha cháchara
plasmada en esas hojas, se podían resumir a la mitad y
quedaría lo esencial.

135
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Empecé a rasgarlos con mucho cuidado uno por uno,


quería ver los títulos, ninguno me llamaba la atención.
De todas formas no era mi trabajo, tenía un grupo de
lectura que los analizaría detalladamente.
Ya iba por el séptimo, cuando un sobre pequeño
saltó a mis ojos, lo abrí. A duras penas superaba las
cien páginas, sabía que no pasaría la primera prueba
de mi querido comité de lectura que leía solamente los
originales que superaran las ciento cincuenta. Ese
manuscrito no tenía título, sólo un gran signo de
interrogación y un pseudónimo; cada página estaba
escrita por los dos lados, un verdadero ecologista de
las palabras, no había numeración, era algo raro.
Cualquier editor lo hubiera dejado a un lado sin mirar,
pero me dije que el autor sabía muy bien lo que hacía.
Estaba escrito en castellano, me sorprendió mucho, lo
saqué del paquete, lo metí en mi bolso de mano bien
doblado, me lo llevé para casa, tenía un fin de semana
para leerlo, estaba escrito en mi lengua materna.

Esa misma noche vi a mi esposo en un taxi con los


mismos amigos del casino, los alcahuetes de sus
travesuras de gran chiquillo: a sus sesenta años, aún le
daba por enamorar a jovencitas que podían ser sus
nietas, sin sus pastillitas de viagra no se movía ni su
espíritu; estábamos meses enteros sin tener relaciones
sexuales, siempre se sentía cansado. Su genio
empeoraba con el pasar de los años, el olor a tabaco

136
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

impregnado en su alma me resultaba nauseabundo,


renegaba todo el tiempo, nada le apetecía, los juegos
de azar se convirtieron en sus fieles compañeros.

Al llegar a casa, tomé un baño caliente y eché en la


bañera unas esencias nuevas que me acababan de
regalar algunas amigas del nuevo club al que asistía.
Me bebí algunas copas de champán bien frío, porque
anhelaba poder refrescar mi cuerpo; me sentía
envejecer, no sabía cómo remediarlo, y el bendito tren
de la vida se llevaba mis preciosos años de fresca
adolescente.

En París, todo se volvía una rutina, las cosas no


cambiaban en absoluto, lo único diferente allí eran las
estaciones, y eso que no estoy realmente segura de si
había cuatro, pues entre el invierno y la primavera
ocurría algo raro, me parecía que hacía frío todo el
tiempo.
Yo casi nunca veía televisión, aunque pagara un
bendito impuesto más por ese servicio en el que las
noticias eran las mismas, pues se le daba más
importancia a los movimientos en falso del rey de aquel
juego de ajedrez que a los peones que conformábamos
ese tablero de la linda Francia, con casillas claras y
oscuras. Los caballos, las torres, los alfiles: todos
quedaban en el olvido y, aunque parezca extraño, no
solamente los esplendorosos castillos eran antiguos,

137
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

sino también las mentes de muchos


pseudointelectuales. De pronto me dio un hambre
canina, pero no me sentía con ganas de cocinar.
Entonces cogí el teléfono y pedí una pizza hawaiana,
llena de trozos de piña. Luego salí del baño y fui a mi
alcoba a prepararme. Diez minutos después, alguien
tocó a la puerta; tuve el reflejo de cubrirme con el
pegnoir rojo que estaba en la cabecera y fui a abrir.
No sé realmente las razones, pero algo se
estremeció en mi interior, una clase de fuerza
desconocida. Sentí que un fuerte calor recorría toda mi
alma, mis dos cuerpos cavernosos se debilitaban, mi
clítoris se humedecía como si el contacto con el
algodón produjera chispas, mis piernas temblaban y
mis manos sudaban con el pasar de los segundos.

