Aunque no son partes del gobierno como tales, la presencia de una clase media y de una tolerante y floreciente sociedad civil suelen ser vistas como precondiciones para la democracia liberal.
En países sin una fuerte tradición democrática, la simple introducción de las
elecciones libres raramente ha bastado para alcanzar la transición de la dictadura a la democracia; es necesario un cambio mucho mayor en la cultura política así como la formación gradual de las instituciones democráticas. Hay varios ejemplos, como en América Latina, de países que sólo pudieron mantener la democracia de forma temporal o limitada hasta que sucedieron cambios culturales mayores que permitieron aplicar la voluntad de la mayoría.
Uno de los aspectos clave de la cultura democrática es el concepto de "oposición
leal". Éste es un cambio cultural especialmente complicado de alcanzar en naciones donde las transiciones de poder se han hecho históricamente mediante la violencia. La expresión viene a significar que todas las partes comparten unos mismos valores democráticos, de manera que un grupo político puede no estar de acuerdo con otro, pero debe siempre tolerar sus ideas y nunca intentar imponerlas por la fuerza. Las reglas de juego de la sociedad deben animar a la tolerancia y civismo en los debates públicos. En una sociedad así, los perdedores aceptan la decisión de los votantes una vez finalizadas las elecciones, y permiten una transferencia pacífica de poder. Los perdedores están seguros de que no perderán ni su vida ni su libertad, y que podrán continuar participando en la vida pública. No son leales a la política específica del gobierno, pero sí lo son a la legitimidad fundamental del estado y al proceso democrático.
Principios
2.a La libertad y la igualdad según el liberalismo
Durante la Revolución de 1789 en Francia, se hizo mundialmente conocida la tríada de valores Libertad, Igualdad y Fraternidad. Con ellas se instauraba el gobierno republicano que derrocaba la monarquía absolutista y daba paso a un régimen político constitucional. La evolución posterior hacia un paradigma liberal, sin embargo, hizo que la fraternidad cayese en el olvido, toda vez que únicamente libertad e igualdad son valores constitutivos del gobierno liberal. A continuación veremos, pues, como define el liberalismo libertad e igualdad. Por lo que hace al concepto de libertad, el liberalismo se remite habitualmente a dos autores de referencia: Benjamin Constant y Isaiah Berlin. Sobre la reflexión del primero acerca de la libertad de los antiguos y de los modernos, el segundo distingue entre la libertad positiva y la libertad negativa, definiendo la libertad del liberalismo como libertad negativa. Estas distinciones se remiten a la confrontación de los paradigmas liberal y republicano que 7 tuvo lugar en los inicios de la modernidad y que se saldó a favor del liberalismo como principal matriz normativa del gobierno democrático en el mundo contemporáneo. En efecto, al principio de la modernidad se contrapusieron los dos conceptos de libertad que posteriormente serían identificados por Berlin como libertad positiva y libertad negativa. La libertad negativa puede ser definida como no interferencia, esto es, un individuo es libre siempre que ningún poder interfiera en sus actividades. Para el liberalismo, más concretamente, el individuo es libre siempre que el Estado no interfiera en sus actividades y pueda, por ello mismo, realizar sus deseos sin mayores cortapisas. Este concepto resulta, sin lugar a dudas, de una gran utilidad para desarrollar la economía de libre mercado y, como cabe imaginar, entiende que el Estado no ha de interferir en las actividades económicas. En contraposición al modelo de la libertad negativa cabría pensar la libertad positiva, esto es, la libertad del republicanismo. De acuerdo con este concepto, la libertad sería la libertad como no dominación. Para los republicanos, el hecho de que no exista una interferencia no asegura la libertad. Así, por ejemplo, el esclavo que no está controlado por su amo, no es libre, sino esclavo. La libertad republicana entiende, por lo tanto, que siempre que sea posible la intervención de un poder dominante sobre el individuo, con independencia de que este poder se ejerza o no, no existirá la libertad. El concepto republicano de la libertad como libertad positiva, sin embargo, se encuentra ante un dilema cuando ha de reconocer la fundamentación de los derechos individuales. En efecto, si el esclavo lo es por su condición legal (en la legislación romana que inspiraba la libertad de los