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Los mitos griegos
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Los mitos griegos

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Los mitos griegos es una obra que sistematiza la abundante información existente sobre los dioses y los héroes de Antigüedad griega. La voluntad enciclopédica de recopilar ordenadamente toda la información disponible combinada con el estilo literario elegante y fresco que convirtió a Robert Graves en uno de los narradores históricos más sobresalientes de las últimas décadas hacen de él un libro imprescindible.
LanguageEspañol
PublisherGredos
Release dateMay 30, 2019
ISBN9788424939199
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Los mitos griegos - Robert Graves

Título original: The Greek Myths

© The Trustees of the Robert Graves Copyright Trust.

© de la traducción: Esther Gómez Parro.

© de esta edición digital: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2019.

Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: GEBO533

ISBN: 9788424939199

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Prólogo

Prefacio

Introducción

1. El mito pelasgo de la creación

2. Los mitos homérico y órfico de la creación

3. El mito olímpico de la creación

4. Dos mitos filosóficos de la creación

5. Las cinco edades del hombre

6. La castración de Urano

7. El destronamiento de Crono

8. El nacimiento de Atenea

9. Zeus y Metis

10. Las Parcas

11. El nacimiento de Afrodita

12. Hera y sus hijos

13. Zeus y Hera

14. El nacimiento de Hermes, Apolo, Ártemis y Dioniso

15. El nacimiento de Eros

16. Naturaleza y hechos de Posidón

17. Naturaleza y hechos de Hermes

18. Naturaleza y hechos de Afrodita

19. Naturaleza y hechos de Ares

20. Naturaleza y hechos de Hestia

21. Naturaleza y hechos de Apolo

22. Naturaleza y hechos de Ártemis

23. Naturaleza y hechos de Hefesto

24. Naturaleza y hechos de Deméter

25. Naturaleza y hechos de Atenea

26. Naturaleza y hechos de Pan

27. Naturaleza y hechos de Dioniso

28. Orfeo

29. Ganimedes

30. Zagreo

31. Los dioses del mundo subterráneo

32. Tique y Némesis

33. Los hijos del Mar

34. Los hijos de Equidna

35. La rebelión de los gigantes

36. Tifón

37. Los Alóadas

38. El Diluvio de Deucalión

39. Atlante y Prometeo

40. Eos

41. Orion

42. Helio

43. Los hijos de Heleno

44. Ión

45. Alcíone y Ceice

46. Tereo

47. Erecteo y Eumolpo

48. Bóreas

49. Álope

50. Asclepio

51. Los oráculos

52. El alfabeto

53. Los Dáctilos

54. Los Telquines

55. Las Empusas

56. ío

57. Foroneo

58. Europa y Cadmo

59. Cadmo y Harmonia

60. Belo y las Danaides

61. Lamia

62. Leda

63. Ixión

64. Endimión

65. Pigmalión y Galatea

66. Éaco

67. Sísifo

68. Salmoneo y Tiro

69. Alcestis

70. Atamante

71. Las yeguas de Glauco

72. Melampo

73. Perseo

74. Los mellizos rivales

75. Belerofonte

76. Antíope

77. Niobe

78. Cénide y Ceneo

79. Erígone

80. El jabalí de Calidón

81. Telamón y Peleo

82. Aristeo

83. Midas

84. Cleobis y Bitón

85. Narciso

86. Filide y Caria

87. Arión

88. Minos y sus hermanos

89. Los amores de Minos

90. Los hijos de Pasifae

91. Escila y Niso

92. Dédalo y Talos

93. Catreo y Altémenes

94. Los hijos de Pandión

95. El nacimiento de Teseo

96. Los trabajos de Teseo

97. Teseo y Medea

98. Teseo en Creta

99. La federalización del Ática

100. Teseo y las Amazonas

101. Fedra e Hipólito

102. Lapitas y Centauros

103. Teseo en el Tártaro

104. La muerte de Teseo

105. Edipo

106. Los siete contra Tebas

107. Los Epígonos

108. Tántalo

109. Pélope y Enómao

110. Los hijos de Pélope

111. Atreo y Tiestes

112. Agamenón y Clitemnestra

113. La venganza de Orestes

114. El juicio de Orestes

115. La pacificación de las Erinias

116. Ifigenia en Táuride

117. El reinado de Orestes

118. El nacimiento de Heracles

119. La juventud de Heracles

120. Las hijas de Tespio

121. Ergino

122. La locura de Heracles

123. Primer trabajo: el león de Nemea

124. Segundo trabajo: La hidra de Lema

125. Tercer trabajo: La cierva de Cerinia

126. Cuarto trabajo: El jabalí de Erimanto

127. Quinto trabajo: Los establos de Augias

128. Sexto trabajo: Las aves estinfálidas

129. Séptimo trabajo: El toro de Creta

130. Octavo trabajo: Las yeguas de Diomedes

131. Noveno trabajo: El cinturón de Hipólita

132. Décimo trabajo: Los bueyes de Geríones

133. Undécimo trabajo: Las manzanas de las Hespérides

134. Duodécimo trabajo: La captura de Cerbero

135. El asesinato de ífito

136. Ónfale

137. Hesíone

138. La conquista de Élide

139. La toma de Pilos

140. Los hijos de Hipocoonte

141. Auge

142. Deyanira

143. Heracles en Traquis

144. Yole

145. La apoteosis de Heracles

146. Los hijos de Heracles

147. Lino

148. La asamblea de los argonautas

149. Las mujeres lemnias y el rey Cícico

150. Hilas, Ámico y Fineo

151. Desde las Simplégadas hasta Cólquide

152. La toma del vellocino

153. El asesinato de Apsirto

154. El Argo vuelve a Grecia

155. La muerte de Pelias

156. Medea en Éfira

157. Medea en el destierro

158. La fundación de Troya

159. Paris y Helena

160. La primera reunión en Áulide

161. La segunda reunión en Áulide

162. Nueve años de guerra

163. La ira de Aquiles

164. La muerte de Aquiles

165. La locura de Áyax

166. Los oráculos de Troya

167. El caballo de madera

168. El saqueo de Troya

169. Los regresos

170. Los viajes de Odiseo

171. El regreso de Odiseo a su hogar

Notas

Prólogo

Robert Graves (1895-1985) fue poeta, novelista, ensayista y traductor de algunos textos clásicos latinos y griegos. Lo fue por este orden, más o menos, como atestigua su extensa y variada obra. Sin ninguna duda, él se consideró siempre ante todo como un poeta (como un poeta que escribía novelas y otros libros en prosa para ganar dinero). Y, además, un sensible estudioso y un fantasioso visitante del mundo antiguo, un amante tenaz de la literatura griega y latina, y del mundo mítico e histórico del pasado más clásico, que evocó en brillante prosa algunas figuras y temas clásicos en novelas, ensayos y estudios donde mezclaba erudición y fantasía poética. Entre estos trabajos doctos destaca, tanto por su amplitud como por su minuciosa erudición, Los mitos griegos. La obra se publicó por vez primera en 1955, en dos volúmenes, en la acreditada y popular serie de Penguin Books. Este repertorio mitológico, elaborado con una sólida documentación, es decir, con un cotejo exhaustivo de las fuentes antiguas, y con una notable claridad expositiva, se convirtió pronto en un manual muy difundido, que ha tenido numerosas ediciones y traducciones a varias lenguas. Desde su aparición se ha mantenido como un ameno «best seller», que sigue conservando su utilidad como un excelente libro de divulgación y de consulta a medio siglo de distancia.