Abrí los ojos, un corpulento cuerpo los encandiló,


veía burbujas de amor, todo parecía tan irreal que
quedé pasmada. El chico de la pizza me entregó el
pedido, me mostró el recibo, diez euros con el IVA,
busqué mi bolso de mano, sólo tenía un billete de
cincuenta. Se lo metí en las manos, le pedí que
guardara la propina, sonrió nuevamente, cerró la puerta
y se marchó.
Inhalé profundamente el poco aire de realidad que
quedaba en ese recinto y pensé en los primeros años
vividos con mi esposo, cuando mi cuerpo aún tenía
importancia para él. Abrí el cartón de la pizza y empecé

138
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

a morderla pensando en ese joven; tenía la sensación


de que cada pedazo de piña eran sus dulces dedos que
se metían en mi boca, rozando mis labios. Me
imaginaba que quizá él mismo la hubiera podido hacer,
pues sentía que sus huellas digitales permanecían
intactas en la harina que había servido de materia
prima para la elaboración de esa deliciosa pizza.
¿Cómo se llama, dónde vive? Eran tantas las preguntas
que me carcomían por dentro que hubiera dado todo
con tal de que ese desconocido que perturbaba mi
destino se convirtiera en mi acompañante sexual esa
noche de delirios…

De repente lo vi allí recostado sobre el marco de la


puerta, diciendo que se había equivocado de pedido y
que debía devolver la pizza. Entró y enseguida dejé de
controlar mis emociones y seguí los instintos de la
pasión. Lo agarré del cabello, le quité el suéter pegado
al cuerpo que hacía destacar sus increíbles pectorales
y me colgué de su cuello como la pequeña que se
alegra al ver a su padre desaparecido después de unos
largos años.

No le di tiempo de que se diera cuenta de lo que


ocurría, era como si estuviera atrapado en una
tormenta de sensaciones fuertes; lo besé con fuerza y
me pegué a sus labios, mientras mi lengua jugaba al
gato y al ratón con la suya. Sus blancos dientes se

139
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

humedecían con mi saliva, el contacto de nuestras


encías me sacudía por dentro, me daba escalofríos a
pesar de la calefacción que había en la habitación.
Él miraba su reloj, pues tenía un tiempo estipulado
para cada pedido, yo se lo quité: deseaba que esa
aventura fuera inolvidable e interminable. Dejar pasar
los minutos sin pensar en el correr de la noche era lo
único que me importaba, no había lugar para el resto en
ese lapso.
En un momento, el joven me despojó de mi bata de
dormir, me dejó al descubierto, y comenzó a besarme
los beligerantes pezones de las mil guerras. Me hizo
sentir como una bisoña en el bello arte del sexo a pesar
de mis tantas primaveras, pero me gustaba tanto que
me convertí en una mujer permisiva, y observé ese
lindo espectáculo de circo como una niña sonriente
durante varios minutos.

Salí corriendo a la cocina, abrí la nevera, saqué un


par de yogures y los puse en el piso al lado del sofá
cama en donde nos revolcamos como cerdos sedientos
en las aguas negras del charco del erotismo. También
lo despojé de sus interiores, su olor a macho me
excitaba profundamente, y lo olfateaba como perro
cazador buscando el punto culminante que
desencadenaría la lluvia de orgasmos en mi insaciable
cuerpo. Cogí uno de los dos yogures, lo destapé, metí
mis dedos dentro del tarro y, como toda una arquitecta,

140
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

comencé a trazar una línea vertical desde el cuello


hasta el ombligo, y oculté mis huellas dejando una capa
bien espesa de ese producto. El joven se retorcía con el
contacto de mis dedos, mis uñas lo dejaban extenuado,
pero sediento. Luego pasé mi lengua dulcemente por
cada centímetro en esa carretera sensual hasta llegar
al hueco dejado por la partera el día de su primer llanto,
cuando le cortaron el cordón umbilical. No quería
quedarme a la mitad del camino, entonces proseguí con
mi trazado en diagonal y hacía zigzag cada vez que
encontraba un obstáculo que me impidiera seguir con
mi trabajo. Oí un fuerte gemido cuando le derramé un
poco de yogur en su badén, y empecé a limpiar con mi
lengua hirviente el cauce empedrado que había en esa
carretera y que daba paso a un corto caudal de aguas
diáfanas…
La pizza se cayó de mis manos, moví las pestañas,
supe que mi mente había delirado, el joven ya no
estaba allí, otros clientes también lo esperaban. Esa
noche no pude dormir tranquilamente, me masturbé
pensando sólo en su cuerpo, pues su rostro había
desparecido de mi imaginación. Me hubiesen hecho
falta unos minutos más para poder grabar su imagen en
mi memoria, pero se eclipsó entre la multitud tan rápido
como todos los vendedores de pizza en esta ciudad
donde la gente corre a la velocidad de la luz y donde no
hay cabida a la depresión debido al agitado tren de vida
de sus moradores.

