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Movimientos sociales desde la comunicación y la política

Fecha: 3 marzo 2010


Lugar: UAM Xochimilco

Doctor Raymundo Mier: En primer lugar quiero agradecerles a todos su


presencia, agradecer también la invitación a participar en estas reflexiones que
me parecen fundamentales, no solamente por el momento político que estamos
viviendo, sino por la relevancia que adquieren en el contexto de todas las
tensiones que están constituyendo ya prácticamente una buena parte de
nuestro pasado reciente, nuestra historia, y seguramente también nuestro
futuro inmediato. El tema de los movimientos ha dado lugar a una reflexión
incesante, ha reclamado la atención desde todos los puntos de vista
disciplinarios: desde la teoría política, la sicología, la antropología, la
sociología, la filosofía, el psicoanálisis. Los movimientos políticos no pueden
ser caracterizados de una manera unilateral. Su comprensión no deriva de
ningún marco disciplinario, no involucra solamente la caracterización de figuras
o hechos parciales, un momento, un puro estallido, un impulso o un gesto. Así,
tampoco admite una modalidad específica de reflexión, un punto de vista
específico y determinado. Esto le confiere a la reflexión sobre movimientos
sociales, el carácter de un permanente acontecer en el pensamiento. El tema
del movimiento es parte del desafío de pensar el tema de la singularidad; no
hay teoría general del movimiento, no hay una reflexión que permita
comprender la generalidad de los procesos sociales, no hay ---hasta donde yo
puedo comprender--- ningún punto de vista privilegiado para iluminar factores,
dependencias, determinaciones específicas que confieran su carácter, su
fisonomía a los movimientos sociales en el momento en el que ocurren. El
movimiento aparece siempre con la marca de esta singularidad, con la marca
de esta situación, sometido a las condiciones particulares de una ruptura que
no deriva causalmente de ningún esquematismo, que no puede ser referida por
lo tanto a ningún esquema causal, y mucho menos enmarcado en mecanismos
determinantes. De ahí quizá el extraordinario desafío para el pensamiento
sobre los movimientos y la tentación particular de formular lineamientos que
hagan posible el acceso y la comprensión de esta singularidad. Estamos ante
esa paradoja constitutiva quizá de todas las visiones epistemológicas
contemporáneas que sitúa una necesidad de comprensión de la singularidad
como un escándalo del conocimiento, es decir, la exigencia de una teoría de lo
singular, es decir, cómo formular un acercamiento a esto que es
permanentemente elusivo, la transitoriedad, lo que escapa a la generalización
inherente a las construcciones conceptuales. Como aprehender
conceptualmente lo que permanentemente rechaza cualquier generalización, lo
que permanentemente rechaza cualquier tipo de esquematización teórica.
Bien, frente a este desafío quizá valdría la pena asumir directamente esta
condición fulgurante del movimiento, este momento en que el movimiento
aparece como un modo particular de darse de la experiencia del tiempo social.
Podríamos decir que, desde cierto punto de vista, caracterizar el movimiento
podría asumir, como recurso, como una mera tentación, un punto de partida,
no una conceptualización cardinal, sino una mera señal que haga posible
vislumbrar un sentido que emerge de los movimientos sociales. Podríamos

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insinuar entonces que eso que llamamos movimientos sociales no es si no una
vicisitud de los vínculos. Esta formulación aparece suficientemente general y,
sin embargo, busca deslindarse plenamente de otras aproximaciones
específicas que buscan desprender de la materialidad específica de cierto tipo
de condiciones sociales ---procesos de gobernabilidad, modos particulares de
conformación de las estructuras sociales, factores económicos o
institucionales, formas duraderas y estables de la organización social--- cierto
tipo de fundamentos causales. Buscamos entonces sustraer la idea de
movimientos a la tentación de fijar esquematismos causales. Vicisitudes del
vínculo que involucran también vicisitudes de la afección, dependencias y
composiciones pasionales, modos de inteligibilidad; esto quiere decir también
formas particulares de construcción de un modo de visibilidad social. Pongo el
acento sobra estas dos facetas, el vínculo y la visibilidad, visibilidad entendida
no estrictamente como un modo particular de comprensión de la figura sino de
aprehensión ---imaginerías, relatos, testimonios, escenificaciones rituales,
traslaciones míticas, juegos metafóricos--- de un hecho al cual se da finalmente
en esa concreción material, un modo de comprensión colectivo; quiero decir
entonces que finalmente la idea de movimiento social no puede comprenderse
si no pensamos en la idea de una “visibilidad de la norma”. El movimiento
permite comprender los límites, los marcos de la acción y los vínculos
colectivos. Ilumina las exigencias de regularidad y las condiciones materiales
en que su fuerza se expresa. La idea de visibilidad de la norma plantea un
conjunto de interrogantes específicos. En principio la visibilidad de la norma al
objetivarse, al expresarse materialmente, al surgir de manera tangible,
reconocible, expresa, revela al mismo tiempo su fragilidad, su arbitrariedad y su
distancia. Se vuelve también foco de una orientación de la acción de los
sujetos, hace posible la comprensión general de una finalidad ---de una
teleología--- que orienta la acción de los sujetos en la composición de la
colectividad. No hay posibilidad de una acción subjetiva sin esta posibilidad de
objetivación de la ley, de objetivación de la norma. Cuando la norma no
aparece como sustancial, corpórea, podemos decir, al mismo tiempo inherente
a la propia condición de los sujetos sociales, pero extraña a su propia
experiencia de vida, no hay acción posible, no se puede actuar contra algo que
se confunde con la propia identidad, que se integra a la memoria y al futuro
como un destino. No se puede actuar contra una condición que parece
inherente al existir mismo, y que aparece ante sí como el fundamento de la
propia identidad. La norma sólo revela su naturaleza histórica, fragmentaria,
limitada, al resistir a la acción, al confrontarla; se objetiva en el proceso mismo
que la desborda, que la revoca. Surge como un objeto, un grupo de
enunciados, un conjunto de prescripciones: exige su formulación explícita,
revela las estrategias de su validación y los recursos que establecen su
obligatoriedad. Revela también las consecuencias visibles de su transgresión o
su extrañamiento. Así, la norma surge como un objeto particular hacia cuya
revocación se orienta la acción que se hace posible de manera concertada en
la medida en que la norma misma se objetiva. Una condición se hace patente:
la objetivación de la norma supone la acción misma y ésta involucra en su
despliegue la pérdida de esta fuerza radical de la naturalización de la norma.
La norma deja de aparecer natural y aparece precisamente en su condición
radicalmente arbitraria, su vigencia jerárquica y diferencial; y por lo tanto su
fuerza de obligatoriedad surgida de su pretensión de generalización se debilita.

