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El carnaval y los afrodescendientes de Buenos Aires a fines del siglo XIX:

negociando la inclusión en la nación 1

Lea Geler- Universitat de Barcelona/TEIAA

"Prepared for delivery at the 2009 Congress of the Latin American Studies
Association, Rio de Janeiro, Brazil June 11-14, 2009" - "Preparado para presentar en
el Congreso 2009 de la Asociación de Estudios Latinoamericanos, Río de Janeiro,
Brasil, del 11 al 14 de junio de 2009".

Program Track: Afro-Latin and Indigenous Peoples

INTRODUCCIÓN

Hasta hace relativamente poco tiempo, si nos preguntábamos acerca de la


“ausencia” de población afroporteña las respuestas solían ser unánimes: los negros
y mulatos de Buenos Aires habrían “desaparecido”. Existen extensos trabajos que
proponen diversas explicaciones a esta supuesta desaparición 2 , muchas de las
cuales están arraigadas en el sentido común de los argentinos en la actualidad.
Pero, más allá de los diversos factores que pueden haber influido en la declinación
del número de población afrodescendiente, esa “desaparición” se puede entender
como un proceso social de larga duración que habría comenzado a tejerse a
mediados del siglo XIX y que implicó no sólo la labor constante de los grupos
hegemónicos locales por construir un pueblo considerado óptimo para la nación en
construcción (es decir, blanco-europeo) y que se apoyaba en el aparato disciplinador
y coercitivo de un Estado en consolidación, sino también la de la sociedad en su
conjunto, incluyendo la de los propios afrodescendientes (Geler, 2008a). Así, para la
década de 1880 las cifras, los censos, la Historia y los discursos oficiales hablaban
auspiciosamente -aunque con cierto pesar- del triste destino de los negros
argentinos 3 . Y si para las últimas décadas del siglo XIX y principios del siglo XX la
supuesta “desaparición” ya estaba aceptada, esto no impedía sin embargo que los
“negros” tuvieran espacios en que adquirían una visibilidad notable, siendo uno de
los más importantes el carnaval.

1
Lic. en Antropología Social (UBA) y Dra. en Historia (Universidad de Barcelona). TEIAA/UB (Depto.
de Antropología Social e Historia de América y de África, Facultad de Geografía e Historia,
Universidad de Barcelona). E-mail: leageler@gmail.com. Este trabajo se inscribe en el proyecto de
investigación I+D (HUM2006-12351) del Ministerio de Educación y Ciencia de España.
2
Ver especialmente Andrews, 1989 y Goldberg, 1976.
3
Desarrollamos específicamente este tema en Geler, 2007. Allí propusimos que una de las bazas de
la desaparición se habría dado en el proceso de etnicización (Briones, 2005) de la población
afrodescendiente, sustentada en la participación gloriosa de los negros y mulatos en la gesta nacional
que los situaba como sujetos de importancia dentro del “pueblo” en construcción, siempre que
“civilizaran” sus costumbres.

1
En Buenos Aires, tanto en tiempos coloniales como a lo largo de todo el siglo
XIX y buena parte del XX, el carnaval era un evento mayúsculo (Martín, 1997;
César, 2005; Puccia, 1974). Aunque sufría altibajos, se constituía como una fiesta de
vital importancia en la ciudad, un momento en el que toda la población sin
distinciones se volcaba al festejo, incluyendo por supuesto a la comunidad
afroporteña. Para los afroporteños y afroporteñas que todavía se consideraban como
tales, el carnaval era una oportunidad de divertirse, de bailar y de actuar con una
libertad que pocas veces se vivía en la ciudad, y también de mostrarse como una
comunidad encaminada con pie firme al “progreso y la civilización” (Geler, 2008a).
Pero no eran sólo los afrodescendientes quienes “ponían en escena” la negritud en
los carnavales.
Si bien en este trabajo no profundizaremos especialmente en la participación
de los afrodescendientes en el carnaval 4 , sí nos focalizaremos en la representación
que se hacía repetidamente del “negro” en el espacio público durante los festejos
carnavalescos de finales del XIX y principios del siglo XX, señalando la posibilidad
de entender estas representaciones como “performances”. En este sentido,
entendemos por performance no sólo a una puesta en escena -con un fuerte anclaje
en lo corporal- que actualiza y transmite memorias enraizadas en el pasado (Taylor,
2004) y cuyo objetivo puede servir para cuestionar prácticas o símbolos (Vich, 2004)
sino que en su repetida ejecución puede plasmar designios impuestos y/o
consensuados entre grupos de poder y subalternos (Butler, 1988), permitiendo la
consolidación de un proceso de hegemonía, nunca completa y siempre contestada
(Williams, 1980).
Para ello, y desde una perspectiva histórico-antropológica (Sahlins, 1997),
tomaremos algunos relatos literarios de fines del XIX y principios del siglo XX junto
con una serie de caricaturas y notas sobre el carnaval aparecidas entre 1899 y 1905
en la revista Caras y Caretas. Por último, pondremos en perspectiva estas
publicaciones con los relatos que dejaron plasmados los afroporteños de las
décadas de 1870 y 1880 en sus periódicos comunitarios La Broma y La Juventud 5 .
De este modo, valoraremos los sentidos que circulaban en la urbe en relación con
los afrodescendientes porteños y con la “formación nacional de alteridad” (Briones,
2005) que se estaba gestando en el país.

