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Desde que alguien lo vio por primera vez, y esto fue hacia el primer
tercio del extinto siglo, hasta que todos consintieron en que había
dejado de hacerse ver, allá entre la primera y la segunda décadas del
siglo pronto a extinguirse, el llamado "Farol de la otra Vida" fue
materia de testimonios a cual más fehaciente y objeto de
comentarios a cual más conmovedor.

Se trataba de un farol como cualquier otro de los que en aquella


época se utilizaban ara caminar de noche por estas calles de Dios
privadas de toda lumbre, como no fuese la d e luna en su fase
benéfica. Pero no llevado por manos de cristiano en actual existencia,
a juzgar por la forma como discurría y el profundo silencio que
reinaba a su paso.

Cuando la última campanada del reloj de la catedral había anunciado


la media noche, el farol fantasma, o lo que sea, empezaba a hacerse
ver en esta o aquellas calles de la ciudad dormida. Era del tamaño
corriente, y dejaba advertir a través de sus vidrios una parpadeante
llamita de vela que bien pudo ser de sebo o bien se cera. Se
deslizaba por debajo de los corredores, a la altura y en disposición de
si fuese llevado por cualquier persona, pero como si ésta anduviese
muy paso a paso, con suma dificultad y deteniéndose aquí y allá por
instantes.

No tenía trayecto definido, pues unas veces era visto en una calle y
otras en calle distinta. No obstante, quienes lograron mejor
expectación, aseguraban que salía de los trasfondos de la Capilla
(huerta de la casa parroquial de Jesús Nazareno), iba por acá o por
allá y ya cerca del amanecer volvía allí, si es que no se esfumaba
repentinamente en algún rincón.
A diferencia de otras apariciones de más allá de la tumba, ni traía
consigo rumor alguno, ni suscitaba que se produjesen en su derredor.
Ningún aullido de perros se dejaba oír y asimismo nin gún gañido de
lechuza.

Que espantaba y empavorecía, no es necesario decirlo. Algunos al


columbrarlo de lejos y de repente, echaban a correr sin freno. Se
contaban entre éstos los juerguistas, los mal inclinados y los
trasnochadores con propósitos vedados. Otros aguardaban a que se
aproximase un poco, entre ellos algún valentón y algún curioso de los
que no faltan. Pero aún éstos concluían por esquivarla, haciéndose
cruces, y echar la carrera.

Corría la voz de que los buenos, los justos y los de conciencia limpia
podían muy bien encontrarlo, sin que nada malo les ocurriese. Pero
nadie de los tenidos por tales se animó a hacer la prueba,
seguramente porque algo de sus adentros les advertía que no eran de
los llamados.

Dizque una vez cierta beata con fama de virtuosa, que madrugaba
más de la cuenta para ir a misa, advirtió de improviso que el farol
discurría a corta distancia de ella. Se detuvo ahí mismo aterrorizada y
respetuosa, diose a balbucear un padre nuestro por las almas del
purgatorio y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, el farol había
desaparecido.

Tiempo después desapareció del todo y, por lo visto, definitivamente.

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Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano ± 2003







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En la esquina formada por las calles Charcas y Campero y con frente


principal sobre la primera levántase una vieja edificación que es
conocida en el pueblo con la curiosa y sugestiva denominación de "La
Casa Santa". Construida al parecer hacia la segunda mitad del siglo
pasado, conserva hasta hoy lo más sustancial del estilo característico
de la antigua vivienda cruceña: Paredes lisas, alta techumbre,
puertas de cuatro manos, ventanas con balaústres de madera y
espacioso porche sostenido por columnas de ladrillo. Parte de su
largo frente ha sido "modernizado" ha pocos años, demoliéndose las
columnas que sostenían el porche y reduciendo este a la condición de
un alero chato. A pesar del atentado, queda en pie todavía una buena
porción de su exterior primitivo.

Según refieren viejas consejas, esta casona tuvo la poco envidiable


fortuna de que se adueñaran de su recinto bultos, fantasmas y seres
de la otra vida, apenas su edificación fue terminada. Desde que se
instalaron en ella los propietarios, dizque empezó una de ruidos, ayes
y otras manifestaciones de lo sobrenatural, más tétricas aún, que
obligaron a aquellos a abandonarla. Igual suerte corrieron inquilinos
que vinieron sucesivamente.

Con el transcurso del tiempo la casona ganó fama de inhabitable, y ni


el más guapetón de los cruceños de entonces fue osado de ir a
aposentarse allí, por mucho que el canon d e alquiler fuese
disminuyendo, a medida que los ocupantes intrusos crecían en
insolencia. A tales extremos llegó ésta que dieron en espantar aun
por fuera de los muros de su sombrío habitáculo. En lo cerrado de la
noche los vecinos oían sordos rechinos y c onfusos estridores, que
suscitaban largos aullidos de perros en varias cuadras a la redonda.
Más de un solitario viandante nocturno que pasó por la esquina sintió
como algo le trababa los pies o, pero aún, alguien le tomaba por el
cuello de la chaqueta y le sacudía hórridamente.

Llegó en eso a la ciudad un gringo de recia estampa, fornidos


miembros y pinta de corajudo. Tomó la casa en alquiler y fue a
ocuparla seguidamente, llevando consigo a un arriero cochabambino
y un montón de valijas y petacas de igno to contenido. Entre las
razones que adujo para haberse decidido por la casa, cuya siniestra
nombradía ignoraba, y no por el hotel sito en la plaza principal, fue la
más convincente la de que en tal hotel abundaban los bebedores,
bulliciosos y poco bien edu cados.

