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La literatura al servicio del estado:

algunas consideraciones sobre la


utilización propagandística de la
literatura en la unión soviética de los
años 20 y 30

Marta Policinska
(Universidad de Sevilla)

Resumen: Este artículo se centra en el cambio en el panorama literario ruso


acontecido con la llegada de la Revolución y las demandas por parte del nuevo
estado soviético de una literatura compatible con el discurso general de la “sociedad
nueva” y que logre la necesaria transformación ideológica entre la población. Se
basa en dos aspectos más representativos de la presión a la que estaba sometida la
literatura soviética en los años 20 y 30: por un lado la prohibición y la censura de
los textos considerados nocivos por parte de la cúpula del Partido Comunista y la
represión física de los escritores, y por otro lado la formulación de la doctrina del
realismo socialista, un mecanismo para una total unificación de la literatura, tanto
en su aspecto formal como ideológico.
Palabras clave: Propaganda, literatura, Unión Soviética, censura, realismo
socialista

Abstract: This article is focused on the change in the russian literature point of
view that took place within the arrival of the Revolution and the request of the new
soviet state for a new kind of literature that would be compatible with the speech of
the “new society” and that would achieve the necessary ideoligical transformations
among the population. I based this article on two very representative aspects of
how the soviet literature was submit under pressure during the 20s and 30s: on one
hand the censorship and the banning of texts that were considered damaging by the
Comunist Party leadership and physical repression of writers, and on the other
hand the increasing doctrine of the social realism beeing the motor to stimulate the
total unification in the literature in both of its aspects, formal and ideological.
Keywords: Propaganda, literature, Soviet Union, censorship, social realism

Comunicación, Vol.1, Nº6, año 2008, PP. 118-129. ISSN 1989-600X 118
Marta Policinska

1. Introducción
Escribió Van Dijk en su análisis de pragmática literaria que el funcionamiento o no de
un texto como texto literario depende de convenciones sociales e históricas que
pueden variar con el tiempo y con la cultura, reseñando a la vez que nuestros
sistemas de conocimiento y normas están socialmente delimitados y dependen de las
reglas, normas y valores de una cultura o comunidad (Van Dijk, 1999: 176). Respecto
a la literatura rusa no cabe duda que a lo largo del siglo XX ha sido en gran parte
definida por los hechos políticos, y más aún a partir de la Revolución de 1917; el
régimen totalitario de la Unión Soviética, aquél que controlaba todos los aspectos de
la vida social, cuestionó a la principal razón de ser de la literatura, que es la libertad
para la realización de sus metas estéticas, éticas y cognoscitivas, sirviéndose de ella
como un instrumento de adoctrinamiento y esclavización de la sociedad (Drawicz,
1992: 12).

El poder y la cultura iniciaron en 1917 en la Unión Soviética una relación difícil e


inevitable, una relación en la que el poder dictaba las reglas, mientras que la cultura
tenía la obligación de adaptar su discurso a las exigencias de la “sociedad nueva”.
Ambos conceptos eran interpretados en el contexto propio de los años 20 y 30: el
poder era el poder del Estado y para los bolcheviques la forma del poder del estado
fue la dictadura del proletariado (mientras que para la mayoría de los miembros de la
inteligencia fue puramente la dictadura del Partido Bolchevique y luego del Partido
Comunista); la cultura englobaba la literatura y otras artes, rusas y occidentales, del
pasado y del presente, y era de aceptación común que la inteligencia rusa era la
guardiana de la cultura y de los valores culturales, aunque los bolcheviques solían
argumentar que esa alta cultura protegida por la inteligencia era una cultura
“burguesa”, opuesta a la “proletaria”; pero la cultura era también un campo en el que
la batalla por el poder podía ser ganada o perdida (Fitzpatrick, 1992: 1-2). Por tanto, a
los artistas y sus discursos se les exigía el apoyo incondicional al régimen y a la
ideología dominante; la institucionalización de la literatura, que tiene lugar en todas
las sociedades, en la Unión Soviética se convierte en una “estatalización”. Es patente
que en la Unión Soviética el texto no valía por sí mismo; su validez sólo era adquirida
si era compatible con el discurso general y con los procesos de interacción y
comunicación social, y aceptado por los “agentes de transformación” (Schmidt, 1999:
200) que, en este caso, eran los órganos del Partido.