Nota sobre la risa y lo cómico

Antes de entrar de lleno, debemos mencionar el reconocido estudio sobre el


carnaval en la Edad Media y en el Renacimiento de Bajtín (2005 [1987]). En él, el
autor ahonda en el modo en que las formas de comicidad expresaban la
cosmovisión y la cultura populares, encontrando su máxima expresión en la
celebración del carnaval, una fiesta que era vivida más que presenciada o actuada y
en la que desaparecían todo tipo de jerarquías sociales, privilegios, reglas y tabúes.
El carnaval era de carácter universal y traía aparejado la idea de renovación
completa. La “risa carnavalesca” tenía, asimismo, unas características complejas
difíciles de asir desde la comicidad de la modernidad. Para el autor, la risa
carnavalesca era patrimonio del pueblo (todos reían en una risa general), era

4
Ver Geler, 2008a.
5
Para más información sobre estos periódicos ver Geler, 2008b.

2
universal (contenía todo, incluido el propio carnaval), era ambivalente (alegre pero
sarcástica) y llegaba a escarnecer a los propios burladores. Esta última
característica “es una de las diferencias esenciales que separan la risa festiva
popular de la risa puramente satírica de la época moderna” (2005: 17).
Bajtín destaca de la cultura cómica popular medieval la concepción estética
de la vida práctica que la caracterizaba, denominándola “realismo grotesco”. Éste
sería un sistema de imágenes donde lo cósmico, lo social y lo corporal estaban
ligados indisolublemente y se diferencia por ello del romanticismo grotesco, aunque
algunas de sus características habrían perdurado con nuevos sentidos. En el
realismo grotesco medieval, la risa degrada y materializa y está ligada a lo material y
corporal. El cuerpo está unido al mundo a través de “… orificios, protuberancias,
ramificaciones y excrecencias tales como la boca abierta, los órganos genitales, los
senos, los falos, las barrigas y la nariz. En actos tales como el coito, el embarazo, el
alumbramiento, la agonía, la comida, la bebida y la satisfacción de las necesidades
naturales, el cuerpo revela su esencia como principio en crecimiento que traspasa
sus propios límites (…) Una de las tendencias fundamentales de la imagen grotesca
del cuerpo consiste en exhibir dos cuerpos en uno” (2005: 30). Por el contrario, en el
romanticismo grotesco “… la cosmovisión carnavalesca (…) deja de ser la visión
vivida (podríamos incluso decir corporalmente vivida) de la unidad y el carácter
inagotable de la existencia (…) En el romanticismo grotesco la risa es atenuada, y
toma la forma de humor, de ironía y sarcasmo. Deja de ser jocosa y alegre” (2005:
40).
Sugestivamente, los intelectuales subalternos afroporteños (Geler, 2008b)
reflexionaban sobre el carácter de la risa, sobre su uso y su significación,
dejándonos con sus pensamientos indicios del humor -o de los humores- que
recorrían en la época a esta comunidad subalterna. La risa “romántica” que
describiera Bajtín (2005) se presentaba para un periodista de La Juventud como el
modo de “dar la otra mejilla” ante las adversidades de la vida. De hecho, esa risa
sarcástica e irónica denotaba “cultura” frente a la grosería y a las formas grotescas
que resaltaban la corporalidad y que, como venimos observando, estaban también
ahí:
“En adelante caminaremos con la sonrisa en los labios; cumpliendo aquello
que Lamartine ha dicho: «La risa es la última de las facultades humanas».
(…) Reír en cambio de los que otros tantos han llorado (…) Hoy hay que
reírse de todo cuanto se encuentre hecho; y al preferir la risa al enojo, la
palabra culta y juguetona al insulto grosero y áspero (…) es porque queremos
entronizar la instrucción el progreso en la novel sociedad, logrando de paso
que la juventud se pueda inspirar en el crisol de los adelantados del
tiempo…” 6 .
Para los periodistas afroporteños, estas dos formas de risa contemporáneas
distinguían a quienes las utilizaran como personas “cultas” (comedimiento de la
expresión corporal) o como pertenecientes al mundo “popular” (el cuerpo como
protagonista). Según ellos, ya ni siquiera en carnaval la risa reencontraba la
universalidad desjerarquizadora que la había caracterizado con anterioridad. Esto
quedaba muy bien reflejado en las alusiones que se hacían a la “máscara”. Según
Bajtín, “[e]n el romanticismo, la máscara pierde casi totalmente su función
regeneradora y renovadora y adquiere un tono lúgubre. Suele disimular un vacío
6
La Juventud, “Risa!”, 10 de febrero de 1878.

3
horroroso (…) Por el contrario, en el grotesco popular la máscara cubre la naturaleza
inagotable de la vida y sus múltiples rostros” (2005: 42). Del mismo modo, la
máscara carnavalesca de los periodistas afroporteños no era una máscara
regeneradora, sino que era una máscara que encubría el dolor cotidiano, la pobreza.
Efectivamente, para uno de los periodistas no sólo en carnaval se usaban máscaras,
sino que la máscara era lo que caracterizaba la existencia diaria:
“[En] el Carnaval, después de la careta que todo el año cubre nuestro rostro,
le añadimos otra, demostrando así claramente y sin ningún temor con las
locuras que hacemos que hemos sido anteriormente, permítasenos la frase,
locos cuerdos. Reír en esos días es nuestra misión, aunque el corazón
[palabra ilegible] en el dolor. ¿No lo hacemos miles de veces en sociedad,
disimulando nuestro pesar? Entonces lo haremos cubiertos con la capa de la
locura o del disfraz: todo viene a ser la misma farsa” 7 .
Máscaras que intentaban simular alegrías pero que filtraban el dolor, el
desamor, la pobreza:
“Esto y otras cosas pensaba el martes de carnaval (…) En realidad no estaba
yo alegre (…) Pero al llegar al teatro mis labios ostentaron una sonrisa
«máscara de dolor» pues no era asunto de tener cara de Viernes Santo
cuando todos los semblantes armonizaban por la risa. Yo he sabido esa
noche que los labios pueden reír mientras el alma llora, he sabido…” 8 .
Esta mirada romántica de la vida se plasmaba continuamente en las páginas
de las publicaciones, donde la utilización de la ironía era una constante. Desde el
mismo nombre de La Broma hasta el manejo persistente de las cursivas y de las
comillas para resaltar tipográficamente ciertos elementos instalaban a los periódicos
y sus redactores y directores en el humor romántico, crítico, en la risa sesgada e
inmaterial 9 . Así lo enfatizaba La Broma, que sabía escribía sus críticas “… con el
satírico y el estilo farsaico que nos inspiran estas faltas de criterio y de seriedad” 10 .
Sin embargo, en las columnas de las publicaciones afroporteñas se “colaban”
risas distintas, modos de diversión y corporalidades siempre criticadas por su
intelectualidad. Si el protagonismo del cuerpo en el grotesco era, para Bajtín, uno de
los elementos fundamentales para entenderlo y caracterizarlo, hemos visto en varias
oportunidades cómo los intelectuales subalternos referían a personas “groseras”,
con “movimientos ampulosos”, que “gritaban” e “insultaban”, que provocaban
desórdenes. Pero además, se deja ver en los periódicos -especialmente en forma de
canciones y poemas- una “picaresca” en la que lo material y lo corporal volvían a
tener protagonismo frente a los sentimientos “profundos” y sus descripciones
rimbombantes. Un ejemplo lo exponía el poema “El campo verde” firmado por
“Mamerta”, en el que se relataba que una joven perdía la virginidad con un tal
Vicente, quien decía de ella: “Por eso nada me importa/si un rubio, moreno o chico,/