Tratábase nada menos que del coronel Percy H. Fawcett, del ejército
inglés, en cuyas filas había servido a su patria en Asia y África,
mostrando energía, suficiencia de conocimientos y valor a toda
prueba. Retirado de aquél, hízose viajero y explor ador en América, y
hallándose en Bolivia el gobierno requirió sus servicios para ocuparle
en las jornadas de demarcación de fronteras con el Brasil. Alboreaba
la segunda década del siglo.

Dejemos relatar al propio coronel inglés lo que le sucedió en la casa


de marras. Se toma el relato, a la letra, del libro intitulado
Exploración Fawcett compuesta por Brian, hijo de aquél, sobre los
manuscritos dejados por su progenitor. (Santiago de Chile, 1955.
Empresa Editora Zig-Zag).

Como el resto del grupo prefirió ir al hotel, antes que a la casa, me


alegré de la oportunidad de poner al día todo el trabajo geográfico.
Un arriero cesante se ofreció para cocinar; así él actuaba en las
dependencias de atrás, en tanto que yo colgué mi hamaca en la gran
pieza delantera. El amoblado consistía en una mesa, dos sillas, un
estante para libros y una lámpara. No había catre, pero esto no me
preocupó, pues en las casas de estos lugares siempre se encontraban
ganchos para colgar la hamaca.

La primera noche aseguré las puertas y ventanas de madera, y el


arriero salió al fondo, a su cuarto. Me subí a mi hamaca y me
acomodé para disfrutar de un confortable descanso. Yacía quieto
después de apagar la luz, esperando q ue llegase el sueño, cuando
sentí algo que frotaba el suelo. "¡Culebras!", pensé, y rápidamente
encendí la lámpara. No había nada, y creí que había sido el arriero
que se movía al otro lado de la puerta. En cuanto hube apagado otra
vez la luz, se reanudó de nuevo el mismo ruido, y un ave cruzó la
pieza graznando bulliciosamente. Volví a encender la luz, extrañado
de que pudiese haber entrado un pájaro, y otra vez no encontré
nada. Al momento de apagar la luz por segunda vez sentí un arrastre
de pies sobre el piso, como de un anciano lisiado que avanzase
trabajosamente en zapatillas de paño. Esto fue demasiado. Encendí la
lámpara y la dejé así.

A la mañana siguiente se presentó el arriero, con cara asustada.

-Lamento tener que abandonarlo, señor -dijo-. No puedo seguir aquí.


-¿Por qué no? ¿Qué sucede?.
-Hay "bultos" en esta casa, señor. Esto no me agrada.
-Disparates, hombre -dije, en son de mofa-. No hay nada. Si usted no
quiere pasar la noche solo, traiga sus cosas para acá.
Hay espacio suficiente para dos.
-Muy bien, señor. Si me deja dormir aquí, me quedaré.

Aquella noche, el arriero se envolvió en su manta y se acostó en un


rincón, y yo, trepándome a mi hamaca, apagué la luz. En cuanto
estuvimos a obscuras, se sintió el ruido de un libro que era lanza do a
través de la pieza, acompañado del revoloteo de sus hojas. Pareció
estrellarse contra la pared, encima de mí; pero al encender la luz no
vi nada, excepto al arriero enterrado en sus mantas. Apagué la luz y
el "pájaro" volvió, seguido del "anciano en z apatillas". Después de
esto dejé la luz encendida y cesaron los fantasmas.

En la tercera noche, la oscuridad fue saludada con fuertes golpes


secos en la pared, y, después de esto, con un estallido de muebles.
Encendí la lámpara y, como de costumbre, no ha bía nada que ver.
Pero el arriero se levantó, abrió la puerta, y, sin decir una palabra,
huyó en la oscuridad de la noche. Cerré, aseguré la puerta de nuevo
y me acosté, pero en cuanto hube apagado la luz, pareció que se
levantaba la mesa y que era arrojada con gran violencia sobre el
suelo de ladrillo, mientras volaban varios libros por el aire. Cuando
encendí, nada se veía alterado. Después volvió el ave y a
continuación el anciano, que entro acompañado del ruido de una
puerta que se abría. Mi sistema ner vioso estaba en excelentes
condiciones, pero, de todas maneras, esto era más de lo que podía
soportar, por lo que al día siguiente abandoné la casa, para
trasladarme al hotel. ¡Por lo menos los bulliciosos borrachos eran
humanos!.Haciendo las averiguaciones respecto a la casa, supe que
nadie quería vivir en ella por su pésima reputación.

Lo ocurrido al coronel Fawcett, cuya personalidad no tardó en ser


conocida y aun magnificada, colmó la medida del terror dominante en
la entonces pequeña ciudad. Había que acabar con aquello y devolver
la tranquilidad a los moradores del ahora apacible barrio de "Los
Pozos de Chávez".

En la última y suprema instancia se recurrió al obispo D. José


Belisario Santistevan, ya bien celebrado por su ciencia y sus virtudes
dentro y fuera de la diócesis. El buen prelado accedió a ir en persona
a practicar los ritos de la bendición y de exorcismo en la tétrica
casona.

