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Desde que alguien lo vio por primera vez, y esto fue hacia el primer
tercio del extinto siglo, hasta que todos consintieron en que había
dejado de hacerse ver, allá entre la primera y la segunda décadas del
siglo pronto a extinguirse, el llamado "Farol de la otra Vida" fue
materia de testimonios a cual más fehaciente y objeto de
comentarios a cual más conmovedor.
No tenía trayecto definido, pues unas veces era visto en una calle y
otras en calle distinta. No obstante, quienes lograron mejor
expectación, aseguraban que salía de los trasfondos de la Capilla
(huerta de la casa parroquial de Jesús Nazareno), iba por acá o por
allá y ya cerca del amanecer volvía allí, si es que no se esfumaba
repentinamente en algún rincón.
A diferencia de otras apariciones de más allá de la tumba, ni traía
consigo rumor alguno, ni suscitaba que se produjesen en su derredor.
Ningún aullido de perros se dejaba oír y asimismo nin gún gañido de
lechuza.
Corría la voz de que los buenos, los justos y los de conciencia limpia
podían muy bien encontrarlo, sin que nada malo les ocurriese. Pero
nadie de los tenidos por tales se animó a hacer la prueba,
seguramente porque algo de sus adentros les advertía que no eran de
los llamados.
Dizque una vez cierta beata con fama de virtuosa, que madrugaba
más de la cuenta para ir a misa, advirtió de improviso que el farol
discurría a corta distancia de ella. Se detuvo ahí mismo aterrorizada y
respetuosa, diose a balbucear un padre nuestro por las almas del
purgatorio y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, el farol había
desaparecido.
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Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano ± 2003
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Tratábase nada menos que del coronel Percy H. Fawcett, del ejército
inglés, en cuyas filas había servido a su patria en Asia y África,
mostrando energía, suficiencia de conocimientos y valor a toda
prueba. Retirado de aquél, hízose viajero y explor ador en América, y
hallándose en Bolivia el gobierno requirió sus servicios para ocuparle
en las jornadas de demarcación de fronteras con el Brasil. Alboreaba
la segunda década del siglo.
Dizque comenzó por asperjar con agua bendita los exteriores, las
puertas y las habitaciones. Una vez en el patio, oró allí largamente y
concluyó repitiendo con la solemnidad y la unción debidas los votos y
las imprecaciones que para casos semejantes trae el Ritual Romano.
Con tan insigne remedio, la extirpación del mal tenía que ser
inmediata. A empezar de la noche s iguiente al exorcismo, los
espíritus malignos desaparecieron de la casa y no volvió a ocurrir en
ésta nada parecido a lo que venía ocurriendo. Un ambiente de piedad
y devoción reinó allí en delante. Y así lo que había sido casa
endiablada, o lo que fuese, vino a ser la "Casa Santa" que hoy se
dice. Esto último quizá con algún reparo mental a la vista de las cosas
que pasan.
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Hernando Sanabria Fernández.
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Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano ± 2003
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Desde los tiempos del rey hasta bien entrada la república, eran siete,
bien contadas. La séptima arrancaba precisamente de donde es ho y
el "mercadito de oro" e iba hacia el sudoeste, casi paralelamente a la
prolongación de Isabel la Católica. Pero un buen día de esos, hace ya
un siglo, el propietario de los terrenos situados a uno y otro lado de
la séptima tomó la heroica decisión de cer rar la calle, o más bien
dicho callejón, que no era más por entonces, para consolidar su
propiedad y hacer que ésta, en vez de dos, partidas a lo sesgo, fuera
solamente una e indivisible. Se trataba de un señor con bastante
dinero en los bolsillos, muchas vinculaciones en la sociedad cruceña
de la época y muy bien ubicado en la política, como que era nada
menos que gobiernista de los más decididos.
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Hernando Sanabria Fernández.
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Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano - 200
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Para explicar lo que es, o más bien dicho lo que fue, pues hace
tiempo dejó de mostrarse, conviene manifestar que no era, acá entre
nosotros, el ente horrorizante, pavoroso y fatal de otras partes.
Temido, sí, pero sólo de parte masculina, y entre ésta únicamente de
cierta y determinada casta: La de los tunantes de mala fe (porque los
hay de buena) y los que andan a la caza de deleites fem eninos sin
reparo de conciencia.
Dizque aparecía por acá y allá, siempre sola, a paso ligero y sutil y no
antes de media noche. Vestía de negro riguroso, faldas largas a la
moda antigua, pero talle ajustado en el busto, como para que
resaltasen las prominencias pectorales. Llevaba en la cabeza un
mantón cuyo embozo le cubría la frente y aquello que podían ser
orejas y carrillos.
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Las diligencias del oficio, pues por oficio y medio de vida había
tomado las felices disposiciones de músico, no pudieron menos de
hacer que diese de mano a deberes y obligaciones naturales. Dizque
no era buen cristiano, para empezar, ni buen hijo, ni buen vecino, y
ni siquiera buen amigo, con respecto a sujetos que por las derechas o
por las izquierdas tuvieran compañía femenina apetitosa.
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Erase que se era una joven india bella como graciosa, hija del cacique
de cierta tribu que moraba en un claro de la selva. Amaba y era
amada de un mozo de la misma tribu, apuesto y valiente, pero acaso
más tierno de corazón de lo que cumple a un guerrero.
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Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano - 2003
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Pero sucedió que la niña puso los ojos y luego el corazón en un mozo
que, aparte la buena estampa y los desenvueltos a demanes, nada
más tenía a la vista. Cuando la celosa mamá se hubo dado cuenta de
que el fulano rondaba a su joya viviente, redobló la vigilancia sobre
ésta, a extremos de no dejarla salir un paso. Pero el galán resultó tan
enamorado como paciente y tan firme como tenaz en conseguir el
logro de sus ansiedades amorosas. Desde por la mañana hasta por la
noche, ahí se estaba en la esquina, plantado y enhiesto, a la espera
de que la amada asomase al corredor o siquiera a la puerta, para
cambiar con ella algún tiroteo de miradas o recibir la dulce rociada de
una sonrisa.
Por aquellos felices tiempos del rey había en todas las esquinas recios
troncos de cuchi, a ras de las aceras, para proteger las casas de los
encontrones de un carretón o servir de señal para la línea de lo
edificado. Se les daba corrientemente el nombre de mojones.
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La mocita era delgaducha y de poca alz ada, pero bonita, eso sí, y con
más dulzura que un jarro de miel.
No tenía el galán permiso de los padres de ella para hacer las visitas
de "cortejo" formal, por no conceptuarle digno de la aceptación. Pero
los enamorados se veían fuera de casa, en cualqu ier vera de
senderos o bajo el cobijo de las arboledas.
Entre tanto los celosos padres habían elegido por su cuenta, como
futuro yerno, a otro varón que reunía para serlo las condiciones
necesarias. Un buen día de esos notificaron a la hija con la decisió n
inquebrantable y la inesperada novedad de que al día siguiente
habrían de marchar al pueblo vecino para los efectos de la boda.
La última cita con el galán vino esa misma noche. No había otra
alternativa que darse el adiós para siempre. El tomó a ella e n los
brazos y apretó y apretó cuanto daban sus vigorosas fuerzas...
"Antes que ver en otros brazos a la amada, entre los suyos
contemplarla muerta".
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Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
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