7
La Juventud, “El carnaval”, 6 de febrero de 1876, cursivas en el original.
8
La Broma, “Crónica”, 14 de febrero de 1880.
9
Es interesante que el tipo de humor que se desarrollaba en el periódico no resulta nada ajeno al
humor que se utiliza y permea todo lo cotidiano hoy día en la ciudad de Buenos Aires, de corte
satírico e irónico hasta las últimas consecuencias, que implica en primer lugar la ironía (no la risa) de
uno mismo.
10
La Broma, “Redacción”, 5 de agosto de 1881.

4
desea penetrar a la huerta/ y jugar con su……… abanico” 11 . Por su parte, Nicolás
Machado publicaba los siguientes versos:
“Soy fuerte en orto.....grafía/(…) Jamás pretiendo que yera/ Mi pluma algun
corazon/Pues tan solo es mi pacion (¡ojo!)/ Que es á C. y h. con maña/
Vuelvan con su fiera saña/ A rasparme el diapason [sic]” 12 .
O en La Broma se colaba la siguiente frase: “Juan Costa, (…)/ a su Conga le
cantaba/ y ella, negro, le decía,/ tocame pues, el tambor” 13 . De este modo, con la
picaresca surgían también las denominaciones internas de la comunidad, el “negro”,
la “conga”, epítetos que se utilizaban de forma intracomunitaria asumiendo la
afrodescendencia conjuntamente con la corporalidad del “grotesco popular” 14 .
En ese mundo material, corporal, desmedido, muchas veces violento, se
conformaba la esfera de “lo popular”, y los “negros” eran protagonistas allí aún en
contra de los deseos de sus intelectuales, como veremos enseguida. Es que el
cuerpo del negro “actuaba” lo popular. Sus formas de hablar, de moverse, su
sexualidad siempre resaltada por los miembros de los grupos hegemónicos eran los
estereotipos utilizados para definirlo, encontrando un punto de inflexión para ello en
la visibilidad que adquirían en el carnaval.

EL CARNAVAL PORTEÑO

Durante todo el siglo XIX el carnaval fue un evento de vital importancia en la


ciudad. Sus festejos, sus juegos, sus disfraces, sus músicas y bailes fueron objeto
de innumerables escritos, tanto en su época como posteriores. Toda la ciudad se
volcaba al festejo, incluso los “prohombres” de la nación -como Alberdi o Sarmiento-
disfrutaban del carnaval y hablaban de él en sus periódicos (César, 2005). Pero la
forma en que se entendía y se festejaba fue cambiando a lo largo de las décadas.
En la colonia y primera mitad del siglo XIX el carnaval de Buenos Aires puede
entenderse según los conceptos elaborados por Bajtín, un momento donde las
jerarquías sociales se suprimían y la fiesta se vivía en todos los rincones de la
ciudad, posibilitando la inversión de roles, el quiebre de las normas y la generación
de igualdad social a través de la burla (Bajtín, 2005; César, 2005) o communitas, en
el sentido de Turner (1999). Así, eran una tradición los juegos de agua y huevos de
olor, que organizaban a cuadrillas enfrentadas donde participaban todos los grupos
sociales mezclados.

11
La Perla, “Campo poético”, 15 de enero de 1879.
12
La Juventud, “Gacetilla”, 10 de diciembre de 1878, cursivas en el original.
13
La Broma, “Varillazos”, 3 de febrero de 1881, cursivas en el original.
14
Es interesante recalcar aquí una relación fonética particular: la que se da en la sucesión de las
palabras grotesco- grosero- grone- groncho. Estas últimas dos corresponden a dos voces en uso
actualmente en Buenos Aires, la primera es la inversión simple de “negro”, la segunda deriva de ésta
y ambas se utilizan para denominar despectivamente a personas de clase popular, supuestamente
faltas de modales o de educación. Por último, existe también un sonido familiar entre ese groncho/a y
el morocho/a, epíteto que comenzaba a utilizarse cariñosamente en la Buenos Aires finisecular para
referirse a alguien en principio de cabellos o piel oscuros, tal como lo expresaba un cronista en La
Broma: “Estoy enamorado con todo el fuego de mi alma, estoy delirante, loco por una tierna morocha
que tiene unos ojos matadores”. La Broma, “Conversación”, 18 de septiembre de 1879.

