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VERISMO: EL ESTANCAMIENTO DEL ARTE MODERNO.

“Dios es expulsado del arte, envilecido hasta el verismo…” (San Pío X).

Como señala el Larrouse, el Verismo es el movimiento estético que se desarrolló en Italia a partir
de finales del siglo XIX y principios del XX, y que representaba la realidad sin idealizaciones,
centrándose en la descripción de la vida de las clases populares. Como su nombre explicita (en
Francia se denominó preferentemente “Naturalismo”), reivindica que el objeto del arte debe ser lo
inmediato a los ojos y no alguna elaboración de ello.

El argumento de que “la realidad es así”, ha venido repitiéndose desde entonces, y tiene verdadera
carta de ciudadanía en el arte fuertemente teñido de izquierda y apellidado “testimonial” en
nuestro país. Ese argumento no vale nada. Porque el arte no consiste en mostrar lo grotesco, sino
la belleza: El objeto del arte es el pulchrum, la belleza, no el factum.

El arte es la expresión de la realidad en cuanto bella, la realidad en su esencia y en las infinitas


posibilidades de su esencia, no en las infinitas posibilidades de degradación de su esencia que
pueden ocurrir en el factum, objeto del saber positivo del modernismo.

Por eso, hasta la eclosión del naturalismo-enciclopedismo-positivismo, el arte era arquetípico y no


típico. Se basaba en mostrar los elementos ejemplares y proponerlos como objeto de imitación.
Esto llevó, por ejemplo, a poder llamar a Homero el verdadero pedagogo de Grecia, y otro tanto se
considera implícitamente a Dante, Cervantes y Shakespeare en sus respectivas sociedades.
Aquiles, Ulises, el Quijote, Hamlet (y Edipo, Gilgamesh, el Cid, contrapartida del Don Juan, el
Avaro, Fausto, etc, etc; incluso en los cuentos de niños con la Cenicienta, las “princesas blancas” y
los “príncipes azules”, antes que los devaluaran los hermanos Grimm y Walt Disney), son la
encarnación de los ejemplos morales, exaltando los buenos y embelleciéndolos para hacerlos
deseables, y estigmatizando los malos para hacerlos aborrecibles.

Y por eso antes, en toda obra literaria, de un modo u otro, siempre finalmente triunfaba la bondad
y la justicia (por cierto que muy pocas veces ese modo era el happy end: eso es invento de las
novelitas rosa, que ya pertenecen al verismo). Porque su objeto era animar y exhortar al auditorio a
obrar buscando lo bueno y lo justo, nunca para mostrar las porquerías, maldades e injusticias –que,
de hecho, muchas veces ocurren–, sumiendo al auditorio en la desesperanza y la acedia.

Y conste que el postergar en el arte clásico a los personajes de condición mínima, no era una
cuestión “elitista” en el sentido sociológico de izquierda, sino una cuestión “aristocrática” en el
sentido griego: Se consideraba que el noble era superior porque el superior era noble; o en otras
palabras, porque el que demostraba excelencia era elevado a la categoría de noble para ejemplo y
beneficio de toda la sociedad. Patente en la antigua costumbre medieval de armar caballero en el
mismo campo de batalla al soldado que se había distinguido en la lucha de un modo superior, u
otorgar título nobiliario a quien realizaba un servicio extraordinario al reino, o se destacaba en una
rama superior de la cultura. Esta costumbre se conservó hasta hace poco: así Kiri Te Kanawa, la
famosa y celestial soprano lírica de humilde origen maorí, fue constituida Dame de la corona
inglesa igual que otras de extracción más elevada como la “Stupenda” Joan Sutherland,
recientemente fallecida. (Y por eso también, no pocos héroes de guerra declinaron sus
nombramientos obtenidos con el derramamiento de su sangre, cuando el título se le concedió a los
Beatles por su éxito y ventas millonarias). Lope de Vega y el teatro clásico español expresan éste,
como todos los valores de la cristiandad, en la obra que lo exalta desde el título: “El villano en su
rincón”. En fin, de aquí el dicho popular “nobleza obliga”, como explica Ortega y Gasset (por otra
parte de extracción liberal).

P. Javier Bocci
El objeto del arte pues, el arte mismo, es pulchrum, no factum. La crónica periodística del factum
es generalmente amarillismo en mayor o menor medida, y tiene inmensa razón Soltzenitsyn en que
es mucho mayor el “derecho a no saber”, el “derecho humano” a desconocer la basura inevitable,
que el supuesto derecho a conocer cada detalle siniestro que el morbo periodístico se complazca en
recabar (y muchas veces inventar).

El verdadero derecho “humano” es que quien pretenda difundir, difunda lo ejemplar –lo bueno,
verdadero y bello–, o se calle la boca. Porque la basura –la maldad, falsedad y fealdad–, sólo tiene
derecho a ser silenciada, ocultada e impedida en su contagio. Más aún, el deber, la responsabilidad
que asume el artista es “inmunizar” contra ella.