En la Unión Soviética se admitía sólo y exclusivamente un tipo de discurso, un


discurso que tenía como su principal objetivo la creación de un hombre y una
sociedad nuevos, y que no podía coexistir con otros discursos. Una característica
destacada de este discurso era su propósito de persuasión; la literatura debía ofrecer
“modelos” de comportamiento para un ciudadano perfecto, cambiar los
comportamientos de las personas, hacerles pensar como si fueran una pequeña parte
de una perfecta maquinaria del Estado. Las funciones de la literatura eran, por tanto,
principalmente prácticas, y al canon literario podían acceder solamente las obras que
las cumplían. Hay que tener en cuenta que la teoría marxista de la literatura era
esencialmente sociológica (Escarpit, 1971: 10). No podemos, por tanto, prescindir de
la comprensión del contexto social y político de la Unión Soviética de los años 20 y
30, en el cual se presionaba a los escritores a escribir según el patrón social impuesto.

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2. Situación de la literatura en la Unión Soviética de


los años 20 y 30
La guerra de 1914 – 1918 había alterado el curso normal de la vida literaria y la
situación de otras artes; la revolución de 1917 la golpeó más fuerte todavía. Muchos
periódicos y revistas fueron proscritos y dejaron de aparecer, el Estado confiscó las
imprentas, la mayoría de los editores tuvieron que abandonar sus negocios. Se hizo
notar una gran escasez de papel y de las instalaciones de las imprentas, lo que no
solamente redujo la producción de libros (de unos 20.000 títulos en 1913 a poco más
de 3.000 en 1920), sino incluso las tiradas de los diarios y semanarios publicados por
los organismos soviéticos. En 1925 había sólo 107 diarios soviéticos comparando con
715 periódicos publicados en ruso en 1915. Y sin embargo los primeros años de la
Revolución no significan todavía un dogmatismo tan fuerte como el que se impuso en
la década de los 30. Por eso el crítico Alexander Voronski en su artículo “Sobre los
ánimos literarios contemporáneos”, escrito en 1922 y en el que usa por primera vez el
término “literatura soviética”, puede abarcar con dicho término tanto a los escritores
que se adhirieron inmediatamente al nuevo régimen, como los que acogieron a la
revolución con mucho distanciamiento (Presa González, 1997: 1193). Los primeros
eran realmente muy pocos; entre ellos se encontró el poeta simbolista Briusov o
cuentista Ierónim Yasinski. Un grupo bastante numeroso, representado
principalmente por Gorki, se mostró bastante vacilante, y no ahorró críticas al nuevo
régimen. Otros no querían tener nada que ver con los que llamaban “usurpadores de
poder”, y concentraron sus esfuerzos en sobrevivir; un grupo muy numeroso, entre
cuyas filas se encontraban los nombres de Bunin, Merezhkovski, Aleksei Tolstoi,
Tsvetáieva (por nombrar sólo unos cuantos) huyeron a los países europeos en los que
se instalaron como exiliados políticos (Slonim, 1974: 12).

Entre los miembros del Partido hubo una variedad de ideas muy grande acerca de los
asuntos relacionados con la cultura en general y con la literatura en particular. Como
escribe Katerina Clark, mirando desde la perspectiva de los años 20

lo que iba a venir era mucho más difícil de prever de lo que se ha supuesto. El mundo
literario era muy complejo, se formaban constantemente nuevas alianzas y
antagonismos, y las fortunas de varios grupos literarios y escritores eran objeto de
cambios sorprendentes. Incluso el Partido estaba dividido en las cuestiones literarias
(Clark, 2000: 31).

Los bloques principales eran por un lado los viejos bolcheviques, de ideas más
moderadas y un espíritu de conciliación que encarnaba principalmente A.
Lunacharski; por otro lado estaban los más jóvenes, como los que actuaban en el
RAPP y otras organizaciones culturales de comunistas militantes, que favorecían la
politización de la cultura y el establecimiento de la hegemonía de los comunistas en
todas las ramas artísticas. El Comisariado del Pueblo para la Educación, encabezado
por Lunacharski y responsable de la implantación de las políticas en la esfera de la
educación y de las artes fue acusado en 1928 de tratar con demasiada suavidad a la
inteligencia, de falta de la “vigilancia comunista” y de no entender la significación de
la “lucha de clases en el frente cultural”; hasta este momento, y aunque los años 20
eran el período de una lucha sectaria en todas las ramas artísticas, la línea de “mano
blanda” había sido la que iba prevaleciendo sobre las demás.