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Es esta debilidad de la fuerza de obligatoriedad de la norma la que suscita,
podríamos decir, una doble condición; por una parte, la posibilidad de una
transformación real del campo normativo; se hace patente que es posible
cambiar la norma, se hace posible su transformación. Pierde su sustento
transcendental, esta calidad ontológica que surge de la condición de
aplicabilidad general de la norma; una extraña significación suplementaria de la
norma que garantiza su aplicación al suscitar la experiencia que la conjugación
de prescripciones y prohibiciones trasciende la vida misma, le es inherente.
Determina una calidad específica del existir. Bajo el efecto de la acción que
confronta a la norma, ésta aparece entonces con toda la fuerza de su
arbitrariedad, y esta arbitrariedad, insisto, la hace a su vez objeto de la acción,
acción singular y la acción colectiva, pero al mismo tiempo, insisto sobre esta
idea, la norma pierde su fuerza cohesiva y coactiva. La norma aparece ya bajo
esta condición precaria que la revela como transitoria, referida a un uso
instrumental: la norma se revela como un objeto coyuntural en la confrontación
de poderes; más aún, el desenlace de la confrontación efectiva del luchas de
poder. Norma y poder aparecen entonces ya claramente articulados, hechos
visibles finalmente. La norma no puede ser otra cosa que la expresión patente,
circunstancial de una lucha, una confrontación de poderes. Se disipa, por
supuesto, el sentido trascendental de la ley expresada como un hecho
objetivado históricamente. No obstante, la condición trascendental de la ley
aparece siempre en el horizonte, siempre como una condición virtual del
actuar, aunque no como una determinación histórica de la acción colectiva.
Esta calidad dual de la ley, como horizonte trascendental y como
materialización histórica concreta y coyuntural en la confrontación y en el
ejercicio del poder aparecen casi siempre de manera indiscernible, ambas con
sentidos y efectos inconmensurables pero concurrentes. De ahí la calidad
extraña de la lucha: por una parte, trágica, oscura, confrontada con la garantía
trascendental de la ley, incierta en su validez y en su legitimidad, y, por otra
parte, sustentada plenamente en el reclamo colectivo de justicia, más allá de
prescripciones y prohibiciones instrumentales destinada a hacer valer el
ejercicio asimétrico y despótico de los poderes. Lucha a favor de un sentido
trascendental de justicia y lucha histórica contra quien detenta la capacidad de
orientar el ejercicio de la ley para la preservación de la asimetría y los
privilegios. Luchar contra la ley tiene así estas dos caras: el movimiento social
se consolida en este dualismo, revocando la ley histórica que cristaliza y
conforma ya las coyunturas y las modalidades del enfrentamiento social; pero
también como la expresión de una necesidad colectiva de fundar una ley como
determinación del horizonte común, como instauración de un sentido común de
la convivencia, de la posibilidad de la alianza, de las condiciones de la
solidaridad.
Efectivamente entonces la ley y el movimiento que la hace patente aparecen
bajo esta calidad dual, y esta calidad dual es la que se hace visible en un cierto
momento. Esta condición de objetivación de la ley es condición asimismo de la
visibilidad y expresión patente del movimiento social como contestación, como
participación en esta confrontación de poderes. Pero es al mismo tiempo la
debilidad de la ley la que hace surgir un nuevo horizonte como fundamento de
la alianza, otra de las condiciones del vínculo y la expectativa, acaso la
promesa, de una primacía de la solidaridad. No hay movimiento social sin esta
promesa de la primacía de la solidaridad y su experiencia en la realización del

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movimiento. El tema de la solidaridad aparece entonces bajo una luz
completamente diferente. La idea de la solidaridad no como una emanación de
la norma, no como una emanación de la estructura sino como una condición de
una alianza que emerge bajo un impulso destinado a la instauración incierta de
una norma alternativa. Esa solidaridad aparece vinculada estrictamente con la
fuerza específica de la afección y la voluntad de construcción de las
identidades; su realización aparece como una expresión del horizonte mismo
de los vínculos colectivos. El movimiento involucra siempre una promesa
abierta de identidad, sustentada en la experiencia palpable de una comunidad
en fusión que surge en el trayecto mismo de la acción colectiva, de su drama,
de la puesta en juego de su imaginación normativa. Las identidades aparecen
como el horizonte específico que constituye el marco de la lucha y de la
realización de las solidaridades. No hay solidaridad sin un doble extrañamiento,
el extrañamiento respecto de la identidad presente y la puesta, la promesa de
una identidad constituida, el movimiento es la experiencia misma de esta
invención de sí y de la propia regulación, del propio gobierno como potencia.
La identidad que emerge de la solidaridad aparece así como una mera
potencia, no como una conformación simbólica, no como un nombre específico,
no como una emanación de la regulación, no como una determinación de
ningún campo normativo, sino la expresión de un impulso, una alianza
orientada a lo que Duvignaud llamó alguna vez, un deseo infinito, que es, sin
embargo, el punto de fuga al que converge el movimiento en un devenir
identidad. La identidad adquiere toda su fuerza en el momento que se convierte
en un proceso en sí mismo, no hay identidad en sí sin esta fuerza de impulsión,
sin esta transfiguración sin quebrantamientos. La identidad está en el horizonte
y no en el fundamento; es una promesa y no una forma o una clasificación. La
identidad está no como condición, sino como un punto virtual imaginario al cual
el movimiento mismo apunta. Quizá es un destino incierto, quizá es un destino
propiamente inaccesible, propiamente fallido, pero constituye la condición
propia de este movimiento, es esta imaginación de un devenir identidad de los
sujetos que impulsa directamente a esta figura.
Quizá uno de los textos más inquietantes respecto de los movimientos
sociales, tiene ya alguna edad y ha sufrido ya la erosión de innumerables
lecturas. Es El 18 Brumario de Luis Bonaparte escrito, como todo mundo sabe,
por Marx. El texto de Marx, desde las primeras páginas es deslumbrante.
Deslumbrante en muchos sentidos; es literalmente deslumbrante; quiero decir
que produce obnubilación, ceguera, imaginaciones fantasmagóricas, lecturas
erráticas, aberraciones ópticas, extravíos, arrebatos. Eso marcó su historia, la
historia de sus lecturas y su incidencia equívoca en la comprensión de los
movimientos. En este texto deslumbrante, Marx había distinguido, en principio,
movimientos cardinales de los que no lo son. Sin embargo, es preciso hay que
poner el acento sobre un silencio fundamental en esta primera tesis. Es una
figura tácita, apenas esbozada por Marx en El 18 brumario. La distinción entre
ciertos movimientos cardinales y de ciertos otros movimientos, súbitos,
intempestivos, exorbitantes, y los movimientos imperceptibles. Esta distinción
involucra una afirmación sobre la duración y la permanencia de una
confrontación. Los movimientos fulgurantes y aquellos perseverantes, tensos,
sin reposo, en la lucha ínfima, imperceptible, cotidiana. Este dualismo entre
movimientos cardinales y movimientos imperceptibles, lejos de llevarnos a una
visión historiográfica de una primacía del acontecimiento como podría parecer,