141
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Al día siguiente volví al trabajo, había pasado la


noche en vela y no me sentía en forma. Mi capacidad
de concentración era reducida, mi genio se había
ablandado, no soportaba nada; realmente estaba hecha
un manojo de nervios. Mi secretaria me había dejado
sobre el escritorio de la oficina una docena de
documentos que yo debía firmar. Ni siquiera los leí, y
puse mi rúbrica sobre cada uno a la velocidad de un
tren. Me bebí un vaso de agua helada, levanté la
cabeza del escritorio, pero el sueño era tan fuerte que
me hacía cabecear. No me sentía con ánimos de nada,
cada minuto observaba el péndulo del reloj que tomaba
su tiempo y no avanzaba realmente. A mediodía, le dije
a mi secretaria que no me sentía bien y que no iría a la
oficina por la tarde, y me fui a casa a descansar.

Al llegar, me quité los tacones, subí al cuarto y me


eché en la cama con la ropa puesta. Dormí durante
cuatro interminables horas, estaba sonámbula,
reconocía cada sitio de la casa por instinto, tomé una
ducha bien fría para despertarme de una vez. A eso de
las seis de la tarde, una idea me iluminó la mente, salí
corriendo a la cocina a buscar el tíquet que había traído
el joven de la pizzería. Pero no tuve suerte, mi marido
había tirado los restos de la pizza y la caja a la basura.
Fui a buscarla al contenedor, pero el camión
recolector ya había pasado. Me acerqué al directorio
telefónico, lo abrí en las páginas amarillas donde

142
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

aparecían las mejores pizzerías de París, y encontré al


menos un centenar en las primeras cinco páginas. La
misión imposible era llamar a cada uno de esos
números para ver si por casualidad alguien había
registrado mi pedido gracias a mi dirección. Pero la
pregunta que me vino a la mente era sencilla, debía
saber cuál de los repartidores había traído mi pedido,
pero aún peor: cómo iba a hacer para que me dieran la
descripción de cada uno de ellos. Enseguida encendí
mi ordenador y comencé mi búsqueda un poco más
amplia sobre todos los sitios de París, incluyendo las
afueras. No podía permitirme descartar ningún local,
pues ese joven podría ser uno de tantos estudiantes
que son pagados por horas y a veces sin ninguna clase
de contrato. Cogí el teléfono e hice alrededor de
doscientas llamadas a diferentes sitios sin ninguna
suerte, era como si a ese joven se lo hubiese tragado la
mismísima tierra.
Mi marido llegó al instante, me vio postrada en el
sofá con la bata de dormir. Se sorprendió mucho, pues
él no se esperaba verme en casa tan temprano, y notó
algo raro en mi actitud. Lo tranquilicé diciéndole que
sólo era un poco de cansancio, pues no había podido
dormir correctamente la noche anterior. Él estaba
diferente esa tarde, de buen humor, hizo bromas
durante media hora, me acarició las plantas de los pies,
me abrazó fuertemente, me cogió en sus brazos por
vez primera en tres años y luego se fue al baño.

143
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Al ponerse de pie mi marido había dejado caer un


sobre rojo, era un preservativo, mejor dicho, sólo era el
sobre que lo había contenido, como si lo acabara de
utilizar y como si fuera un hombre muy limpio, metió la
basura en su bolsillo para tirarlo luego al cubo. O quizá
era la mujer con la que acababa de estar que se lo
había metido en el bolsillo del pantalón discretamente
como prueba de su traición. De joven, yo también hacía
cosas infantiles como llenar el cuello de la camisa de
mis amantes de pintalabios, una especie de marca del
zorro, o les mordía los labios, o simplemente les dejaba
algunos morados en el pecho para que las esposas
supieran la clase de hombres infieles con los que se
habían casado.

Ya había pasado una semana desde el suceso con el


repartidor de pizzas. Esa noche, como cosa rara, no me
apetecía comer en restaurantes ni cocinar en casa, así
que ordené una pizza a domicilio.

