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El presente trabajo, escrito quinientos cincuenta años después de la caída de Constantinopla, es un tributo a
la vez que un reconocimiento a los siete mil defensores que dieron sus vidas por una causa perdida y encontraron
una muerte digna de los antiguos romanos, emperador incluido. Se trata de ocho páginas de meticuloso relato,
que tratan esencialmente en detalle el último hálito de vida de uno de los Imperios más sorprendentes y tenaces
que registre la Historia.
1) Introducción:
Hacia principios de 1453, el Imperio Bizantino estaba tocando a su fin. El emperador Constantino XI era
soberano tan solo de una ciudad empobrecida y de unos pocos territorios en el Peloponeso. Constantinopla, la
otrora urbe de casi un millón de habitantes, tenía ahora tan solo 50000. Pedro Tafur, un aventurero español que
llegó a ella en 1437, escribió al respecto: “Sus habitantes son pocos; no van bien vestidos, sino miserablemente,
mostrando la dureza de su suerte... El palacio del emperador ha debido ser magnífico, pero ahora se encuentra en
tal estado que, como el resto de la ciudad, revela los males que el pueblo ha sufrido y aún sufre... En el interior, el
edificio se conserva mal, excepto el sector de los aposentos del emperador, la emperatriz y sus sirvientes, y aún
éstos, se apiñan en estrecho espacio. El boato del basileus sigue siendo magnífico, porque nada se ha suprimido
de las antiguas ceremonias, pero bien considerado, es como un obispo sin sede.”
8) La batalla:
Llevó tres días completos a los turcos cercar la legendaria ciudad, desde Blaquernas, en el Norte, hasta la
Puerta Dorada, en el Sur, el mismo lapso de tiempo que los bizantinos emplearon para destruir los puentes sobre
los fosos y cerrar el paso al Cuerno de Oro con una enorme cadena.
El sultán en persona mandó a levantar su tienda roja a una distancia de 500 metros de la puerta de San
Romano (hoy Topkapi o puerta del Cañón), una de las secciones más débiles de las fortificaciones, ubicada al sur
de Lykos. Al anochecer del 5 de abril, envió un heraldo a la ciudad con un mensaje que Constantino XI leyó con
aprensión. Decía a grandes rasgos: “Rendíos inmediatamente y la ciudad será ocupada sin derramamiento de
sangre, en cuyo caso se respetarán la vida y las propiedades de los habitantes. Rechazad mi proposición y todos
seréis pasados a cuchillo hasta el último hombre”. La respuesta del emperador fue digna de los antiguos
romanos: “Dios me ha confiado la defensa de la fe cristiana, del imperio y de la ciudad. El honor me impide
rendirme”. Contrariado, el sultán se desquitó cañoneando la ciudad durante el alba del 6 de abril.
Consciente de que la puerta de San Romano era el sector adonde Mehmed se jugaría el resultado de la
batalla, Constantino XI resolvió establecer su cuartel general en sus inmediaciones. El gran capitán genovés,
Giustiniani, le imitó de buen grado. Estando allí establecidos, pudieron observar cómo, con siete u ocho certeros
disparos, los grandes cañones turcos derribaban enormes trozos de mampostería. Algunas de las gigantescas
torres, alcanzadas de lleno por los proyectiles de media tonelada de peso, empezaron a agrietarse. Pero lo más
desalentador para los defensores fue ver los progresos que los otomanos hacían al abrigo de semejante fuego. El
foso de 18 metros de ancho por 7-10 metros de profundidad, la primera línea defensiva, era rellenado sin que los
pequeños cañones griegos pudieran impedirlo. Durante la noche, sin embargo, la guarnición bizantina reparó las
averiadas murallas con una celeridad increíble. Emplearon con ese fin barriles de tierra, cajas, árboles y hasta
pacas de algodón y lana. Alguien, entre los defensores, advirtió que con esos materiales podían amortiguar los
efectos de la balacera. Y estaba en lo cierto.
Algo decepcionado por los magros resultados y sorprendido por la resolución de los bizantinos, Mehmed
resolvió suspender el ataque con cañones, esperando la llegada de nuevas piezas procedentes de Edirne, donde
el húngaro Urban no daba abasto con la fragua. Los defensores celebraron con júbilo y un enfervorizado griterío
se elevó desde las almenas y parapetos de la ciudad, no así la guarnición de dos castillos extramuros. El sultán
derribó sus muros a cañonazos y exterminó a todos, excepto a 76 soldados que fueron empalados a la sombra de
las murallas, para mostrar a los bizantinos la suerte que les esperaba.