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afirma más bien, la naturaleza compleja de esa súbita emergencia de lo social
a la figuración, a la visibilidad. Marx no parece decir, “la historia la construyen
los grandes movimientos sociales”; por el contrario, pone en juego una visión
del movimiento que involucra toda la vida social, en todas sus facetas, en un
vasto conjunto de rasgos, de calidades diferenciales. El movimiento social es la
historia de esta diversidad de las confrontaciones; la vida social entera, en
cada instante, es movimiento en todas sus facetas. No hay vida social sin
movimiento, y este movimiento sin solución de continuidad, inextinguible, que
compone unos impulsos con otros, conjuga, enlaza, amalgama y quebranta o
enrarece los vínculos, que involucra y que interroga simultáneamente su
naturaleza, define el destino de la acción humana, la naturaleza de las
asociaciones, las formas y el vigor la fuerza de la obligatoriedad normativa,
modela las formas de vida. La confrontación permanente es también una
distancia y una extrañeza incesante respecto de la norma. Vivimos esta
confrontación y esta extrañeza en cada momento de nuestra existencia, todo el
tiempo. Cada alianza, cada vínculo que establecemos, cada forma particular en
la que actuamos, cada modo particular en el que reaccionamos frente a las
regulaciones lleva esta marca dinámica, conlleva una tensión permanente
contra la regulación o a favor de la regulación. Esta guerra secreta, sin tregua,
imperceptible que todos los días libramos contra la regulación, o en favor de la
regulación, en contra o a favor de las fuerzas en confrontación define las
alianzas, las potencias de acción, los umbrales de tolerancia, la fuerza virtual
de las solidaridades. No hay vida social sin esta composición infinita, abierta,
de estos movimientos. Esta lucha sorda, invisible, permanente contra, como la
calificó alguna vez Cortázar, “la Gran Costumbre”. Cortázar aludía a esa lucha,
la lucha microscópica, molecular, contra la Gran Costumbre; esa monstruosa
lucha ínfima contra la gran costumbre no es otra que la fuerza de la vida, de la
vida social. Marx no desconoce esta fuerza de la vida social, esta fuerza que se
ha dado en llama molecular. Es esta confrontación que nos satura la vida y nos
obliga permanente a reconstituir y reinventar nuestros vínculos, a reconstituir y
reinventar nuestra vida y nuestra fuerza, nuestras expectativas, nuestros
fantasmas y nuestros deseos. Todo movimiento está en la historia, la
constituye y se somete a las condiciones que ella misma engendra. Los
movimientos no son algo que irrumpe desde fuera en la historia; por el
contrario, son la materia misma de la historia. Y, sin embargo, Marx subraya,
hay momentos, hechos, que emergen con una visibilidad súbita, una visibilidad
que ilumina el conjunto de las otras historias ínfimas. Hace visible la fragilidad
de todo el orden, la confrontación y la debilidad de los marcos normativos, las
fuerzas; las hace presentes, las hace tangibles; hace visibles las pugnas, los
sujetos en confrontación, erige la trama fantasmal de los destinos posibles y las
fuerzas que arrastran o imponen su causa específico a la vida social. Estos
momentos, son situaciones de súbita visibilidad, momentos visibles en sí
mismos que hacen visibles las fuerzas y la confrontación política y social. Se
trata pues de momentos sociales de visibilidad, construcción de visibilidad,
visibilidad de sí mismos, visibilidad de la posibilidad de acción colectiva,
visibilidad de los vínculos que normalmente se disipan en la urgencia cotidiana,
imperceptibles. Pero ellos también, de repente, se convierten en elementos
opacos, objetos reticentes de la experiencia. Abandonan esta condición tácita,
abandonan ese mimetismo con lo natural, esa fusión en un entorno
indiferenciado. Con la iluminación del movimiento nuestros vínculos, su