antiguos) y el ciudadano es libre por su ciudadanía: ¿cómo poder definir un concepto de libertad que no sea equiparado al poder del Estado? La tradición republicana no ha respondido satisfactoriamente a esta cuestión, reduciendo por lo general la libertad a un concepto estatal de la libertad, o lo que es lo mismo: negando la libertad fuera de las instituciones del Estado. El concepto de libertad del liberalismo, por el contrario, dispone de la ventaja de articular actividades exteriores al poder estatal. Cosa bien distinta es la definición de este límite que el liberalismo fija entre el exterior y el interior a la política. En rigor, este límite no ha sido algo fijo. A lo largo de la Historia, en la medida en que ha progresado la democratización de las sociedades, el liberalismo ha ido adaptando este límite a las exigencias de dar respuesta al antagonismo. Así, por ejemplo, para el liberalismo clásico, las condiciones materiales de la existencia de la gente debían regirse por la propiedad, de suerte tal que el mantenimiento de aquellos que carecían de medios de subsistencia era considerado un problema privado. De igual modo, el maltrato a las mujeres o la discriminación de los afroamericanos tampoco eran asuntos presentes en la agenda liberal. El surgimiento de la política del movimiento en el seno de las sociedades liberales obligó al liberalismo a modificar su agenda y a considerar 8 como públicos problemas que hasta entonces eran considerados únicamente como asuntos privados. El problema de la delimitación de la frontera liberal entre el exterior y el interior, entre lo que ha de ser de dominio público y lo que ha de ser de dominio privado nos remite al concepto de igualdad. En efecto, para el liberalismo clásico, la igualdad ha de ser entendida estrictamente como igualdad ante la ley. Ya desde su nacimiento en las declaraciones de derechos (Bill of Rights) de las revoluciones anglosajonas, pero también en la declaración universal de los derechos del hombre y el ciudadano, aprobada durante la Revolución de 1789 en Francia, el liberalismo reconocía y reivindicaba la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Gracias a ello se cuestionaba y liquidaba definitivamente el privilegio aristocrático. No obstante, la igualdad entendida desde un legalismo estricto (como igualdad ante la ley) no evitó la crítica al paradigma liberal de aquellos para quienes la misma ley no les evitaba ser objeto de discriminación. Así, por ejemplo, al no tratar la legislación liberal problemas como la discriminación de las mujeres, las minorías étnicas y de otros colectivos, la igualdad ante la ley resultaba insuficiente. De ahí que en adelante se hiciese necesario hablar de la igualdad como igualdad de oportunidades. Con todo, conviene no perder de vista que la igualdad de oportunidades no comporta necesariamente la igualdad de objetivos. Para el liberalismo, una sociedad que quiera ser libre no ha de ser una sociedad igualitaria. De hecho, el igualitarismo arriesga la ventaja que supone para la organización social valorar el esfuerzo y el mérito individual. El liberalismo entiende que asegurar las mismas condiciones a todo el mundo sobre la base de esfuerzos y méritos individuales diferentes no crea una sociedad justa, sino más bien todo lo contrario. Sea como sea, el liberalismo deja por clarificar cómo se ha de traducir en el terreno de lo concreto la igualdad de oportunidades y la valoración del mérito individual. 2.b El contractualismo: el Estado Como hemos visto, la concepción liberal de la Libertad es una concepción negativa. De acuerdo con ella, nuestras acciones son libres en la medida en que no estamos supeditados a ningún tipo de interferencia. Dado que el liberalismo asume que en estado de naturaleza o en una situación de libertad absoluta los intereses de los individuos se enfrentarían permanentemente entre sí, los teóricos liberales deducen la necesidad de un contrato entre todos los individuos que haga posible la convivencia. En este sentido, desde Hobbes y Locke hasta John Rawls, la tradición liberal ha argumentado la necesidad del Estado como la mejor manera de garantizar los derechos y libertades del individuo. De acuerdo con el argumento liberal, la renuncia a nuestra libertad en lo concerniente a la vida pública sería la mejor manera de asegurarnos la libertad en nuestras vidas privadas. A cambio de aceptar la autoridad del Estado los individuos podrían 9 disfrutar de sus garantías, derechos y libertades constitucionales. La función del Estado sería, por consiguiente, velar por el cumplimiento