La extensa obra literaria de Robert Graves muestra muy claramente su larga relación intelectual y afectiva con el mundo de la Antigüedad clásica. En su juventud fue a Oxford con una beca para cursar estudios clásicos, unos estudios que no llegó a completar, al tener que alistarse como combatiente en la Primera Guerra Mundial, una experiencia que le marcaría para siempre, y que dejó vivazmente relatada en su bien conocido relato autobiográfico Adiós a todo eso, de 1929. Pero desde esos años mantuvo un sólido nivel de conocimientos de las lenguas y literaturas clásicas. De ello dan testimonio, tanto como sus Mitos griegos, una serie de novelas históricas, algunas traducciones y unos cuantos ensayos, además de una serie de ecos sueltos en sus poemas. Sus novelas históricas, y muy especialmente las de tema griego y romano, le dieron a Graves una amplia fama popular. Recordemos los nombres y fechas de edición de las cinco: Yo, Claudio (1934); Claudio, el dios, y su esposa Mesalina (1935); El conde Belisario (1938); El vellocino de oro (1944); y La hija de Homero (1955). Basta con citar los títulos para advertir cómo en ellas evoca épocas distintas y distantes. Desde el mundo imperial de la Roma augústea, y el bizantino de la época de Justiniano, hasta el escenario mítico de los viajeros Argonautas y una idílica corte siciliana donde una joven princesa escribe la Odisea, atribuida casi siempre al viejo Homero.

Todas estas novelas fueron escritas antes de la edición de Los mitos griegos. (La hija de Homero se publica el mismo año que éstos.) Las dos últimas, como Los mitos griegos, las escribió en Mallorca, en el pueblo costero y escarpado de Deyá, donde Robert Graves pasó casi la mitad de su larga vida. Recordaré que en el primer capítulo de El vellocino de oro, titulado curiosamente «La isla de las naranjas», hay un sutil homenaje al paisaje de la isla (más de Mallorca que de Creta, como indica la alusión a las naranjas, desconocidas de los griegos). Robert Graves es un excelente novelista histórico, por su capacidad para recrear escenas y personajes de una gran vivacidad y dramatismo, sobre la pauta de los documentos históricos antiguos. Eso se ve muy bien en Yo, Claudio, la más lograda de la serie (sobre los testimonios de Tácito y Suetonio Graves recrea un mundo de impresionante fuerza dramática y psicológica, presentando bajo una luz muy favorable y de modo muy original la figura del emperador Claudio, que es el narrador y el protagonista), y en El vellocino de oro (inspirado en el relato épico del poeta helenístico Apolonio de Rodas, Argonautiká, o «El viaje de los Argonautas»).

Después de 1955 Graves escribió dos breves libros para jóvenes, Greek Gods and Heroes (1960) y The Siege and Fali of Troy (1964), dos relatos de mitos griegos para un público juvenil, algo muy usual en la tradición británica. Tradujo varios autores clásicos latinos: La metamorfosis de Lucio de Apuleyo (1950), la Farsalia de Lucano (1956) y las Vidas de los doce Césares de Suetonio (1957), y dio una versión de la Ilíada titulada The Anger of Achilles (1959). Publicó también algunos curiosos artículos de tema clásico, como los reunidos en Los dos nacimientos de Dioniso (traducidos al español en 1980). Y algunos excelentes cuentos de tema romano y griego, que están recogidos en su libro El grito (traducido en 1983).

La contraportada de la edición inglesa de Los mitos griegos insiste en recordarnos la afortunada combinación de Classical scholarship («erudición filológica») y de anthropological competence (sagacidad antropológica) que su autor había demostrado ya en obras como La diosa blanca y en El vellocino de oro. No está mal esa alusión a dos de las obras de trasfondo mitológico más conocidas de Graves, pero conviene precisar que aquí no pretendió mostrarse tan original como en los alegatos célticos y matriarcales de La diosa blanca ni recrear, en un nuevo formato novelesco, una famosa y antigua saga épica, como había hecho con la de Jasón y los Argonautas, tras la estela del poeta helenístico Apolonio de Rodas. Los mitos griegos es un repertorio muy bien compilado de los relatos míticos helénicos, que se vuelven a contar con excelente precisión y claros detalles, sin introducir elementos fantásticos en una muy ordenada disposición. Y en una narración desde luego muy bien programada, con seria erudición filológica y atención antropológica. (Más tarde, en 1964, y en colaboración con un acreditado hebraísta, R. Patai, R. Graves publicó The Hebrew Myths [«Los mitos hebreos»], una compilación paralela, pero, en mi opinión, bastante menos lograda. Graves también publicó alguna novela histórica de tema bíblico, su Rey Jesús.)

Pasemos a glosar los rasgos más sobresalientes de Los mitos griegos en cuanto enciclopédica compilación de mitología destinada a un libro de consulta y lectura. Los relatos míticos se presentan distribuidos en dos tomos, el primero dedicado a los dioses y el segundo a los héroes. Luego los sucesivos artículos quedan ordenados por figuras y ciclos temáticos, con un número de ordenación, y luego de cada personaje se van contando, uno tras otro, los episodios, motivos o secuencias, designados con una letra. Se recogen así, con un fino análisis, las variantes de cada mito, puesto que es un rasgo característico de una mitología como la griega, transmitida por poetas a lo largo de una extensa tradición de siglos, la riqueza de variaciones menores y muy significativas en muchos temas. Después de esa gradual exposición de los motivos se citan las fuentes clásicas que los atestiguan, con una ejemplar precisión. Esta manera de recontar los mitos permite una fácil visión y análisis de sus componentes (tanto de los motivos míticos que Jung llamaba «mitologemas», como de los «mitemas» o secuencias básicas narrativas de C. Lévi-Strauss). Una narración mítica se compone de esos elementos menores, y es muy importante para un entendimiento de la misma facilitar el análisis.

Como tercer apartado, en cada capítulo, viene la glosa o comentario con el que Graves intenta explicar los trazos más extraños y curiosos del mito, aquellos rasgos de intención simbólica que él considera que el entendido en mitos debe descifrar al lector. Esta sección, que es la más original, resulta también la más discutible, porque aquí Graves echa mano de un vasto saber antropológico que enlaza con su fantasía poética. Hallamos aquí ecos de los libros de Sir James Frazer y de Jane Harrison, que él debió de leer en su juventud, estudios muy ligados a las teorías hermenéuticas de la llamada «Escuela de Cambridge», y a sus propias ideas acerca del matriarcado primitivo y los cultos lunares preolímpicos. Estas explicaciones, que son curiosas siempre, y muy a menudo pintorescas, son ingeniosas y con ribetes poéticos, muestran el interés de Graves por la antropología y la arqueología, pero están muy ligadas a sus fantasías y a sus ideas sobre los orígenes de la mitología helénica que nos parecen ahora bastante discutibles. El lector debe ver las como unos comentarios sugerentes, pero mucho menos objetivas que los relatos tan pulcramente recogidos en los apartados anteriores.

Creo que podríamos suscribir aquí el comentario de uno de sus biógrafos:

«En Los mitos griegos encontramos los dos lados de Graves, el empírico y el romántico-mágico, trabajando el uno junto al otro. Por una parte tenemos, en la parte explicativa del texto, en el detalle, incontables ejemplos de la insistencia de Graves en su tesis del matriarcado, pero, por otra, encontramos en su introducción el siguiente comentario: La verdadera ciencia del mito debería comenzar por el estudio de la arqueología, la historia y la religión comparada, no en el consultorio del psi coterapeuta. Aunque los junguianos sostienen que «los mitos son revelaciones originales de la psique preconsciente, informes involuntarios acerca de acontecimientos psíquicos inconscientes», el contenido de la mitología «no era más misterioso que las modernas propagandas electorales» (Martin Seymour-Smith, Robert Graves. His Life and Work, Londres, Abacus, 1983, pág. 461).