Dizque comenzó por asperjar con agua bendita los exteriores, las
puertas y las habitaciones. Una vez en el patio, oró allí largamente y
concluyó repitiendo con la solemnidad y la unción debidas los votos y
las imprecaciones que para casos semejantes trae el Ritual Romano.
Con tan insigne remedio, la extirpación del mal tenía que ser
inmediata. A empezar de la noche s iguiente al exorcismo, los
espíritus malignos desaparecieron de la casa y no volvió a ocurrir en
ésta nada parecido a lo que venía ocurriendo. Un ambiente de piedad
y devoción reinó allí en delante. Y así lo que había sido casa
endiablada, o lo que fuese, vino a ser la "Casa Santa" que hoy se
dice. Esto último quizá con algún reparo mental a la vista de las cosas
que pasan.

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Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano ± 2003






























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En el pequeño espacio que queda frente al mercado que la malicia


pueblera ha dado en llamar "mercadito de oro", convergen tres
calles: Una, la Suárez de Figueroa, que va de naciente a poniente;
otra, la denominada Vallegrande, que se dirige de norte a sud, y la
tercera, Isabel la Católica, que corta a ambas en sentido diagonal, de
noreste a sudoeste. Apreciadas las tres en sus entradas y salidas,
desde el espacio de frente al "mercadito", el viandante ve, pues, seis
calles. A pesar de ser sólo seis, todo el mundo conoce este lugar y el
barrio circundante con el nombre de "Siete Calles".

Aquí va el origen de la denominación.

Desde los tiempos del rey hasta bien entrada la república, eran siete,
bien contadas. La séptima arrancaba precisamente de donde es ho y
el "mercadito de oro" e iba hacia el sudoeste, casi paralelamente a la
prolongación de Isabel la Católica. Pero un buen día de esos, hace ya
un siglo, el propietario de los terrenos situados a uno y otro lado de
la séptima tomó la heroica decisión de cer rar la calle, o más bien
dicho callejón, que no era más por entonces, para consolidar su
propiedad y hacer que ésta, en vez de dos, partidas a lo sesgo, fuera
solamente una e indivisible. Se trataba de un señor con bastante
dinero en los bolsillos, muchas vinculaciones en la sociedad cruceña
de la época y muy bien ubicado en la política, como que era nada
menos que gobiernista de los más decididos.

Sabida la noticia de que aquel señor había cerrado la calle en su


provecho, sin importarle una pitajaya ni un guapomó los derechos y
necesidades del vecindario, el presidente municipal -no había por
entonces alcalde- se vio obligado a tomar las medidas del caso. Pero
como era también gobiernista y muy amigo del cerrador de calles, vio
por conveniente no hacer las cosas en persona. Mandó a su
intendente que fuera al lugar, observara lo hecho y finalmente
resolviera lo que correspondía en justicia.

Dizque el tal intendente era hombre de poca sal en la mollera y, a


más de eso, timorato y siempre dispuesto a dar la r azón a quien
gritase más fuerte. Llegó al sitio del estropicio y como para
cerciorarse legalmente de lo ocurrido, para luego dar fe pública,
empezó a contar solemnemente, llevando el índice en dirección de
cada una de las calles: Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis... Nada más
que seis.

Llegó en eso el propietario, y con la ironía por delante y la firme


decisión por detrás, espetó al intendente:

-Seis no más, ¿no...? Tuve un maestro de escuela, allá en La


Enconada, que me enseñó, entre otras cosas, la sig uiente: Que las
cinco vocales son cuatro: a, e, i, o. No u porque ésta es de los cucus
y los sumurucucus... Te paso la lección a vos: Las siete calles son
seis. Contálas bien y andaíte a tu despacho. Y no volvás a meterte en
camisa de once varas.

Dizque el intendente volvió con la lección aprendida, a más no poder.


Y la pasó a su vez al pueblo, como quien le enseña una verdad
incontrastable: Las Siete Calles no son más que seis.. 

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Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano - 200























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En otros países de la América española y en el nuestro, aparte del


Oriente, se dice simplemente "La Viuda", así en forma simple y sin
afijos ni sufijos que añadan o quiten magnitud, calidad y aprecio del
sujeto, o, para decirlo más adecuadamente, la sujeta. Acá decimos
"La Viudita", no ciertamente con la intención de empequeñecerla o
rebajarla, sino como expresión de que, pese a todo, nos cae
simpática y, por tal razón, nos place nombrarla en diminutivo.

Para explicar lo que es, o más bien dicho lo que fue, pues hace
tiempo dejó de mostrarse, conviene manifestar que no era, acá entre
nosotros, el ente horrorizante, pavoroso y fatal de otras partes.
Temido, sí, pero sólo de parte masculina, y entre ésta únicamente de
cierta y determinada casta: La de los tunantes de mala fe (porque los
hay de buena) y los que andan a la caza de deleites fem eninos sin
reparo de conciencia.

Dizque aparecía por acá y allá, siempre sola, a paso ligero y sutil y no
antes de media noche. Vestía de negro riguroso, faldas largas a la
moda antigua, pero talle ajustado en el busto, como para que
resaltasen las prominencias pectorales. Llevaba en la cabeza un
mantón cuyo embozo le cubría la frente y aquello que podían ser
orejas y carrillos.

Nadie le vio jamás la cara. Cuando encontraba con varón de los


comprendidos en su campo de acción, y el tal no resistía a sus tá citos
encantos, ella aceptaba que la acompañase y aun le permitía ciertas
liberalidades táctiles. Pero si el apetente le buscaba el rostro en la
oscuridad, se oponía al intento con rápidos movimientos de cabeza o
extendiendo los pliegues del mantón.