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La política cultural de los años 20 se basaba principalmente en la premisa de que la


joven Unión Soviética necesitaba de los servicios de los especialistas burgueses; se
reconocía el valor de las aptitudes artísticas o técnicas y se intentaba que éstas fueran
utilizadas a favor del país, asumiendo a la vez que después de algún tiempo el Estado
desarrollaría a su propia inteligencia. Esta línea no era liberal: en realidad operaba en
un marco de control ideológico muy fuerte a través de los instrumentos de censura, el
monopolio de prensa que pertenecía al Estado, y de las restricciones de publicaciones
privadas. Estas políticas culturales estaban patrocinadas por el gobierno soviético,
pero esto no significaba que el Partido Comunista las apoyara, habiendo siempre una
amenaza de suspender dicha línea de actuación y su sustitución por las políticas de la
“mano dura”, mucho más discriminatoria y coercitiva.

La permisividad del Partido en los años 20 respecto a la literatura no significaba que


esta tolerancia fuera a durar mucho. En realidad, el poder político se impuso la tarea
de marcar la línea en la que debía estar evolucionando la literatura, rompiendo
además con la tradición literaria del pasado. Se quería crear una literatura con un
sistema de valores completamente nuevo, fuera del sistema relacionado con la
religión cristiana. Había que preparar la literatura para su funcionamiento según un
reglamento sin precedentes hasta el momento (Chudakova, 1992: 24).

El Estado ejercía su control sobre la literatura y la cultura en general a través de las


resoluciones de Comité Central del Partido Comunista, y a través de normas de
carácter obligatorio. Además, los funcionarios del partido sostenían los puestos clave
en las instituciones culturales; el Comité Central nombraba también a los directores
de los periódicos principales y de las revistas. Eran también frecuentes las
resoluciones de los Congresos del Partido Comunista dirigidas a los ámbitos
culturales, y que servían de guía para saber lo que podía permitirse y lo que quedaba
prohibido; todas estas resoluciones, junto a los textos que dirigía el Partido a los
Congresos de escritores y a los artículos publicados en Pravda, servían de guía para
los funcionarios responsables de las políticas culturales.

Los años 20 es la época de la aparición y de un desmesurado crecimiento de muchas


organizaciones literarias que intentaban a toda costa desarrollarse y obtener
influencia; es el tiempo de un cisma político entre los escritores antisoviéticos y
prosoviéticos, y entre estos últimos hay a la vez muchas tendencias y escisiones.
Grupos como LEF (Frente de la Izquierda), “Proletkult”, “Oktiabr” o los llamados
“compañeros de viaje”, aquellos escritores que, según un término muy poco preciso,
aceptaban la Revolución pero no pertenecían al partido y procedían de capas sociales
diferentes al proletariado, compartían el espacio literario con RAPP (Asociación Rusa
de los Escritores Proletarios), que tenía como función principal el control de todos los
grupos literarios proletarios, y su actividad se centró principalmente en asegurarse la
hegemonía en la vida literaria del país, siendo muy activos en las esferas organizativa
y política. El Partido trataba al RAPP como un instrumento realizador de su política
en campo de la literatura, con cuya ayuda quería crear un frente ideológico único. El
año en el que la organización cambió de nombre (1928) coincidió justamente con el
final de “la era NEP” en la política cultural del Partido Comunista, marcando el
principio de un periodo que Sheila Fitzpatrick llama “la revolución cultural”.

“La revolución cultural” se desarrolló en el contexto de la industrialización y de


colectivización del país; este enorme esfuerzo fue acompañado de una gran campaña

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propagandística que aunaba la creación de una sociedad completamente nueva y


llamaba a la lucha en contra de los elementos burgueses que suponían la
supervivencia de las influencias, tradiciones y costumbres de la sociedad antigua. El
RAPP asumió en 1928 el liderazgo de la campaña en contra del “peligro derechista”
en las artes y la educación, desplegando hasta 1932 una auténtica dictadura sobre la
publicación y la crítica literaria, una dictadura que se hacía en nombre del Partido
pero que no estaba realmente bajo un control efectivo del Comité Central.