de la ley, asegurando en todo momento las garantías, derechos y libertades de los individuos. La autoridad estatal se derivaría precisamente de su utilidad para asegurar un orden social capaz de garantizar la convivencia de una pluralidad de intereses contrapuestos; intereses que por sí mismos no dispondrían de otro punto de acuerdo que aquel que determina el respeto a un contrato en el que se especifican unos mínimos inviolables de la vida en sociedad. Dado que estos mínimos que pactarían los individuos pueden variar, las distintas tradiciones liberales discrepan acerca de cuáles deberían ser los derechos a incorporar. Para los miniarquistas o liberales partidarios del Estado mínimo los derechos por cuyo cumplimiento habría de vigilar la autoridad estatal son realmente pocos, aquellos derechos fundamentales reconocidos por las constituciones liberales (derecho a la integridad física, a la libertad de expresión y de asociación, etc.). Para otros autores liberales, partidarios de una ampliación y mejora de los mínimos liberales, este consenso de mínimos podría ser ampliado a nuevas generaciones de derechos como, por ejemplo, los derechos sociales o los derechos culturales. Así ha sucedido, de hecho, en la mayoría de las democracias liberales dentro de las cuales el progreso de la democratización se ha traducido igualmente en una ampliación de derechos. Esta capacidad para ampliar las bases del consenso, en cualquier caso, no deja de ser un efecto congruente con el carácter contractual del derecho en la tradición liberal. 2.c El pluralismo liberal: la sociedad civil Como hemos visto en el anterior apartado, para los liberales no existe un único interés que no sea el interés por respetar la pluralidad de intereses. A diferencia de otras visiones para las que sí sería posible la definición de un único interés (llamamos “monistas” a estas visiones de las cosas), el liberalismo es pluralista, esto es, parte de que no existe ninguna concepción de las cosas mejor que las demás, pues cada individuo tiene la suya y ésta se puede encontrar en contradicción con las de otros. Para el liberalismo todas las opiniones son igualmente válidas, incluso aquellas contrarias a las de los liberales. Por ello mismo, a los ojos de los liberales la democracia es la manera menos mala de gestionar el conjunto de intereses plurales que existe en la sociedad. Dado que los individuos disponen de opiniones diversas sobre los asuntos más variados y que, asimismo, disponen del derecho a manifestar sus pareceres libremente en el respeto de la ley, el liberalismo entiende que la vida de la sociedad civil resulta imprescindible para el buen funcionamiento de la sociedad. Sin la posibilidad de opinar y asociarse libremente no resultaría posible articular la vida en una sociedad pluralista. Más aún, tal y como hemos visto, la ampliación de los derechos resulta eventualmente del reconocimiento de opciones 10 que algunos colectivos desean hacer extensivas al conjunto de la ciudadanía. El liberalismo identifica así la sociedad civil como un espacio de confrontación de pareceres y de conflicto organizado de intereses cuyo arbitrio depende en última instancia de la mediación del poder del Estado. En este orden de cosas, las democracias liberales han demostrado una gran capacidad de adaptación a las formas organizadas de defensa de intereses. Así, por ejemplo, los sindicatos, partidos y otras organizaciones políticas del movimiento obrero han podido ser implicadas en la gestión de la democracia liberal. Otro tanto ha sucedido para las organizaciones nacidas de los diferentes movimientos sociales como el feminismo, el ecologismo y otros. Con todo, no se ha de perder de vista que el surgimiento de estas organizaciones de la sociedad civil, más o menos, mejor o peor integradas, en la democracia liberal, han surgido precisamente como respuesta a aquellas cuestiones que el propio liberalismo no era capaz de resolver. A juzgar por la propia evolución histórica de la democracia liberal, cabe cuestionarse precisamente hasta donde alcanzan los límites liberales del reconocimiento y, más allá de estos, la capacidad del liberalismo para producir aquellas instituciones que gestiona mediante la democracia liberal. I-1.