Hacia el 19 de abril, la lucha se había generalizado a lo largo de la muralla terrestre, adonde se hallaban las
seis grandes puertas que permitían el acceso desde el Oeste: Adrinópolis (Edirnekapi), San Romano (Topkapi),
Rhesiu (Mevlanakapi), Pege (Silivrikapi), Xylokerkos (Belgratkapi) y la Puerta de Oro (Yedikulekapi). Por su puesto
que había decenas de puertas y poternas menores, pero el emperador las había mandado a tapiar, considerando
que eran demasiadas. Solamente accedió a dejar algunas pequeñas poternas trabadas, para acometer a los
sitiadores, sobre todo durante la noche. Una de ellas, la Puerta del Circo o Kerkaporta, sería luego tristemente
recordada por los sucesos que tendrían lugar el 29 de mayo, hacia el final de la lucha.
¡450 metros!. Todos los cañones turcos habían estado machacando durante los últimos siete días el muro
más bajo, de unos 8 metros de altura, que constituía la segunda línea defensiva de la ciudad. Y 450 metros se
habían venido abajo. Los sitiadores, apoyados por no combatientes, acarreaban frenéticamente cajas con tierra,
tablas y barriles para emparchar los huecos. Pero todo cuanto hacían inmediatamente Mehmed lo volvía a destruir
con la potencia de su artillería. A los bizantinos la última esperanza que les quedaba era la tercera muralla, de
unos trece metros de altura y cuatro de espesor, protegida por enormes torres de planta cuadrangular, algunas, y
octogonal, otras. Estaban invictas desde la fundación de la ciudad, excepción hecha de aquella vergonzosa
cruzada que había dirigido un veneciano, doscientos cincuenta años atrás.
El 20 de abril, el escenario bélico se mudó repentinamente al Mar de Mármara. Los centinelas turcos de
Rumeli Hisar divisaron una pequeña formación de cuatro enormes galeras cristianas y dieron la voz de alerta. El
almirante otomano las persiguió con cien embarcaciones menores, pero a último momento, el viento le jugó una
mala pasada y lo dejó con las manos vacías. La flotilla cristiana pudo entrar al Cuerno de Oro y protegerse en el
Petrion. Disgustado, el sultán mandó a azotar a su almirante con una varilla de hierro, a la vista de todos. Sería el
último error que castigaría de esa manera. El próximo tendría como reprimenda la muerte, sin importar rangos ni
jerarquías.
Constantino XI recibió a los recién llegados personalmente y les agradeció sinceramente por su valentía. Pero
los capitanes de las naves le dejaron helado cuando él les preguntó acerca de los auxilios que vendrían de
Occidente. “El Papa ha costeado diez galeras que puso bajo el mando del rey español de Nápoles, Alfonso V,
pero éste se las guardó especulando con ser el próximo emperador de Constantinopla”, dijeron los marineros.
12) Y el final:
Algunos dicen que fue a la una y media de la madrugada. Otros sostienen que a las tres y unos pocos, al
despuntar el alba. Lo cierto es que, en un momento dado, durante la oscuridad del 29 de mayo de 1453, Mehmed
II ordenó el asalto general. Súbitamente resonaron las trompetas, redoblaron los atabales y entrechocaron los
címbalos en el campamento turco. El silencio de la noche estalló en mil pedazos. Pronto, el sonido de los
instrumentos otomanos fue contestado por el repicar de las campanas de la ciudad, que llamaban a los
defensores al combate.
La primera horda de harapientos bashi-bazouks, salió disparada contra las grandes murallas agrietadas, sobre
las cuales, los bizantinos cargaban sus arcos y ballestas. Lanzando salvajes alaridos, los peones turcos se
precipitaron sin orden aparente, en filas tan compactas, que ninguna flecha cristiana, por más defectuosa que
hubiese sido arrojada, erraba el blanco. Desde lo alto de los muros, los griegos contestaron también el ataque con
el terrorífico fuego griego. Alcanzados por el líquido inflamable, muchos turcos se asaron vivos apenas pusieron
pie en las escalas. Los que salieron corriendo con fuego en sus espaldas, desparramaron el incendio sobre las
ramas que cubrían un poco más allá el foso. En ese primer ataque, que duró aproximadamente dos horas, se
quemaron más individuos que durante todos los días de la caza de brujas, incluyendo la quema de los herejes
cátaros, tan rigurosamente planeada por el papa Inocencio III dos siglos y medio antes.