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persistencia, su duración, se vuelven el objeto mismo de nuestra vida, es decir,
comprometen nuestro destino, revelan nuestro fundamento y definen el destino
de nuestra acción. Es esta potencia particular para hacer visibles los vínculos,
hacer visibles las regularidades, hacer visibles las normas, lo que aparece en
estos movimientos que emergen como un quebrantamiento de los hábitos, y
hacen también patente la necesidad particular de construcción de las
solidaridades a partir de la visibilidad como potencia.
De ahí una extraña relación entre estos movimientos de visibilidad plena, de
construcción de la visibilidad y los procesos rituales. No podemos escapar a la
tentación de establecer una cierta correspondencia entre la ritualidad y los
movimientos sociales, y, sin embargo, no podemos tampoco ceder a la
tentación de equipararlos. No hay posibilidad de encontrar una ritualidad en los
movimientos, en su aparición irrepetible, en su extrañeza respecto de toda
prescripción de sus tiempos, sus espacios. Ajenos a las regularidades del ritual,
los movimientos sociales, podríamos decir, constituyen una antirritualidad, si se
me permite esta extraña figura. Quiero decir, más que una acción orientada
contra el ritual, o a su disolución, la expresión apunta a la instauración de una
“ritualidad negativa”. Ritualidad y antirritualidad, es decir, la ritualidad y su
expresión negativa revelan un elemento común: lo que Víctor Turner llamó
alguna vez communitas. El proceso de constitución del communitas es
enigmático. El enigma involucra la dimensión inaccesible de una solidaridad a
un tiempo absoluta, incondicional y etérea, elusiva, sin fisonomía, que escapa a
las taxonomías y a la nominación. Una solidaridad no como algo patente y
reiterable, reiterativo, sino como una experiencia al mismo tiempo plena pero
incierta, plena pero indeterminada, absolutamente evidente pero carente de
denominación, pero carente de perfil, aunque enteramente cifrada en la
experiencia radical del ser propio como ser con los otros. Esta súbita y efímera
de certeza de los destinos inextricables de la colectividad. El movimiento, como
el ritual, involucra una expectativa de purificación, pero es una purificación
como extrañeza de las condiciones habituales y normadas; no un retorno a
ellas sino la expresión de una extrañeza irreversible frente a ellas, no una
ratificación de la norma, sino su revocación y la instauración de la norma como
un objeto incierto del deseo ratificado en la fusión colectiva. No una
transformación de los imperativos en deseo, sino, por el contrario, la disolución
de los perfiles del deseo y el imperativo de una normatividad que se confunde
con la exigencia, imposible, de trascendencia que tiene un solo nombre
equívoco, inasible: justicia.
¿Cuál es la identidad del movimiento? Es una identidad que se gesta en el
movimiento mismo y que se disipa y se reconstituye en la dinámica de la
confrontación política. La identidad en movimiento es la potencia misma del
movimiento, la edificación de sí mismo y de su propia fisonomía, su visibilidad.
El movimiento se contempla a sí mismo y se reconoce a sí mismo moviéndose.
No obstante, este imperativo de visibilidad, de expresión escénica inherente al
despliegue objetivado de lo social suscita un espejismo: el de las magnitudes,
confundir la potencia del movimiento, su despliegue virtual, con la acumulación
numérica de los cuerpos. El movimiento no es otra cosa que densidad y
composición creciente de los vínculos, la visibilidad de esta densidad y no la
mera acumulación por desmesurada que aparezca de rostros, presencias y
figuras. De ahí el extravío que provoca la acumulación de las masas. La

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visibilidad de las masas, su hacinamiento, su deambular agobiado o las
efusiones exacerbadas de las multitudes, no son la realización del movimiento.
El movimiento es potencia de vínculo creciente, de densidad creciente. Es la
potencia creciente de los vínculos lo que constituye el movimiento y la
consolidación de éste no es sino la visibilidad como incremento de la potencia
de acción colectiva. El movimiento no es si no esta modalidad de las
afecciones, las solidaridades, y un esfuerzo permanente, y este esfuerzo que
se hace patente, que se hace presente que no permite el olvido, el esfuerzo
permanente contra la regulación, en contra de la regulación y no a favor de
ninguna regulación. Suplir la expectativa de regulación por la perseverancia de
las solidaridades. Un movimiento abierto, destinado a reconocer la plenitud de
su sentido en su capacidad de iluminación. Solo en el horizonte se adivina una
regulación posible, la realización y la garantía de la potencia colectiva, como
promesa. Asumir la capacidad de regulación propia, la autonomía, es lo que
constituye el objeto mismo del movimiento, hacer patente la capacidad de
regulación en la instauración y renovación, en el ejercicio incesante de la
transformación normativa y no en su fijeza objetivada. El movimiento no busca
construir reglas para después erigir la policía ---real o imaginaria, expresa o
subrepticia--- que habrá de vigilar su cumplimiento. El movimiento, la
colectividad misma se constituye al revelarse en su capacidad de construir
reglas. Éste es el desafío. La paradoja del movimiento es que son
precisamente aquellas reglas que emergen de su propio actuar las que
engendran su inmovilidad progresiva, las que lo detienen. En el momento
mismo en que se instaura la regulación, se instaura con ello la fijeza, la
certidumbre, la mortandad normativa. El movimiento se extingue, las reglas
mismas que constituyen la finalidad del movimiento, su motor, terminan
asfixiándolo. Las nuevas reglas, es posible decir, son ya la expresión de la
existencia misma del movimiento. La realización objetiva del movimiento no es,
entonces, sino la consolidación específica de su inmovilidad; esas reglas, la
realización de su imperativo, constituyen el fracaso del movimiento, el
movimiento fracasa cuando se objetiva, Ésta es quizá una de las grandes
paradojas del movimiento social. De ahí esta fuerza de communitas como
potencia en acto, como potencia en movimiento, como permanente visibilidad y
reconocimiento del esfuerzo contra la norma, contra esa norma visible que
expresa la confrontación de los poderes. Esa modalidad de la experiencia del
communitas ilumina la fuerza negativa, antirritual y profundamente ritual del
movimiento. Podríamos decir que el movimiento, como ritual negativo es
precisamente la lucha de la comunidad, involucrada en la experiencia del
communitas, por escapar al proceso ritual, por situarse siempre en el borde del
proceso ritual, en la extinción de lo ritual. Más allá de la exigencia de
purificación y de la consolidación de los procesos simbólicos. La ritualidad
negativa emergería de la posibilidad de asumir el drama en su impulso
expansivo hasta llegar a su propio límite, a su límite intrínseco, sin la
intervención reguladora de la expectativa de consolidación normativa. Asumir
la exigencia, acaso imposible, de la reinvención permanente del ritual. Asumir
por consiguiente la faceta anti-estructural del ritual como el impulso cardinal de
la alianza en el communitas, en la tentativa inherentemente imposible de eludir
la regularidad y la reiteración propia de la ritualidad. En el horizonte de la
ritualidad negativa estaría el deseo abierto de una reiteración, de la insistencia
colectiva, conjunta, de la revocación de toda regularidad. Así, la fuerza ritual