Hubiera o no convenio de ir adelante, era ella y no él quien señalaba


el rumbo, con sólo dar dirección a los pasos. La despaciosa marcha
concluía invariablemente en las afueras de lo entonces poblado, y
había parajes por los que, al parecer, tenía predilección: Las
soledades del Tao, el islerío de la pampa del Lazareto, La Poza de las
Antas y la cerrazón de las riberas del Río Nuevo.

Llevado allí el pecador y presunto conquistador, la viudita se revelaba


en su verdadera esencia y actuaba según sus miras. Nada d e
horrores, desde luego, y nada de atrocidades fantasmales.
Simplemente que el quidam, en estado de alucinación, creyendo ser
introducido en edenes o en acogedoras estancias, lo era en rincones
precisamente contrarios, empujado por la Viudita que seguidame nte
desaparecía sin dejar rastro.

Cuando ya en las vecindades del día el malaventurado recuperaba el


conocimiento, ahí estaba la punzante, pringosa e ignominiosa
realidad. Lo que había visto como suntuosa sala no era sino
envedijada ramazón llena de espin as, si es que no matorral de pica-
picas con frisas y cenefas de garabatás. Si sobre mullidos colchones y
bajo sedeños cobertores había creído acostarse, se encontraba tirado
en un barrial y entre aguas no por cierto perfumadas.

¡Ah, condenada Viudita!.

Menos mal que aparte de la burla oprobiosa (pero aleccionadora)


ningún otro daño le había inferido.

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Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano - 2003























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Sea perdonada la osadía de quién esto escribe al tomar el título de


una de las más hermosas leyendas de Bécquer, para encabezar la
que seguidamente se refiere. Como verá el paciente lector, y ello va
en desagravio del Gran Romántico, la sustancia de esta c rónica
difiere en un todo de aquélla, y el pecado, previa y espontáneamente
confesado, sólo estriba en la adopción del titulo. Por lo demás, asiste
razón al recolector de antiguallas locales para decidirse por la
diabólica denominación.

Hecha la advertencia, habría convenido talvez insistir en la poco


irreverente incursión, reproduciendo el epígrafe de la leyenda
becqueriana en aquello de "Que lo creas o no, me importa poco", etc.
Esto para manifestar la originalidad del cuento y su reproducción por
cuenta y riesgo del narrador. Releva de ello al escribiente la
circunstancia de que suceso y personajes están enraizados en la
tradición popular, de donde los recogió, y que de uno y otro se han
ocupado en sendos escritos, cronistas paisanos como Durán Canelas,
Ramírez y Ramón Clouzet, entre los que por el momento recordamos.

Quien ha penetrado más en el asunto ha sido el animoso folklorista


Alejo Melgar Chávez, que tanto y tansabrosamente tiene escrito
sobre casos y cosas del pueblo. Escarbando con curiosidad y
donosura en la tradición y haciéndose eco de ella aun en sus más
privados apartijos. Alejo ha llegado a reconstruir la vida del
protagonista, al punto de dar cuenta de los más de sus hechos y
singularmente del lance que le dio la nombradía.

Se trata de Manuel Videla, el mejor pulsador de guitarra habido en


estos arrozales de Dios y cuya existencia transcurrió allá por las
primeras décadas del siglo pasado.

Con decir que era eximio guitarrista y paralelamente buen cantor,


queda dicho que era juerguista, amante de francachelas, asiduo a
buris y velorios y, por ende, tunante y trasnochador. Amén de ello,
poseía buena estampa y los dones para agradar a prójimas jóvenes y
bien parecidas, cualquiera que fuere el estado civil o eclesiástico de
ellas.

Las diligencias del oficio, pues por oficio y medio de vida había
tomado las felices disposiciones de músico, no pudieron menos de
hacer que diese de mano a deberes y obligaciones naturales. Dizque
no era buen cristiano, para empezar, ni buen hijo, ni buen vecino, y
ni siquiera buen amigo, con respecto a sujetos que por las derechas o
por las izquierdas tuvieran compañía femenina apetitosa.

Las buenas prendas que le asistían, esto es las del excelente


guitarrista y buen cantor, no inclinaban la balanza en su favor a l ser
sopesadas con las malas, por parte de quienes no fueran
parrandistas, como él o requirentes de sus servicios para serenatas y
jolgorios. La mala fama que había echado le ponían negro en los
comentarios y prevenciones de padres precavidos, matronas
juiciosas, maridos celosos y fieles observantes de la fe cristiana.

Más de una beata madrugadora, al ir a misa a La Capilla o a La


Merced, se había encontrado con él en circunstancias que se recogía
no ciertamente en buen estado. El encuentro hacía que la b uena
mujer se persignase al verle, entre indignada y temerosa.

Videla, socarrón, para indignarla más, requería la guitarra que


siempre tenía a la mano, y echaba a rasgar un guachambé callejero.
Entre los acordes acomodaba el canto de alguna copla licencio sa.

-Algún día el diablo va a cargar con éste -soplaba la madrugadora,


volviendo a hacerse cruces.

Días fueron y días vinieron, y por designios del Supremo, llegó el de


la reparación y el cumplimiento de los presagios de la beata.

Para decirlo más cabalmente, fue una noche. Noche avanzada,


obscura y silenciosa, como hecha a propósito para que ocurriera en
ella lo que ocurrió. Videla que acababa de alzar una de las
acostumbradas y traía una chispeante "mona", desembocó en la
plaza, junto a la esquina de la catedral, entonces en construcción. De
entre la espesa obscuridad alguien apareció y le salió al paso,
rasgando una guitarra como para anunciarse que era también
músico.