En efecto, junto a un respeto constante a los datos de los textos antiguos, esas consideraciones teóricas que Graves añade no dejan de parecer bastante simplistas. Podríamos decir que la teoría mitológica puede quedar al margen de lo esencial en esta obra. Pues rechazar de plano el simbolismo junguiano para atenerse luego a un ingenuo evemerismo (es decir, suponer que los mitos reflejan hechos históricos o prehistóricos reales, recubiertos luego de una retórica y nomenclatura fantasiosa) y rastrear supuestos ecos de un matriarcado original sumergido bajo los moldes impuestos por la religión patriarcal indoeuropea (por más que haya todavía adeptos de esta teoría matriarcal) no parece una sólida base para la exégesis mítica. Y Graves se da cuenta de que el gran mérito de su minucioso y muy bien programado estudio está en su exposición objetiva y erudita de los datos de manera clara y completa. Así viene a decirlo en su prólogo: «Mi método ha consistido en reunir en una narración armoniosa todos los elementos diseminados en cada mito, apoyados por variantes poco conocidas que pueden ayudar a determinar el significado, y en responder a las preguntas que van surgiendo, lo mejor que puedo, en términos antropológicos o históricos. Me doy cuenta de que ésta es una tarea demasiado ambiciosa para que la emprenda un solo mitólogo, por extenso y arduo que sea su trabajo». Los mitos griegos es el resultado de un trabajo muy bien pensado y muy laborioso, que tiene como indudable atractivo su claridad narrativa. Aquí se ve bien cómo su autor es un escritor de singular talento, un avezado narrador que sabe relatar las arcaicas historias conservando todo su extraño encanto y su frondosa variedad, destacando los detalles originales y el dramatismo ingenuo de las tramas. Algo que es esencial para quienes gustan de escuchar —y leer— estos antiguos relatos griegos.

La palabra «mito» se utiliza ahora con muchos sentidos un tanto confusos, sobre todo en los medios de comunicación. Por ello quizás convenga subrayar su significación más precisa: los mitos son relatos tradicionales que cuenta la actuación extraordinaria de dioses y héroes en tiempos prestigiosos y lejanos, en acciones y gestos de carácter paradigmático e interés colectivo. Son hechos fabulosos referidos a un pasado que de algún modo proyecta su sombra en el presente. Un pasado que puede ser primordial, cuando hablamos del surgir de los dioses y la configuración del mundo, o más próximo, cuando tratamos de los héroes famosos de generaciones más próximas, como los de la época, los que lucharon en torno de Tebas o de Troya. En todo caso siempre se trata de otro tiempo, un illud tempus, en el que dioses y semidioses estaban más cercanos y se trataban con cierta familiaridad. Esos relatos míticos fueron, para los griegos antiguos, narraciones ligadas a sus creencias religiosas, o bien «las historia sagradas de la tribu», alojadas en el país de la memoria popular. Por eso conservaron a lo largo de siglos su halo de «relatos memorables» que se transmite de generación en generación. Una de las características más notables de la mitología griega es su larga tradición. Desde Homero, que no es un comienzo, sino un epígono de la tradición mítica oral, hasta los mitógrafos últimos, como el erudito Apolodoro, van muchos siglos, más o menos mil años. Por otra parte, debemos recordar que en el mundo griego los guardianes de los mitos fueron los poetas, inspirados por las Musas y criticados por algunos filósofos, y no los sacerdotes, más destinados a ejecutar los ritos y ceremonias religiosas. De ahí la notable diversidad de algunos relatos y la vivacidad y el fuerte dramatismo de los mismos. Los mitos se asemejan a los cuentos populares, a esos cuentos maravillosos que en muchas culturas parecen un sucedáneo de la fantasía mitológica. Pero se distinguen de esos cuentos fabulosos por ese carácter divino o heroico de sus actores, personajes del panteón politeísta o de las sagas heroicas de lejanas raíces en tradiciones locales. Los grandes mitos se narraron por toda Grecia, gracias en parte a la épica antigua, pero hubo también mitos menores, más locales, y variantes míticas restringidas.

Los grandes géneros de la literatura griega, como la épica y la tragedia clásica, se nutrieron de ese fondo mítico, y también lo hizo en gran medida la antigua lírica coral. Y el arte plástico griego y romano. Una y otra vez, en variadas formas, la poesía recontaba los mitos y los reinterpretaba. En muy varias formas se repiten las figuras de los antiguos dioses y los famosos héroes, que con esos hechos míticos dieron su forma definitiva a la vida civilizada. De ahí la notoria importancia que ese legado narrativo mitológico ha conservado en nuestra cultura. A nosotros se nos ha perdido todo su contexto ritual y todo el trasfondo religioso, que podemos rastrear en investigaciones arqueológicas, y los mitos se nos presentan como fragmentos y ecos, más o menos prestigiosos, de esa cultura griega que aún percibimos como enormemente atractiva en la distancia y los comienzos de la cultura europea. Pero, todavía así, esos arcaicos mitos conservan aquello que los configuraba como memorables: su sentido simbólico y su extraña seducción. Forman parte de un imaginario, un viejo tesoro de fábulas con figuras divinas y heroicas, que mantiene un fuerte poder de seducción.

El texto de Robert Graves ha logrado congregar, de manera muy bien ordenada y completa, todas esas narraciones, y volver a contarlas, punto por punto, secuencia tras secuencia, con un brillante estilo, mantenido con esa fresca narración algo de su frescor antiguo. Quiero acabar citando, ya que destaca bien este aspecto, unas líneas de J. L. Borges, que escogió una versión reducida de Los mitos griegos para uno de los libros de su «Biblioteca personal» (en 1985) y escribió en su breve prólogo: «Para casi todos los helenistas, sin excluir a P. Grimal, los mitos que registran son meras piezas de museo o fábulas curiosas o antiguas. Graves los estudia cronológicamente y busca en sus cambiantes formas la evolución gradual de verdades vivas que no ha borrado el cristianismo. No se trata de un diccionario, se trata de una obra que abarca siglos y que es imaginativa y orgánica».

Breve nota bibliográfica. Casi todas las novelas de Robert Graves están traducidas y publicadas en Edhasa, con numerosas reimpresiones. Los mitos griegos y Los mitos hebreos fueron publicados en español en Alianza Editorial (con varias reediciones). El texto breve de Los mitos griegos está en Ariel (1999) y La guerra de Troya en El Aleph (2001). También está traducida y editada en Edhasa la biografía de Richard Percival Graves, Robert Graves, Biografía, 1895-1940 (1992. Hay una edición inglesa más amplia, en tres tomos, 1995). La ya citada biografía de Martin Seymour-Smith es algo anterior, de 1983, pero de excelente factura. También han escrito sobre la vida de Graves en Mallorca sus hijos, Guillermo Graves, en Bajo la sombra del olivo (Olañeta, 1997) y Lucía Graves (Mujer desconocida, Seix Barral, 2000). En el volumen colectivo publicado por el Círculo de Bellas Artes en Madrid, 2002, con motivo de un homenaje y una exposición de fotos y libros dirigida por Aurora Sotelo, titulado Robert Graves. Una vida de poeta, están recogidos algunos interesantes ensayos sobre la vida y la personalidad de Graves.