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del movimiento no desembocaría en una consagración de las identidades, ni en
la expresión de una voluntad de reparación o una voluntad de purificación o
redención. No como una voluntad de olvido de los quebrantamientos de la
reciprocidad y las alianzas, tampoco como una restauración de la continuidad
social. Más bien, como el régimen colectivo para sostener el extrañamiento
mismo de las identidades surgidas del communitas como condición
fundamental del movimiento. En El 18 Brumario, cuando Marx recoge la
extraña insinuación de Hegel sobre el acontecer histórico, apuntala un
dualismo escénico de la repetición. La voluntad de repetición se expresa en la
visibilidad de los movimientos históricos como una teatralidad irónica, como
una distorsión grotesca de la fuerza inherente a la singularidad de los
movimientos. Y, sin embargo, expresa también una necesidad de continuidad y
de memoria que los movimientos no pueden desdeñar. Marx recuerda a Hegel
en la apertura de El 18 Brumario. Lo recuerda vagamente por cierto, se refiere
a él más como una alusión que como una referencia. Marx subraya en ese
momento el núcleo de esa figura irónica, los ecos de una reflexión sobre la
extraña figura de los pliegues de la historia, en la distorsión escénica de la
visibilidad de lo social. La formulación de Marx se volvió célebre, no sólo por su
fulgor, sino también, paradójicamente, por su opacidad. “Hegel dice en alguna
parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal se
producen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez
como tragedia y otra vez como farsa.”1 Una visibilidad escénica dual, una
mutación del género, del sentido, una expresión distinta de la fuerza de la
memoria histórica. Extraña esta figura del dualismo en la insistencia de la
historia. Una historia sin principio ni fin, y una secuencia de episodios
marcados por su propia singular. Pero esa singular asume un rasgo
característico, una modalidad de la memoria como mimesis y una mimesis
como búsqueda de continuidad. Y esa continuidad es también una figura del
poder, una pretensión de legitimidad. Son vuelcos en una historia de los
movimientos que jamás ha comenzado y jamás terminará seguramente, en la
cual estos momentos de visibilidad constituyen más bien irrupciones,
momentos de puntuación, formas particulares del irrumpir de una ruptura, de
una confrontación permanente, de un quebrantamiento radical de los
ordenamientos, que aparecen como una puntuación en el relato universal de la
historia. Sin embargo, Marx subraya esa ironía intrínseca del dualismo: la
sucesión tragedia y farsa, la inflexión de la exigencia mimética, la irrisión
escénica de la memoria. La primera vez como tragedia, dice Marx, la segunda
como farsa. Recojo en esta ironía de Marx una resonancia particular con el
acercamiento que ahora bosquejo entre antirritualidad y movimiento, y para el
cual, la exigencia de visibilidad y la de escenificación se conjugan. La
antirritualidad no elude la escenificación. La reclama. Participa de esta
condición de visibilidad que acerca el rito al régimen dramático. Turner había
ya puesto de relieve esta relación íntima entre el ritual y el teatro. La teatralidad
del ritual, la ritualidad del teatro. Inextricables. De ahí esta cercanía del ritual
con el drama y con la tragedia. Turner habla de este modo particular de
conformar el régimen de las dinámicas sociales a partir de una exigencia de
visibilidad, una visibilidad que, al tomar como eje las afecciones del drama, no
                                                                                                               
1  Karl
Marx y Friederich Engels, Der achzehnte Brumaire des Louis Bonaparte, en Werke, vol.
8, Dietz Verlag, Berlin, 1988, p. 115.

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puede evitar su despliegue como teatralidad. Escenificación y norma,
prescripciones, prohibiciones, ley y juegos de poder. Los lazos a veces
imperceptibles que vinculan la expresión ritual y los juegos de poder se
despliegan en el régimen de la teatralidad. Otra aproximación significativa a la
comprensión de lo política, formulada por Claude Lefort, pone asimismo el
acento sobre la escenificación como una de las facetas fundamentales de lo
político: creación de formas, creación de sentido, creación de visibilidad, de
escenificación, lo político constituye esta capacidad fundamental de surgir de
las confrontaciones difusas de lo social, para dar cabida a formas particulares
de la escenificación, escenificación como condición de lo político. La
escenificación al ofrecerse así como un modo particular de expresión de lo
político revela un régimen “suplementario” del movimiento, no como algo
periférico, superfluo, contingente de lo social, una mera emanación de alguna
condición primordial, una estructura, un campo de confrontaciones
diferenciales subyacente. Más bien, la escenificación aparece como algo
constitutivo del movimiento, que a su vez lo conforma, y alienta en él
modalidades específicas de sentido. De ahí esta fuerza que Marx le da a la
escenificación, la escenificación como tragedia aparece como el régimen
fundamental de la discontinuidad de lo social, de su quebrantamiento, de la
aparición de nuevas pautas de relación, de vínculo y de afección irreductibles a
lo previamente existente. A pesar de emerger del pasado, de tomar sus figuras
y sus escenarios de los mitos, la tragedia ilumina en su aproximación singular
al destino, la singularidad del movimiento que emerge, lo impulsa a
reconocerse en su singularidad en rompimiento con ese pasado que lo
engendra. Marx ilumina particularmente esta idea, dice: la tradición pesa sobre
los movimientos sociales, gravita sobre sus condiciones de identidad, sobre las
modalidades de su reconocimiento. La tradición ciñe rígidamente las
expectativas de los movimientos sociales, pero es al mismo tiempo su propio
fermento. Tensión paradójica: suelo fértil sin el cual los movimientos no
encuentran vitalidad alguna, pero confinamiento que los amenaza con la
esterilidad de la mimesis. La tradición aparece así como fermento y pesadilla,
impulso y gravedad, incitación y freno, fuerza de integración y de disgregación.
Aquello que ofrece una matriz para la invención de la propia identidad y aquello
que vacía todo contenido propio para tiranizar el movimiento con las
fantasmagorías del pasado. Tragedia o farsa: singularidad o analogía, mimesis.
El movimiento, advierte Marx, reclama la memoria para abandonar el pasado,
para reconocer su propia singularidad en esta tensión permanente con la
experiencia de su propia escenificación. Pero también la inercia, la tentación al
repliegue, la derrota, la fatiga de la imaginación y la condescendencia a lo
consagrado por las ceremonias instituidas. Es comprensible que la mayor parte
de los movimientos, como Marx lo subraya en El 18 brumario apelen a una
cierta raíz mítica, a una cierta raíz histórica, reivindicarse zapatista, reivindicar
filiaciones históricas, figuras, emblemas, efigies que se proyectan desde el
pasado como un amparo y una legitimidad: reivindicar orígenes, reivindicar
raíces, reivindicar fundamentos, reivindicar cierto tipo de fuerzas, de figuras
míticas que sostienen y validan, fortalecen y confieren una inteligibilidad y una
fisionomía al movimiento. Pero el movimiento mismo desborda sus
monumentos, sus memorias y sus efigies, exige esa visibilidad de sí mismo en
la tensión misma del desbordamiento, en su reinvención de sí. El movimiento
reclama este permanente deslinde, este permanente desafío, este