5
Aunque poco a poco se iba transformando, la importancia del carnaval no
decayó con el paso del tiempo y en la década de 1870 Buenos Aires presumía una
participación de 80.000 personas en la fiesta, lo que lo hacía más importante que el
de Río de Janeiro (Chamosa, 2003). Debido a esto, con la llegada del carnaval cada
año se ponía en alerta máxima a la policía, que movilizaba a la mayor cantidad de
efectivos posibles para prevenir peleas y tumultos (Puccia, 1974). Asimismo, se
sucedían las reglamentaciones y proscripciones sobre una fiesta que, incluso, había
sido prohibida totalmente y “para siempre” por Rosas (Puccia, 1974; César, 2005).
Para 1880 el carnaval empezaba a tener un antes -el “carnaval de antaño”,
como se lo empezó a llamar- y un después (Carricaburo, 1987) 15 . Y aún si
conservaba todavía algunas de las características típicas del carnaval de antaño,
con el correr de los años fue perdiendo paulatinamente su espontaneidad y
tumultuosidad, y tanto el Estado como los grupos hegemónicos fueron imponiendo
sobre la fiesta mayor control, justificado en la ideología del “progreso, orden y
civilización”.
De este modo, llegado el siglo XX el carnaval porteño se convertía en un
espacio para la acción disciplinaria y ejemplificadora de los hombres de elite, y se
imponía como un ámbito preferente para la representación pública del ideal de la
sociedad argentina, una sociedad que ya especificaba que no contaba con “negros”.
De hecho, el carnaval fue paulatinamente entendido como un terreno en el que era
necesario el refinamiento y la civilización de las masas, al exponerse lo “popular” a
pleno. Como lo expresaba uno de los redactores de Caras y Caretas:
“El carnaval no muere, pero sí se moderniza. A la grotesca broma (…) ha
sucedido la mascarada risible e inofensiva (…). No es Momo un tipo
conservador de tradiciones añejas (…) y si antes rió con carcajada
estentórea, hoy sonríe solamente, rindiendo pleito homenaje a las modernas
costumbres” 16 .
Esta cita recuerda directamente a las diferencias descriptas por Bajtín (2005)
entre la risa popular medieval (una risa grotesca que lo abarcaba todo y todo lo
regeneraba) y la risa romántica, caracterizada por el sarcasmo y la lejanía. Era una
diferenciación que, a su modo, se imponía también en la Buenos Aires de finales del
XIX y principios del XX simbolizando la modernidad y la moralidad de las
costumbres, y que transformaba un carnaval en el que los “negros” reaparecían una
y otra vez en el espacio público.

LO NEGRO SE PONE EN ESCENA

En principio, debemos hacer notar que en la época que trabajamos la


presencia “negra” en los carnavales era repetidamente traída a colación por
numerosos relatos literarios y libros de memorias, con el recuerdo de los candombes
de los negros acaecidos durante la época de Rosas (1829-1852). Esto se hacía
dando fuerte relevancia a los movimientos sexuados que componían la danza y al

15
Aunque no lo revisaré aquí, es interesante señalar que en aquel carnaval de “antaño” que
comenzaba a extrañarse, los negros se conformaban como figuras fundamentales pero, a diferencia
del nuevo carnaval, en cuerpo presente.
16
“Los corsos”, Caras y Caretas, año 7, nº 283, 5 de marzo de 1904, cursivas en el original.

6
sonido de sus tambores -que se consideraba infernal- asociando a los candombes
afroargentinos con el salvajismo y la lujuria de una época considerada asimismo
bárbara.
-Figura 1. “Candombe en tiempos de Rosas” (Boneo). Caras y Caretas, 21 de
febrero de 1903.

Por ejemplo, en 1907, al describir un candombe de la época de Rosas,


Ramos Mejía hacía énfasis en estos aspectos poniendo de relieve, primero, la
barbarie -“pintarrajeados tambores” tocaban “un ruido del más desastroso efecto”
(en Puccia, 1974: 27)- pero también el erotismo de la escena:
“Sudorosos y fatigados por la larga peregrinación marchaban sin embargo,
con cierto desembarazo vertiginoso, imprimiendo al cuerpo movimientos de
una lascivia solmene y grotesca. Las negras, muchas de ellas jóvenes y
esbeltas, luciendo las desnudeces de sus carnes bien nutridas, revelaban en
sus rostros alegres, un ánimo satisfecho y despreocupado. Las gráciles
Venus imponían con indolencia las mamas rotundas como una expresión de
su poder fecundante” (en Puccia, 1974: 27).
Como ha destacado César, la presencia de “lo otro” (de lo negro) en una
fiesta que se define por el quiebre de lo cotidiano es consecuente con lo esperable:
la irrupción en los cuerpos del “impulso orgiástico” (2005: 225) reprimido, que según
la tipología de la época representaban los negros y las negras. Una y otra vez
aparecían en libros, periódicos y revistas alusiones a los negros y negras, a sus
bailes y a su música en los carnavales, siendo protagonistas indefectibles de ellos
aún cuando se los declarara desaparecidos y la época de Rosas quedara cada vez
más lejana.
Así, en 1901 y ahondando en el mismo sentido de señalamiento de la
hipersexualidad de los negros y negras que quedaba expuesto en los bailes
carnavalescos, un humorista de Caras y Caretas preguntaba “¿Cómo se van
ustedes a divertir mañana?”, proponiendo en distintas viñetas diferentes modos de
diversión. Entre ellos aparecía una negra bailando y vestida de acuerdo con la
vestimenta que se veía en el cuadro de Boneo (figura 1), con la siguiente inscripción:
“Bailando con muchas contorsiones”.