La segunda oleada de los bashi-bazouks no tuvo mejor suerte. Un poco impaciente, Mehmed ordenó avanzar
a su ejército regular, compuesto inclusive por vasallos serbios. En una sección de los muros, un cañonazo fortuito
derribó parte de la improvisada empalizada con la que los defensores habían reparado una grieta colosal. Los
turcos advirtieron rápidamente el hallazgo y se introdujeron por allí, pero fueron repelidos angustiosamente a
flechazos. A eso de las ocho de la mañana, viendo que también sus tropas de línea habían fracasado, el sultán les
ordenó retroceder. Estaba desesperado e iracundo. Todavía no habían podido hacer pie en lo alto de las
fortificaciones.
En el interior de la ciudad, los defensores estaban extenuados al cabo de casi seis horas consecutivas de
sangrienta lucha. Pero el ánimo era ideal. Constantino XI intercambiaba mensajeros constantemente con Giovanni
Giustiniani y Gabriel Trevisano para mantenerse al tanto de la situación. Había pasado casi toda la noche gritando
órdenes y por lo menos, en un par de ocasiones, había tenido que descargar el filo de su espada contra la silueta
ascendente de esos bárbaros bashi-bazouks que parecían inacabables.
Poco antes de las diez de la mañana, Mehmed II resolvió jugar sus últimas cartas. Pasó revista a su hueste de
jenízaros y prometió al primero de ellos que hiciera pie en las murallas, el gobierno de la provincia más rica de su
Imperio. Invictos, descansados y resueltos, los mejores soldados del mundo partieron en silencio para la lucha. Su
disciplina era tal, que cuando empezaron a subir por las escalas, no se inmutaron por el fuego griego ni por los
flechazos que volaban por los aires. Cuando uno moría, inmediatamente otro ocupaba su lugar. Súbitamente, uno
de ellos, llamado Hassán, consiguió abrirse paso entre las almenas, seguido de cerca por treinta camaradas. En
vista de los acontecimientos, los turcos que estaban aún abajo o trepando las escaleras, lanzaron vivas y gritos de
júbilo. Pero tan pronto como Hassán, cimitarra en mano, reclamó para sí el premio prometido por Mehmed, los
bizantinos consiguieron hacerle caer. Mientras el pobre turco volaba hacia el suelo, los defensores le remataban
con una lluvia de piedras y saetas.
A media mañana, hasta los jenízaros parecían haber fracasado, cuando dos hechos casi simultáneos vinieron
a sentenciar la jornada para los griegos. Cuando los defensores estaban acabando con un gigantesco jenízaro
que había conseguido trepar a las almenas, un grito de alarma hizo cundir el pánico. Unos 50 jenízaros corrían
libremente en el interior de la ciudad, hacia una de las puertas, con la intención de abrirla a sus compañeros. Los
turcos habían encontrado mal cerrada una pequeña poterna llamada Kerkaporta: la ciudad parecía condenada.
Muchos de la guarnición, aún no se habían recuperado de esa desagradable visión, cuando la noticia de que
Giovanni Giustiniani había sido herido mortalmente, corrió como reguero de pólvora. El gran comandante genovés
pidió ser llevado a una de sus naves, pese a que Constantino le rogó que se quedara, creyendo con razón que su
partida derrumbaría la defensa. Y así fue. En vista de su retirada, los aliados italianos abandonaron sus puestos y
salieron presurosos para abordar sus salvadoras embarcaciones. Todo estaba perdido. La defensa se desmoronó
en cuestión de minutos.
Abajo, el sultán se había percatado que algo andaba mal en las filas de los defensores. Se acercó a husmear
casi hasta la orilla del foso. Pronto se dio cuenta de lo que sucedía. Y no perdió la ocasión. Lanzó a todo su
ejercito nuevamente a la lucha. Quince minutos después una horda de por lo menos 30000 turcos avanzaba casi
sin oposición por las calles de la ciudad.