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extrañamiento respecto de esas mismas raíces que le confiere su fuerza;
reclama también asumir su propia singularidad en su devenir otro, en su
apertura a lo incalificable. El movimiento, para preservar su vitalidad debe
eludir la mimesis que lo torna en farsa, requiere al mismo tiempo asumir esta
historia de sí como devenir margen, fractura, como historia incierta y abierta.
Asumir así el pasado, la memoria pero no como fundamento, ni como
condiciones de validez, sino como expresión de extrañeza respecto de sí y
reclamo de un reconocimiento del propio movimiento. Asumir el movimiento
como un permanente quebrantamiento, un permanente extrañamiento. A eso
es quizá a lo que alude Marx con esa frase tajante, brutal, inolvidable: “dejad
que los muertos entierren a sus muertos” con la que expresa, en El 18
brumario la paradoja de una memoria capaz de fertilizar el olvido, el abandono,
la aparición del sentido de lo propio que es ya intrínsecamente un alejamiento
respecto de lo dado, su extrañeza radical. Una frase que alude a algo
fundamental: una calidad imperiosa del movimiento de constituirse desde el
duelo, desde el duelo de sí mismo, desde el duelo de la historia, desde el duelo
de las identidades, desde el abandono de las identidades y asumir esta
condición de incertidumbre, esta condición permanente de reinvención
incesante del universo que es la condición del duelo. El movimiento emerge de
esa dinámica del duelo como reclamo de una memoria indeleble como
condición de la fertilidad del olvido, que está permanente como exigencia, este
ritual del duelo que acompaña al movimiento antiritual de la construcción de sí
mismo como potencia inherente al movimiento. Si el movimiento ha de ser
siempre la apuesta de sí como potencia y no como figura, no como efigie sino
como promesa, como un devenir presencia, el duelo aparece como un modo
ritual constitutivo. El duelo marca precisamente esta continuidad como ruptura,
esta extrañeza como experiencia abierta a la invención de sí, esta manera al
mismo tiempo de asumirse como herencia del pasado desde la muerte del
pasado. Los muertos reclaman al mismo tiempo la memoria y el olvido, que no
es sino la memoria de los muertos como muertos, no como vivos; escapar a la
muerte como simulacro de lo vivo. Marx, me parece, asume esta escenificación
de la paradoja de la memoria y del duelo como la figura irreductible de la
tragedia, que se haga visible en el duelo la fuerza de la extinción de las
identidades, de la muerte en la génesis radical de la historia. Que se asuma la
historia con la fuerza de la muerte entendida como condición de la vida, de lo
transcurrido como condición de lo irreductiblemente otro de nuestro acontecer.
El pasado y el sentido del pasado al mismo tiempo como irrecuperable y como
irreparable, Aquello con respecto a lo cual no hay ni certeza, ni posibilidad de
construcción, ni conocimiento posible, y que, sin embargo, gravita
efectivamente sobre la vida y reclama de la acción y de la vida misma una
continuidad de la lucha, una continuidad de la vida misma. El movimiento como
esa “puesta en acto” del duelo como juego de discontinuidad y continuidad que
no es otro que la afirmación permanente de la vida. Esta condición aparece ya
en las reflexiones fundamentales de Sorel en su reflexión sobre el movimiento
social, en la estela de Marx, bajo el resplandor de las reflexiones de Bergson,
en su confluencia incalificable.
Extraña figura, Sorel no abandona esta posición en los márgenes, irritante,
incómoda. Sorel irreverente, extraño, equívoco, siempre en el juego de la
provocación, en los bordes de la reflexión, asumiendo el escándalo de una
identidad política incierta, Sorel al hablar sobre la violencia y hablar en