-Soy un forastero que acaba de llegar -explicó el sujeto, viva pero


comedidamente-. Sabedor de que usted toca la guitarra como nadie
en el pueblo, he salido en su busca para comprobarlo..

Aquello de "comprobarlo" picó en la vanidad del paisano,


predisponiéndole a enfrentar el evento del modo que cuadrase a su
dignidad..

-¿Quiere usté oírme, don? -replicó, muy dueño de sí.


-Oirle, que usted me oiga y entrar en competencia -redondeó el
forastero con aplomo-.
Videla dispuso la guitarra y empezó a puntear.

-Aquí no -sostuvo el forastero-. No es el lugar apropiado. Vayamos a


mi alojamiento. Allí tengo unas botellas de buen singani y hay unas
chotas que valen lo que pesan.

Y uniendo al dicho el hecho, tomó a Videla del brazo y echó a andar


con él por la diagonal de la plaza. Videla, como anticipo del certamen,
rompió a tocar animadamente una de las mejores piezas de su
copioso repertorio. Al llegar a la esquina formada por las calles hoy
denominadas Junín y Libertad, se dejó conducir por la primera con
rumbo al occidente, no sin antes haber pedido al desafiante que
mostrase a su vez las disposiciones que tenía para pulsar el
instrumento.

Conforme iban caminando, advertía el paisano que su contrincante


era un guitarrista consumado y a su estimación de presumido, casi
tan bueno como él. Al querer observarle sólo veía una silueta algo
más negra que las sombras de la noche, y nada más.

Así llegaron al lugar en donde por ese entonces, concluía lo edificado


de la ciudad, aproximadamente lo que es hoy el cruce de las calles
Junín y Sara. El horizonte allí despejado proporcionaba alguna débil
claridad, la suficiente para advertir que el misterioso guitarrista hacía
todo para no dejarse ver la cara.

Videla entró ese momento en una vaga desconfianza. Al preguntar al


sujeto por la casa del alojamiento, obtuvo una respuesta que le llevó
a mayor desconfianza, y de ésta a ondulantes sospechas.

-Un poco más allá, más "allacito"...

Más allá sólo habían barbechos, matorrales y a lo sumo algún


chaqueao sin asomo de vivienda. Bien lo sabía él y por eso se plantó
de firme. El forastero había dejado de tañer las cuerdas de su
guitarra, y le pedía que tomara de nuevo la suya para proseguir en la
alternativa.

Videla obedeció casi maquinalmente, pero en ese preciso instante


ocurriósele poner en práctica cierta medida, de la que había oído
hablar en su niñez a personas piadosas. Tenía los dedos sobre el
brazo de la guitarra, y en ella podía ejercitar tal medida sin que el
misterioso forastero se diese cuenta, hasta esperar las resultas.

Tocando a más y mejor, verificó una "pisada" sobre las cuerdas, de


modo tal que el dedo índice fue a formar una cruz con uno de los
trastes. El forastero, que le había tomado del hombro para hacer que
caminase con él a la vez que tocaba, al advertir la posición del dedo
sobre el traste, le desasió y dio un paso atrás.

La mano derecha del artista conterráneo punteaba o rasgaba las


cuerdas, arrancando de ellas sonidos vibrantes, sin dejar de ser
armónicos. Entre tanto, la izquierda tenía firme el índice sobre el
traste y sólo los otros dedos jugaban por ahí cerca.

El desafiante se fue retirando, retirando, no sin proferir reniegos,


primero, y luego echar tacos. No dejó de recular hasta perderse entre
la arboleda del deshabitado paraje.

Sólo entonces cayó Videla en la evidencia de que había tenido por


desafiante al mismísimo Diablo. Y de que, por mal de sus pecados,
había estado a punto de que el Diablo cargase con él en cuerpo y
alma.

Sucedió al día siguiente y en los que vinieron después, lo que se dice


sucede siempre en casos semejantes: Arrepentimiento, enmienda,
cambio de vida y lo demás. Que nuestro guitarrista hubiera
perseverado en ello y en su integridad, es cuestión nada fácil de
asegurar. Lo que sí se sabe de cierto es que, en señal de devoción y
como muestra de rendida gratitud a quien permitió su salvación,
mandó hacer una cruz y la colocó en el lugar del feliz percance.

Aunque al decir de cristianos, cruz y diablo son términos opuestos


que jamás deben ir juntos, el consenso popular dio a la del sitio de
marras la denominación de "La Cruz del Diablo". Allí se estuvo aquélla
por largos años, hasta que un día desapareció del modo que
desaparece aquello que no se cuida y tiene quien lo apetezca.

Una última acotación. Melgar Chávez, el folklorista rastreador de


"casos" e investigador de la vida de Videla, de quien se ha constituido
en poco menos que su biógrafo,cuenta el hecho final de modo no
exactamente igual al arriba relatado, y en cuanto a pormenores
respecta, lo muy curioso que trae Alejo, que de seguro lo sabe de
buena tinta, es la sarta de palabras y aun palabrotas con que el
Diablo se expidió increpando a Videla por la ocurrencia de atacarle
con la señal de la cruz.

Guarden las guitarras de ogaño, para ejemplo y previsión, de lo que


puede sucederles, el caso del conterráneo Videla.

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Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano - 2003
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En lo prieto de la selva y cuando la noche ha cerrado del todo, suele


oírse de repente un sonido de larga como ondulante inflexión, agudo,
vibrante, estremecedor. Se diría un llanto, o más bien un gemido
prolongado, que eleva el tono y la intensidad y se va apagando
lentamente como se apaga la vibración de una cuerda.