El joven llegó con mi pedido, le pagué, se fue y no


dejó ninguna imagen en mí, ¡nada qué ver con el chico
desconocido de mis deseos! Me serví un vaso de jugo
de naranja y me partí un buen pedazo de pizza. De
repente, recordé el manuscrito que había traído de mi
oficina algunos días antes, lo busqué y empecé la
lectura mientras comía en el sofá.

144
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

El primer párrafo me sorprendió, pero yo no quería


juzgar un libro por su portada, fui más lejos en mi
lectura sin ningún prejuicio. Yo había vivido mucho
tiempo en Bogotá, conocía esa ciudad como la palma
de mi mano. La historia del libro se situaba entre dos
países: Colombia y Estados Unidos. Todo estaba
narrado en primera persona pero, al leer varias
páginas, me di cuenta de que la protagonista de la
fantástica historia era realmente su propia mujer, a la
que él había asesinado.

La primera frase dejaba pensar en un típico thriller


americano, pero con el correr de las páginas me di
cuenta de que se trataba de un monólogo interior, ante
todo, una hermosa declaración de amor. En su
discurso, el personaje se sumerge en su mundo
remontando el tiempo, recuerda las dificultades que
tuvo cuando era niño, sus pericias de adolescente y los
factores del círculo social que habían marcado su vida
de adulto.
Esa falta de cariño, esos deseos de independizarse
lo más pronto posible del nudo familiar, de tomar sus
propias decisiones y de salir adelante valiéndose de
sus propios medios; pero sobre todo el verdadero amor,
esa dedicación y esa lucha interminable por vivir el
resto de sus días con la única mujer a la que él había
amado de veras.

145
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

El manuscrito estaba bien tejido, tal como las blusas


de lana hiladas por las abuelas; el vocabulario era
sencillo, pero cargado de mucho significado en cada
línea. Esa misma noche leí la mitad del libro, me dejó
una sensación diferente, hacía lustros que no había
sentido esa cosa rara al leer cientos de trabajos de mis
grandes autores.

La mayoría de mis escritores, todos reconocidos,


siguen escribiendo porque tienen un contrato que
cumplir con la editorial y porque es realmente el nombre
el que vende los libros. En el fondo, a mí no me
incomoda esta situación, pues esto es una empresa y
debe ser rentable para pagar a los empleados, el costo
de la producción, los impuestos, pero además, para
poder editar las obras de escritores noveles.

He leído las críticas de muchos lectores sobre la


decisión de publicar tal o cual libro. Reconozco que en
muchas ocasiones no publico un libro que haya
recomendado mi comité de lectura por sus cualidades
literarias, sino porque está escrito por una personalidad
y eso se vende; la mayoría son políticos, otros del show
biz, y así funciona esto. Muchas veces, no son los
mismos autores quienes escriben sus libros, sino que
se sirven de un literato, de un escritor en la penumbra,
de un nègre literato, como se los llama en Francia, pero
qué importa si son artistas y ya tienen un público que

146
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

los va a leer, y en consecuencia, los va a apoyar


comprando sus libros. También debo decir que muchas
veces me ha tocado rechazar manuscritos de autores
que ya habían sido publicados por mi editorial porque
no me gustaban nada, no había estilo, o simplemente
todo estaba escrito con una ligereza semejante a la del
pintor que pasa su pincel sin ninguna fuerza y deja en
la tela trazados muy superficiales. Considero que debe
haber un respeto hacia aquel que se toma el trabajo de
leer un libro de su escritor favorito y si bien es cierto
que nunca encontrará lo mismo en dos libros escritos
por la misma persona, al menos, debería quedar
satisfecho de haberlo leído, aunque no disfute lo mismo
con uno que con otro. Con el tiempo me he convertido
en la primera lectora insaciable de mis escritores
famosos y si hay alguna duda en alguno de esos
manuscritos, lo consulto con mi equipo de trabajo y con
el autor, obviamente... pero no estamos aquí para
filosofar.

Bueno, al día siguiente, no quise hablar con mi


comité de lectura sobre el manuscrito que estaba
leyendo, pues quería ser la primera en conocer la
historia de principio a fin. En el trabajo me dieron dos
libros para que los viera, pues ellos tenían una pequeña
duda sobre el verdadero mensaje codificado que había
en cada uno, los cogí y los metí en mi portafolio para
leerlos en casa.