Carlos García Gual

Prefacio

Desde la revisión de Los mitos griegos en 1958 he vuelto a meditar sobre el borracho dios Dioniso, sobre los Centauros y su contradictoria fama de sabiduría y fechorías, así como sobre la naturaleza de la ambrosía y el néctar de los dioses. Estos temas están muy ligados entre sí porque los Centauros adoraban a Dioniso, cuyo desenfrenado festín de otoño se conocía como «la ambrosía». A estas alturas ya no creo que cuando sus Ménades corrían furiosas por los campos, despedazando animales y niños (véase 27./), jactándose después de haber hecho el viaje de ida y vuelta a la India (véase 27.c), estuvieran sólo bajo el efecto embriagador del vino o cerveza de hiedra (véase 27.3). Las pruebas de mi afirmación, recopiladas en mi obra What Food the Centaurs Ate (Steps, Cassell & Co., 1958, pp. 319-343), indican que los Sátiros (miembros de tribus cuyo tótem era la cabra), los Centauros (miembros de tribus cuyo tótem era el caballo) y sus Ménades utilizaban estas bebidas para poder tragar una droga muy fuerte, un hongo silvestre llamado amanita muscaria que produce alucinaciones, desenfreno sensual, visiones proféticas, aumento de la energía erótica y notable fuerza muscular. Después de varias horas de experimentar este éxtasis sobreviene un estado de inercia total, fenómeno que explicaría la historia de Licurgo, según la cual, armado sólo con un aguijón, derrotó al embriagado ejército de Dioniso, compuesto de Sátiros y Ménades, tras su victorioso regreso de la India (véase 27.e).

La amanita muscaria aparece grabada en un espejo etrusco a los pies de Ixión, un héroe tesalio que degustaba ambrosía entre los dioses (véase 63.b). Existen otros mitos (véanse 102, 126, etc.) que Concuerdan con mi teoría de que sus descendientes, los Centauros, comían este hongo. Y según algunos historiadores, más tarde lo utilizaron los feroces guerreros nórdicos berserks, para mostrar un ardor imparable en la batalla. Ahora estoy seguro de que tanto la «ambrosía» como el «néctar» eran hongos alucinógenos, al menos la amanita muscaria, y probablemente también otros, sobre todo un hongo pequeño y alargado que crece entre el estiércol llamado panaeolus papilionaceus, que produce agradabilísimas e inofensivas alucinaciones. Otro hongo similar aparece en un jarrón ático entre las pezuñas del centauro Neso. En los mitos la ambrosía y el néctar estaban reservados para los «dioses», que debieron de ser reinas y reyes sagrados de la época preclásica. El delito del rey Tántalo (véase 108.c) fue violar el tabú al invitar a plebeyos a compartir su ambrosía.

Los reinados sagrados masculinos y femeninos se extinguieron en Grecia, y al parecer la ambrosía pasó a ser el elemento secreto de los Misterios Eleusinos y Órfícos, además de algunos otros asociados con Dioniso. En todo caso, sin embargo, los participantes juraban mantener secreto sobre todo lo que comieran o bebieran, tenían visiones inolvidables y se les prometía la inmortalidad. La «ambrosía» pasó a ser el premio que se concedía a los ganadores de la carrera a pie olímpica cuando se les dejó de otorgar la dignidad de rey. Consistía en una mezcla de alimentos cuyas letras iniciales, tal como demuestro en What Food the Centaurs Ate, formaban la palabra griega que significa «hongo». Las recetas mencionadas por los autores clásicos para el néctar y el cecyon, la bebida mentolada que tomaba Deméter en Eleusis, también componen la palabra griega para «hongo».

Yo mismo he probado el hongo alucinógeno psylocibe, una ambrosía divina que se utiliza desde tiempos inmemoriales entre los indios ma satecas de la provincia de Oaxaca, en México. Allí escuché a los sacerdotes invocar a Tlaloc, dios de los hongos, y tuve visiones trascendentales. Así pues, estoy totalmente de acuerdo con R. Gordon Wasson, el descubridor norteamericano de este antiguo rito, en que las ideas europeas sobre el cielo y el infierno pueden muy bien provenir de misterios similares. Tlaloc fue engendrado por el rayo, como lo fue Dioniso (véase 14.c), y en el folclore griego, como en el masateca, todos los hongos tienen el mismo origen; de ahí que en ambos idiomas se les llame proverbialmente «alimento de los dioses». Tlaloc llevaba una corona de serpientes, tal como Dioniso (véase 27.a). Tlaloc tenía un lugar de refugio bajo el agua, y Dioniso también (véase 27.e). Posiblemente la salvaje costumbre de las Ménades de arrancar la cabeza a sus víctimas (véanse 27.f y 28. d) se refiera alegóricamente a arrancar la cabeza de los hongos sagrados, ya que en México jamás se come el tallo. Leemos también que Perseo, rey sagrado de Argos, abrazó el culto a Dioniso (véase 21.i) y dio nombre a Micenas por un hongo que encontró en aquel lugar, debajo del cual brotaba una corriente de agua (véase 73. r). El emblema de Tlaloc, como el de Argos, era un sapo. En el fresco de Tepentitla aparece Tlaloc, y de la boca del sapo brota una corriente de agua. Por tanto, ¿en qué época entonces entablaron contacto las culturas de Europa y América Central?

Estas teorías requieren una investigación más a fondo, por lo que no he incluido mis últimos descubrimientos en el texto de la presente edición. Agradecería de todo corazón la ayuda de algún experto en la materia.

R. G.

Deiá, Mallorca, España

1960

Introducción

Aparte de todo el corpus de la historia sagrada, los emisarios medievales de la Iglesia católica llevaron a Gran Bretaña un sistema universitario continental basado en los clásicos griegos y latinos. Se consideraba que las leyendas autóctonas como la del rey Arturo, Guy de Warwick, Robín Hood, la Bruja Azul de Leicester y el rey Lear eran apropiadas para el vulgo, pero ya en los comienzos de la dinastía Tudor el clero y las clases cultas aludían con mucha más frecuencia a los mitos que aparecen en las obras de Ovidio y Virgilio y a los resúmenes de la guerra de Troya que se manejaban en las escuelas de enseñanza primaria (o elemental). Aunque la literatura inglesa de los siglos XVI al XIX no puede, por tanto, conocerse correctamente sino a la luz de la mitología griega, los autores clásicos han perdido tanto terreno en escuelas y universidades que ya nadie espera que una persona culta sepa, por ejemplo, quiénes fueron Deucalión, Pélope, Dédalo, Enone, Laocoonte o Antígona. El conocimiento actual de estos mitos se deriva en su mayor parte de versiones de cuentos de hadas, como los Héroes de Kingsley y los Tanglewood Tales de Hawthorne. A primera vista parece que esto no importa mucho, porque en los dos últimos milenios ha estado de moda desprestigiar los mitos tildándolos de historias ridiculas y fantasiosas, un legado encantador de la infancia de la inteligencia griega que la Iglesia, lógicamente, desvaloriza para destacar así la superior importancia espiritual de la Biblia. No obstante, resulta difícil sobrestimar su valor en el estudio de la sociología, la religión y la historia primera de Europa.

«Quimérico» es una forma adjetivada del sustantivo chimaera, que significa «cabra». Hace cuatro mil años, la Quimera seguramente no resultaba más extraña que cualquier emblema religioso, heráldico o comercial de nuestros días. Era una bestia ceremonial que tenía (como recoge Homero) cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de serpiente. Se ha hallado una Quimera grabada en las paredes de un templo hitita en Carquemis y, al igual que otras bestias similares, como la Esfinge o el Unicornio, originalmente debió de ser un símbolo calendario: cada componente representaba una estación del año sagrado de la Reina del Cielo, como también lo eran, según Diodoro Sículo, las tres cuerdas de su lira de concha de tortuga. Este antiguo tema del año de tres estaciones es tratado por Nilsson en su obra Primitive Time Reckoning (1920).