El tono combativo de la organización se ahondó más todavía al principio de los años


30, cuando las asociaciones existentes anteriormente prácticamente ya habían
desaparecido; la organización por ejemplo daba órdenes a los autores de escribir
sobre los héroes del plan quinquenal y presentar en dos semanas una memoria sobre
la manera en que habían cumplido con dicho deber. Las obras tenían que resumir los
acontecimientos del momento y dar respuesta a la realidad más inmediata; se
organizaban viajes de escritores a granjas colectivas o nuevas construcciones como
fábricas, presas y centrales de energía eléctrica para que buscaran allí la inspiración
para unas obras nuevas y de acuerdo con el espíritu de la época. Se crearon incluso,
aunque con resultados muy pobres, las brigadas de obreros y granjeros que
mostraban algunas inclinaciones literarias y que tenían como fin llenar las filas de los
escritores soviéticos. Los miembros del RAPP estaban librando una verdadera batalla,
utilizando además una terminología típicamente castrense en su discurso; hablaban
de “frente cultural”, “sitio”, “ofensivas”, “errores tácticos”, “irrupciones de enemigos
de clase”, “ataques por la retaguardia”. Pedían que en cada obra impresa hubiera
“cien por ciento de la ideología comunista” y la organización de la literatura al modo
industrial, como una gigantesca fábrica de los libros “útiles socialmente”. Estas
actividades iban acompañadas con unos ataques feroces contra los compañeros de
viaje.

La “revolución cultural” termina en 1932, y en 1934 se crea la Unión de los Escritores


Soviéticos, que supone la verdadera incorporación de la literatura al edificio del
Estado, con el consiguiente establecimiento de un control más completo sobre todo
aquello que se escribía en la Unión Soviética. Ya no había pluralidad de
organizaciones literarias, sino una centralizada, con una sola comisión de censura y
un mismo sistema de vigilancia, de los que dependían todos los escritores del país.
Los escritores tenían que ser dominados; cuando empezaba el primer Congreso de
Escritores Soviéticos en 1934 Andrei Zhdanov advertía a Stalin de “serios peligros”
por parte de los escritores insubordinados, para dos semanas después congratularse
de un éxito absoluto de los propósitos del Gobierno (Brooks, 2000: 106). De esta
manera, la Unión de Escritores Soviéticos se convirtió en un poderoso organismo
político al servicio de la propaganda del Partido Comunista. La literatura del realismo
socialista, cuya doctrina se proclama en estos años, renuncia la realización de sus
propias metas para participar en el proyecto de la creación de un hombre nuevo,
obediente a las leyes objetivas de la ciencia (Tomasik, 1999: 5-6). Los escritores
escriben lo que el Estado desea que escriban, o son silenciados a través de la censura
o aniquilación física.

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3. La presión del poder: la censura y la represión


versus realismo socialista

3.1. La censura soviética


La censura zarista fue abolida por la revolución de febrero, pero los bolcheviques la
devolvieron a la vida con el decreto de 07.11.1917 “Sobre la prensa” (Kasack, 1996:
99). En un principio, de silenciar a los editores se encargaba la propia Cheka y el
Tribunal Revolucionario de Prensa, creado en enero de 1918. En 1922 se creó una
institución especializada, Glavnoie upravlenie po dielam litieratury i izdatielstv
(Glavlit), que formalmente estaba subordinada al Comisariado del Pueblo para la
Educación, pero en realidad funcionaba bajo los auspicios del Comité de Prensa que
existía bajo el control del Consejo de Ministros y los de la Cheka. De esta manera los
empleados del Glavlit estaban formalmente en la nómina del Comisariado del Pueblo
para la Educación, pero más tarde llevaron los uniformes de la OGPU. La censura
tenía sus propios representantes en las editoriales y en la mayoría de las redacciones
de los diarios y revistas en todo el país. A parte de Glavlit, el control de los textos
también lo realizaban los representantes fijos del Partido Comunista, subordinados a
su vez a los comités locales del Partido (los departamentos de agitación y propaganda,
los departamentos de cultura). Además también hubo órganos especiales de censura
en el Ejército Rojo, en la policía política y en el Comisariado del Pueblo de Asuntos
Exteriores.

