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Hace muchos años cuando se estaba formando Matagalpa, estaban ubicados sus primeros
habitantes, cuentan que hubo una discusión y que apalearon a un sacerdote, no se sabe el
motivo, pero el sacerdote agarró su mula y se fue, pero antes de irse dijo una maldición
para los pobladores de esta ciudad.
Con el tiempo buscaron al sacerdote para saber cuál era esa maldición, y él les comunicó
que existía una culebra gigante que cubría toda la ciudad y que estaba amarrada por tres
pelos, la cabeza de esta culebra está en la Catedral de Matagalpa y la cola en el cerro de
Apante, y los tres pelos están amarrados en la quebrada del Yaguare, ubicada en el barrio
de Palo Alto.
Según la historia, ya se han reventado dos pelos, sólo falta uno, cuando estos tres pelos se
revienten se derrumbará el cerro de Apante y se reventarán fuentes grandísimas de agua que
atraviesan esa zona, entonces Matagalpa se inundará.
Los habitantes en su mayoría conocen esta historia, muchos dicen que no creen en esto,
pero otros afirman que así será.
La cieguita
Mercedes Gordillo
Los sábados íbamos al Parque Central, me llevaba mi papá a darle de comer a las tortugas.
Los muchachos del colegio les tiraban piedras, ese día ellos estaban allí. Una tortuga ciega
sintió una pedrada en su concha, pero yo la llamé por su nombre.
Leyenda de un gigante
Varios siglos atrás, existió en algún lugar de América, un joven indio, cuya única ambición
era la de poseer poder. El joven era orgulloso y presumido, siempre quería estar por encima
de los demás. Los dioses al notar la presunción y orgullo que caracterizaban al mancebo, y
su deseo de adquirir pode, pensaron en darle un buena y dura lección.
Y así aconteció que una mañana, al despertar, el joven indio se vio convertido en un
enorme y robusto gigante. Todos en la tribu le temían y obedecían, nadie se atrevía a
desacatar una orden o deseo del mancebo por temor a su fuerza y tamaño.
“Al fin”, pensó el indio, “he logrado obtener el poder que deseaba, todos me temen y
obedecen, soy el hombre más grande y poderoso de la tierra”
Pero un día el amor enterneció por primera vez el corazón del indio, y fue entonces cuando
su castigo empezó. Pues a causa de su gran tamaño nunca podría desposarse con la doncella
que supo despertar el amor en su corazón. Hasta ese día, el mancebo comprendió que el
poder no da la felicidad, sino el amor.
Entonces, triste y arrepentido, el indio realizó que los dioses no la habían transformado en
un gigante para regalarle el poder que tanto anhelaba, sino para hacerle comprender que no
es el poder lo que da la felicidad, sino el amor. E imploró el joven a los dioses su perdón
por haber sido tan ambicioso e insensato.
Los dioses, al ver que el arrepentimiento del indio era sincero, le otorgaron su perdón
diciendo: “Has comprendido ya en qué consiste la verdadera felicidad. Nuestro objetivo,
pues, está logrado, y por tanto, nosotros te otorgamos nuestro perdón y esperamos que
nunca olvides esta lección. Y ten siempre presente que solo el amor, y no el poder, puede
brindar la felicidad”.
El joven dio gracias a los dioses por aquella lección y nunca más volvió a desea poder. Tan
solo deseaba amar y ser amado por la doncella que depositando en su corazón la semilla del
amor, le hizo comprender la dulce verdad que por tanto tiempo había ignorado.
La Cita
Voy a salir, avisa el hombre en la sala con voz tan normal como decir “tengo hambre”.
Consulta el reloj como si hubiera pasado una hora esperando a obtener respuesta y va al
armario dejando a la esposa inalterable, viendo la televisión en el sillón tan cómodo que
cada vez que el hombre se sienta ahí, lo ataca el sueño. Ella está inmóvil, con el perfil
bombardeado por el intenso y vertiginoso cambio de luces de la pantalla.
Voy con mis amigos, continúa desde el cuarto, con un énfasis en “mis amigos” que la deja
excluida esperándolo hasta el amanecer.
Escoge la camisa blanca almidonada que la empleada planchó dos días antes. La saca de la
percha, la deja caer en la cama y busca los zapatos. Están sucios. Toma el derecho para
lustrarlo.
¡Ya imagino! , reclama la mujer como si resucitara de un estado cataléptico.
El hombre mete los faldones de la camisa dentro del pantalón acomodando la tela para
evitar las arrugas y cierra la bragueta. Comprime la panza, aprisiona el botón y asegura el
trabajo con el cinturón. Transpira. Busca un pañuelo y se seca. Lo introduce en el bolsillo
trasero. Se calza los zapatos. Se unta colonia y en el lavamanos cepilla los dientes viendo
en el espejo su enojado rostro.
Sos un desgraciado, dice ella sin ánimo ni fuerzas, cansada de reclamar cada viernes desde
que se casaron.