147
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Al llegar, quise entrar en esas líneas pero,


inexplicablemente, no fui capaz. Abrí la primera página
del segundo y yo habría dicho que los dos fueron
escritos por la misma persona, pero en cada uno de
ellos sólo figuraba el pseudónimo, para ocultar el
nombre del autor.

No me dieron ganas de seguir leyendo esas palabras


y retomé el manuscrito del desconocido. Comencé
nuevamente a leerlo desde la primera página, esto me
tranquilizaba, me hacía sentir mejor, y hasta llegué a
olvidar mis infortunios, aunque fuera por unos escasos
momentos. Cada frase que leía me hacía pensar que el
narrador estaba frente a mí, sentado en una silla
clavada en ese pasillo de la muerte, haciendo su
confesión, aun siendo yo para él una perfecta
desconocida. El autor parecía haber escrito ese texto
con tal serenidad y confianza en sí mismo que sus
palabras transmitían la seguridad de ser verdades
irrefutables. La curiosidad por saber quién era la
persona que había podido escribir ese trabajo se instaló
en mi cuerpo; sentía su energía en mí, como si su
mente tuviera con la mía una conexión directa, era
como si la fuerza de un imán nos uniera.
Horas más tarde, me dio hambre y pedí una pizza
nuevamente; ya empezaba a coger algunos quilitos con
toda esa harina en mi cuerpo, me había convertido en
una verdadera italiana y conocía tal variedad de pizzas

148
¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

que hubiese podido escribir un libro sobre cada una de


ellas. Algunos minutos después, sonó el timbre de la
casa… mi pedido. Era una joven esta vez quien había
traído la pizza. Aproveché para hablar un par de
minutos con ella sobre su oficio. Al principio, ella estaba
un poco reticente, pues tenía que respetar el timing
para cada entrega que le había asignado su patrón.

Yo la convencí, le di de propina el equivalente de una


semana de trabajo, la enseñé a mentir explicándole que
podía decir que su motocicleta se había pinchado, le
causó mucha risa mi proposición, pero terminó por
aceptarla. Le ofrecí algo de beber y una porción de
pizza, lo cual rechazó categóricamente, pues era su
cotidiano y estaba saciada de comer siempre lo que
hacía; en casa de herrero cuchillo de palo, pensé en
ese momento.

Me pidió un café bien caliente para acompañarme


mientras me comía mi pizza. La interrogué sobre su
vida, sobre la forma de contrato, sobre el trabajo en sí y
sobre los hombres que trabajaban con ella. Quería
saberlo todo sobre los portadores a domicilio para ver si
por casualidad encontraba una aguja en un saco de
harina, me fascinaban los desafíos y por eso me
obstinaba en lograrlo a cualquier precio. Me pareció
muy interesante la charla que tuve con esa jovencita,
las confesiones que me hizo, la manera en que los

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

jóvenes como ella tenían que ganarse el pan de cada


día y la forma en que muchos patrones los explotaban
―ocultos siempre detrás de papeles en apariencia
legales―, en lo que conformaba un método moderno
de esclavitud. Ellos siempre hallaban ―y seguirían
encontrando― conejillos de indias para sus
experimentos y hormigas extranjeras para construir sus
palacios. La joven se sorprendió cuando le pregunté si
le interesaría escribir un libro sobre su “linda” profesión
y sobre los misterios de la cadena de producción de la
pizza; acerca de los orígenes, la diversidad de sabores
y el público variado que militaba en las filas de
devoradores de pizza. Me respondió que no era lo suyo
la escritura, que eso era cosa de intelectuales; no quise
contradecirla, aunque tampoco le dije quién era yo
realmente.

El día siguiente, volví a ver a mi querido marido en


compañía de sus amigos, no paraban de jugar en el
casino, ese bendito juego se había convertido en una
droga para él. Gastaba cantidades incalculables de
dinero y cuando yo intentaba hacerlo caer en razón, se
enojaba conmigo. En todos los establecimientos pedían
un documento de identidad para identificar a los
clientes que formaban parte de la lista negra de
personas con acceso restringido en el juego, pero él se
las arreglaba siempre para entrar.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