Hasta 1986 la estructura y la organización de la censura en la Unión Soviética fue un


secreto de Estado. Todas las publicaciones tenían que pasar por una triple censura
preventiva, que además se repetía con cada edición nueva, por lo que obras que ya
habían sido publicadas anteriormente podían ser prohibidas, o se podía exigir a los
escritores correcciones y cambios. El censor daba al redactor unas indicaciones
generales acerca de la naturaleza ideológica de la obra, dejando los cambios o lo que
se llamaba “supresión de detalles que sobraban”, en manos del redactor y del autor;
este último se enteraba muchas veces de los cambios que había sufrido su obra
después de recibir los ejemplares ya impresos.

Los criterios de la censura cambiaban dependiendo del curso político actual, y


estaban verificados sistemáticamente en un índice secreto de “materiales e
informaciones prohibidos para la publicación en la prensa oficial”. En general, había
que presentar la realidad soviética de manera positiva, silenciando todos los
conflictos sociales (por ejemplo, entre el campo y ciudad, entre los rusos y otras
naciones de la Unión Soviética, entre la nomenclatura privilegiada del Partido y otros
ciudadanos, entre lo que decía propaganda y la realidad). Estaba prohibido presentar
las experiencias personales del pasado o de la actualidad que fuesen contrarias a las
opiniones vigentes sobre el estado y la sociedad soviéticos, presentar positivamente
las experiencias religiosas, presentar la esfera fisiológica de la existencia humana (el
sexo incluido). Estaban prohibidas también las opiniones críticas acerca de los altos
funcionarios del Partido Comunista, de los que no se podía publicar prácticamente
ninguna información, como su vida personal; tampoco se podía presentar en las
obras a las personas (o naciones) que por alguna razón habían caído en desgracia
para el Partido. Así, en la segunda mitad de los años 20 no se podía mencionar los
nombres de los oponentes de Stalin. No se podía criticar al ejército, la policía (en

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especial la secreta), al aparato del Partido. No se podía presentar de manera objetiva


la vida fuera de las fronteras de la Unión Soviética, ya que esto podría inducir a
pensar que el nivel de la vida en el Occidente era superior al soviético. En un
documento secreto de 1971 de Glavlit a las editoriales se prohibía, también,
mencionar las represiones de los años 30, los campos de trabajo y las prisiones, y los
daños ecológicos.

La censura podía adoptar la forma de recortes de palabras, frases o incluso de


capítulos enteros, de cambios o de la prohibición total de publicación. Hasta los
principios de los años 90 no apareció ninguna edición completa de obras de ningún
escritor soviético. Algunas obras (de autores de reconocido prestigio internacional) se
editaban en tiradas muy pequeñas, destinadas sólo a algunas bibliotecas del país, lo
que facilitaba su control. Los cambios en la política del Partido hicieron que muchas
obras aparecían en versiones nuevas (eso ocurrió en los años 50 con obras de
Fadieiev, Kataiev o Sholojov). Esta política estaba de acuerdo con el lema de
partidismo que imponía a los escritores el representar la realidad según las
intenciones del Partido como la fuerza que guía a la sociedad.

El Estado impuso también medidas que tenían como objeto controlar las imprentas,
las fábricas de papel y luego todas las editoriales de libros, revistas y diarios. Uno de
los actos del control político era la supresión de noticias incómodas para el régimen,
como por ejemplo las que trataban las hambrunas en Ucrania en 1932. En 1917 los
líderes bolcheviques suprimieron todas las publicaciones rivales y establecieron el
control personal sobre las publicaciones, justificando las expropiaciones de las
imprentas (Brooks, 2000: 4). En 1918 se nacionalizó la parte material de las
publicaciones, incluida la producción del papel. En 1920 apareció la Casa Editora del
Libro que iba a nacionalizar completamente la industria del libro, aunque en 1925 no
había alcanzado todavía su objetivo. Si al comienzo de la era NEP en Moscú había
220 editoriales privadas (muchas de ellas se convirtieron en cooperativas), en 1930
funcionaban ya sólo unas pocas, las que pertenecían a las grandes organizaciones
(como El Escritor Soviético controlada por Unión de los Escritores). Incluso las
organizaciones que tenían permitido publicar sus revistas debían tener asignado a un
representante de Glavlit que revisaba todos los textos.