Entretanto, en la puerta de San Romano, el emperador casi había quedado solo en la lucha. Fue su momento
de gloria, el instante en que la Historia lo recibió en sus anales como el último de los romanos. Constantino XI,
viendo que los turcos ya entraban en masas compactas y sabiendo que Mehmed había ofrecido una espléndida
recompensa por su captura, se arrancó las insignias imperiales y gritó desesperado: “¿No hay un cristiano que me
corte la cabeza?”. Segundos después se lanzaba a lo más encarnizado de la refriega, buscando una muerte digna
del último emperador romano.
Cuando los turcos victoriosos se desbordaron por las calles, la matanza y la violencia se tornaron espantosos.
Muchos habitantes corrieron aún en busca de la paz de Santa Sofía, entraron a ella y trabaron las puertas con
tirantes de madera. Allí esperaron a que una antigua profecía se hiciera realidad. Según ésta, si algún enemigo
penetraba hasta la columna de mármol ubicada en la plaza de enfrente, un ángel bajaría del cielo blandiendo su
espada para rechazarlo. Pero cuando los turcos derribaron a mazazos las enormes puertas, se hizo evidente que
ningún ángel aparecería.
En otros sectores de la ciudad, los gritos de terror y los lamentos llenaban cada resquicio de las casas, los
monasterios e iglesias, mientras la sangre de los muertos se escurría hacia las calles bajas, en las adyacencias de
los muelles y embarcaderos. En su sed de rapiña, los turcos se habían detenido a robar y violar, permitiendo a
algunos sobrevivientes escapar hacia donde fondeaban las galeras imperiales, genovesas y venecianas. Fueron
todas abordadas hasta el límite de su capacidad, y salieron en medio de la desolación. Nadie les incomodó
durante la fuga. Hasta el mar había quedado vacío, puesto que los marineros turcos, alertados por los gritos en la
ciudad, habían salido corriendo a reclamar su parte en el botín. Los estrechos parecían deshabitados.
Recién por la tarde, durante la última hora de luz, Mehmed entró en la Manzana Escarlata, como solía llamar a
Constantinopla. Cabalgó lentamente por las calles de la ciudad y se dirigió a Santa Sofía. En el umbral de la
Basílica observó a unos soldados escarbando con la punta de sus cuchillos para extraer un pedazo de mármol del
pavimento. Los golpeó con la cara plana de su cimitarra: “¿Acaso no prohibí que dañaran los edificios?. ¡Esta
ciudad es mía!”, exclamó. Luego, se internó en la gran iglesia y reclinando su turbante hasta el suelo, dio las
gracias a Alá. Se incorporó sin sacar los ojos de los mosaicos que decoraban las paredes y dispuso que un
muecín llamara a la oración. A continuación, concluida la acción de gracias, cabalgó hacia la última morada del
último emperador romano. En el camino preguntó por Constantino XI. Dos turcos le mostraron la cabeza de un
hombre que unos griegos afirmaban era la de su señor. Otros le mencionaron que se había hallado un cuerpo sin
cabeza, pero con borceguíes de púrpura en los pies, bordados con las águilas imperiales de Bizancio. Sin
embargo, en ambos casos, la identificación era dudosa.
13) Conclusión:
La caída de Constantinopla ocasionó reproches mutuos y acusaciones de inacción entre las monarquías
occidentales. Hasta ese momento, la ciudad había sido como una espina clavada en la carne del ascendente
Imperio Otomano. Y muchos pensaron, entre ellos los mismos griegos, que la anciana reliquia, excelentemente
fortificada, jamás caería. Pero Constantinopla cedió y los otomanos la convirtieron en el corazón de sus dominios.
La sangre nueva que desde ella empezó a fluir llevó rápidamente a los otomanos a dominar todo el próximo
Oriente y el norte de Africa. Y el Islam pudo regodearse de alcanzar latitudes que jamás había visto: Hungría,
después de Mohácz, Otranto, en la bota de Italia, y las mismas puertas de Viena.
Cuando Constantinopla cayó, se empequeñeció el mundo.
Fuentes consultadas: La caída de Constantinopla, de John Julius Norwich, La Historia de las Cruzadas, de
Steven Runciman, Atlas Histórico Mundial, de Georges Duby, Bizancio, de Franz Maier y mi griega amiga
Katarina.