Sin embargo, sólo una pequeña parte del enorme y desordenado cuerpo de la mitología griega, que contiene además importaciones de Creta, Egipto, Palestina, Frigia, Babilonia y algunos lugares más, se puede clasificar correctamente tomando la Quimera como un mito auténtico. Por mito auténtico se puede definir la reducción a taquigrafía narrativa de una pantomima ritual representada en festivales públicos y recogida pictóricamente en muchos casos en las paredes de templos, vasijas, sellos, tazones, espejos, cofres, escudos, tapices, etc. La Quimera y animales afines del calendario ocuparon seguramente un lugar destacado en estas representaciones dramáticas que, junto con sus registros orales e iconográficos, se convirtieron en la primera autoridad o carta fundacional de las instituciones religiosas de cada tribu, clan o ciudad. Sus temas eran arcaicos hechizos mágicos para fomentar la fertilidad o la estabilidad de un reinado sagrado (masculino o femenino, aunque, según parece, los reinados femeninos precedieron a los masculinos en toda la región donde se hablaba el griego), así como modificaciones a los mismos en función de las circunstancias. El ensayo de Luciano Sobre la danza enumera una cantidad increíble de pantomimas rituales que aún se seguían representando en el siglo n de nuestra era. Y la descripción de Pausanias de las pinturas del templo de Delfos y las tallas del Cofre de Cipselo sugieren que hasta ese mismo período habían sobrevivido muchísimos registros mitológicos diversos de los que hoy en día no queda ni rastro.

El verdadero mito debe diferenciarse de:

1. La alegoría filosófica, como la cosmogonía de Elesíodo.

2. La explicación «etiológica» de mitos que ya han dejado de ser comprensibles, como el uncimiento que hace Admeto de un león y un jabalí a su carro.

3. La sátira o parodia, como el relato de Sileno sobre la Atlántida.

4. La fábula sentimental, como la historia de Narciso y Eco.

5. La historia adornada, como la aventura de Arión con el delfín.

6. El romance juglaresco, como la historia de Céfalo y Procris.

7. La propaganda política, como la federalización del Ática por parte de Teseo.

8. La leyenda moral, como la historia del collar de Erifile.

9. La anécdota humorística, como la farsa de Heracles, Onfale y Pan en el dormitorio.

10. El melodrama teatral, como la historia de Téstor y sus hijas.

11. La saga heroica, como lo es el tema principal de la Ilíada.

12. La ficción realista, como la visita de Odiseo a los Feacios.¹

Sin embargo, se pueden encontrar auténticos elementos míticos insertados en las fábulas menos interesantes, y la versión más completa o esclarecedora de un mito concreto pocas veces es dada por un solo autor. Al buscar su forma original no debería suponerse que cuanto más antigua sea la fuente escrita, más fiel ha de ser. A veces, por ejemplo, el travieso alejandrino Calimaco, el frívolo Ovidio augustal o el aburridísimo Tzetzes del último período bizantino dan una versión evidentemente anterior a la de Hesíodo o los trágicos griegos. Y la Excidium Troiae del siglo xm es en algunas partes más fidedigna que la Ilíada desde el punto de vista mítico. Cuando se quiere poner en prosa una narración mitológica o pseudomitológica, se debe prestar especial atención a los nombres, el origen tribal y el destino de los personajes que aparecen en ella, y luego devolverle la forma de ritual dramático, de tal forma que los elementos concomitantes sugerirán a veces una analogía con otro mito al que se le ha dado un giro anecdótico totalmente distinto, lo cual arrojará luz sobre ambos.

Cualquier estudio de la mitología griega debería comenzar con un análisis de los sistemas políticos y religiosos que existían en Europa antes de las invasiones arias procedentes de los lejanos norte y este. A juzgar por los artefactos y los mitos que han sobrevivido hasta nuestros días, toda la Europa neolítica tenía un sistema de ideas notablemente homogéneo, basado en el culto a la Diosa Madre (con su diversidad de nombres), que también era conocida en Siria y Libia.

La Europa antigua no tenía dioses. La Gran Diosa era considerada inmortal, inmutable y omnipotente, y el concepto de paternidad no se había incorporado aún al pensamiento religioso. Ella tenía amantes, pero sólo por placer, no para dar un padre a sus hijos. Los varones temían, adoraban y obedecían a la matriarca. El hogar que ella atendía en una cueva o choza era el más primitivo centro social, y la maternidad, el misterio esencial. Así pues, la primera víctima de un sacrificio público en Grecia era ofrecida siempre a Hestia, diosa del Hogar. La blanca imagen anicónica de la diosa, quizás su emblema más difundido, que aparece en Delfos como el omphalos u ombligo, puede que representara originalmente un montón de cenizas blancas cubriendo el carbón al rojo, que es la forma más sencilla de mantener el fuego sin humo. Más tarde se identificó pictóricamente con el montón encalado bajo el cual se escondía el muñeco protector de la cosecha de maíz, que se sacaba ya germinado en primavera, y con el montículo de conchas marinas, cuarzo o mármol bajo el cual se enterraba a los reyes. Y a juzgar por Hémera de Grecia y Grainne de Irlanda, no sólo la luna sino también el sol eran los símbolos celestiales de la diosa. Sin embargo, en el antiguo mito griego el sol cede prioridad a la luna, la cual inspira un horrible temor supersticioso, no se oscurece al declinar el año y tiene el poder de dar o negar agua a los campos.

Las tres fases de la luna —nueva, llena y menguante— evocaban las tres edades de la matriarca: doncella, ninfa (mujer núbil) y vieja fea. Luego, dado que el curso anual del sol recordaba igualmente el auge y declive de sus facultades físicas —doncella en la primavera, ninfa en verano y vieja en invierno—, se identificaba a la diosa con los cambios de estación en la vida vegetal y animal, y por tanto con la Diosa Madre, que al comienzo del año vegetativo da sólo hojas y capullos, luego flores y frutos y finalmente deja de producir. Posteriormente se la concibió como otra tríada: la doncella del aire superior, la ninfa de la tierra o el mar y la vieja del mundo subterráneo, tipificadas respectivamente por Selene, Afrodita y Hécate. Estas analogías místicas fomentaron el carácter sagrado del número tres, y la diosa Luna llegó a alcanzar nueve facetas cuando cada una de las tres personificaciones —doncella, ninfa y vieja— aparecieron en tríadas para demostrar su divinidad. Sus adoradores nunca olvidaron que no se trataba de tres diosas, sino de una, aunque en la época clásica el templo de Estínfalo en Arcadia era uno de los pocos que quedaban en los que todas ellas llevaban el mismo nombre: Hera.