La censura no se limitaba a las obras concretas, sino que podía provocar la completa
desaparición de algunos autores de la vida literaria. En los manuales de historia de la
literatura rusa, en la Enciclopedia Literaria y otras obras de carácter parecido, los
nombres de los escritores que perecieron en los campos de trabajo o prisiones, o de
otros que sufrieron represión, no eran mencionados ni siquiera en el índice, lo que
falsificaba completamente el panorama literario de la época.

No hay que perder de vista también el hecho de que a algunos escritores, los que
mostraban en sus obras unas claras tendencias contrarrevolucionarias, se les aplicaba
medidas disciplinarias, como arresto, cárcel, exilio o muerte. En los años 20 los casos
de aniquilación física de escritores no eran muy comunes y el número de las víctimas
fue relativamente pequeño, pero lo que sí se daba con mayor frecuencia era el
ostracismo profesional o un silenciamiento que quitaba a los afectados la posibilidad
de vivir de su oficio de escritor. Sin embargo en los años 30 los escritores soviéticos
no se libran de destino común de la sociedad, que pierde alrededor de diez millones
de sus miembros en las grandes purgas de Stalin. Las cifras hablan por sí mismas: de

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los 700 escritores que asistieron al I Congreso de Escritores Soviéticos en 1934, tan
sólo 50 sobrevivieron para poder reunirse en el II, celebrado en 1954.

3.2. La doctrina del realismo socialista


El realismo socialista era una doctrina puramente política, aunque disfrazada de
teoría literaria, y se basaba en el concepto de arte como un reflejo de la realidad, y la
realidad en la Unión Soviética tenía que ser comunista. Formulada en 1934 en el I
Congreso de Escritores Soviéticos, Andrei Zhdanov la presentó en los siguientes
términos: El realismo socialista, método básico de la literatura y de la crítica
literaria soviéticas, exige del artista una representación veraz, históricamente
concreta de la realidad en su desarrollo revolucionario. Además, la verdad y la
integridad histórica de la representación artística deben combinarse con la tarea de
transformar ideológicamente y educar al hombre que trabaja dentro del espíritu del
socialismo.

Por tanto, se consideraba que la función principal del arte era la educación de las
masas en el “espíritu socialista”; dicha función sólo podía cumplirse cuidando un fácil
acceso a la literatura e insertando en las obras una ideología inequívoca, siempre de
acuerdo con la política actual del estado y del partido (Fast, 1991: 15).

Aunque la doctrina no se proclamó hasta 1934, en la historia literaria soviética se


consideró que el realismo socialista fue el método o la teoría dominante en la
literatura soviética antes incluso de haberse inventado el término. Como ejemplos se
citaba novelas como Madre de Gorki, Chapayev de Furmanov, Cemento de Gladkov,
El Don apacible de Sholojov, La derrota de Fadieiev, Así se templó el acero de
Ostrovski y otras, que constituyeron, durante la existencia del realismo socialista, un
canon de obras ejemplares. Este canon servía como depositario de los mitos oficiales
del estado soviético, y los escritores eran “invitados” a seguir los modelos, con la
ayuda de “zanahoria” en forma de una escala preferencial de las sumas obtenidas por
los derechos del autor y otros privilegios como vacaciones en las casas de descanso
pertenecientes a la Unión de Escritores Soviéticos, o del “látigo” en forma de
dificultades para las publicaciones de obras que se salieran de los moldes establecidos
o incluso la posibilidad de prisión o aniquilamiento físico. El seguimiento del canon
era, en realidad, un “acto ritual de afirmación de la lealtad hacia el Estado” (Clark,
2000: 3-5).