7
-Figura 2. Preguntando sobre las diversiones de carnaval. Caras y Caretas, 16 de
febrero de 1901

La asociación entre sexualidad y negritud en tiempos de carnaval se


encuentra también en el libro de Lucio V. López, La gran aldea, de 1884. Allí, el
autor describía uno de los bailes a los que acudía Alejandro, un cochero mulato
integrante de la comparsa Los Tenorios del Plata que seducía a una sirvienta vasca
(se les denominaba “franceses”) y la llevaba a uno de los bailes carnavalescos que
se repartían por toda la ciudad después de los desfiles:
“Era la última noche de carnaval y el mulato Alejandro estaba de baile. Su
comparsa, los «Tenorios del Plata», con un brillante uniforme blanco y celeste
y sus botas imitadas en hule, invadía el teatro de la Alegría (…). Graciana,
una linda y traviesa francesita (….) había cautivado el alma del mulato, sin
que los antagonismos de raza fueran una razón de timidez por parte del
cochero o de repugnancia por parte de la sirvienta. (…) Graciana comenzó
por resistir y Alejandro terminó por vencer. Verdad es que el pardo tenía,
según él, un ascendiente poderoso sobre el bello sexo. (…) Alejandro vistió su
uniforme de «Tenorio», color blanco y celeste, con gorra de oficial de marina,
espléndido specimen de mojiganga criolla…” (1903: s/d).
López enfatizaba el poder seductor de Alejandro sobre Graciana, y también el
mestizaje irrefrenable que esto conllevaba. Pero había una diferencia significativa
aquí dada por la vestimenta de Alejandro, que ya no era la que supuestamente
vestían los negros candomberos sino que estaba relacionada con la impuesta por
los denominados “negros tiznados” ”, es decir, los “falsos negros”.
Es que la importancia de “lo negro” en el carnaval venía acompañada por un
curioso proceso de puesta en escena de la “negritud carnavalesca” por parte de
diversos grupos de la ciudad. Es especialmente notable la creación de la comparsa
carnavalesca Los Negros en 1860, compuesta por la “flor y nata” de la aristocracia
local.

8
-Figura 3. Formación de Los Negros en 1869. Caras y Caretas, 21 de febrero de
1903

Esta asociación festiva desfilaba por las calles de Buenos Aires imitando la
música y las canciones de los “negros”, y lo hacía con sus participantes “tiznados”,
es decir, con la cara pintada de negro. Eran tan importantes los miembros de este
club social (pertenecía algún Ezcurra, Láinez, Rojas, Ocampo, Lynch, Cané o Mitre)
que las noticias referidas a sus reuniones, elecciones y otras actividades se veían
reflejadas en los periódicos de mayor tirada de la ciudad (Puccia, 1974). En sus
memorias, Ernesto Barreda -cuyo padre participaba en esta asociación- recalcaba
que “«Los Negros», pese a la sugestión «Mozambique», vestían en uniforme militar
de líneas húngaras, compuesto de pantalón blanco, casaca celeste y gorra con
visera, todo del mejor paño” (en Puccia, 1974: 46). En este sentido, el “disfraz” de
Los Negros era similar al que vestía el Alejandro de López unos años más tarde.
Barreda seguía: “No formar parte de aquella sociedad era estar excluido de
distinción y mérito (…) Los miembros ostentaban un apodo a manera de título,
tomado de las funciones o bribonadas de los negros auténticos” (en Puccia, 1974:
46).
Así, la comparsa Los Negros remitía en su nombre, sus canciones y en sus
caras pintadas al carbón a un estereotipo que conformaba al “negro” como un ser
leal, sumiso, poco educado, divertido y “bribón”, que la mayoría de los participantes
en este club recordaría como sirvientes en sus casas acomodadas, como se podía
deducir de las canciones que entonaban para las fiestas y que imponían la dicotomía
negro/trabajador-esclavo y blanco/patrón-amo: “del niño blanco yo he sido esclavo/y
he sido un negro trabajador” (Puccia, 1974: 46). Las letras daban también lugar a las
alusiones a la sexualidad y poder de seducción que los negros y las negras poseían
según el imaginario de la época y que salía a flor de piel en la época de permisividad
por excelencia: “Una negra y un negrito/se pusieron a jugar./Él, haciéndose el
travieso/ y ella, la disimulá”// ¡Ay! Déjame, Pachinguito,// ¡Ay! Déjame, por piedad./
Que si mamá nos mira,/ que si te ve mamá…” (Puccia, 1974: 47).
La presencia continuada y la importancia de la comparsa Los Negros quedó
reflejada en un curioso proceso que se vivió en la ciudad de generalización del
disfraz de negro, descripto en un artículo publicado en Caras y Caretas del año 1899
y que citamos en extenso:
“Cerrado el período de los candombes por desaparición natural de quienes
mantenían la tradición, los elegantes de la época encontraron cómodo y
original atribuir un traje de su invención a los pobres morenos candomberos y

9
con él una mano de negro humo y un poco de citación a lo que se llamaba
bozales -que no hablaban bien el español- echaron los fundamentos del
ridículo negro de carnaval que se aleja tanto de la verdad como [los otros
disfraces]. (…) Y en un buen día de Carnaval se vio por primera vez una
comparsa de negros convencionales paseando nuestras calles con su
casaquilla y gorrita roja, su pantalón blanco con bota de charol y sus cantos
alegres acompañados por el monótono tan tan y los obligados jarros de lata
rellenos de maíz, que seguían con su ruido áspero el ritmo de aquellos. Hizo
furor la comparsa (…), [cuyos] miembros eran los jóvenes más distinguidos de
Buenos Aires (…), [que] recorrió triunfante los salones más aristocráticos (…)
Al año siguiente las comparsas del género fueron legión. El pueblo se había
apoderado de la idea y agregando detalle aquí y suprimiendo detalle allá, hizo
los candombes ambulantes que hoy conocemos, verdaderos tormentos del
vecindario. Desde los conventillos hasta las casas aristocráticas, desde los
sirvientes a los patrones, nada ni nadie dejó de pagar tributo a la tradición,
pudiéndose decir con verdad ¿quién no ha sido negro en su vida? (…)
Lucharon las dos tendencias y al fin los negros cedieron el terreno, pasando a
segundo plano, de allí a tercero y de éste al modesto y deslucido que hoy
ocupan, confundidos con sus similares los condes y marqueses de careta de
alambre y los Moreiras de barba negra y guitarras con cintas…” 17 .
De este modo, en los aproximadamente 40 años transcurridos desde la
fundación de la sociedad de elite Los Negros hasta la generalización del disfraz de
“negro” en la ciudad, se había logrado conformar un estereotipo del “negro” que
surgía con fuerza en el contexto carnavalesco de inversión de roles y códigos
sociales. Frente a la “desaparición natural” de la población negra de la ciudad, los
jóvenes de la aristocracia local habían fundado una comparsa que no sólo imitaba
sino que recreaba a su manera la actuación de los candombes por las calles de
Buenos Aires, algo que fue inmediatamente retomado por el resto del “pueblo”, a su
vez reinterpretando en modos diversos la imagen de los “pobres negros”. Las
performances de los negros devolvían a los afroporteños al espacio público y
lograban que se consolidara un significativo consenso en cuanto a su desaparición
(aparentemente desafortunada). Esta puesta en escena traía a la memoria su
presencia -o ausencia- burlándose de sus supuestas “verdaderas” costumbres y
creaba un espacio de cierta permisividad sexual para los intérpretes.