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particular sobre la huelga general como un instrumento fundamental de la lucha
política, trata de caracterizar la condición dinámica de la fuerza social, de los
movimientos sociales, desde la confluencia de dos fuerzas antagónicas, el mito
y la utopía. La visión de Sorel contraviene los hábitos y la doxa que acompaña
a la reflexión sobre los movimientos. Atribuye al mito la fuerza originaria, el
impulso constructivo, abierto, la incesante exigencia de comprensión propia de
una imaginación intuitiva, asumiendo así la intuición como una fuente de la
convergencia colectiva, el fermento de la aprehensión del aquí y ahora
comprendido por todos sin la mediación de saberes y doctrinas, como
condición de los sujetos en su propia experiencia de movimiento, de vínculo y
de afección, en el acontecer de lo político. El mito aparece así como la fuerza
constructiva del movimiento. Por contraste, la utopía se abate sobre el
movimiento como la fuerza equívoca que desde lo dado, el conocimiento, las
convicciones, la doxa, los programas, se ofrece como el futuro, que no es otra
cosa que un enmascaramiento y la proyección en el porvenir, de lo dado, de la
legalidad vigente. La utopía como el retorno de la exigencia mimética, acaso,
en los términos de Marx, como una figura trasvestida de la farsa de la memoria
y de la rigidez cadavérica de los saberes constituidos, de los mandarines y las
élites. La utopía así, encubre bajo la luminosidad del futuro, la restauración del
hábito, el retorno al abatimiento, la disolución del impulso vital que emerge
como fuerza del acontecer en sí. La utopía aparece como la esclerosis de los
saberes que se expresan en la destrucción misma del movimiento. El
movimiento se extingue al caer bajo la fuerza de gravedad de la utopía. La
utopía aparece así como mera positividad, como júbilo afirmativo; abandona la
exigencia del impulso negativo. La utopía aparece como la urgencia positiva, la
primacía de la construcción que vela este impulso a la apertura radical del
movimiento, a su imaginación destinada a la comprensión intuitiva de la
continuidad de su impulso. El futuro en la utopía aparece como la figuración
pre-existente del porvenir como imperativo. La utopía a pesar de su negatividad
aparente, su no-lugar, hace figurable el futuro y lo ofrece menos como
deseable que como prefiguración de la prescripción, como la visión invertida de
la prohibición, y al mismo tiempo como su preservación. Es a partir de esos
saberes como la utopía aparece como ese simulacro de vida de lo muerto, que
gravita como una pesadilla sobre la imaginación del acontecer. Cancela toda la
fuerza y toda la imaginación potencial del movimiento. A diferencia de la utopía,
el mito, sugiere Sorel, busca arraigar la fuerza en esta condición instintiva de la
búsqueda de lo comunitario, de la aprehensión comunitaria de una vocación
que emana de un pasado sin tiempo, mera duración, mera continuidad sin
figuración. El mito, visto desde la perspectiva alentada por Sorel, escapa a la
condensación e institucionalización de lo simbólico, de los relatos que
consagran las imágenes del pasado. El mito escapa a las efigies de la historia,
a sus confinamientos simbólicos, se asume como in illo tempore, un tiempo
más allá del tiempo, un tiempo sin tiempo, sin referencia, un tiempo sin
identidad, un tiempo en el que las figuras aparecen al mismo trágicas y
equívocas, al mismo tiempo reveladoras y capaces de creación, focos
radiantes de significación, pero una creación permanentemente abierta de
nuevas significaciones. De ahí el énfasis de Sorel en el mito como fuerza,
como expresión del impulso vital en el todo movimiento. El mito preserva esta
fuerza mientras no se transforma en saber confinado a los marcos de gestión
institucional, mientras no experimenta su sometimiento a los imperativos de

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verdad canónicos, es decir, mientras no da cabida a modos narrativos que se
implantan en los movimientos bajo los programas y las promesas de la utopía.
Es decir, sería preciso reconocer el mito como una comprensión instantánea,
integral e intuitiva surgida de una fuerza vital intrínsecamente compartida y que
responde de inmediato a las exigencias de comprensión del entorno, una
aprehensión que constituye un “sentido común” que enlaza a la colectividad sin
la intervención de agobiantes andamiajes pedagógicos y dogmas sofocantes.
El mito en Sorel aparece así distante de la visión canónica del saber
antropológico que lo concibe como un conjunto de relatos o expresiones
simbólicas, un conocimiento ordenado, referido a taxonomías conceptuales
expresadas en la circulación de narraciones referidas a cosmogonías,
ordenamientos sociales, patrones de producción o regulaciones instituidas de
la alianza. El mito en Sorel es, por el contrario, la aprehensión misma del
movimiento como respuesta a la dinámica del entorno, surge y acontece con la
mutación misma de las transformaciones que acompañan al movimiento. Es la
crónica permanentemente reinventada de un heroísmo constituido
simultáneamente por el ejercicio de la libertad, por la asunción del desarraigo y
por la forma particular de una apuesta por la inhumanidad consagrada en la
referencia heroica del mito. Es posible asumir que, esencialmente, el mito
revoca la imagen de un mundo restringido a las vicisitudes cotidianas de lo
humano. Involucra una vislumbre de lo inhumano entendido como una
anticipación y una experiencia de aquello que desborda las certezas y los
hábitos que conforman las calidades y rostros decantados del mundo. El mito
implica un modo de concebirse a sí mismo como una potencia capaz de
inscribir la propia acción en los márgenes de lo humano, siempre en el límite de
la normatividad o en los territorios en los que ésta se extingue. En la
desaparición o en lo sagrado, en la zonas de penumbra o de tránsito, en las
franjas de la liminaridad de lo decible, lo sensible o la atestiguable. Es lo que
permite vislumbrar el límite de la vida propia y colectiva, como límite estricto,
ajeno a toda representación y todo imperativo. Es al situarse en este límite que
el sujeto advierte la plena fuerza de la solidaridad, cuando el impulso conduce
su esfuerzo a la consolidación de los vínculos precisamente en el punto
extremo, en la extinción de toda obligatoriedad. Se hace posible así la
experiencia de la solidaridad concebida como el vínculo incondicional que
reclama el esfuerzo inhumano de la generosidad desde los linderos mismos de
lo admisible. Si la solidaridad es la generosidad en el sentido fundamental del
existir, el movimiento se consolida en la plenitud de esta experiencia
generalizada, compartida de lo inhumano. Marcel Mauss uno de los grandes
antropólogos había dicho en algún momento que la generosidad no existe en el
mundo social. Es cierto, quizá en el mundo de los intercambios instituidos, de
los equilibrios, de la plenitud de lo simbólico. Sin embargo, es posible afirmar
que la generosidad existe en lo social: surge de y en el movimiento social
mismo, es decir, es la solidaridad, es la existencia misma de este vínculo a
pesar de las condiciones normativas, a pesar de la exigencia de figuración, a
pesar de la fuerza y normatividad, a pesar de las fuerzas inherentes a las
exigencias de las formas jurídicas engendradas e implantadas por el
intercambio. La solidaridad es la preservación de la fuerza y el impulso del don
más allá de la reciprocidad, capaz de sustentar por su fuerza misma una
capacidad de significación suplementaria, sin códigos, sin intercambio,
inconmensurable, la expresión de lo inhumano en el dominio de las