Una vez admitida oficialmente la relación del coito con el parto —un relato de este momento decisivo en la historia de la religión aparece en el mito hitita del ingenuo Appu (H. G. Güterbock, Kumarbi, 1946)—, el estatus del hombre en la religión fue mejorando gradualmente y se dejó de atribuir a los vientos o los ríos la preñez de las mujeres. Parece que la ninfa tribal elegía un amante anual entre su entorno de jóvenes varones, un rey para ser sacrificado al acabar el año, haciendo de él un símbolo de fertilidad más que un objeto de placer erótico. La sangre esparcida de este hombre servía para hacer fructificar los árboles y las cosechas y para la reproducción de los rebaños. Su carne se partía y era comida cruda por las ninfas compañeras de la reina, sacerdotisas con máscaras de perras, yeguas o cerdas. Después, como modificación a esta práctica, el rey moría tan pronto como el poder del sol, con el que se le identificaba, empezaba a declinar en verano, y otro joven, su mellizo o supuesto mellizo —un antiguo término irlandés muy apropiado es tanist—, se convertía en amante de la reina para ser debidamente sacrificado a mediados del invierno y recibir el premio de convertirse en serpiente oracular. Estos consortes tenían poder ejecutivo sólo cuando se les permitía representar a la reina vestidos con sus trajes mágicos. Así fue como se desarrolló el reinado masculino y, aunque el sol se convirtió en símbolo de la fertilidad masculina al identificarse la vida del rey con el paso de las estaciones, siguió estando bajo la tutela de la Luna, al igual que el rey lo estuvo bajo la de la reina, al menos en teoría, incluso mucho después de haber desaparecido la fase matriarcal. Por eso las brujas de Tesalia, una región conservadora, solían amenazar al Sol, en nombre de la Luna, con engullirlo en una noche eterna.

Sin embargo, no hay pruebas de que incluso allá donde las mujeres eran soberanas en asuntos religiosos a los hombres se les negaran algunos campos en los que pudieran actuar sin la supervisión femenina, aunque es muy posible que adoptaran muchas de las características del «sexo débil» consideradas hasta entonces funcionalmente propias del hombre. A ellos se les podía confiar la caza, la pesca, la recolección de ciertos alimentos, el pastoreo de rebaños y manadas y su ayuda en la defensa del territorio tribal frente a los intrusos, siempre y cuando no transgredieran la ley matriarcal. Se elegían jefes de los clanes totémicos y se les recompensaba otorgándoles ciertos poderes, especialmente en tiempos de guerra o durante las migraciones. Las reglas para determinar quién actuaría como jefe supremo variaban, al parecer, de un matriarcado a otro: normalmente se elegía al hermano de la reina, su tío materno o el hijo de su tía por parte de madre. El jefe supremo de una tribu primitiva tenía también autoridad para actuar como juez de disputas personales entre hombres, con tal de que no se menoscabara con ello la autoridad religiosa de la reina. La sociedad matriarcal más primitiva que existe en nuestros días es la de los nagares de la India meridional, donde las princesas, a pesar de casarse con niños de los que inmediatamente se divorcian, tienen hijos con amantes de cualquier rango social. Las princesas de varias tribus matrilineales de África Occidental se casan con extranjeros o plebeyos. Las mujeres de la realeza griega prehelénica también consideraban normal elegir amantes entre sus siervos cuando las Cien Casas de Lócride y los locros epicefirios no eran excepcionales.

Al principio se calculaba el tiempo por las fases de la luna, y todas las ceremonias importantes tenían lugar en una determinada fase. Los solsticios y equinoccios no se fijaban con exactitud, sino por aproximación a la siguiente luna nueva o llena. El número siete adquirió un especial carácter sagrado porque el rey moría en la séptima luna llena después del día más corto. E incluso cuando, tras una cuidadosa observación astronómica, se demostró que el año solar constaba de 364 días más algunas horas, tuvo que ser dividido en meses —es decir, en ciclos lunares— antes que en fracciones del ciclo solar. Estos meses se convirtieron más tarde en lo que el mundo de habla inglesa aún sigue llamando commonlaw months (meses de derecho consuetudinario), de veintiocho días cada uno. El veintiocho era un número sagrado, en el sentido de que se podía adorar a la luna como mujer, cuyo ciclo menstrual es normalmente de veintiocho días, y porque éste es también el verdadero período de las revoluciones de la luna en relación con el sol. La semana de siete días era una unidad del mes de derecho consuetudinario, y parece que el carácter de cada día se deducía de la cualidad atribuida al correspondiente mes de vida del rey sagrado. Este sistema llevó a una identificación aún más estrecha de la mujer con la luna y, dado que el año de 364 días es exactamente divisible por veintiocho, la secuencia anual de festivales populares podría encajar en esos meses de derecho consuetudinario. Como tradición religiosa el año de trece meses subsistió entre los campesinos europeos durante más de mil años tras la adopción del calendario juliano. Así, Robín Hood, que vivió en la época de Eduardo II, exclamó en una balada que celebraba el festival del Primero de Mayo:

¿Cuántos meses felices hay en el año?

Trece hay, digo yo...

lo que un editor Tudor cambió por «Sólo doce, digo yo...». Trece, el número del mes en que muere el sol, nunca ha perdido su maléfica reputación entre los supersticiosos. Los días de la semana estaban a cargo de los Titanes: los genios del sol, de la luna y de los cinco planetas descubiertos hasta entonces, que eran responsables de ellos ante la diosa como Creadora. Este sistema se desarrolló probablemente en la matriarcal Sumeria.

Así pues, el sol pasaba por trece fases mensuales, comenzando en el solsticio de invierno, cuando los días empiezan a alargarse tras su largo declive otoñal. El día adicional del año astral, ganado al año solar por la rotación de la Tierra alrededor de la órbita del sol, se intercaló entre el decimotercero y el primer mes, y se convirtió en el día más importante de los 365, con ocasión del cual la ninfa tribal elegía al rey sagrado, que solía ser el ganador de una carrera, un combate o un torneo de arco. Pero este calendario primitivo sufrió modificaciones; parece que en algunas regiones el día adicional se intercaló, no en el solsticio de invierno, sino en algún otro día del Año Nuevo, como el correspondiente al día de la Candelaria (que marca el ecuador del invierno), cuando empiezan a aparecer los primeros indicios de la primavera; o en el equinoccio de primavera, cuando se considera que el sol alcanza su madurez; o en el solsticio de verano; o en el orto de Sirio, cuando crece el Nilo; o en el equinoccio de otoño, cuando caen las primeras lluvias.

La mitología griega primitiva se ocupa principalmente de las cambiantes relaciones entre la reina y sus amantes, relaciones que empiezan con los sacrificios anuales o bianuales de éstos y terminan en la época en que se compuso la Ilíada y los reyes se jactaban de «ser mejores que sus padres», siendo aquélla eclipsada por una monarquía masculina ilimitada. Numerosas analogías africanas ilustran las diferentes etapas de este proceso de cambio.

Buena parte del mito griego es historia político-religiosa. Belero fonte doma al alado Pegaso y da muerte a la Quimera; Perseo, en una variante de la misma leyenda, vuela por los aires y decapita a la madre de Pegaso, la gorgona Medusa; también Marduk, el héroe babilónico, mata a la monstruosa Tiamat, diosa del Mar. El nombre de Perseo debería deletrearse correctamente Pterseus, «el destructor», que no era, como bien ha sugerido el profesor Kerenyi, una figura arquetípica de la Muerte, sino que probablemente representaba a los patriarcales helenos que invadieron Grecia y el Asia Menor a comienzos del segundo milenio a.C., y desafiaron el poder de la triple Diosa. Pegaso había sido consagrado a ella porque el caballo con cascos en forma de luna aparecía en las ceremonias de invocación de la lluvia y de nombramiento de los reyes sagrados, y sus alas, más que de velocidad, eran símbolos de la naturaleza celestial. Jane Harrison ha señalado (Prolegomena to the Study of Greek Religión, capítulo V) que Medusa fue en un tiempo la diosa misma, ocultada tras una máscara profiláctica gorgona: un rostro espantoso para advertir a los profanos de los peligros de violar sus Misterios. Perseo decapita a Medusa, es decir, los helenos saquearon los principales templos de la diosa, despojaron a sus sacerdotisas de sus máscaras gorgonas y se apoderaron de los caballos sagrados. En Beocia se ha encontrado una representación primitiva de la diosa con cabeza de gorgona y cuerpo de yegua. Belerofonte, el doble de Perseo, mata a la Quimera licia, es decir, los helenos anularon el antiguo calendario medusino y lo sustituyeron por otro.