El otro día, cuando yo salía de la oficina a mediodía,


me pareció ver al joven misterioso conduciendo su
motocicleta. Quise llamarlo, pero iba tan rápido que mis
gritos se perdieron entre los ruidos de los vehículos y el
trajín de la multitud. La duda se apoderó nuevamente
de mí, pero en lo más profundo, algo me decía que
aquel joven era la misma persona que me había hecho
delirar en esas últimas semanas.
Y desde ese día, me juré pedir una pizza a domicilio
todas las noches, a la espera de que la ruleta de la
suerte me favoreciera: tarde o temprano tenía que
volver a verlo. Esa misma tarde regresé pronto a casa,
lo primero que hice fue pedir mi pizza, y solicité que me
la trajeran una hora después para que estuviese aún
caliente cuando terminara mi ducha.
Pero en vez de ir al baño, me dispuse a continuar
con la lectura del manuscrito misterioso que me
gustaba tanto que deseaba terminarlo de una vez. El
repartidor llegó a la hora indicada, salí corriendo como
los niños que aguardaban a Santa Claus por la
chimenea, pero no era la persona que quería ver,
pagué el pedido y no dejé propina, me estaba cansando
de tanto aguantar en vano, aunque no quería perder las
esperanzas.
Ya había leído más de la mitad del manuscrito. Una
sensación extraña recorrió todo mi cuerpo, muchos
pasajes eróticos me habían puesto la piel de gallina.
Deseaba saber quién era su autor, pero no habían

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

puesto ningún número de teléfono, ni mucho menos


una dirección, solamente un correo electrónico. No
sabía de qué ciudad lo habían enviado, pues no tenía
sello postal, alguien lo habría dejado en el buzón de
correo de la editorial, entonces supuse que debía de
ser de París.

Pensé varias veces en la posibilidad de hablar con mi


grupo de lectura antes de contactar directamente con el
escritor del libro, pero al mismo tiempo quería conocerlo
en secreto, no deseaba que mi esposo se diera cuenta
de la publicación de un nuevo escritor por el que yo
empezaba a simpatizar aun sin conocerlo. Había una
sola cosa que me preocupaba y era el hecho de que
quizá el autor fuese una mujer. Muchas autoras se
meten fácilmente en la piel de un hombre e incluso
llegan a apropiarse tanto de los personajes masculinos
que encarnan, que los lectores terminan por creer que
son hombres quienes escriben todo lo que se plasma
allí.

Pero luego recapacité y me dije que no podía ser una


mujer, pues el narrador se había delatado en algunos
de sus pasajes eróticos, sólo un hombre puede conocer
tan bien las partes más íntimas de otro hombre, sus
gestos, e incluso la manera de simular sus orgasmos.
Pero el vaivén volvía cuando pensaba en otros pasajes
en los que el narrador describía con tanta exactitud los

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

orgasmos de su mujer y las eyaculaciones femeninas.


A menos que él fuera un ginecólogo o sexólogo, no era
posible que conociera a la perfección no sólo la
anatomía de una mujer, sino también el
comportamiento femenino. Tocaba tomar una decisión
y me atreví a dar el primer paso.
Entré en Internet y me inventé varias cuentas ficticias
en Hotmail, en Gmail y en Yahoo. Comencé a enviarle
mensajes haciéndome pasar por una animadora sexual
y en las otras cuentas jugué el papel de aquella mujer
con todas las características necesarias para hacer
sucumbir a su media naranja.

Confieso que tuve mucha dificultad para escribir mis


primeros mensajes. Tenía que entablar una relación de
amistad un poco ambigua, no podía hablar mucho de
mí, tampoco era conveniente que le hiciera muchas
preguntas de entrada porque eso podría irritarlo. De
ninguna manera debía darle a entender que lo conocía
gracias a su manuscrito, la palabra editorial no
aparecería en ninguno de mis mensajes.
Recuerdo el primer correo electrónico que le mandé.
Yo fui la primera sorprendida con mi pequeño
telegrama: “Hola…” No había nada más en el mensaje,
sólo una palabra en el objeto, en el encabezamiento del
email. Me decía a mí misma que difícilmente él
contestaría a un mensaje que tuviera una sola palabra.
Esperé un día, no había siquiera señales de humo.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Quizá él lo había visto pero no deseaba responder, o


tal vez estaba muy ocupado escribiendo otros libros y
no había tenido tiempo de consultar su correo
electrónico. Pasaron dos días más, y de aquello nada.
El silencio seguía reinando en esa relación unilateral,
yo era la única responsable de mi fracaso.