La formulación de la doctrina del “realismo socialista” tenía como objetivo la creación


de una nueva forma, una forma universal, que sería una suma ecléctica de la gran
literatura excluyendo de ella la escritura formalista (por ejemplo parodia,
experimentalismo), la literatura “pesimista”, los escritos decadentes o eróticos, o los
que presentan los valores de los sistemas “rivales” al comunismo, como por ejemplo
la religión cristiana. Se pedía una mayor democratización del lenguaje, o sea su
adaptación a las posibilidades de percepción de un lector masivo. Los escritores, estos
nuevos “ingenieros de las almas humanas”, tenían que presentar al hombre social,
hombre en acción, “un héroe positivo”, el hombre nuevo de la sociedad nueva, un
comunista. Por un lado se presentaba los cambios psicológicos que se producían en
los hombres y las mujeres con la Revolución y las nuevas condiciones económicas y
sociales, reflejando los problemas del momento, y por otro se presentaba una imagen
idealizada, una visión mítica del hombre con elevados principios, que guía a su

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comunidad, un hombre sin dudas acerca del futuro del comunismo y sin tachaduras
morales. Se debía anticipar la futura forma del hombre, hacer de él un héroe,
exagerarlo, hacerlo romántico y monumental. “El héroe positivo” tenía que ser la
encarnación de las virtudes bolcheviques, alguien a quien los lectores pudieran
imitar, un líder de la masa con una gran autoridad.

El realismo socialista se basaba en una serie de clichés que movían al héroe positivo.
Uno de ellos era la pertenencia a la “familia”, no en sentido natural, sino a la gran
familia de luchadores por la misma causa. Otro era el martirio y el sacrificio: como
mínimo el héroe positivo debía llevar un estilo de vida ascético, con una dedicación
total a la construcción del comunismo. También se repetía mucho el motivo según el
cual una persona relativamente asocial es guiada por un mentor que le hace ver la luz
de la nueva realidad, que refleja el ritual de la iniciación.

También existían ciertos clichés referentes a las acciones de los héroes o el medio en
el cual se desarrollaban. Una de las premisas básicas era la actualidad, referirse sólo a
los hechos del presente, como si el pasado prácticamente no existiera. Otra premisa
era narodnost o el espíritu del pueblo, que exigía que las obras describieran
únicamente los hechos importantes para el pueblo, y siempre desde el punto de vista
de la ideología bolchevique. El optimismo era obligatorio – había que presentar la
realidad como una especie de paraíso, un mundo idealizado, en el que era posible
conseguir todo lo que se deseaba con mucha fuerza. A veces para conseguir el objetivo
había que vencer muchos obstáculos, como enemigos de toda clase (en algunos casos
podían ser burócratas, personas hostiles al régimen, o personas que no creían en la
posibilidad de conseguir el objetivo), las fuerzas de la naturaleza, etc. No se dudó
tampoco en describir de forma entusiasta el sistema de esclavitud de los campos de
trabajo: por iniciativa de Maxim Gorki una brigada de 130 escritores hizo el viaje a la
construcción del Canal Mar Blanco – Mar Báltico donde trabajaban centenares de
miles de prisioneros; el efecto fue la historia de la construcción escrita por 35 autores
(Owsiany, 1992: 165). Muchas veces la trama o los personajes de las novelas del
realismo socialista tenían una misma fuente: el periódico Pravda. Con estas
características se hace patente que el realismo socialista se refería más al contenido
de la obra literaria que a su forma.

La trama de la novela del socialismo realista analizada morfológicamente revela la


repetición de esquemas muy cerrados de acción. Generalmente al principio el héroe
llega al lugar en el que se desarrollará la novela y constata que las cosas allí no van
especialmente bien. Se presenta ante él una tarea que tiene que desempeñar y que
sirve para comprobar su fuerza y determinación. Al intentar poner en marcha la tarea
se encuentra con muchos obstáculos, que refuerzan su determinación y a la vez sirven
de ritual de iniciación que subraya la pureza en la continuación de la línea leninista.
Estos obstáculos pueden ser las actitudes de los miembros locales del Partido, que
consideran su plan una utopía, y para vencerlos el héroe moviliza al “pueblo” o las
personas que pueden ayudarle en hacer el plan una realidad. Los obstáculos aparecen
también durante el desarrollo del plan, pudiendo ser básicamente de dos tipos:
prosaicos (problemas relativos al abastecimiento de materiales o al equipamiento,
corrupción, burocracia, la apatía o descontento de los trabajadores) o
dramáticos/heroicos (desastres naturales, invasión de enemigo, enemigos de clase,
contrarrevolucionarios). Mientras tanto el héroe tiene algún problema amoroso o no
puede controlar sus emociones. Para resolver los obstáculos muchas veces aparece el

