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Solamente aquellos que han visto de cerca las cuencas vacías de la muerte pueden
tener una idea más cercana a la experiencia límite por la que tuvo que pasar David.
¿Qué clase de mal aquejaba al rey de Israel? ¿Alguna enfermedad difícil de curar
que procuraba gran sufrimiento físico? ¿Alguna amenaza de muerte por parte de los
arribistas de su corte palaciega? ¿Algún trastorno sicológico? ¿O tal vez una
tentación que se estaba convirtiendo en irresistible para su vida diaria?
¿Es así tu dolor? ¿Tu situación actual? ¿Podrías describir con las mismas palabras
del salmista tu experiencia dramática hoy día?
Por supuesto, no olvidemos aquí, que David no recurre a Dios de manera puntual,
como si Dios fuese un Dios de emergencias o una santa Bárbara a la que acudir
únicamente cuando escuchamos tronar. La comunión de David con Dios es contínua,
diaria y profunda: “lo invocaré en todos mis días” (v.2). Este salmo es producto de
toda una vida de íntima y hermosa relación con el Señor.
Al escucharnos y ver nuestro sufrimiento, Dios nos salva. No sólo quiere quitar las
cadenas de una enfermedad física, sino que desea dejar Su impronta en nuestro
espíritu. Nos sana, y al mismo tiempo nos perdona. Restaura nuestra salud y nuestra
relación rota con Él. Así obraba Jesús: su poder para sanar era simplemente la
respuesta a una actitud contrita y de fe ante el perdón de los pecados que ofrecía al
enfermo. Rompía las férreas cadenas que ante todo apresaban el corazón del pecador,
y la libertad se manifestaba en la erradicación del mal físico. Dios sanó, liberó,
perdonó y restauró a David.
La reacción de David ante tamaña obra de poder y liberación no podía ser otra que
amar a Dios (v. 1). Y este amor a Dios no era la consecuencia de lo que Dios había
hecho en él, sino un deleite que paladeará cada día de su vida, plasmándose en una
comunión diaria (v.2), en obediencia fiel (v.9), en una aceptación sincera de la
salvación otorgada por Dios hacia él (v.13), en el pago de sus votos y promesas
hechas en el lecho de su postración (v. 14), en el reconocimiento de su dependencia
de la soberanía gloriosa de Dios (v.16) y en la expresión gozosa y pública repleta de
alabanza y acción de gracias (v. 17). Nada sería suficiente para pagar a Dios por sus
poderosos hechos y por la acción milagrosa y piadosa de Dios para con su hijo
David.
Si tu caso se parece en algo al de David, clama a Dios y Él te atenderá, te
responderá y te restaurará. Ámale de todo tu corazón, manifiésyale tu agradecimiento
y sométete bajo la dirección sabia y providencial de tu Señor. ¡Y tu gozo será miles
de veces mayor que la angustia que te asedia hoy!