Me pasó por la mente escribirle directamente desde


mi correo profesional y salir de la duda de una vez para
siempre, pero no lo creí adecuado y seguí con mi
espectacular plan B.

Le escribí un segundo mensaje desde mi otra cuenta


de animadora sexual: “Hola, cariño, ¿qué haces esta
noche? Mi cuerpo hierve con las altas temperaturas
tropicales de mi imaginación.” Estaba que me moría de
risa al enviar ese mensaje erótico, sabía que de
trabajadora sexual no me ganaría la vida, no tenía esas
cualidades.

Me imaginé que no prestaría atención a mi mensaje,


creería que se trataba de un spam y lo echaría
directamente a los correos no deseados o a la basura.
Me fui a dormir, estaba rendida y no quería seguir
delante del ordenador. A las dos de la mañana, un
fuerte ruido despertó mis oídos: era el bendito aparato
recordándome que tenía un nuevo mensaje, había
dejado el volumen encendido después de saturar mis
tímpanos escuchando mi música favorita.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Abrí un ojo, encendí la lámpara de mi mesita de


noche, vi que aún no había amanecido y regresé a la
cama. El motor de aquel aparato hacía un escándalo
que me impedía conciliar realmente el sueño, lo que
terminó por ponerme los pelos de punta. Me levanté,
bajé las escaleras y fui a la cocina para recalentarme
un café. Me bebí una taza de un solo sorbo, me cepillé
los dientes nuevamente y subí al cuarto.

De repente, el ruido brusco del ordenador me


sorprendió nuevamente, moví el ratón del aparato y me
di cuenta de que tenía tres mensajes. Abrí uno de ellos
y apenas podía creerlo, el misterioso hombre me había
respondido, puse el grito en el cielo y me dispuse a leer
los otros mensajes.

En los otros dos había la misma palabra un poco


ambigua: ¡gracias! Quedé perpleja, ya no entendía ni
jota de ese juego que me acababa de inventar. No
sabía el significado del primer mensaje reenviado con
mi propio encabezamiento “Hola” y los otros dos sin
objeto y con la linda formula de cortesía “Gracias”. Pero
me acababa de responder y eso era un primer paso. Ya
tenía algunos puntos a mi favor.
Quise imitarlo para ver hasta dónde nos llevaba ese
barco y reenvié el mismo mensaje unas diez veces con
el encabezamiento “Gracias”. Inmediatamente recibí
una invitación para que lo aceptara en MSN

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

Messenger, lo hice sin pensarlo dos veces y grande fue


mi sorpresa cuando lo vi conectado, aunque al intentar
escribirle, enseguida él se desconectó. Esperé varios
minutos, pero todavía aparecía como desconectado. Y
de repente, su estado cambió a ocupado. No quise
insistir y me fui a dormir.

Al día siguiente, por la noche, yo estaba una vez más


sola, como de costumbre, pues mi querido esposo
seguía jugando en el casino con sus inseparables
amigos, cuando oí el ruido de mi ordenador que me
indicaba un nuevo mensaje. Rápidamente, moví el
ratón del ordenador y volví a entrar en Internet. Al cabo
de varios minutos, pude al fin leer el mensaje dejado en
MSN Messenger, era el suyo, mi escritor misterioso,
invitándome a encender mi webcam, cosa que no hice
instantáneamente, pues ya estaba en bata de dormir y
no podía mostrar mi intimidad a un desconocido. Al
mismo tiempo, me decía que tal vez si él me veía a
través de la cámara podía motivarlo a hablarme.
Nunca antes había hecho esa clase de cosas, pero
tenía que tirarme al río. Al fin de cuentas, yo no tenía
nada que perder y mucho por ganar. Así que me
cambié de bata, me puse una en licra de color púrpura
muy sensual que dejaba imaginar el corte de mis
caderas; me solté el cabello, me maquillé levemente,
arreglé las luces para una mejor función y le di aceptar
en el botón que indicaba la cámara.