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motivo de viaje al centro de decisiones (Moscú o centro local). En el punto


culminante de la novela la tarea parece ser imposible de realizar; a veces aparece el
motivo de la muerte de algún personaje y el motivo de culpa en el héroe positivo. En
este momento aparece frecuentemente figura del mentor, que le da nuevas fuerzas
para acabar el proyecto. El personaje del mentor, a su vez, es también estereotipado:
por lo general tiene orígenes proletarios (o por lo menos es miembro del Partido
desde hace mucho tiempo y tiene una posición alta en la administración local), ha
pasado por el fuego de la lucha revolucionaria y tiene unas heridas psíquicas o una
pérdida personal que le han preparado para el sacrificio. También debe haber visto a
Lenin o por lo menos haber trabajado para la causa en sus días. La novela acaba
cuando la tarea se completa, resolviéndose además todas las tramas secundarias.

El realismo socialista cambió también la relación del propio autor con su obra. Los
escritores ya no eran creadores de textos originales, sino unos contadores de cuentos
ya preconfigurados por el Partido. Habían perdido también la autonomía del artista
sobre su propia creación: ahora eran los editores y críticos los encargados de velar por
la pureza de lo que se contaba en el texto y el seguimiento del canon. Los escritores
eran presionados para reescribir sus obras de acuerdo con las políticas actuales del
Partido, y en muchos casos los cambios los llevaban al acabo los propios editores, sin
el consentimiento del autor que se enteraba de ellos ya publicada la obra. Por otro
lado, seguían existiendo escritores que no adaptaban a sus obras al imperante
realismo socialista. Estos escritores estaban fuera de la circulación literaria del
momento, pero a la vez sus obras respondían o reaccionaban a las obras “oficiales”
del canon literario soviético. Así, muchos de ellos se dedicaban a escribir “para el
cajón”; de esta manera se crearon muchas obras que, publicadas años después,
conforman la segunda cara de los años 30. Estas obras son resultado de una protesta
interior de los autores en contra de las obligaciones de la política cultural oficial.

4. Conclusiones
El sistema totalitario de la Unión Soviética reprimió el curso natural del desarrollo de
la literatura del momento y la puso al servicio del Estado y del Partido Comunista. La
ideología comunista pretende cambiar el mundo, llevar a los seres humanos por la
senda que les conducirá a un paraíso terrenal. Se creará una sociedad nueva en la que
ya no habrá injusticia ni diferencias sociales: todos serán iguales, todos tendrán las
mismas posibilidades, todos vivirán cómodamente. Para llevar a cabo estos
propósitos había que convencer de ello la población de la Unión Soviética, y esto se
hizo a través de dos mecanismos muy potentes: el primero era el aparato del terror
creado por el estado, muy eficaz para acallar todas las protestas que pudieran darse, y
el segundo, la propaganda, a través de la cual se adoctrinaba al pueblo para que
aceptara con absoluta normalidad este intento de crear una sociedad completamente
nueva, con los valores diferentes de los que existían anteriormente.

Los escritores en la Unión Soviética se encontraron entre las ruedas de estos dos
mecanismos. El terror era la garantía de que no se publicaría nada indeseable. La
censura no dejaba publicar ni exhibir nada que atentara de alguna manera en contra
de los ideales del comunismo y, desde los años 30, el desafío al régimen podía tener el
precio más alto: la misma vida, precio que pagaron muchos escritores soviéticos,
entre ellos Mandelshtam, Babel o Pilniak. Por otro lado, con la proclamación en 1934

Comunicación, Vol.1, Nº6, año 2008, PP. 118-129. ISSN 1989-600X 127
La literatura al servicio del estado

de la doctrina del realismo socialista se vinculaba a la fuerza a los escritores con la


maquinaria propagandística del estado. El poder, omnipresente y omnipotente,
marcaba los pasos a seguir, y nadie podía escapar a su vigilancia.

Comunicación, Vol.1, Nº6, año 2008, PP. 118-129. ISSN 1989-600X 128
Marta Policinska

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