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significaciones. El movimiento social se alimenta de esta potencia específica de
lo inhumano, ese modo particular de una exigencia de sentido surgida de un
dar sin retribución, sin expectativa, sin esperanza literalmente.
El movimiento, concebido como el dominio de la solidaridad, del dar sin
retribución, no puede tener expectativa ni esperanza. Un movimiento social se
orienta plenamente hacia el futuro que, esencialmente, cancela toda
expectativa de retribución. No hay exigencia de algún beneficio. Es el dominio
pleno del desinterés, de la ética plena surgida de un dar como acontecimiento
puro. Así, el movimiento social es siempre sin esperanza, lo cual no quiere
decir desesperanzado. El mito es la fuerza que engendra esta diferencia. Bien,
de ahí quizá el problema de ¿hacia dónde el movimiento? Hacia ningún lado, el
movimiento no tiene finalidad porque cualquier finalidad supondría la
consolidación de un universo de valores capaz de tomar su validez de una
apuesta de trascendencia, de ampararse en el dominio de la doxa, de
desalentar la fuerza incesante del acontecimiento. El movimiento no puede
tomar su finalidad sino como una inflexión de su propia creación incesante de
sentido, derivado de la creación significativa del movimiento mismo. El
movimiento es precisamente esta recreación incesante de la potencia colectiva
que no es expresa otra lógica que la de la vida misma. Bergson había escrito
que en ese movimiento que expresa la fuerza vital, el punto de interrupción es
también el la disipación del movimiento, su fracaso. El movimiento genera esta
posibilidad de recreación, engendra la ruptura: la ruptura no es la vocación, la
finalidad o el destino del movimiento, es su naturaleza esencial. El movimiento
es incesantemente ruptura, ruptura, potencia, ejercicio de la potencia,
visibilidad de sí mismo como potencia, visibilidad de la solidaridad como
invención y reinvención de la potencia de sí y de la colectividad como una
forma particular de alentar la promesa de una identidad. El movimiento es esta
promesa intemporal, que se formula y se extingue en el acontecer mismo,
ajeno a la fijeza de una finalidad. Es una promesa permanentemente abierta,
permanentemente reiterada, permanentemente refrendada. El movimiento
constituye no obstante, debe cesar de ser visible, para diseminarse en los
dominios y en los pliegues de la experiencia íntima y colectiva, para también
constituirse en una condición abismal, en una condición molecular del
movimiento. Al movimiento de expansión y creación escénica corresponde esa
posibilidad de revelarse como una potencia de afección íntima. Si el
movimiento permanece en la mera visibilidad, permanece en este foco
particular de expresión escénica y pierde su capacidad de impregnar la vida
íntima de los sujetos. Su impulso se confina, el movimiento ha cesado, ha
muerto. La muerte del movimiento es ese momento en el cual la experiencia
del communitas deja de proyectarse hacia la experiencia misma del sujeto y de
la vida del sujeto; es el momento en el que el sujeto deja de entenderse como
una potencia sin identidad, una potencia en movimiento, es cuando el sujeto
como individuo deja de integrarse en esa composición colectiva que no
solamente asume su fuerza desde el vacío mismo de la identidad colectiva,
sino que impulsa hacia la vacuidad de la esfera íntima. Ese momento del don
incondicional es también el de asumir el vacío de la identidad propia; no
solamente participar de la imposibilidad de fijar una finalidad para el
movimiento sino una finalidad para la propia vida, para la propia lucha, para la
propia lucha, para la lucha ínfima, para la lucha cotidiana. El movimiento fluye
en todas direcciones: de la colectividad a la intimidad, impregna y perturba

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todo, disipa todos los perfiles. Los acentos de este movimiento que se disemina
en todas las facetas de la experiencia aparecen como la condición del
movimiento y de la vitalidad del movimiento. De ahí la condición extrañamente
trágica del movimiento, de su vitalidad. La preservación del movimiento es la
permanente cancelación de la plenitud, de las metas, del éxito ---que no es otro
cosa que la extinción del movimiento. De ahí la fuerza de la tesis de Marx el
movimiento como tragedia, porque el movimiento necesariamente se concibe
en el horizonte de la desaparición, es la imposibilidad de la plenitud, de la
consumación, es el reconocimiento de la vida en el permanente desaliento del
reposo. El movimiento rechaza todo desenlace, de ahí su impulso primordial, la
ausencia de culminación, la fuerza vital que emerge del fracaso: el movimiento
sin otra meta que la perseverancia de su propio deseo. El movimiento cesará,
es inevitable. ¿Cuándo llega la muerte? Cuando el movimiento se inmoviliza
por la consagración de sus identidades, de sus efigies, de su propio resplandor
o en la exigencia del reposo. A veces eso llega prematuramente; la vida en el
espejismo de las identidades; la muerte en el abismo de la imagen, en la
plenitud mortífera de sí mismo. Es el fin del movimiento, muchas gracias.

Algunas referencias mencionadas en la conferencia:


Lefort, Claude, Essais sur le politique, Seuil, París, 1986.
Karl Marx y Friederich Engels, Der achzehnte Brumaire des Louis Bonaparte, en Werke, vol. 8,
Dietz Verlag, Berlin, 1988, p. 115.

Marcel Mauss, Ensayo sobre el don la forma y la razón del intercambio en las
sociedades arcaicas (1925)
Sorel, Georges, Réflexions sur la violence, Seuil, París, 1990.
Victor W. Turner, El proceso ritual, Taurus, Madrid, 1988.

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