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

La red estaba un poco lenta, pasaron treinta


segundos y recibí un nuevo mensaje en el que me
decía que deseaba verme. Le respondí que hacía lo
mejor que podía, pero el bendito aparato no funcionaba
siempre como una quería. Dos minutos después, leí
una línea donde él me decía que yo tenía un cuerpo
rejuvenecido gracias al paso de los años. Luego más
abajo, me escribió “LOL”
Yo no entendía para nada esa clase de escritura de
jóvenes. Él me explicó con mucha calma y me dijo que
LOL era una contracción americana de la locución
“Laugh Out Loud” que utilizaban los yankees y que hoy
reemplaza al “jajajaja” o “muerto de risa”. Nuestra
charla duró una media hora, hablamos de banalidades,
de bromas y de todo lo demás, de todo, menos de
escritura.
El no habló de su vida. Sólo que le gustaban las
pizzas. No presté atención a ese detalle trivial a ese
momento. Me dijo que iba a beber algo y que regresaría
en algunos minutos, yo hice lo mismo; saqué una
botella de champaña de la nevera, la descorché,
alcancé una copa de cristal de la repisa y subí
rápidamente a mi cuarto para seguir mi agradable
conversación con aquel desconocido, mi desconocido.
Él comenzó a hacerme toda clase de preguntas:
sobre mi tipo de hombre, sobre las relaciones
amorosas, sobre mis puntos débiles como mujer y
sobre la cantidad de orgasmos que yo había logrado

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

alcanzar con un hombre. Yo presentía que la


conversación subía de tono y seguí vaciando la botella
rápidamente para ocultar mi desequilibrio emocional,
pues el mero hecho de hablar de sexo con ese
desconocido que me hacía sentir muy bien, me
provocaba profundos deseos de tenerlo conmigo.
Enseguida él me dijo que deseaba ver el primer botón
de mi blusa, yo le dije que si estaba ciego, pues yo
tenía una bata de dormir que no poseía ningún botón y
le devolví su palabra “LOL” que ahora sabía utilizar.

Sus palabras cambiaron de tonalidad, y de pronto fue


como si me hubiera hipnotizado. Me sentí atrapada en
una ola de tiernas emociones; él sabía muy bien cómo
hablarle a una mujer y, sin darme cuenta ya de lo que
hacía o dejaba de hacer, saqué de mi cabeza todo
pensamiento que no tuviera que ver con lo que él decía
y con lo que me ordenaba por medio de dulces
palabras. Mis senos pronto estuvieron fuera de mi bata,
los empecé a acariciar tal como él me lo había pedido.
En un minuto estuve totalmente fuera de control, tenía
la libido arrebatada ―además de que el champán
también había comenzado a hacer su efecto― y tuve
orgasmos desencadenados toda la noche con un
amante a distancia, gracias al poder de esas máquinas
modernas. Fuera de mi habitación quedaban mi trabajo,
mi marido, sus amigos y el casino, todo se volvió
ínfimo; nada era más importante que aquel amante que,

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¡…QUE TIREN LA PRIMERA PIEDRA!

aun sin conocerme, había logrado provocarme un


placer tan grande. Pero en un momento, la conexión se
cayó…
Corrí entonces a coger el manuscrito para seguir
pensando en él gracias a esos pasajes eróticos que
había escrito con tanta maestría, y que me tenían
guindando de un hilo. De pronto, pensé en su frase:
“Me encantan las pizzas”.
Entonces lo relacioné con el joven repartidor de
pizzas. Había tanta similitud entre ambos personajes
que no pude diferenciar lo tangible de lo ficticio pues,
como dije al principio, los benditos escritores son
capaces de mezclar realidad y ficción, nos embaucan
con sus relatos, entramos en ellos, nos apoderamos de
los personajes, queremos encarnarlos. Al leer nos
volvemos niños inocentes, creemos todo lo que nos
dicen, pues juran que lo allí plasmado es cierto.

De pronto, al llegar a esta página, creyeron que todo


esto es un diario íntimo, ¡pero qué diablos importa eso
ahora si casi todas las mujeres tenemos uno, aunque
rara vez lo confesemos! De todas formas, los ilusos
iracundos que creen que están libres de culpa… ¡que
tiren la primera piedra! LOL.
FIN
P.S. (Ya vendrá el momento de escribir un libro para los críticos… por ahora,
sigo escribiendo para mis queridos lectores, mi razón de ser. Gracias.)

París, 27 de junio de 2008

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Autor: WilsonMoreno

Página personal: http://wilsonmoreno.bubok.com

Página del libro:

http://www.bubok.com/libros/173467/QUE-TIREN-LA-PRIMERA-PIEDRA

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