17
El candombe callejero”, Caras y Caretas, año 2, nº 19, 11 de febrero de 1899. Las cursivas son
nuestras.

10
-Figura 4. Comparsa Los Cuatro Negros Unidos. Caras y Caretas, 23 de febrero de
1901

-Figura 5. Comparsa Estrella Africana del Sud. Caras y Caretas, 22 de febrero de


1902

Así, en los albores del siglo XX el disfraz de “negro” se había convertido en un


obligado para una fiesta que con la llegada del nuevo siglo, aún pese a las
restricciones cada vez más severas, volvía a florecer. Y el punto máximo de estas
representaciones de negros pasó a ser el uso masivo de la “máscara de negro”.

11
-Figura 6. Grupo carnavalesco con una máscara de negro. Caras y Caretas, 14 de
marzo de 1903

Como puede observarse, si en principio quienes participaban en la comparsa


Los Negros y sus seguidores posteriores se tiznaban la cara para investirse en
negros, en los años posteriores se generalizó la utilización de una máscara que no
sólo ocultaba a su portador, dándole aún mayor libertad de acción, sino que le
permitía “ser” negro. En una nota de la revista Caras y Caretas de 1899 se describía
lo que sigue:
“…sudorosos, untuosos, lustrosos, oliendo a cosas acres, lamentables y
graciosos por eso, los negros postizos [muestran] la decadencia del género
hasta en la cortedad desganada de las mojigangas (…) [C]ada hombre,
metido en su envoltura convencional, hace esfuerzos para imitar el tono y las
peculiaridades morales del ser que representa y que le seduce. Estoy seguro
que hay máscara representativa que se posesiona de tal manera de su papel,
que llega a lamentar ser hombre” 18 .
Entrevemos en esta cita cómo se vivía en la ciudad un carnaval ligado aún
con aquella forma de fiesta en donde se producía la burla de todos, por todo, por
todos (Bajtín, 2005) y que posibilitaba la puesta en práctica de la liminalidad de la
que Turner (1999) hablaba, en la que para algunos de sus protagonistas investirse
en otro era algo más que disfrazarse. “Ser” negro era algo posible, aunque acotado
a una época ritual particular. Es que en definitiva, ser negro no era algo “deseable”
fuera del carnaval. Una viñeta de Caras y Caretas de ese año mostraba la utilización
de este disfraz, pero enfatizando el hecho de que volverse negro a efectos del
carnaval, es decir, portar la máscara de negro, debía ser algo momentáneo para un
“señorito” blanco.

18
“Crónica carnavalesca”, Caras y Caretas, año 2, nº 19, 11 de febrero de 1899.

12
-Figuras 7 y 8. “Episodio carnavalesco”, Caras y Caretas, 23 de febrero de 1901

Las consecuencias de olvidar quitarse la máscara podían ser, por ejemplo,


que se asustara a la familia, como quedaba claro al final del chiste. Pero, además,
esta viñeta basaba su gracia en el desconcierto que tal disfraz podía causar, ya que
aparentemente daba lugar a confundir lo representado con lo real. Así, representar
al negro (es un negro en singular porque se trata de la representación de un
estereotipo) podía llevar a “ser” negro, o ser creído por otros como negro.
En otro interesante ejemplo de confusión entre lo real y lo representado, en
1899 Caras y Caretas publicaba caricaturas de diversos disfraces que se habían
visto en el carnaval de aquel año. Una de ellas era la de un participante “del
candombe «Los Eternos»”. Si nos guiásemos por el título de las viñetas -“Máscaras”-
se trataría de alguien portando un disfraz. Sin embargo, el supuesto disfraz de la
caricatura no estaba de acuerdo con cómo se describía o se veía en las fotos a las
comparsas de falsos negros (un uniforme estilo militar-grotesco o un símil frac), sino
que se asemejaba a un negro “real”, según los había pintado Boneo (figura 1).
-Figura 9. “Máscaras”. Caras y Caretas, 18 de febrero de 1899