Oírle empavorece y sobrecoge el ánimo, predisponiéndole al ondular


de lúgubres pensamientos y al discurrir de ideas taciturnas. Se dice
que han habido personas que quedaron con la razón en mengua y
punto menos que extraviadas.

Se sabe que quien emite ese canto es un ave solitaria a la que


nombran de guajojó por supuestos motivos de onomatopeya. Son
pocos los que la han visto, y esos pocos no aciertan a dar razones de
cómo es y en donde anida. Refieren, eso sí, la leyenda que corre
acerca de ella y data de tiemp o antañones.

Erase que se era una joven india bella como graciosa, hija del cacique
de cierta tribu que moraba en un claro de la selva. Amaba y era
amada de un mozo de la misma tribu, apuesto y valiente, pero acaso
más tierno de corazón de lo que cumple a un guerrero.

Al enterarse de aquellos amores el viejo cacique, que era a la vez


consumado hechicero, no hallando al mozo merecedor de su hija,
resolvió acabar con el romance del modo más fácil y expedito. Llamó
al amante y valido de sus artes mágicas le condujo a la espesura, en
donde le dio alevosa muerte.

Tras de experimentar la prolongada ausencia del amado, la indiecita


cayó en las sospechas y fue en su búsqueda selva adentro. Al volver
a casa con la dolorosa evidencia, increpó al padre entre sollozo y
sollozo, amenazándole con dar aviso a la gente del crimen cometido.

El viejo hechicero la transformó al instante en ave nocturna, para que


nadie supiera lo ocurrido. Pero la voz de la infortunada pasó a la
garganta del ave, y a través de ésta siguió en el inacabable lamento
por la muerte del amado.

Tal es lo que referían los comarcanos sobre el origen del guajojó y su


flébil canto de las noches selváticas.

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Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano - 2003

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Para explicar lo que es el jichi conviene ante todo tomar el sendero


que conduce a los tiempos de hace ñaupas y entrar en la cuenta,
para este caso parcial, de cómo vivían los antepasados de la estirpe
terrícola, antiguos pobladores de la llanura. Gente de parvos
menesteres y no mayores alcances, la comarca que les servía de
morada no les era muy generosa, ni les brindaba fácilmente todos los
bienes necesarios para su subsistencia.

Para hablar del principal de los elementos de vida, el agua no


abundaba en la región. En la estación seca se reducía y se
presentaban días en que era dificultoso conseguirla. Así en los
campos de Grigotá, en la sierra de Chiquitos y en las dilatadas vegas
circundantes de ésta.

De ahí que aquellos primitivos aborígenes pusieron delicada atención


en conservarla, considerándola como un don de los poderes divinos, y
hayan supuesto la existencia de un ser sobrenatural e ncargado de su
guarda. Este ser era el jichi.

Es mito compartido por mojos, chanés y chiquitos que este genius


aquae paisano vivía más que todo en los depósitos naturales del
líquido elemento. Para tenerle satisfecho y bien aquerenciado había
que rendirle culto y tributarle ciertas ofrendas.

Los españoles del reciente aposentamiento en la tierra recogieron la


versión y consintieron en el mito, con poco o ningún reparo. Con
mayor razón sus descendientes los criollos, tan consustanciados con
la tierra madre como los propios aborígenes, y máxime si tienen en
las venas algunas gotas de la sangre de éstos.
Como todo ser mítico zoomorfo, el jichi no pertenece a ninguna de las
clases y especies conocidas de animales terrestres o acuáticos. Medio
culebra y medio saurio, según sostienen los que se precian de
entendidos, tiene el cuerpo delgado y oblongo y chato, de apariencia
gomosa y color hialino que le hace confundirse con las aguas en cuyo
seno mora. Tiene una larga, estrecha y flexible cola que ayuda los
ágiles movimientos y cortas y regordetas extremidades terminadas
en uñas unidas por membranas.

Como vive en el fondo de lagunas, charcos y madrejones, es muy


rara la vez que se deja ver, y eso muy rápidamente y sólo desde que
baja el crepúsculo.

No hay que hacer mal uso de las aguas, ni gastarlas en demasía,


porque el jichi se resiente y puede desaparecer. Item más: No se
debe arrancar las plantas acuáticas que crecen en su morada, de
tarope para arriba, ni apartar los granículos de pochi que cubren su
superficie. Cuando esto se ha hecho, pese a las prohibiciones
tradicionales, el líquido empieza a mermar, y no para hasta agotarse.
Ello significa que el jichi se ha marchado.

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Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano - 2003

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Hasta mediados del siglo XVIII la calle hoy denominada


Republiquetas era de las más apartadas y menos concurridas de
vecindario que había en esta ciudad. Las viviendas edificadas sobre
ambas aceras no seguían una tras de otra sino con la breve
separación de solares vacíos separados de la vía pública por cercos
de cuguchi o follaje de lavaplatos.

Hacia la primera cuadra y con frente a la acera norte de dicha calle,


vivía por aquella época una moza en la flor de la edad, bonita,
graciosa y llena de todos los atractivos. Su madre la mimaba y
cuidaba más que a la niña de sus ojos, reservándola en mente para
quien la mereciera por el lado de los bienes de fortuna, la buena
posición y la edad del sereno juicio.