- LOS PRINCIPIOS BÁSICOS SUBYACENTES A LA DEMOCRACIA LIBERAL O CONSTITUCIONAL. Los tres principios básicos que citaré a continuación revisten un valor substantivo desde un punto de vista ético. Este valor los convierte en auténticas verdades para la ordenación de la vida social, que no pueden ser cuestionadas en el proceso político democrático sin poner en riesgo a éste mismo puesto que operan como asunciones implícitas necesarias para este proceso. Lo cual no quiere decir que se trate de verdades previas y exógenas al proceso democrático mismo, que por tanto se impondrían a éste desde una instancia anterior y superior (la divinidad, la naturaleza humana, la pura razón, u otras). En efecto, sin entrar ahora en ese debate, puede afirmarse que estas verdades pueden derivarse del mismo proceso político democrático entendiéndolas como los requerimientos estructurales imprescindibles a que responde. 1.- Individualismo: la democracia se funda sobre la consideración de que el único agente moral relevante a la hora de determinar los derechos y los bienes valiosos del proceso político es el individuo. Por eso, queda excluida de raíz cualquier comprensión organicista o colectivista de la sociedad que ponga a ésta o alguno de sus elementos componentes (la clase o la nación, por ejemplo) como si fuera un ente real de valor igual o superior al individuo y lo convierta en titular de unos 3 intereses colectivos que impongan a los individuos deberes contrarios a sus derechos fundamentales. Conviene resaltar, sin embargo, que el individualismo que funda la democracia es un individualismo moral, no uno ontológico; quiere decirse con ello que el liberalismo reconoce que la vida social tiene una textura comunitaria, y que la persona se construye en relación con las demás y mediante la introyección del otro generalizado, de manera que la existencia y preservación de una buena sociedad es algo que interesa al individuo como condición de posibilidad de su propia existencia. Por otra parte, el individualismo moral no se opone a la consideración de lo colectivo como el marco de agencia más útil y conveniente para resolver determinadas cuestiones o alcanzar determinados bienes compartidos (bienes que son individuales pero que deben perseguirse socialmente). El individualismo democrático no supone, por ello, aceptar la idea que sería mucho más parcial y restringida de un individualismo atomístico y posesivo que concebiría al individuo como un ser insolidario y para el cual sus relaciones sociales serían sólo límites o restricciones externos. 2.- Autonomía individual: la libertad del ser humano tiene por consecuencia que sea la persona humana la única capacitada para optar y decidir por el plan de vida buena que prefiere, pues si no fuera así no sería libre. En una sociedad acusadamente pluralista, en la que coexisten valores, marcos culturales, e intereses diversos e irreductibles entre sí, es la persona individual la que opta entre ellos con el único límite de no causar daño a los demás (aunque la noción de daño es susceptible de ser modulada de manera muy diversa). Se rechaza de esta forma cualquier clase de tutelaje, paternalismo o perfeccionismo por parte del gobierno, incluso el benevolente: el individuo es el mejor juez de sus intereses y nadie puede substituirle en esa función. Ahora bien, la autonomía no tiene solamente una cara negativa (la de excluir cualquier interferencia en la propia libertad), sino que posee otra activa o positiva (la que exige crear las condiciones educacionales, morales y materiales que permitan a las personas ser autónomas). 3.- Igualdad: todos los individuos cuentan por igual y todos son sujetos de idénticos derechos morales y deben ser tratados como seres dotados de una igual dignidad. Conviene subrayar, para evitar caer en un frecuente equívoco, el carácter performativo y no descriptivo del término igualdad: en efecto, la proclamación democrática de la igualdad de todos no pretende describir un hecho empírico, sino 4 fundar una exigencia de trato. Al decir que “todos son iguales” no se ignoran las substanciales y profundas diferencias que existen entre los seres humanos (condición, riqueza, sexo, raza, ideas, etc.), sino todo lo contrario: lo que se dice es que esas diferencias no justifican un trato desigual. El contrario de la igualdad es la desigualdad, no la diferencia. Por otro lado, la exigencia de igualdad plantea una pregunta inmediata: ¿igualdad de qué? ¿Sólo de derechos, o también de bienes primarios o de capacidades vitales ante el riesgo y la necesidad? Como veremos, es posible, para ser congruentes con el modelo, defender en este punto una simple igualdad de derechos pero siempre que entendamos éstos en un sentido substantivo: como títulos que capacitan a las personas para resolver sus necesidades (chances), y no como mera igualación jurídica abstracta.
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