13
Del mismo modo, Caras y Caretas publicaba en 1901 un cuento de Fray
Mocho titulado “Cosas de negros” 19 , que describía una conversación entre un negro
de “verdad” y un “blanco” disfrazado de negro. Intentando entablar conversación, el
“falso” negro preguntaba al de “verdad”: “-Vea… No se cómo decirle (…) Usté’s
moreno endeveras o es disfrasao como yo, nomás?” [sic] 20 . La gracia de estas
frases se encontraba nuevamente en la posibilidad/imposibilidad de confusión entre
un negro “real” y un negro “falso”. El diálogo de Fray Mocho continuaba y el hombre
disfrazado revelaba el objetivo de su disfraz: captar el amor de una “pardita”, lo que
suscitaba la siguiente reflexión del negro de “verdad”: “Mire que se necesita pecho
pa crér que un negro puede ser suertudo en algo y cuantimás en amores…! Si no
hay bicho más desgraciao qu’el negro, compañero…” [sic] 21 .
En época de carnaval ser negro “endeveras” o representar a un “negro” podía
confundirse, volviendo a la representación del negro -en su coyuntura al menos- algo
más que una simple actuación. Pero además, Fray Mocho, quien dirigió Caras y
Caretas entre 1898 y 1903 y que solía incluir a negros y negras en sus
producciones, mostraba aquí el reverso de ese estereotipo que no dejaba de
reproducirse y que hablaba del triste mundo en que los negros y negras se movían,
plasmando también su aparente modo de hablar, o “hablar en pardo” 22 . El cuento
implicaba, asimismo, que el color de la piel influía en la formación de parejas, en
general propiciando la mezcla, ya que las “negras” buscaban “blancos” y viceversa
(el negro “real” del cuento cortejaba a una “rubiecita”). La puesta en escena de
pautas estereotipadas de los negros y negras seguramente enfatizaba el deseo por
tenerlos de compañeros sexuales, profundizando el altísimo y silenciado proceso de
mestizaje de la ciudad y acentuando una blanquitud que subsumía las categorías de
mestizo/mulato (Andrews, 1989; Frigerio, 2002; Geler, 2008a).
Así, la construcción y puesta en juego de este personaje estereotipado, que
implicaba un gran potencial como icono sexual aún a pesar de la realidad penosa en
que se suponía vivía, y que insertaba en la fiesta una “africanidad” (Chamosa, 1995)
que se insistía desaparecida, condensaba los deseos de muchos hombres y mujeres
de diversas extracciones sociales, siendo su éxito notable. Pero además, dejaba
claro que en época de carnaval, “ser” o “parecer” negro no era algo muy distante.

LA PERFORMANCE DEL NEGRO COMO ASUNCIÓN DE LA BLANQUITUD

Si la supuesta desaparición de los negros de Buenos Aires parecía ser un


hecho consumado, la performance del negro dejaba patente que no había “negros
de verdad” en la escena pública a la vez que era una importante forma de generar
memoria colectiva de tiempos “pasados” -pero también presentes- a través de la

19
La expresión “cosa de negros” era común en la época como forma de caracterizar conductas
inapropiadas e ininteligibles (Rossi, 2001), una expresión que dejaba claro el estigma que pesaba
sobre la comunidad afroporteña, el extrañamiento que producían algunas de sus prácticas y también
la generalización de su figura.
20
“Cosas de negros”, Caras y Caretas, año 4, nº 125, 23 de febrero de 1901.
21
Ibid.
22
Suplantar la “r” final de las palabras por la “l”, como en “sufril”, era una de las características del
“habla parda”, una forma de hablar que caracterizaba a la población más humilde entre los
afroporteños; “una media lengua” según la describe Rodríguez Molas (1962) que era exaltada en los
años de gobierno de Rosas y que dejaba patente su supuesta falta de educación.

14
construcción de un estereotipo racial considerado ya casi inexistente. Y era el
“pueblo” conjuntamente con sus clases “aristocráticas”, es decir, “los argentinos” -
nuevos y nativos- los que escenificaban a través de este personaje su propia
blanquitud. Según Seigel (2000), los inmigrantes que a principio del siglo XX
utilizaban el disfraz del negro 23 , resaltaban y rearticulaban las fronteras de la
blanquitud en la que ellos estarían insertos, a través de la parodia y el ridículo de
estos grupos sociales y, simultáneamente, profundizaban la marginación y la
producción de estereotipos de las comunidades en cuestión.
Pero, ¿qué pasaba con los afrodescendientes? Debemos destacar que los
que todavía se reconocían como negros y como negras desfilaban efectivamente en
sus comparsas carnavalescas, tanto candomberas como musicales, y organizaban
sus bailes particulares, que eran muy concurridos. Y muy interesantemente, muchos
afrodescendientes de Buenos Aires, embarcados en la regeneración y el progreso
de su comunidad a través de la labor constante de sus intelectuales subalternos en
ese sentido (Geler, 2008a), también representaban al “negro” en época de carnaval.
Esta idea queda clara cuando nos centramos, por ejemplo, en las canciones
cantadas en el carnaval de 1881 por la comparsa afroporteña Los Humildes
reproducidas por el periódico La Broma. Allí, encontramos un vals, una mazurca y
dos tangos. Los dos primeros, escritos en un castellano correcto, los dos últimos, en
“pardo”. Algunas frases del vals eran: “Si nací humilde de cuna/Mi fortuna no es
igual/Yo aspiro por mi desgracia/Y a tu gracia angelical/ Por qué ingrata me
abandonas/Y amontonas mi pesar/ Y abrumas mi pobre alma/Sin tener de ella
caridad” 24 .
Pero a diferencia del castellano perfecto del vals, algunas de las frases del
primer tango eran: “Buen dia lamo/ Lama buen dia/ Aqui estan los neglos/ (…) A
lemostale/ La mil fineza/ Que el neglo humilde/ Saven asel// (…) Todo lo neglo/
Somos cupido/ Prosupuesto/ Para la mos” [sic] 25 .
Y del segundo tango:
“Mundele y cagombo baila/ La masucra y el Chota ingré/ Requebrando sintula
solo/ Y alastrando tambien los piés// Baila baila tu muango neglo/ Y la bunda
meneala bien/ Que ni el mismo carianga puela/ Con su glacia y su lusilé// (…)
Poble neglo baila candobe/ Y el quisanche plonto templa/ Pala bailar en la
cancha unidos/ Los tres dias de carnaval” [sic] 26 .
Es decir que en el mismo desfile de comparsas, Los Humildes pasaban de
canciones y músicas “civilizadas” a cantar “en pardo” al son de los tambores,
moviéndose entre la representación del estereotipo del negro y la representación sin
supuesta alusión racial, pero evidentemente blanca/europea. Debemos remarcar la
utilización de la famosa frase “pobres negros” en su forma parda “poble neglo”,
asumiendo y reproduciendo el fatal destino de raza que se trazaba desde los
discursos hegemónicos, un destino signado por la desaparición (Geler, 2007). En
esas frases se ve también la descripción del modo de bailar el candombe, ese modo
particular que se trataba de imitar y que provocaba las alusiones sexuales,

23
Y también del “indio”, recreando batallas donde en general todos morían (Seigel, 2000).
24
“Canciones carnavalescas”, La Broma, 6 de marzo de 1881.
25
Ibid.
26
Ibid.