Igualmente la destrucción de Pitón por Apolo en Delfos parece registrar la toma del templo de la diosa Tierra cretense por parte de los aqueos. Y lo mismo se puede decir del intento de violación de Dafne, a quien Hera metamorfoseó luego en un laurel. Este mito ha sido citado por psicólogos freudianos como símbolo del horror instintivo de las muchachas por el acto sexual, si bien Dafne podría ser todo menos una virgen asustada. Su nombre es una contracción de Daphoene, «la sanguinaria», la diosa en estado orgiástico cuyas sacerdotisas, las Ménades, mascaban hojas de laurel para embriagarse (el laurel contiene cianuro potásico) y de tanto en tanto salían corriendo en noches de luna llena, asaltaban a los incautos viajeros y descuartizaban niños o animales jóvenes. Estos grupos de Ménades fueron suprimidos por los helenos y tan sólo el bosquecillo de laurel testimoniaba que Dafne había ocupado anteriormente los templos. Mascar laurel por alguien que no fuera la sacerdotisa profética, a quien Apolo mantuvo a su servicio en Delfos, estuvo prohibido en Grecia hasta la época romana.

Las invasiones helénicas a comienzos del segundo milenio a.C., denominadas comúnmente eólica y jónica, parecen haber sido menos destructivas que la aquea y la doria, a las que precedieron. Pequeñas bandas armadas de pastores que adoraban a la trinidad aria formada por Indra, Mitra y Varuna cruzaron la barrera natural del monte Otris y se asentaron de forma bastante pacífica entre las colonias prehelénicas de Tesalia y Grecia central. Fueron aceptados como hijos de la diosa local, a la que proporcionaban reyes sagrados. Fue así como la aristocracia militar masculina se reconcilió con la teocracia femenina no sólo en Grecia, sino también en Creta, donde igualmente pusieron el pie los helenos, quienes después llevaron la civilización cretense a Atenas y el Peloponeso. El griego llegó a hablarse finalmente en todo el Egeo y ya en la época de Herodoto solamente un oráculo utilizaba la lengua prehelénica (Herodoto: viii, 134-5). El rey actuaba como representante de Zeus, Poseidón o Apolo, y se hacía llamar por uno o varios de esos nombres, aunque incluso Zeus fue durante siglos un simple semidiós, y no una divinidad olímpica inmortal. Todos los mitos primitivos sobre el tema del dios que seduce a las ninfas parecen referirse a los matrimonios entre caudillos helenos y sacerdotisas de la Luna locales, matrimonios a los que Fiera se oponía enconadamente, lo que viene a significar la oposición del sentimiento religioso conservador.

Cuando la brevedad del reinado masculino empezó a resultar molesta, se acordó prolongar el año de trece meses a un Gran Año de cien lunaciones, al final del cual casi coincide el tiempo lunar con el solar. Pero, dado que aún era necesario hacer fructificar los campos y las cosechas, el rey accedió a sufrir una falsa muerte anual y ceder su soberanía por un día —el día intercalado que no se contaba en el año astral sagrado— al rey niño sustituto, o interrex, que moría al ocaso y con cuya sangre se rociaban los campos en una ceremonia. Luego el rey sagrado gobernaba durante todo el Gran Año, teniendo un tanista como lugarteniente, o bien los dos lo hacían en años alternos, o bien la reina les permitía dividir el reino en dos mitades y reinar de forma simultánea. El rey representaba a la reina en muchas funciones sagradas, llevaba sus vestiduras, se ponía pechos falsos, tomaba prestada su hacha lunar como símbolo de poder e incluso llegó a apoderarse del arte mágico de hacer llover. La muerte ritual del rey variaba en función de las circunstancias; podía ser descuartizado por mujeres salvajes, traspasado con una lanza de pastinaca, derribado con un hacha, atravesado en el talón con una flecha envenenada, tirado por un precipicio, quemado en una pira, ahogado en un estanque o muerto en un accidente de carro especialmente ideado a tal fin. La cuestión era que debía morir. La situación cambió cuando llegó una etapa en que los chicos fueron sustituidos por animales en el ara de sacrificios y el rey se negó a morir al concluir su prolongado mandato. Tras dividir el reino en tres partes y otorgar una a cada uno de sus sucesores, conseguía reinar durante un mandato más con la excusa de haber encontrado una aproximación más exacta entre el tiempo solar y el lunar, a saber, diecinueve años, o 325 lunaciones. El Gran Año se había convertido así en un Año Mayor.

Durante esta sucesión de etapas, reflejadas en numerosos mitos, el rey sagrado conservaba su posición sólo por el derecho que le otorgaba el matrimonio con la ninfa local, que se elegía bien por el resultado obtenido en una carrera con sus compañeras de la casa real, o bien por «ultimogenitura», es decir, por ser la hija núbil de menor edad en la rama más joven. El trono seguía siendo matrilineal, como lo era al menos teóricamente en Egipto, y el rey sagrado y su tanista siempre se elegían, por tanto, entre los miembros que no pertenecían a la casa real femenina. Hasta que finalmente un día un atrevido rey se decidió a cometer incesto con la heredera, considerada como hija suya, consiguiendo así un nuevo derecho al trono cuando llegase el momento de renovar su reinado.

Las invasiones aqueas del siglo xm a.C. debilitaron seriamente la tradición matrilineal. Parece que fue ahora cuando el rey se las ingenió para reinar durante toda su vida natural, de manera que en el momento de la llegada de los dorios, hacia finales del segundo milenio, la sucesión patrilineal ya se había convertido en norma. Un príncipe ya no abandonaba la casa paterna para casarse con una princesa extranjera; ahora era ella la que iba a vivir con él, como hizo Penélope seducida por Odiseo. La genealogía se hizo patrilineal, aunque un episodio samio mencionado en la Vida de Homero del pseudo Herodoto demuestra que algún tiempo después de que las Apaturias (o Festival del Parentesco Masculino) hubieran sustituido al Festival del Parentesco Femenino, los ritos aún estaban constituidos por sacrificios a la Madre Diosa a los que no se permitía la asistencia de hombres.

Entonces se acordó el sistema familiar olímpico como conciliación de las posturas helénica y prehelénica: una familia divina compuesta de seis dioses y seis diosas —encabezada por los respectivos soberanos, Zeus y Hera— que formaban una especie de Consejo de Dioses al estilo babilónico. Pero, tras una rebelión de la población prehelénica descrita en la Ilíada como una conspiración contra Zeus, Hera quedó subordinada a aquél. Atenea se declaró «a favor del Padre» y al final Dioniso aseguró la preponderancia masculina en el Consejo desplazando a Hestia. Sin embargo, las diosas, a pesar de haber quedado en minoría, nunca fueron completamente excluidas —como lo fueron en Jerusalén— porque los venerados poetas Homero y Hesíodo «habían dado a estas deidades sus títulos y diferenciado sus diversos dominios y poderes especiales» (Herodoto: ii. 53), que no eran fáciles de expropiar. Además, aunque el sistema de reunir a todas las mujeres de sangre real bajo el control del rey para desanimar a los extraños de cualquier intento contra un trono matrilineal se adoptó en Roma con la fundación del Colegio de Vestales, y en Palestina cuando el rey David formó su harén real, en Grecia nunca llegó a establecerse. La descendencia, la sucesión y la herencia por línea paterna impiden la creación de más mitos. Comienza entonces la leyenda histórica, que va desapareciendo a la luz de la historia común.