Pero sucedió que la niña puso los ojos y luego el corazón en un mozo
que, aparte la buena estampa y los desenvueltos a demanes, nada
más tenía a la vista. Cuando la celosa mamá se hubo dado cuenta de
que el fulano rondaba a su joya viviente, redobló la vigilancia sobre
ésta, a extremos de no dejarla salir un paso. Pero el galán resultó tan
enamorado como paciente y tan firme como tenaz en conseguir el
logro de sus ansiedades amorosas. Desde por la mañana hasta por la
noche, ahí se estaba en la esquina, plantado y enhiesto, a la espera
de que la amada asomase al corredor o siquiera a la puerta, para
cambiar con ella algún tiroteo de miradas o recibir la dulce rociada de
una sonrisa.

Por aquellos felices tiempos del rey había en todas las esquinas recios
troncos de cuchi, a ras de las aceras, para proteger las casas de los
encontrones de un carretón o servir de señal para la línea de lo
edificado. Se les daba corrientemente el nombre de mojones.

La mamá de la chica, oscilando entre el celo y el recelo, apenas veía


allí al quidam, despachaba su malhumor con esta frase:

-¡Ya está ahí ese mojón con cara!.

Ignorando del mote con que la presunta suegra quería burlarse de su


constancia y firmeza, el enamorado, en sus largas esperas, dio en la
práctica de distraerse con el mojón, mudo compañero de sus
expectativas. Con el filoso trasao que llevaba al cinto, como todos los
galanes de su tiempo y condición, empezó a labrar el duro palo, con
miras a darle en la parte superior la forma de una cabeza humana.
Como disponía de sobrado tiempo, hizo en ello cuanto pudo.

Una madrugada de ésas, advirtió la mamá, con el natural sobresalto,


que la niña había desaparecido de la casa. Creyendo hallarla en
palique con el aborrecido, corrió a la esquina. Pero la mimosa no
estaba allí, ni en la otra, ni en las demás esquinas, ni en parte alguna
de la ciudad. Paloma con ansias de volar, había alzado e l vuelo con el
palomo, la noche anterior.

Pero quedaba en la esquina el mojón con la cara que la paciente


mano del galán había tallado en sus horas de amante espera.

Junto con la tradición, el verdadero "mojón con cara" se conservó en


la esquina de Republiquetas y René Moreno, hasta el año 1947. Un
tractor de Obras Públicas que raspaba la calle, lo arrancó y arrojó en
donde nadie pudo saber más de él. Para reponerlo el alcalde
municipal de ese entonces, don Lorgio Serrate, mandó labrar y
colocar uno parecido. Es el que hoy se levanta allí, y que Dios le
guarde de Obras Públicas y de modernistas y vanguardistas 

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Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano - 2003

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Uno de los más curiosos y pintorescos casos


de simbiosis vegetal que se presentan en nuestra tierra es la del
árbol llamado bibosi y la palmera motacú. Tan estrechamente se
enredan uno con otro y de tal modo viven unidos, que entre las
gentes simples y de sencillo pensar se da como ejemplo vivo de
enlace pasional. Una vieja copla del acervo popular lo expresa
galanamente.

El amor que me taladra


necesita jetapú;
viviremos, si te cuadra,
cual bibosi en motacú.

Quienes saben más acerca de ello señalan de que la palmera es el


sustento y la base de la unión, pese a su condición femenina, y el
árbol es el que se arrima a ella en procura del mantenimiento y
firmeza, no obstante su ser masc ulino. En siendo verídica la especie,
y la observación del conjunto da a pensar que lo es, habría en ello
material suficiente para especulaciones de orden social y hasta moral
si se quiere.

Dando al sugestivo asunto otro cariz y tratando de explicarlo por el


lado de lo poético-afectivo, el poeta don Plácido Molina Mostajo
cantó:

El membrudo bibosi que a la palma


por entero rodea
con tal solicitud, que al fin la ahoga:
Celoso enamorado prefiriera
antes que en otros brazos a su amada,
entre los propios contemplarla muerta.

Es, precisamente, lo que dice la leyenda sobre la peregrina unión del


árbol corpulento y la grácil palmera.

Dizque por los tiempos de Maricastaña y del tatarabuelo Juan Fuerte,


vivía en cierto paraje de la campiña un jayán de recia compl exión y
donosa estampa. Amaba el tal con la impetuosidad y la vehemencia
de los veinte años a una mocita de su mismo pago, con quien había
entrado en relaciones a partir de un jovial y placentero "acabo de
molienda".

La mocita era delgaducha y de poca alz ada, pero bonita, eso sí, y con
más dulzura que un jarro de miel.

No tenía el galán permiso de los padres de ella para hacer las visitas
de "cortejo" formal, por no conceptuarle digno de la aceptación. Pero
los enamorados se veían fuera de casa, en cualqu ier vera de
senderos o bajo el cobijo de las arboledas.

Entre tanto los celosos padres habían elegido por su cuenta, como
futuro yerno, a otro varón que reunía para serlo las condiciones
necesarias. Un buen día de esos notificaron a la hija con la decisió n
inquebrantable y la inesperada novedad de que al día siguiente
habrían de marchar al pueblo vecino para los efectos de la boda.

La última cita con el galán vino esa misma noche. No había otra
alternativa que darse el adiós para siempre. El tomó a ella e n los
brazos y apretó y apretó cuanto daban sus vigorosas fuerzas...
"Antes que ver en otros brazos a la amada, entre los suyos
contemplarla muerta".