15
quebrando la cintura y arrastrando los pies. Es muy llamativo que esas sugerencias
de sexualidad sólo se encuentren en los versos en “pardo”.
Otro interesante ejemplo de la representación racial que los afroporteños
desempeñaban, especialmente visible en el contexto carnavalesco, se encuentra en
los disfraces utilizados para los bailes de máscaras. Entre otros, en 1880 uno de los
periódicos afroporteños enumeraba los que siguen:
“… reinas y aldeanas que se codeaban, turcos de vistoso turbante que hacían
muy bonitos vis-à-vis con hermanas de caridad (…) las bellas y floridas
jardineras más fragantes que las flores que llevaban, las graciosas negras de
«labios de coral y ojos de fuego», en fin, todo aquel extraño aspecto
amenizado por alegres carcajadas…” 27 .
El disfraz de “negra”, del que el periodista exaltaba su sensualidad, parece
haber sido muy común en los bailes carnavalescos afroporteños. La Juventud había
mencionado repetidas veces el traje de “africana” en la crónica de los bailes de
carnaval de la comunidad de 1876:
“Rosa Potaars vestía de Africana (…) Las niñas de Camuzzo desempeñaban
el papel de africanas, habiendo estado muy complacientes con todas las
personas” 28 .
Y en 1882, un anuncio inserto en el cuerpo de una noticia en La Broma decía:
“Invitamos a nuestras bellas a que se tomen la molestia, si molestia es buscar
la economía en estos tiempos en que las Pastoras y las Condesas, las
Negras y las Gallegas hacen su papel en los bailes de máscaras, a que pasen
por el nuevo y gran baratillo La Paraná” 29 .
De este modo, los afrodescendientes -es decir, los que podían ser
considerados los “negros de verdad”- asumían al personaje del negro estereotipado
que ayudaban a consolidar y que se ponía en escena en el tiempo del carnaval; y
creemos que al hacerlo reforzaban su propia blanquitud a través de la communitas
(Turner, 1999) que todavía se generaba en el carnaval y que incluía e igualaba a
todos los participantes en una “argentinidad” (que como sabemos era
blanca/europea) que se afianzaba poco a poco. Debemos destacar que las
performances de negros realizadas por los propios afrodescendientes se daban
tanto en los desfiles públicos -a través de la actuación de las comparsas- como en
los espacios privados de los bailes de máscaras, por lo que esta representación no
puede simplemente catalogarse como una actuación de cara a una audiencia
extracomunitaria (Geler, 2008a).
Para estos descendientes de los antiguos esclavizados y esclavizadas, el
carnaval era la oportunidad de investirse en aquel ciudadano que se le pedía que
fuera con todas sus aristas (la única que no cumplían era la de la “blanquitud”) y
también de traer al espacio público su propia memoria marginada, más no fuera a
través de una representación burlesca y estereotipada. Simultáneamente, al
parodiarse a “sí mismos” dejaban en evidencia algunos de los mecanismos

27
“Crónica”, La Broma, 14 de febrero de 1880, las cursivas son nuestras.
28
“Conversación”, La Juventud, 12 de marzo de 1876, cursivas en el original.
29
“Sueltitos de costumbre”, La Broma, 13 de enero de 1882, cursivas en el original.

16
simbólicos por los que se “creaba” al “negro” 30 , y cómo el “negro” podía encauzarse
hacia la “civilización” y castidad que requería la blanquitud. Pero, además, nos obliga
a preguntarnos si, efectivamente, los afrodescendientes sentían que era a ellos
mismos a quienes se estaba parodiando. Es decir, si todos representamos/somos el
negro, ¿dónde está el “negro real”? No está, porque somos todos o, como se
preguntaban desde Caras y Caretas, “¿…quién no ha sido negro en su vida?”.
De todas maneras, debemos destacar que aún sacando el personaje del
negro del cuerpo, quedaban rastros -los “cuerpos torturados” de De Certeau (1995:
124)- que devolvían a la memoria comunitaria las aberraciones y marginalizaciones
sufridas en tiempos pasados y presentes, y que promovían desigualdades internas
en la comunidad que signaban su propia continuidad (Geler, 2008a). Las
percepciones de la negritud corporal evidentemente estaban en un proceso continuo
de cambio y disputa, entre los miembros de la comunidad y de los otros grupos
sociales, en un diálogo constante en el que comenzaban a pesar nuevas
reagrupaciones que irían ligando paulatinamente la percepción de tonos particulares
de piel con ciertos comportamientos (la corporización de lo grotesco), separando al
mundo popular, cada vez más silenciadamente mezclado, más innovador y más
necesario de disciplina a los ojos de la elite, del que no lo era. Pero mientras duraba
el carnaval, en Buenos Aires todos podían ser “negros” de manera momentánea,
divertirse y gozar de mayor libertad sexual según el estereotipo construido y, al
mismo tiempo, permitía a todos volver a ser “blancos”, “civilizados” y sexualmente
recatados cuando la fiesta acababa. Si bien es evidente que no podemos extrapolar
la performance del negro sucedida en tiempos de carnaval al tiempo “secular”, sí nos
parece muy interesante remarcar este proceso dado en un contexto de gran
importancia simbólica para la población de la ciudad, en el que se vehiculizaba la
inclusión de la población afrodescendiente en el blanco de la nación. Este proceso
co-actuaba con una serie de demandas, marcaciones, luchas, marginalidades y
formas de disciplinamiento que vivían los afroporteños (Geler, 2008a), que fueron
creando una blanquitud argentina en donde los negros no representaron una
alteridad significativa. En parte, y justamente, porque todos fuimos negros alguna
vez.

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30
Con esto no queremos en ningún caso desdibujar el terrible y fundamental papel de la historia de
esclavitud en la “creación” del negro y de la subordinación económica y social en que vivían sus
descendientes, sino señalar un proceso más.

17
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