Las vidas de personajes como Heracles, Dédalo, Tiresias y Fineo abarcan varias generaciones, porque en realidad son más bien títulos que nombres de héroes concretos. No obstante, los mitos siempre resultan prácticos aunque sea difícil reconciliarlos con la cronología: insisten en algún punto de la tradición, no importa cuánto se haya distorsionado su significado en el relato. Tomemos, por ejemplo, la confusa narración del sueño de Éaco, en el que las hormigas, cayendo de un roble oracular, se convierten en hombres y colonizan la isla de Egina después de haberla despoblado Hera. Aquí, los principales puntos de interés son los siguientes: que el roble naciera de una bellota de Dodona; que las hormigas fueran de Tesalia; y que Éaco fuera nieto del río Asopo. Estos elementos se combinaron para dar un recuento conciso de las inmigraciones a Egina que tuvieron lugar hacía finales del segundo milenio a.C.

A pesar de la similitud del modelo en los mitos griegos, todas las interpretaciones detalladas de leyendas concretas están abiertas a ser cuestionadas hasta que los arqueólogos puedan proporcionar una tabulación más exacta de los movimientos tribales en Grecia y sus fechas. No obstante, el enfoque histórico y antropológico es el único razonable. Es posible demostrar la falsedad de la teoría que afirma que la Quimera, la Esfinge, la Gorgona, los Centauros, los Sátiros y otros seres afines son explosiones ciegas del inconsciente colectivo jungiano a las que nunca se ha dado ni se podrá dar un significado preciso. La Edad del Bronce y el comienzo de la del Hierro en Grecia no corresponden a la infancia de la humanidad, como afirma Jung. El que Zeus se tragara a Metis, por ejemplo, y posteriormente diera a luz a Atenea a través de un orificio abierto de un hachazo en su cabeza no es una fantasía irreprimible, sino un ingenioso dogma teológico que encarna al menos tres visiones contradictorias entre sí:

1. Atenea era la hija partogénica de Metis, es decir, el miembro más joven de la tríada encabezada por Metis, diosa de la sabiduría.

2. Zeus se tragó a Metis, de ahí que los aqueos suprimieran el culto a ella y atribuyeran toda la sabiduría que la diosa poseía a Zeus como su dios patriarcal.

3. Atenea era hija de Zeus, por eso los aqueos adoradores de Zeus no destruyeron los templos de Atenea a condición de que sus seguidores aceptaran la soberanía suprema del dios.

La deglución de Metis por Zeus y su secuela tuvieron que ser representadas gráficamente en las paredes de un templo, y así, tal como el erótico Dioniso —en un tiempo hijo partogénico de Sémele— renació de su muslo, la intelectual Atenea renació de la cabeza de su padre Zeus.

Si algunos mitos son desconcertantes a primera vista, se debe normalmente a que el mitógrafo ha malinterpretado, accidental o voluntariamente, una imagen sagrada o un rito dramático. A este proceso lo he denominado iconotropía, y se pueden encontrar ejemplos del mismo en cada cuerpo de la literatura sagrada que autoriza una reforma radical de las antiguas creencias. El mito griego abunda en ejemplos iconotró picos. Por ejemplo, las mesas de taller de Hefesto, que tenían tres patas y eran capaces de trasladarse por sí mismas a las asambleas de los dioses para luego volver (Ilíada, xviii, pp. 368 y ss.), no son, como apunta sutilmente el Dr. Charles Seltman en su Twelve Olympian Gods, predecesoras de los automóviles, sino discos solares con tres patas cada uno (como el escudo de la Isla de Man), que aparentemente representaban el número de años de tres estaciones, período durante el cual se permitía reinar a un «hijo de Hefesto» en la isla de Lemnos. También el llamado «Juicio de París», en el que se apela a un héroe para que decida entre los encantos rivales de tres diosas y recompense con su manzana a la mejor, manifiesta una antigua situación ritual ya superada en la época de Homero y Hesíodo. Estas tres diosas son en realidad una sola en tríada: Atenea la doncella, Afrodita la ninfa y Hera la vieja. Y es Afrodita quien ofrece la manzana a París en lugar de recibirla de él. Esta manzana, que simboliza el amor comprado por París con su propia vida, será el pasaporte de éste a los Campos Elíseos, los huertos de manzanos del Occidente a los que sólo tienen permitido el acceso las almas de los héroes. Un obsequio parecido aparece con frecuencia en mitos irlandeses y galeses. También las Tres Hespérides se lo ofrecen a Heracles, y Eva, «Madre de todo ser viviente», se lo entrega a Adán. Así Némesis, diosa del bosquecillo sagrado que en un mito posterior se convirtió en símbolo de la venganza divina sobre los reyes orgullosos, lleva una rama cargada de manzanas, que es su regalo a los héroes. Todos los paraísos del Neolítico y la Edad del Bronce eran islas-huertos. De hecho, la misma palabra paraíso significa «huerto».

Una verdadera ciencia del mito debería comenzar con el estudio de la arqueología, la historia y la religión comparada, y no en la consulta del psicoterapeuta. Aunque los defensores de Jung sostienen que «los mitos son revelaciones originales de la psique preconsciente, conclusiones involuntarias sobre los sucesos psíquicos que tienen lugar en el inconsciente», el contenido de la mitología griega no fue más misterioso que las modernas caricaturas electorales, y en su mayor parte los mitos se formularon en territorios que mantenían estrechos contactos políticos con la Creta minoica, un país tan sofisticado que contaba con archivos escritos, edificios de cuatro pisos con higiénicos sistemas de canalización, puertas con modernos sistemas de seguridad, marcas registradas, ajedrez, un sistema centralizado de pesas y medidas y un calendario basado en una paciente observación astronómica.

Mi método ha consistido en ensamblar en una narrativa armónica todos los elementos sueltos de cada mito, apoyándolos con variantes poco conocidas que pueden ayudar a determinar el significado, y al mismo tiempo intentar responder lo mejor que sé a todas las preguntas que se puedan plantear, tanto en términos históricos como antropológicos. Soy consciente de que es ésta una tarea demasiado ambiciosa para un único mitólogo, por mucho empeño y esfuerzo que le dedique. Por alguna parte tendrán que aparecer errores. Permítaseme ahora recalcar que cualquier afirmación hecha en esta obra sobre la religión o el ritual mediterráneo antes de la aparición de los registros escritos es pura conjetura. No obstante, desde que este libro apareció en 1955, me he sentido alentado por las cercanas analogías que E. Meyrowitz aporta en su Akan Cosmological Drama (Faber & Faber) respecto a los cambios sociales y religiosos presentados aquí. Los akanos son un pueblo resultante de la inmigración hacia el sur de bereberes libios —primos de la población prehelénica griega— desde los oasis del Sáhara (véase 3.3) y su mezcla étnica mediante matrimonios en Tombuctú con negros del río Níger. En el siglo xi d.C. se trasladaron más al sur, hacia lo que ahora es Ghana. Entre ellos persisten cuatro tipos distintos de culto. El más antiguo adora a la Luna como la suprema triple diosa Ngame, absolutamente idéntica a la libia Neith, la cartaginesa Tanit, la cananea Anatha y la primitiva Atenea griega (véase 8.7). Se dice que Ngame procreó cuerpos celestes por sus propios medios (véase 1.7) y que luego dio vida a los hombres y a los animales disparando a sus cuerpos inertes flechas mágicas con su arco de luna nueva. También se cuenta que

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