Referían en el campo los ancianos, y singularmente las ancianas, que


el primer bibosi en motacú apareció en el sitio mismo de la última
cita de aquellos enamorados.

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Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano ± 2003
    

Don Andrés Ibáñez Justiniano nació en Santa Cruz de la Sierra "Pailas" el 30 de


noviembre de 1844; hijo del Cnl. Francisco Bartolomé Ibáñez y de doña María del
Carmen Justiniano. Su esposa fue doña Angélica Roca y tenía tres hijos de
anteriores nupcias. Su padre fue otro gran caudillo cruceño; en 1847 encabezó una
revolución que proclamó al Gral. José Miguel de Velasco a la Presidencia de la
República.

Don Andrés Ibáñez. Estudió Derecho en la Universidad de San Francisco Xavier. Fue
abogado a sus 24 años. Se dedico a la política y a la abogacía. En su calidad de
Secretario de la Prefectura, firmó la creación de la bandera cruceña con los colores
verde y blanco. En Santa Cruz conformó él   !    y publicó él Eco de la
Igualdad. Fue Concejal Municipal cruceño el año 1868. En 1874 fue elegido
diputado nacional en dos oportunidades. Frente a una multitud enardecida en plena
plaza principal arrojó su levita de doctor y los botines de charol y se puso una
chaqueta de artesano y caminó descalzo, demostrando que era uno igual que sus
partidarios y con la voz de mando de "#!$%Ѭ", marcharon por
las calles de la ciudad. Después de ese acontecimiento se creó la agrupación
ciudadana llamado Partido Igualitario y contó con el apoyo de los artesanos y gente
de pueblo de Santa Cruz de la Sierra.

A comienzos del año 1875, el Dr. Andrés Ibáñez a la cabeza de grupos armados
intenta tomar la plaza de Santa Cruz. El 1 de octubre de 1876, después de haber
sido hecho prisionero, los soldados que lo cuidaban se amotinaron a favor de
Ibáñez. Los Igualitarios declararon la federación el día de Navidad de 1876. La
proclama decía: x    
 
 
       
 
   
       
     
         
 
  

 

 
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Ejecutó sus ideales de igualdad dejando a los grandes terratenientes el dominio del
suelo tan sólo cultivado distribuyendo la ti erra sobrante a los campesinos. Abolió la
servidumbre personal y gratuita en el agro y en la ciudad, declarándose, además
anuladas las deudas de trabajo, con lo cual quedó el peonaje cruceño
prácticamente liberado de la esclavitud económica. Se instauró el cobro de
impuestos a los productores de azúcar.
Los Federalistas de parte del Líder Andrés Ibáñez intentaron hacer reconocer su
posición al gobierno central de La Paz, el que anoticiado de la rebelión envió un
destacamento militar al mando del general Carlos de Villegas para sofocar ese
movimiento que estaba surgiendo. Mientras tanto Ibáñez marchaba hacia
Samaipata para desbloquear e implantar la revolución federal en toda la Santa
Cruz. El enfrentamiento era inevitable y ante ese Hecho volvió a la ciudad para
reordenar el gobierno federal y acondicionar sus tropas para enfrentar a Villegas. El
3 de Marzo de 1877 dicto el último bando federal disponiendo que todas las fuerzas
militares de la ciudad debieran retirarse hacia chiquitos.

El centralismo que no admitía la existencia de un Estado Federal en Bolivia a la
presidencia de Daza ordeno la muerte del líder y jurista cruceño Andrés Ibáñez, por
encabezar la revolución armada que lo proclamó Gobernador de nuestro
departamento, con el apoyo de un comicios popular en diciembre de 1876, el
gobierno del presidente Daza envía a 600 hombres para destruir al Gobierno
Federal de Santa Cruz y el Gobernador Ibáñez tiene que replegarse a Chiquitos, con
la compañía de 50 fieles soldados del denominado gobierno Igualitar io. 
El 28 de abril de 1877 es capturado en Santa Ana de Chiquitos el Federalista
Benjamín Urgel, quien fue fusilado por negarse a delatar a su Líder. 

El 1ero. De mayo de 1877, es asesinado el líder Federalista Dr. Andrés Ibáñez, en
la estancia San Diego, hoy provincia Velasco. Fueron cuatro los mártires sentados
esa madrugada al patíbulo. Hubo siete más que fueron ejecutados después. Aquel
día debe ser imborrable para la cruceñidad. Estos cuatro fueron el Dr. Andrés
Ibáñez, el Cnl. Francisco Javier Tueros, el teniente Coronel Prado y el Capitán
Valverde. Todos fueron ejecutados sin juicio alguno. 

Estando por recibir la descarga de los funestos indios armados de Villegas, Tueros
pidió la palabra y dijo: š
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Amarrado de pie y brazos a un poste respondió el gran Líder Igualitario, lleno de
hombría: x, &
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 (!
   
  


   
 

    ) $ 0 $  


   
  0x Un
grito estruendoso de ¡Viva Santa Cruz! ¡Viva el Federalismo! retumbó con la
descarga. Cuatro vidas habían sido cegadas para siempre. Con este grito terminaba
una de las acciones de insurgencia más pura y grande que tuvo Santa Cruz.

El Dr. Ibáñez amó tanto a Santa Cruz y a su pueblo, que ofrendó la vida en busca
de su desarrollo y de ubicarnos en un lugar especial dentro de la República. Su gran
visión de estadista, logró establecer el Estado, que contaba con apenas 15.000
habitantes. Honor y Federal en una ciudad que Gloria a su heroica memoria.

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