Sólo el bien tiene derechos. El mal no tiene derecho a nada. Y si el “verismo” es el falso valor de
mostrar la maldad, la mezquindad, la crueldad, la mediocridad y el vicio, de los cuales el
“Hombre” sin remedio se encuentra rodeado como medio en el cual lucha por conquistar la
bondad y verdad y belleza, y alcanzar así su ser-humano (precisamente potencialidad de bondad y
verdad y belleza = inteligencia y voluntad que conforman el espíritu), si el verismo consiste en
mostrar el punto de partida y no el punto de llegada –el camino, el objetivo–, entonces el verismo
no tiene derecho a existir, y menos a ser reivindicado.

Por eso el Verismo histórico, que comienza entronizando en la temática artística cuestiones
prosaicas y banales, y sin embargo lo hacía elevándolo a la categoría de los valores (el Verismo en
el drama lírico u “ópera”, integrado en cualquier historia de la música por Mascagni y Leoncavallo
para eclosionar con Puccini, tiene como arquetipo inaugural en el primero de ellos su “Cavalleria
rusticana”, e.d., nada menos que “honor entre campesinos”), termina irremediablemente hoy día
regodeándose en las universales miserias presentes hasta en los estratos más elevados (desde Sisí
hasta Lady Di), y en el pisoteo y desprecio de los estados y sentimientos más nobles.

Así, es insólita la elevación al carácter de “arquetipos” modernos de los “antihéroes”, personajes


insignificantes que se elevan de la nada a la categoría de héroes, en el protagonismo
cinematográfico universal del individuo egoísta y vicioso que prima sobre todas las instituciones
nacidas de la razón (como algunos héroes y heroínas de Bruce Willis y Julia Roberts entre muchos
otros, y con un ápice notable en “Día de la independencia”). La primacía del individuo sobre las
instituciones, universalmente mostradas como perversas, es doctrina común liberal y procede de su
dogma primario: “el hombre nace bueno, la sociedad lo corrompe”. Por eso es común en las
películas de los actores declaradamente liberales –o sea del partido Demócrata en los Estados
Unidos– como Tom Hanks, Susan Sarandon, Jodie Foster, Sean Penn, Cybill Shepherd, Jane
Fonda (más bien comunista, aunque, claro está, no con sus millones), más cercanos Pitt y Jolie, y
el siempre vigente Robert Redford, que abrió caminos al género con “Tres días del Cóndor”, y
años después filmó “Sneakers” (ambos excelentes thrillers, por lo demás).

O los policías (y abogados, y fiscales, y jueces) tan abyectos como los delincuentes que combaten:
Antes el policía literario era un hombre de bien, apasionado por la justicia y enemigo de la
injusticia, no cómplice fundamental y adversario ocasional.

Y, en fin, los culpables –antiguos “villanos” (notar raíz) que encarnaban la maldad e inspiraban
espontáneo rechazo–, hoy son casi siempre los personajes positivos, buenos en la naturaleza de su
rol (esposos, padres, jueces, sacerdotes, soldados…), que ceden a un lapsus, dejando como lección
que todo y todos somos parte de la porquería, que quien encarna valores positivos es un “careta”
que medra con ese “curro” particular, y que ser bueno o malo es simplemente cuestión de
circunstancia. Desalentando radicalmente la virtud y fomentando aprovechar las ocasiones de
cualquier ventaja que se presente, porque no tiene sentido la lucha por el perfeccionamiento moral.

P. Javier Bocci
Nuevamente: no es que no exista el mal, ni la desdichada circunstancia de ser todos falibles. Eso es
un artículo de Fe que se llama “Pecado Original” (negado por el liberalismo rousseauniano, el
naturalismo consecuente y el verismo conclusivo), y la Sagrada Escritura y los santos siempre han
dicho que si Dios nos dejara de su mano hasta el más justo caería, cosa que Trento afirma como
sentencia al menos próxima a la Fe. Pero aún así hay tres óbices capitales e invalidantes para
considerarlo norma y fundamento expresivo (artístico):

1) Si el mal existe en la vida, el bien ciertamente existe también; y en este mundo se eleva desde
la misma miseria: no existe en un estado diverso e impoluto.

2) Otra vez: Ese es el objeto del arte, y no aquel barro primordial.

3) Podríamos agregar, aunque no es el elemento determinante (en tanto mediato o conclusivo,


como prueba Santo Tomás): ocurre que Dios sí existe; que es fuente de bondad y verdad y belleza,
que es lo que propone al hombre para “hominizarse” o humanizarse; y que asiste, sostiene y
socorre al hombre para lograrlo.

Por eso el Papa santo considera al Verismo como la expulsión de Dios en el arte 1 , porque siendo
Dios mismo la Fuente de la Belleza, la única manera de evitar que el arte conduzca a Dios es
convertir la fealdad en su objeto, bajo el miserable y contradictorio argumento de que lo malo
existe en mayor proporción que lo bueno, lo falso que lo verdadero, y lo feo que lo bello.

1
La frase completa de San Pío X es: “Dios es expulsado de la política con las teorías de la separación de la Iglesia y
el Estado; de la ciencia, con la duda elevada a sistema; del arte, envilecido hasta el verismo; de las leyes, informadas
por la moral de la carne y de la sangre; de las escuelas, con la abolición del catecismo; e incluso de la familia, a la que
se querría ver desconsagrada en sus orígenes y privada de la gracia del Sacramento” [Mons. Giuseppe Sarto, obispo de
Mantua, luego San Pío X].

P. Javier Bocci

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